Hermanos míos: yo no pienso, como algunos, que el delincuente no debe saber la ley que le condena. ¡Ojalá que todos la hubierais comprendido desde niños, que cuando las pasiones no os extraviaban hubierais adquirido el hábito de respetarla, y así que vuestra inteligencia podía comprenderla, la hubieseis estudiado, porque la justicia, que se respeta primero por sentimiento y por costumbre, y por convicción después, se atropella con más dificultad. Yo no soy de los que piensan que el criminal no debe saber las circunstancias que atenúan su crimen ni las que le agravan, porque yo creo que el interés del criminal y el de la sociedad no son dos intereses opuestos, sino uno mismo e idéntico.
El hombre honrado ¿no tiene interés en que el criminal no lo sea por precio, poniendo su vida en manos del que puede pagarla, ni con premeditación que aumenta su riesgo, ni con astucia que desconcierte sus precauciones, ni en un momento de desolación y angustia en puede emplear sus naturales medios de defensa.
Si me han de robar, ¿no estoy tan interesada como el ladrón en que no lo haga con circunstancias agravantes, en que no sea de noche infundiéndome mayor terror, ni con escalamiento, que aumenta mi peligro, ni haciendo uso de armas que me espantan, ni hiriéndome o maltratándome? ¿No me conviene que el criminal sea bastante inteligente para no cometer su crimen con ninguna de estas circunstancias? ¿No será mi daño menor, cuanto menos grave sea su culpa? ¿No estoy yo interesada en que suprima, en la hora del delito, todo lo que pueda perjudicarle en la hora de la acusación? Todo lo que calcula para su conveniencia es en provecho mío; yo estoy tan interesada en que él sea bueno, aunque no tanto como él en serlo. Yo no temo que aprendáis la ley penal; no temo vuestras meditaciones y vuestros cálculos; si hubierais sabido calcular y meditar, habríais seguido un camino menos peligroso; la meditación y el cálculo no conducen donde estáis. Si el presidio tuviera dos puertas y me mandaran poner sobre ellas dos inscripciones, escribiría sobre la una: AQUÍ VIENEN LOS QUE NO QUIEREN SER BUENOS; y sobre la otra. AQUÍ VIENEN LOS QUE NO SABEN.
Este convencimiento me ha hecho dirigirme a vosotros para instruíros hasta donde yo puedo, y me haría seguir el Código artículo por artículo, sino temiera cansaros. Por este temor copiaré solamente las disposiciones más importantes, y no diré nada de las que podéis ignorar sin gran perjuicio.
En mis cartas anteriores os he hablado muchas veces de la responsabilidad criminal, que se llama así para distinguirla de la responsabilidad civil. Por la responsabilidad criminal el hombre está sujeto al castigo que merece su delito moralmente considerado, y así el castigo es mayor cuanto supone en el que le ejecuta mayor grado de maldad. Si yo pego fuego a una casa, en mi acción hay dos cosas: mi criminal voluntad puesta por obra, y el daño material causado, que podrá ser mayor o menor según muchas circunstancias que no dependen de mí. Por mi mala voluntad puesta por obra, por mi delito, sufrirá la pena señalada a los incendiarios; y según los estragos que haga el fuego, pagaré con mis bienes el daño producido. Si el fuego se apaga inmediatamente, este daño podrá ser nulo y no habrá responsabilidad civil, pero criminal la habrá siempre, porque el castigo es preciso para escarmentar al culpable a fin de que no vuelva a reincidir, para que sirva de ejemplo y contenga al que sin su temor delinquiría, y para dar una alta lección de moralidad que tranquilice las conciencias firmes y afirme las vacilantes.
El dueño de la casa quemada en el ejemplo propuesto puede perdonarme el daño que le he hecho, y entonces no habrá responsabilidad civil; pero nadie puede eximirme de la criminal. La responsabilidad civil satisface materialmente al ofendido; la criminal satisface moralmente a la sociedad; es a la vez una necesidad y un deber, porque deber y necesidad es la justicia.
Con esta explicación comprenderéis, tal vez, la sinrazón con que sé quejan algunos de que se los castigue después de haber sido perdonados por el ofendido, o si sucumbió, por su familia. Bien está que el ofendido perdone; obra como cristiano, y Dios se lo premiará; la sociedad no le ha impuesto la obligación, que tiene la ley, de sostener la justicia amparando al inocente contra los ataques del culpable.
Imaginad que uno de vuestros compañeros quita a otro su pan, su dinero, sus instrumentos de trabajo o su obra. Se da parte al comandante; el robado le perdona y no se le impone ningún castigo. Animado con la impunidad, vuelve a robar, y se le perdona de nuevo porque lo perdonó el perjudicado. Con esto se anima algún otro, y empiezan varios a quitaros el alimento y el fruto de vuestro trabajo, de modo que no tenéis seguridad alguna de que lo que os pertenece no pase a poder de otro. A nadie se castiga, porque los ofendidos siguen perdonando, y la prisión es un infierno, porque ya no sólo se roba, si no ne se maltrata, y los más fuertes oprimen amparándose con el perdón del ofendido, que tal vez le da por miedo. Os quejáis al comandante; él dice que perdonando el ofendido, él perdona también, y vosotros le contestáis que el ofendido no puede hacer que sea bueno o indiferente lo que es malo, ni impedir que se dé a cada cual lo que merece a los pacíficos que no os metéis con nadie, paz y seguridad; a los que la turban con sus maldades, castigo. Que vosotros no tenéis nada que ver con el perdón del ofendido; lo que os importa es que no os priven de lo que es vuestro, que no os maltraten, riéndose de vuestro mal y atropellando vuestro derecho tras el escudo de la impunidad. Si el comandante atiende vuestra razón, los culpables serán castigados, y las cosas entrarán en orden; si no, viendo que no se os hace justicia, trataréis de tomarla por vuestra mano, perseguiréis a los que os despojan o maltratan, os degollaréis unos a otros, y de resultas de dar al perdón del ofendido la extensión que en su provecho quieren darle algunos, la sangre correrá en abundancia y la prisión se convertirá en una carnicería. En la sociedad sucedería lo propio, si por hacer gracia a los malos se negase a los buenos justicia.
He insistido sobre esto, porque algunos se quejan de que no extinga o cuando menos disminuya la pena el perdón del ofendido, y hacen grandes esfuerzos por alcanzarle, sin comprender que su pretensión es tan inútil como injusta. Todos habéis oído hablar de venganza pública; es una frase horrible, herencia sangrienta de tiempos bárbaros: la ley no se venga, no venga a la sociedad, no hay venganza pública, pero hay necesidad pública, es decir, de todos; hay deber público de hacer justicia, y esa necesidad y ese deber no pueden quedar aniquilados por la voluntad de nadie.
Ahora, hermanos míos, voy a escribir páginas muy tristes; la mano tiembla al trazarlas y el corazón al leerlas; voy a presentaros el título de las penas, páginas lúgubres, desdichados hermanos míos, letras siniestras, palabras que causan horror, porque detrás de cada una parece que se sienten las amarguras del cautiverio, y se oye el ruido de los hierros, y se ven lágrimas y sangre. Estas páginas terribles la ley ha tenido necesidad de escribirlas; yo la tengo de copiarlas.
¡Larga y dolorosa lista, hermanos míos! ¡Largas y lúgubres páginas, que se escriben con mano vacilante y se leen con el corazón dolorido! Pero su extensión prueba la equidad de la ley, en vez de manifestar su dureza, porque cuanto más graduada está la pena, más facilidad hay de aplicarla con justicia a cada delito.
Si, por ejemplo, tenemos que vestir a un regimiento y hacemos todos los uniformes iguales, a unos les estará corto, a otros largo, a muy pocos bien. Si hacemos dos dimensiones diferentes, ya vendrán bien a mayor número; si tres, si cuatro, irán aumentándose los que tengan su traje ajustado, en la misma proporción que variemos la medida, y sería menester tomársela a cada uno y que hubiera tantas como soldados, para que el uniforme les estuviese perfectamente. Lo propio sucede con las penas: cuanto más se varíen y se gradúen a medida del delito, más se acercarán a la que merece, es decir, a la justicia. Para que ésta fuese perfecta, debería hacerse una ley para cada hombre, con una pena especial para cada culpable, porque es muy raro que dos estén en idéntico caso. El mismo delito tiene diferentes grados de culpa, según la situación del que le cometió, y ésta no siempre pueden graduarla los tribunales, proporcionando con rigurosa exactitud el castigo. Vosotros os quejáis a veces de eso, olvidándoos que la imperfección que está en la justicia del hombre está en todas sus obras; es una ley triste, pero eterna, de la humanidad. Si el hombre pudiera hacer una legislación perfecta, si pudiera aplicar el premio y el castigo exactamente conforme a lo que cada uno merece, el hombre sería Dios, porque la justicia absoluta es la infinita bondad, unida a la infinita sabiduría y al poder infinito.
Así, pues, cuando os creáis perjudicados, lo estéis en efecto; cuando comparéis vuestra culpa y vuestro castigo al castigo y a la culpa de otro, no acuséis al Código ni al juez, sino a la imperfección humana y a los escasos medios que tiene el hombre para averiguar la verdad y probarla. Decid con sinceridad: ¿si vosotros hicierais la ley, creéis que sería más perfecta? ¿Si la aplicarais, lo haríais con más justicia?
La justicia absoluta no es de este mundo; el juez que da a cada cual según merece, ni más ni menos, es el Supremo Juez recordadlo temblando los que habéis burlado la justa severidad de la ley, y los que sufráis sus excesivos rigores recordadlo para vuestro consuelo.
Algunos os quejáis de que penas tan diferentes vengan a extinguirse, a un mismo sitio, y de que estén confundidos de hecho los que de derecho, y según la ley, debieran estar separados; y como los errores que tienen apariencia de razón son, de todos, los más perjudiciales, voy a sacaros de éste.
Supongamos que mi padre muere. Era un excelente señor, pero algo ignorante, algo dejado, y además paso los últimos años de su vida muy achacoso; no pudo atender a nada, y los criados lo manejaban todo. Recojo su herencia en el estado más lamentable, y con ella el deber de pagar deudas y atender a mis hermanos. Los acreedores llueven, la casa amenaza ruina, las cuadras y los establos van a desplomarse, las cercas están caídas, las viñas descepadas, las tierras sin abonar, los prados llenos de topos, el poco ganado de la peor casta, talado el monte, el molino sin poder moler por falta de agua, los aperos de la labranza rotos e incompletos; en fin, no hay cosa con cosa. Yo me asusto al ver aquello; luego procuro serenarme, cojo un papel, y pongo en una lista las cosas que hay que hacer. Primero pagar las deudas, el honor de mi padre y el mío es lo primero; después las demás cosas por el orden de su necesidad.
Vienen los arrendatarios de las viñas y de las tierras, y el pastor, y el molinero, y me piden en tropel y con exigencia que repare la cerca, que pueble la viña, que busque buenos sementales, que componga la estacada, y todo a un tiempo, y todo pronto, porque soy el heredero, y además ellos saben que yo he escrito un plan para lo sucesivo y dado palabra de poner orden en todo. Yo les digo que para formar un plan no se necesita más que inteligencia y buena voluntad; mas para ejecutarlo son menester tiempo y dinero; que ya iré acudiendo a todo según pueda; que no sé hacer milagros, y antes que levantar los cercados es apuntalar la casa, que amenaza ruina. Convencidos de mi razón, se van, prometiendo tener paciencia.
¿Seréis vosotros menos razonables? La sociedad actual ha heredado de las pasadas, ha heredado de los siglos, ruinas, consecuencia de errores, y la necesidad de hacer muchas cosas y reparar otras. Una de las cosas que ha heredado es la creencia de que los delincuentes son incorregibles, y el desdichado hábito de ocuparse de ellos poco más que para evitar que se escapen, y la organización de las prisiones conforme a esta creencia y a este hábito. No ha aceptado, no, tan infausta herencia; y en nombre de Dios, que perdona; del hombre, que se arrepiente; de la ciencia, que enseña, y de la caridad, que no se cansa ni se mueve a ira, ha empezado a tratar a los criminales como hombres, a creer que pueden enmendarse y borrar la contradicción impía de desesperar de miles de hombres los que profesan una religión que llama virtud a la esperanza.
Mas esta creencia es de ayer, porque en la vida de las naciones no se mide el tiempo como en la de los individuos, y a veces pasan años, y pasan siglos, desde que se propone hacer un bien hasta que se consigue realizarlo. Ya sabéis que vuestro vestido y vuestro alimento son mejores que eran, y aun que el de muchos pobres honrados; que se os alberga tan bien como se puede; que se ha hecho un Código conforme a los principios de justicia y graduando las penas, para que guarden en lo posible proporción con los delitos. No se han hecho las prisiones que necesita la ley para aplicarse con exactitud. ¿Sabéis el tiempo y el dinero que se necesita para esto? ¿Sabéis los millones que es preciso gastar para poner las prisiones en el estado que os conviene a vosotros y conviene a la sociedad que estén? Se necesita un gran esfuerzo, un inmenso sacrificio, para que cada prisión sea como debería ser, una escuela de moral; y cuando la nación está agobiada bajo el peso de las contribuciones; cuando tanto pobre honrado, para pagarlas, se priva de lo necesario; cuando el trabajador que se queda inútil trabajando no tiene un asilo, ni su familia otro recurso que la caridad pública; cuando en las inclusas los pobres inocentes mueren de necesidad, por no tener bastantes nodrizas para criarlos; cuando hay tantas sagradas atenciones sin cubrir, ¿os parece muy fácil y muy justo acudir con preferencia a levantar prisiones y reformarlas? Tiempo llegará en que, esto se haga, pero no hay que culpar a nadie porque no ha llegado todavía.
¿Y sabéis que vosotros podríais hacer mucho para abreviar este plazo? ¿Sabéis que vosotros podíais ayudar mucho a los que os miran con amor, a los que no desesperan de vuestro porvenir, a los que creen posible vuestra enmienda, a los que están dispuestos a levantar la voz uno y otro día pidiendo que se hagan sacrificios y se gaste mucho dinero para poneros en condiciones en que la enmienda os sea más fácil? Tal vez escuchéis esto con extrañeza. -¿Qué podemos, diréis, qué podemos, desdichados prisioneros, qué recursos hay en nosotros, ni qué medios, para influir en que la nación haga el gran sacrificio que se necesita hacer para reformar las prisiones? Vosotros podéis mucho.
Escuchad. La ley no desespera de vuestra enmienda; muchas personas buenas e ilustradas no desesperan tampoco; pero otras muchas, ilustradas y buenas también, os creen incorregibles: esta es acaso la opinión de los más. ¿Y pensáis que ha de ser posible conseguir muchos millones para la reforma de los presidios cuando no se cree posible la de los penados? ¿Para qué ha de hacer la nación grandes sacrificios, si los presidiarios y las mujeres de la galera saldrán al fin tan malos o peores que han entrado? Personas hay que creen y dicen que la Mejor prisión es la más barata: y no penséis que es porque son malas, sino que están convencidas de que es inútil todo lo que se haga para mejoraros. Yo no pienso así; no permita Dios que yo crea nunca que hay en mi patria 20.000 hombres y 2.000 mujeres de quienes es preciso desesperar. No. Yo temo que haya entre vosotros muchos incorregibles, pero pienso que muchos pueden corregirse. Mas es menester que esta creencia sea general para que se hagan los sacrificios que reclama, y a generalizarla podíais contribuir vosotros mucho. ¿Cómo? Aquí apelo a vuestra sinceridad, apelo a vuestra lealtad para que me digáis si al observar vuestra conducta en la prisión debe extrañarse que os tengan por incorregibles. Hay excepciones bien respetables y bien respetadas de mí; pero, en general, ¿no dais mala idea de lo que podéis ser? ¿Con vuestras palabras, no parece que os empeñáis en hacer creer que sois peores de lo que sois realmente? No quiero humillaros, no permita Dios que os ofenda en lo más mínimo; no temo que os deis por ofendidos. Aunque mis palabras puedan pareceros duras alguna vez, bien comprenderéis que salen de mi corazón con el deseo vehemente de consolar el vuestro, que son hijas de la franqueza de un amigo que quiere haceros bien aun a riesgo de enojaros. Pero no, no os enojaréis contra mi buena voluntad. Si no compadeciera vuestros males, no os reprendería vuestros defectos. ¿Quién habla más de ellos a un joven que se extravía? Su madre. Los indiferentes pasan y nada le dicen de ellos. ¿Qué les importa? Yo no he podido pasar por vuestra prisión ni entrar; yo no he podido salir sin gemir sobe vuestros errores y sobre vuestras desdichas Ayudadme vosotros a consolarlas; corregíos un poco, para que no os tengan por incorregibles; moderad ese lenguaje que da de vosotros tan mala idea, porque Dios ve lo que pensamos, pero los hombres nos juzgan por lo que hacemos y por lo que decimos. Yo os lo ruego, Yo os lo suplico, corregíos un poco, ayudadnos a los que os compadecemos, a los que os amamos, a los que os defendemos, para que al abogar por vuestra causa, los que no creen en la posibilidad de corregiros no nos ataquen con las armas que les dais, y nos arrojen al rostro, como un argumento sin réplica, vuestra conducta en la prisión, vuestras malas acciones y vuestras malas palabras.
Hermanos míos: Antes de hablaros del quebrantamiento de condena y de los delitos cometidos en la prisión, quiero deciros algunas palabras sobre un artículo del Código copiado en mi carta anterior, que dice:
Art. 23. La ley no reconoce pena alguna infamante. |
¡Qué no daría yo por haceros leer todo lo que hay escrito en estas pocas palabras! ¡Qué no daría yo porque hallarais el apoyo que deben prestaros, el aliento que deben infundiros, la esperanza que deben llevar a vuestra alma! ¡Qué no daría yo porque vierais en ellas vuestra redención!
Hubo un tiempo en que la ley, desesperando del delincuente, daba lugar a que él se desesperase; en que le imponía castigos de tal modo humillantes, que era imposible lavar su oprobio; en que le escarnecía de tal modo, que aun cuando pudiese estar arrepentido para Dios, para los hombres siempre quedaba infamado. Todos esos castigos han desaparecido; la ley respeta, aun en el criminal, la dignidad del hombre, y además dice terminantemente que no reconoce ninguna pena infamante.
La infamia se ha borrado de la ley; el legislador no podía hacer más. ¿Quién puede borrarla de la opinión? Vosotros. La infamia de un criminal se compone de dos partes; una es el crimen que cometió, otra su conducta después de haberle cometido, y esta última circunstancia es tan poderosa, que puede dar grande fuerza a la primera o llegar a borrarla. Vosotros soléis exageraros la dificultad de volver por la honra perdida, un poco por error, y un poco también porque, declarando la empresa imposible, estáis dispensados del trabajo que exige llevarla a cabo. Os equivocáis: lo primero, porque la opinión os hará justicia más pronto de lo que pensáis; lo segundo, porque el rescate de la honra es siempre barato por mucho que cueste, es un capital que da grande interés, aunque sólo del lado del interés la miréis. Todas las puertas se abren para el que la tiene, todas se cierran para el que la ha perdido y no procura recobrarla. ¿Pero se recobra? Sí, hermanos míos, se recobra. La noticia de un crimen indigna en el primer momento: ¡ay del culpable, si no hallase en la ley, que insensato maldice, una defensa contra la indignación popular! Pasado ese primer momento, la opinión se calma; y como criminal es desgraciado, inspira compasión, si se manifiesta arrepentido, si lo está, si su conducta lo prueba, la opinión lo cree y le perdona fácilmente, porque la opinión no peca de incrédula ni de severa. ¿Cuántos arrepentidos hay que, perseverando en el bien, hayan recibido cambio mal de la sociedad? Yo no conozco ninguno. ¿Vosotros le conocéis? Tampoco. Lo que vosotros y yo conocemos son hombres que desesperan de sí mismos; que tienen la pretensión absurda de que el camino del bien no sea al principio penoso para el que perdió la costumbre de caminar por él; de que se les mire al salir del presidio sin prevención de ningún género; que no queriendo hacer esfuerzo alguno par levantarse, se quejan de estar caídos; que por no combatir sus malas inclinaciones, que podrían vencer, luchan con la sociedad que ha de vencerlos, y por no imponerse privación alguna, se ven privados de todo; que maldiciendo cuanto existe, quieren no ser maldecidos por nadie, y que, en fin, se obstinan en ser infames, aunque la ley no se lo llama y el mundo esté dispuesto a dejar de llamárselo.
Si conocéis alguno de estos hombres, no le imitéis; acordaos que la ley os dice: -La pena que os aflige no os infama. -Si al salir de la prisión vivís honradamente; si sois comedidos en vuestras obras y en vuestras palabras, y alguno os insulta echándoos en cara que habéis estado en presidio, quejaos a la autoridad y decidle: -Señor, yo he cometido un delito: hice mal; pero le he expiado ya sufriendo mi condena. Al salir de la prisión hallé, para ser bueno, bastantes dificultades: las he vencido; vivo honradamente de mi trabajo sin hacer mal a nadie. ¿Con qué derecho me lo hacen a mí? ¿Con qué derecho me insultan por una falta que he purgado? La ley dice que la pena no infama. ¿Hay alguno más poderoso que la ley? -La autoridad os dirá: -No, no hay ninguno más poderoso que la ley; y el que, hollándola, te insulta y no respeta el arrepentimiento, que es una cosa tan santa, y no respeta la virtud del que después de haber sido vencido por el mal triunfa de él, ese es el infame y el que merece castigo.- Y esto que os dirá la autoridad, os lo dirán las personas honradas, cuya voz habrá de sofocar la del hombre vil que intentaba infamaros.
Volved por vosotros; en la prisión sois todos desgraciados, pero no hay ninguno infame sino el que se empeñe en serlo. La ley que os ha privado de la libertad no ha querido privaros de la honra. ¿Y seréis más duros para con vosotros mismos que ella lo ha sido? ¿Aceptaréis la ignominia cuando ella no desespera de rehabilitaros, y cuando dice no infama ninguna pena, os infamaréis por el modo de sufrirla, o por vuestra insistencia en el mal, que merece otra nueva? Yo espero que no; yo espero que el artículo 23 del Código, que no reconoce pena alguna infamante, se fijará en vuestra memoria, y os servirá de consuelo en vuestra aflicción, de estímulo para obrar bien, de apoyo cuando vaciléis. ¡Oh! Si me dais palabra de conduciros honradamente, yo os la doy de que seréis honrados.
Ahora voy a llamar vuestra atención sobre el título V del libro I del Código, que trata de las penas en que incurren los que quebrantan las sentencias, y los que durante una condena delinquen de nuevo, asunto importante, porque os conviene mucho estar convencidos de la necesidad de resignaros con vuestra suerte. Bien sé que es triste, pobres hermanos míos; no os aconsejo la paciencia olvidando lo mucho que tenéis que padecer, no; mi corazón pesa por quilates vuestros dolores, pero no conseguís más que aumentarlos cuando os rebeláis contra el castigo que la ley os impone. Después de haber tenido la desgracia de ser condenados a una pena cualquiera, vuestro interés está en resignaros con ella. ¿Qué digo interés? Es una necesidad para vosotros, si no queréis vivir una vida horrible y morir de una muerte desastrosa. La condena podéis considerarla como un vestido muy áspero, que tiene por dentro hierros puntiagudos. Yo convendré con vosotros en que es muy duro de llevar; pero vosotros convendréis conmigo en que, cuanto más os mováis, tanto más os lastimará, clavándose sus puntas en proporción de la violencia de vuestros movimientos. Arrojar de sí el vestido de la pena, es imposible; el que por un momento se lo quita, tiene que volvérselo a poner con las puntas de hierro más aguzadas.
Pero el que quebranta la condena cuenta con burlarse de la ley, a pesar de la experiencia que tiene de que la ley ha sido más fuerte que él, y para pensar así, hace este razonamiento insensato: -Yo no he podido vencer a un enemigo cuando era fuerte como diez; pero ahora que es fuerte como veinte, le venceré. -¿No os parece imposible que haya quien discurra de este modo? Pues muchos obran como si de este modo discurriesen. ¿Sabéis vosotros el horror que inspira un desertor de presidio? Es muy grande, y en proporción está la actividad que se desplega para cogerle. En el país en que se dice que hay alguno, las gentes se aterran, la autoridades despliegan todos sus recursos, la Guardia civil no descansa, la alarma es general: no parece sino que anda por allí un perro rabioso. ¿Cómo podrá huir el malaventurado? Si cuando no alarmaba tanto ni inspiraba tanto horror fue cogido, ¿cómo no lo será ahora que se despliega tanta energía y se pone tanto empeño en que lo sea? No puede menos de ser capturado, y lo es.
La historia del que quebranta su condena es triste y breve. El criminal no se resigna a sufrir el castigo que merece, y se escapa; se le captura, y se le impone un castigo mucho mayor. Desesperado con él, procura escaparse de nuevo: si lo logra, ya sabe la terrible pena que le está reservada, ya saben también los que le protegen a cuánto se exponen; así es que sólo puede contar con la cooperación de gente muy perversa, que compra a fuerza de oro, de manera que lo que roba apenas le alcanza para pagar a los que le ocultan, y después de despojar a tantos, vive pobre. La vida que tiene le parece horrible aun a él mismo; huyendo o escondido, anda de noche como un espectro, y si se le ve a la luz del sol, es sólo un momento, como una fiera que sale de su guarida para despedazar su presa. Se acuerda del tiempo en que vivía en paz entre los hombres; del tiempo en que dormía sueño tranquilo y no causaba horror, y se desespera; la desesperación le hace más cruel; ya no hay nada santo para él, todo lo atropella; parece que va en busca de maldiciones, y con todo le pesa de ser maldito. No tiene trato sino con los perversos; y como un hombre malo no puede ser buen amigo, los suyos le venden, o por interés, o porque se cansan de aquella vida de azares, o porque ven los riesgos de la complicidad, y compran su perdón entregando al jefe. Entonces, según las circunstancias, se le lleva al cadalso o se le caza.
Yo podría citaros centenares de historias como ésta; vosotros no podréis citarme un solo caso en que el desertor de presidio viva bien y no muera mal. Ahora escuchad lo que dice la ley:
El relegado que rompe su condena, en lugar de vivir en Ultramar en el punto que el Gobierno le designe, pudiendo dedicarse libremente a su profesión o industria bajo la vigilancia de la Autoridad, será encerrado para siempre allí mismo.
4.ª El extrañado perpetuamente del reino será condenado a relegación perpetua. |
En lugar de irse libremente fuera de España al país que más le acomode sin que nadie le inquiete, habrá de irse a Ultramar al punto que el Gobierno le designe, y vivir allí bajo la vigilancia de la Autoridad.
De modo, que al que tiene seis años de condena se le puede recargar un año o año y medio; al que tiene ocho, de diez y seis meses a dos años.
Es decir, que los sentenciados a extrañamiento, en vez de irse a país extranjero, sufrirán antes prisión correccional en la Península, y los relegados la sufrirán en Ultramar o en el punto donde hayan sido relegados.
Es decir, que antes de ir el sentenciado a confinamiento mayor a las Islas Canarias, Baleares, a un punto aislado de la Península, o al servicio militar, sufrirá la prisión correccional; y aunque menos tiempo, también el sentenciado a confinamiento menor, que es la residencia en el punto que señale la condena, distante por lo menos diez leguas del lugar en que se cometió el delito y de la anterior residencia del delincuente, estando bajo la vigilancia de la Autoridad.
8.ª El desterrado será condenado a confinamiento por el tiempo del destierro. |
O lo que es lo mismo, en lugar de poder irse al punto que le parezca, excepto en alguno o algunos que se designen en la sentencia, se verá obligado a residir donde se le marque y quedar bajo la vigilancia de la Autoridad.
Ya veis que en todos los casos el resultado de no resignarse con la peña impuesta por la ley es tener que sufrir otra mayor.
Veamos ahora las penas en que incurren los que durante una condena delinquen de nuevo.
Ya veis que, en todos los casos, el cometer un delito estando sufriendo la condena por otro, se tiene por circunstancia agravante, muy agravante; y esto es justo, por el grado de maldad que supone en el delincuente, y por el daño que causa.
El hombre que está sufriendo una pena severa, tal vez, y lejos de entrar en sí mismo, de considerar el mal que ha hecho y el que ha recibido; lejos de pensar en corregirse, vuelve de nuevo a hacer daño y a merecer castigo, ¿no revela un olvido completo de su deber y de su conveniencia, y un hábito perverso que debe ser reprimido con severidad mayor?
Añádese a esto el daño que hace. El que en una prisión roba, hiere o mata, aleja del camino de muchas personas toda idea de reforma, toda esperanza de enmienda en el criminal, y aunque ante la ley él solo es responsable, ante la opinión lo son sus infelices compañeros. ¿Cómo pensar en la reforma de esos perversos, dicen las gentes, que condenados por haber herido hieren, y por haber robado vuelven a robar? -Y esta idea ¡cuánto mal hace al mayor número que pueden corregirse y no merecen ser confundidos en la reprobación general que provocan unos pocos desalmados! El que delinque en la prisión hace necesarias mayores precauciones, una disciplina más severa, cuyo rigor viene a recaer sobre todos sus compañeros, y les impone con su compañía una especie de yugo, porque en el mundo se puede huir del perverso, pero en el presidio es preciso vivir con él. Además, si el mal ejemplo es malo en todas partes, ¡cuánto más peligroso será en un lugar donde hay acumulados tantos horribles recuerdos, tantos malos hábitos, tantas necesidades no satisfechas, tantas pasiones comprimidas, tantas amarguras, tanta desesperación!
El que comete un crimen en una prisión, el que arroja un mal ejemplo donde hay tantos que pueden recogerle, es como quien lanza una tea encendida en un polvorín, y puede mirársele como incendiario de la peor clase. Donde el mal halla más eco y es más tentador y contagioso, es más culpable el que hace mal. Los que están más sujetos a la tentación, deben ser tratados con gran miramiento y mesura, sin que nunca una mala palabra o una acción mala vengan a despertar algún peligroso instinto que dormía. Ante los niños inocentes, ante las vírgenes del Señor, no deben medirse más las palabras y las acciones que en un establecimiento penal. Si la inocencia tiene sus derechos, también la culpa tiene los suyos, bien tristes y comprados harto caros para que no se respeten.
Así, pues, el crimen en la prisión tiene circunstancias agravantes en alto grado; la ley, lejos de ser dura, es sobrado blanda con él, y podría castigarle con mayor severidad sin faltar a la justicia.
Hermanos míos: Si al hablar de las penas ha vacilado mi mano y estremecídose mi corazón, más se aflige al tratar de los delitos, porque hay una cosa más triste que la pena, y es haberla merecido. ¡Qué lista tan larga la de los delitos! ¡Qué interminables las páginas del Código que los enumeran! ¡Espanta ver de cuántos modos puede el hombre hacer la desgracia de los otros y la suya propia! ¡Ojalá que entre los que me escucháis no haya ninguno culpable de esos crímenes que aterran! ¡Ojalá que si alguno hubiere esté dispuesto a borrarle con el arrepentimiento!
Al abrir el Código por el libro II, que trata de los delitos, los primeros que hallamos son los delitos contra la religión. ¡La religión! ¿Qué significa esta palabra en el presidio y en la galera? Muchos creen que la religión no es para vosotros más que un freno que se ha roto, un deber que se ha pisado; muchos creen que el nombraros las cosas santas es como entregarlas a la burla y al escarnio, y exponerlas a ser profanadas. Yo no lo pienso así, os hago más justicia, hermanos míos; yo os he visto llegar arrepentidos y contritos al tribunal de la penitencia; yo he oído muchas veces a vuestros confesores edificados con vuestro arrepentimiento; yo sé que a la muerte de vuestros amigos a veces gastáis en sufragios por su alma los pocos céntimos que os quedan. Yo he escuchado vuestras plegarias, unido mi voz a la vuestra, y allí, en una habitación que no era templo, llena de objetos propios para distraer la atención de las cosas altas, sin bóvedas, sin música, sin obscuridad, sin incienso, casi sin altar, me he conmovido tanto, que mi plegaria fue de lágrimas. Nunca los grandes templos, ni la pompa del culto, ni la voz de los justos en la tierra, penetraron en mi alma como la oración de trescientas mujeres culpables. ¡Oración de los encarcelados! ¡Coro formado por tantos recuerdos desgarradores, por tantos remordimientos, por tantos propósitos, por tantos temores, por amarguras tan acerbas! ¡Grito compuesto de desesperación y de esperanza! ¡Palabra misteriosa de la conciencia turbada! ¡Vibración terrible de todas las cuerdas del dolor humano! ¡Ay lastimero de la desgracia merecida! ¡Sollozo sublime del arrepentimiento! ¡Suspiro del temor! ¡Eco que repite en el mismo corazón una voz que viene del abismo y una voz que viene del cielo!
¡Oración del encarcelado! Citando llegas tan suave y tan desgarradora, con obscuridad tan cavernosa y con resplandores que deslumbran, ¿qué le dices al alma? ¡Quién es capaz de saberlo! Pero el alma se conmueve, se estremece, se agita, se identifica contigo, se une a ti, y cree en la fe del preso y con él tiene esperanza.
Sobre ese mar borrascoso de las pasiones humanas que se llama prisión, brilla la fe como el faro en la borrasca. Unos vuelven a Dios arrepentidos; otros le miran con insensata indiferencia; otros se asustan de las esperanzas del camino que conduce a él; otros desconocen su justicia; otros desconfían de su misericordia; otros desafían su poder; otros dudan; otros esperan; otros temen; pero ninguno le niega, porque el mismo que blasfema le siente en el fondo de su alma, y el que fuerte y robusto le rechazaba, moribundo le llama con voz doliente, y pensando en el merecido castigo tiembla su corazón. ¿Cuántos hombres hay que al morir o les pese su mala vida? ¿Cuántos que no quisieran haber sido lo que Dios no les mandaba que fuesen? ¿Cuántos que no se asombren de su conducta insensata y de su ceguedad? Ninguno, hermanos míos. Unos tardan más, otros vuelven en sí más pronto; pero antes de morir todos esperan o temen lo que habrá después de la vida, es decir, todos creen. ¿Por qué no han creído antes? Ellos creían. De niños, de jóvenes, alzaban sus manos y su corazón al cielo, porque no les estorbaba la justicia divina; pero cuando determinaron hacer a otro lo que no querían que les hiciesen a ellos mismos; cuando quisieron, privar a su prójimo de la hacienda, de la vida o de la honra; cuando necesitaron sofocar la voz de la conciencia embriagándose con sus malas pasiones, bebieron hasta saciarse en la copa de la iniquidad, y entonces dijeron: NO HAY DIOS.
Sucede con Dios, hermanos míos, como con la justicia; por hollarla, por negarla, no deja de existir, y de ser fuerte, y de castigar tarde o temprano a los que la desconocen. Solamente que si, aunque difícil, es posible burlar la justicia humana, nadie se sustrae a la divina, nadie. Por eso todos la temen en la última hora; por eso el moribundo, al pensar aterrado que negó a Dios, se aflige y se asombra, y se aparece a sí mismo como aquel demente que a las doce del día cerraba los ojos diciendo: No hay sol.
Para enseñaros lo que es la vida, sólo quisiera que pudierais aprender en la muerte; ver la de los justos y la de los grandes pecadores; y las mismas verdades que oís con indiferencia de los que os amonestan, las grabaría en vuestro corazón la voz de un moribundo, hablando con su conciencia y con la eternidad.
Si el hombre pudiera vivir dos veces, comprendería cuánto importa no vivir mal para poder morir bien, trayendo de las puertas de la muerte lecciones saludables para toda la vida.
La religión es una tierna madre que nos recibe en sus brazos al nacer, y nos bendice, y nos da paz en el rostro. Apenas abrimos los ojos a la luz de la razón, nos enseña las verdades que necesitamos saber para ser buenos y dichosos, y nos da sus santas leyes. Nos olvidamos de ella y no nos olvida nunca; la huimos y nos sigue; la ofendemos y nos perdona; la maldecimos y nos bendice. Si los hombres nos persiguen injustamente, ella acude con su justicia; turban nuestro reposo, nos da su paz; nos afligen, trae su consuelo; la ley nos impone una merecida pena, llega con su misericordia. Cuando todos nos abandonan, nos acoge; cuando todos nos persiguen, nos da asilo; cuando todos nos escarnecen, nos honra; y por manchados que estemos, nunca teme mancharse, y siempre nos abre amante sus amorosos brazos. Todos sus preceptos son justos; todos sus consejos, santos; todas sus palabras, benditas. Mira con ojos de piedad, y habla con voz de amor, y perdona el mal que hemos causado, y recuerda el bien que hicimos y recoge nuestras lágrimas de arrepentimiento como en un cáliz sagrado. Siempre nos llama hijos, aunque la llenemos de dolor y de vergüenza; nos sigue a donde quiera que vayamos; entra con nosotros en la prisión, baja al calabozo, sube al cadalso, e implora la misericordia divina recitando la misma oración sobre el cadáver del rey y el del pobre presidiario.
Esta es la religión de todos, del mundo, del presidio y de la galera; la que en ninguna parte se respeta cual debía, la que en ninguna tampoco se desconoce enteramente, y cuando nos pregunten qué es para vosotros, responderemos: -Todos son en el mundo pecadores; todos en la prisión son cristianos.-
Escuchad ahora lo que dice la ley:
Este es el texto de la ley, y como sería posible que os pareciese demasiado blanda o excesivamente severa, según el modo de apreciar sus motivos, no estarán demás algunas explicaciones. En cualquiera acción de las penadas por los artículos del Código que acabáis de ver, hay un pecado y un delito. La ley castiga el delito, dejando, como debe, a Dios el castigo del pecado.
La ley prescinde del pecado, pero no puede ni debe prescindir del delito, porque para la ley, la religión, además de ser una cosa santa que merece respeto, es la base de toda moralidad, un elemento de orden, una necesidad social. El que de cualquier modo profana públicamente las cosas santas, ataca a la sociedad en sus intereses más elevados, y la sociedad se defiende imponiendo una pena al agresor que aflige a las almas piadosas, y lleva tal vez con sus acciones y sus palabras la turbación a las conciencias y la vacilación y la duda donde estaba firme la fe. La religión es la base y el apoyo de la moral; el que la ataca pretende romper el más poderoso obstáculo al desbordamiento de las pasiones y de los malos instintos. La ley no puede castigar el mal sino cuando es ya delito o falta; la religión le castiga cuando es todavía deseo, le contiene apenas se bosqueja en el alma, sofoca el embrión para que nunca llegue a ser cuerpo, sustituyendo el temor de Dios al miedo de la justicia humana.
¿Qué sería la sociedad si no hubiera en ella más elemento de orden que los calabozos, las cadenas y el verdugo? La conciencia, inspirada y apoyada por la religión, es el gran freno que contiene en los límites del deber. El que tiene tentación de hacer una cosa mala, dice: -No lo haré, porque está mal, porque es algo indigno que me rebaja, porque me avergonzaré de haberla hecho, porque se turbará mi conciencia, perderé la paz del alma, no podré dormir con la tranquilidad que duerme el que no ha hecho daño a nadie, ni estaré en gracia de Dios. -La idea de la cárcel está muy lejos del pensamiento de la generalidad de las personas; no la necesitan para mantenerse en el cumplimiento del deber, y desdichado del que no tenga otro freno, porque muy cerca está de romperlos todos. Así como la mayor parte de los hombres no necesitan medicinas porque no están enfermos, tampoco han menester el temor de las leyes penales porque su conciencia les basta. La salud es la regla, que para el cuerpo consiste en no tener ningún padecimiento, y para el alma en no apartarse del deber: en general los hombres no necesitan que se les lleve al hospital ni a la cárcel; pero si el miedo de ésta no es innecesario para el mayor número, consiste en que tienen un sentimiento más elevado que les sirve de freno. Ése es el deber inspirado por la conciencia, es la conciencia inspirada y sostenida por la religión. Conmoved la religión, y la moral se conmueve, la sociedad teme con razón, porque no tiene contra las malas pasiones y los malos instintos más que las armas materiales, y sabe su insuficiencia.
Supongamos que poseéis una viña y el lindero es codicioso y tentado a coger una parte de vuestro fruto. El temor de la ley no le contiene, porque no estando separada su posesión de la vuestra más que por un surco, puede entrar en ella y robaros impunemente; pero le detiene el amor de Dios, la idea de cometer un pecado de que no se le absolverá si no restituye. ¿Para qué ha de robar? No os roba.
Pero un día llega un hombre, y no le dice que os robe, pero le dice que no hay Dios, o que la religión es un cuento y sus preceptos patrañas, y trata de persuadirle de ello y le persuade; entonces ya no tiene ninguna razón para respetar vuestras uvas y las roba. ¿No os parece que hay una especie de complicidad en este hombre que vino a separar el obstáculo que impondría que vuestro lindero os robase? Vosotros no os metéis en que él crea o no crea; ¿mas para qué va a destruir la creencia del que no os hizo daño mientras la tuvo, y os perjudica desde que la perdió? ¿No os parece que un hombre que va así, quitando obstáculos al mal, hace mucho daño y que la ley está en el deber y en el derecho de contenerlo? Pues eso es precisamente lo que hace al castigar los delitos contra la religión, que pueden mirarse como instigaciones indirectas a hacer el daño que por temor de Dios deja de hacerse; y este daño es muy grande, es inmenso, porque se cometen muchos pecados antes de cometer un delito, y evita los grandes crímenes el que evita las culpas pequeñas que infaliblemente los preceden.
Ahí tenéis la razón y el derecho de castigar los delitos contra la religión: tal vez entre vosotros haya alguno, tal vez haya muchos que han oído poner en duda este derecho o que han oído negarlo. No creáis a los que tales cosas dicen o escriben. Tal vez han contribuido a llevaros a donde estáis; que al menos no contribuyan a que volváis de nuevo. Os quieren mal y os engañan los que os aconsejan que no respetéis las creencias religiosas; os quieren mal y os engañan los que dicen a vuestras pasiones: -ya tenéis un freno menos. -A cualquiera que os predique sin una doctrina que os permita satisfacerlas sin reglas, que os diga que es buena una acción en que está vuestra utilidad y el perjuicio de otro, y que escarnezca la religión que esto condena, decidle que os quiere mal, que os engaña, que os extravía, que miente!
Hermanos míos: Hoy abrimos el Código por el título que dice: -Delitos contra la seguridad exterior del Estado. ¡Pena grande que semejantes delitos sean posibles, y que los pueblos en vez de considerarse como hermanos se miren como enemigos! Las guerras de nación a nación deben ser cada vez más difíciles; yo espero que llegará un día en que sean imposibles, pero ese día venturoso está muy lejos aún; entre tanto, los pueblos están armados unos contra otros, se miran con temor y desconfianza, viven con precauciones como quien tiene el enemigo al frente, y en las naciones cristianas y civilizadas, y en medio de la paz, la flor de la juventud se ocupa en aprender por principios los medios de hacer daño con todo género de armas, y hay un consejero de la Corona que se llama Ministro de la Guerra. Es decir, que la guerra se considera como un elemento social, y el estar preparado para ella como una necesidad, lo mismo que gobernar los pueblos, cuidar de su hacienda o administrar justicia. Es un grave mal, hermanos míos, pero heredado de los siglos y que sólo los siglos curarán. El nuestro entrevé la paz y la desea, pero no es capaz de realizarla, y mientras todas las naciones estén preparadas para la guerra, España tiene que estarlo también, y vigilar sus fronteras, y poner centinelas en sus plazas fuertes, y cañones en sus navíos, y artículos terribles en sus leyes penales.
La ley, por desgracia, no puede transformar las sociedades que rige; tiene que tomar los hombres y las cosas como son. Imaginaos dos ciudades o dos aldeas vecinas. Algunos hombres perversos de la una entran en la otra, y roban, hieren y matan: luego, para estar más seguros, cercan la suya con una muralla. ¿No tendrán los acometidos necesidad de armarse y levantar otra muralla a su vez para ponerse a cubierto de nuevos ataques? Y si el enemigo, astuto intenta introducirse protegido por alguno de los de dentro, ¿no se verá en la necesidad de castigar al vecino que vende a su pueblo y le entrega traidoramente a los enemigos? ¿Y el castigo no tendrá que ser severo y proporcionado a la gravedad del delito y a los inmensos daños que va a causar? ¿Y de cuántos daños no es causador el que entrega a un pueblo en manos de sus enemigos, o los incita a mover guerra, o les facilita los medios de hacerla con ventaja? Ya comprendéis que es una clase de crimen que necesita un castigo ejemplar.
Las naciones están como los dos pueblos que os puse como ejemplo. España necesita oponer murallas a murallas, soldados a soldados, cañones a cañones, y a los traidores que intentaren entregarla, leyes severas, duras, pero no más terribles que las que en otras naciones completan el sistema de defensa, son como un arma de guerra, y llevan el sello terrible de una necesidad dolorosa que no da lugar a la blandura. Ahora escuchad las penas que la ley impone a los delitos de traición.
Las penas, como veis, son duras, pero los delitos son graves, el daño que pueden causar inmenso, y llevan un nombre odioso, traición. Y traición ¿a quién? El que se concierta con los enemigos de España, ¿a quién es traidor? Al suelo que le vio nacer, donde están los sepulcros de sus padres, la cuna de sus hijos, el hogar de su esposa, la casa de su hermano, el bien de sus amigos, la esperanza de todos; la tierra donde jugó cuando niño, donde fue querido cuando hombre, donde nadie desconfía de él; la que regó su madre con llanto cuando estaba enfermo; la que regaron con sangre sus ascendientes defendiéndola con honra: ¡la tierra de la patria, sagrada y bendita para sus buenos hijos! Y el traidor llama contra ella a sus enemigos, y les dice cómo han de hacer daño sin recibirle, y les da ventajas, y les incita a moverle guerra. ¡Guerra! hermanos míos, nombre horrible que compendia todas las maldades y todas las desdichas; no seáis nunca sus instigadores ni sus instrumentos, no, porque la guerra es el hambre, la peste, el robo, el asesinato, el sacrilegio, el olvido de todos los deberes, la violación de todos los derechos, la destrucción erigida en arte, el imperio de la fuerza, el verdugo o la ley, el escarnio del dolor; una cosa ciega como la materia, feroz como un tigre, todos los malos instintos tomando consejo de la ira, las pasiones sin freno, la desolación sin límites, la perversidad sin castigo y el crimen sin remordimiento! Esa es la guerra. ¿Y habrá mano sacrílega que clave ese puñal envenenado en el seno de la patria? No creo que entre vosotros haya ninguno. Aunque no hayáis tenido fuerza para resistir a la mala tentación; aunque seáis culpables, todavía el santo amor de la patria halla eco en vuestro corazón, todavía si os llama respondéis como hijos que, aun extraviados, no se han olvidado de su buena madre. Cuando alguna vez os he dicho: toma un arma y allí están mis enemigos los confinados, con pocas excepciones, han peleado bien y lealmente; que más fácil es hallar entre vosotros soldados que traidores.
Custodiad en vuestro corazón el santo amor de la patria; todo noble sentimiento es un apoyo, que puede contribuir a que os levantéis; es como una luz que os guiará para salir del laberinto de vuestras culpas y de vuestros dolores. Las virtudes son hermanas que se abrazan estrechamente; cuando una cae, todas vacilan; cuando una se levanta, todas cobran ánimo. Que levante el vuestro el amor a la patria, y puesto que muchos sois capaces de defenderla, que muchos también estén dispuestos a honrarla, volviendo a la senda del deber: para contarse entre sus buenos hijos no basta ser valeroso en el combate, es preciso ser hombre justo: que el valor sin virtud es ferocidad, y no habéis de querer honrar a España como honran las fieras sus cavernas. Vosotros podéis contribuir a su esplendor volviendo a la virtud por el arrepentimiento; vosotros podéis contribuir a darle un lustre que no le darían las victorias de sus héroes, porque, para Dios y para la posteridad, el pueblo más grande no es el que acumula más medios de destrucción, el que lanza más soldados a la frontera y más cañones al mar, sino el que con verdad pueda decir: -YO TENGO MÁS HIJOS VIRTUOSOS Y MENOS DELINCUENTES.-
Hermanos míos: Hoy abrimos el Código por el capítulo que dice: -Delitos de lesa Majestad; es decir, delitos contra la reina, el rey o su real familia. Si os parecieren muy severas las penas que a estos delitos se imponen, debéis recordar lo que os dije en una carta anterior, tratando de la pena en que incurre el que alberga, oculta o proporciona la fuga al regicida. Decía con aquel motivo, y os repito ahora, que resultando de la muerte violenta del rey trastornos y otras muchas muertes y desgracias, la sociedad no mira al regicida como un homicida cualquiera, y procura precaver el daño que intenta hacerle amenazándole con una pena muy grave. Como no sólo es necesario que el jefe del Estado exista, sino que en bien de la sociedad conviene que sea respetable y respetado, todo el que de cualquier modo menoscaba su prestigio hace un gran daño. Por motivos análogos es igualmente necesaria la vida y el decoro del sucesor de la corona, y aunque en menor grado, el de la familia del rey, que, como los particulares, padece en los suyos, es agraviado en ellos, y quien los ataca le ataca indirectamente. Ahora ved el texto de la ley.
Después de los delitos de lesa Majestad, es decir, de los que atacan al rey, al sucesor de la corona, a la real familia, vienen los delitos de rebelión, en que incurren los que de cualquier modo atacan las instituciones y el orden establecido. Las penas que a estos delitos se imponen son graves, como vais a ver, y aquí conviene recordar lo que os dije hablando de la severidad con que se castigan los delitos de traición. Éste es también caso de guerra, hermanos míos, y los artículos del Código forman parte de la armadura con que la sociedad se cubre. Se cree amenazada, siente en su seno elementos perturbadores, ve enemigos prontos a asaltar la paz que tanto necesita, y se lanza a la brecha para rechazarlos, y proporciona la severidad de la ley a la gravedad del peligro.
Las guerras y las revoluciones, que asolan los campos y cubren de luto a las familias, dejan también su funesto vestigio en las leyes. El legislador que ve aún la sangre caliente, que acaba de oír el estampido del cañón, que mira todavía rostros ennegrecidos por la pólvora, que recuerda tantos peligros y teme tantos otros, no puede tener la blandura del que dicta leyes en medio de un pueblo en que reinan la paz y la concordia. Ojalá, hermanos míos, que no vuelvan a verse entre nosotros combates fratricidas, que sus propios hijos no desgarren el seno de la madre patria, y que la cordura de todos haga caer en desuso los artículos del Código que voy a copiaros.
Art. 168. Los que induciendo y determinando a los rebeldes hubieren promovido o sostuvieren la rebelión, y los caudillos principales de ésta, sufrirán la pena de muerte. |
Art. 170. Los meros ejecutores de la rebelión serán castigados con la pena de cadena temporal a la de muerte. |
Art. 173. La conspiración para el delito de rebelión será castigada con la pena de prisión mayor. La proposición se castigará con la prisión correccional. |
Art. 176. Lo dispuesto en el art. 171 es aplicable al caso de sedición, cuando ésta no hubiere llegado a organizarse con jefes conocidos. |
Art. 178. Los meros ejecutores de sedición, serán castigados con la pena de confinamiento menor. |
Art. 188. Los que aceptaren empleos de los rebeldes o sediciosos serán castigados con la pena de inhabilitación absoluta temporal para cargos públicos. |
He querido daros a conocer las disposiciones todas del capítulo II, porque si entre vosotros ne hay ninguno que esté sufriendo la pena del delito de rebelión o sedición, al salir del presidio podrá haber muchos a quienes se intente seducir con este objeto, y en la misma prisión no falten quizás algunos que, burlando la vigilancia de los jefes, lean papeles cuyas máximas son mala semilla para el alma del prisionero, que, por el estado en que vive, se halla dispuesto a condenar a la sociedad que le ha condenado, a soñar bienes futuros que le indemnicen de los males presentes, y a realizarlos por medios violentos que a su parecer ahorran trabajo y satisfacen las pasiones comprimidas. Si miramos el campo, el mar o el cielo por un cristal negro o rojizo, los veremos de un color lúgubre o siniestro parecido al reflejo de las llamas. Entre los ojos de vuestra alma y la sociedad, está vuestra vida agitada, y recuerdos pasados, y dolores presentes y cólera sofocada; alguna cosa como un cristal rojo que da a los objetos color de fuego o de sangre; alguna cosa como un conducto que altera lo que por él corre; alguna cosa como una tela metálica y candente que eleva la temperatura de todo lo que por ella pasa. Así dais a veces a los escritos un sentido que no tienen; así lo que al salir de la cabeza del escritor no era más que imprudente, al llegar a la vuestra es ya culpable; así el error que en el mundo puede caer como una chispa en el mar, en la prisión es una tea en un almacén de pólvora.
Todos tenemos disposición a buscar en los escritos más bien lo que nos halaga que lo que nos instruye; todos nos inclinamos a mirar en nuestros males más bien la obra de los demás que la nuestra propia; todos prestamos fácilmente oído a quien acusa al que nos ha condenado. Esta natural propensión del hombre es más fuerte en el prisionero, que, en su tristeza y tal vez en su desesperación, quiere un consuelo y una esperanza, mas que tenga que pedírsela al error o a 1a locura, y busca los escritos que halagan sus pasiones encadenadas por la fuerza, y lee en ellos lo que no hay, y estudia lo que no debía haber, y mira como oráculos promesas de una felicidad imposible, y tiene como artículos de fe los errores que favorecen sus inclinaciones, y halla en las faltas de la sociedad, verdaderas o supuestas, una razón para sus crímenes. El libro ha dicho que la propiedad no está bien repartida; yo tengo derecho a robar. El papel dice que hay una ley injusta; yo tengo derecho a pisarlas todas. Esta manera de discurrir no es muy razonable, pero a veces no se emplea otra.
Y no es que os acuse, hermanos míos; nunca me dais más lástima que cuando estáis leyendo un mal papel o un mal libro: la acusación grave, la acusación terrible, no es para vosotros, es para el que le escribió. Indigno el hombre que no piensa al escribir en el daño que puede hacer lo que escribe; miserable y vil el que imprime errores por el solo motivo de que se venden mejor que las verdades; hediondo y criminal el que repasa en su degradado corazón los perversos instintos y se congratula de que sean muchos considerándolos como otros tantos consumidores de su asquerosa mercancía; reo de lesa humanidad el que convierte en tea incendiaria la antorcha de la inteligencia que para alumbrar había recibido de Dios.
A veces, burlando la vigilancia, de día en el ángulo de un patio, de noche en el rincón de, una cuadra y a la luz incierta, un grupo de confinados, con la cadena a la cintura, con la mano pronta a sacar la navaja, con la mirada torba, con la blasfemia en la boca y la crueldad en el corazón y el oprobio en la frente, lee, saborea, comenta un mal libro, y deja escapar el grito de la amenaza, o ver la risa obscena de la excitada lujuria. El cuadro repugna, pero hay un hombre ante el cual aquellos hombres casi parecen figuras nobles y dignas, un hombre mil veces más culpable y degradado que ellos, y ese hombre es el autor del libro. Para él, la infamia que la ley no grava en ninguna pena y el escarnio y la marca; para él, oprobio eterno, como es irreparable el mal que hace; para él, la última degradación, que es la simpatía de los malvados.
Os lo vuelvo a repetir, hermanos míos; no os acuso; me inspiráis una profunda lástima cuando leéis un libro malo, y me hago cargo que en la dolorosa monotonía de la vida del preso, un entretenimiento cualquiera, un papel o un libro que interesa o conmueve, es una fuerte tentación. Procurad resistir a ella, yo os lo ruego; de todas las infracciones de la disciplina, ninguna os es más fatal que la introducción de papeles y libros prohibidos. El aguardiente que furtivamente bebéis os es menos nocivo, porque la embriaguez del cuerpo no es tan terrible como la del alma. Mientras el mal no sea en vosotros más que un impulso, todavía podéis combatirle y vencerle; pero el día en que, extraviados por libros insensatos, queráis darle apariencias de razón, y forméis un sistema con vuestras malas inclinaciones y vuestras malas lecturas, aquel día decid adiós a la esperanza, porque estáis perdidos para siempre.
Al tratar de los delitos de rebelión y sedición le debido recordaros ciertas lecturas que extrañan vuestras ideas, encienden vuestras pasiones os predisponen para ser instrumentos ambiciosos o fanáticos, que después de haberos embriagado con esperanzas insensatas, os lanzan a la calle convertidos en rebeldes o sediciosos. Los que estéis en la prisión por este delito ya sabéis adónde conduce; los que al salir os veáis provocados a cometerle, si cedéis a la provocación, no esperéis mejor fortuna.
Aquellos de entre vosotros que por la exaltación de sus ideas pueden más fácilmente servir de instrumento a la rebelión, meditad las disposiciones del Código, y ved que, a pesar de su severidad, absuelve a los meros ejecutores que se retiren sin hacer armas antes o inmediatamente después de las intimaciones de la ley. Os llamo sobre esto la atención, porque en este caso, como en otros, es táctica de los que incitan al mal el decir desde el primer paso a los que quieren perder que están perdidos, a fin de que cuando la razón y la conciencia van a detenerlos, la desesperación los empuje. Si alguna vez os lanzáis a resistir o acometer a la fuerza pública como sediciosos o rebeldes, tened presente que aunque recorráis armados y en tumulto los campos o las calles, mientras no hayáis hecho daño a nadie no estáis perdidos, siempre que os retiréis al recibir la intimación de la ley.
También será bien que os forméis idea clara de la diferencia que hay entre rebelión y sedición, porque los que pretenden alucinaros, se cuidan poco de daros explicaciones que os ilustren, y con tal que estéis en vuestro puesto a la hora señalada, poco les importa que sepáis lo que vais a hacer, ni el riesgo que corréis. Como son mucho más graves las penas contra el delito de rebelión que contra el de sedición, importa que distingáis el sedicioso del rebelde.
El rebelde ataca al jefe del Estado, al poder supremo o a sus ministros, para arrancarles por fuerza todas o parte de las prerrogativas y facultades que les da la Constitución, varía el orden legítimo de la sucesión a la corona; sustrae una parte del reino o de la fuerza armada a la obediencia del gobierno, o impide que se celebren las Cortes, o las disuelve o las arranca alguna resolución.
El sedicioso impide que se promulguen las leyes; que se hagan elecciones populares en alguna junta electoral; que la Autoridad ejerza libremente sus funciones, o que se dé cumplimiento a sus providencias, o perjudica a la Autoridad, a sus agentes, a alguna clase de ciudadanos o a las pertenencias del Estado o de alguna corporación pública.
El rebelde ataca al Estado en sus fundamentos, el sedicioso en sus disposiciones o en sus agentes: el rebelde intenta un cambio radical, el sedicioso sólo busca una modificación: el rebelde tiene un plan vasto, el sedicioso cede a la cólera o a cualquier impulso del momento: el rebelde amenaza con un trastorno general, el sedicioso limita su acción a un breve espacio: el rebelde intenta una revolución, el sedicioso una revuelta.
Grande es la diferencia que hay entre la gravedad de uno y otro delito, que confunden los delincuentes, creyendo que, una vez alzados, el objeto y el grito que se dé importa poco, y no obstante, según sean ese objeto y ese grito, la pena que para el rebelde, mero ejecutor, es de cadena temporal a la de muerte, para el sedicioso que se halle en el mismo caso es sólo de confinamiento menor. Si alguna vez quieren seduciros para un alzamiento, mirad bien lo que intentan los que os solicitan; sabed bien el grito que dan; pensad que aun al mero ejecutor de rebelión puede imponérsele la última pena; no os alcéis como rebeldes, no juguéis vuestra vida al más azaroso de los juegos.
Ya habéis visto que la ley es más severa con los promovedores de la rebelión que con los meros ejecutores; pero a pesar de esta severidad, los promovedores suelen quedar impunes. Engañan la ignorancia, explotan la pobreza, tientan la codicia, exasperan la cólera, y acumulando agravios, y prometiendo imposibles, y uniendo la esperanza a la ira, lanzan a las calles o al campo los instrumentos de su fanatismo o de su ambición. Para ellos el hierro, el plomo y las fatigas; para ellos todos los azares y todos los peligros; que en esta clase de combates, los brazos caen, las cabezas huyen o se ocultan, y aun suelen tomar precauciones para no tener necesidad de ocultarse ni de huir.
Si hay entre vosotros, como es probable, algún confinado por delito de rebelión o sedición, recordad la diferencia que hubo entre las palabras y las acciones de vuestros instigadores; cómo antes del alzamiento os embriagaron con esperanzas, cómo os abandonaron en el peligro, y la distancia de los sueños con que os halagaban a la realidad que hoy tocáis. El seductor en esta línea desdeña al seducido, porque ¿cómo, si no le desdeñase, había de atreverse a darle como razones absurdos tan groseros, a ofrecerlo como fácil lo que está lleno de peligros, a hacerle creer lo que es imposible que vea, y presentarle para que le acepte el más oneroso de los contratos?
Los que habéis sido soldados de la rebelión ya lo sabéis; los que tenéis disposición a alistaros en sus banderas, aprendedlo: vencidos, se os inmolará; vencedores, seréis olvidados.
Pero es bien difícil que alcancéis la victoria y el olvido en cambio de vuestras fatigas y de vuestros peligros, porque es bien difícil que triunféis. De cada cien rebeliones no triunfa una, y sólo esta cuenta, que es exacta, si la tuvierais presente, os apartaría de un juego en que hay tanta probabilidad de perder la vida. Una historia de las rebeliones sería un gran remedio contra ellas, porque después de leída, apenas se concibe que hubiese hombre que quisiera emprender un camino donde tantos se han perdido, Mas para los que tienen propensión a rebelarse, aun más útil que la historia de las rebeliones. en general, sería la historia de las rebeliones triunfantes. Por la primera verían que de ciento no triunfa una; por la segunda habrían de convencerse de que ni una sola de las que triunfan llena el objeto que al rebelarse se habían propuesto los rebeldes: es la rebelión una especie de espectáculo que nunca se ejecuta conforme al programa. La razón es clara. El programa de la rebelión, cuando no le escribe la mala fe para alucinar a los incautos, le escribe el fanatismo, que es insensato; y las pasiones todas, que son ciegas, le acentúan y lo dan la última mano. Disminuir los impuestos, aumentar las garantías, igualar a todos los hombres, nivelar las fortunas repartiendo mejor la riqueza particular, fomentar la pública y otras cosas semejantes, os han dicho a los que estáis en la prisión por haberos rebelado, os dirán a los que tengáis propensión a ser rebeldes, añadiendo la Libertad, santa y profanada palabra que, a fuerza de repetirla todos en tumulto, parece que ha venido a no comprenderla nadie.
Yo quisiera, hermanos míos, daros una idea clara de lo que son en el estado actual de las cosas las mejoras políticas, de lo que son las rebeliones, y veríais que recurrir a ellas es como intentar componer una máquina que se ha descompuesto, o perfeccionar una que funciona mal, tirándole tiros. Los que os digan que en la España de ahora hay tiranos y tiranía, se equivocan o quieren engañaros; lo que hay en España son errores, ignorancia e inmoralidad, cosas que no se remedian haciendo descargas.
Escuchad; para una reforma política, como para una mejora cualquiera, se necesitan tres cosas: poder, querer y saber hacerla. Es menester que la reforma sea posible, que pueda hacerse; es menester que la opinión la tenga por buena y hacedera, la sancione, quiera hacerla; es menester que haya bastantes conocimientos en la nación para realizarla, que sepa llevarla a cabo.
Figuraos que hay un pueblo muy escaso de agua, en que es necesario ir a buscarla a grandes distancias, y se pretende traer un manantial que nace lejos. Lo primero que hay que hacer es ver si el manantial existe, y dada su existencia, si por la posición que ocupa y la naturaleza de los terrenos que tiene que atravesar es posible traerlo al pueblo. Lo segundo, ver si los gastos que ocasione la obra son un sacrificio superior a las ventajas que van a obtenerse, y dado que convenga, convencer de ello a los vecinos, por no si aunque la cosa sea buena, ellos la tienen por mala, no habrá quien los lleve a poner en ella su trabajo y su dinero. Por último, es preciso que haya quien sepa hacerla, porque toda la buena voluntad y todos los medios serán inútiles si no hay quien sepa emplearlos con inteligencia. Pues ahora figuraos que, en vez de asegurarse de la posibilidad de la obra y de su utilidad, y de tratar de persuadir a los otros, unos cuantos vecinos impacientes empiezan a pedradas y a palos en el concejo: ¿vendrá por eso más pronto el agua? Que queden vencedores, que sean vencidos, las dificultades para traerla serán las mismas que antes del combate, más la discordia que habrá entre los que debían ayudarse, más la aversión que inspirará un proyecto que ha dado lugar a desastres, más la natural tendencia a resistir lo que se nos quiere imponer por fuerza. Pues lo mismo, absolutamente lo mismo que con la fuente de un pueblo, sucede con la reforma de una nación. Las que son posibles y están en la opinión, se hacen ellas, y muy pronto; las que no son hacederas o no se consideran tales y la opinión las rechaza, no se llevan a cabo con sublevarse y tirar tiros. Nada pueden las bayonetas ni la artillería contra la opinión, sea o no razonable; los que la ilustran, los que la encaminan al bien son reformadores; los que quieren violentarla por medio de la fuerza, no son mas que revoltosos.
Tenedlo muy presente, hermanos míos, cuando os soliciten para alzaros en favor de ciertas reformas. Si ellas están en la opinión, se harán sin que os alcéis; si no lo están, serán imposibles lo mismo después que antes de haberos alzado. Más de una vez se ha visto la rebelión triunfante quedarse parada y atónita al ver que no podía hacer nada después de haber vencido los únicos obstáculos que a su parecer se le oponían, y deplorar en la impotencia de su triunfo los sacrificios hechos y la sangre vertida.
Prescindiendo de otros países y de otras épocas, en la España de ahora no hay tiranos; las quejas tienen medios legales de hacerse oír, y las opiniones de manifestarse. La tiranía de los hombres, la única que puede combatirse con la, fuerza, no existe; la tiranía de las cosas, que es la que nos oprime, la que viene del error, de la ignorancia y de la inmoralidad, no se vence con el hierro y la metralla. Vosotros los que leéis furtivamente papeles o libros que os inspiran la idea de mejorar de suerte sin mejorar de conducta, de imponer al orden de cosas existente la responsabilidad de vuestras faltas, y de hacer triunfar una justicia imaginaria hollando el derecho positivo, creedme, os engañáis, os engañan. Yo os exhorto a la paz con la cal de la razón, no con la de la indiferencia; yo llevo en mi corazón las desdichas del pobre en su miseria, las del preso en su cárcel, y me duelen de tal modo, que aunque la guerra es horrible, le pediría el remedio de tantos males, le diría: venga la tempestad de tus estragos y de tus iniquidades para que reine luego la calma de la justicia; y si no se lo digo, y si os conjuro a la paz, es porque sé que detrás de cada combate hay una nueva desventura.
¿Queréis hacer una guerra implacable a la tiranía? ¿Queréis minar por su base el pedestal donde se asienta? Procurad ilustraros, procurad comprender bien vuestros deberes, procurad ponerlos en práctica. La ilustración y la virtud, éstas son las armas de que no puede defenderse la tiranía. Cada idea sana, cada buena acción, le declara una guerra a muerte. El pueblo que es ilustrado y virtuoso no necesita rebelarse para que en él sean imposibles los tiranos.
Hermanos míos: Vamos a abrir hoy el Código por el capítulo que dice: De la falsificación de la moneda. La falsificación de la moneda es un robo de los de peor especie, y en ningún delito se ve con mayor claridad el doble ataque a la sociedad y al individuo que hay en todos. El monedero falso ataca a la sociedad introduciendo la desconfianza para las transacciones mercantiles, para todos los negocios en que hay necesidad de dar o recibir moneda, y ataca al individuo despojándole traidoramente del valor de la moneda falsificada. Voy primeramente a copiaros el texto de la ley; después procuraré haceros comprender las razones que ha tenido para ser tan sesera.
Art. 221. El que falsificare, introdujere o expendiere en el reino moneda falsa de especie que no tenga en él curso legal, será castigado con las penas de presidio menor y multa de 200 a 2.000 duros. |
Notaréis que al que introduce o expende moneda falsa se le impone la misma pena que al que la fabrica, es decir, que se le considera como autor del delito, y nada más justo, porque sin su cooperación el delito no podría consumarse: ya comprendéis que no habría ningún daño ni para la sociedad ni para los individuos en que se fabricase moneda falsa, siempre que quedase guardada, y por consiguiente el que la introduce o expende es tan culpable como el que la fabrica.
Las cosas que hemos visto siempre y que nos hacen bien, suelen pasar sin que las notemos. Así el aire que nos rodea y nos sirve para la respiración no es notado de nadie; solamente cuando falta se comprende lo bueno que es el aire que se respira. Lo propio sucede con la salud mientras se tiene; y vosotros, desdichados hermanos míos, comprenderéis bien esto, acordándoos de vuestra libertad en que no reparabais cuando la teníais, tan preciada y tan dulce ahora que la habéis perdido.
El comercio es una de esas cosas cuyos beneficios no notamos porque las hemos visto siempre. Estamos acostumbrados cada uno, según sus medios, a ir a la tienda, al almacén, a la plaza, al mercado y a la feria, con la seguridad de hallar allí lo que necesitamos. Por unos cuantos cuartos está cada cual tan seguro de lograr el azúcar que viene de América y el té de los confines del Asia, como la patata que crece en su huerto. Esto nada tiene de particular, nadie lo nota; ¿qué cosa más regular que cada cual compre por su dinero lo que necesita? Pero desde el momento en que se desconfíe del valor de ese dinero, desde el momento en que en Asia, y en América, y en Inglaterra y en Francia se diga que la moneda de España es falsa, ningún país querrá vendernos los productos de su suelo y de su industria y careceremos de las cosas más necesarias. Si os paráis a considerar, apenas hay cosa, por sencilla que sea, en que no entre por más o menos algún producto extranjero, o como primera materia, o como elaboración, o como instrumento de ella. Si el comercio se interrumpiera un solo día, no podéis imaginaros qué de perturbaciones y de perjuicios, que de privaciones de las cosas más necesarias y de cuántos miles de familias sin pan. El comercio cesaría desde el momento en que no tuviese confianza de que la moneda tiene el valor que representa. Y no sólo el comercio exterior, el interior cesaría por las mismas razones, y el comerciante de lienzo no le vendería, ni el panadero pan, ni el carnicero carne, si no estaban seguros de ser pagados en buena moneda. El comandante a la hora del rancho se hallaría en la dolorosa necesidad de deciros: -Hoy no hay qué comer; el contratista se niega a aprontar el suministro porque la moneda en que se le paga no es de buena ley.
¿Qué hacer? ¿Han de convertirse todos en químicos, y pesar y ensayar cada moneda que dan o toman, para lo cual no tienen medios los que reciben pocas, y no les bastaría la vida a los que reciben muchas? El pobre a quien dan una peseta por un haz de leña a seis u ocho leguas de la villa donde hay un platero, ¿ha de hacer este viaje para que le diga si la moneda es de plata y le lleve una parte de su valor por averiguarlo? El comerciante que cobra en un día 20.000 duros ¿irá ensayándolos uno a uno para ver si son buenos? Sería imposible la vida social si hubiera que recurrir a tales medios.
Como los pueblos civilizados no pueden vivir sin comercio, ni el comercio sin confianza en la moneda que recibe, es preciso que el Gobierno, que es el depositario de esa confianza, corresponda a ella vigilando con el mayor esmero, como lo hace, para que la moneda que sale de sus fábricas tenga todo el valor que representa, para que ningún otro la fabrique, y para que al falsificador se le imponga una pena severa.
Pero estas razones, con ser fuertes, no son la las únicas de la severidad de la ley. El monedero falso obra con profunda premeditación, con frío cálculo; no hay en su delito arrebato ni impulso del momento; combina mucho tiempo lo que ha de hacer antes de poner por obra su mal propósito. Tampoco la ruda ignorancia ni la miseria pueden atenuar la culpabilidad de este delito; el monedero falso es ya un hombre educado, y los instrumentos que necesita y los medios que emplea, prueban que no es la extrema miseria que le lanza al delito. Para comer se roba un pan, unas patatas, algunos reales; la moneda falsa se fabrica para gozar sin trabajo, para comprar vicios caros.
Hay otra circunstancia que hace del monedero falso un ser de los más culpables; es un ladrón que, no sabe a quién roba, y ya compren cuanto agravan el delito del ladrón las circunstancias de la persona robada. El que ataca a un hombre y le quita el reloj y el dinero que lleva, baja y culpable acción comete. Pero decidme: ¿hay entre vosotros alguno que si encuentra a una mujer llorosa con una moneda en la mano, y al ir a robársela, ella le dice desolada: «No me la quites, por Dios, que no tengo otra y voy a la botica por un remedio que dicen que salvará a la hija de mi alma que se muere» ¿hay entre vosotros alguno capaz de hacer semejante robo? Yo creo que no, hermanos míos; yo creo que todos volveríais a poner la moneda en la mano de la pobre madre: que no hay en la prisión hombre tan sin entrañas que sea capaz de un despojo tan impío. Pues bien; el monedero falso puede ser ese hombre, porque no sabe a quién roba, y porque como los pobres tienen menos medios de asegurarse de la buena ley de las monedas, y como manejan pocas, las conocen menos y están más expuestos a ser engañados. El labriego rudo o confiado, el anciano que no ve, la mujer que no se fija, el niño que no repara, son los despojados probables del monedero falso. ¡Qué delito tan odioso, hermanos míos, es el que puede hacer semejantes víctimas!
Después de la falsificación
de la moneda, está en el Código la de billetes de banco, la de
documentos y la de valores del Estado. La ley dice así:
Art. 223. El que introdujere o expendiere falsos, títulos de
la Deuda pública al portador, billetes del Tesoro o de cualquier Banco
erigido con autorización del Gobierno, y el que los falsificare,
serán castigados con las penas de cadena temporal en su grado medio a la
de cadena perpetua y multa de 500 a 5.000 duros. Art. 294. El que falsificare papel sellado, inscripciones o
títulos de la Deuda pública, libranzas del Tesoro, billetes de
lotería o cualquier otro documento de crédito o de valores del
Estado será castigado con las penas de cadena temporal y multa de 500 a
5.000 duros. En la misma pena incurrirán los introductores y
expendedores. Art. 225. El que habiendo adquirido de buena fe los títulos
o efectos de que se trata en los dos artículos anteriores, los
expendiere después con conocimiento de su falsedad, será
castigado con la multa del tanto al triplo del valor del documento, no pudiendo
bajar nunca de 50 duros. Art. 226. Será castigado con las penas de cadena temporal y
multa de 100 a 1.000 duros, el eclesiástico o empleado público
que abusando de su oficio cometiese falsedad: 1.º Contrahaciendo o fingiendo letra, firma, o
rúbrica. 2.º Suponiendo en un acto la intervención de personas
que no la han tenido. 3.º Atribuyendo a las que han intervenido en él
declaraciones o manifestaciones diferentes de las que hubieran hecho. 4.º Faltando a la verdad en la narración de los
hechos. 5.º Alterando las fechas verdaderas. 6.º Haciendo en documento verdadero cualquiera
alteración o intercalación que varíe su sentido. 7.º Dando copia en forma fehaciente de un documento supuesto o
manifestando en ella cosa contraria o diferente de lo que contenga el verdadero
original. 8.º Ocultando en perjuicio del Estado o de un particular
cualquier documento oficial. Art. 227. El particular que cometiere en documento público u
oficial, o en letras de cambio u otra clase de documentos mercantiles, algunas
de las falsedades designadas en el artículo anterior, será
castigado con las penas de presidio mayor y multa de 100 a 1.000 duros.
He copiado los artículos referentes a billetes de banco, títulos del Estado y documentos. Probablemente no habrá entre vosotros ninguno por estos delitos, y si le hubiere, las personas que en ellos incurren, por su educación comprenden las disposiciones de la ley y sus motivos, sin necesidad de que se les explique. Los que manejan instrumentos de crédito saben los inmensos perjuicios que de falsificarlos resulta, y nadie mejor que un escribano comprende la trascendencia del delito que comete faltando a la fe en él depositada. Al daros conocimiento de las penas que a él y otros análogos se imponen, he querido sólo manifestaros con un ejemplo de los muchos que ofrece el Código, que la ley es igualmente severa para todos, y que no hay clase ni condición que, mereciéndole, se sustraiga a su castigo. Conviene insistir sobre esto, porque hay algunos que dicen, y aun creen, que la justicia sólo es severa con los pobres, citando como prueba que ellos pueblan las prisiones.
En primer lugar, como los pobres son más numerosos en el mundo, deben serlo también en la prisión. No permita Dios que yo los calumnio; no permita Dios que desconozca sus virtudes, que he admirado tantas veces, ni que deje de hallar en mi corazón excusa para sus faltas. Yo no creo que los ricos son mejores que ellos, no, y esto lo digo con toda la sinceridad de mi alma; pero creo que los ricos piensan más, calculan mejor, y por eso son menos veces criminales. El crimen es un mal cálculo; yo quisiera que os persuadieseis bien de esta verdad, que la vierais clara todos, porque entonces, el que no fuera bueno por amor de Dios ni del prójimo, lo sería por amor de sí mismo. El crimen es un mal compañero; como Judas, está siempre dispuesto a entregar al amigo por algunas monedas, y dándole en la frente un beso traidor.
Si supierais a fondo la historia de esas pocas personas que mereciendo la pena de la ley se sustraen a ella, aun no tomando en cuenta para nada la justicia eterna que nadie burla; si supierais que de cavilaciones; qué de trabajo, qué de esfuerzos para sustraerse a la justicia humana, veríais cuánta es la desdicha del criminal al parecer afortunado; veríais que no hay ninguna clase de la sociedad en que el crimen cumpla lo que promete ni valga lo que cuesta, y que en todas el trabajo que se emplea para sustraerse a la ley daría resultados más ventajosos empleándolo sin salir del camino del deber y de la justicia. Todos los que emprenden la mala senda, es por creerla más fácil; creencia errada, y de cuya mentira se convencen cuando es ya tarde. ¡Qué de esfuerzos para cada real que se obtiene luchando con las leyes! ¡Oh! hermanos míos, buscad un amo más generoso; convenceos de que el crimen paga muy mal a sus operarios.
Hermanos míos. Hoy debemos tratar del falso testimonio y de la acusación y denuncia calumniosas. Si falsificar la moneda es un delito grave, ¡cuánto mayor no lo será falsificar la verdad, y en vez de robarle a uno su dinero, privarle de la libertad, de la honra y acaso de la vida!
El falso testimonio es desgraciadamente un delito bastante común, y tal vez hay entre vosotros alguna víctima de tamaña maldad. Si así fuere, él mejor que yo podría daros de ella una idea aproximada; él podría deciros lo horrible que es estar inocente y verse condenado, estar libre y verse cautivo, tener honra y verse deshonrado. Él podría deciros que, cual una tea incendiaria cae en un depósito de pólvora, cayó la injusticia en su alma, produciendo la explosión de sus pasiones todas; cómo la cólera. el odio, el deseo de venganza, todos los malos instintos se levantaron y pretendieron ser dueños y señores de sus acciones y de sus pensamientos, y quiso e intentó volver mal por mal e injusticia por injusticia, y tuvo horas, días tal vez, de hallarse convertido en una fuerza ciega, en una especie de máquina de aborrecer que detestaba todo lo que existía, queriendo hacer daño, mucho daño, aunque recayese sobre los que ninguno le habían causado. Él podría deciros los terribles impulsos que sintió de maldecir a Dios y a los hombres, y cuán difícil es resignarse con un castigo que no se merece.
El daño que hace el testigo falso al que por su testimonio se condena es infinitamente mayor de lo que a primera vista parece. El verse por su causa privado de los bienes, de la libertad, de la honra y acaso de la vida, con ser mucho, no es todo. La injusticia hace en el alma mayores estragos que la condena en la existencia material; aflige, desespera, tal vez deprava. La mayor culpa de un falso testigo no es que hace a un hombre desgraciado; es que le predispone fuertemente para ser malo; es que, al privarle de la libertad de su cuerpo, compromete la de su alma; es que al hacer la resignación necesaria, la hace muy dificultosa: el falso testigo es una especie de envenenador del corazón que debe tener el suyo bien empedernido, si causa a sabiendas todo el mal que hace.
¡Qué de circunstancias para hacer odioso al testigo falso! La mentira, la premeditación, el abuso de confianza, todas las vilezas, y la mayor de todas, oprimir al débil y venderse para el mal, porque es raro que el falso testimonio se dé gratis y se emplee contra los fuertes.
En el mundo donde se ven tantas escenas tristes, hay pocas más aflictivas que aquellas en que desempeña su infame papel el falso testigo.
Representaos una ley justa, un juez recto que quiere aplicarla en conciencia, y un acusado inocente, condenado tal vez por la opinión, que a la menor sospecha suele condenar en última instancia. Aparece el testigo falso, y con su boca blasfema llama al Dios de verdad por testigo y apoyo de su criminal mentira. Después de tamaño ultraje a la Divinidad, empieza el estudio e infame relato; cada palabra es un golpe traidor dirigido al reo y a su desolada familia. Con la verdad podía devolverle la libertad y la honra; quiere mentir y miente para perderle; quiere mentir por odio o por dinero; quiere ultrajar al Dios que invoca, a la ley que pisa, a la sociedad que en su palabra confía. El juez engañado condena, el reo sucumbe, su familia queda perdida, su pobre madre no halla consuelo, y el perjuro ríe, sofoca la voz de la conciencia embriagándose con el precio de su maldad, y lleva el cuello erguido. No le llevará mucho tiempo; no le llevará siempre. Si puede burlar la justicia de los hombres, le alcanzará la del Dios que invocó impío. ¡Desgraciada cabeza sobre la cual caen las lágrimas de un inocente! Algún día lo han de pesar como gotas de plomo ardiendo; más le valiera no haber tenido un solo pensamiento, y que no hubiera entrado por sus ojos ni un solo rayo de luz.
Si veis el falso testimonio tal como es, infame, odioso y altamente culpable, no os parecerán severas las disposiciones de la ley que voy a copiaros:
Art. 245. Las penas de los artículos precedentes son aplicables a los peritos que declaran falsamente en juicio. |
Art. 249. El que presentare a sabiendas testigos o documentos falsos en juicio, será castigado como reo de falso testimonio. |
Estas son las disposiciones de la ley. Con respecto al testimonio falso por el cual se condene o pueda condenarse a un inocente, todos comprendéis que es un grave delito, y no parecerá dura la pena que se le señala; más cuando el falso testimonio es en favor del reo, no falta quien piensa que es una acción o meritoria o indiferente, y que por tanto no debe ser castigada. La ley, como habéis visto, le impone una pena menor que al falso testimonio contra el reo, porque cree que puede tener un móvil menos criminal y hasta ser consecuencia de un impulso bueno, pero inconsiderado.
Ya hemos visto en las primeras cartas que las leyes son una necesidad. ¿Y creéis que sea posible aplicarlas con justicia si el juez no halla verdad en ninguna de las personas que interroga?
El juez no puede, como Dios, leer en los corazones, necesita leer en los autos la verdad o la mentira que resulta de los interrogatorios. El que atestigua falsamente en favor del reo, hace imposible la aplicación justa de la ley; favorece la impunidad, y el crimen por consiguiente; desalienta a los ejecutores de la ley persuadiéndolos de su impotencia para investigar los hechos, y hace contra justicia a la sociedad tanto daño, como favor ha querido hacer al reo.
Pero es raro que el falso testimonio que favoreciendo al reo perjudica a la sociedad en general, no sea también en perjuicio de algún individuo en particular. El criminal absuelto hace daño al que ofendió, por el temor que le inspira por los perjuicios que no le indemniza, por la. honra que no le devuelve, por la necesidad en que le pone tal vez de transigir con las maldades, de ser cómplice de ellas, ya que no hay posibilidad de enmendarlas y que el malo es fuerte. Además, cuando por un falso testimonio se absuelve al culpable, ¿no pueden recaer las sospechas sobre un inocente? ¿No puede ser perseguido un día u otro como criminal? Más de una vez se ha visto. El perjurio es siempre un pecado, el falso testimonio es siempre un delito, y el que crea no hacer mal favoreciendo a los malos, se engaña, y si bien lo reflexiona, echará de ver que, contribuyendo a ocultar la verdad, engañando al juez que confía en su palabra, se hace verdadero encubridor del que injustamente favorece.
Si hubiese entre vosotros alguno que haya declarado falsamente en juicio, grande y noble sería restablecer la verdad, y reconciliándose con Dios y con su conciencia, reparar hasta donde fuere posible el daño que ha causado. Si uno de los obstáculos que se le presentasen para realizar esta hermosa acción fuese una falsa vergüenza, una idea equivocada de honra que la hace consistir en usurparla en vez de merecerla, que vuelva por sí y mire el honor verdadero, que consiste: primero, en no hacer daño a nadie; después, en reparar hasta donde es posible el que se ha hecho. Lejos de aparecer humillado, ¡qué alto se pondría en la estimación de todos el que llegara a reparar con la verdad el daño que había hecho con la mentira, mereciendo el perdón del Dios que invocó y del hombre que ha ofendido! El arrepentimiento, siempre tan grande cuando viene en forma de reparación y de consuelo es mil veces bendito, y arranca lágrimas que parece que deben borrar en el culpable hasta la huella de su culpa. ¡Oh, hermanos míos! Si alguno de vosotros atestiguó falsamente, repare su yerro, antes que su mentira atestigüe contra él ante el tribunal de Dios que le condene para siempre.
Hermanos míos: Hoy abrimos el Código por el título que dice: De la vagancia y mendicidad. La vagancia, hija de la pereza y de la holgazanería, es madre del delito, y los maestros en él no reclutan discípulos ni buscan cómplices entro los hombres laboriosos, sino entre los desocupados. El trabajo es un gran preservativo para el alma, y dijo bien el que le llamó centinela de la virtud, porque, en efecto, está en guardia contra muchas tentaciones y desórdenes, cerrándoles el paso para que no penetren en la conciencia y la extravíen.
El trabajo pone a cubierto de la necesidad, esa mala consejera que llega al oído del holgazán pidiéndole lo que él no puede darle, y le empuja al crimen para que la satisfaga. El trabajo emplea las fuerzas impidiendo que se dirijan mal, las mete como en un cauce, en vez de dejarlas que se derramen haciendo daño cual un río que, en vez de regar, inunda y destruye. El trabajo, además de ser un preservativo, un recurso y una virtud, es una felicidad. La vida, cuando no se ocupa, pesa, abruma; el hombre es mala compañía para sí mismo, y puedo aseguraros con toda verdad que entre los hombres que trabajan he hallado los hombres contentos, y que no he conocido un solo ocioso que fuera feliz. Es para mover a compasión el ver cómo le pesa la vida al que no la ocupa, y cómo desea su muerte, deseando que transcurran las horas que le parecen tan largas. Se levanta, y desde que almuerza está deseando que llegue la hora de comer, no porque tenga hambre ni piense regalarse, sino por hacer algo y recibir alguna impresión. Come, y en seguida desea la hora de cenar. Es preciso haberlo sentido muy de cerca para comprender el malestar que produce el no hacer nada; el tedio, el fastidio, el aburrimiento mortal que tiene quien no sabe qué hacer de la vida, quien la lleva de un lado a otro como una carga superior a sus fuerzas y que no puede dejar en ninguna parte, quien se siente agobiado por la existencia y procura matarla matando el tiempo, especie de suicidio en que se perdona la vida del cuerpo y se aniquila la del alma.
Como el hombre ya os dijo que se hace a sí propio mala compañía; como para que la vida no lo abrume necesita sentirla fuera de él mismo, trasladarla, por decirlo así, a otras personas o a otras cosas, el ocioso busca una distracción que le es casi tan necesaria como el aire que respira. ¿Dónde la hallará? En la taberna, en el juego, en las malas mujeres y con los malos amigos. El ocioso necesita ocupación, y como no quiere la del trabajo, acepta la del vicio y la del crimen. El ocioso necesita sentir la vida, y pide impresiones al vino, a la baraja, a la mujer perdida, al amigo desleal; y el vino le embriaga, y la baraja le arruina, y la mujer le pone en el camino del hospital, y el amigo le ensena el de la cárcel. Él tiene fuerza, necesita ejercitarla, y ya que no la empleó útilmente, la empleará en hacer daño. En la vida nadie se para, y no hay más que dos caminos, uno hacia el bien y otro que conduce al mal, y es preciso marchar por uno de ellos. Además, el ocioso necesita vivir; y como no puede vivir de su trabajo, ha de vivir del ajeno, y de un modo o de otro apropiarse lo que no lo pertenece y comer lo que no ha ganado. Así del ocioso se forma el vago, del vago el delincuente, y del delincuente el criminal. El que pone el pie en el primer escalón, tiene gran peligro de recorrerlos todos.
La vagancia, que es camino para todas las maldades, constituye ella misma un delito; la ley define así al vago:
El que se halla en estas condiciones, ¿cómo provee a su subsistencia? Necesariamente por medios inmorales y reprobados. La ley no sabe cuáles son, no puede señalarlos; pero sabe que existen y con justicia los castiga. He aquí las penas que impone:
El mismo título que trata de la vagancia trata de la mendicidad, que cuando está en las condiciones que la ley condena, no es otra cosa qua vagancia. El Código dice:
Art. 265. El mendigo en quien concurra cualquiera de las circunstancias expresadas en el art. 161, será castigado con las penas señaladas en él. |
Art. 266. La disposición del art. 262 es aplicable a los mendigos comprendidos en los artículos 263 y 264. |
El mendigo en quien concurren las circunstancias que la ley castiga, que es mayor de catorce años, que puede trabajar y que pide habitualmente limosna, es decir, que tiene este medio de vivir, es también culpable y mucho. Al explotar la caridad pública engañándola, además de privar a la sociedad de la cooperación que tiene derecho a exigir de todos sus miembros útiles, además de apropiarse indebidamente el fruto del trabajo ajeno, roba a los verdaderos necesitados lo que adquiere, y, lo que es peor, escarmienta la compasión y da una poderosa arma al egoísmo, que porque algunos pobres piden pudiendo trabajar, se cree con derecho de pasar al lado de todos sin socorrer a ninguno. Es incalculable el daño que hacen los falsos pobres a los pobres verdaderos. Si se tuviera seguridad de que todo el que pide necesita, las personas caritativas le socorrerían, y las que no lo son, le socorrerían también muchas veces siempre que no pudieran dejar de hacerlo sin manifestar dureza de corazón, porque si hay muchos que sean egoístas, hay muy pocos que quieran parecerlo.
Así, el que alarga a la limosna una mano útil para el trabajo, comete muchas faltas en una, sin contar con lo que se envilece quien implora de la caridad lo que puede pedir al trabajo, el que miente necesidades que no tiene y enfermedades que no le aquejan, el que para mover a compasión se cubre de harapos, ese uniforme de la miseria que, cuando es voluntario, es la librea del vicio; el que tiene en sus labios una risa impía como una blasfemia para burlarse del bienhechor a quien engaña.
Además, la mendicidad voluntaria, como la vagancia, es una desdicha, y un extremo inconcebible de degradación, no ya elegir, pero ni aun aceptar como tolerable la vida del mendigo, que lleva consigo para el cuerpo tantas privaciones, y para el alma el desdén que inspira y el peso abrumador de la ociosidad.
Aquellos de entre vosotros que no trabajáis, sabéis bien lo triste que es estar ocioso, y qué largas son las horas que no se emplean en nada. Si vuestra ociosidad es inevitable, miradla como un castigo y no contraigáis como hábito lo que es una de las mayores desdichas de la prisión; si es voluntaria, arrojadla de vosotros, romped esa cadena que por una especie de fascinación detiene a los mismos que mortifica. El ocioso está mortificado, basta mirarle para convencerse de ello; sufre, pero no halla en sí energía para buscar un remedio al mal que le aqueja; se somete a él sin resignarse, le recibe como una cosa inevitable, fatal, porque uno de los efectos de la ociosidad prolongada es debilitar el alma de modo que se deja abrumar por el tedio sin intentar cosa alguna para arrancarse a tan triste situación.
Ojalá, hermanos míos, que ninguno de vosotros llegue a semejante estado, en que la ociosidad es intolerable y el trabajo parece imposible. Reconciliaos con él los que de él os alejasteis, que es un buen compañero y un leal amigo. ¡Qué de recursos tiene para todas las necesidades, qué de consuelos para todas las penas! Os lo digo con verdad, no conozco ningún consolador más eficaz para todo género de desdichas. Pedidle el alivio de las vuestras, y no lo hallaréis sordo a la voz del prisionero; que el trabajo lleva sus consuelos, lo mismo al palacio que a la cabaña, lo mismo al monasterio que a la prisión, y donde él no está, no puede haber ni felicidad ni virtud.
Hermanos míos: Al abrir el Código por el título que dice: De los juegos y rifas, y que tiene dos solos artículos, no hay motivo para que el ánimo se aflija si se atiende a las penas que en ellos se imponen, y con todo, ¡qué de desastres se leen en estos dos artículos en que la ley es tan suave con los contraventores, como si comprendiera que este delito, más que otro alguno, lleva en sí mismo la pena! Ved el texto de la ley:
Art. 268. Los que en el juego usaren de medios fraudulentos para asegurar la suerte, serán castigados como estafadores. |
Si las penas señaladas en este título no tienen nada de duras, ¿por qué su lectura despierta en el ánimo ideas tan lúgubres? Es, hermanos míos, porque el pensamiento va de la ley que le castiga al jugador; del Tribunal a la casa de juego, de donde ve salir tantos desastres y tantos crímenes, tantos hombres culpables y desesperados.
El juego no es un vicio sólo, puede considerarse como un conjunto de otros muchos, que necesariamente le acompañan y salen de él como corrientes inmundas de un lago pestilente. El teatro en que se representan las tristes escenas del juego, es una casa de gente de mal vivir; la dueña es una mala mujer, el dueño un hombre malo, que cobran a buen precio el hospedaje que prestan al delito, exponiéndose a mil riesgos, de los cuales el menor es el castigo impuesto por la ley. El jugador bebe con exceso, se embriaga: si gana, para celebrar su buena fortuna; si pierde, para ahogar en el vino su desesperación. El jugador maldice y blasfema, abomina de Dios y de los hombres, cuando fijos en la baraja sus ojos de basilisco, ve salir una carta que da su dinero a otro. El jugador aborrece a todos sus compañeros de vicio y es aborrecido por ellos, porque siendo la alegría de los unos causa necesaria de la desesperación de los otros, hay un cambio inevitable de odios, de penas insultadas por alegrías brutales, y las maldiciones y los sarcasmos, y las amenazas y las blasfemias se cruzan como chispas de cólera contenida, que rara vez deja de pasar más adelante. El vino, la codicia, el odio y la desesperación hacen del garito la morada de las iniquidades, la tierra propia para que fructifiquen en ella todos los vicios y todos los crímenes. El jugador que después de haber estado una noche entera aspirando las emanaciones de todos los malos instintos en una atmósfera criminal, después de haber sufrido las angustias de su afanosa incertidumbre, después de haber pasado cien veces de la cólera al abatimiento, de la amargura desesperada a la alegría brutal, después de haber tenido la mano en el arma alevosa para vengarse o el pecho amenazado por la ajena venganza; si ganó, si tiene dinero, ¿se negará a las tentaciones del vicio que le dice: -cómprame; -si perdió, si no tiene recurso alguno y está desesperado, ¿no escuchará la voz del crimen que le llama para que sacie de algún modo su cólera y busque recursos a fin de reparar las pérdidas que acaba de sufrir? Además de lo que se estafan unos a otros los jugadores, además de las heridas y muertes que resultan de sus riñas y pendencias, ¡cuántos robos se conciertan en los garitos, con la energía de la desesperación en los que pierden, y en los que ganan con la insolente seguridad que da la fortuna!
¡Si al menos aquellos que se desesperan, y se injurian, y se amenazan, y se odian, y están en un verdadero infierno, estuvieran solos en el mundo! ¡Si a nadie más que a ellos se extendiesen las consecuencias de un vicio desdichado que hace sufrir siempre, antes de satisfacerse, después que se ha satisfecho y en el instante mismo en que se satisface! Pero el jugador tiene madre cuyos últimos años acabara, hermanos a quienes da mal ejemplo, hijos que padecen hambre porque él pierde a una carta el pan que les debe, mujer que maltrata cuando a las altas horas de la noche se retira colérico y desesperado.
Hace muchos años he visto un cuadro que se me ha quedado para siempre fijo en la memoria, o más bien en el corazón: representaba la historia de un jugador desesperado, que no teniendo ya nada que jugar, jugó a su único hijo. Que hubiese quien le aceptase como moneda, no tiene nada de imposible, porque sabido es que se roban niños para venderlos y que hay quien los compra. El del jugador estaba enfermo, y expira mientras su padre le pone a una carta y le pierde. Va a buscarle para cumplir su horrenda promesa, y la pintura le representa entrando en la habitación, con el pelo erizado, las manos crispadas, los ojos como si fueran a salirse de sus órbitas, y cogiendo para entregarle al hijo que halla muerto. A la puerta un hombre de figura siniestra espera el fruto de su impía ganancia, y se dispone a tomar el niño; al lado de la cuna su madre llora. He leído muchas historias de crímenes y desolaciones, he visto muchos tristes cuadros, pero ninguno me ha dejado una impresión tan dolorosa como éste.
Entre vosotros habrá desgraciadamente muchos jugadores, muchos que no estarían en la prisión si no hubiera barajas, pero yo espero que no habrá ninguno que no escuche con horror la historia que acabo de referiros; y sin embargo, ¿quién podrá estar seguro de no hacer cosas semejantes cuando la cólera y la desesperación lo saquen fuera de sí? El juego embriaga como el vino; el hombre responde de lo que hace antes, pero no de lo que hará después que bebe o juega.
Vosotros bien sabéis, o por experiencia propia o por haberlo visto, cómo se transforma el jugador así que coge la baraja: parece que entra en él un demonio que le atormenta, y le agita, y lo arrastra, y derrama hiel en su corazón y fuego en su cabeza, haciéndole desdichado y culpable.
El que se embriaga con vino, al menos mientras bebe, goza; pero el que pierde la razón jugando, no goza nunca: su vicio parece un castigo, según le mortifica siempre.
¿Es más desgraciado el jugador cuando pierde que cuando gana? La respuesta no parece dudosa, y no obstante, yo dudaría al darla, porque he visto muchos gananciosos entregarse a excesos que los condujeron a las enfermedades y a la muerte, y a otros ser víctimas de la cólera o de la codicia de los mismos a quienes habían ganado. Hay, entre mil, un hecho horrendo que apenas podría creerse si no constara realmente en nuestros tribunales.
Se reunieron una noche a jugar algunos viciosos tenían preparada cena y vino abundante; los amos de la casa eran gente mala, como quien hospeda al vicio. Se comió, y sobre todo se bebió largamente; se sacó la baraja, y los convidados tuvieron bien pronto la doble embriaguez del vino y del juego. Después de las escenas acostumbradas en semejantes teatros; después de blasfemias, imprecaciones y amenazas, y alternativas varías de la suerte, uno se llevó el dinero de todos, y se disponía a marcharse, cuando el ama de la casa dijo a sus huéspedes que no eran hombres si le dejaban irse con el dinero. Cuando en estas o semejantes circunstancias, una mujer perversa dice a un malvado que no es hombre si no comete un crimen, rara vez el crimen deja de cometerse, y así sucedió. El más embriagado o el más colérico por haber perdido, lanzó al ganancioso por la escalera, que había empezado a bajar; al verle en el suelo, todos se arrojaron sobre el, dándole muerte. ¿Qué hacer del cadáver? Ni podía enterrarse en la casa, ni nadie se atrevía a sacarle fuera. Mas si llevarle entero ofrecía riesgo, descuartizándole no había dificultad en sacarle en pedazos, y es lo que propuso el amo de la casa. La idea fue aceptada; solamente que al tratar de ejecutarla, por falta de herramientas o de destreza, la operación no se hacía bien. Muy cerca vivía un honrado vecino que mataba cerdos y los descuartizaba; ocúrreles ir a llamarle, y van y le traen, sin saber el infeliz para qué, y amenazándole de muerte le obligan a que haga con uno de sus semejantes lo que tenía por oficio hacer con los animales, y a que guarde el horrible secreto. Pronto le llevó al sepulcro, porque murió de resultas de aquella horrenda escena. El cuerpo del asesinado fue saliendo en pedazos, que a mucha distancia unos de otros se ocultaron cuidadosamente; pero Dios sabía dónde estaban, y su providencia descubrió el crimen.
Si este hecho no constase legalmente en una Audiencia que no quiero nombrar, porque se honra poco el país donde tales cosas suceden, se diría que era algún cuento inventado para asustar a niños o entretener ociosos. No obstante, los que saben lo que son los garitos, cuanto en ellos pasa, y la fiebre iracunda que se apodera del jugador cuando bebe y pierde, comprenderán la posibilidad de semejantes horrores, y que el que juega no sale nunca ganancioso aunque la fortuna le favorezca. ¡Oh, hermanos míos! Si yo pudiera presentar a vuestros ojos todas las desgracias y todos los crímenes que del juego resultan; sí pudierais ver todos los que se arruinan y hacen su desgracia y la de su familia, todos los que se deshonran y se pierden cometiendo delitos y atrocidades, y en fin, todos los que desesperados se quitan la vida, imposible me parece que este doloroso cuadro no os impresionase, y no pensarais, como yo pienso, que no hay arma que haga tanto daño como una baraja, ni vicio tan fatal como el del juego.
Por desgracia, lejos de que las cartas inspiren el horror que debieran, muchos de entre vosotros las introducen furtivamente en la prisión, y cuando esto no es posible, las suplen de mil maneras extrañas y hasta repugnantes, inventando modos de jugar cuando no hay ningún instrumento de juego. ¡Cuántas veces estáis en los patios o en las cuadras jugando, sin que pueda sospecharlo el que no sabe lo que inventa la ociosidad para hacerla menos pesada, y de que remedios se valen los viciosos para satisfacer el vicio!
La baraja no sólo sirve para jugar, sino para predecir lo futuro, y hay quien imagina que va a leer su suerte en un pedazo de cartón mal pintado y mugriento, manejado por alguna bribona o algún tuno que venden patrañas por dinero, y medran a costa de la credulidad que saben explotar. Arrepentíos del pecado y avergonzaos de la tontería de ir a preguntar a una baraja cuál ha de ser vuestra suerte. Se ofende a Dios con esta superstición, y en verdad hay pecados, y éste es uno, que no se comprende cómo pueden cometerse por una persona que tenga su cabal juicio.
La ley castiga también como falta esta insensatez, y dice:
Art. 495. Núm. 6.º El que con objeto de lucro interpretase sueños, hiciere pronósticos o adivinaciones, o abusare de la credulidad de, otra manera semejante, incurrirá en la multa de ½ a 4 duros. |
El que manda echar las cartas para saber su suerte ¿a quién se dirige? A la baraja, no, porque es una cosa sin vida, sin alma, y que nada sabe ni puede saber. Al que la maneja, no, por que es un ser como el que hace la pregunta, probablemente un poco más ladino y más culpable. A Dios, no, porque no ha de dar a una criatura viciosa y tal vez criminal el más alto de sus dones, el don de profecía, reservado a los grandes escogidos. Al diablo, no, porque no puede hacer nada contra la voluntad de Dios, que no ha de dejar que lea en el porvenir y ponga en conocimiento del pecador lo que no alcanza a saber el justo. ¿A quién se dirige, pues, el que manda echar las cartas? A su propia locura, que le hace ir a preguntar a quien sabe lo mismo que, él, y dar crédito a patrañas indignas de ser creídas por ninguna persona cuerda.
Fijaos bien en dos consideraciones. La primera es el carácter y circunstancias de quien echa las cartas, y veréis que estos profetas de las prisiones son siempre criaturas degradadas, viciosas, ruines egoístas, llenas de malos pensamientos y de malas obras, y más prontas a estafar que a prestar ningún servicio a sus compañeros de desgracia. La segunda es, que si tuvieran el poder que se atribuyen, lo habrían empleado en beneficio propio, hubieran sabido anticipadamente que su delito no quedaría impune, que los traería a la prisión, y no le habrían cometido. ¿Os parece que quien puede leer en lo futuro se ocuparía en decíroslo por dos cuartos, en vez de averiguar los números que han de salir premiados en la lotería y sacar el premio grande? Yo espero, hermanos míos, que no volveréis a rebajaros y poneros en ridículo dando crédito a patrañas que ofenden a Dios y son muchas veces causa de quimeras y desórdenes.
¡Cuántas veces una de estas predicciones trae esperanzas insensatas o temores vanos, dando lugar a determinaciones absurdas, o siembra cizaña y malquista a personas que vivían en paz! Y si estos inconvenientes son en todas partes graves, ¿cuánto más en la prisión, donde la imprudencia cuesta tan cara, y donde necesariamente hay que vivir en compañía de determinadas personas, aunque nos ofendan, aunque las ofendamos, aunque estén prevenidas contra nosotros, aunque lo estemos contra ellas? ¡Qué de embustes, de chismes, de desavenencias, de reyertas no hay a veces de resultas de haber echado las cartas! ¡Cuántas personas que estaban tranquilas y resignadas con su suerte, se agitan con una esperanza vana o con un temor insensato, y pierden su prudencia y dan lugar a reprensiones y a castigos! ¡Cuántas dejan de hacer razonados esfuerzos para mejorar su situación porque una carta les ha dicho que sin trabajo alcanzarán lo que desean, o que es imposible que lo alcancen!
La baraja que debéis consultar, hermanos míos, es vuestro corazón. Si hay en él buenos sentimientos, propósito firme de vivir honradamente y de no volver a la prisión, no volveréis a ella; si, por el contrario, persiste en el mal, si busca su bien en el daño de otro, si quiere hacer a los demás lo que no quisiera que le hiciesen, vuestro fin será triste, tal vez desastroso, yo os lo predigo, y no permita Dios que hagáis por que se cumpla esta profecía.
Hermanos míos: La codicia suele ser el móvil de los delitos contra el estado civil de las personas, delitos preparados por la astucia y que hallan cómplices y encubridores en los que no comprenden todo el daño que hacen ni el castigo a que se exponen. Es raro que no haya herencia de por medio en estos delitos, que son una de las infinitas formas del fraude. Dice el Código:
Art. 394. El que usurpare el estado civil de otro, será castigado con la pena de presidio mayor. |
Según os decía, la codicia es el móvil de estos delitos feos, como hijos de tal madre. En efecto, ¿cuándo se supone un parto? Cuando, por ejemplo, una mujer queda viuda de un hombre que tenía bienes de que no la dejó heredera. Entonces, para defraudar a sus herederos legítimos, finge haber quedado embarazada y supone el parto, buscando un recién nacido que hace pasar por hijo de su esposo difunto.
¿Cuándo se sustituye un niño por otro? Cuando se quiere privar a uno de ellos de la fortuna o condición que al otro se da.
¿Cuándo se expone un hijo legítimo para hacerle perder su estado civil? Cuando se quiere que otro herede los bienes de sus padres.
¿Cuándo se usurpa el estado civil de otro? Cuando ese otro tiene derecho a bienes de fortuna, porque nadie se dice, sin serlo, hijo de un pobre.
Esta especie de fraude tiene a veces circunstancias bien terribles para la víctima y en que no se para el culpable. Al niño a quien se priva de su estado civil, es decir, a quien se supone hijo de padres desconocidos o de otros que los suyos, no sólo se le priva de la fortuna que lo pertenecía, sino, lo que es mucho peor, de las caricias de sus padres, de su apoyo, tal vez de la vida, que en la primera edad exige tantos cuidados y depende muchas veces del amor maternal. Robo verdaderamente impío, en que no piensan los que se prestan a estos criminales manejos, a estos cambios y ficciones hechos a veces con ligereza culpable, sin pensar las desdichas que acarrea al ofendido y que puede costar al ofensor doce años de presidio.
Todavía son más terribles las consecuencias de los matrimonios ilegales, que recaen no sólo sobre los hijos, sino sobre la esposa, que es por lo común la engañada. Ved sobre esto lo dispuesto por la ley:
Art. 396. El que con algún otro impedimento dirimente, no dispensable por la Iglesia, contrajere matrimonio, será castigado con la pena de prisión menor. |
Art. 401. El adoptante que sin previa dispensa civil contrajera matrimonio con sus hijos o descendientes adoptivos, será castigado con la pena de arresto mayor. |
Art. 404. En todos los casos de este capítulo, el contrayente doloso será condenado a dotar, según su posibilidad, a la mujer que hubiere contraído matrimonio de buena fe. |
Estas son las disposiciones de la ley, que en vano pretende indemnizar a la mujer engañada del daño causado por el que la burló. Apasionada de su seductor, muchas veces pretende en vano olvidarle, y si lo consigue, por más que sea inocente, el mundo podrá compadecerla como desgraciada, pero arroja sobre ella alguna cosa parecida a una mancha; de modo que sin que su virtud haya desmerecido nada, su honor vale menos. Esto no es justo, pero es, y la pobre mujer burlada se avergüenza y se oculta como si su desdicha fuera un crimen. Yo he conocido una infeliz sacrificada de este modo, y madre de cinco hijos, yo he visto su desolación al saber que estaba casado con otra el que había amado como esposo; yo he visto el abandono y la vergüenza de aquella familia con virtud y sin honra; yo he visto la lucha terrible entre el amor y el resentimiento, la cólera y la ternura, y cuánto padece una madre que al oír decir a un hijo que su padre es malvado, no puede responderle: -Mientes. -Esta desventurada era tan buena, que no quiso llamar a su burlador ante los Tribunales; Dios le llamó pronto al suyo; Dios le habrá pedido cuenta más estrecha que los hombres de la mujer amante que sacrificó, de los inocentes hijos que ha dejado en el abandono y la ignominia. Este delito es una consecuencia de la deshonestidad. ¡Cuántos otros podrían decirle:-Tú eres nuestra madre!
Hermanos míos: El capítulo del Código que trata de las Detenciones ilegales es corto, pero larga la huella de desventuras que dejan tras sí los culpables de este delito. ¡Quién sabe las tristes consecuencias que puede tener para la persona detenida el verse arrebatada de entre los suyos y encerrada y maltratada o amenazada de muerte, viendo enemigos en todos los que lo rodean, sin saber a quién volver los ojos, ni cómo pedir socorro, ni cuándo tendrá fin su desdicha! ¡Quién sabe las angustias de su esposa o de su madre padeciendo las ansias de la incertidumbre y el terror a lo desconocido, esa tortura que sufre el alma cuando teme todas las desgracias y no se puede resignar con ninguna, porque ninguna sabe con certeza! Al desaparecer una persona, los que la aman temen para ella todos los peligros, la ven sufrir todos los dolores y morir de todas las muertes. No se puede comer, porque padecerá hambre, ni beber, porque tendrá sed, ni descansar, porque para ella no habrá descanso. Se la ve ahogada flotar sobre las aguas, precipitada de una altura, cubierta de heridas y bárbaramente asesinada, porque ha desaparecido, porque no se sabe de ella, porque todo puede suceder, porque todo ha sucedido, y hay ejemplos de todo lo que se cree o se teme.
Imposibles de prever son las desgracias que podrán resultar de sustraer un hombre a su familia y encerrarle con un objeto culpable, porque de la sorpresa, del susto, del temor, de la zozobra, vienen alteraciones en el espíritu y enfermedades en el cuerpo que amargan la vida y apresuran la muerte.
Vosotros sabéis qué triste es la pérdida de la libertad, aunque se tengan todas las garantías que os da la ley. ¡Cuán terrible no debe ser, si en lugar de seguridades existen fundados motivos de temor, y no hay ruido, ni palabra, ni acción que no parezca una amenaza o un peligro! Aunque el encerrado ilegalmente recobre su libertad, difícil es que recobre el sosiego que antes tenía, y que su desgracia no le deje una larga huella de dolores. El agresor no tiene en cuenta estas circunstancias, pero la ley no debe olvidarlas. He aquí sus disposiciones.
Art. 407. El que fuera de los casos permitidos por la ley aprehendiere a una persona para presentarla a la autoridad, será castigado con las penas de arresto menor y multa de 5 a 50 duros. |
Si el delito de encerrar a una persona es grave, ¡cuánto más no lo será sustraer a un pobre niño, sin misericordia por su debilidad y por su inocencia! Corazón bien empedernido debe tener el que no se conmueve con las lágrimas del triste; no piense en las de su madre desolada, y al escuchar aquella voz tan débil y tan dulce, y al ver aquellas manitas suplicantes, no sienta allá en el fondo de su alma alguna cosa parecida a la compasión, alguna voz que parezca decirle: -No aflijas a ese inocente. -Un niño inspira interés a todo el mundo, y pocos hay tan mal nacidos que al verle atribulado pasen sin dirigirle una palabra de consuelo. Hasta los animales parece que comprenden el cariño que merece y que necesita. No sólo el perro leal, sino el traidor gato, sufre paciente sus travesuras y se deja mortificar. Aquellas manos que no han hecho daño aquella boca que no ha mentido, aquella frente por donde no pasó ningún mal pensamiento, aquellos ojos donde se refleja la inocencia; todo en el niño habla al corazón, y el corazón declara al que le oprime, al que le hace verter las primeras lágrimas de amargura, traidor al más noble sentimiento y reo de lesa inocencia. Hay por desgracia de esos traidores y de estos reos; hay protervos que ponen sobre un inocente para oprimirle su mano impía, impía, sí, porque una mujer ha dicho con razón que un niño es cosa sagrada.
El culpable de este delito es severamente castigado por la ley, que comprende la maldad que revela, el daño que hace y la necesidad de proteger al que débil y candoroso no puede protegerse a sí mismo. Ved las disposiciones del Código:
Art. 408. La sustracción de un menor de siete años, será castigada con la pena de cadena temporal. |
Art. 409. En la misma pena incurrirá el que hallándose encargado de la persona de un menor no lo presentare a sus padres o guardadores, ni diere explicación satisfactoria acerca de su desaparición. |
Las penas son severas, pero proporcionadas a la gravedad del delito; yo sé que lo comprendéis así los que tenéis hijos, porque he visto muchas veces conmovido vuestro corazón por el noble sentimiento de amor de padres, y brillaba puro y santo en la prisión como una luz en la obscuridad. Yo os he visto dar mil pruebas de ternura y de abnegación en favor de vuestros inocentes hijos, y me he conmovido hasta derramar lágrimas, porque cualquiera virtud parece más sublime allí donde es más difícil tenerla. Que ese noble sentimiento os sirva de apoyo para levantaros del abismo donde caísteis; que sea la estrella que os guíe en la obscuridad de vuestra desdicha, porque, creedme, cualquier pensamiento bueno, cualquier impulso generoso que nos saca de nuestro interés y de nuestro egoísmo y nos hace hallar satisfacción en el bien de otro, puede ser como un camino que nos vuelva a la virtud, como una tabla que nos saque a la orilla en la tempestad de nuestras desdichas y de nuestras culpas.
Padres y madres que tenéis hijos, por el amor de ellos, por el respeto que su inocencia merece, que no aprendan de vosotros palabras malas, ni les deis malos ejemplos. ¿Quién de vosotros querría para ellos la suerte que os ha cabido, ni que vengan algún día adonde estáis ahora? Apartad de sus cabezas inocentes tamaña desgracia; no les enseñéis nada malo, ni consintáis que ninguno les dé lecciones de perversidad, más fáciles de grabar en el corazón que de borrar de él. Vosotros que los amáis, no queráis para ellos el mayor daño que podría causarles su más terrible enemigo, porque si los hacéis malos, los haréis desgraciados, los pondréis en peligro de que os maldigan, y si es terrible la maldición de un padre, no lo es menos la del hijo que ve en el autor de su existencia la causa de su desventura.
¿Qué sirve el bien material que reciban si descuidáis su alma, de quien depende el bien o la desventura que han de tener en la vida? No ama a su hijo, no sabe amarle, el que no le aparta, pudiendo, del mal ejemplo; el que pervierte o consiente que le perviertan; el que no procura por todos los medios hacerle bueno, que es el único modo de hacerle feliz; porque creedme, hermanos míos, no hay mentira mayor que la felicidad de los malos.
Aunque no fuera por amor de ellos, por interés propio deberíais procurar educar bien a vuestros hijos; que si son malos, no han de ser buenos para vosotros. ¿Pensáis que cuando aprendan a despreciar todas las cosas santas han de respetaros? ¿Pensáis que cuando se acostumbren a quebrantar todos los mandamientos de Dios, guardarán el de honrar padre y madre? ¿Pensáis que cuando adquieran el hábito de abusar de su fuerza para hacer mal, ampararán vuestra debilidad? ¡Ah! No. Vosotros cogeréis larga cosecha del mal que sembréis en su alma, seréis sus primeras víctimas, y no os quejéis, porque el que no da más que la existencia, y la envenena con el contagio del vicio o del crimen, no merece el nombre de padre. Que vuestros hijos os le den con amor y respeto; que os sostengan al fin de vuestra vida; que lloren vuestra muerte; que depongan en favor vuestro ante el tribunal de Dios; que contribuyan a borrar con sus virtudes vuestras culpas, y que en descargo de ellas podáis decir al Supremo Juez: -Enseñé a mis hijos mejor que mis padres me habían enseñado.
Hermanos míos: Antes de copiar los artículos del Código que tratan del allanamiento de morada, es decir, del que entra en casa ajena contra la voluntad del que vive en ella, bien será pararnos un momento a desvanecer el error en que algunos están, ya suponiendo que no debe respetarse el hogar doméstico, ya imaginando que en él es permitido entregarse a las mayores violencias sin que nadie, fuera de la Autoridad pública, tenga derecho a ponerles coto: yo he visto muchos ejemplos de estos dos errores.
Debe respetarse la casa ajena lo mismo que debe serlo la nuestra, porque no es razón que nadie reciba en la suya a persona que no le conviene, por cualquiera motivo que sea. Cada uno es dueño de rechazar o acoger a quien le parezca; es el único juez de las personas que en su casa perjudican, y el que entra en ella contra su voluntad, atropella su derecho, puede causarle grandes daños y merece ser castigado.
Pero el que en su casa comete excesos punibles, el que hiere o maltrata, el que cegado por una pasión cualquiera atiende sólo a lo que imagina su conveniencia, como negándose a abrir en caso de incendio, y por el afán de guardar o de no exponer sus intereses, rechaza o retarda los auxilios que se le ofrecen, dando lugar a que el fuego tome cuerpo y se propague a los edificios inmediatos, en cualquiera de estos casos, y otros análogos, todos tienen derecho a allanar la morada del que en ella falta a su deber; que no ha de ser sagrada para nadie cuando él empieza por profanarla con su mal proceder. No hay derecho para hacer en casa el mal que la ley castiga fuera de ella, y cualquiera para evitarle puede entrar en la morada del contraventor. No es raro, si un hombre maltrata despiadadamente a su mujer o a su hija, que responda al que acude a poner coto a su ferocidad: -Estoy en mi casa y usted nada tiene que ver en ella. -Error grave, porque todos tienen que ver en todas partes donde se comete una maldad que puede evitarse, y en estos casos el hombre honrado se halla revestido de una alta magistratura y va de parte de la razón y de la justicia. Partiendo de estos principios la ley dispone:
Art. 416. Lo dispuesto en este capítulo no tiene aplicación respecto de los cafés, tabernas, posadas y demás casas públicas, mientras estuvieren abiertas. |
Inmediatamente después de este capítulo está otro cuyos artículos son de los más infringidos del Código; tratan de las amenazas y coacciones. Si no hubiera tolerancia en las prisiones para este delito, si se le aplicase el Código con todo rigor, ni bienes para pagar las multas, ni vida para cumplir los numerosos arrestos tendrían los contraventores.
Hay confinados y corrigendas que tienen siempre en su boca la amenaza, y a veces no se contentan con decir que matarán, sino que ofrecen matar con las circunstancias más crueles que pueden inventar el odio y la obscenidad. Este brutal desahogo de la cólera es tan repugnante como ridículo, porque sucede con el mal, como con el bien, que no son los que más hablan los que más hacen. Los vocingleros del crimen, los fanfarrones de perversidad son altamente perjudiciales, por el escándalo que producen, por el temor que inspiran, por la mala idea que de sí dan, y porque en algunos casos la amenaza es causa del crimen, creyendo el amenazador comprometido su amor propio en cumplir la atroz promesa. El amor propio entra en todas partes y vive como puede; cuando no tiene virtudes para alimentarse, se alimenta de vicios, y si no logra ostentar acciones buenas, hace gala de maldades. Así, por un lamentable extravío de ideas y de sentimientos, el amenazador se cree comprometido a poner por obra su amenaza, y hace como una especie de caso de honra el deshonrarse para siempre. La amenaza coloca entre el ridículo y el crimen: sí no se cumple, da risa; si se ejecuta, da horror.
Los que tenéis el mal hábito de amenazar, procurad corregirle, y no caigáis en él los que no le habéis contraído. Es indigno de personas formales convertirse en una especie de ladradores de la ira que nadie escucha sin disgusto o sin desprecio. El vomitar por la boca, como otros tantos anímales repugnantes, todos los malos deseos que pasan por el corazón, es cosa impropia de seres racionales, y rebaja aún a los que están muy abajo. Escuchad ahora las disposiciones de la ley:
Art. 418. Las amenazas de un mal que no constituya delito, hechas en la forma expresada en el núm. 1.º del artículo anterior, serán castigadas con la pena de arresto mayor. |
Este último artículo se funda en que la ley no puede consentir que nadie tome la justicia por su mano, porque ya os he dicho que la justicia así tomada es venganza; verdad que todos saben y se expresa con la frase vulgar de que nadie es buen juez en causa propia.
Volviendo a la amenaza, ya notaréis que puede dividirse en dos clases; una, de que os he hablado, desahogo de la cólera, que consiste en amenazar simplemente; otra, cálculo criminal del que amenaza para conseguir por el terror el objeto que se propone. El delito es grave y es bajo. Es grave, porque hace un mal inmenso, llevando el espanto, no sólo a la persona amenazada, sino a todos los que saben el peligro en que se halla y temen para sí igual desgracia; es bajo, porque el robo es generalmente el objeto que se propone el criminal, y emplea un medio traidor y rastrero. Además, es insensato, porque es poco menos que imposible la impunidad de este delito.
La amenaza suele hacerse por medio de emisario y más frecuentemente por escrito. Se exige alguna cosa, por lo común dinero; se manda depositar en tal o cual parte, y es raro que por el emisario, por el papel o por la persona que recoge la cantidad exigida, no se descubra al criminal, que cae en poder de la justicia. Él no lo cree así, antes juzga que ofrece mucha comodidad y poco riesgo robar sin peligro de su persona ni otra arma que un papel lleno de amenazas. Tampoco tiene presente el terrible castigo a que se expone; porque si, por ejemplo, exige por emisario o papel una cosa cualquiera, amenazando de lo contrario poner fuego a una casa habitada, y consigue por este medio lo que pretendía, teniendo aquel delito pena de cadena perpetua a la de muerte, al amenazador se le impondrá la inmediata en su grado máximo, es decir, que tendrá veinte años de cadena; lo cual, si no es muy joven, significa cadena para toda la vida. Veis, pues, que el exigir dinero con amenazas es un gran delito, una gran bajeza y un gran disparate, porque la impunidad es difícil y la pena grave, máxime que el amenazador, confiado en que no ha de ser descubierto, se cuida poco de pensar que el castigo se ha de medir por la amenaza, y busca la que causando más temor sea más eficaz para conseguir su objeto.
Apartaos pues, hermanos míos, de un crimen que, llevando el terror a las familias, privándolas del precioso tesoro de la tranquilidad, atraería sobre vosotros una gran pena, causando vuestra desgracia. Es mentida esa seguridad que cree tener el culpable que desde su casa se sirve como arma de un papel, porque un papel es un terrible testigo que rara vez deja de denunciar al que con intento malo le escribió o le mandó escribir.
Y aquí, hermanos míos, no puedo menos de exhortar a aquellos de entre vosotros que sabéis escribir, para que no empleéis la pluma como un instrumento de delito; porque, os lo digo otra vez, el papel es un terrible testigo, que no perjura, que no es recusable, que no se contradice, que no se puede mover con amenazas ni con promesas, y que está siempre presente ante el juez que le interroga. El papel es arma que para producir efecto ha de salir de manos del que la emplea, y así que está en otras, puede volverse contra él, y se vuelve casi siempre. No bastan todas las precauciones ni toda la destreza: el que falsifica, el que amenaza, el que estafa, el que de un modo cualquiera hace daño sirviendose de la pluma, es al fin descubierto, por mucha habilidad que tenga. A veces tienen mucha los criminales letrados; a veces hay que admirar en ellos prodigios de destreza y de perseverancia, pero la inutiliza el más ligero descuido que es imposible que dejen de tener, y al considerarlos no se puede menos de hacer la reflexión de que, si emplearan para el bien la mitad del trabajo que emplean para el mal, llegarían a adquirir una buena fortuna, en vez de entrar en la prisión que al fin es su paradero.
Volved de vuestro error los que tenéis propensión a dejaros guiar por los criminales letrados y admiráis su habilidad; son mil veces torpes, pues han empleado su destreza con tan poco tino, que hallando muchos caminos abiertos a su inteligencia, eligieron el que los llevó a presidio. ¿Qué esperáis para vosotros de la dirección de los que tan mal se han dirigido a sí propios? ¡Ah! creedme, no hay habilidad que pueda competir con la honradez, y el que os aconseja que seáis honrados es el único que no os engaña el único que os ama y os pone en camino de ser felices.