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Subjetualidad, subjetividad y enfermedad

Pedro Laín Entralgo



Fin primario de este estudio no ha sido la investigación, sino la intelección. No se aspira con él a incrementar con datos nuevos o poco conocidos una de las líneas maestras de la Medicina contemporánea, sino a entender mejor los que todo médico culto conoce o debe conocer. Teniendo en cuenta esta breve advertencia deberá ser leído y juzgado.





Como muchos saben, la expresión «introducción del sujeto en Medicina» fue creada por Viktor von Weizsäcker para designar el que a su juicio sería el rasgo más esencial del saber y el quehacer médicos del siglo XX: la metódica consideración de la realidad individual del enfermo -y, como consecuencia, de la diversa relación del enfermo con el grupo social a que pertenece- en el empeño de diagnosticar y tratar técnicamente la afección que sufre. Si se recuerda lo que la Medicina ha ido siendo desde Freud, no parece posible negar acierto a este juicio y esa frase. Pero en modo alguno puede admitirse que la introducción del sujeto sea la única nota diferencial, relativamente diferencial, de la Medicina contemporánea. Más o menos conexas entre sí, hasta cuatro pueden ser discernidas en el pensamiento patológico ulterior a la Segunda Guerra Mundial.

1.ª La molecularización, la metódica resolución de explicar en términos de biología molecular todos los momentos estructurales del accidente morboso. Es cierto que el nombre Molekular-pathologie fue creado por O. Rosenbach en el último decenio del siglo pasado, como expresión de un desideratum de la concepción fisiopatológica de la enfermedad: la visión de esta como un desorden del proceso energético-material en que la vida orgánica consiste. También es cierto que ese mismo nombre fue el título de un importante libro de H. Schade, en 1935. Pero solo cuando la llamada «biología molecular» ha cobrado volumen y consistencia, solo entonces ha llegado a ser verdaderamente perceptible la tendencia mencionada. No parece mal ejemplo de ella la reciente «psiquiatría ortomolecular» de L. Pauling.

2.ª La personalización, el intento de entender cuanto pasa en la vida del enfermo, incluidas, por supuesto, las alteraciones más visiblemente somáticas, desde el punto de vista de su condición de persona. A este intento, de tan varia expresión en la patología contemporánea, es al que principalmente aludía la fórmula de von Weizsäcker, y a él puede ser referida -aunque sus cultivadores no suelan apelar al concepto de persona- la vigorosa «patología social» de nuestro siglo. No es un azar que el propio von Weizsäcker se creyera obligado a componer una monografía significativamente titulada Soziale Krankheit und sozidle Gesundung.

3.ª La ecologización, tendencia que comprendería en sí las dos anteriores, se propone entender el hecho cósmico y humano de la enfermedad teniendo en cuenta los tres momentos esenciales de la total instalación del hombre en la realidad: el ambiental, el histórico y el social. El libro Die Medizin in der Welt von morgen, de H. Schipperges, es una excelente muestra de esta novísima actitud ante la patología.

4.ª La formalización; esto es, la aproximación mental al hecho de la enfermedad mediante los recursos del conocimiento simbólico de la realidad visible. El saber patológico no puede dejar de ser material, tocante a lo que se sabe, además de ser formal, relativo al modo como se sabe; pero es lo cierto que no pocos recursos para la formalización del conocimiento -álgebra de Boole, teorema de Bayes, modelos descriptivos de Stacho-wiak, análisis factorial, etc.- son hoy aplicadas a la intelección de la enfermedad y de la actividad diagnóstica.

Sin olvidar en ningún momento esta diversidad de los puntos de vista y la ineludible necesidad de su coimplicación, si quiere hacerse una patología verdaderamente actual, consideremos exclusivamente el problema de la introducción del sujeto.




La ausencia del sujeto

No fue von Weizsäcker el único en advertir el olvido del sujeto por parte de la patología que a comienzos de nuestro siglo podía ser considerada como canónica o clásica. Releyendo entre 1925 y 1935 las historias clínicas que él mismo había compuesto unos lustros antes, he aquí lo que en su prólogo a Veinticinco años de labor (1935) escribirá Marañón: «Yo no he tenido, en toda su trascendencia, idea del valor del elemento constitucional en Medicina, como cuando hube de leer mis primeras historias clínicas: aquellas recogidas con tanta minucia, pero con tan mal método, en los últimos años de los estudios médicos y en los primeros de la vida profesional y hospitalaria. Se describían en ellas los síntomas, los análisis (químicos y bacteriológicos) y, a veces, las lesiones, es decir, la enfemedad; pero el enfermo no estaba allí. Ni una alusión a cómo era la persona que sustentaba la enfermedad.»

Ausencia de la persona del enfermo, ausencia del sujeto: «el enfermo no estaba allí». Alguna exageración hay en tan rotundo aserto. Allí estaba el enfermo, sí, pero reducido a ser un nombre, una edad y un sexo; acaso nada más. ¿Qué función desempeñaban en la historia clínica esos sumarísimos datos acerca de la persona del paciente? Eran -esto es ahora lo decisivo, y a esto es a lo que se refería el apunte autocrítico de Marañón- un esquemático término al cual poder referir las notas descriptivas que acerca de la enfermedad del paciente contenía el resto de la historia clínica; algo así como una simple percha para ellas. Procedían esas notas, por supuesto, de la realidad individual del paciente; «de» este eran; pero habituada a mirar como mero objeto, como pura cosa, si se quiere, la apariencia de tal realidad, la mente del descriptor las convertía en datos de exploración abstrayéndolas rutinariamente, inadvertidamente, del sujeto viviente y personal a que de hecho pertenecían.

Tres fueron las principales vías de abstracción, correspondientes a las tres grandes mentalidades creadas a lo largo del siglo XIX: la anatomoclínica, la fisiopatológica y la etiopatológica. Conducía la primera a la obtención de signos físicos y fiables -percutorios, auscúltatenos, etc.- y, mediante estos, a la detección de las lesiones anatómicas producidas por la enfermedad o determinantes de ella. Meta propia de la segunda era la intelección científica del desorden energético-material en que el proceso de la enfermedad consiste; lo cual, desde el punto de vista exploratorio, había de poner ante los ojos del clínico tanto los síntomas espontáneos de la enfermedad, entendidos ahora según lo que de ellos enseñaba la fisiopatología, como la respuesta del organismo a las diversas pruebas funcionales a que fuera sometido. La tercera, en fin, dirigía la atención del explorador hacia el hallazgo y la identificación del agente causal de la afección observada: microbios, sustancias químicas, etc. Léanse los tratados de Patología general que hacia 1900 pasaban por canónicos, el francés de Bouchard y el alemán de Cohnheim; examínense las historias clínicas de los grandes internistas de la época, un Dieulafoy, un Nothnagel o un von Leyden, y se advertirá con entera claridad lo que el autorizado y tajante texto de Marañón acaba de decirnos: que a comienzos de nuestro siglo, y salvadas las excepciones de que luego se hablará, la mirada del médico no veía al individuo enfermo; no le veía, al menos, en tanto que realidad cuyo conocimiento importase para un diagnóstico correcto y científico.

¿Quiere esto decir, sin embargo, que hasta el siglo XX no ha sido considerado por el patólogo, precisamente en tanto que patólogo, el sujeto de la enfermedad? En modo alguno. Cualquier historiador de la Medicina sabe que en el concepto galénico de la enfermedad se integraban cinco momentos principales: 1.º La lesión o afección pasiva de las funciones vitales -digestión, respiración, pensamiento, etc.-; tal sería la realización de la esencia propia de la enfermedad, el pathos inherente al nosos. 2.° La aitía prokatarktiké o «causa externa» de la afección: frío exterior, veneno, etc. 3.° La aitía proegumené o «causa dispositiva»: la peculiar disposición del enfermo, previa a la enfermedad y radicada en su individual naturaleza, en cuya virtud él, sometido a «tal» causa, ha llegado a padecer «tal» enfermedad. 4.° La aitía synektiké, «causa sinéctica» o «causa inmediata», la causa conjuncta o causa continens de los galenistas latinos: el inicial desorden morfológico-funcional producido en el organismo del paciente por la conjunción de las causas externa y dispositiva. 5.° El síntoma, como concreta y expresa realización de aquella lesión de las funciones vitales. Basta este somero apunte para advertir que en la realidad de la causa dispositiva se esconde el sujeto de la enfermedad, y que, por consiguiente, una clínica fundada sobre esa patología necesariamente tenía que tomar a este en consideración. Aunque no fuera sino como titular de un determinado temperamento humoral -sanguíneo, flemático, colérico o melancólico-, según el proceder de los galenistas rutinarios.

Con el esquema galénico a la vista, no es difícil descubrir la significación histórica, la estructura real y la indudable limitación de la ingente obra de los patólogos del siglo XIX. Según el modelo de la ciencia natural entonces vigente, la minuciosa, empeñada y penetrante investigación del organismo enfermo hizo conocer objetiva y científicamente, con una precisión apenas sospechable hasta entonces, la causa sinéctica de la enfermedad (patología y clínica anatomopatológicas), su causa procatárctica (patología y clínica etiopatológicas) y su cuadro sintomático-procesal (patología y clínica fisiopatológicas). Ante sus pacientes, un clínico concienzudo de 1900 se limitaba a combinar eclécticamente los saberes patológicos y los métodos exploratorios procedentes de esos tres importantes veneros, léase a título de ejemplo el clásico Lehrbuch der klinischen Untersuchungsmethoden, de Sahli, y con ellos en la mano establecía sus diagnósticos y componía sus historias clínicas.

¿Y la causa proegúmena o dispositiva? Salvo por los autores de que más adelante se hará mención, esa causa había sido enteramente olvidada o, a lo sumo, daba lugar a pocas y muy vagas indicaciones, las relativas a la consideración de individuos «predispuestos» o «no predispuestos» a padecer tal o cual enfermedad. La realidad del sujeto enfermo quedaba de ordinario reducida a los tres escuetos datos antes mencionados: nombre, edad y sexo. Desde tal situación se inicia la «introducción del sujeto en Medicina», la paulatina conversión de esa sumarísima y esquemática percha en un verdadero individuo humano. Pero la certera fórmula de von Weizsäcker no puede ser admitida sin una importante precisión de orden conceptual y una no menos importante ampliación de orden histórico.




Subjetualidad y subjetividad

Como se sabe, Aristóteles creó genialmente el concepto de sustancia: una cosa real -un cristal de sal común, un perro, un hombre- sería en su raíz un substrato, o hypokeimenon, o subjectum, o substantia, al cual pertenecen los accidentes; por emergencia física, si se les mira de dentro afuera, o por inhesión y atribución, si se les mira de fuera adentro. La sustancia es así el sujeto de inhesión o atribución de los accidentes; actitud mental que si la atención del observador, como es el caso en el hombre de ciencia, se limita metódicamente al conocimiento experimental de las notas accidentales -color, peso, propiedades eléctricas y químicas, etcétera- puede conducir a la consideración de aquella como abstracto soporte o mera percha vacía; en definitiva, a su estimación como un concepto inútil. Tal es la causa principal de la radical «desustanciación» del mundo que poco a poco ha llevado a cabo la gnoseología de la ciencia moderna.

Rebasando formalmente del esquema aristotélico sustancia-accidentes, Zubiri ha propuesto el esquema sustantividad-dimensiones. Detengámonos un momento en la consideración de esta novedad.

Conocemos las cosas reales por las notas en que y con que se nos presentan: contorno, color, dureza, sabor, índice de refracción, calor específico, etc. Estas notas pueden ser adventicias, constitucionales y constitutivas. Las notas adventicias o sobreañadidas no pertenecen a la esencia de la cosa -en el sentido más neutro y común de la palabra «cosa»- en que experimentalmente se observan; así la amarillez ictérica en la realidad del individuo humano que la padece. Otro es el caso de las notas constitucionales; por ejemplo, la pentadactilia del individuo humano normal o la hemofilia del individuo humano hemofílico. Ahora bien, su pertenencia a la constitución de la cosa se halla fundada sobre notas, constitucionales también, pero más radicales que ellas; en este caso, una determinada estructura génica. Vienen, en fin, las notas constitutivas; las cuales no se fundan sobre otras, sino que reposan sobre sí mismas, son infundadas, en el sentido más literal del término. Esto es lo que acontece con las estructuras génicas que determinan la aparición de un carácter hereditario. Pero el constante progreso del saber científico hace que la atribución del carácter de «infundada» o «constitutiva» a una determinada nota deba ser siempre problema abierto, porque acaso, la investigación del futuro obligue a referirla a una estructura hoy desconocida y más radical que ella.

Este cuadro de nociones da materia a los conceptos de sustantividad y dimensión. Para Zubiri, la sustantividad no es sustancia o sustrato, hypokeimenon, sino sistema de notas constitutivas cíclicamente clausuradas en el que las notas se determinan posicionalmente entre sí, esto es, según la posición que ocupan dentro del sistema total. Un ejemplo. En forma de cubo de sal común, el cloruro sódico tiene las propiedades que describen los tratados de química inorgánica; pero en tanto que parte del plasma de un caballo, el cloruro sódico, sin dejar de serlo, actúa según las propiedades que le confiere su pertenencia al organismo equino y, por tanto, conforme a la posición que como tal cloruro sódico y tal parte del plasma ocupa en el sistema sustantivo a que damos el nombre de «caballo».

Por el hecho de ser sistema cíclico y clausurado de notas, toda realidad sustantiva tiene un intus, una interioridad: el intus del conjunto de notas que, relacionadas cíclicamente entre sí, constituyen las cosas reales llamadas cuarzo, roble o caballo. Pues bien, la dimensión -no puedo exponer aquí la razón por la cual Zubiri ha elegido este nombre- es el modo como la interioridad de la cosa real, porque no es lo mismo, valga este ejemplo, la interioridad de la realidad caballo que la interioridad de la realidad cuarzo, se actualiza y proyecta en la multitud de notas que la constituyen.

Se trata ahora de saber qué relación existe entre la sustantividad zubiriana y la sustancialidad aristotélica o subjetualidad. En rigor, son dos momentos de la realidad en cuanto tal, esencialmente articulados entre sí. Sustancialidad es aquel carácter de la cosa según el cual brotan o emergen de su realidad determinadas notas o propiedades, activas unas y pasivas otras, que en una u otra forma le son inherentes. El relincho, por ejemplo, es una propiedad activa del caballo, porque activamente sale de la realidad equina. El peso, en cambio, es una propiedad pasiva, porque pasivamente afecta a la realidad del caballo. La realidad en cuestión, el caballo en este caso, es así el subjectum o «sujeto» de esas notas o propiedades; las cuales nos muestran, por tanto, lo que en ella es subjetualidad.. A diferencia de esta, sustantividad es suficiencia en el orden constitucional, ese con que se nos presentan las notas constitucionales y, por debajo de ellas, las notas constitutivas. La subjetualidad y la sustantividad no son, pues, sino momentos distintos en la realidad de la cosa; momentos que se articulan entre sí, porque la sustantividad es superior a la subjetualidad. No hay, en suma, dos clases de cosas, unas sustanciales y otras sustantivas; todas son sustanciales y sustantivas a la vez.

En este sentido general, un cristal salino y un caballo son tan «sujetos» como pueda serlo un hombre. Pero la articulación entre la subjetualidad y la sustantividad puede adoptar dos modos muy distintos entre sí, y esto da lugar a dos modos de ser sujeto, el común a todas las realidades no humanas -cuarzo, roble o caballo- y el propio del hombre.

Examinemos sumariamente el caso del animal no humano. Sus elementos sustanciales -agua, sales minerales, glucosa, grasas, proteínas- componen una sustantividad -amiba, perro o caballo- que es, desde luego, superior a la mera subjetualidad o sustancialidad; pero superior solo en rango, no en área, porque el área de la sustantividad recubre, sin excederla, el área de la subjetualidad. Como sistema clausurado o total de propiedades constitucionales, las del individuo animal en cuestión, y auna las de su especie, la realidad compuesta es sustantiva; pero es además principio de emergencia de ellas a modo de «naturaleza» o physis. El relincho y la condición de cuadrúpedo y solípedo, por ejemplo, emergen de la naturaleza específica e individual del caballo. Y así, en cuanto que principio de emergencia de sus propiedades -y, tras la emergencia de estas, en tanto que término de su atribución- la realidad sustantiva está «por bajo» de ellas, es su hypo-keimenon, sub-jectum o sujeto.

Bien otro es el caso del hombre. En la realidad de este no hay tan solo «emergencia de propiedades» -la de estas, en cuanto que surgentes de su individual naturaleza, como el peso, la estatura y el talento-, hay también «creación de actos» y «apropiación de posibilidades». Con su talento, propiedad natural suya, valga este ejemplo, el hombre puede adquirir ciencia, si quiere y sabe utilizar rectamente, apropiándose la materia que ellas le brindan, las posibilidades de aprender que se le vayan presentando o que él vaya procurándose a lo largo de su vida. Consideremos, para mayor claridad, un mismo acto: la emisión de un grito de dolor. Sometido a un estímulo fuertemente doloroso, un hombre emite sin proponérselo un grito de dolor, el cual emerge de su naturaleza de modo análogo al que en el organismo de un perro se pone en juego cuando se azota a este. Pero junto a esta eventualidad, que bien puede ser considerada como un caso-límite en la conducta del hombre, pueden existir otras cuatro: que, aun producida la estimulación dolorosa, el sujeto «aguante» y no emita grito alguno; que el grito de dolor se produzca, sí, involuntariamente, pero que el sujeto, a posteriori, lo sienta como real y verdaderamente suyo, se lo apropie o se arrepienta de haberlo lanzado; que ese grito sea deliberadamente simulado por quien lo emite; que su emisión sea consciente o inconscientemente modulada por el sujeto, exagerándola, atenuándola o modificándola cualitativamente. En estos últimos casos, el grito de dolor emerge, por supuesto, de la naturaleza de quien lo emite, de su aparato fonador, su sistema nervioso, etc.; pero lo hace promovido, considerado o alterado «desde» algo que en la forma que sea se halla por encima de esa naturaleza. El hombre, entonces, no está «por-bajo-de» sus propiedades y operaciones, sino «por-encima-de» ellas, en cuanto que hace suyas o rechaza las posibilidades que de ellas han surgido o que ha creado él mismo. No es, pues, mero hypo-keimenon, sub-jectum o realidad sub-stante, sino hyper-keimenon, supra-jectum o realidad supra-stante. Dando un sentido antropológico y metafísico a lo que en el lenguaje común no pasa de ser el nombre de una profesión, no parece inadecuado llamar al hombre «sobrestante de sí mismo».

En el hombre, en suma, se dan dos modos de la subjetualidad fundidos realmente entre sí, pero metódicamente discernibles y -supuesta la adopción del adecuado punto de vista por parte del observador- susceptibles de descripción separada: a) La subjetualidad correspondiente a su condición de «sujeto-de»: yo soy «sujeto-de» mi estatura, de mi talento, de mi sexo, etc. Es la subjetualidad substante o sustancial, esa en cuya virtud son poseídas las notas que emergen de la naturaleza individual o que en esta tienen término de inhesión. b) La subjetualidad correspondiente a su condición de «sujeto-a», la subjetualidad suprastante o -si se me admite el vocablo- suprajetualidad. Por ser realidad suprastante, por ser sobrestante de mí mismo, yo estoy «sujeto-a» a la forzosidad y al destino de crear posibilidades nuevas para hacer mi propia vida y de afrontar las situaciones en que me vaya poniendo el cambiante curso de mi biografía, para en ellas, y por mi decisión, hacer mías o rechazar las posibilidades que tales situaciones me ofrezcan. El hombre en este caso termina siendo, sí, sujeto-de -por ejemplo: yo soy el sujeto de un hábito corporal o mental adquirido por voluntario adiestramiento-, pero sujeto de algo resultante de su condición de sujeto-a, y por tanto consecutivo y subordinado a esta. Una salvedad. También el animal está sujeto-a algo; al riesgo de padecer enfermedades, por ejemplo. Pero lo propio del hombre es tener que resolver sus situaciones «por decisión»; y esto, con su ineludible consecuencia, la metafísica necesidad de tener propiedades por apropiación, es lo que hace del hombre una realidad íntima y moral: una persona.

Insisto: entre uno y otro modo de la subjetualidad del hombre, de cada hombre, hay una unidad real. En modo alguno autoriza lo dicho a partir la unitaria realidad de un individuo humano en dos mitades o estratos, la «subjetualidad sustante» y la «subjetualidad suprastante». Es el punto de vista del observador el que, metódica y deliberadamente en unos casos, rutinaria e indeliberadamente en otros, puede considerar solo el primer modo o también el modo segundo de la subjetualidad. Y desde el antes mencionado olvido del sujeto en la medicina del siglo XIX, precisamente así, según esta doble posibilidad se han movido, como veremos, el pensamiento y la actividad del médico.

Pero de la palabra «sujeto» pueden derivarse dos términos abstractos: subjetualidad y subjetividad. Una pregunta surge, en consecuencia: a la luz de esta concepción de la subjetualidad humana, ¿cómo debe entenderse lo que solemos llamar «subjetividad»? Desarrollando la concepción zubiriana del Yo, escribe I. Ellacuría: «Lo que expresa el Yo es la remisión por identidad -remisión de la cual yo soy el sujeto activo- a la mismidad autoposesiva que soy: es mi propia realidad personal la que se actualiza en forma de Yo. Ya de por sí actual, realidad en acto, el hombre que dice "Yo" reafirma su actualidad real, y en esta intrínseca referencia del hombre hacia sí mismo... está la posibilidad de la reflexividad y de la conciencia refleja, y por tanto de la intimidad, que no es sino el movimiento de reversión de todo lo que yo soy sobre mi propia realidad sustantiva. Estas tres características de subjetividad, reflexividad y subjetualidad (suprastan-te), que suelen presentarse como definidoras de la realidad humana en tanto que yo, no es que no se den; pero deben ser correctamente entendidas, y para ello deben ser entendidas desde lo que es el autos como forma de realidad, como suidad.»

Si el término «subjetividad» se emplea en un sentido primariamente metafísico y no en un sentido primariamente psicológico -por tanto, como el modo de ser del hombre en que se actualiza su capacidad de apropiación, de «hacer suya» su propia realidad-, parece lícito considerar prácticamente equivalentes las expresiones «subjetividad» y «subjetualidad suprastante». Consciente y subconsciente a un tiempo, la intimidad, forma específica y personal de la interioridad o intus de la sustantividad del hombre, es también la realización psicológica de la subjetividad. Y una y otra, con la reflexividad o capacidad para volverse interiormente hacia la realidad propia, son momentos del modo de ser a que damos el nombre de «persona humana» o «persona» por antonomasia.

Tras todo lo cual, ya podemos entender cómo se ha ido introduciendo el sujeto en la medicina actual.




Enfermedad y subjetualidad substante

Volvamos al texto de Marañón, y a la luz de los conceptos precedentes tratemos de entender lo que han ido haciendo los médicos de los siglos XIX y XX para la reconquista de la casi olvidada causa proegúmena de la enfermedad, y por tanto para la creciente transformación de la percha de datos exploratorios en descripción de un verdadero individuo humano.

Fue lo primero una paulatina, en cierto modo metódica consideración de cuanto en la enfermedad pertenece a la subjetualidad substante del individuo enfermo, a la cual, en aras de la brevedad, llamaremos en las páginas subsiguientes «mera subjetualidad». No parece necesario subrayar que la expresión de von Weizsäcker no alude a este importante modo de la «introducción del sujeto». Hasta seis momentos principales pueden ser distinguidos en el proceso histórico que ha sido la conquista -reconquista- de la mera subjetualidad del paciente.



I. La constitución de la heredopatología como un saber real y verdaderamente científico, y por consiguiente el descubrimiento de la subjetualidad genealógica.

Le existencia de enfermedades hereditarias viene siendo afirmada desde la antigüedad más remota. Dentro de la medicina occidental, baste la mención de los hipocráticos, Paracelso, van Helmont y Hoffmann. Pero si la observación clínica del siglo XIX no ha descubierto el papel de la herencia en la génesis de ciertas enfermedades, sí ha sabido demostrarlo objetiva y rigurosamente. El interés que la nueva biología, desde Lamarck hasta Darwin, concedía al problema de la herencia de los caracteres específicos adquiridos, la preocupación por la minusvalía social de ciertas estirpes -claramente la muestra el Traite des dégénérescences, de Morel, aparecido en 1857- y, sobre ese fondo, la fuerte atención al «hecho» que atmosféricamente postulaba el positivismo, fueron las principales instancias históricas para el nacimiento de la nueva heredopatología.

Cinco etapas principales -o cinco temas- pueden ser distinguidas en su paulatina constitución.

1. Descripción de entidades nosográficas clara y ciertamente determinadas por una tara hereditaria. Acaso fuese la primera la corea llamada de Huntington, observada por el médico norteamericano de este nombre en varias familias de Long Island, y por él descrita en 1872. A continuación fueron clínicamente individualizadas la heredoataxia de Friedreich, la distrofia miotónica de Thomsen, la distrofia muscular progresiva de Erb y Duchenne, la parálisis bulbar descendente de Erb y Goldflam, la hemofilia, tantas más. En los tratados de Patología pudo así existir, con pleno fundamento objetivo, un capítulo titulado «Enfermedades hereditarias».

2. Elaboración de métodos científicos para el descubrimiento de regularidades en la presentación de los casos de enfermedad hereditaria. Abrieron la vía hacia esta meta, todavía en la época premendeliana de la genética, los ensayos estadísticos de Galton y los estudios genealógicos de O. Lorenz. A la vez que se difundían los decisivos hallazgos de Mendel, esto es, en los primeros años de nuestro siglo, O. Weinberg dio a conocer su célebre Geschwister und Probandenmethode, «método de los hermanos y probandos». Y más tarde, ya en plena era mendeliana, Martius, Lorenz, E. Fischer, Rüdin, Luxenburger y otros, sobre todo en el campo de la psiquiatría, tratarán de precisar al máximo las regularidades de que antes hablé.

3. Descubrimiento objetivo de un «factor hereditario» en muchas enfermedades que antes no pertenecían formalmente al dominio de la heredopatología, y estudio metódico de los rasgos o caracteres del organismo humano genéticamente determinados, susceptibles en tantos casos de ocasional alteración patológica. Un minucioso estudio de V. A. Me Kusick elevaba, en 1968, hasta 1 500 el número de tales rasgos.

4. Recta comprensión del papel que respectivamente desempeñan el factor génico y el factor ambiental, siempre conexos entre sí, en la determinación del desorden hereditario. La herencia patológica no es un fatum, una fatalidad inexorable, como el título de ciertos libros poco posteriores a la Primera Guerra Mundial -Verbrechen ais Schicksal, «El crimen como sino», de Lange; Vererbung ais Schicksal, «La herencia como sino», de Pfahler- podía hacer pensar. Los caracteres hereditarios poseen una penetrancia, una expresividad y una especificidad determinadas, y su manifestación fenotípica depende de la mayor o menor facilidad que para ella dé, actuando sobre el organismo del sujeto, el medio en que este se desarrolla y vive. Tanto o más que el genoma decide el medio acerca de la fenotipización del genotipo, y tal es el fundamento de la «eufenesia» de Lederberg, en cuanto que complemento o sustitución de la «eugenesia». Con otras palabras: lo que en una enfermedad hereditaria real y verdaderamente se hereda no es la enfermedad misma, sino una disposición génica a padecerla, dotada de penetrancia, expresividad y especificidad determinadas. De muy precisa manera, aparece ante el médico uno de los momentos integrantes de la vieja causa proegúmena o dispositiva del enfermar.

5. Conocimiento científico de la consistencia real del desorden génico y de su génesis. La mutación, una mutación intraespecífica y lesiva, es el proceso biológico en cuya virtud aparece una alteración morbosa hereditaria en la vida de una estirpe. ¿Cuándo, cómo? Sólo en muy contados casos, como la polidactilia de los habitantes de cierto valle de Suiza, ha podido darse una respuesta medianamente aproximada a esa doble interrogación. En cambio, la actual biología molecular, y en ella el desarrollo y la discusión de un aserto famoso -«un gen, un enzima», de Beadle y Tatum- y el acucioso cultivo de un apasionante tema de trabajo -el código genético: Watson y Crick, Ochoa, Nirenberg, Khora-na, Pauling, etc.-, han permitido avanzar de manera espléndida en la empresa de determinar la estructura y el mecanismo de transmisión de los desórdenes hereditarios, sean éstos debidos a mutaciones cromosómicas, a mutaciones génicas o a desviaciones anómalas de sistemas poligénicos.

Así ha llegado a constituirse la heredopatología actual. No es el pormenor de esta paulatina constitución, sin embargo, lo que ahora nos importa, sino la significación de tal suceso en la historia de la patología. Cuando lo está por herencia, el enfermo está enfermo en tanto que miembro de una estirpe determinada; y al constatarlo así, el médico descubre el dominio de la «subjetualidad genealógica», subjetualidad típicamente substante o mera subjetualidad, según el pensamiento antes expuesto. Sólo en el modo de la incorporación de la dolencia a la persona del enfermo -apropiación o rechazo- se hará manifiesta la subjetualidad suprastante de este. En cualquier caso, algo del sujeto ha sido introducido en Medicina; y, todo lo parcialmente que se quiera, la escueta percha para los accidentes morbosos observados comienza a transformarse en verdadero individuo humano.



II. Redescubrimiento de la patología constitucional y, en consecuencia, de la subjetualidad biotipológica.

La pertenencia de un momento temperamental a la causa proegúmena de la enfermedad es bien conocida desde los hipocráticos. La sistematización galénica de los temperamentos, simplificada en la clásica tetrada del galenismo tradicional, tuvo vigencia en patología y en clínica mientras duró la doctrina humoral de los antiguos, es decir, durante veinte largos siglos. Por obra de su temperamento, el individuo sanguíneo sería más resistente a determinadas causas externas de enfermedad y menos resistente a otras, y daría un aire sintomático especial a las dolencias que de hecho padece. El biotipo tendría en la enfermedad, pues, doble influencia: dispositiva (tocante a la génesis del proceso morboso) y configurativa (tocante al aspecto del cuadro sintomático). Menos fortuna tuvo la propuesta de una biotipología fibrilar, la de Baglivi, cuando el humor fue desbancado por la fibra en tanto que elemento estequiológico de los animales superiores.

Envejecida la biotipología humoral, poco aceptada la fibrilar, y menos aún la simbólica de los Naturphilosophen del Romanticismo alemán (Kieser, Gorres y Carus, entre otros), la noción de constitución, en el sentido que los patólogos y clínicos del siglo XX han solido dar este término, apenas era considerada por los médicos en los decenios centrales del siglo XIX. Sólo en la segunda mitad de este fue poco a poco redescubierta, y no por azar, por triple vía. En efecto: cada una de las tres grandes mentalidades médicas del ochocientos, la anatomoclínica, la fisiopatológica y la etiopatológica, ha sido, deliberadamente o no, la pauta para la elaboración de una determinada biotipología.

1. Si la forma corporal es la realidad biológica primaria, si ella, por consiguiente, es la que sirve de primer fundamento para el establecimiento de la «especie», resulta natural que sea también ella la base principal para el discernimiento y la descripción del «tipo». La disposición o la resistencia de un individuo a la enfermedad, por una parte, la influencia de la constitución individual en la configuración del cuadro morboso, por otra, se expresarían primariamente en la forma anatómica. Tales fueron los tácitos presupuestos conceptuales del primer proyecto de reactualización de la biotipología humana, el del italiano A. de Giovanni (1870). Como es bien sabido, Viola y Pende han continuado trabajando en esta misma dirección.

Mas no solo en Italia tuvo eco tal incitación. Desde los decenios postreros del siglo XIX, apenas ha habido un país culto en que, con un matiz o con otro, no hayan surgido sistemas biotipológicos de base morfológica: en Alemania, los Beneke, Stiller, Kretschmer y Konrad; en Francia, los de Sigaud, Mc Auliffe y Martiny; en Inglaterra, los de Burt y Rees-Eysenck; en Norteamérica, los de Davenport y Sheldon; en Rusia, los de Virenius, Bounak y Galant; en España, el de Letamendi.

Sería aquí impertinente una exposición detallada de cada una de estas maneras de entender la diversificación típica de la especie humana; basta la sumarísima enumeración precedente. Lo importante para nosotros es advertir que a través de la morfología somática el médico toma en consideración, como dato importante para entender la enfermedad, el biotipo del sujeto enfermo.

2. Pocos años después de iniciados los trabajos de A. de Giovanni, los clínicos orientados por la mentalidad fisiopatológica emprendieron otro camino para entender y describir esa diversificación. He aquí el presupuesto intelectual de su proceder: si para el hombre de ciencia consiste la vida orgánica en un proceso energético-material genérica, específica e individualmente modulado, no otro deberá ser el fundamento del camino para entender científicamente la mayor o menor resistencia de cada individuo a la enfermedad y la varia configuración individual del cuadro sintomático de cada especie morbosa. En consecuencia, la disposición mayor o menor a padecerla se expresará primariamente en la variable capacidad funcional del organismo en su conjunto y de cada uno de sus órganos. Así propuso verla O. Rosenbach en sus escritos doctrinales (1891-1909) y esa fue la base teórica de la monografía Die Ermudung ais Mass de Konstitution, de Fr. Kraus (1897), y de la ulterior reflexión de Fr. Martius (1914) sobre el tema, sin mengua de su tesis -bien certera, por lo demás- de la esencial relación entre la constitución y la herencia. Pero el más resonante e influyente logro de la concepción fisiopatológica del biotipo fue el establecimiento de «tipos vegetativos» -simpaticotonía y vagotonía- por Eppinger y Hess. Aun cuando otras influencias hayan colaborado en ella, la restauración del concepto de «diátesis» en la patología contemporánea (Bouchard, Czerny, Pfaundler, Bloch) depende asimismo de la visión del problema constitucional según una mentalidad fisiopatológica.

3. Y si a la afección morbosa se la entiende como la respuesta a la agresión de causas externas, ¿podría dejarse de ver la disposición y la resistencia individuales a la enfermedad en la intensidad y en el modo de la reacción del individuo a dichas causas? Con tal mentalidad etiopatológica abordaron el problema médico de la constitución el bacteriólogo F. Hueppe y el clínico y epidemiólogo A. Gottstein. Hasta una sencilla fórmula matemática introdujo este último -seguido a poco por Martius y Strümpell- para expresar la ocasional disposición del individuo al padecimiento de una enfermedad infecciosa.

4. Tres vías en el regreso de la idea de constitución a la patología y la clínica y en la empresa de concebirla de manera objetiva y científica. Ninguna de ellas, sin embargo, excluye a las restantes. Las tres no son sino modos diversos de considerar una misma realidad, la de la causa proegúmena o dispositiva de la enfermedad. No puede, pues extrañar que, como las mentalidades médicas de que son espejo o consecuencia, hayan sido simultáneamente empleadas por los tratadistas de la patología constitucional; entre ellos, Fr. Martius y J. Bauer. Otro paso más en la introducción de la subjetualidad del enfermo en Medicina; de cualquier enfermo, porque -a diferencia de lo que acontecía con la subjetualidad genealógica, solo considerada por el médico para entender las enfermedades en cuya génesis haya algún momento hereditario- todo individuo pertenece a un determinado biotipo. Aunque, como de ordinario acontece, este no sea enteramente puro.



III. Descubrimiento de la subjetualidad cronobiológicas el condicionamiento de la enfermedad, así en su génesis como en su manifestación clínica, por la edad del sujeto que la padece. El advenimiento de un giro en profundidad en la historia de la pediatría y la reciente constitución de una especialidad médica, la geriatría, si a esta sabe entendérsela de manera correcta, son los mejores testimonios de tal novedad.

A título de ejemplo, examinemos lo que en relación con la enfermedad infantil ha acontecido. Al constituirse la pediatría como especialidad -con los tratados de Ch. M. Billard (1828) y de Fr. Rilliet y A. C. E. Barthez (1843)-, las enfermedades de los niños son consideradas como enfermedades de los adultos a las que da un sello propio la peculiaridad del organismo infantil (E. Seidler). Una enfermedad pediátrica sería en principio una especie morbosa modulada en su génesis y en su cuadro sintomático por la índole del cuerpo que la padece; noción que, por lo demás, ya pertenecía a la patología de Galeno y a la de Sydenham.

Algo análogo seguía pensando uno de los máximos pedíatras de la primera mitad de nuestro siglo, Ad. Czerny: «La pediatría -solía decir año tras año, al comienzo de sus lecciones- no es una especialidad, es la medicina interna del individuo humano desde el día de su nacimiento hasta la pubertad.» Esto es, medicina interna del adulto modificada por la índole biológica del individuo que la padece. Ahora bien: ¿en qué consiste realmente esa «índole biológica»? Dos actitudes se perfilan ante la respuesta. A un lado, los que piensan que la peculiaridad infantil se halla constituida por la suma y la combinación de diferencias cuantitativas entre la biología del niño y la del adulto. Tal fue la tónica entre los pedíatras, los fisiólogos y los psicólogos de la pasada centuria y los primeros lustros de la nuestra, aun cuando ese criterio interpretativo quedase a veces englobado -así en un libro famoso, Die Seele des Rindes (1882), del fisiólogo W. Preyer- dentro de una biología evolucionista. A otro lado, pero ya en nuestro siglo, y especialmente a partir de W. Stern (1914), los que tratan de entender al niño en sí mismo y como un todo, no meramente como un recurso auxiliar para la detección y la descripción de los procesos psíquicos elementales.

Nacen así, como agudamente ha hecho ver Seidler, dos puntos de vista para la intelección científica y antropológica de la enfermedad infantil. Según el primero, el término de referencia para entender la realidad del niño enfermo debe ser el adulto enfermo; según el segundo, ese término de referencia debe ser el niño sano. Pfaundler ha sido, desde 1923, el paladín de la sustitución de la primera de estas pautas por la segunda: «Cada fase del desarrollo -escribió- trae consigo una suma de especiales situaciones de carácter físico, químico y energético, que con frecuencia hacen reaccionar de manera diversa al individuo frente a las distintas influencias, o mostrarle, por otra parte, adaptado o capaz de adaptación.» Situaciones a las que habría que añadir, para ser completo, las correspondientes a la realización psíquica y social de la vida humana.

Con otras palabras: el pedíatra ha aprendido a ver en la enfermedad infantil la expresión patológica de la peculiaridad de su objeto propio. Un capítulo nuevo, la subjetualidad cronobiológica, ha sido así añadido a la patología general, y está esperando ulterior desarrollo. La edad, simple cifra en las historias clínicas tradicionales, ha empezado a ser un momento importante en la realidad biológica del sujeto enfermo.



IV. Descubrimiento de la subjetualidad sexual. Lo que acerca de la evolución de la pediatría acaba de decirse puede ser repetido, mutatis mutandis, a propósito de la constitución histórica de la ginecología contemporánea. ¿A qué se debe la peculiaridad de las enfermedades ginecológicas? ¿Sólo a la de la anatomía y la fisiología del cuerpo de la mujer, entendida la fisiología como el conjunto aditivo de las distintas funciones particulares? ¿Sólo por tanto, a que en el organismo de la mujer haya un útero y unos ovarios, y a que éstos produzcan tales y tales hormonas? Declarándolo o no abiertamente, esta era la actitud mental del ginecólogo hasta la Primera Guerra Mundial. Pero, con posterioridad a ella, ginecólogos, internistas y psicólogos han empezado a ver en el sexo, y por tanto en la condición femenina, un modo primario de la realización de la naturaleza humana; el gran tratado Biologie und Pathologie des Weibes (1924-1929), de Halban y Seitz, y los trabajos de Marañón sobre la sexualidad, dan claro testimonio médico de este cambio en la consideración del enfermar femenino. También por el lado del sexo, la sumarísima percha a que el sujeto solía ser reducido en las historias clínicas tradicionales va convirtiéndose en descripción de un individuo de carne y hueso. La subjetualidad sexual ha ingresado de lleno en el saber patológico y clínico.



V. Una consciente y acabada consideración de la subjetualidad social; por tanto, la metódica visión de la enfermedad, en cuanto a su génesis y a su cuadro sintomático, desde el punto de vista de la pertenencia del paciente a un grupo social determinado.

No contando la doctrina sociopatológica implícita en el escrito hipocrático Sobre los aires, las aguas y los lugares y -más implícita aún- en las sex res non naturales de la patología galénica, el conocimiento del componente social de la etiología se inicia, como es sabido, con Paracelso y Ramazzini, primeros descriptores de las llamadas «enfermedades profesionales». Más tarde, toda una serie de autores (Turner Thackrah, Villermé, Chadwick, Guérin, Virchow, etc.) expondrán documentalmente las consecuencias que sobre la morbilidad y la mortalidad de la clase obrera tuvo la Revolución Industrial. Poco después, ya a fines del siglo pasado y comienzos del actual, se inicia la consideración sistemática del momento social de la enfermedad (Mc Intire, Mosse y Tugendreich). Pero el empeño no adquirirá clara mayoría de edad hasta la publicación de la Soziale Pathologie (1912), de Alfred Grotjahn. A Grotjahn se debe, entre otros, el concepto de «etiología social», por él mismo brillante y convincentemente aplicado al mejor conocimiento de la tuberculosis pulmonar.

Desde Grotjahn, y a través de una bibliografía cada vez más copiosa, la subjetualidad social del enfermo ha penetrado resueltamente en Medicina. Ahora bien, el individuo humano puede ser sujeto social de dos modos distintos: el específico y el tipológico. Específicamente social es el hombre en la medida en que la especie humana se realiza como sociedad de todos los hombres; y lo es tipológicamente, en tanto en cuanto la pertenencia a un determinado grupo humano -clase, profesión, país, familia, etc.- imprime un determinado carácter en la vida del individuo. Creo que la sociopatología hoy vigente no ha tratado aún de manera satisfactoria el sutil y básico problema de la subjetualidad social específica del enfermar humano: cómo este es como de hecho es, por ser ens sociale el individuo a que afecta. La subjetualidad social tipificada, en cambio, va apareciendo más y más ante la mirada del médico que sabe serlo en el nivel de nuestro tiempo. Otra vía por la cual es verdadero sujeto -sujeto substante- el enfermo cuya dolencia describen las historias clínicas.



VI. Atención deliberada y metódica a la subjetualidad específica del enfermo: visión de este como individuo de la especie viviente a que damos el nombre de homo sapiens.

Desde que se comenzó a entender la enfermedad como un desorden de la physis o naturaleza, se ha visto en ella una respuesta o reacción de la naturaleza individual del enfermo a la acción de la causa externa que determina ese desorden. Pero bajo la influencia del pensamiento galénico, con su concepción del nosos o morbus como pathos o passio, con gran frecuencia ha sido puramente «pático» el modo de concebir tal reacción. Las enfermedades serían passiones. Sólo con Sydenham, a cuyos ojos la enfermedad es ante todo un conamen naturae o «esfuerzo de la naturaleza» por expulsar a aniquilar la causa morbi, va a aparecer en primer plano el carácter «érgico» del proceso morboso. Dos paradigmas básicos, por tanto, para entender la esencia de la enfermedad, el pático de Galeno (la enfermedad como pathos o afección pasiva) y el érgico de Sydenham (la enfermedad como ergon o reacción vital).

Durante la segunda mitad del siglo XIX va a producirse una actualización -y a la vez una articulada elaboración científica- del paradigma sydenhamiano. La biología posdarwiniana dará inspiración y pauta al empeño. Nothnagel, por ejemplo, introduce en su nosología el concepto de adaptación, aunque no sea plenamente biológico su modo de entenderla. Por su parte, Klebs verá la enfermedad infecciosa como un caso particular de la lucha por la vida: la que se entabla entre el huésped y el parásito. Será, sin embargo, dentro de un campo particular de la medicina interna, la neurología, donde esta biologización de la patología se realice de modo sistemático y preciso.

A lo largo de medio siglo, tres hombres han descollado en tal empeño: J. H. Jackson, C. von Monakow y K. Goldstein. La mentalidad biológica de Jackson tuvo como fuente principal el evolucionismo de Spencer; la de von Monakow, el pensamiento filosófico de Bregson y, por tanto, la tesis bergsonianas de L'évolution créatice; la de Goldstein, el difuso antimecanicismo de la ciencia alemana de entreguerras y, de manera especial, la sugestiva doctrina de la Gestaltpsychologie o «psicología de la figura» de Wertheimer, Köhler y Koffka.

Más de una vez he expuesto con cierto pormenor de qué modo la neurología de Jackson, la de von Monakow y la de Goldstein dan sucesiva y coherente realidad, según lo que entre 1880 y 1930 ha ido siendo el saber médico, al paradigma érgico y biológico de la patología de Sydenham. Ahora quiero limitarme a mostrar cómo en la obra de Goldstein, cuya suprema expresión teorética fue el libro Der Aufbau des Organismus (1934), acontece la introducción de la subjetualidad específica en Medicina.

En la totalidad de un proceso morboso neuropatológico -y por extensión en la de cualquier proceso morboso- se coimplican, según Goldstein, una «desintegración funcional» y una «adaptación creadora». La recta intelección de la desintegración funcional no sería posible sin ordenar las actividades orgánicas y los síntomas a ellas correspondientes según su «valía esencial» (Wesenswertigkeit) y su «importancia vital» (Lebenswichtigkeit). Es tanto mayor la valía esencial de una actividad biológica, cuanto mejor sirve esta a la distinción específica e individual del que la ejecuta; hablar correctamente, por ejemplo. Poseen mayor importancia vital, en cambio, las actividades orgánicas que más inmediata y eficazmente permiten el mantenimiento de la vida; por ejemplo, la respiración. Dos hechos de observación en la realidad del enfermo, que las actividades «valiosas» se muestren más vulnerables que las «importantes», y que la regresión funcional de la lesión de estas sea más pronta que la de aquéllas, justificarían clínicamente el distingo. A su vez, la adaptación creadora, el proceso en que de modo más patente se manifiesta el carácter érgico y biológico de la respuesta morbosa, oscila de hecho entre la «actitud de entrega» y la «actitud de rebelión». En aquella no lucha el organismo; se limita a instalarse en el defecto, a trueque de sacrificar capacidad funcional de algunos sistemas especiales; busca, en suma, adaptación, automatismo y seguridad. En esta, el organismo lucha contra el defecto; pierde así automatismo, adaptación y seguridad, y sus respuestas sufren con facilidad oscilaciones violentas; a cambio de ello, logra para sus actividades especiales un rendimiento mejor. Ahora bien: sea «entregada» o «rebelde» la actitud biológica del organismo, cada una de sus reacciones puede moverse según uno de estos dos modos fundamentales del comportamiento: el «ordenado» y el «desordenado» o «catastrófico». Conexas entre sí, la mayor o menor capacidad funcional del organismo reagente y la mayor o menor gravedad de la situación biológica a que el organismo reacciona, deciden la orientación del cuadro clínico hacia uno o hacia otro. A través de ellos camina el enfermo hacia la curación o hacia la muerte; y si tras la curación perdura algún defecto, mediante ellos se adapta creadoramente a la situación defectuosa y logra así que su nueva vida, aunque limitadamente, siga siendo humana.

Tan paupérrimo esquema del rico pensamiento neuropatológico de Goldstein es suficiente para advertir el carácter puramente biológico del punto de vista en que se ha instalado su autor. En modo alguno resulta un azar que sea Der Aufbau des Organismus y no Der Aufbau der menschlichen Person el título del libro en que lo expone. Goldstein ve y describe organismos humanos, no personas de carne y hueso; individuos de la especie zooológica homo sapiens, no realidades orgánicas dotadas de intimidad libre y apropiadora; sujetos humanos, en suma, en los cuales no es percibida su esencial subjetualidad suprastante. Es cierto, sí, que en su doctrina aparecen de cuando en cuando actividades, situaciones y términos formalmente propios de la vida personal del hombre. No podía ser de otro modo, porque Goldstein quiere describir comportamientos humanos; hombres y no perros o monos son sus pacientes. Pero la intelección de esas actividades, esas situaciones y esos términos nunca pasa resueltamente del orden biológico al orden personal de la realidad y la vida del hombre. La enfermedad y la curación con defecto llevan consigo «merma de libertad» (Einbusse an Freiheit); al «trastorno en el comportamiento categorial», básico en las lesiones de la región central de la corteza, pertenece «la incapacidad para enfrentarse con lo meramente posible». Ahora bien: ¿cómo entiende Goldstein la libertad? Sólo según las condiciones externas de su ejercicio. ¿Y cómo concibe la conducta del enfermo en el reino de la posibilidad? Sólo renunciando a preguntarse por lo que esta, la posibilidad, es en la total existencia del hombre. Con el conocimiento biológico, dice Goldstein, «no buscamos un fundamento real, algo que dé fundamento al ser, sino una idea, un fundamento del conocer». Pero la «idea» que se busca, ¿no depende acaso, y muy principalmente, de lo que con ella se quiere conocer, de la meta del conocimiento; meta que en este caso no es sino el totum de un comportamiento meramente orgánico?

Todo en el penetrante y valioso libro de Goldstein atestigua esa radical limitación: el modo de entender la individuación de la enfermedad; el carácter de la anamnesis, solo testifical y no también interpretativa; la concepción del curso de la afección morbosa como un proceso biológico y no como un suceso biográfico; la estimación del valor de la vida y el ser del hombre en función de su «capacidad de centramiento» y de la «normalidad» en el conjunto de sus constantes orgánicas y en la relación entre su organismo y el medio, no en función de su capacidad vital para un «descentramiento creador». En otro lugar -mis libros La historia clínica y La relación médico-enfermo- he tratado más amplia y pormenorizadamente estos temas. Basta lo ahora dicho, sin embargo, para mostrar que la hazaña sucesiva de Jackson, von Monakow y Goldstein, históricamente unitaria bajo las ineludibles diferencias entre ellos, consiste en haber introducido la subjetualidad específica o fílética del enfermo en la intelección de la enfermedad. A los ojos del médico, el paciente es un organismo viviente e individual específícamente configurado. En tanto que tal, no como sujeto suprastante, no como persona, hace y padece la enfermedad que el clínico ve y trata de entender.



VII. Subjetualidad genealógica, subjetualidad biotipológica, subjetualidad cronobiológica, subjetualidad sexual, subjetualidad social, subjetualidad específica o fílética; tales son los pasos por los cuales la patología contemporánea ha ido introduciendo la estructura de sujeto substante en la consideración del médico. Porque, en efecto, solo del sujeto substante se trata hasta ahora. Las notas en que se expresa y realiza la pertenencia del enfermo a una estirpe, a un biotipo, a una edad, a un sexo, a un grupo social y a una especie biológica emergen de su individual naturaleza, de algo que en consecuencia está por-bajo-de las notas mismas. La subjetualidad del sujeto así considerado no pasa de ser, pues, subjetualidad substante. ¿Quiere esto decir que la realidad del sujeto estudiado no era sino lo que en el conjunto de todas esas notas se manifiesta? En modo alguno. Enferma o no, la realidad del hombre posee a la vez y unitariamente subjetualidad substante y subjetualidad suprastante, y solo a la metódica limitación del punto de vista del clínico -metódica, sí, pero casi siempre rutinaria e inconsciente- se debe la ausencia de notas descriptivas pertenecientes a esta última. La concepción puramente científico-natural de la enfermedad -concepción, por otra parte, tan fabulosamente fecunda- produjo en el clínico una suerte de hemianopsia para la subjetividad. Para ser completa, la introducción del sujeto en Medicina tenía que dar un nuevo paso.






Enfermedad y subjetualidad suprastante

A la «introducción del sujeto en Medicina» de que habló von Weizsäcker le faltaban, dije antes, precisión conceptual y amplitud histórica. Precisión conceptual, porque la subjetualidad del hombre es a la vez substante y suprastante, y no solo subjetividad, en el sentido habitual del término. Amplitud histórica, porque esa introducción del sujeto no hubiera sido posible sin una previa rebelión del sujeto mismo. Comencemos, pues, con la descripción de esta, y veamos luego cómo el médico ha descubierto la subjetualidad suprastante del enfermo.



I. Llamo rebelión del sujeto al conjunto de los sucesos que durante la segunda mitad del siglo XIX mostraron cómo el enfermo -o el hombre sano, en tanto que posible enfermo- exigía del médico ser considerado como sujeto suprastante, y por tanto como persona. Esta exigencia revistió dos formas bien distintas entre sí, una social y otra clínica.

1. La forma social de la rebelión del sujeto, más precisamente, el momento médico del movimiento obrero del siglo XIX, tuvo dos motivos principales, una reivindicación ético-jurídica y una situación de hecho. La reivindicación: desde la Revolución Francesa, y más aún desde 1848, la asistencia médica técnicamente cualificada es considerada como un derecho natural del hombre; tanto más si ese hombre es trabajador. La situación: la tan penosa que habían de soportar aquellos cuyas enfermedades eran atendidas en los hospitales tradicionales o «de beneficencia». La descripción de la vida hospitalaria anterior a nuestro siglo abre las carnes al lector actual. Ante tal perspectiva, el trabajador, posible enfermo, se rebela: no se resigna a ser la anónima cifra individual de una estadística, por muy científica y valiosa que esta sea, y quiere que a él, a su persona, puedan serle aplicados todos los recursos diagnósticos y terapéuticos que su caso requiera y la técnica médica ofrezca. Sin proponérselo con estos términos, en todos los órdenes de su vida pretende el trabajador ser tratado como «sujeto» y no como «objeto». En las barricadas de 1848 y en las huelgas ulteriores a esa fecha no solo luchaba el proletario por conseguir mejoras económicas; también, y acaso sobre todo, por «ser sujeto», por dejar de ser un objeto cuya actividad sin nombre es vendida al mejor postor.

2. La expresión clínica de la rebelión del sujeto en los decenios finales del siglo pasado tuvo una realidad muy concreta: el auge de los modos neuróticos de enfermar y la resistencia inconsciente del enfermo neurótico a una interpretación y a un tratamiento de su dolencia de cuño puramente científico-natural, y por consiguiente despersonalizador.

Existente desde que el hombre es hombre, la neurosis, por razones que no es del caso examinar ahora, cobra especial frecuencia en las épocas de crisis y en las situaciones sociales en que el trance crítico se hace más intenso. De ahí que en la gran ciudad del Fin-de-Siglo, escenario en el cual comenzó a manifestarse la crisis de la cultura burguesa, se hicieran especialmente frecuentes los modos neuróticos de enfermar. No sería difícil reunir, para demostrarlo, testimonios de muy variada índole. Ahora bien: de acuerdo con la estructura básica de aquella sociedad, la reacción neurótica tuvo dos expresiones clínicas y sociales perfectamente delimitadas: la proletaria y la burguesa.

Arquetipo de la expresión proletaria de las neurosis ochocentistas fueron las histerias de la Salpêtriére. G. Bally ha llamado la atención acerca de la procedencia de las pacientes estudiadas por Charcot: el desvalido grupo humano de los pobres de la provincia francesa atraídos a París por la exigencia de mano de obra barata a que dio lugar la reforma urbana del Barón Haussmann; gentes para las cuales la vida de la gran ciudad imponía un estrés económico y moral casi indominable. Histerias hospitalarias toscas, aparatosas, imitativas; histerias inconscientemente cultivadas por el propio Charcot y -no obstante- tercamente refractarias a los tratamientos charcotianos, abstracción hecha de las seudocuraciones a que pudieran conducir la sugestión y la hipnosis.

Las neurosis que Freud vio en Viena con Breuer, y luego en su consultorio de la Berggasse, constituyen, por contraste, la expresión burguesa de esa onda neurótica. Neurosis intimistas, sutiles, inimitables, estrictamente personales, cuya motivación hacía de otro modo patente la crisis de la cultura burguesa. El conflicto entre un subconsciente anhelo de autodeterminación y la moral sexual vigente en aquella sociedad vienesa -y europea-, ¿no era acaso el motivo primario de la dolencia y la causa inmediata del contenido libidinal de ella?

Sobre este suelo histórico-social, en el seno, por tanto, de esa diversa e indeliberada rebelión del sujeto, se produjo, como adecuada respuesta del médico, el descubrimiento de la subjetualidad suprastante del enfermo. Y aunque el sumario esquema precedente no agote todas las formas de la neurosis en el filo de los siglos XIX y XX, acaso sea útil para una recta comprensión del cuadro total. Veamos ahora cómo ese descubrimiento se produjo, primero en las enfermedades netamente neuróticas, luego en las que menos parecen serlo.



II. La percepción médica de la subjetividad del enfermo -con otras palabras: el descubrimiento de que este es también sujeto suprastante y no solo sujeto substante de su enfermedad- tuvo su primera manifestación en un aserto polémico y en una hipótesis de trabajo, uno y otra acaecidos en el curso del año 1886.

Desde Nancy, Bernheim polemiza contra Charcot, a la vez que elabora la visión de la neurosis propia de su escuela. Impulsado por ambos motivos, escribe en su monografía De la suggestion et de ses applications á la thérapeutique: «Observamos estos fenómenos [los descritos por los clínicos de la Salpêtriére] solo cuando el sujeto [orientado por lo que en otros ha visto o de otros ha oído decir] cree que deben producirse... Cada uno tiene la parálisis tal y como se la representa.»

A la vez que aparecía este fino apunte interpretativo de Bernheim, Freud, en París, propone a Charcot una investigación clínica, encaminada a comprobar si es o no es cierta la concepción charcotiana de las parálisis histéricas; concepción fundamentalmente anatomoclínica, bajo la artificiosa hipótesis psicopatológica de las idees fixes localizadas y su perturbadora acción dominante. Quiere emprender Freud un estudio comparativo de las parálisis histéricas y las parálisis orgánicas. «Me proponía demostrar -dice- que las parálisis y las anestesias [histéricas] de las diversas regiones del cuerpo se delimitan conforme a la representación vulgar [no anatómica; no establecida según lo que enseñan los tratados de anatomía] del cuerpo humano.» El enfermo hace, pues, su parálisis, según lo que acerca de su propio cuerpo él -acaso subconscientemente- piensa o cree. Charcot le escucha atento, pero no toma en serio la proposición. Cuarenta años más tarde Freud recuerda el suceso y, bien certera y significativamente, lo apostilla así: «Ciertamente, Charcot procedía de la anatomía patológica.»

Basta leer con atención ambos textos para advertir la gran novedad interpretativa que uno y otro contienen. En los dos casos contempla el médico el cuadro clínico teniendo ante todo en cuenta el decisivo papel que ha desempeñado el propio enfermo, la auténtica subjetividad del propio enfermo, en la génesis y en la configuración de la enfermedad. El paciente, sin dejar de serlo, es a la vez agente, actor y autor de su dolencia; siquiera sea subconscientemente, algo ha puesto en ella. Dicho de otro modo: por vez primera en la historia, el médico entiende la enfermedad -trata de entenderla, cuando menos- no solo desde el punto de vista de la mera subjetualidad substante del sujeto que contempla y trata, también desde el punto de vista de la subjetualidad suprastante de este. En tanto que enfermo, el enfermo es ya plenamente hombre. El titular de la enfermedad está al mismo tiempo bajo y sobre los síntomas, es a la vez sujeto pasivo o pático y creador o poiético, no solo érgico, del proceso morboso; no solo es substancia, también supra-stancia de él. Aun cuando el mecanismo psíquico de ese proceso sea en gran parte subsconsciente y solo en escasa medida consciente. Porque si no fuera así, si el mecanismo patogenético fuese solo consciente, entonces habríamos de llamar «simulación» y no «enfermedad» al estado de la persona en cuestión.

A su regreso a Viena, aunque no según la línea de su propuesta a Charcot, Freud llevará plenamente a término la tarea de introducir la subjetualidad suprastante en Medicina. Las luego famosas historias clínicas de Emy de N., Lucy R., Catalina e Isabel de R. y, por supuesto, la interpretación que su descriptor hace de ellas, con toda claridad lo atestiguan. ¿Diremos que Freud, cuya mente se hallaba informada por la mentalidad científico-natural, introdujo en el pensamiento patológico la auténtica subjetividad del enfermo e hizo patología personal malgré lui? Tal vez, aunque la investigación histórica más reciente obligue a matizar ese juicio. Lo cierto es que ante muchas de las páginas de su obra uno se siente movido a decir, imitando lo que ante la actitud evasiva de Charcot él mismo dijo: «Ciertamente, procedía de la fisiopatología clásica.»

Las neurosis que Freud estudió y dieron origen al psicoanálisis mostraban, por supuesto, síntomas corporales; pero en su conjunto pertenecían a las llamadas «psiconeurosis». En no interrumpida continuidad con ellas, no en mera contigüidad, hállanse las «organoneurosis», así llamadas porque en ellas predominan los síntomas somáticos y porque, de ordinario, éstos se limitan al área de un órgano o un aparato bien determinados. Pues bien: el documento que mejor expresa la extensión de la hazaña de Freud al campo de las organoneurosis y, por tanto, hacia la Medicina en su integridad, aun cuando la influencia de Adler sea en él tan patente como la de Freud, fue un libro colectivo dirigido por el vienes O. Schwarz, Psychogenese una Psychotherapie korperlicher Symptome (1925). También respecto de la constitución de la patología personal y, por tanto, de la introducción de la subjetividad del enfermo en Medicina, puede hablarse de un «círculo de Viena». A través de lo que enseña el contenido de este libro, O. Schwarz, P. Schilder, R. Allers, J. Bauer, G. R. Heyer y L. Braun fueron sus más centrales figuras. Hay todavía en él bien significativas imprecisiones conceptuales -Organismus resp. Person, escribe, por ejemplo, Schwarz-; pero el fino y luminoso capítulo de Allers «Concepto y método de la interpretación», en el cual la virtualidad expresiva de los síntomas es concebida según una pauta mental que trata de asumir a Husserl, a Freud y a Adler, y, tácitamente, a Dilthey, muestra con la mayor evidencia cómo el sujeto, ahora en el sentido weizsäckeriano del término, va siendo introducido en Medicina.

A la luz de la antropología filosófica de Zubiri, demos ahora un paso más en la comprensión de este nuevo modo de considerar la enfermedad humana. Además de establecer los tres modos principales de la actividad suprastante del sujeto -el cual puede ser, y es a veces, simultáneamente, agente, actor y autor de sí mismo-, Zubiri ha discernido los tres niveles que en la apropiación de los contenidos de la vida personal pueden describirse: el nivel del «me», el del «mí» y el del «yo». ¿De qué modo son «del» enfermo -de su persona, por tanto- los síntomas en que su enfermedad se realiza y manifiesta? ¿Sólo como el relincho es del caballo que lo emite o como la blancura es del cristal salino que lo ostenta? Evidentemente, no. La «propiedad» con que el sujeto se constituye en titular de la nota en cuestión cobra ahora un modo cualitativamente nuevo, la «apropiación». Ahora bien, en la apropiación son posibles los tres grados o niveles anteriormente mencionados.

He aquí un enfermo con gastralgia. Ante ella, ese enfermo puede decir: a) «Me duele el estómago.» Es el nivel del me. Aunque profunda, la relación del sujeto con su dolor es vaga, imprecisa. Como he escrito otras veces, la gastralgia en este caso puede pertenecer a la esfera de «lo en mí», aquello que no pasa de estar en mi conciencia como un contenido suyo, o a la esfera de «lo mío», aquello que yo considero verdaderamente incorporado a la realidad de mi persona. b) «Cuando como tal cosa, a mí me duele el estómago.» Es el nivel del mi. La relación del sujeto con su dolor es ahora menos vaga e imprecisa, está más formalizada. Por la vía de la aceptación («Tengo que soportar este dolor; contando con él habré de hacer mi vida») o por la vía del rechazo («Me sublevo contra la existencia de este dolor en mi vida, no puedo resignarme a él»), la gastralgia está incorporada a la vida de la persona, arraigada en ella. Aunque le moleste sufrirlo, el paciente puede decir «mi dolor». c) «Yo, doctor, siento dolor en el estómago», o «yo estoy muy enfermo, doctor». Es el nivel del yo. La normalización y la actualización de la relación entre el sujeto y su dolor es ya completa, y a través de la aceptación o del rechazo, el «mi» posesivo -«mi dolor»- cobra toda su fuerza. Pero cualquiera que sea su nivel en acto, lo que con el «me», el «mí» y el «yo» se expresa es la subjetualidad del hombre que habla en su, aunque doble, unitario modo de realización: la subjetualidad substante y la subjetualidad suprastante.

Tanto más claramente acontecerá esto en una parálisis histérica, en una neurosis obsesiva o en una colitis organoneurótica, como aquellas del París de Fin-de-Siglo que tan deliciosamente describe Axel Munthe en La historia de San Michele. «Mi parálisis», «mi permanente incertidumbre», «mi colitis», dice el enfermo al médico. Con harta razón, porque en ese «mi» se articula ahora un momento de apropiación -por la vía de la aceptación o por la vía del rechazo, como en el caso anterior- y un momento de neoproducción psicosomática, de creación. El sujeto, en efecto, es ahora concreador de su enfermedad, y acaso un poco actor de ella ante las personas que le rodean. En suma: en la enfermedad neurótica ve el médico, y como tal médico procura tener en cuenta, subjetualidad substante y subjetualidad suprastante, mera inhesión y posesión personal o personalización, apropiación y creación, actividad consciente y actividad subconsciente. Desde la observación crítica de Bernheim y la aguda propuesta de Freud, en los dos casos ante Charcot, un paso nuevo e importante se ha dado en la historia del pensamiento patológico.



III. La introducción del sujeto suprastante y, por tanto, de la subjetividad del enfermo, no podía quedar reducida al campo de las neurosis. No solo en relación con ellas fue Sigmund Freud un genial innovador en Medicina. Como para demostrarlo, en el círculo más fiel y estrictamente freudiano surgió la idea de estudiar y tratar psicoanalíticamente algunas enfermedades internas no neuróticas, en el sentido que hasta entonces tenía esta palabra.

Varias veces he expuesto con cierto detalle cómo veo yo la rápida extensión de ese empeño. Me limitaré, pues, a bosquejar las líneas y las etapas fundamentales del proceso.

1. Hacia 1918, Groddeck, Deutsch y Ferenczi emprenden el estudio y el tratamiento psicoanalíticos de ciertas enfermedades orgánicas o internas. Incluso bajo forma de autoanálisis podría ser eficaz el método. Cuenta Groddeck el caso de un médico que padecía un bocio incipente, cuya primera manifestación fue una opresión interna claramente localizada en la región anteroinferior del cuello. El hombre, que había leído a Freud, interpretó aquel sentimiento como la consecuencia de una «barrera» objetiva, siempre deseada por él y netamente mitificada durante su infancia, entre el mundo exterior y su yo íntimo. Poco a poco fue creciendo el bocio; pero el metódico autoanálisis del sujeto hizo desaparecer la hiperplasia tiroidea.

2. Poco más tarde, en 1928 -después, por tanto, de que apareciese el libro de O. Schwarz antes mencionado-, el gran clínico y fisiopatólogo L. von Krehl pronunció una resonante conferencia titulada Krankheitsform una Persönlichkeit. La futura evolución de la Medicina, afirmó Krehl, dando expresión al cambio que desde hacía varios años venía produciéndose en su mente, «consistirá en el ingreso de la personalidad del enfermo en el quehacer del médico, como objeto de investigación y estimación». Cambio tanto más significativo, cuanto que desde los años finales del siglo XIX Krehl era una de las más destacadas figuras mundiales de la fisiopatología clásica o científico-natural. No distaba mucho de la suya la evolución intelectual de G. von Bergmann, el gran clínico berlinés. Dos hombres importantes, E. Siebeck y V. von Weizsäcker, acompañaron a Krehl en su aventura y dieron existencia, con él, a la que he propuesto llamar «escuela de Heidelberg».

3. La obra de V. von Weizsäcker merece consideración especial: él es, en efecto, el máximo representante y el más destacado arquitecto de la mentalidad antropopatológica y de la concepción del enfermo como persona. Su prestigio, muy grande en la Alemania inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, ha decaído notablemente. Acaso haya contribuido no poco a ello el carácter un tanto abstruso, para el médico, al menos, del período final de su obra; baste pensar en su Pathosophie. Pero esa obra es en su conjunto profunda, sutil e importante. Aparte gran número de conceptos, intuiciones y orientaciones -«círculo figural», «mutación funcional», «pentagrama pático», «antilógica» y «principio de la puerta giratoria», concepción auténticamente biográfica de la patocronía y la patografía, clasificación patrocrónica de las enfermedades internas en neurosis, biosis y esclerosis, triángulo ciencia-política-economía en la determinación de la concreta realidad del quehacer médico, etc.-, de ella debe quedar una severa exigencia; que el médico, puesto ante el enfermo, se haga con rigor suficiente las cuatro siguientes preguntas: a) «¿Por qué ahora?» Esto es: por qué la enfermedad se ha presentado en este momento de la vida del enfermo. b) «¿Por qué aquí?» Esto es: por qué ha sido precisamente esta la parte orgánica que de hecho ha enfermado. c) «¿Por qué así?» Esto es: por qué ha sido esta y no otra la configuración del cuadro clínico. d) Si la plena verdad de un hombre está en la realización de su vida en estado de salud, «¿qué verdad suya tiende a evidenciar la no-verdad que existencialmente es el proceso morboso?».

4. Desde 1934 a 1939, la aparición en los Estados Unidos, y luego en el mundo entero, de una «medicina psicosomática»; no como parte o especialidad del saber y el quehacer del médico, sino como un modo -integral e integrador, ahora- de considerar toda la medicina; así la concibieron expresamente los editores de la revista Psychosomatic Medicine y Fl. Dunbar, descollante pionero de ella. La psicología conductista, el interés por la relación entre la vida psíquica y los cambios corporales, tan vivo en los Estados Unidos, la gran influencia que sobre los médicos y la cultura de Norteamérica ha ejercido el psicoanálisis, especialmente tras la copiosa emigración de psicoanalistas centroeuropeos a que dio lugar el nazismo y, por supuesto, la realidad del enfermar en una sociedad tan estresante como la americana, fueron los motivos principales para la puesta en marcha del movimiento psicosomático.

5. La existencia de médicos que tratan de poner en conexión sistemática los resultados de la investigación científico-natural de las funciones orgánicas y los procesos morbosos, por una parte, y una concepción formalmente antropológica de la vida humana y la enfermedad, por otra. Para no salir de lo que me es más próximo, me limitaré a mencionar dos libros, Biología y psicoanálisis (1972), de J. Rof Carballo, y El hombre y su corazón (1973), de F. Vega Díaz.

6. Hasta aquí ha llegado la conciencia, dice arrogantemente Hegel, contemplando su propia filosofía. Menos arrogantemente que él, y como remate de este sumario análisis histórico de una parte de la medicina contemporánea, acaso podamos decir nosotros: hasta aquí ha llegado la introducción del sujeto en Medicina. O bien, más hegelianamente: hasta aquí ha llegado la conciencia cognoscitiva del médico. «Acaso» -solo «acaso»-, porque la mayoría de los médicos actuales actúan como si tal afirmación no fuese cierta. La predicción de Krehl antes transcrita no parece haberse cumplido, cuando el computador, el scanner, las endoscopias y las determinaciones bioquímicas señorean la actividad diagnóstica, y la consiguiente medicación causal o sintomática gobierna de ordinario toda la actividad terapéutica. O, lo que es más grave, cuando la masificación de los pacientes convierte a éstos, ante el médico, en fugaces realidades casi sin nombre. En un orden puramente técnico, al margen, por tanto, de lo que extramédicamente pueda ser su relación personal con el sanador, el paciente no es por lo común verdadero «sujeto» -sujeto suprastante, realidad subjetiva- a los ojos de quien le diagnostica y trata. ¿Causas? Tres veo en primer término. Ante todo, el modo de la pertenencia de tantas y tantas enfermedades -una apendicitis aguda, un tumor cerebral, una meningitis tuberculosa, una fractura ósea- al sujeto que las padece. En el cuadro total de la enfermedad se funden unitariamente, por supuesto, un momento substante y otro suprastante; pero este último parece no tener importancia para el diagnóstico y el tratamiento, o la tiene escasa, y el médico puede permitirse la cómoda simplificación de desconocer la subjetividad del enfermo. Por otra parte, la enorme eficacia diagnóstica y terapéutica de las técnicas objetivantes y despersonalizadoras: scanner, curas antiinfecciosas, exéresis o plastias quirúrgicas. Por otra, en fin, la ligereza diagnóstica e interpretativa en que tantas veces incurren los doctrinarios de la introducción del sujeto. Conozco el caso de un enfermo cuya depresión psíquica creyó poder resolver cierto psiquiatra con interpretaciones psicogenéticas y psicofármacos, y que a los pocos meses moría de cáncer de estómago. Todo lo cual ha determinado la partición de los médicos actuales en una mayoría de «organicistas» y una minoría de «psicosomatólogos». Aunque no pocos de los organicistas, si son médicamente cultos, parezcan tomar en serio los argumentos científicos y asistenciales de los psicosomatólogos.

¿Quiere esto decir que la predicción de Krehl no ha sido más que un ocasional espejismo? No lo creo, y esta creencia mía se funda en las siguientes razones: a) La gran frecuencia actual de las enfermedades crónicas y de las dolencias neuróticas. Unas y otras, bien por hallarse profundamente enraizadas en la vida del paciente -con más crudeza: porque el paciente tiene que contar con ellas para hacer su vida-, bien por brotar de la intimidad de quien inconscientemente las hace y conscientemente las padece, piden que el médico tenga muy en cuenta el momento subjetivo o suprastante de su estructura. b) Incluso en las más orgánicas y azarosas de las enfermedades, la visión del enfermo como sujeto suprastante, no solo como sujeto substante, perfeccional diagnóstica y terapéuticamente el acto médico. La bien conocida realidad del «efecto placebo» de los fármacos basta para demostrarlo. c) Es falso el presupuesto antropológico-social sobre que se basa la pura objetivación médica del enfermo: que este sea casi siempre y deba ser siempre un inner-directed man, para decirlo con la conocida terminología del sociólogo Riesman; hombre que por sí mismo y desde sí mismo es capaz de gobernar como puro instrumento su propio cuerpo y sus afectos propios en la tarea de hacer su vida. Por el hecho de serlo, el enfermo viene a ser, y no solo somáticamente, other-directed man, y en consecuencia el médico no puede quedar reducido a la condición de mero «reparador de cuerpos». Hablen los cirujanos para los cuales no sea cosa baladí la atención preoperatoria a sus pacientes.

La ordenación correcta de la asistencia socializada y, junto a ella, una formación del médico que le permita conocer con rigor e integridad lo que el «estar enfermo» es para un hombre, ¿harán que la predicción de Krehl sea cada vez mejor cumplida? O, por lo menos, ¿parecerá cada vez más conveniente su adecuado cumplimiento? No sé si esto acontecerá. Como hombre a quien verdaderamente importa el futuro de los hombres, yo me siento obligado a desear que acontezca.








Conclusión

La conjunción de tres puntos de vista, el médico, el filosófico y el histórico, no nos ha llevado en este caso a descubrir en el pasado hechos nuevos o apenas conocidos, en modo alguno me lo había propuesto yo, pero tal vez nos haya permitido entender con cierta claridad nueva el curso histórico de la medicina contemporánea. Si, como ha enseñado Zubiri, la historia es la sucesiva creación o el ocasional olvido de las posibilidades con que los hombres hacen su vida y, por tanto, el sucesivo incremento o el ocasional decremento de su capacitación para vivir como tales hombres, la historiografía deberá ser el recto esclarecimiento y la adecuada exposición de eso que la historia es. ¿Para qué el cultivo de la historia, para qué el conocimiento del pasado? Mil veces ha sido hecha esta pregunta, y alguna vez he dado yo mi personal respuesta: el historiador recuerda el pasado para entender mejor el presente y para esperar más lúcidamente el futuro.

Creo que lo expuesto en las páginas anteriores nos hace entender con mayor claridad el presente de la Medicina y nos muestra cómo los médicos de los últimos cien años han ido creando posibilidades para un conocimiento científico más acabado del hombre enfermo, y capacitándose así para un mejor cumplimiento de su misión. Esta sucinta historia de la introducción del sujeto en el saber del médico, ¿podrá servir también para esperar con mayor lucidez el futuro de la Medicina? Tal vez sí. Porque nos hace ver que la tarea del patólogo actual, sin mengua de su posible labor, acaso genial, en algún campo particular de la patología, el nosográfico, el bioquímico, el sociopatológico o el psicopatológico, debe consistir en la integración sistemática de todos los saberes que hoy componen el rico y abigarrado mosaico de la ciencia médica -saberes biológicomoleculares, sociológicos, psicológicos, antropológicos y ecológicos; aparte, claro está, los puramente clínicos- en una doctrina que los sitúe, valore y ordene de tal modo que la compleja realidad del hombre enfermo sea conocida según lo que ella verdaderamente es. Sólo así podrá ser algo más que un pium desiderium la consigna de Krehl. Sólo así irá siendo el médico todo lo que la humanidad actual espera de él.




Bibliografía sumaria

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Indice