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Dulce María Loynaz

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Fe de vida: un libro escrito a través de una correspondencia

Aldo Martínez Malo

Las décadas del 60 y 70 fueron lamentables para Dulce María Loynaz. El derrumbe de un mundo burgués, al cual pertenecía, y que la Revolución Cubana neutraliza, unido al cambio de métodos e ideas, y unido a una serie de acontecimientos familiares en cadena: el exilio del esposo, que ofuscado se refugió en Islas Canarias, de donde era oriundo, la muerte de sus padres, el General Enrique Loynaz del Castillo y María de las Mercedes Muñoz Sañudo, de su hermano más a fin Enrique, más la demencia del otro hermano, «el más brillante», Carlos Manuel la detienen en el tiempo, la abroquelan, la fulminan.

Muy pocos en aquellos años pudimos cruzar las rejas de la casona de 19 y E, en el Vedado, convertida en refugio contra toda pupila exterior. Su nombre que, antes de 1958, había brillado en América y Europa, especialmente en España, donde se le condecoró con La Gran Cruz de Alfonso X, El Sabio y se le exaltó como poetisa y prosista singular es casi olvidado.

Puede rastrearse en la las hemerotecas o en libros y revistas de la época y comprobaremos que no se le menciona, con la honrosa excepción de la Historia de la Literatura Cubana, de Salvador Bueno, o en un Festival de Poesía, auspiciado por la UNEAC en 1968, donde se le invita, pero ella no asiste. En los estudios superiores no es incluida. Crece una generación, y se establece otra desconociendo a la autora de Jardín.

En 1971 se inicia nuestra amistad, primero epistolar, poco después personal. De inmediato se estableció una comunicación, un afecto cordial, un conocimiento intimo, profundo de caracteres que hace que en una reproducción del famoso retrato de Teodoro Ríos, me escriba: «Para Aldo Martínez Malo, de quien me siento amiga desde hace cien años».

En un rapto de justicia le propongo la idea de escribir su biografía. La respuesta es un no rotundo. Su vida privada le pertenecía por completo, no era para consumo de la curiosidad popular, subrayando que lo que yo pretendía era «resucitar un cadáver, una mujer que ya no existe». Insistí, puse a prueba toda mi capacidad de persuasión y, tras meses de lucha, de verdadera guerra de nervios, donde recibí toda clase de calificativos: «impertinente», «majadero», «insoportable», «entrometido», un buen día en carta con fecha 19 de junio de 1972 me dice que accede con una condición, que escriba la bibliografía sin cronología, sin entrar en detalles, «no deseo ser medida, sino soñada, no aspiro a que me observen con un microscopio, sino a que tengan de mi una presencia un poco intangible, un poco fugitiva...». O sea quería que yo hiciera un remedo de Bárbara en su jardín.

Sostuvimos una polémica delirante y deliciosa, donde yo atacaba la María Antonieta, de Stephan Zweig y ella la defendía; yo la comparaba con Virginia Woolf y me ripostaba airada, diciéndome que no la comparara con una loca, que escribía disparates. Esto no lo sentía, pero lo hacia tratando de sacarme de mis casillas. Nos balanceamos entre extremos irreconciliables: la amistad y el rechazo.

Hubo un silencio entre ambos hasta que el 7 de julio de ese año, me escribe:

En mis manos, desde hace un mes, su carta, amigo recordado y si demoré en contestarla ha sido porque el tiempo exige que las tareas menos gratas sean las más urgentes. Pero no como siempre; esta vez no ha sido así. Mi tiempo ha estado lleno del quehacer que más he venido añorando en todos estos años, el de preparar y embellecer mi casa para la vuelta del esposo. Pablo va a venir, posiblemente en este mismo mes, aunque no sé aun el día (...) habiendo tenido mi esposo su misma profesión, estoy cierta de que simpatizarán ambos y yo me sentiré muy complacida por ello (...) Espero que venga a verme pronto y me diga si le parezco una mujer feliz; es casi un reto porque sé que nunca lo he parecido a nadie...

Fui al encuentro de Pablo, pero desdichadamente no era lo recordado en las ocasione que lo vi acompañando a Dulce María en sus conferencias del Lyceum o en el Ateneo de la Habana en la memorable presencia de Gabriela Mistral, en 1953. Su tarjeta de identificación: la sonrisa, había desaparecido. Envejecido, enfermo de cuerpo y alma, era una sombra. Lo visite varias veces, hasta que quedo postrado en cama, con dolores inenarrables. El 3 de agosto de 1974 falleció en absoluto anonimato.

Yo continuaba visitando a Dulce María y seguía una correspondencia con el aliento vital de antaño. El 3 de agosto de 1975, recibo una carta desde todo ángulo interesante. Dice así:

Veo, no sin un poco de pena, que todavía usted no ha acabado de conocer. ¿Que otra cosa pude pensar ante la suposición de que yo pueda haberme enfadado porque un sencillo escritor como usted quisiera hacer mi biografía?. Permítame decirle que en primer lugar no estoy enfadada ni mucho menos ofendida por un deseo que en cualquier persona constituiría siempre un homenaje. Ahora bien usted es todavía un escritor desconocido y puede que lo siga siendo a pesar de que escribe muy bien. Son injusticias de la vida contra las que no podemos y a las que tenemos que asistir imperturbables o mejor dicho sin apelación, mientras vemos crecer y subir a otros con menos méritos como la espuma de los detergentes (...) porque tal o cual viraje de la suerte o la política así lo dispuso. Le digo con igual sinceridad que siempre he creído que no deben escribirse biografías de personas vivas. El autor no puede gozar de verdadera libertad de juicio, ni siquiera de la necesaria perspectiva que da en su decursar el tiempo. Usted como el legendario caballero, ha visto gigantes en molinos cuando ya no existen ni siquiera los molinos y ha salido lanza en ristre, a pelear con ellos. Pues bien, pelee usted hasta que quiera: todo noble tesón alcanza fijar las justas leyes del destino. Haga mi biografía si ese es su gusto, pero eso sí, tendrá usted que adivinarlo. Y la verdad, creo que no vale la pena...

No me considero buen perdedor, no va con mi carácter, con mis humores físicos, soy legítimo Capricornio y, jugándome todo por el todo le entregue personalmente un cuestionario de más de cien preguntas. Lo recibió con una sonrisa de satisfacción y un también inesperado abrazo.

En poco tiempo lo contestó, con su letra clara, ancha de colegiala. Había escogido un folio de Debe y Haber, que perteneció a su abuela materna. No eran en su totalidad apuntes biográficos, sino revelaciones, confidencias, salpicadas de humor, de ironía, de amargura de rebeldía ante el entorno, sin esperanzas de una resurrección literaria, pero convencida de sus valores.

Al leerlo recibí lo que esta mujer había sido capaz de incubar en el silencio de la soledad. Se desnudaba sin pudor y sin miedo ante mis ojos, que era como reafirmarme su condición de amiga sincera. Percibí, entre líneas, lo que después me ratificó de puño y letra: «Yo necesito pocas cosas y una de ellas es la comprensión humana. En usted la encuentro y la saludo...».

Entonces en mi cerebro se gestó la idea de no ser yo, en aquellos momentos, sino ella misma quien escribiera la biografía. Al analizar el texto de las confidencias, el nombre de Pablo Álvarez de Cañas ponía ante mi un mundo de posibilidades en primer lugar hacerle escribir, reencontrarse, poner en sus manos lo mejor de sus armas: papel y lápiz, tocándole su talón de Aquiles: Pablo, personalidad compleja en su tiempo y aun en nuestros días, el esposo de quien ella no cesó de repetir a lo largo de los años:

Sea cualquiera el valor que las generaciones venideras quieran darle a mi obra, más que a mí, se deberá a él, nada hubiera hecho, o nadie hubiera conocido lo que hacia. Él fue, no solo el animador, el inspirador de mis mejores poemas incluso de las cartas de Jardín que están en buena parte filtradas de las suyas, sino también el que le dio viabilidad, esa condición jurídica que significa aptitud para mantenerse en el mundo...

Utilizando la diplomacia, tocándole las fibras más sensibles de su ser, le sugerí el tema: «Pablo y la época que le toco vivir». Esto permitiría que ella se citara una y otra vez, que hablara de su familia, de la oposición al matrimonio con el recién llegado de Canarias sin un céntimo en los bolsillos, su matrimonio con Enrique de Quesada Loynaz, figura capital dentro de su obra como descifré después; el divorcio, el reencuentro con el primer amor. ¡En fin!, el espacio socio-político en el que Pablo logro un puesto preponderante como cronista de la alta burguesía criolla. No podía imaginar hasta donde llegaría mi propuesta...

El 1ro de diciembre de 1976, me escribe:

No eran veinte páginas, como le dije por teléfono, amigo Aldo, y por eso le escribo para pedirle que tenga paciencia si la espera se prolonga, voy por la página 44 y todavía no sé si estoy por la mitad. ¿Será que voy a hacer un libro sobre mi marido?. No, no hay que asustarse, la que se asusta soy yo ante esta capacidad que se me manifiesta de pronto y que ya creía extinguida. Si no se trata de una pasajera ilusión, si en realidad descubro que todavía soy capaz de crear algo porque a él lo estoy creando, recreando como una madre forma a su hijo con su sangre. Pero es el mismo siempre, nada añado ni quito, él vuelve a ser el que fue, gracias a mí. Bueno, gracias a mí y gracias a usted que no solo fue el animador de la idea sino el de la idea misma...

La carta me emocionó, había logrado mi propósito, ahora tenía que mantenerle el ánimo. El estimulo es muy importante y ella lo necesitaba más que nunca. El 10 de diciembre, día de su cumpleaños, recibí la otra epístola, más elocuente, que da la medida de lo que es la inspiración, el acto de la creación. Así debieron ser Emily Bronte, Virginia Woolf o Delmira Agustini, mujeres irracionales, malditas, alucinantes, geniales. Dice así:

Ahora mientras escribo, loca, febrilmente, sin descanso, iracunda cuando me interrumpen, aterrada cuando por unos minutos creo perder el hilo del relato y que por perderlo, Pablo se me escapa otra vez, se vuelve al exilio o a la tumba que fue todo lo mismo, no puedo dejar al mismo tiempo que esta resurrección suya y mía, por breves que sean, por poco que digan a los demás, la debo a usted. Le dije en mi última carta que el trabajo iba a serle dedicado, pero no sabía entonces hasta qué punto iba a merecerlo. Por supuesto ya yo no escribo como antes, 18, 20 años de silencio pesan siempre y en ese tiempo, no ya sin escribir, sino también sin leer, el vocabulario, se ha ido reduciendo porque ya no dispongo de más palabras que las que uso en el hablar cotidiano. También las ideas, que tardan en cuajar, una vez cuajadas se derriten pronto, antes de poder apresarlas en el papel...

Estos párrafos son verdaderamente antológicos, como son las cartas que le preceden, donde la creadora devela sus íntimos secretos, desangrándose en más de uno. Sigue adelante con una prisa nunca antes experimentada, con un ansia de no perder un minuto, como si el minuto que perdiera ya no pudiera recobrarlo. ¿Marcel Proust o Mozart?.

«¿Será esta la febril actividad de Mozart por terminar la misa de Réquiem que le encargó un desconocido? No lo creo, porque además usted no es un desconocido, sino un amigo muy dilecto», me escribe en un pequeño papel que envía con uno de mis sobrinos.

De pronto se interrumpe la comunicación telefónica y epistolar. Trato de develar el misterio, de romper la inesperada barrera. No contesta al teléfono. Ese silencio me sobrecoge y angustia. Le escribo tres misivas por semana. El silencio es total.

El 11 de febrero de 1997 llega a mis manos una respuesta:

Le diré que hace más de quince días deje interrumpida la biografía de Pablo. No puedo terminarla por mucho que he tratado de esforzarme en ello. He sufrido mucho por esta importancia mía, sobre todo porque me había hecho la ilusión de que podía al menos, consagrarle estas últimas páginas. Ahora veo que en realidad ya no sé escribir (...) siento decírselo, pero es necesario que usted lo sepa para que no me apremie más con su impaciencia. Los datos le serán enviados, pero escuetamente, lo demás va con esta carta...

No esperaba una derrota de su parte, conociendo su obstinación, su indomable carácter. No podía darme por vencido, ni admitía que ella fuera vencida, máxime cuando tenía ante mis ojos más de cien páginas manuscritas que revelaban no solo aspectos desconocidos de Álvarez de Cañas sino también acontecimientos nacionales no recogidos antes y, sobre todo, vivencias de la propia Dulce María dignas de publicarse. Le contesté, enfatizando la grata impresión que me había proporcionado la lectura del envío. Llegué a comprarla con Beethoven, con Bach, hasta con Martí. El libro no podía quedar inconcluso y mucho menos correr el ingrato destino de sus novelas «Mar muerto» y «Los caminos humildes».

La respuesta llegó el 21 de febrero:

Ay, amigo mío, usted para consolarme, me pone de ejemplo nada menos que a Martí... ¡Cuantas distancias hay que salvar! Y no solo la de las personas, sino también la de los motivos que interrumpían a las personas... Las que me interrumpen a mi no pueden ser más fútiles ni más prosaicas ni más vulgares. Las que lo interrumpían a él, supongo no serán las mismas. Martí tuvo que atender a muchas y diversas urgencias, pero todas, creo que absolutamente todas estaban relacionadas con el ideal único. No creo que permitiera ninguna injerencia bastarda. ¿Cómo quiere usted que esta pobre mujer vieja y sola haga lo mismo?. Ahora es tarde. Perdí el tiempo mejor, que no es precisamente el de la juventud, sino el de la madurez y el tiempo es la uncida cosa que no puede recuperarse...

Comencé a pensar, por primera vez, que mi causa estaba perdida. Había obrado de buena fe, movido por la admiración y el afecto hacia una personalidad infrecuente. Dulce María tenía 75 años de edad, su visión era débil y la demencia de su hermano Carlos Manuel iba de crisis en crisis. No tenía derecho a perturbarla más. Y cuando me disponía a pedirle disculpas por el esfuerzo sobrehumano a que la había sometido, llegó a mis manos un sobre grande, abultado, certificado con fecha 3 de marzo. En su interior había diez cuadernos clasificados. Era la biografía de Pablo. Había una carta para mí, especial:

Espero con cierta timidez (timidez sí, no se asombre), la impresión que va a producirle ese intento de biografía de Pablo, las páginas donde me he esforzado en rescatarlo, en resucitarlo y donde me parece a veces que lo logro. Escribir sobre él es muy difícil. Era una criatura muy compleja que parecía todo lo contrario. No era lo que usted dice ni lo que digo yo; era otra cosa. Yo he tratado de ser lo más objetiva posible, creo que se nota este esfuerzo y no obstante diríase que peco a veces por exceso y otras por exceso de objetividad. Ya lo único que quiero es que usted me diga con esa sinceridad que reclama para nuestra amistad que usted me diga así, sinceramente su opinión. Tal vez usted se equivoque, pero también me puedo equivocar yo...

No niego mi grata impresión, el tener muy en cuenta mi opinión crítica (invariablemente me sometía al análisis de Jardín en cada visita a su casa ), porque yo había descubierto «el secreto del libro» unido profundamente a Enrique de Quesada Loynaz, así como la exploración que hice de su poema mayor «Últimos días de una casa» escrito entre 1945 y 1956 y que describe el abandono, deterioro y desaparición de aquel Edén que fue la finca «La Belinda», y que muchos, erróneamente, han confundido con la casona de Línea o sea la casa visitada por Lorca y Juan Ramón. Junto a la gratitud se unió la interrogante; ¿por que me envío los cuadernos? Algo debió sucederle para tomar esa determinación. Le respondí casi a vuelta de correo, agradecido pero preocupado, y la respuesta la tuve el 1de abril:

Amigo mío, usted sabe lo propensa que soy a destruir lo que escribo. Así sucedió con mis novelas «Mar muerto» y «Los caminos humildes», en las cuales tenía cifradas muchas esperanzas. Y muchos, muchos poemas fueron consumidos por las llamas como las Elegías por Shirley Temple y El Vedado. Cuando sentí la imposibilidad de reescribir el Intermezzo (hice siete versiones), me sentí aterrorizada y sucumbí. Me sucedió algo parecido a lo que pudiera acontecer a un naufrago que tras bracear largo trecho con las olas, siente que las fuerzas le faltan cuando veía cerca ya la salvadora orilla. No pude seguir más. Eso fue todo. Usted me dijo que Beethoven y Bach habían dejado inconclusas obras y aunque a mí me pareció que aceptar ese argumento era pecar de vanidad decidí enviarle el trabajo trunco, tal como estaba y se lo envíe porque de pronto sentí miedo...no me pregunte que fue lo que me asusto. No se lo diría, solo quiero que sepa que me propuse así, resguardar de algún modo esas páginas aun a sabiendas de que no valían la pena. Que al fin y al cabo, no solo los hijos hermosos se ganan el cariño de las madres (...) Es usted la primera persona que la lee: merece ser el primer depositario de esta mi obra póstuma. Ni siquiera mi hermana Flor ha leído un capítulo. Pero pongo una condición o mejor dos: que solo este libro sea publicado después que cumpla 90 años o haya muerto. De manera que solo cuando usted me dé su palabra de honor y no de hombre porque hombres hay todavía bastantes y el honor se va haciendo cosa rara, preciosa, algo así como un diamante azul o una Biblia de Gutenberg...

Sin pérdida de tiempo fui a su encuentro y en un papel fino, blanco que me extendió, escribí:

Doy mi palabra de honor a Dulce María Loynaz, de que mientras ella viva o lo crea conveniente, nadie absolutamente nadie conocerá su obra titulada Fe de vida. Lo juro, lo prometo y lo cumpliré.

Quedó satisfecha.

Confieso que, leyendo y releyendo los once cuadernos hasta conocerlos casi de memoria, solo no estuve de acuerdo con la nota necesaria, incluida a última hora y que decía:

Dejando aparte a unos pocos y escogidos, sé que no escribo para ninguno de los que están vivos ahora. No les interesaría lo que yo escribiera ni me interesa a mí ganarme su interés. Fuera de la persona a quien está dedicado, este libro se escribe para los que vendrán. Tal vez a ejemplo de Enrique de Quesada, que lo fío todo a una criatura nonata, yo he destinado el último esfuerzo de mi pluma a seres por nacer. De ellos aún puedo esperar algo: No los conozco.

Esta no era la verdadera Dulce María Loynaz; aquí volcaba todo su resentimiento acumulado por los años de olvido, los padecimientos familiares que fueron amargándola, convirtiéndola en un ser huraño, difícil.

Y sucedió lo esperado, lo justo. Como Directora de la Academia Cubana de la Lengua comenzó a impartir conferencias, de por sí magistrales, como las dedicadas a Julián del Casal, al filólogo Andrés Bello, al académico José de la Luz León, a la poetisa uruguaya Delmira Agustini. Su casa, sede entonces de la Academia, se desbordaba de un público culto, entusiasta, curioso y en gran mayoría joven, queriendo acercarse a la mítica personalidad.

Por Pinar del Río, desde hacía años había comenzado un rescate y reconocimiento de su obra, que daba valiosos frutos en tertulias literarias privadas primero y en casas de cultura después. En 1981 le otorgaron la Distinción por la Cultura Nacional; en 1983, le entregan la medalla Alejo Carpentier; en 1984, se nomina para el premio Miguel de Cervantes y asiste en Pinar del Río al primer homenaje rendido a su hermano Enrique. La Editorial Letras Cubanas publica una selección de su poesía en 1985, que tuve el honor de presentar en el Palacio del Segundo Cabo, junto a una Dulce María, asombrada, estremecida por la emoción hacia la cálida acogida. En medio de la avalancha de invitaciones de Casa de las Américas, de la UNEAC, el Gran Teatro de la Habana, y otros importantes centros de nuestra cultura, sufre la perdida de su hermana Flor, el 22 de junio de 1986.

De los cuatro hermanos Loynaz era ella la sobreviviente. Se sintió sola y desamparada, pero contó en este nuevo golpe con la ayuda moral de sus amigos más próximos y el cuidado de su medio hermano Enrique. En 1987 se le otorga el Premio Nacional de Literatura; esa noche en el Palacio del Segundo Cabo, si mal no recuerdo el 1ro de diciembre, en un bello discurso, declara: «Espero que comprendan mi emoción: Es un premio cubano, y me lo ofrece mi país para demostrarme que aun en medio de mi clausura voluntaria o involuntaria, no se me había olvidado, y todos se sentían contentos de ofrecérmelo. Contentos de que mi obra hubiera crecido con el tiempo, como dijo Lezama Lima, aunque a mí ese tiempo me hubiera parecido muy largo (...) el premio de Cuba me da o me devuelve lo que di por perdido, me devuelve el calor humano, la confianza en mi mismo, el amor de los míos». El 20 de agosto, el Consejo de Estado de la República de Cuba le concede la Orden Féliz Varela de Primer Grado, máxima distinción cultural conferida en el país. En 1990, inaugura el Centro de Promoción y Desarrollo de la Literatura Hermanos Loynaz, recibiendo el Escudo Pinareño como Hija Adoptiva, y el 23 de abril de 1993 es condecorada por el Rey de España, Juan Carlos I, con el premio Miguel de Cervantes y Saavedra.

Era una resurrección. Dulce María Loynaz había resucitado dentro y fuera de su patria, haciendo realidad los versos de la mejicana Sor Juana Inés de la Cruz: «Triunfar de vejez y del olvido».

Entonces le propuse editar el libro que atesoraba, guardado bajo siete llaves y al que ella en todo ese tiempo había incluido pasajes olvidados, anécdotas interesantes, buscando un equilibrio. Me dio gracia y algo más, que una idea mía, se la apropiara. Esto sucede en el capítulo La esposa azul, y en la página 131 cuando escribe:

Y recuerdo también que no ha mucho, tras una de las depredaciones que sufrió la casa de Bárbara, fui yo quien arrojó el framboyán a la hoguera atizada para quemar desechos. Aunque se mantenía en pie, adosado a un muro, estaba seco desde hacía tiempo, y del viejo tronco casi no quedaba más que la corteza. Pesaba ya tan poco, que pude llevarlo en brazos como si fuera un niño -el cadáver de un niño- hasta el mismo fuego donde lo eche de un solo y resuelto impulso. Con él quemaba ya el último vestigio de nuestra juventud.

Casi exactamente se lo había escrito y dicho en una de mis cartas, contestándole la pregunta de en que forma yo terminaría la biografía sobre ella. Con el cambio de en vez de «nuestra juventud» yo ponía «de una vida». Que a veces los seres comunes, le aportamos alguna luz a los geniales.

Habían transcurrido 15 años desde que ella escribiera que el libro lo terminó el 3 de agosto de 1978, un sábado lluvioso y a las tres en punto de la tarde. Estaba viva, había arribado a los noventa con plena lucidez pero sin visión. Más allá del bien y del mal como solía recalcarme. Me dio permiso para la publicación, con una condición, o mejor, dos: revisar la Nota Necesaria y que la edición corriera a cargo de Ana Victoria Font. Así se hizo, como también ceder los derechos de autor al centro Hermanos Loynaz.

Con mano firme y el trazo grande, escribió:

Cuando terminé de escribir estas páginas, expresé a Aldo Martínez Malo mi deseo de que solo se conocieran cuando yo hubiera cumplido noventa años o después de mi muerte. Cumplida una de mis condiciones expuestas, accedo a la solicitud de publicarlas. Por aquella época pensaba que solamente me quedaba por sentir una emoción: la de la muerte. Estaba equivocada porque la vida depararía nuevas sorpresas. Así, han construido motivos de alegría, la acogida que los lectores han dado a mis libros al publicarse por primera vez en nuestro país, y también las demostraciones de respeto y cariño en las ocasiones en que me han conferido un premio, ya sea en Cuba o en España, mi segunda Patria. Y han sido estas demostraciones afectuosas las que me han hecho modificar ciertos pasajes del libro, que fueron escritos cuando aún no había sentido la emoción de percibir el testimonio de interés y aprecio de los lectores cubanos. Por eso, debo decir que he destinado el último esfuerzo de mi pluma a esos seres, de los que ahora si sé que puedo esperar algo.

Fe de vida no es un libro vanguardista, no se anticipa al realismo mágico, como Jardín; tampoco contiene la erudición y el magistral dominio del idioma como «Un verano en Tenerife»; es otro estilo, más sencillo, sin regodeos, un testimonio novelado expuesto visceralmente, no podía ser de otro modo. Aunque tiene un moderno e impresionante juego con el tiempo logrando mantener el interés de principio a fin.

De él podía surgir la gran película cubana, el gran guión cinematográfico, hasta aseguro que la más profunda, sólida telenovela. Para mí es un libro único, trascendental en nuestros predios que no ha recibido la atención, difusión y acogida que merece. Digno del premio de la crítica, si se hace justicia. Es un aporte, más que al sentimiento de una personalidad, a un entorno social que muy contadas plumas han podido captar. Y sobre todo, Fe de vida es una prueba de amor y, como dijo Dulce María Loynaz en ocasión memorable,: «puesta en el caso, elegí siempre el amor».

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