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Cuentos, microcuentos y anticuentos

Mario Halley Mora



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ArribaAbajoPrólogo

Halley Mora como narrador


Mario Halley Mora es un escritor fecundo dentro de nuestro ambiente. Ha cultivado el género teatral, y la larga serie de piezas que ha escrito constituye un capítulo aparte en la historia del teatro paraguayo. Pero sus inquietudes han hecho que también se lanzara al campo de la narrativa donde ha llegado a obtener similar suceso, tanto por sus relatos breves como por sus novelas, una de las cuales, Los hombres de Celina, obtuviera el Premio La República en 1981.

En esta nueva edición de sus cuentos y de sus microcuentos es dable encontrar bien marcada una de las características de este escritor, cual es la del profundo conocimiento que tiene del corazón humano, conocimiento que le ha sido muy valioso para la creación de sus personajes, cada uno de los cuales, a pesar de alguna aparente intrascendencia, es todo un carácter muy bien definido.

Las situaciones creadas por el escritor constituyen el resultado de una cabal síntesis entre la observación de la realidad y la propia imaginación. Con esta fórmula logra dar realismo a sus relatos, pero también ese casi imperceptible toque de magia y de suspenso. Y así, por citar un ejemplo casi al azar, puede apreciarse en un cuento breve titulado «El perro», donde están dadas tales características que atraen la atención del lector. En ese relato se encierra todo un drama hasta su culminación, todo es verosímil pero, a la vez, fantástico. La linde entre la realidad y la fantasía casi desaparece dentro de un esfuminado juego que contribuye a dar mayor realce a la situación   —6→   dentro de la cual se debate uno de los personajes -el humano-, ya que el otro, el perro, adquiere un papel casi protagónico.

Otro tanto puede decirse de muchos de los cuentos que integran este libro. No son de mero entretenimiento, no son simple diversión, sino que cada uno de ellos contiene su propia moraleja no escrita, pero tan latente que es el propio lector quien le da forma.

En lo que se refiere a la microcuentos, éstos constituyen una variante dentro del género narrativo y son una suerte de juego que se asemeja en mucho a las miniaturas a las que son tan adictos los pueblos orientales y también a esos poemas del mismo origen que deben encerrar todo un mundo con la máxima economía verbal. Halley Mora se muestra un artífice de estas breves narraciones en las cuales se dan sólo los elementos esenciales, el esqueleto del relato para que sea el lector el encargado de cubrirlo con la carne necesaria y hábilmente insinuada por el autor. Estos microcuentos constituyen, en su mayor parte, breves biografías con los hitos principales de una existencia y, a veces, son tan pocos que uno no puede menos que sentirse dolido ante la futilidad de algunas vidas que pasan por el mundo sin dejar huellas ni recuerdos. El juego sutil y bien logrado del escritor consigue esos efectos y son ellos, precisamente, los que marcan los perfiles de los microcuentos y los hacen profundamente complejos dentro de su inicial simplicidad.

El hecho de que estos relatos conozcan de una nueva edición es suficiente prueba de la recepción que le ha otorgado el público cuando fueron presentados por primera vez y hace que puedan omitirse más comentarios sobre el valor de los mismos.

José-Luis Appleyard





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ArribaAbajoCuentos

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ArribaAbajoPerrito

Sus grandes ojos dorados miraban a través de los barrotes de la jaula con desconcertada tristeza. Perrito no comprendía, no podía comprender aquello.

La rudeza del hombre de la cuerda que casi lo ahoga, a él, que se sabía pequeñito y bueno. La jaula rodante y la baraúnda de perros cautivos. Nunca Perrito había visto tantos perros juntos. Perros furiosos que mordían, perros tristes que gemían dulcemente asomando el hocico entre los barrotes, como si el único aire respirable fuera el aire viejo y amigo de la calle. Y ahora, esto, la jaula de alambre bajo los árboles y más perros que llegaban en la jaula rodante, y otros que eran metidos a la fuerza en aquel obscuro cajón del fondo, cuyas puertas, cuando se abrían, dejaban escapar un aliento agrio, y tras el aliento, una mansa procesión de perros dormidos, tan dormidos, que no despertaban ni con el traqueteo de la carretilla que los llevaba lejos, más allá del barranco.

Definitivamente, Perrito no comprendía aquello. Sólo existía la presencia de una gran tristeza. ¿Dónde estaría el «Amo Chico»? Los «Amos Grandes» podían haberlo olvidado, pero el «Amo Chico» no. No tenía hambre, ni sed, pero quería sol, espacios abiertos, pasto húmedo y vientos viejos, cosas compartidas con el «Amo Chico».

¿Dónde estaría el «Amo Chico»?...

-Papá... ¡míralo! ¡Lo encontré en la calle!

En los brazos del niño palpitaba una pelotita de lana blanca y suave. La tenía apretada contra su corazón, tan apretada que la lana blanca soltó un gemido.

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-¿Lo ves, papá...? ¡Es un perrito...! ¡Es mi perrito...!

El niño esperaba, tembloroso de miedo y de felicidad. Miraba a su padre, y la felicidad se apagaba y el miedo crecía. Papá se estaba volviendo alto, cada vez más alto, como cuando se preparaba a hacer algo que él intuía desagradable.

-No. No podemos tener un perro. La casa es pequeña.

La pelotita blanca era suave y caliente sobre la piel de su pecho. El perrito era suyo. Él lo había encontrado en la calle, había corrido con él hasta caerse de cansancio, mirando atrás, mirando atrás, huyendo de la calle, de la gente, de una voz que reclamara su perrito.

-¡Papá...! -lloriqueó.

-No.

Nunca su padre había sido tan alto, tan invencible. Nunca el «no» tan rotundo. Venía rodando desde una montaña como una piedra redonda que lo aplastaba y exprimía de su cuerpo toda la lágrima que cabía adentro.

-¡Es inútil que llores, hijo! ¡Hay que ser hombre!

Él no quería ser hombre. Quería ser un niño y tener un tesoro de vida blanca y tibia sobre su pecho. La piedra redonda pesaba sobre su garganta, y el arroyito de lágrimas fluía y fluía.

-¿Por qué llora el nene...?

A través de las lágrimas vio la imagen borrosa de su madre que se acercaba. Una esperanza. La montaña ya no era tan árida. Había sobre ella la presencia de un viento fresco y un sonido como de agua que corre suavizando piedras.

-Ha traído un sucio perrito de la calle y...

-¿Un perrito? Déjame verlo...

Tendió el animalito a su madre. Ella lo tomó en sus brazos. En su pecho, allí donde estaba apretado el perrito, se enfriaba un sudor cálido.

-Pero si es tan bonito... querido.

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-No.

-No debemos lastimar al nene.

-¡Ni siquiera es de raza!

¿Raza...? ¡Pero si era un perrito completo! ¿No bastaba eso?

Un hocico rosado para husmear alegremente su rastro entre las basuras del baldío, mientras él se escondía en lo alto del naranjo. Y unos ojos dorados, y una colita peluda que se agita en frenética bienvenida cuando él regresa de la escuela. ¿No bastaba todo eso...?

-Tómalo, querido. Anda al jardín y espera.

La esperanza crecía. Cuando lo mandaban afuera para discutir algo, el regreso era para saber que mamá tenía razón. No sabía cómo. Pero mamá siempre tenía razón cuando él regresaba.

Salió al jardín con el perrito, que se había puesto a chuparle la camisa abierta, en los brazos. La puerta se cerró tras él, y oyó el canto de grillo del cerrojo al correrse. De adentro llegaba un apagado rumor de voces. Voces sin palabras. La voz cálida de la madre. El eco macizo de la voz del padre, en rápida sucesión de marea. Se sentó en el césped y miró su tesoro vivo con infinito amor. Una pulga veloz cruzaba la sedosa pelusa de la panza rosada. Trató de atraparla, pero no pudo. Sintió que las voces de adentro ya no se enfrentaban, se unían, se volvían una sola, arrulladora e íntima. Cerró los ojos y tras la obscuridad roja que el sol fingía en sus párpados, empezó a ver la imagen de la montaña vencida, el agua clara que fluía y roía la piedra redonda del «no» invencible, volviéndola pequeñita, inofensiva, pura mentira. Siguió esperando por mucho tiempo.

A sus espaldas, la puerta se abrió. Se volvió, y vio a su padre que lo contemplaba desde el umbral.

-Entra, hijo.

Se levantó y se encaminó al encuentro de la puerta y de su padre. Detrás de ambos estaba la felicidad.

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Su padre le quitó el cachorro de los brazos, y colgándolo de la piel del pescuezo, lo miró arrugando la nariz.

-¿Qué nombre le pondremos...?

-¡Perrito!

-¡Pues anda a bañar a Perrito! ¡Está asqueroso...!

Perrito fue creciendo poquito a poco, mientras el niño asistía con paciencia a ese lento proceso que se operaba en el cachorro, que pronto no sería cachorro, sino un poderoso mastín que hasta serviría de caballo, tanta fuerza tendría.

Pero Perrito se detuvo muy pronto. Prefería ser un chiche blanco y peludo. Un cachorro regalón para toda la vida, un perro de juguete, que ladraba también de juguete.

Y el niño se conformó. Después de todo, era más que un perro. Era su perro. Pequeño, sí. Pero reventaba de vida y alegría.

-¡Perritoooo! ¡Mírame...! ¡Soy el más valiente vaquero de las praderas...!

El caballito de palo giraba y giraba en la calesita, perseguido y perseguidor en su eterno galope circular...

Y Perrito se volvía loco. Loco. Siguiendo con alegría desesperada el galope sin saltos del caballito de palo, temeroso de que el «Amo Chico» se fuera lejos, más lejos que el pan con manteca que le alcanzaba por debajo de la mesa a la hora del té. El «Amo Chico» no debía irse, porque el «Amo Chico» era el mundo, la frazada tibia de su lecho, el agua fresca que llovía sobre la bañadera y la gran toalla suave que envolvía su cuerpo deliciosamente helado.

Pero el caballito de palo no se detenía. Y Perrito ladraba locamente en torno a su itinerario de rueda...

-¡Amo Chico! ¡Amo Chico...!

Hasta que el galope sin saltos se detenía, el «Amo Chico» se apeaba, y tendía sus brazos para que Perrito saltara y se arrebujara como un pedazo de sol contento   —13→   y gimiente contra el cuerpo del «Amo Chico» rescatado de aquel galope hasta más lejos del mundo querido por los dos.

-¡A casa... Perrito...!

Las calles abrían sus bocazas anchas, para que los dos corrieran a lo largo de la sonrisa del mundo. Hasta la casa donde esperaba el té y el pan con manteca. Hasta la casa, pasando por el prado de la plaza para mordisquear la hierba y para hundir el hocico sediento en el agua de la fuente. Corriendo, siempre corriendo, sintiendo que la brisa ponía en las orejas flotantes campanitas de rumores apagados.

¡Corre...! ¡Perrito...! ¡Eh... eso no se hace...!

Perrito lo sabía. Pero no podía evitarlo. El olor estaba allí, en el tronco, mezclado con jugos, con savia, y con vida. Mezclado, pero solo, invitante. Y la patita se alzaba, saludando a la delicia que era más grande porque se iba cantando a través de su cuerpo, y quedaba en el tronco con su nuevo olor, como el testimonio de su paso, dejado allí para que otros perros testimoniaran el suyo.

-¡Vamos, Perrito...!

A seguir corriendo. Corriendo. Reconociendo de paso los viejos perfumes del mundo. El aliento hiriente de la farmacia de la esquina, el tufo caliente y grato de la panadería, el regusto delicioso que fluía arrollador en el bostezo rojo de la carnicería. Corriendo, siempre corriendo, hasta la casa, hasta el pan con manteca y el baño frío y la toalla suave.

-¡Cuidado... Perrito...!

Y había en la voz asustada del niño un temblor de miedo. Perrito se empequeñecía ante el peligro mientras el perrazo miraba a aquel congénere enano con ojos curiosos. Perrito temblaba de miedo, mientras el enorme hocico frío le olisqueaba concienzudamente el trasero, y las patas musculosas se alzaba en torno a él como columna de una catedral viva y terrorífica.

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Perrito y el niño quedaban quietos, temblorosos, conscientes de aquel bravo manojo de músculos, nervios y colmillos. Y después el suspiro de alivio, cuando el perrazo, satisfecho de su examen, daba paso, y Perrito se alejaba lentamente, con la colita peluda entre las patas, y rengueando lastimosamente, por lo que pudiera suceder.

Y otra vez a correr, lejos del perro aquel que después de todo era un buen perro, viendo los dos la sonrisa ancha del mundo, saltando en las aceras sobre la sucesión de sombra y sol, sobre la sucesión de la frescura y la tibieza, sobre la sucesión urgente de los latidos de la vida, allá dentro de las venas del perro y el niño.

Hasta irrumpir en la casa, con la divina suciedad del ancho mundo en las patas y en el calzado, aterrorizando la virginidad de pisos y alfombras, para cruzar hasta la cocina, santuario cálido donde el perfume vivo de los alimentos simulaba un incienso grato. El tintineo de la vajilla, leche, té, pan blando nimbado de oro, y caricia cuidadosa del cuchillo pulido que va dejando una costra de manteca sobre las migas de nieve.

La lengua golosa resbalaba sobre la manteca. La miga blanca se deshacía bajo los colmillos de juguete. El crujido delicioso de la costra tostada, entregando su jugo salado, mientras la panza se enfriaba dulcemente sobre las baldosas del piso. Y cuando ya no quedaba más, la lengua avarienta de sensaciones arrancaba de su escondite entre los pelitos del hocico hasta el último resto de sabor travieso.

Modorra. Paz. Allá en el patio, donde la piedra loza guardaba un poco de sol que se había ido, el sueño tranquilo. El sueño despierto de los perritos buenos, mientras los gorriones, desde el otro lado del sueño, derramaban su trino líquido, y el aire se poblaba de olores amigos, de voces que se hacen música para arrullar.

-¡Perrito...! ¡Perrito...!

Pero él prefería dormir. Estaba cansado.

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-¡Perrito! ¡Perrito!

Perrito dormía en el centro de un mundo grande y feliz.

Aquel día, cuando el rayo de sol de todas las mañanas entró por la ventana a dar los buenos días a los dos, sólo le respondió Perrito, arrebujado al pie de su amo, sobre la cama ancha y blanda. Perrito saltó al suelo y bajó velozmente a la cocina. Pero esperó en vano. La rutina se había roto, y empezó otra rutina nueva y extraña. El «Amo Grande» no fue al trabajo, con su portafolios oloroso de cuero y sudor bajo el brazo. Hablaba por teléfono, discutía en voz baja, y miraba arriba, donde el «Amo Chico» seguía durmiendo su sueño extraño de la noche, su sueño inquieto, su sueño enfermo.

Cerraron la puerta para Perrito. Y pasaron noches y más noches. Noches solas, y días olvidados, con hombres grandes que subían y bajaban las escaleras, mientras el «Ama Grande» y el «Amo Grande», en un juego extraño, se escondían una de otro para llorar.

Después, el «Amo Chico» se fue. Se fue dormido en aquella caja blanca y llena de flores, en aquellos automóviles negros. Los «Amos Grandes» volvieron pero el «Amo Chico» no. Los «Amos Grandes» traían de la mano una gran tristeza, que se quedó en la casa.

Perrito no pudo soportar la presencia de aquella tristeza intrusa en la casa. Y salió a buscar al niño. Olisqueando rastros por calles y plazas, y a lo largo del galope circular de los caballitos de palo, donde descubrió el olor del «Amo Chico» pero no al chico. Perrito siguió buscando y buscando por las calles, hasta que lo atrapó el hombre de la cuerda.

Perrito sintió que la gran tristeza de la casa había venido tras él, prendida a su cola. Por eso estaba triste, en su jaula de alambres. Hombres enormes venían y se llevaban a los otros perros hacia el cajón de olor agrio del fondo. La jaula quedaba vacía, sólo quedaba él, y un perro   —16→   viejo que dormía dulcemente. Volvieron los hombres enormes y uno de ellos se llevó a tirones al perro viejo. El otro miró a Perrito. Lo alzó en sus brazos robustos, y teniéndolo contra su pecho ancho, con ternura infinita y agradable, se lo llevó también hacia el feo cajón del fondo.

Perrito despertó. Ya no quedaba pegado a su hocico aquel insoportable olor agrio que fluía de las paredes como un humo burlón. Estaba en una pradera verde, donde había hierba mojada y fuentes de agua fresca.

-¡Perrito...! ¡Aquí...!

¡El Amo Chico...! Perrito salió disparado, hasta encontrarlo. Y lo encontró. Y le humedeció toda la cara con su lengua cariñosa.

Después, los dos, amo y perro, se fueron corriendo juntos, a través de aquel prado verde y grande, tan grande como el cielo.



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ArribaAbajoMuerte administrativa

Estaba sumergido en un dolorido golfo de silencio. Pero la voz del médico se abría paso hasta mí, como un lejano susurro de olas, con la diferencia de que aquel sonido tenía para mí un sentido claro, que llenaba mi pasiva indiferencia de enfermo con una información redonda, total, en cuyo perímetro apenas se agitaban mis ganas de seguir viviendo. «El hombre está muy grave» decía el susurro de olas lejanas, pasando sobre las aburridas escolleras de mi mínima resistencia. Y seguían otros conceptos: «Infección», «contagioso» y «necesidad de aislamiento».

Después en mi camilla sostenida por jadeos resignados, fui navegando a lo largo de un corredor triste como un río sin peces ni pájaros, con la vista clavada en un cambiante cielo de tejuelas y maderas, hasta desembocar en el portal amplio, donde una ambulancia me esperaba, toda blanca en su presunción tonta de figurar en el otro extremo del luto.

El vehículo se puso en marcha. Y agradecí que no sonara la sirena, pues siempre pensé que en su ulular insolente había una vacía ostentación de la angustia del que sufre, o de la caridad asalariada del que la conduce. Miles de sonidos callejeros penetraban en ese submundo sin matices ni aristas en que yacía. Y nada me decían hasta que un sonido especial se abrió paso, distinto y renovador, como un salvavidas que cae al agua y finge una islita de esperanza en la irreversible soledad del mar. Era nada más que un grito de niño pregonando un diario. Todos   —18→   los dolores del planeta bajo las sudadas axilas de un niño, y en su grito, la vida, la realidad de la lucha vibrando en los tímpanos del mundo. Me aferré al salvavidas y deseé vivir con tantas ganas que sentí que una lágrima se abría paso entre los pelos de mis barbas y caía en mis oídos.

Llegamos al sitio destinado a los infecciosos graves, y cuando otra camilla me conducía hacia el edificio, pensé que era tan raro que aún allí fuesen tan verdes los árboles y tan puros los cantos de los gorriones. Después, un nuevo lecho, nueva enfermera, nuevos médicos, y yo tratando de darles ánimo, mostrándoles mis manos engarfiadas a la larga cuerda del salvavidas.

El lecho que esa mañana abandoné para ser trasladado aún estaba caliente cuando fue ocupado por otro enfermo. Al pie de él, una enfermera había hecho un pulcro paquete con mis pocas pertenencias. Mi madre entró silenciosamente en la sala, con su cara vieja pintada de angustia, alzó el paquetito que olía a mí, y se lo llevó en sus brazos, con el mismo gesto con que me llevaba acunado cuando yo era bebé.

-Creo haber dejado aquí las pertenencias del enfermo N.º 124 -decía la enfermera, que acababa de tomar el turno.

-Acaba de llevárselas su madre -respondía otra y añadía-. Se fue llorando, la pobre.

-¡Era tan joven el 124! -suspiraba la enfermera.

En una polvorienta oficina de los fondos del Hospital existe un fichero metálico. Dentro de sus cajones que chirrían con aspereza de herrumbre al ser abiertos hay ordenadas fichas que guardan la historia de cada enfermo. Son, dentro del fichero, tres cajones superpuestos.

En el medio, están las fichas de los que luchan por vivir. Si alguien muere, allí se anota el hecho, la ficha va a la junta semanal de médicos, donde «el caso» se discute y analiza, y la ficha vuelve... al cajón de abajo. Pero si uno sale curado, o por lo menos con capacidad de prolongarse   —19→   un poco más, en la cartulina se anota «alta», es objeto de la consabida discusión en la junta semanal, presumiblemente en tono más alegre, y vuelve, pero al cajón de arriba. Nunca conocí síntesis más gráfica y más breve de la vida y de la muerte que ese bendito fichero de tres cajones.

La joven enfermera que tanto se dolió de la mala suerte del enfermo 124, que era yo, y que del llanto de mi madre, de mi abandono de la cama y del rescate de mis pobres cosas, dedujo que durante su ausencia me había muerto, abrió el cajón del medio, buscó la ficha N.º 124 y estampó en la última columna: «Fallecido». Con un femenino suspiro de pena como último homenaje al 124, colocó la ficha en la carpeta marcada «Junta de médicos», cerró la gaveta y se fue.

Mientras tanto, yo volvía a vivir. Al menos de tal milagro me di cuenta al despertar una mañana, y recibir en el alma como un torrente de agradecimiento, cuando sentí que el olor de café que venía de la cocina, y el dolor de mis nalgas acribilladas de inyecciones, y el cuadro de San Cristóbal cruzando un río con el Niño en brazos, tenía nuevamente significado y presencia. Vivir, después de todo, era hermoso, pero no por contraposición a la fealdad de la muerte, sino por sí mismo, por el acto de oler café, sentir la carne dolida y pensar que como San Cristóbal, aún tendremos oportunidad de vadear el río una vez por jornada, llevando en hombros nuestra esperanza, hasta depositarla en la otra orilla del día.

Y no me amargaba ni aterrorizaba la experiencia pasada. Si aquel agradable golfo de silencio tocaba las playas de la muerte, resultaba que la imagen que de ella teníamos estereotipada era falsa. Estaba desprovista de horror y de angustia, y aunque no había alegría en ese navegar cansino hacia la playa arrebujada de sombras, había, empapando los últimos jirones de la conciencia, una suerte de complacencia, la misma que en escala mayor   —20→   se siente al regresar de un viaje, y arribar a la estación donde nos espera el flaco incentivo de nuestra rutina cotidiana, tal vez lo más parecido al «misterio de la muerte» que pueda ofrecer la vida.

Siempre he mirado a los médicos con absoluto respeto. Desde niño los vi con el aire sabio de hermanos menores de un Dios que, si es capaz de darnos la vida, se ha cuidado de otorgar a los médicos el poder de devolvérnosla cuando amenaza acabarse. Por eso, agradecí con lánguida sumisión de enfermo la buena nueva que me dio mi médico, cuando me declaró fuera de infección y listo para seguir el tratamiento de recuperación en el Hospital de donde me habían traído. Me ayudó a dar mis primeros pasos hasta el automóvil de alquiler que me esperaba, y Dios sabe la vergüenza que tuve cuando me di cuenta que lo único que podía darle en cambio de mi vida era un apretón de manos. Pero él al menos parecía satisfecho.

Durante el viaje al Hospital no me sentía tan débil, pero mi madre estaba a mi lado, jugando silenciosa su papel de heroína callada. Adivinaba su euforia de vencedora, que hasta teñía de un inesperado tono rosa sus mejillas y su frente. Entonces, recliné mi cabeza en el hueco de su hombro. Mas repito, no me sentía débil, pero deseé hacer total su sensación de victoria, y según creo, ninguna medalla enorgullece más a una mamá vieja que la cabeza del hijo posada en su pecho, regresado aquél del peligro, en viaje tan jubiloso y alado, que se arrastraba a sí mismo a través de los años, y desembarcaba en una niñez refugiada hasta siempre en el regazo materno.

Llegamos al Hospital, descendí del automóvil y ayudado por mi madre me apersoné en la administración, para solicitar de nuevo mi ingreso. Expliqué al ceñudo funcionario, ayudado por rítmicos y grandes gestos de asentimiento de mi madre, que yo era el enfermo de la cama 124, que había sido trasladado a Infecciosos, y que   —21→   volvía para seguir mi tratamiento. El funcionario, que se daba mucha importancia a sí mismo, partiendo de la premisa de que en cierto modo tenía poder de vida y muerte sobre las esperanzas de los enfermos, consultó un libro, me miró, volvió a consultar el libro mientras mi madre contenía la respiración y me dijo tranquilamente:

-Usted no puede volver a ocupar la cama 124.

-Entonces, deme otra -pedí.

-Imposible, usted no puede ocupar ninguna cama.

-¡Pero usted ve que estoy vivo! -protesté.

-Bueno, eso es indudable -concedió graciosamente-, pero administrativamente usted está muerto. Y de acuerdo al reglamento, no puedo enviarle a usted a una cama, sino al Depósito, para la correspondiente autopsia.

-Me niego a ir al Depósito -afirmé enfáticamente-. Necesito una cama, y si sus papeles dicen que estoy muerto, sostienen un error.

-Es posible... -me dijo.

-Entonces, corríjalo -supliqué.

-¡No es de mi competencia! -exclamó con aire ofendido-. El error, si lo hay, proviene de otro Departamento, forma parte de un expediente completo, y yo no tengo atribuciones para enmendar errores de otras dependencias, ni usted tiene derecho a exigirme que me extralimite en mis funciones -golpeó la carpeta con la palma de las manos-. Si aquí dice que usted está muerto, es que está muerto...

-¡Pero si estoy vivo! -repetí-. ¡Míreme, respiro, hablo!

-Sí, sí, lo veo...

-¡Entonces, reabra la carpeta y deme una cama!

-Imposible -sentenció-. Por dos razones: primera, no me está permitido reabrir carpetas ya cerradas. Segunda: ¿Qué providencia voy a poner...? «Certifico que el fallecido enfermo N.º 124 se ha presentado reclamando   —22→   una cama, y en abono de su solicitud respira y habla». Sería una negación de todo el expediente, joven, y un expediente es cosa respetable. Mire -lo abrió ante la respetuosa mirada de mi madre-. Está lleno de firmas y de sellos. Además, la última providencia dice: «Archívese»... y eso significa... eso, ¡archívese!

Comprendí que era inútil discutir, y me marché apoyado como siempre en el brazo de mi madre, que había perdido su rubor de victoria. Ya en la calle, tuve una súbita inspiración.

-Volvamos -le dije a mi madre, y regresamos a la oficina.

-¿Otra vez usted? -me dijo el Administrador.

-No -respondí-. Yo ya no soy yo, sino otro. El enfermo 124 realmente ya murió.

-Ya sabía yo, los papeles no se equivocan -afirmó complacido.

-Está bien, pero estoy enfermo y necesito una cama -solicité.

-Perfecto -contestó-, pero sigamos el trámite de rutina, llene esta ficha.

Llené la ficha, mientras él empezaba a borronear una virginal carpeta nueva.

-Y ahora vaya y entréguela a la enfermera de la Sala 6 -me ordenó.

Fui y le entregué la ficha y la carpeta a la enfermera de la Sala 6, que me hizo esperar media hora, después volvió y me dijo:

-Pase, el doctor Fernández le va a inspeccionar.

Expliqué al doctor Fernández lo de mi muerte. La cosa se aclaró, la sentimental y apresurada enfermera que me mató administrativamente fue objeto de una reprimenda y fui conducido de nuevo a la bendita cama N.º 124, que, a Dios gracias, estaba libre.

Y ahora, sí me recupero de veras. Todo es alegría a mi alrededor, la cara de mi madre, las manzanas que me   —23→   envían mis amigos. Todo menos la rencorosa mirada que me dirige el Administrador, cuando va al baño y pasa frente a mi puerta. Por mi culpa ha tenido que reabrir un expediente que ya tenía al final un sacrosanto «Archívese». No me perdona el haber puesto una piedrecita en la aceitada máquina de su adorada rutina administrativa. Paciencia.



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ArribaAbajoLa libreta de almacén

Cuando me mudé a aquella casa que por mucho tiempo estuvo en venta, y para la cual no apareció comprador (yo) sino cuando rellenaron una zanja carcomida por la erosión que amenazaba tragarse el patio, descubrí que en el inevitable trascuarto, los últimos habitantes habían dejado los también inevitables trastos inservibles. Una silla rota, un retrato con los marcos comidos y los vidrios rotos de un personaje bigotudo y de mirada triste, un montón de libros deshojados e incompletos, etc., etc.

Revisaba aquellos libros con la esperanza de hallar alguno valioso, o por lo menos útil, cuando encontré el cuaderno, vulgar, de «una raya» y de 20 hojas. Y bastante manoseado. Con primitiva letra de almacenero, tenía escrito en la tapa: Libreta de Almacén.

Después de hojear rápidamente el cuaderno, pensando que aún tendría hojas útiles -soy bastante avaro, lo confieso-, y cuando iba a tirarlo, porque no las encontré, se me ocurrió una idea, vaga e imprecisa al principio. ¿No estaba escrita acaso en esa monótona lista de compras a créditos vulgares la historia de una familia? Al fin de cuentas, uno está hecho de lo que come.

Volví a estudiar el cuaderno, o la «libreta», en la primera página, que llevaba fecha del 20 de setiembre de 1945, en cuyo día se iniciaron las relaciones comerciales entre los antiguos habitantes de la casa y el almacenero. Prueba de ello es que, antes del azúcar, el arroz y el aceite, la columna correspondiente al 20 de setiembre, empezaba   —25→   con esta anotación: «Un cuaderno de 20 oja de una raya - 50 céntimos», es decir, que las compras a crédito empezaban con la adquisición del cuaderno mismo. Las anotaciones del 20 al 30 de setiembre, eran una monótona sucesión de lo mismo, las rutinarias compras de una ama de casa bastante ahorrativa (compraba por cuartos de kilo), por lo que se me ocurrió que había sido demasiado fantasioso al querer adivinar a través de esa libreta cómo eran y qué hacían los desconocidos habitantes de la casa. Sin embargo, volví a repasar la lista de esos diez días, y me fijé en un detalle: el 21 de setiembre estaba anotada una compra: «crema de lustrar negra: 30 céntimos»; y otro: cada día, religiosamente, se anotaba: «Un Alfonso XIII: 10». Empezaba a tomar forma la imagen de ÉL. Era cuidadoso de su aspecto personal, pero ahorrativo, pues prefería lustrarse él mismo los zapatos antes que pagar a un lustrabotas. Además no era viejo, como lo demostraba el hecho de fumar un paquete por día de Alfonso XIII, de poderoso tabaco negro. Posiblemente era un empleado, pues si hubiera sido obrero no necesitaría lustrarse los zapatos, o simplemente no los tendría; y ese fumar mucho hablaba de un trabajo monótono, de oficina. ¿Y ELLA? Me desconsolé pensando que la libreta no traía una sola anotación que diera la clave de su presencia. Posiblemente -pensé- ni siquiera existiese, que ÉL fuera un solterón. Sin embargo, el 4 de octubre de 1945 aparecía una compra reveladora: «Hilo N.º 16 y 3 pliegue de papel de color: 50».

Un barrilete, claro. Entonces, allí había un niño. Y si había un niño, y un hombre que fumaba un paquete por día y se lustraba los zapatos, también debería aparecer una mujer, esposa, madre. Pero nada aparecía que se refiriera a ella. ¿No existía... o se resignaba a no existir? Suele suceder, la mujer que se casa, que se anula, que no pide nada para sí, que vive para el marido y para el hijo, sumisa, doméstica, ama de casa de cucharón y plumero.   —26→   Di por sentada la presencia de esta mujercita que hacía del amor un camino de sacrificio y renuncia, y tuve a la familia reconstruida. Pero no tanto, debería conocer primero la edad del hijo para deducir la de los padres. El 14 de octubre encontré una anotación: «Un cuaderno de doble raya: 50». Para las tareas escolares del hijo, desde luego, y de «doble raya», es decir, de un tipo que sólo se usa en primero o segundo grados. Entonces, el chico estaría entre los 6 y 7 años. Partiendo de allí, hice una imagen mental de la familia: ÉL, no más de treinta, flaco (compraban por cuartos de kilo), serio y formal (nunca se anotó ni siquiera una botella de cerveza) y amante de su hijo (le hacía barriletes...). ELLA, menudita, desdibujada, humilde, joven de cuerpo, vieja de corazón. EL NIÑO, de seis o siete años. En fin, un trío común y corriente.

Pensé que ya debería darme por satisfecho. Que ya nada me diría de aquellas vidas antiguas la sucia libreta de almacén. Hasta que el 12 de noviembre encontré dos anotaciones que salían de la rutina: «2 cafiaspirina - medio litro de alcol retificado: 1.80». Uno de los tres había enfermado. Pero ¿quién? La respuesta estaba en las anotaciones del día siguiente, 13 de noviembre: «Un trompo, metro y medio de liña de pescar: 25». El enfermo era el chico. Lo estaban sobornando para tomarse el jarabe. No podía ser de otra manera, pues si uno de los padres estuviera en cama, no sería el momento de comprarle un chiche al nene. ¿Se habría repuesto? Examiné las compras de los días siguientes, 14, 15, 16, 17 de noviembre, y eran las de rutina. Pero el 18, a éste se sumaba un artículo que nunca apareció: «Un jabón Palmolive: 1.50». Volví atrás, y comprobé que todas las compras anteriores de jabón se referían al vulgar jabón de coco, de 20 céntimos. ¿Por qué de repente un jabón de lujo? Quedé desconcertado y examiné la hoja del 18 de noviembre, más cafiaspirina. El chico seguía enfermo. Entonces, surgió la respuesta:   —27→   visitas. Visitas que iban al baño a lavarse las manos. Visitas a quienes se tenía vergüenza de mostrar miseria; un médico, tal vez un médico amigo y generoso, a quien por lo menos se le debía el homenaje de un jabón perfumado para las manos. Entre el 18 y el 30 de noviembre, a primera vista, la libreta no ofrecía nada sobre el curso de la enfermedad del chico. Sin embargo, un detalle surgió, sutil y peligroso. El padre ya no compraba un paquete diario de Alfonso XIII, sino cada dos días. Además, sumando las compras, se notaba que se habían reducido. Se estaban limitando a lo esencial. Ahorraban. Lo del chico debió ser grave. Y más adelante, esto pareció confirmarse. Estaba anotado el 6 de diciembre, con la letra primitiva, pero tan plena de vitalidad de aquel obscuro almacenero que, por lo visto, tenía corazón: «Efectibo: 50.00 guaraní». Habían tenido que recurrir a un préstamo.

Del 7 al 15 de diciembre no aparecía absolutamente nada, ni siquiera la sacrosanta compra de cigarrillos, ni lo más elemental para comer. ¿Habrían llevado al chico al Hospital?

Con ansiedad, miré la página siguiente, que era la última que fuera utilizada. Llevaba fecha del 22 de diciembre, y la letra del almacenero aparecía un poco más temblorosa:

«2 paquete vela esperma, larga. Medio metro cinta negra. Efectibo: 50.00 (obsequio de la casa)».



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