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ANTUÑANO. El capitán don Sebastián, nacido en Viscaya, y se avecindó en Lima en 1673 siendo muy joven. El terremoto de 13 de noviembre de 1655 había destruido el local en que los negros angolas tenían en Lima una cofradía en el sitio conocido por Pachacamilla, y sólo dejó en pie un paredón en que un negro había pintado en 1651, la efigie de Jesucristo crucificado y de la cual se contaron después muchos prodigios. Bajo de una ramada, que construyó Andrés León en 1670, formando una pobre capilla que mandó destruir el Gobierno eclesiástico, se daba culto a aquella imagen; y el capitán Sebastián de Antuño queriendo hacerle un templo compró a censo redimible tres cuartas partes del terreno de Pachacamilla que ocupaban unos ruinosos solares, pues lo restante de él servía de rastro o camal de carneros. Al poco tiempo don Diego Manrique de Lara quiso anular la enajenación, porque formando parte de un mayorazgo, no había debido hacerla don Diego Tebes marqués de Casares que lo poseyó antes como nieto de doña Juana Cépeda fundadora de dicho vínculo. Antuñano logró arreglar la cuestión y con licencia del Rey en virtud de consulta del Consejo de Indias fabricó un conventillo y una pequeña iglesia que dedicó al Señor de los Milagros «o de las Maravillas» mejorándola después del gran temblor de 20 de octubre de 1687. El Cabildo de Lima juró por patrón y defensor al Santo Cristo de los Milagros autorizando la procesión que hasta ahora se hace anualmente.

Doña Antonia Lucía Maldonado y Verdugo natural de Guayaquil había formado un beaterio de Nazarenas en la cuadra de Monserrat, el cual se extinguió por disposición del Consejo en 1698 a causa de que no tuvo permiso para establecerlo. Con este motivo las beatas de que se componía pasaron a ocupar la casa levantada por el capitán Antuñano. Este consiguió, por permuta en 1699, aquella parte de sitio contiguo que ya mencionamos, y trasladó el Camal a un lugar frontero que se denominó «El rastro nuevo de San Marcelo»; con lo que pudo dar mayor extensión al beaterio.

Doña Antonia Maldonado fue la Superiora con el nombre de Antonia del Espíritu Santo, y pensó de acuerdo con Antuñano en elevarlo a Monasterio, pero ambos fallecieron sin haber podido allanar los inconvenientes de falta de rentas y otros que se les opusieron. Vino a realizarse en el año de 1730 con las licencias competentes. Véase Fernández de Córdova, doña María. Véase Maldonado y Verdugo, doña Antonia.

ANTÚÑEZ Y ACEVEDO. Don Rafael -miembro del supremo consejo de las Indias. Publicó en Madrid en 1797 su obra Memorias históricas sobre la legislación mercantil y datos importantes del comercio de España con la América.

ANZOTEGUI. El doctor don Francisco Tomás natural de Rioja oidor de la Audiencia de Buenos Aires a fines del siglo pasado. Vino a la de Lima de regente por jubilación de don Manuel Antonio de Arredondo y tomó posesión de su empleo el 15 de julio de 1816. Tuvo honores   -305-   de consejero del supremo consejo de Indias, y fue el último regente, se retiró a España en 1821.

ANZÚREZ HENRÍQUEZ DEL CAMPO-REDONDO. El capitán don Pedro -nacido en la villa de Cisneros en el reino de León; y miembro de una antigua familia. Su venida al Perú fue después de la conquista, sin que ninguno de los historiadores y cronistas cite hechos que le deshonren ni hagan odiosa su memoria. Se lee en las décadas de Herrera «que era persona de juicio y suficiencia, soldado muy experimentado en la guerra de las Indias y muy grato de don Francisco Pizarro». No hemos hallado noticia de su anterior carrera ni sabemos si militó en Méjico u otros territorios. Le encontramos por primera vez saliendo de Lima para España de orden de Pizarro con el objeto de participar al Rey el alzamiento general de los peruanos en 1535 y hallarse sitiada por ellos la ciudad del Cuzco. No se contrajo su comisión sólo a este mensaje: el astuto gobernador inquieto y receloso con que el mérito y ambición de don Diego Almagro fuese un obstáculo para su injusto deseo de ser único en el mando del Perú, encargó a Anzúrez recabase una orden real para que ambos caudillos permanecieran donde estuviesen al recibirse ese mandato, mientras se señalaban debidamente los términos de sus respectivas gobernaciones. Anzúrez negoció y obtuvo la apetecida cédula que encerraba el designio de que Almagro no pudiera moverse de Chile; materia que hemos tratado ya en el artículo correspondiente a don Diego. Trajo Anzúrez otra cédula revocando la facultad dada a Pizarro para nombrar por gobernador a falta suya a don Diego Almagro, y confiriéndosela para poder hacerlo en favor de sus hermanos Hernando o Juan Pizarro. Así mismo fue conductor de unas ordenanzas reales para el buen tratamiento de los indios, ratificando las que otras veces se habían enviado a don Francisco Pizarro sin que produjesen los efectos propuestos. También alcanzó una orden para que por 5 años no se cobrase más del diezmo al oro de minas de los conquistadores y pobladores. Y diferentes otras cédulas por las cuales concedía el Emperador y Rey escudo de armas a Pizarro, títulos de ciudad y armas para Lima, Trujillo, Piura y Quito; formándose el blasón para Lima de tres coronas de oro en campo azul con una estrella encima, y escrito en la orla color rojo: «Hoc signum vere Regium est»; dos águilas coronadas eran el timbre. Presentó por último los despachos supremos que en la corte se le dieron para los regidores que componían el Cabildo de esta capital.

Malogrados todos los proyectos de avenimiento que se promovieron cuando se hallaban en la provincia de Cañete el año 1537 los ejércitos: de Almagro y Pizarro; y habiéndose retirado el primero para el interior; Hernando Pizarro marchó en su seguimiento y llevó consigo al capitán Anzúrez del Campo-Redondo. Éste tuvo parte en la ocupación de las ásperas sierras de Guaitará que los de Almagro no supieron defender a pesar de que intentaron hacerlo. Se halló después en la campaña sobre el Cuzco y concurrió a la batalla de las Salinas el 26 de abril de 1538 cuya victoria fue de los Pizarros sucumbiendo Almagro.

Pedro Candia con una fuerte columna salió del Cuzco en el mismo año a emprender el descubrimiento y conquista de un país remoto por Levante. Experimentó muchos contratiempos y desgracias en un territorio erizado de dificultades por fragosidad y falta de sendas transitables. Cansada su gente de sufrir peligros, privaciones y hambre, llegó a quebrantar la disciplina por consecuencia de su desesperación. Candia se vio precisado a regresar y vino a hacerlo por la provincia de Carabaya. Esta ropa la puso Hernando Pizarro a órdenes de Anzúrez, quien aumentándola   -306-   mucho y llevando algunos negros y miles de indios, abrió de nuevo la jornada que según Garcilaso se dirigía a Mussu (Mojos): el cronista Herrera indica esa región con el nombre de «Ambaya» porque así la denominó una india que indujo a Candia a tal empresa. El inca Yupanqui reparó grandes balsas durante dos años, y acometió la conquista de Mojos embarcando diez mil hombres que bajaron [dice Garcilaso] por el río Amaramayu, y tuvieron que luchar en su viaje con la nación de los chunchus y otras que fueron vencidas a pesar de su obstinada defensa. El Inca cuando penetró en los Mojos reduciéndolos a su amistad, no contaba ya ni con la cuarta parte de su ejército. Alcedo tratando del «Beni», llama también a este río el de la «Serpiente» y observa que monsieur Anville le nombra «Amarumayu» por concordar con la relación de Garcilaso. Es error de Alcedo decir que el Beni sale de la provincia del Cuzco, equivocándolo con el río de la Serpiente, (Amarumayu) cuando el Beni es distinto y formado por el río de la Paz y sus afluentes; siendo el Serpiente el que continúa del Madre de Dios, y se origina en el territorio del Cuzco. La fama del oro de aquellos países inquietaba a los conquistadores, que por cierto no hicieron por extender la fe católica ninguna de los esfuerzos a que los conducía su desatentada codicia. Y así sin caminos conocidos ni conductores, seguros, se lanzaron por entre espesos bosques, cenagales y precipicios a buscar sin nociones ciertas un objeto deseado, y por soledades donde era factible perecer sin llegar a encontrarlo. Esto fue lo hecho por Candia: veamos ahora que la misma suerte cupo al capitán Pedro Anzúrez del Campo-Redondo no obstante haber sido hombre de inteligencia, muy superior a la del otro.

Anzúrez se dirigió a Carabaya donde completó sus provisiones y preparativos; y por setiembre de 1538 dio principio a su incursión. Abrió una carrera de penosísimos contrastes porque conforme fue internándose crecieron los obstáculos con que la naturaleza de aquellas montañas rechazaba a los tenaces aventureros. Selvas melancólicas y cerradas, descensos violentos y cuantas alternativas son de imaginarse, en un país desconocido y salvaje: todo les hizo experimentar una sucesión de peligros y contradicciones que para superarlos parecían impotentes la mano del hombre y los recursos de su constancia. Son pormenores que se prestan a la duda, los que algunos cronistas dejaron estampados en sus apuntamientos sobre esta jornada, como si hubieran querido provocar la incredulidad escribiendo cosas que más que exageradas, podrían tenerse por ideales o ficticias.

El caudillo en lucha con tantos escollos los iba dominando a medida que se multiplicaban; y se vigorizaba más su ánimo cuando lo salían al paso inconvenientes de mayor fuerza. Él rompió y penetró por espesos bosques, abrió veredas, rodeó pantanos y con riesgos inminentes montó sierras fragosas y empinadas cuyos descensos eran más bien despeñaderos y precipicios. Las fatigas del trabajo, lo insalubre de aquellas regiones, los malos alimentos, las enfermedades que hicieron desaparecer muchos españoles y negros, lo mismo que a centenares de indios, fueron produciendo, como era de suceder, el cansancio y el desaliento. En los más estrechos conflictos, en el peligro de diferentes ríos cruzados en balsas que hubo que construir, y cuando el disgusto más se hacía ver en los semblantes nunca fue ineficaz la voz de Anzúrez, cuyas promesas, consuelos y esperanzas, se admitían con fe sincera y respetuosa. La desnudez y la escasez de víveres se agravaron en breve, y sobrevino el hambre que puso a esa gente en la forzosa necesidad de comerse los caballos que morían; sin embargo jamás asomó la indisciplina y menos la sedición, porque el jefe conocía el modo de hacerse estimar y obedecer y nadie   -307-   vertía quejas contra él. Pero al fin tuvo Anzúrez que rendirse a la adversidad y convencerse de que no siendo dado hacer más, tenía que adoptar el único recurso expedito que fue el de desistir de una empresa en que la suerte lo rechazaba de todas maneras.

Había tenido varias refriegas con los indios cuyas flechas le ocasionaron algunas bajas: el más considerable de estos encuentros fue en el paso de un caudaloso río que el cronista Herrera llama de los omapalcas y creemos sería el Beni. Ocho días tardó Anzúrez en pasarlo con sus baldas combatiendo la resistencia de un enjambre de indios ambulantes que fugaban y desaparecían por entre las breñas sin saberse nada de su dirección ni80 paradero.

No hallando más que campos solitarios o aduares distantes abandonados, y vestigios de algunas sementeras destruidas, se vio la expedición acosada por un hambre mortal, y cuando Anzúrez ignoraba dónde hallaría recursos que cada día consideraba más remotos. Determinado a regresarse, emprendió una lastimosa retirada por la margen oriental del Beni sirviéndole de guiaje el parecer de algún indio prisionero; y arrostrando dificultades incontables, en medio de copiosas lluvias, llegó al país denominado Chuquiabo (territorio de La Paz). Perecieron cuatro mil de los indios que le acompañaron y 143 españoles: los caballos muertos consumidos por los soldados fueron 240 y muchos indios comieron carne humana desesperados de no poder mantenerse con yerbas. Entraron finalmente en Ayabiri donde Anzúrez encontró tropa y provisiones con que iba a alcanzarlo Gaspar Rodríguez de Campo-Redondo su hermano.

Habiéndose trasladado al Cuzco, le ordenó el gobernador don Francisco Pizarro marchara a la provincia de Charcas de su lugarteniente. Allí fundó y formó la villa de Chuquisaca año de 1539 en el mismo sitio en que existía un pueblo de indios del propio nombre. Llamáronla «la Plata» los primeros vecinos con ocasión de una célebre mina que estaba en sus cercanías.

Cuando en 1541 la muerte del gobernador Pizarro causó grande impresión en Chuquisaca, se hallaba ausente don Pedro Anzúrez empeñado en descubrir la nación de los juríes en la parte oriental de Tucumán. Los vecinos indignados con aquel suceso, y deseosos de oponerse a la usurpación de don Diego Almagro, el hijo, le invitaron para que abandonando por lo pronto sus proyectos, regresase con la fuerza que le obedecía a fin de cooperar a la destrucción del bando que de nuevo alborotaba el país, El capitán don Pedro Álvarez Holguín a la cabeza de una expedición que le fue encargada por Pizarro, iba a internarse en el país de los chunchus para poner en obra tercera vez por una dirección desacertada, la conquista de Mojos. Holguín fue rogado por muchos vecinos del Cuzco que estaban emigrados en Ayaviri, para que retrocediendo volviese al Cuzco por el imperio de las circunstancias. Prestose a ello, llamó también a Anzúrez, y vino a organizar mayores fuerzas como capitán general. Anzúrez por su parte contramarchó sin vacilar, aumentó en Chuquisaca y otros puntos, el número de los soldados que tenía, reuniendo el mando en su persona con acuerdo de Pedro Hinojosa y Garcilaso de la Vega, y dejando el gobierno de Chuquisaca al capitán Martín Almendras. Ya a este lado del Desaguadero, se encaminó a Arequipa: allí adquirió algunos recursos y dejando en buen orden este país, que se había prestado al partido de Almagro, subió al Cuzco con prontitud y se puso a órdenes de Holguín quien le hizo reconocer por jefe de una parte de la caballería.

Anzúrez salió con Holguín a campaña contra los de Almagro, y debido   -308-   a la inadvertencia y errores militares de este, pudieron transitar por Jauja con fuerzas inferiores burlando al ejército de Almagro. Avanzaron en marchas veloces hasta Huaraz donde Holguín recibió al gobernador don Cristóval Vaca de Castro que vino de España nombrado para desempeñar este cargo en el caso de faltar Pizarro. El emperador escribió carta particular a Anzúrez haciéndole como otros prevenciones sobre las cosas del Perú. Vaca con la división de Holguín y otra que desde Chachapoyas trajo a Huailas don Alonso Alvarado, se dirigió a Jauja donde estableció el campo del ejército que le obedecía, y en seguida bajó a Lima con Anzúrez a fin de hacerse de más tropa; adquirir diversos auxilios y aprontar la escuadrilla existente en el Callao. De Lima envió a Piura en comisión a don Pedro Anzúrez, quien a su regreso trajo 18 mil pesos procedentes de un secuestro hecho allí a don N. Santiago cómplice de Almagro. Ver entonces Diego Méndez que había ido a Chuquisaca representando a don Diego Almagro, sometió aquel país en el cual ejercitó muchas venganzas y persecuciones. Despojó a don Pedro Anzúrez de su repartimiento, y se apoderó de los bienes de los que militaban en el partido contrario, volviendo al Cuzco con crecidos caudales. Vaca de Castro dejando sus cantones de Jauja emprendió sus movimientos contra el ejército de Almagro, y después de ocupar Guamanga, ya en el campo de Chupas, destacó con fuerza sobre unas alturas que convenía guardar, al capitán Nuño de Castro reforzándolo luego con la tropa de Anzúrez. Empeñose la batalla en que este capitán se distinguió con la sección de caballería que mandaba, y salió con una herida que lo puso en peligro. Fue la batalla de Chupas a pocas leguas de Guamanga el 16 de setiembre de 1542, quedando el gobernador Vaca de Castro con la victoria, y desapareciendo para siempre el bando de los Almagros.

Se asegura que Anzúrez y su hermano Gaspar Rodríguez del Campo-Redondo, siendo parientes y de intimidad con Vaca, opinaron que debía condenarse a muerte a don Diego Almagro. Garcilaso se equivocó al escribir que don Pedro Anzúrez murió en la batalla Chupas; pues no cabe duda que desde Vilcas lo envió para España el Licenciado Vaca a dar cuenta al Rey de la victoria y demás sucesos del Perú. Nada sabemos de su suerte posterior, ni cual fue el término de su vida. Véase Almagro, el hijo, y Rodríguez, Gaspar.

AÑASCO. El padre Pedro de. De la Compañía de Jesús, nacido en Lima, misionero celoso en la conversión de los indios. Escribió arte, catecismo y vocabulario en varias lenguas para la enseñanza de la fe católica. El maestro Gil González Dávila, dice que el padre Añasco fue hombre de acreditadas virtudes. Murió en Tucumán en 12 de abril de 1605, a la edad de 55 a años. Fue hijo del capitán don Pedro Añasco natural de Segovia que vino de Guatemala en 1534 con el general don Pedro Alvarado, siguió militando en el Perú, comandó a los de Chachapoyas en la campaña de 1553 contra Francisco Hernández Girón, y falleció en Lima en 1576. A su descendencia perteneció la familia Castilla Altamirano, rama materna de los Bravo de Lagunas y Castilla.

Don Bernardo y don Alonso Añasco fueron alcaldes de la Santa Hermandad de Lima en el siglo XVII: elegía el Cabildo anualmente para este cargo personas de distinción.

APARICIO. Don Cristóval. Fue uno de los eclesiásticos indígenas que citó con alabanza el célebre literato don José Eusebio Llano Zapata en el discurso preliminar de sus memorias históricas. Aparicio fue cura de la doctrina de la Barranca: había estudiado con notable aprovechamiento   -309-   y el arzobispo don Francisco Antonio Escandón le confirió el encargo de enseñar a sus familiares moral y latín en cuyo idioma era aquel muy versado.

APARICIO. El licenciado don José Orejón. Natural de Huacho. Fue inteligentísimo organista, y se cree que en el siglo pasado ninguno le excedió en conocimientos y destreza no sólo en el Perú sino en España.

APARICIO. Fray Pedro. Religioso dominico del convento de Lima. Se hizo tan perito en la Quechua que predicaba en ese idioma con mucha facilidad. Compuso un arte, vocabulario, sermones etc. e hizo grandes servicios enseñando a los indios de los valles de Trujillo en los primeros tiempos de la conquista.

APASA. Juan. Indígena del pueblo de Ayo-ayo provincia de Sicasica en el Alto Perú. Véase Tupac Catari.

APESTEGUIA Y UBAGO. Don Juan Fermín. Véase Torre Hermosa, marqués de.

APU-INCA-HUAYNACÁPAC. Nombre que tomó un indígena llamado Juan Santos el cual fue también conocido con el epíteto de Atahuallpa. Este individuo que sostenía ser descendiente de la antigua familia real de Perú, consiguió ser creído de un gran número de los de su raza, y arrastró en el interior de la provincia de Tarma formidable partido que lo admiraba y servía ciegamente. Era hombre audaz y astuto y llegó a disponer a su arbitrio de las diferentes tribus indómitas por cuya civilización trabajaban los misioneros y las autoridades españolas. El lugar de su nacimiento quedó envuelto en dudas y pareceres contradictorios: tuviéronle algunos por natural del departamento del Cuzco, otros por hijo del de Guamanga; y con respecto a sus padres y deudos nada pudo descubrirse de una manera evidente. Asegúrase que sudaba prófugo porque se le perseguía como reo de homicidio. Habitante de las montañas y de los aduares de los salvajes adquirió entre ellos tal prestigio que alcanzó la paz y unificación de bandos opuestos cuando parecían perdurables las luchas de caudillos y parcialidades que nunca habían podido entenderse a causa de la ambición y de opuestos intereses.

Los religiosos de la orden de San Francisco a costa de largas tareas y de una constancia sin ejemplo hicieron grandes progresos y redujeron al estado social a miles de indígenas que doctrinaban en la fe católica y en el amor al trabajo que daba para resultados ventajosos. Existían 25 pueblos de estas conversiones; haciendas cultivadas y cosechas de frutos apreciables que iban en aumento. Mas declarado Juan Santos restaurador del Imperio peruano, y titulándose Rey de los Andes empezó a observarse desigualdad en el ánimo de los neófitos por la seducción que cundía secretamente, y se tenía noticia de alborotos extraordinarios y preparativos de guerra que hacían las crecidas turbas de bárbaros que dominaban los países fronterizos no conocidos de los misioneros.

En tales circunstancias uno de estos injurió y castigó con indiscreción a un cacique de los principales; y como quedase altamente ofendido se puso de acuerdo con el negro Antonio Gatica: (que era su cuñado, había hecho buenos servicios en las reducciones, y gozaba de aceptación y popularidad) para favorecer los designios del nuevo Rey y operar un levantamiento contra los frailes y los vecinos, extraños a los indios. Los españoles gobernando el Perú el virrey marqués de Villagarcía hicieron   -310-   dos entradas a las montañas con elementos suficientes para esperar favorables efectos. En la primera penetró la fuerza hasta el pueblo de Eneno; en la segunda la expedición fue más numerosa y compuesta de las milicias de infantería de Tarma y tres compañías de caballería al mando del corregidor de la provincia. En esta vez una junta de oficiales acordó a instancias de los misioneros se construyese un fuerte en el pueblo de Quimiri. Animarónse a hacerlo con el ejemplo ocurrido en otro formado anteriormente en la quebrada de Sonomoro: el cual guardado por 20 soldados se sostuvo contra un ataque brusco de los salvajes obligándolos a fugar después de haber perecido muchos de ellos. Aunque esta guarnición tuvo después que retirarse a Jauja no lo hizo a mérito de las hostilidades de esos indios, sino urgida del hambre por la facilidad con que allí se corrompen los víveres.

El nuevo fuerte de Quimiri se situó por falta de meditación e inteligencia, en la ribera del río que podían pasar aquellos en balsas por puntos apartados, y sin ser sentidos ocupar el terreno de los flancos y espaldas del fuerte dominando las salidas e imposibilitando una retirada especialmente en tiempo de lluvias e inundaciones. Debe agregarse a esto los inconvenientes que en un conflicto se tocarían para adquirir y conservar los artículos de subsistencia.

La fortificación de Quimiri estaba al mando del capitán don Fabricio Bertholi quien tenía en ella 60 soldados. De estos murieron algunos por consecuencia de las epidemias, y otros por mal alimentados; y como se descuidaba el atender con puntualidad a sus necesidades, sobrevino el descontento y la deserción. Aprovecharon de tan buena oportunidad los bárbaros que regía Juan Santos, y en 1743 atacaron a los restos de la guarnición: Bartholi se negó a las intimaciones con desprecio de las promesas y amenazas; y cumpliendo su deber, pereció en la defensa con los pocos soldados que le acompañaban sin que pudiera escapar ninguno. Se había verificado en junio de 1742 el levantamiento de los indios de las reducciones que al punto se sometieron al poder e influencia de Juan Santos, juntándose a las hordas que éste capitaneaba después de dar muerte a cuantos misioneros y vecinos pudieron tomar. Veinticinco pequeños pueblos fueron destruidos, las obras de Quimiri arrasadas, y perdido todo lo que en largas y escabrosas tareas agrícolas se había establecido y cultivado. Y el dicho rey de los Andes con no pocos caudillos agentes sumisos a él, y Gatita de maestre de campo, pasó de sus dominios en varias direcciones amenazando a Tarma con una muchedumbre armada de flechas, y llegó a extender sus correrías hasta pisar territorio de la provincia de Canta.

Por entonces había tomado posesión del virreinato el general don José Antonio Manso de Velasco quien sin demora se ocupó de cortar el progreso de tan peligrosa insurrección. Envió al interior una fuerza respetable a órdenes del marqués de Menahermosa gobernador de la plaza del Callao y cabo principal de las armas. Este general hizo dos entradas una al cerro de la Sal, otra al pueblo de Quimiri donde se aprehendió a los que opusieron alguna resistencia. Las operaciones en lo sustancial no dieron resultado decisivo, y la que se emprendió para avistar y batir el grueso de indios que dirigía el mismo Juan Santos, se malogró porque fue sentida la tropa que penetraba por un flanco con el designio de atacar por retaguardia.

Era imposible combatir, no por la aspereza de tan difíciles caminos ni por lo copioso de las aguas, que todo podía vencer el sufrimiento de los soldados; sino porque los indios hacían la guerra emboscándose y huyendo sin prestarse a luchar de otro modo que ocultos y por partidas en   -311-   ciertas espesuras de los bosques desde donde disparaban sus flechas sin ser descubiertos antes. Tuvo que conformarse el marqués después de recias fatigas, con formar algunos ligeros fuertes a distancia, y en parajes adecuados, colocando pequeños destacamentos que fijasen una línea de frontera. Así se consiguió contener las insurrecciones y que Juan Santos no se empeñase en nuevas tentativas. Permaneció en el interior atendiendo a su seguridad, pues ya se conspiraba contra él, y aquellas naciones tan diversas en sus hábitos, apetecían volver a su primitiva soltura. Las precauciones y malicia de aquel caudillo, le inducían a ser cruel con cuantos excitaban sus recelos. Hizo matar a Gatica y a sus amigos más cercanos sospechando lo entregasen.

El virrey Manso opinó contra el antiguo pensamiento de levantar una fortaleza en el cerro de la Sal, porque en vano se cerraría una puerta para que se abriesen otras en la vasta extensión de la montaña; cuando por otra parte no había sitio que dominase todas las salinas, y sería preciso mucha fuerza para cubrir diferentes puntos en país malsano, y conservar libre la línea de comunicación por caminos fragosos y con sitios de mucho riesgo y a propósito para emboscadas imperceptibles.

Los indios durante varios años no hicieron salidas formales, limitándose a asaltar a los que se avanzaban, a tomarse a algunos ganados y herramientas que codiciaban mucho, para retirarse luego velozmente. El Virrey creó una columna, que se pagaba del ramo de fábula de Cruzada, y la distribuyó de manera que cubriese ciertos parajes de la frontera, empleando 50 hombres de caballería en cruzar constantemente por la ceja de la montaña. Este sistema produjo ventajas y el escarmiento de los que solían aproximarse.

A fines del gobierno de Manso (1761) se creía que Juan Santos hubiese perecido a manos de los mismos bárbaros; siendo cierto que no se supo ni volvió a hablarse más de él.

AQUIANAGA. Fernández de Córdova. El doctor don Blas, natural de Lima. Canónigo doctoral, tesorero y maestrescuela de esta Iglesia. Fue juez por autoridad apostólica, en las informaciones para la beatificación de Santo Toribio. Se le nombró obispo de Santa Praxedis in partibus y auxiliar del arzobispo de Lima don Pedro Villagómez. Falleció súbitamente en 1670, antes de consagrarse, y estando señalado el día en que debía hacerse esa ceremonia. Aquinaga a su claro entendimiento reunía la más asidua contracción al estudio.

ARACAÍN. Don Francisco -vecino de Lima. Dejó un legado con el objeto de que se fabricase una casa de arrepentidas bajo el título de la «Concepción»; además siete mil pesos ensayados, como capital para sostenerla con su producto, y mil pesos para renta de un capellán. La fundación no tuvo efecto, y aquellos recursos se emplearían en beneficio de los monasterios, según lo previno Aracaín para el caso de no poder erigirse la casa que proyectó. Véase Castillo, el padre Francisco del.

ARANA. Don Diego. Señor de la casa de Arana en Viscaya: militar de mucho crédito en Chile, y que tomó después el hábito de San Agustín en el convento de Lima adonde vino conduciendo presos a don Alonso de Ercilla y al afamado capitán don Juan Pineda por los motivos que sobra el lector enterándose del artículo relativo a dicho Pineda.

ARANA. Don Pedro de. Fue a Quito con tropas bajo su mando a consecuencia de haber pedido la Audiencia auxilios al virrey del Perú don   -312-   García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete porque el vecindario de dicha ciudad apoyado en el cabildo, resistió y se opuso al establecimiento del impuesto denominado «Alcabala» que era muy antiguo en España; y el rey Felipe II por cédula de 1.º de noviembre de 1591 ordenó se entendiese a sus dominios de América para atender a gastos navales. En un opúsculo publicado por don Pablo Herrera, hemos leído que el presbítero Ordoñes en su obra El Clérigo agradecido dice que el de signo oculto de aquellos conocimientos fue proclamar la independencia, enviando un comisionado a Inglaterra en demanda de apoyo y armas. Como quiera que sea, sublevado el pueblo y apoderado del Palacio del Gobierno, fue preso el presidente doctor don Miguel Barros de San Millán y los oidores tuvieron que ocultarse. Otro escritor moderno refiere que se trató de proclamar por monarca de Quito a don Diego Carrera hijo de la ciudad muy estimado de todos; y que el encono que motivó su negativa fue tal que el pueblo le hizo azotar por los valles, asegurado sobre un81 asno. Debiose la pacificación de la ciudad al influjo de los jesuitas, quienes hicieron muchos esfuerzos y servicios que el Rey cuidó de recompensarles largamente.

Aunque don Pedro de Arana no llegó a Quito con oportunidad, dictó las más severas providencias para extinguir por completo aquella alteración y restablecer la obediencia y el sosiego.

Había ido con amplia facultad del Virrey y disponía de soldados para hacerse respetar. El Presidente fue sometido a residencia; después se le depuso del mando trayéndosele a Lima. Entró a reemplazarle el Oidor licenciado don Esteban Marañón.

Arana formó un proceso contra los culpados y suprimió los puestos de alcaldes ordinarios, a los que lo eran Francisco Olmos y García de Vargas los envió también a Lima, con los regidores a que aquí se les castigase; el procurador general Alonso Sánchez fue decapitado, y perseguidas no pocas personas. Meses después el Virrey de un indulto general para que no se tratase más de los sucesos ocurridos en Quito con motivo de la alcabala.

Este mismo don Pedro Arana a quien don Antonio de León Pinelo en su biblioteca llama Diego, escribió una Memoria sobre las prevenciones y medidas que debían tomarse por sí, otra vez venían corsarios a las costas del Perú y Chile. También dirigió otra al virrey don Luis de Velasco en 20 de diciembre de 1598 dándole razón de todo lo que acaeció en Quito cuando fue a hacer cesar el alboroto causado por el establecimiento de la alcabala. Véase Hurtado de Mendoza, don García.

ARÁMBURU. El doctor don José Morales de -natural de Lima, hijo del maestre de campo y alcalde de esta ciudad. Ignacio Morales Aramburu, y de doña Ignacia Montero del Águila y Zorrilla: colegial del mayor y real de San Felipe, graduado en cánones en la Universidad de San Marcos y su rector. Abogado de esta audiencia y de presos del Santo Oficio. Asesor del cabildo de Lima y del Tribunal del Consulado. Tomó la orden sacerdotal; fue examinador sinodal del arzobispado, visitador de las provincias de Yauyos y Cañete, comisario subdelegado de cruzada, vicario, cura y juez eclesiástico de la ciudad de Santiago de Almagro, cabeza de la provincia de Chincha, en 1764. Edificó a sus expensas los templos de Pacarán, Picamarán, y el del Puerto de Santa Cruz de Zúñiga, dándoles utensilios, ornamentos y alhajas. Fabricó también a su costa un puente en el río de Cañete, y una cárcel en dicha ciudad de Chincha. Véase Montero del Águila.

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ARÁMBURU. El doctor don Juan Morales -natural de Lima, hijo primogénito de Garci López de Morales uno de los antiguos pacificadores del Perú, primer canciller mayor de esta audiencia y fundador del mayorazgo de su casa. Fue don Juan colegial del Real de San Martín, caballero de la orden de Santiago; oidor y después presidente gobernador y comandante general de Quito. Su hijo el general don Diego Morales Aramburu también canciller y primer ministro del Santo Oficio en Lima, tuvo alojados a los inquisidores en las casas de su mayorazgo, mientras aquel Tribunal fabricaba las suyas. Los descendientes de don Diego figuraron como militares en las guerras de Chile, don Ignacio Morales de Aramburu casado con doña Ignacia Montero del Águila, fue maestre de campo de las milicias de Lima, alcalde ordinario en 1716 y 1721, y su hijo don Félix, también limeño, maestre de campo, y alcalde en 1764. Este organizó con aprobación del virrey don Manuel de Amat en 19 de noviembre de 1762 una compañía de individuos del gremio de Pasamaneros vestida a costarle ellos, y con coronela permanente, en tiempo de guerra o de paz, que recayó en dicho don Félix. Antes había sido capitán y sargento mayor del batallón de Lima.

La familia de Morales, procedente de las doce troncales de Soria, tuvo parentesco con el virrey marqués de Montesclaros, con el arzobispo don Bartolomé Lobo Guerrero, con don Pedro de Sorez y Ulloa de la orden de Alcántara, general de batalla y presidente de Chile, con el obispo de Concepción don Diego Zamorano de Villalobos, con don Diego Fernández de Velasco gobernador de Cartagena y presidente de Panamá, con las casas de León y Garavito -de cuyos individuos tratamos en otros artículos. Los Morales por último tuvieron por ascendientes al conquistador Nicolás de Rivera el Viejo, y a don Luis de Guzmán, gobernador de Veraguas y Popayán, después comandante general de Tierra Firme.

ARÁMBURU. Ponce de León, don Diego -de la orden de Santiago; gobernador del Callao, de la familia de los Morales y Aramburu de esta capital, a la cual pertenecieron también don Diego de Aramburu (el primero de este apellido que vino al Perú hijo segundo de la casa de Ollardo en Guipúzcoa), don Nicolás Sáenz Aramburu y Mesía, contador del Tribunal mayor de cuentas; don Marcos de Aramburu de la orden de Santiago, general de la mar del Sur, en cuya armada y en el buque de su mando, vino al Perú el arzobispo Santo Toribio; y los doctores don Marcelo Aramburu de Guzmán, canónigo de Arequipa, y don Marcelo de Aramburu canónigo de Lima, ambos hijos de esta ciudad.

ARANDA. Conde de -el capitán general don Pedro Pablo Abarca de Bolea, grande de España, caballero del Toisón de Oro, ministro del rey Carlos III. Colocamos su nombre en esta obra, por la circunstancia de haber hecho a su soberano un vaticinio acerca de la emancipación de la América Española, con motivo de la protección que prestó los Estados Unidos, y del reconocimiento de su independencia. El conde propuso al Rey, y proyectó enajenar el continente americano en favor de tres infantes de Castilla, estableciendo tres Reinos, uno en Méjico, otro en el Perú, y otro en Costa Firme; hacer un pacto de familia con aquellos nuevos monarcas, un tratado de comercio extensivo a la Francia, con entera exclusión de la Gran Bretaña, y fijar un tributo que deberían pagar los tres príncipes como feudatarios de España. El príncipe de la Paz tratando de este asunto en el tomo III de sus memorias, dice que ese proyecto fue del todo francés, y que el haberlo propuesto fue la causa principal de la caída del conde y de su desgracia, en el tiempo que reinó después Carlos III. Véase Godoy, don Manuel de.

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Los émulos de Aranda decían que sus luces no eran muy extendidas; y el marqués de Caracciolo embajador de Nápoles «que era un pozo profundo con orificio estrecho». Creemos que los elogios de los filósofos le hicieran caer.

En cuanto a la expulsión de los jesuitas en que el conde de Aranda figuró como ningún otro, puede verse el artículo. Amat, virrey del Perú.

ARANDA. Diego de -portugués. Fue relajado y quemado en Lima en 21 de diciembre de 1625 por judío, y en virtud de sentencia del Tribunal de la Inquisición. En este auto de fe, hubo 24 reos que sufrieron castigo.

ARANÍBAR. El doctor don Pedro de -oidor de Lima, natural de Viscaya. Vino de España con su esposa, y tuvo aquí un hijo nombrado don Nicolás, nacido en 1650, y bautizado en la parroquia de San Lázaro. Éste contrajo matrimonio en Arequipa con doña María Bracamonte, de la familia de este apellido en Trujillo. Fueron sus hijos don Julián, y don Manuel asesor general del Virreinato, cuyo destino renunció. Don Julián casó con doña Rosa Fernández Cornejo Escudero de la Vega y tuvo varios hijos. Don José el primero de ellos, fue coronel, y se enlazó con su prima doña Cipriana Fernández de Cornejo en 1750. Véase el artículo siguiente.

ARANÍBAR. Fernández de Cornejo, el doctor don Nicolás de -nació en Locumba, Departamento de Moquegua en 10 de setiembre de 1767, y poseyó el mayorazgo de su casa. Fueron sus padres, el coronel de ejército don José de Araníbar y doña Cipriana Fernández Cornejo y Rendón. Estudió en el Colegio de San Carlos de Lima en que luego sirvió de maestro: se graduó de doctor y recibió de abogado en 1814, adquiriendo mucho crédito por sus profundos conocimientos jurídicos. Animado por el obispo Chávez de la Rosa se opuso a las canonjías doctoral, y magistral del Coro de Arequipa. Esta ciudad le confirió en 1812 el cargo de diputado a las cortes que no quiso aceptar. Desempeñó los de alcalde, asesor y fiscal de aquella intendencia, y en 1814 y 1820 fue uno de los jueces de la diputación provincial, conforme a la Constitución Española; representando a Arequipa en la capital de Lima. Sirvió la Judicatura de Alzadas del Tribunal del Consulado, desde dicho año de 20. En marzo del de 1821, el virrey don José de La Serna lo propuso al Rey, y lo nombró interinamente auditor general de guerra del virreinato en lugar del fiscal de la audiencia del Cuzco don Bartolomé de Bedoya, que dejó de desempeñar ese destino. El doctor Araníbar falleció en 10 de julio de 1851, hallándose de Presidente de la Suprema Corte de Justicia del Perú, después de su larga carrera de magistrado en que brillaron su rectitud y probidad. Había presidido el Congreso en 1823, y ocupado los puestos de Senador, Consejero de Estado y Ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores. Fue casado con doña Lorenza Llano y la Casa; y uno de sus hijos, el doctor don José, ha sido recientemente Ministro de Justicia Instrucción y Beneficencia de la República.

ARAUJO. Fray Fernando -natural de Pisco. Religioso de la Orden de San Agustín, doctor y catedrático de vísperas en la Universidad de Lima en el siglo 17. Dámosle el lugar de que es muy digno su nombre, porque fueron extraordinarios su talento, memoria, elocuencia y conocimientos científicos; y no aventajándole ninguno entre tantos elevados ingenios que tuvo su Orden, merecedores de aplausos y fatua en aquella época, le llamaron Delicias de las Escuelas. Está su retrato en la Universidad de San Marcos.

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AURAUJO Y RÍO. El doctor don José de -natural de Lima. No hemos podido hallar noticia de su carrera literaria, pero sabemos que fue presidente de la Audiencia de Quito por los años de 1736, lo cual se comprueba con la lista de mandatarios de dicho reino que publica don José Manuel Restrepo en su Historia de la revolución de Colombia; y asienta que fue nacido en Lima y que tomó posesión de la presidencia el día 29 de junio de dicho año. De este destino pasó Araujo al de presidente y capitán general de Guatemala, pues Alcedo en su Diccionario Geográfico, le coloca en una relación de los que desempeñaron dicho cargo, así como entre los presidentes de Quito.

ARAZURI. Don Saturnino García de -natural de Navarra, deán de Arequipa por nombramiento de 27 de agosto de 1802. Gobernó la diócesis por el obispo don Luis de la Encina. Era caballero de la orden de Carlos III. Fundó y empezó a edificar la capilla del panteón llamado de Miraflores, el año 1803. En Jesús hizo un pozo de cal y canto para baños, y unas viviendas para que se hospedasen los enfermos.

ARBIETO. El padre Ignacio de -natural de Madrid, de la Compañía de Jesús. Tomó el hábito en Lima, fue maestro de Teología y de novicios, y rector de varios colegios. Escribió una Historia de la Provincia en el Perú, en un tomo; y en otro, la vida de algunos varones ilustres de ella, de lo cual hace mención Lasor en su Orbe Universal.

ARBIETO. Don Martín de -natural de Vizcaya. Militó en el Alto Perú a órdenes de don Diego Centeno en la guerra contra la usurpación de don Gonzalo Pizarro y asistió a la batalla de Guarina en que fue batido don Diego. Mal herido y prisionero en esa jornada lo trató con atención y le ofreció sus servicios don Francisco Carvajal el afamado por sus crueldades. Restablecida su salud continuó en el ejército real bajo el mando del gobernador don Pedro de la Gasta, y se distinguió como valiente en el memorable día de Sacsahuana. En 1554 hallábase en su repartimiento de indios cuando se levantó en el Cuzco don Francisco Hernández Girón y abrió campaña sobre Lima. Arbieto se vino a esta capital, y se incorporó al ejército que obedecía a la audiencia gobernadora del Reino. Desempeñó el cargo de proveedor general del ejército.

En 1572 el virrey don Francisco de Toledo nombró en el Cuzco a don Martín de Arbieto su lugarteniente para que entrase con fuerzas a Vilcabamba e hiciese la guerra al Inca Tupac Amaru. Fueron a sus órdenes los capitanes don Martín Meneses encomendero de Guaqui, don Antonio Pereyra que lo era de Combapata, don Ordoño de Valera y don Martín García Óñez de Loyola que mandaba la guardia del Virrey, y era caballero de la orden de Alcántara. Penetró en aquel territorio y después de alguna resistencia y mortandad de indios, pasaron los españoles el río de Coyaochaca, de cuyas resultas el Inca se entregó y fue conducido por Loyola al Cuzco donde se le degolló. Arbieto fundó en las montañas de Vilcabamba la población que tituló Ciudad Capital, con el nombre de San Juan de la Victoria y levantó su Iglesia en la cual hizo sepultar los gestos del religioso Agustino Diego Ortiz martirizado en 1571 por los indios. Fue Arbieto regidor del Cuzco, casado en segundas nupcias con doña Juana de Ayala, y de su primer matrimonio tenía una hija llamada doña Mencia.

ARBIZA Y UGARTE. El doctor don Bernardo -nació en el Cuzco. Estudió en el colegio de San Martín de Lima y se graduó de doctor en la   -316-   Universidad de San Marcos en que fue catedrático de Digesto Viejo. Fue oidor decano de la real audiencia de Panamá: presentado para obispo de Cartagena en 1746, se ordenó de sacerdote; tomó posesión en el siguiente año, y gobernó hasta 1752. En 4 de setiembre de 1751 fue promovido al obispado de Trujillo de que tomó posesión por poder en 1.º de noviembre de 1752 y personalmente en 20 de enero de 1754. Murió en 20 de octubre de 1754 estando electo de arzobispo de Chuquisaca. Está sepultado en la iglesia del Carmen y su corazón en la capilla del Sagrario de la catedral de Trujillo.

ARBOLANCHA. Uno de los conjurados del partido de Almagro que asesinaron al marqués Pizarro en Lima el año de 1541. Fue el que dio una estocada al capitán Francisco Chávez, cuando éste salió de las habitaciones del gobernador. Murió en la batalla de Chupas que perdió don Diego de Almagro el mozo, y recogido su cadáver fue descuartizado. No sabemos si este Arbolancha fue el mismo que sirvió en Santa Marta años antes, con García de Lerma.

ARCE Y DE LA VEGA. Doña María -viuda del oidor don Alonso de Mesa y Ayala. Tomó el hábito de religiosa en el convento de la Concepción de Lima y lo mismo hizo su hija doña María de Mesa. Estas dos monjas fueron a la Paz el año de 1670 a fundar el monasterio del mismo nombre, del cual fue doña María Arce la primera abadesa.

ARDILES Y MOGROBEJO. El padre don Manuel Cayetano -nació en la ciudad de Moquegua. Estudió en uno de los colegios del Cuzco, fue después maestro en el de San Carlos de Lima. Entró en la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri (San Pedro), en 27 de enero de 1782. Falleció en 11 de febrero de 1802 a la edad de 48 años dejando grata memoria de sus distinguidas letras y virtudes.

ARECHE. Don José Antonio de. Queriendo el rey Carlos III mejorar la organización de la hacienda en el Perú, examinar el origen y aplicaciones de los ramos de ella, conocer el sistema que se observaba para la recaudación; y si convendría modificar los impuestos o crear otros, determinó formar un tribunal de visita que estudiara las reformas que debieran hacerse; arreglando el giro de la contabilidad e investigando el manejo y desempeño de los funcionarios y si se cumplían las leyes y pragmáticas sobre Hacienda. Confirió tan delicado cargo en 11 de marzo de 1776 al intendente de ejército y consejero de Indias don José Antonio de Areche caballero de la orden de Carlos III, dándole el título de visitador general del virreinato del Perú, Chile y provincias del Río de la Plata. Se extendía su autoridad a los tribunales de justicia; y reasumía la superintendencia de hacienda que ejercían los virreyes sobre las cajas reales, subdelegación de la renta de tabacos y demás ramos, incluyéndose los de propios y arbitrios.

Recibiose en Lima el 14 de junio de 1777, y en el real acuerdo el 21 de julio. Tuvo por secretario a don José Ramos Figueroa oficial del ministerio de Estado; por subdelegado a don Antonio Boeto, después regente de la Audiencia de Charcas; de fiscal a don Melchor José de Fonserrada que pasó de oidor a la isla de Santo Domingo, y de contadores a don Fernando de Saavedra, más tarde intendente de Trujillo, y a don Pedro Dionisio Gálvez, que fue en seguida contador mayor del Tribunal de Cuentas de Lima. Estuvo agregada a la visita la comisión que vino a organizar el estanco de tabacos, y que presidía el director general de este ramo en Méjico don José de la Riva-Agüero.

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Gobernaba el Perú el teniente general de marina don Manuel de Guirior, quien muy pronto se vio rodeado de obstáculos para el ejercicio de sus atribuciones, porque el visitador general dando ensanches a sus facultades, que no era fácil deslindar, menguaba las del Virrey a quien no podía obedecerse en materia de gastos sino por el órgano del visitador y después que este a su juicio calificara las necesidades. Las visitas serían buenas, ejercidas parcialmente y sobre determinados objetos para estudiarlos primero, poner de manifiesto los errores que se advirtiesen, y promover las reformas verdaderamente útiles. Pero estas comisiones extraordinarias y ruidosas no era posible probasen bien reasumiendo casi por entero el poder gubernativo, y reduciendo a estrechos límites la autoridad principal del reino. Indispensable era que surgiesen las competencias y desapareciese la buena armonía, mucho más cuando se removían a un tiempo todas las cosas sin conocerlas a fondo ni consultarlas. Esto tendía más bien a descomponerlas, dando por resultado que unas mejoras quedasen sin perfeccionarse y otras se entorpeciesen tal vez al principiarlas. No era esta la primera visita que funcionaba en el Perú: en otras anteriores se había tropezado con embarazos suficientes para frustrar inadecuadas reformas. Y aunque los comisionados estuvieron dotados de luces, y de más o menos prudencia, siempre asomaron las ocasiones de desagrado y peligro. Solórzano en su Política Indiana recuerda que ninguna terminó satisfactoriamente, y discurre con su acostumbrado juicio sobre una materia cuyos frutos tenían que ser escasos. El virrey marqués de Montesclaros comparaba las visitas «con los torbellinos que llevaban el polvo y las pajas hacia la cabeza».

Guirior no era hombre de dejar vulnerar sus respetos, y aunque guardó consideraciones a la visita, no tardó mucho en disgustarse del espíritu de superioridad que se dejaba conocer en Areche. Sin embargo: la memoria que entregó Guirior al virrey Jáuregui, obra de su asesor el marqués de Soto-florido, está escrita con tanta discreción y pulso, que casi no deja percibir el desacuerdo en que estaba con Areche: y en las comunicaciones oficiales de éste, que acompañan a aquel documento, tampoco se ve ninguna frase desatenta que hiciera traslucir la rivalidad que existía entre ambos. Aparece de ellas que pedía la cooperación del Virrey para los asuntos en que la creía precisa; y no menos cauteloso el Virrey hacía resaltar en sus notas el más moderado estilo, prestándose siempre a expedir las providencias que el Visitador le demandaba. Pero en medio de esto el Virrey no podía disponer se hiciera ningún gasto extraordinario de tantos que requería la situación del país, amagado de una guerra extranjera y de sacudimientos interiores: éstos requerían no pocas precauciones de seguridad, y aquella prontos preparativos de defensa. Areche pretendía que todo se atribuyese a su previsión; Guirior que constase haber él pensado antes en la adopción de ciertas providencias. El uno a la sombra de economías censuraba gastos, o los suprimía aun después de haberlos autorizado; el otro se contemplaba deslucido, en humillante dependencia del altivo Visitador, y embarazado para el cumplimiento de sus deberes. Guirior no gustaba de innovaciones y ligerezas porque conocía que no era cuerdo promoverlas sin urgencia en la época que se atravesaba. En el tiempo de su gobierno se habían conmovido muchas provincias: diferentes corregidores muertos, tumultos y alborotos por todas partes, acreditaban que existía un desagrado general reconociendo por principio las injusticias y vejaciones sufridas por los indios, y los robos descarados de dichos corregidores con ocasión de los repartimientos.

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La visita empezó pues bajo malos auspicios; la época no podía ser más azarosa y si Guirior comprendía bien y por experiencia las causas y los antecedentes de la desesperación de los pueblos, Areche con no acoger bien sus pareceres, se situó en terreno desconocido sin verdadero norte y sin más guía que su vanidad y sus caprichos. Estaba el Perú alterado y no bien dispuesto para reformas que si pudieran ser útiles a la real hacienda, nada interesaban a los pueblos oprimidos y esquilmados. Si Areche hubiera estudiado los motivos del descontento, si hubieran llamado su atención los sucesos que acababan de pasar en muchas provincias, habría descubierto sin dificultad esas causas que le aconsejaran empezar su visita por abolir los repartimientos: esta providencia que entonces distaba de su ánimo, hiriendo el blanco de los peligros los habría hecho desaparecer de improviso.

Hacía pocos años que varios vecinos respetables del Cuzco trabajaron una prolija exposición al Rey haciéndole ver los procedimientos escandalosos de los corregidores; y como la materia se prestaba a interminables relatos, deseando los autores de aquella que no se dudara de su verdad ni se les tildara de apasionadas exageraciones, tuvieron la ocurrencia de escribir una serie de ejemplos prácticos documentados para comprobar las acusaciones más notables, citando sin temor alguno los actores en los hechos que denunciaban y nombrando de testigos a sujetos dignos de fe.

Esta clave auxiliar la dirigieron al ministerio acompañando la expresada manifestación al Rey. Era costumbre no formar buen concepto de escritos de este género, que estaban en contradicción con el silencio de los virreyes, o con sus informes y los de diferentes personajes que por interés privado sostenían y defendían a los corregidores. Una copia manuscrita de ambos documentos forma un libro que está en la biblioteca de Lima el cual nos ha servido mucho en nuestra presente obra; y su contenido opinamos es lo mejor que se ha acopiado en cuanto a los padecimientos de los indios, y a las trasgresiones y atentados de las autoridades provinciales y párrocos de entonces. Ignoramos si la citada exposición fue echada al olvido, o si dio mérito a algunas prevenciones de las que con frecuencia se hacían a los virreyes para que remediasen los abusos y castigaran a los delincuentes. Nada se haría en este sentido, desde que ni a Guirior ni a su antecesor Amat, se les vio expedir resoluciones duras y eficaces contra unos excesos cuya extirpación convenía tanto a la tranquilidad del país, al honor y a la conciencia de los ministros y de los gobernantes que los toleraban. Parecía que o no creían los mismos peligros que iban ya palpando, o que esperaran una gran explosión como la que aconteció en 1780, exponiéndose al terrible trance de no hallar el medio de dominarla.

Guirior en su memoria de gobierno puntualiza las turbulencias acaecidas en catorce provincias, y el asesinato de los corregidores de tres de ellas. Discurre sobre lo dañoso de los repartimientos, la pobreza de los indios y miseria de los mestizos; y habla de un ensayo ideado para abolir el repartimiento. Muy frescos se hallaban los rastros de estas conmociones, y muy al alcance de todos los trabajos que hubo necesidad de emplear para sofocarlas. Es preciso comprender que en el Perú germinaban ya en el último tercio del pasado siglo las simientes de su emancipación, y que en muy marcados sucesos se dieron seriales más que suficientes de que una causa común y no manifiesta, producía la efervescencia de los espíritus. Se ve con suma claridad que los movimientos ocurridos en casi todas las ciudades por los años 1777 y 78 no fueron obra de los indios, sino de otras clases sociales que abogaban por ellos   -319-   para conmoverlos; mientras ponían en acción a los mestizos, que si no sentían males de igual naturaleza, la miseria y la ambición los predisponía para figurar en los desórdenes. Una persona notable del Cuzco; don Lorenzo Farfán los acaudillaba en una seria conspiración que se descubrió, y en la cual estaban comprendidos artesanos acomodados y muchos individuos que no pertenecían a la plebe y contaban con don Bernardo Tamhuaeso cacique de Pisac en Calca, quien los apoyaría con su indiada. Farfán y éste con seis más de los de mayor complicidad entre los que fueron juzgados, sufrieron la pena de horca para cuya ejecución hubo que acuartelar tropas y tomar escogidas precauciones. No era ese plan de indios tributarios, como tampoco lo fue otro de mayor entidad que estalló en Arequipa dirigido por personas notables que se ocultaron después de lanzar a la sedición las diversas clases del pueblo que atacaron y saquearon la aduana y dieron soltura a los presos de la cárcel. Esta revuelta se sofocó por la fuerza armada a costa de algunas víctimas; y con tal motivo marchó a Arequipa tropa veterana de la plaza del Callao a la cual se trató de rechazar para que no entrase en la ciudad. Los indios agraviados con el abuso de los repartimientos no eran los autores de multitud de pasquines y diatribas contra el Gobierno español que se esparcían diariamente en las dos capitales lo mismo que en Moquegua. No fue posible apelar de las diligencias judiciales conocer a los verdaderos autores de dichos sucesos, y el virrey Guirior diciendo «que en Arequipa había espíritu de odios y emulaciones», adoptó el partido prudente de suspender toda indagación: poníanse los sospechosos a cubierto descargando la responsabilidad sobre la plebe en conjunto, como hasta ahora suelen hacerlo.

Para contener los tumultos en Cailloma se arbitró el medio de rebajar la tercera parte a los mineros deudores, de lo que restaban por el repartimiento. Guánuco se aquietó por la influencia de suaves disposiciones y exonerando de la alcabala a los pueblos fronterizos para lo cual había una real orden. En los alborotos de Guamanga se alzaron voces contra la alcabala y se pretendió libertar de tributo a ciertas parcialidades. Sosegados que fueron, con algún trabajo, se practicaron averiguaciones, y resultó de ellas que interpretando un bando referente al comercio extranjero, se había hecho creer al pueblo que iba a extinguirse la industria de calcetas, medias y gorros de algodón. Más grosera fue todavía la invención que dio lugar a la asonada que se experimentó en Guancavelica. Se hizo circular la voz de que iba tropa de Lima con el objeto de degollar al vecindario, y con esto los que forjaron semejante cuento, que por cierto no eran indios, lograron alborotar la multitud. En Guancavelica se multiplicaban pasquines tan desvergonzados como los de Moquegua y se atacaba con pedradas a las patrullas.

En Guaraz acaecimientos semejantes alteraron el orden, y si pudo restablecerse fue separando de la ciudad a un fraile y a otros individuos que eran los promotores de las turbulencias. Para tranquilizar al vecindario de Pasco hubo necesidad de providencias competentes, y de que el Virrey reservase ciertas cartas que se habían recogido en el tumulto. A Piscobamba, a Mito en el valle de Jauja, y otros puntos, se envió tropa para reprimir las demostraciones del desasosiego sedicioso.

A la entrada de Areche en el Perú con el aparatoso Tribunal de la visita, parecía regular se abrieran las puertas de la esperanza y que las provincias se prometiesen la cesación de sus desgracias: pero no sucedió así, y tan lejos estuvieron de contar con alguna mejora, que en todo el país se divulgaron noticias asegurando que la misión del Visitador no era otra que la de aumentar los impuestos y crear nuevos gravámenes   -320-   que consumasen la ruina de los pueblos. Estas especies bien se comprende que eran esparcidas con objeto pensado para sus fines por los díscolos y alborotadores (españoles algunos de ellos) que se hacían de valimiento entre las muchedumbres aparentando ser sus activos defensores. Los indios nunca creían que se trataba de aliviarlos, y repugnaban hasta que se les hiciesen beneficios sospechando que encerrasen algún fin siniestro. A tal extremo habían llegado su desconfianza y sus desengaños.

Areche en vez de no perder momentos para ocuparse seriamente de planes salvadores, uniéndose al Virrey para aprovechar de su experimentado celo, piensa que está en tiempos normales y se empeña en arbitrar los medios de dar creces a los ingresos del Erario para recomendarse ante la Corte; y sin entrar en el examen reflexivo de lo inoportuno de sus proyectos, trata de realizarlos con tenaz imprudencia.

Guirior tampoco estaba del todo exento de responsabilidad por la situación crítica en que se encontraba el país. Poco antes de llegar el Visitador; y cuando no podía ignorar su venida, impuso al aguardiente peruano el derecho de 12½ por ciento para el Erario. Este gravamen aunque recayese sobre un renglón de vicio, decía el Virrey que se había establecido tranquilamente, y que sólo los hacendados de los valles de Arequipa e Ica se mostraron descontentos. Si este descontento existía en los que podían alzar el precio de la producción, calculada entonces, como el mismo Virrey lo indica; en 150000 quintales; ¿que podrá inferirse de los consumidores que tenían que sufrir la carestía del artículo y ser ellos los que pagasen el nuevo y exorbitante impuesto? El Rey no había mandado crearlo, aunque después lo aprobara creyéndolo tolerable según los informes que se le dieron; y lo más extraño es que el Virrey alegó la causa de hallarse el Erario exhausto. Pero en la misma memoria en que así lo escribió expuso que los ingresos de los ramos fiscales fueron en 1779, 5.828,852 pesos, los gastos 4134643, y el sobrante 1694208 pesos, sin contar con los fondos existentes en la casa de Moneda y en la administración del azogue en Guancavelica, ni con más de millón y medio en depósitos. Este balance se hizo después de excluir lo tocante a las provincias que se habían desmembrado pasando al nuevo virreinato de Buenos Aires. Expuso igualmente el Virrey que en los tres años de su gobierno la entrada de pastas de oro para amonedarse se había aumentado en 3700 marcos comparándola con la que hubo en los últimos tres años de su antecesor, y que si la plata en el dicho período había disminuido en 23000 marcos, esto provenía de que creado aquel virreinato estaba prohibido todo negocio de barras con el Perú a donde sólo venía ya la plata amonedada. Si a lo referido se agrega que el virrey Guirior auxilió a Buenos Aires para la guerra de los portugueses con más de cuatro millones en diversas remesas de dinero sonante deberemos concluir diciendo que no estaba el Erario exhausto, que tenía sobrantes a causa del aumento de los ingresos, y que el haber gravado al aguardiente con un 12½ por ciento de derechos ocasionó el excesivo desagrado que creemos firmemente dio pretexto a las turbulencias de Arequipa, Moquegua y otros puntos. Hay que hacer esta censura al gobierno de Guirior, y es sensible porque fue un Virrey honrado que dictó diferentes providencias justas y provechosas y bastará para recomendarlo la constancia con que negó a los mineros la asignación fija de mitayos que pretendieron con empeño para las labores particulares de muchos nuevos minerales. Tratamos de todo lo concerniente a su conducta y actos administrativos en el artículo que le corresponde.

Volveremos al visitador Areche que es objeto del presente. Dijimos   -321-   que debió principiar por extinguir los repartimientos, y ahora fundaremos nuestra opinión. El Virrey había declamado contra ellos exponiendo al Rey con vigor y libertad todos los abusos y hurtos que abrumaban a los indios: defendió a estos como ningún otro lo había hecho, y representó contra la inicua costumbre de no dejar comerciar a nadie en las provincias sino al mismo que las gobernaba y reunía en sí la autoridad judicial. Guirior prohibió en 1777 a los corregidores renovar en sus períodos bajo diversos pretextos el repartimiento que sólo les era permitido hacer a su ingreso, y el Rey al aprobarlo le ordenó en 1778 que en consorcio del visitador informase «sobre si convendría prohibir del todo a los corregidores los repartimientos». Con este motivo organizó el Virrey un voluminoso expediente con muchos acertados dictámenes que reunió de personas inteligentes y de acendrada probidad. Areche no se ocupó debidamente de este asunto, acaso por lo mucho que enaltecía el mérito de Guirior a quien emulaba con la baja mezquindad de sus pasiones.

El marqués de Casa hermosa corregidor de Huaraz indicó al Virrey que podían abolirse los repartimientos; y que él se convendría con que se le diese un sueldo anual, que era fácil se reuniese con una moderada cuota que erogaran los tributarios. Agradó a Guirior esta idea, formó autos en que obraba constancia de haberse prestado y avenido ya con la anunciada reforma muchos pueblos de aquella provincia. El Virrey pasó este asunto al visitador, quien aunque no se mostró opuesto al proyecto; no tuvo voluntad para autorizar se ensayase, aunque fuera en una provincia a fin de juzgarlo después por sus efectos. Para los indios y para todos los habitantes habría sido una medida proficua y benefactora la de hacer cesar el monopolio mercantil de las autoridades locales; el comercio habría tenido holgura con la libertad y la baja de los valores, el mayor consumo hubiera aumentado el tráfico y también los productos de aduana. No se desanimó Guirior, y envió al Rey lo actuado para que resolviese lo que lo pareciera más conveniente.

Areche hizo subir al 6% el impuesto de la alcabala que antes era de un 4%, providencia que en esas delicadas circunstancias concitó el desagrado general y alimentó maliciosas inquietudes. Aunque los indios por ley especial estaban exceptuados de ese gravamen por lo respectivo a las ventas de sus propias cosechas y productos de su industria, se cometían en este ramo muchos abusos por indebidas cobranzas, estuviesen o no, coludidos los exactores con los corregidores. Comprobaron esta verdad las diferentes asonadas que fueron sucediendo, y la muy ruidosa acaecida en Yungay contra el receptor de alcabalas, que a no ser feliz al emprender la fuga hubiera perecido en la violencia del motín.

Proponiéndose Areche aumentar el rendimiento de los tributos, dispuso con nuevas instrucciones para la formación de matrículas, que debían actuarse en tan desfavorable tiempo, se empadronasen individuos que estaban acostumbrados a no dar tributo. No sólo se originó con esta imprudente novedad la resistencia de los mulatos y negros libres de Lambayeque, pues se dejaron sentir en otros puntos síntomas alarmantes por el mismo motivo. El Virrey escribió al visitador diciéndole que aunque había un principio legal para que aquellos se sujetasen a pagar dicha contribución; como la ley que así lo dispuso, no había tenido efecto en un dilatado número de años y sólo existía memoria de haberse cumplido, «parecía indispensable la mayor sagacidad y cautela para introducir su observancia en la época que se atravesaba».

Areche lo contestó «que según las leyes debían dar tributo aun las negras y las mulatas; pero que él por equidad había mandado excepcionarlas contando con que la piedad del Rey lo aprobase: que suprimiendo   -322-   la voz tributo había denominado contribución militar la que era indispensable pagasen todos como se pagaba sin tropiezo en Ica y Cajamarca; que las ocurrencias de Lambayeque eran promovidas por un español llamado Félix Laso contra quien no podía proceder porque era necesario contemporizar las circunstancias y que estas mismas hacían que por su parte quedasen impunes las cabezas de partido, bien a pesar de lo que importarla escarmentarlos, [a lo menos haciéndoles perder de pronto los empleos que tenían de oficiales de milicias] por perturbadores de la quietud pública, enemigos de los derechos del Rey y por el insultante modo con que se manejaron al entrar en la habitación del comisionado de la visita con semblante y aire de independencia, sombreros puestos, tirando sobre la mesa el escrito que llevaban y tomando asiento etc. Que él se hallaba sin fuerzas para tomar alguna providencia que sin ser muy dura pusiese en más respeto y veneración a estas clases insolentes. Que nunca había pensado en matricular a los mestizos, como lo habían dicho al Virrey, porque la ley los exceptuaba, que él creía permanecía todo tranquilo, cuando el corregidor don Juan de Oqueli después del suceso, le había propuesto establecer un estanco de aguardiente. Que con la impunidad de Lambayeque se seguiría la misma conducta en otras partes, que él no alcanzaba el remedio cuando sus operaciones llegasen a tener necesidad de otro modo de proceder. Y que si el Virrey gustaba podía darles alguna señal, si no con todo el rigor que merecían, a lo menos con alguna expresión visible de su desagrado; pues él por su parte no podía pasar más adelante en este asunto de que ya había dado cuenta al Rey».

Guirior que comprendía las tendencias del visitador, puso notas al apoderado fiscal y al corregidor de Lambayeque manifestando su desagrado por los sucesos ocurridos, ordenándoles reprendiesen y conminasen severamente a los autores del desorden; y aconsejando a los que debían contribuir, para que reparasen las faltas cometidas prestándose al pago de las cuotas asignadas. Mientras el Virrey hacía esto cediendo a la insinuación de Areche, éste ordenaba sin saberlo Guirior, que se suspendiese todo procedimiento; así el apoderado fiscal no trató más del asunto.

Areche con la nueva actuación de matrículas hizo subir, y no poco, la entrada por tributos, sea que hubiera habido defectos en las precedentes revisitas por ocultación de indígenas u otras causas, sea que por complacerlo, y aun por lograr mayor obvención, los apoderados fiscales empadronasen a muchos que no debieran por faltarles la edad o tener cumplida la que los excluía de ese gravamen. Suprimió la antigua oficina llamada «de Retazas» que existía desde que el virrey don Francisco Toledo hizo el arreglo final de los tributos; y creó una contaduría general para que con sujeción al reglamento y atribuciones que le señaló, entendiese en la dirección y manejo de todo lo correspondiente a este ramo.

En el de diezmos dictó ordenes e hizo innovaciones que dieron más seguridad a los procedimientos, bien que en ellos se propusiera, como lo consiguió, acrecentar el ingreso de los novenos reales. Hizo erigir la junta de diezmos que llamó unida porque entraron a componerla autoridades de Hacienda que se juntaron con los capitulares para entender en los remates y otras funciones, reorganizándose la contaduría y tesorería de la mesa decimal. Para esta reforma había ya una real cédula, con el objeto de que los empleados del Rey interviniesen en un asunto de interés del fisco el cual corría antes por una vía independiente.

Resolvió Areche que las alhajas y la plata y oro labrados no estuviesen exentos   -323-   de derechos de diezmo y cobos; y queriendo se cobrasen también a lo anteriormente invertido en vajillas y otros objetos de servicio, el Virrey se negó a un mandato cuya fuerza retroactiva lo hacía de todo punto injusto. El Cabildo de Lima representó, lo mismo que el Tribunal del Consulado, oponiéndose a estas determinaciones, presentando reales órdenes en que el Rey había exonerado de dichos impuestos a las provincias del Reino desde 1652 y 1681, razón por que sólo pagaban en los casos de exportación. No valieron estas gestiones, y lo más extraño fue que hubo una real orden que Guirior no creyó deber publicar aprobando lo hecho, en circunstancias de que por otra cédula encargaba el Rey «se tratase a sus fieles vasallos con dulzura y humanidad para no exasperarlos». Queriendo Areche buscar otro arbitrio de utilidades para la real hacienda en las operaciones de fundición y las de separar, desligar y ensayar los metales, trató de establecer una oficina llamada de apartado y para ello hizo venir de Méjico a don Demetrio Guasque y varios artistas ocasionando gastos que fueron perdidos porque no pudo establecerse el proyectado método.

El visitador dispuso que los tributos se enterrasen íntegros en las cajas reales, para que en ellas se efectuase la distribución legal de ciertas sumas. Antes de esta providencia los corregidores hacían por sí en sus provincias diferentes aplicaciones a favor de objetos que se fomentaban con parte del producto de dichos tributos. Eran estos el pago de sínodos a los curas doctrineros, lo asignado para fábrica de los templos, salarios de profesores de instrucción, gastos de juntas de matrículas etc.; ramos en que muchos de los corregidores hacían negocios rastreros y fraudulentos. Los tributos para sostener esas atenciones se disminuían en más de 400 mil pesos anuales; siendo de advertir que este ramo producía en tiempo de los corregidores menos de lo que rindió con posterioridad y cuando habían dejado de pertenecer al Perú las provincias que formaron el Virreinato de Buenos Aires.

Aunque lo hemos deseado, no nos es dable ofrecer a la historia otras disposiciones notables del visitador Areche; falta un archivo nacional arreglado donde pudieran obtenerse datos extensos de las operaciones de la visita general; y aun ignoramos si existen los documentos tocantes a ella entre los muchos papeles antiguos que se han acumulado ya para emprender la tarea penosa de reconocerlos y clasificarlos. Creemos que no faltarían entre los actos de ese visitador algunas providencias bien fundadas y provechosas. Él suprimió las cajas reales que hubo en Piura desde la conquista, reuniendo a las de Trujillo todos los ramos y atenciones peculiares de aquellas. Hizo reedificar en 1781 con mucha amplitud y mejora, el local que ocupa en palacio el Tribunal Mayor de Cuentas, cuya oficina arregló disminuyendo el número de sus empleados. Mandó que se sacaran a remate la casa de Gallos, el ramo de Sisa, y otros que se arrendaban y manejaban de diversa manera: el impuesto de Sisa se recaudaba antes por la Aduana.

El virrey Guirior daba las pruebas más copiosas de su prudencia y tacto administrativo contemplando con atinado juicio las circunstancias del país por cuya tranquilidad se había desvivido removiendo en lo posible las causas fatales del descontento. No procedía lo mismo el visitador Areche que con indiscreto celo y llevado de sus propios dictámenes en que rebosaba la temeridad y el orgullo, hacía recrudecer el disgusto general provocando conflictos e impeliendo los excitados ánimos a una crisis estrepitosa.

Convertido en émulo del Virrey, agitado por la ruin pasión de la envidia, díscolo y pertinaz por carácter, llenó el ministerio de comunicaciones   -324-   secretas contra Guirior: le acriminaba desfigurando unos hechos y suponiendo otros que revestía de apariencias para disfrazar el espíritu rencoroso que lo guiaba. De estas acusaciones las principales fueron: que censuraba con poco respeto algunas de las reales cédulas que había recibido. Que se manifestó muchas veces desagradado y opuesto a los ministros y aun al mismo Consejo Supremo, prorrumpiendo en escandalosas detracciones que dejaban admirados a los que le oían y sentían el mal ejemplo que daba con semejantes discursos. Que ponía estorbos al arreglo de los ramos y rentas del Erario declamando de continuo contra la visita general para hacerla odiosa y malograr sus operaciones. Que dispuso o consintió se hiciese una pública celebridad en Lima con el escandaloso título de su coronación. Estos cargos pesaban más desde que estimulaban el resentimiento de los ministros del Rey, y uno de ellos don José de Gálvez, se propuso destituir al Virrey, y lo llevó a efecto sin dificultad alguna. Sorprendido y alucinado por Areche, dispuso que además del juicio de residencia que debía formarse a Guirior, se le siguiese una causa secreta para comprobar las ya referidas acusaciones. Se tenían acumuladas otras, como la de haber dicho el Virrey que él podría hacer florecer la hacienda real sin estrépito ni daño de los vasallos; la de haber dado ordenanzas al gremio de plateros y bateojas, y otras más o menos infundadas y hasta ridículas. Areche se irritó por flemas a causa de que el Virrey hizo recoger los nombramientos que él dio de Decano, Fiscal etc., para establecer el colegio de abogados, los cuales se resentían de ilegalidad por no estar en sus facultades la expedición de ellos. El ministro Gálvez al dirigir sus órdenes al oidor don Fernando Márquez de la Plata juez de la residencia de Guirior, le previno manifestase las instrucciones a Areche «pidiéndole noticia de los demás puntos graves en que el Virrey hubiese excedido los límites de la moderación y respeto con que debía mirar y obedecer las soberanas disposiciones de Su Majestad, los justos preceptos de las leyes etc.».

Nombrado virrey del Perú el teniente general don Agustín de Jáuregui, bien al corriente de lo que había experimentado su antecesor, se propuso pasar su época en paz con el visitador Areche, dejándole proceder sin embarazo alguno, aunque se afectase en algo el decoro y estimación del alto puesto de un Virrey. Aunque hay poco que leer en la relación del gobierno de Jáuregui con respecto a los asuntos fiscales y actos administrativos de la visita, aparece que el sufrido Virrey se defendió varias veces de los abusos de Areche: uno de ellos fue él haber creado por sí el destino de juez conservador para el Cabildo de Lima y haciendo el nombramiento de la persona que lo sirviera permanentemente. No pudo siempre desentenderse Jáuregui de los avances con que Areche desairaba su autoridad excediéndose de sus atribuciones, y aun dando órdenes que de ningún modo eran lícitas, como la de haber permitido al administrador de la aduana admitiese la consignación de un buque, cuando estaba prohibido a los empleados ocuparse de asuntos de comercio.

Apenas llegó a noticia del Virrey que el cacique de Tongazuca don José Gabriel Condorcanqui, bajo el título de «Tupac Amaru» se había sublevado en 4 de noviembre de 1780 dando muerte en una horca al corregidor de Tinta don Antonio Arriana, convocó al real acuerdo con asistencia del visitador general para determinar las providencias que debieran ejecutarse a fin de combatir tan alarmante insurrección que no se preveía hasta qué grado podría incrementarse. Jáuregui pensó ir él mismo con las tropas que era urgente enviar al Cuzco; mas luego por no estimarse conveniente su salida, se resolvió marchase el Visitador Areche   -325-   a dirigir las operaciones y pacificar el país; bien entendido que llevaría omnímodas facultades para no verse embarazado en el ejercicio de la autoridad militar y política. Se acordó todo lo necesario, y por lo pronto fue remitida una columna con el coronel don Gabriel de Avilés para reforzar el Cuzco cuya defensa estaba librada a los milicianos de dicha ciudad, y a los que de Abancay había llevado con el mismo objeto el corregidor teniente coronel don Manuel de Villalta. Después emprendió Areche su jornada, con el mariscal de campo subinspector general don José del Valle y Torres destinado a mandar el ejército que iba a reunirse, y sacó de Lima tropas, piezas de artillería y un parque competente. La relación de los sucesos militares de esta campaña hasta quedar destruido Tupac Amaru, la encontrará el lector en los artículos correspondientes a Avilés y a Valle, con las expediciones de ambos sobre Puno y otras provincias después de la captura y muerte de Tupac Amaru hasta la conclusión de aquella guerra.

De los hechos de este caudillo damos razón documentada en el artículo tocante a él, insertando la sentencia pronunciada por Areche el día 15 de mayo de 1781, en el proceso que siguió en el Cuzco el oidor de Lima don Benito de la Matalinares a quien había llevado para que desempeñase la auditoría. Atroz, espantoso y nunca visto fue aquel despiadado fallo, porque no contento Areche con aplicar a Tupac Amaru la última pena, y con hacerle sufrir el tormento de la garrucha, le condenó a ser descuartizado vivo al impulso de cuatro caballos, después de cortarle la lengua, y de presenciar el suplicio de horca de su esposa Micaela Bastidas, de su hijo Hipólito, de su cuñado Antonio Bastidas, de su tío Francisco Tupac Amaru, de la cacica de Acos Tomasa Condemaita que sufrió la pena de garrote (a todos los cuales se les cortó antes la lengua) y de sus cómplices José Berdejo, Andrés Gastelu y Antonio Oblitas que fueron también ahorcados. Hízose en la plaza del Cuzco la ejecución el viernes 18 del citado mes, distribuyéndose en diferentes provincias y pueblos las cabezas y brazos de los de aquella desdichada familia. Estremece la relación de estos actos de barbarie, y la fría crueldad del abominable Areche quien al encerrar por sí mismo en la prisión a Tupac Amaru le dijo no saldría de ella sino para terminar su vida en el cadalso. Durante el proceso dispuso se le sirviese de su mesa el alimento como lo hizo en el mismo Cuzco dos y medio siglos antes, Hernando Pizarro con Diego Almagro víctima de sus venganzas, Areche no dejaba de oír misa todos los días, y el del castigo o mejor dicho del martirio horrible de los sentenciados, se confesó y comulgó como para dar un público testimonio de la tranquilidad de su conciencia; concurriendo a presenciar desde el convento de la Compañía aquella trágica y repugnantísima escena. Siguieron después en diferentes puntos numerosas ejecuciones que puntualizaremos en el artículo Tupac Amaru y otros. Véase Arriaga.

Convendrá insertar aquí la carta que Tupac Amaru dirigió al visitador Areche luego que supo su arribo al Cuzco. Sin embargo de que ella ha sido ya publicada, la copiaremos en lo sustancial, pues contiene cláusulas que no son más que la repetición de otras, o el relato de particularidades insignificantes. Necesitamos traer a la vista dicha carta, porque vamos a colocar a continuación de ella la respuesta que Areche dio a Tupac Amaru; documento que así como otros que poseemos, no ha sido hasta ahora impreso, y que da la última prueba del carácter siniestro del Visitador: pretendía que aquel se entregase, no para recibir un perdón absoluto, sino para que muriese resignado con los auxilios espirituales, y no se le recargase el castigo con mayores tormentos.

  -326-  

«Señor Visitador:

»Con la buena llegada de usía he recibido grande gusto de que al recibo de ésta disfrute salud robusta, y que la mía ocupe en lo que fuere de su agrado. [...]

»No quiero enigmas en lo que pretendo, sino una pura verdad, que esta, aunque adelgaza, no quiebra. Dos años hace ya que el Rey mi señor, con su liberal y soberana mano expidió su real cédula, para que a raíz se quitaran estos repartos y borrados los nombres de esos corregidores; y lo que hasta hoy se ha estado haciendo, es ir entrampando y continuando su inicua existencia, con decir que conforme fuesen acabando sus quinquenios, irían feneciendo; y este modo de giro es capa de maldad contra la corona del Rey mi señor y su real mente, porque lo que pretendemos todos los provincianos de todos estados, es que en el día, instante y momento, se borren de nuestras imaginaciones esos malditos nombres, y en su lugar se nos constituyan alcaldes mayores en cada provincia, que es preciso que los haya, para que nos administren justicia, y que tengan aquella jurisdicción necesaria y correspondiente a su carácter. Por lo que toca a los intereses reales de la tarifa, debo decir a usía que lo correspondiente de todo lo que han percibido hasta el día de la cesación y hecho el ajuste, verá usía que han cogido ya tres y cuatro veces más de lo que el señalamiento de cada provincia ordena; pues no hay corregidor ajustado, aunque sea de la cuna más ilustre.

»Un humilde joven con el palo y la honda, y un pastor rústico, por providencia divina, libertaron al infeliz pueblo de Israel del poder de Goliat y Faraón: fue la razón por que las lágrimas de estos pobres cautivos dieron tales voces de compasión, pidiendo justicia al cielo, que en cortos años salieron de su martirio y tormento para la tierra de promisión: mas ¡hay! que al fin lograron su deseo, ¡aunque con tanto llanto y lágrimas! Mas nosotros, infelices indios, con más suspiros y lágrimas que ellos, en tantos siglos no hemos podido conseguir algún alivio; y aunque la grandeza real y soberanía de nuestro Monarca se ha dignado librarnos con su real cédula, este alivio y favor se nos ha vuelto mayor desasosiego, ruina temporal y espiritual: será la razón por que el Faraón que nos persigue, maltrata y hostiliza, no es uno solo, sino muchos, tan inicuos y de corazones tan depravados, como son los corregidores, sus tenientes, cobradores y demás corchetes; hombres por cierto diabólicos y perversos, que presumo nacieron del lúgubre caos infernal, y se sustentaron a los pechos de harpías más ingratas, por ser tan impíos, crueles y tiranos, que dar principio a sus actos infernales, sería santificar en grado muy supremo a los Nerones y Atilas, de quienes la historia refiere sus iniquidades, y de sólo oír se estremecen los cuerpos y lloran los corazones. En estos hay disculpa porque al fin fueron infieles; pero los corregidores, siendo bautizados, desdicen del cristianismo con sus obras y más parecen ateístas, calvinistas y luteranos, porque son enemigos de Dios y de los hombres, idólatras del oro y la plata: no hallo más razón para tan inicuo proceder, que ser los más de ellos pobres y de cunas muy bajas.

»Público y notorio es lo que contra ellos han informado al real Consejo los señores arzobispos, obispos, cabildos, prelados y religiones, curas y otras personas constituidas en dignidad y letras, pidiendo remedio a favor de este reino; causa de ellos, como al presente ha sucedido y está sucediendo, y ha sido tan grande nuestro infortunio para que no sean atendidos en los reales Consejos; será la causa porque no han llegado a los reales oídos; porque es imposible que tanto llanto, lágrimas y penalidades de sus pobres e infelices provincianos de todos estados, dejen   -327-   de enternecer ese corazón compasivo y noble pecho del Rey mi señor, para alargar su liberal mano y sacarnos de esta opresión sin treguas ni socapas como al presente nos quieren figurar y hacernos creer en amenazas y destrozos, lo que es muy distante de la real mano.

»Este maldito y viciado reparto nos ha puesto en este estado de morir tan deplorable con su inmenso exceso. Allá a los principios por carecer nuestras provincias de géneros de Castilla y de la tierra, por la escasez de los beneficios conducentes, permitió Su Majestad a los corregidores una cierta cuantía con nombre de tarifa para cada capital, y que so aprovecharan sus respectivos naturales, tomándolos voluntarios, lo preciso para su aliño en el precio del lugar; y porque había diferencia en sus valuaciones, se asentó precio determinado, para que no hubiese socapa en cuanto a las reales alcabalas. Esta valuación primera la han continuado hasta ahora, cuando de mucho tiempo a esta parte tenemos las cosas muy baratas. De suerte que los géneros de Castilla que han cogido por montón y más ordinarios, que están a dos o tres pesos, nos amontonan con violencia por diez o doce pesos, el cuchillo de marca menor que cuesta un real, nos dan por un peso, la libra de fierro más ruin a peso, la bayeta de la tierra de cualquiera color que sea, no pasa de dos reales, y ellos nos la dan a peso. Fuera de esto nos botan alfileres, agujas de Cambray, polvos azules, barajas, anteojos, estampitas, y otras ridiculeces como estas. A los que somos algo acomodados, nos botan fondos, terciopelos, medias de seda, encajes, hebillas, ruan en lugar de olaues y cambraies, como si nosotros los indios usáramos estas modas españolas, y luego en unos precios exorbitantes, que cuando llevamos a vender, no volvemos a recoger la veintena parte de lo que hemos de pagar al fin; al fin si nos dieran tiempo y treguas para su cumplimiento, fuera soportable en alguna manera este trabajo; porque luego que nos acaban de repartir, aseguran nuestras personas, mujeres, hijos y ganados, privándonos de la libertad para el manejo. De este modo desamparamos nuestras casas, familias, mujeres e hijos, y obligadas de necesidad se hacen prostitutas; de donde nacen los divorcios, amancebamientos públicos, destrucción de nuestras familias y pueblos, por andar nosotros desertados, y luego se atrasan nuestros reales tributos, porque no hay de dónde ni cómo podamos satisfacer.

»Pase vista usía a los informes hechos por los ilustrísimos señores doctor don Gregorio Francisco Campos, obispo de la Paz, doctor don Manuel Gerónimo Romani, doctor don Agustín Gorrochátegui, obispos del Cuzco; los cabildos de Arequipa, Paz, Cuzco; cabildos eclesiásticos, prelados, religiones; los de los curas doctor don Manuel Arroyo, doctor don Ignacio Castro y otros señores de este obispado, y llegará a ver usía tanta iniquidad, que no sólo se escandalizará, sino que vertirá lágrimas de compasión de oír tanto estrago y ruina de las provincias. [...]

»No tengo voces para explicar su real grandeza, que como es nuestro amparo, protección y escudo, es el paño de lágrimas nuestras; que como es nuestro padre y señor, es nuestro refugio y consuelo; no halla voces nuestro reconocimiento, amor y fidelidad, para del todo explicar y decir, qué cosa es el Rey mi señor, publiquen su real grandeza, expliquen la fragua de su amor las Recopiladas de Indias, las ordenanzas y cédulas reales, las provisiones, encargos, ruegos y demás prevenciones, dirigidas a los señores virreyes, presidentes, oidores, regimientos, audiencias, chancillerías, arzobispos, obispos, curas y demás jefes sujetos a la corona, que juzgo en todo lo referido no hay punto, ápice ni coma que no sea a favor de sus pobres indios neófitos; pues impuesta   -328-   de nuestra desdicha e indiscreción, aun la silla Apostólica Romana, en lo espiritual, nos exime de muchas pensiones sin distinción de personas, es pues de sentir que siendo tan excesivo el favor y amor de nuestros soberanos, que nos amparan y protegen, sea mayor la fragua de nuestro tormento y cautiverio. ¿Qué razón hay para que así sea, ni qué jefe que así lo mande? La ley 1.ª título 1.º del libro 6.º de la Recopilación, ordena que nosotros los pobres indios seamos atendidos, favorecidos y amparados por las justicias eclesiásticas y seculares con amor y paz; ahora, pues, para lograr de este beneficio en el caso presente, no queremos que nos juzguen, protejan y amparen por las leyes de Castilla, Toro, Partida y otras, sino por las nuestras propias, como son las Recopiladas, Ordenanzas y Cédulas reales, como dirigidas a nuestros reinos para nuestro bien.

»Mandan las leyes 8, 9, 10, 11, y 12 tít. 4, según dictamen de nuestros monarcas: que en caso de haber rebelión, aunque sea contra su real corona (que la presente no lo es, sino contra los inicuos corregidores), nos traigan con suavidad a la paz, sin guerras, robos ni muertes; de darnos sea con aquellas prevenciones que expresan las leyes, como son los requerimientos que anteceden por una, dos y tres veces, y las demás que convengan hasta atraernos a la paz, que tanto desea nuestro Monarca; que se nos otorguen en caso necesario algunas libertades o franquicias de toda especie de tributo, y si hechas las prevenciones, no bastan, seamos castigados conforme lo merecemos, y no más.

»Siempre la real mente, como tan noble y santa, es favorecernos, aun en caso de experimentar en nosotros grande contumacia. Digo ahora, ¡qué suavidad, qué paz, qué libertades o franquicias, qué requerimientos, siquiera por una vez, hemos merecido hasta hoy día de la fecha, aun habiendo hecho nuestra embajada? ¿Qué personas de sagacidad y experiencia han venido a guerrearnos? Solamente nuestros enemigos los corregidores. ¿Quiénes en estos tres meses de treguas, hasta hoy con tanto encono mantienen las tropas con capa del Rey, sino los corregidores; no por amor a su Rey y señor, sino por recobrar sus intereses con mayor fuerza? Se ha publicado en esa ciudad y en otras partes la real cédula de que no haya más repartos, y según cartas que se han visto en estos lugares, han pedido para retorno de este beneficio el reprimirnos a fuego y sangre; el matarnos como a perros sin los sacramentos necesarios, como si no fuéramos cristianos; botar nuestros cuerpos en los campos para que los coman los buitres; ¡matar nuestras mujeres e hijos en los pechos de sus madres! ¿Robarnos es el modo de atraernos a la paz y a la real corona de España? ¡Qué cosa tan extraña es y distinta de la real mente lo que al presente se practica! ¿Echar edicto de perdón para los unos y castigos para los otros, es el modo de sosegar los pueblos?

»No es sino causar mayor encono y alboroto a sus moradores; porque como en los pueblos unos a otros se dan la mano, unos y otros llegarán a fomentarse. Para continuar el fomento contra las provincias, han echado la voz de que nosotros queremos apostatar de la fe, negar la obediencia a nuestro Monarca, coronarme, volver a la idolatría; celebraría en mi alma de que los corregidores dieran pruebas convenientes de estos tres puntos, mas de ellos afirmaré que son apóstatas de la fe y traidores a la corona, según los puntos siguientes:

»Ellos se oponen a la ley porque del todo desechan los preceptos santos del Decálogo, saben que hay Dios, y no lo creen remunerador y justiciero, y sus obras nos lo manifiestan; ellos mismos desprecian los preceptos de la Iglesia y los santos sacramentos, porque vilipendian las   -329-   disciplinas y penas eclesiásticas; tienen todo; y lo aprenden como meras ceremonias o ficciones fantásticas; ellos nunca se confiesan, porque están con el robo en la mano, y no hallan sacerdote que los absuelva. Apenas oyen misa los domingos con mil aspavientos y ceremonias, y de ellos aprenden los vecinos su mal ejemplo; ellos destierran a los fieles de las iglesias, mediante sus cobradores y corchetes, para que los indios y españoles se priven del beneficio espiritual de la misa; se ponen de atalayas en las puertas de las iglesias para llevarlos a la cárcel, donde se mantienen dos o tres meses hasta pagarles lo que deben; ellos violan las iglesias, maltratan sacerdotes hasta hacerles derramar sangre, menosprecian las sagradas imágenes, privan los cultos divinos, pretextando que se empobrecen, y no es sino por que sus intereses no se atrasen; ponen reparo a los párrocos vigilantes y timoratos con sus pláticas y sermones, para que el fervor de los fieles y cumplimiento de los preceptos de Dios no se perturben y resfríen en ellos con sus violencias y extorsiones y menosprecios; les ahuyentan y entibian el amor de Dios y de sus santos; de donde nace otra mayor desdicha; y es que los párrocos y sus tenientes olvidan las obligaciones de su ministerio, y sólo aspiran al logro del beneficio; esto sucede en los más de los pueblos porque son más los corregidores inicuos, así un mal llama a otro.

»Se oponen al Rey en esta forma: hay muchas haciendas en los lugares respectivos a sus jurisdicciones. Éstas tienen indios yanaconas asistentes, de estos, tales y cuales pagan tributos, y los más son vagos, porque no conocen territorio para que cojan el reparto: todos son traídos por minuta y para la recaudación de tributos, nada de esto se repara y observa. Ellos llenan los obrajes, cañaverales, cocales, con sus intereses, cobran lo que es suyo con la mayor vigilancia, lo que realmente no deben, y los tributos, debiendo ser lo primero del trabajo de los indios, son olvidados. Ocurren sus caciques y no son atendidos, antes se ven privados de sus bienes, porque los nombran para dos o tres años o tercios por verlos acomodados, y al cabo les rematan sus bienes con pretexto de que deben de tributos, y ¡cuántos de estos se ven pordioseros! Como los indios se ven imposibilitados, con hacerles algunos servicios personales los contentan: ellos tienen entradas y salidas, tratos y contratos, y con pretexto que son producto de la provincia, siendo ramos muy distintos de la tarifa, no pagan las reales alcabalas. De estos dos capítulos infiera usía si los indios o los corregidores son apóstatas de la fe, traidores al Rey. Mal se compadece de que seamos como ellos nos piensan, cuando en ellos se verifican las razones predichas; luego ellos deben ser destruidos a fuego y sangre en el instante; luego matando nosotros a los corregidores y sus secuaces, hacemos grandes servicios a Su Majestad, y somos dignos de premio y correspondencia; mas como ellos con sus cavilaciones y empeños figuran las cosas a su paladar, siempre nos hacen dignos de Castigo. [...]

»Para mayor prueba de nuestra fidelidad que debemos prestar a nuestro Monarca, ponemos nuestras cabezas y corazones a sus reales plantas, para que de nosotros determine y haga lo que fuere de su real agrado y tuviese por conveniente; que como sus pobres indios que hemos vivido y vivimos debajo de su real soberanía y poder, no tenemos a donde huir, sino sacrificar ante estas soberanas aras nuestras vidas, para que con el rojo tizne de nuestra sangre quede sosegado ese real pecho. Y si en el de haber enviado embajadores con papeles que se quieran juzgar como disonantes a las regalías del Rey mi señor, castígueseme a mí sólo, como a un culpado, y no paguen tantos inocentes por mi causa;   -330-   que como hasta hoy no había ninguno de parte de mis paisanos que pusiese en práctica todas las reales órdenes, me expuse yo a defenderlo, poniendo en peligro mi vida; y si esta acción tan heroica que he hecho en alivio de los pobres provincianos, españoles e indios, buscando de este modo el sosiego de este reino, el adelantamiento de los reales tributos, y que no tengan en ningún tiempo opción de entregarse a otras naciones infieles, como lo han hecho muchos indios, es delito; aquí estoy para que me castiguen, sólo al fin de que otros queden con vida, y yo solo con el castigo; pero ahí esta Dios, quien con su grande misericordia, me ayudará y remunerará mi buen deseo.

»No puedo dejar de informar a usía otro mal que se padece, que es la disipación de los templos en su aliño, menoscabados en sus rentas; de suerte que ver un ministro de la iglesia en el altar, causa grima el verlo, por el total descuido que tienen los curas de las vestiduras sagradas. Para esto que es coger obvenciones y las rentas de la iglesia, hacer comercio de ellas, tienen particular gracia; porque todo cedo al fausto, pompa y vanidad de sus familias. En sus casas parroquiales y aderezos de mulas se ven las mejores tapicerías, espejos, repisas de marquería; y en los templos divinos, trapos y andrajos. Y fuera de cuanto diga de los curas chapetones, tengo hecho reparo de que omiten los cargos de su obligación, y les parece que satisfacen por terceras personas. Ellos como no saben la lengua de la tierra por ser extranjeros, no explican por sí mismos la doctrina, de suerte que hay muchachos y muchachas de veinte años, que no saben ni el persignarse: yo juzgaría temerariamente de la poca suficiencia de ellos; mas atribuyo a la permisión divina que así nos convendrá.

»Muchos indios no tienen con qué casarse, y por decir que son solteros no pagan el tributo entero, y muchas veces nada; y la razón es porque como sus padres vienen destruidos de Potosí, de haber hecho alferazgos, mitas y padecido en las panaderías, arrendados como esclavos, o porque quedan sumamente destruidos de los corregidores, o porque sus padres son pobres por las obligaciones de los pueblos u otros motivos. Los curas por no perder sus vicuchicos y otros abusos, los dejan vivir a su agrado; y cuando ellos menos piensan los coge la muerte en mal estado, y no sé, señor, como puedan dar su descargo al Juez Divino.

»Tanto tengo que decir a usía, mas lo preciso del tiempo no da lugar; y para hacer varias representaciones a la real corona de España, espero de la benignidad de usía me despache uno o dos letrados, peritos, desapasionados, quienes haciendo juramento de fidelidad al Rey, vengan con nuestros protectores a dirigir y gobernar nuestros asuntos, conforme fueren y cedieren al grado de Su Majestad (que Dios guarde); porque como carecemos de instrucción, pudiéramos pedir o decir cosas tan diminutas o excesivas, que repugnen a la razón. También suplico y ruego que me vengan dos señores sacerdotes de pública virtud, forma y letras, que dirijan mi conciencia y me pongan en el camino de la verdad, que es Dios nuestro último fin, para que fuimos creados, en quien espero, a quien ruego continúe la salud de usía por felices y dilatados años para el bien de sus provincias.

Tinta y marzo 5 de 1781.


José Gabriel Tupac-Amaru.                


Contestación de Areche a Tupac-Amaru.

«Acabo de ver la bien extremada carta que usted me puso el día 5 de este mes en el pueblo de Tinta, queriendo inclinarme a que para suspender las hostilidades que están haciendo sus tropas en las provincias inmediatas,   -331-   se tome algún temperamento pues juzga que ha tenido causa suficiente para esta rebelión; y que cesando aquellas en todas sus partes no hay para que seguir ésta, como que falta el motivo, y no quiere ver derramar por más tiempo la sangre de tantos infelices indios como van muertos en los combates, con otras cosas que no son de este lugar, ni para que se traten de este modo.

»Toda esta carta la veo puesta sin aquella sinceridad, y declarado buen fin que debió traer; y deduzco de sus expresiones que esta usted mal gobernado; que tiene aún muy tibio el conocimiento de sus crímenes, y que aún no le pesan las cadenas que arrastra, como espero será muy en breve, mas no obstante me haré cargo de algunos de sus artículos, o puntos por menor, pues son a usted muy útiles los instantes si quiere volver su corazón a Dios, y restituir al Rey la obediencia que le tiene violada, sustrayéndole de ella los vasallos que le ha concedido el cielo, para que los mire como los ha mirado siempre derramando sobre ellos sus piedades.

»Usted, o quien tan arriesgadamente le conduce su mano y corazón, piensa que el estado a que llegaron los males que refiere, aunque sean ciertos, le pudieron poner la autoridad en la mano para quitar a la del Soberano el que los suspendiese, y curase del todo: usted sienta que Su Majestad los ha ignorado, que no se lo han dicho los magistrados y tribunales, que llevan este cargo; que aunque tiene muy de antiguo ordenado por sus sabias leyes lo que se debe hacer en favor de estas provincias, y en especialidad por sus amados los indios, en quienes ha divertido mil veces y con ternura su venerable dignación, extendiéndoles, y formándoles privilegios, no se lo cumplen con otra caterva de proposiciones abstractas, que si en uno y otro caso son ciertas, son en los lemas inciertas y contrarias; pero aunque lo sean todas, puedo decir que hasta ahora no ha llegado usted a mi tribunal por remedio alguno; y que aunque no ha llegado, no por esto he omitido hacer en favor de esta nación tan privilegiada, cuanto me exigen las leyes, y sus presentes atrasos. [...]

»Usted ha fingido, según sus edictos y seducciones convocatoria, que tiene auténticas órdenes para matar corregidores sin oírlos ni hacerles causa, para quitar a los indios toda pensión aun las justas. Usted ha promulgado bando sobre la muerte de los europeos, y usted en fin ha señalado en toda la clase de sus papeles, unas cláusulas llenas de horror y de injusticia, de inhumanidad, y de irreligión; y con todo no quiere que se le tenga por sacrílego, por apóstata, y por rebelde. Además de esto, usted por una sentencia tan terrible, y tan severa y respetable, se halla privado de la comunicación de los fieles, y se trata como sino lo fuera haciendo escarnio de unas armas eclesiásticas, con que defiende sus inmunidades la religión, el santuario, su iglesia y sus venerables pastores; y al ver que no se corrige y arrepiente, quiere que no se le note y tenga por apóstata de la comunión de los santos, y de los hijos de Jesucristo. Despierte usted Tupac-Amaru, y aconseje usted al traidor que abusa de su índole, que no le haga pisar tan escandalosamente como pisa, las líneas santas, que separan la virtud del crimen, la fe del error y la veneración de la desobediencia. En que ley ha visto usted, ni quien le conduce, que se puede ahorcar a un hombre sin oírle, prendiéndole con la asechanza, que usted aprisionó, y ahorcó a don Antonio Arriaga, corregidor de esta provincia, teniendo de más de esto, brío para protestar a este infeliz, y desgraciado, y a los que lo asistieron hasta el patíbulo, que procedía con órdenes del Rey, de la real Audiencia, del Gobierno y mías: ¿es posible que así injuriase usted a estos tribunales, y al de su Majestad que   -332-   nos da a todos inspiraciones de su santa y benigna justificación? Fuera da esto si usted dice que nuestro amable Soberano ignora lo que hacen o han hecho los corregidores, cómo elige su respetable nombre para matar así a quien a su vez hubiera remediándolo. ¿En qué ofendió a sus provincianos, si es que es cierto lo que usted le achaca, sobre que se excedió en el permiso del comercio que le concede su tarifa? Desdoble o separe usted de sus ojos y de los de la razón el falso y tosco velo con que está engañado, o se quiere engañar; pues ni Dios ni el Rey, ni cuantos saben los crímenes que arrastra, están en otra cosa sino en que usted procedió con malicia, que sigue obrando con ella, y que se halla muy próximo a verse en el santo Tribunal del Altísimo donde no se ha disculpar con patrañas y sofisterías, donde no han de ser sus acciones méritos, sino cargos; y donde no ha de poder, como intenta sin fruto con los hombres, decir que creyó que obraba bien, cuando sus palabras manifiestan lo contrario. No puedo pasar mi reflexión por lo mucho que encierra este argumento sin enternecerme ni contristarme, de que haya una alma que quiera irse así y la eterna condenación, despreciando el haber sido redimida como lo es la de usted, con la preciosa sangre de Jesucristo. [...]

»Tupac-Amaru: vuelva usted la cara a la desolación, en que ha puesto a todo el territorio invadido. Cuente usted con la imaginación de los muchos miles de muertos, que ha causado. Medite usted el fin que habrán tenido estas miserables almas, seducidas con tantos errores como les han inspirado sus jefes a su nombre; y usted por sí propio para atraerlos a su desgracia, y acaso a su condenación eterna, como es casi preciso pensar a vista de la causa, y del estado, en que los cogió la muerte, y combinado todo con la seriedad y circunspección que merece, deduzca usted luego si hubiera sido mejor sufrir un poco más los males antiguos, interceder con Dios para que los remediase, e informar a los altos jefes de la Nación, con el fin de que no pasasen adelante. [...]

»Los repartimientos de los corregidores, las aflicciones que sufrían por ellos las provincias, y la frialdad con que se las administraba la religión, la justicia, al culto de nuestra santa deidad, estaban cerca de remediarse del todo cuando se quiso meter sin derecho, y por unos medios tan detestables a corregirlo, profanando el respetuoso nombre del Rey, y escandalizando al mundo, con exponerle que lo ejecutaba de su orden.

»[...] Ya estaban quitados los repartimientos, ya están puestas varias órdenes desde mi ingreso al reino, para extinguir mitas, para que los obrajes sean unos laboratorios abiertos, y donde nadie esté sin voluntad siendo justamente pagado de lo que gane.

»También tengo libradas muchas órdenes, y providencias para que se restablezca el buen tratamiento de los indios, el trabajo de las minas, su administración espiritual, y en fin, para todo lo que puede hacer sus comodidades. Y si usted se hubiera acercados a mí antes de principiar un hecho tan feroz, y con que ha ennegrecido sus días, y a estos territorios alucinados; hubiera visto cuán próximo y cuán completo, está el plan de lo que merece al Rey esta tierra. En él vería usted que los corregidores que han sido de muchos días unos comerciantes van a ser sin esta mezcla, y bien pagados unos padres de la patria, unos benefactores de sus provincias, unos magistrados durables de sus territorios, en una palabra unos hombres públicos, los que hasta ahora eran todos, o cuasi todos para sí.

»[...] Usted cita unas leyes cuyo espíritu y sentido nunca sabrá; o le hace truncar ese vil consejo que yo juzgo le arrastra con palabras y expresiones dulces a su precipicio, las que hablan de alzamientos de los indios conviene entenderlas no de los civilizados de tanto tiempo, sino de los recién reducidos y convertidos, aun cuando se extiendan de otro   -333-   modo, no se necesita hacer las reconvenciones de que hablan al que no las ignora, como sucede a usted que se ha rebelado y conspirado con otros para lo propio: al que no sabe la ley, es sólo necesario el noticiársela, no al que la sabe, y a nadie se le oculta que está usted y todos los suyos en este segundo caso; y a vista de esto no sé cómo se pueda pensar por usted y sus aliados que hacen bien en perseguir los corregidores o jueces provinciales por traidores a las leyes y a la obediencia de lo que el Rey les manda en ellas, cuando usted y los suyos hacen lo propio con las que prohíben que nadie le usurpe su autoridad, y respeto, que nadie le inquiete y subvierta a sus vasallos, y que nadie se tome la venganza por sus manos, sino que la busquen en los tribunales quienes conocerán si es justa la que se solicita para excusar así que sean jueces los particulares en su causa y se conserve el buen orden público de sociedad. No es buen modo romper, quien no puede, una ley para procurar que se cumpla otra, pues resultan ambas ofendidas como sucede a usted que ha llenado de muertes e incendios, de insultos, de robos, de sacrilegios, y de inmunidades a estas provincias protestando que intentó sin autoridad en el modo ni en el fin, libertarlas de los males que dicen padecían: ellas propias quisieran sufrir mejor hoy aquellos, aunque fuesen doblados más que los actuales; y Tupac-Amaru, y los suyos tomarán a buen partido el verse en aquellos dichosos días, en que no eran reos de lo que ahora son. En fin yo conozco de qué le echan a usted (pues le hacen hablar así) polvo en los ojos para que no vea lo que escribe y dice, y un velo oscuro a su entendimiento para que no toque con sus reflexiones, mejor examinadas, que está usted ya pocas líneas, o a poca distancia de su último riesgo, o de su perdición eterna; y pues que no quiere despertar de los engaños con que le adormece el demonio, temo que esa pobre alma perezca, y pase donde es preciso, si usted no se dispone a recibir las misericordias del cielo, y las piedades y humanidades con que hallará las leyes viniéndose a un justo arrepentimiento. [...]

»Dejemos todos estos puntos, para que los vean ustedes y sus secuaces en el recto y santo Tribunal de Dios pues quiero ya concluir aunque conozco que pierdo el tiempo en lo que me falta, y que acaso no lo ganaré en lo que llevo dicho, bien que según mi espíritu no perderé delante de Dios, el mérito que he llevado y mantengo sobre lo mucho que conviene a usted sujetarse y rendirse por sí propio a que la leyes justas del Estado lo miren con misericordia, y le carguen las penas que merece con la piedad que acostumbran tener en su ejercicio antes que caiga usted y experimente todo el rigor de ellas.

»Va a combatir a usted un ejército numeroso, y bien armado como creo que sepa; que tengo dada al público la noticia de que desde ahora perdono a nombre del Rey a todos los que están forzados o seducidos por medio del temor, u otras causas entre las gentes con que usted mantiene la desobediencia a Su Majestad a cuyo favor dice falsamente que obra, y combate, con tal de que estos se restituyan a sus poblaciones, y que si no serán tratados con el rigor de la guerra, y como rebeldes, sacrílegos, y ladrones del sosiego público, y demás principios que ofenden.

»Del mismo modo, y además del perdón va en el bando declarado un gran premio al que, o a los que me traigan vivo a usted a su hermano, a su mujer, a sus hijos, o parientes de ambos, o algunos de sus primeros capitanes, según se nombran en él los demás, y se añade que liberto desde ahora a cualesquiera de estos últimos, que entregue a usted, o más de usted, de lo que puede inferir el riesgo en que está su seguridad, pues espero, y tengo causas bastantes para esperar que le ha de vender aquel de quien más se confía, por lo mucho que va a ganar con entregarle, ya sea de los   -334-   primeros secuaces involuntarios, o ya de los segundos luego que llegue a su noticia, como es regular, que las tengan los más a estas horas.

»Preso y entregado usted o los suyos por algunos de estos medios, combatida como lo va a estar la fuerza, con que cree que está hoy seguro, no le queda un arbitrio mejor que elegir, que es el de venirse a poner y postrar a los pies de la justicia, y de la misericordia, temiendo que le maten si se resiste, y que le venga la eterna condenación, por resulta, que es todo lo peor en que pueden caer ustedes, y todos sus malos secuaces, y parientes; entre estos males ninguno hay de mejor, y más heroico rastro, que el que usted puede hacer menor con rendirse, y digo menor, pues de más misericordia es capaz el que se entrega, que el que es prendido en nuestro caso. Si usted toma este consejo, y este medio, le puede servir para venirse en derechura seguro, y sólo con su familia, o con alguna persona de ella. [...]

»Entréguese usted como le prevengo, elija más este medio, que cualquiera otro alguno que le finja la esperanza, o quien no le quiere bien, o sin error, pues pensando como se debe pensar en la estrechez y riesgo en que usted se halla, lo mejor es ser o darse preso al que pondrá en giro toda su humanidad, y al que nada que sea alivio dejará de hacer para que usted la reciba con resignación, y con gusto sabiendo que así agrada y satisface a Dios por sus culpas, al Rey por los agravios con que le ha ofendido, y al mundo, o este reino, por cuanto le ha escandalizado, y destruido de sus habitantes en quienes deja usted triste memoria para muchos siglos.

»Su divina Majestad ilumine a usted, como puede, y le dé sólo tiempo para la penitencia».

Cuzco y marzo 12 de 1781.

A. José Gabriel Tupac-Amaru.


José Antonio de Areche.                


En el artículo referente al general don José del Valle haremos saber los disgustos que le causó Areche con quien no pudo estar en buena armonía. Dispuesto siempre a contradicciones y choques en asuntos militares que no le eran conocidos; negándole por una falsa economía los recursos y hasta el apoyo de que necesitaba para mantener el ejército, provisto de lo más preciso y evitar su destrucción; llegó aquel honrado jefe a verse oprimido con diferentes ultrajes y acusaciones calumniosas. Querían el Visitador, y algunos españoles ignorantes, vecinos de las provincias, que Valle hiciese cosas sobrenaturales y que salvase las tropas de la deserción que las desbarataba por resultado de la inasistencia en medio de la intemperie, privaciones y enfermedades. El general Valle escribió en el Cuzco en 30 de setiembre de 1781, un manifiesto muy fundado poniendo a toda luz los hechos que le vindicaban de las maliciosas acriminaciones de Areche y su círculo. En cuatro meses sólo recibió el ejército una paga, hubo vez que en tres días no tuvo carne ni pan, se le cargaron en precios triples los valores de la harina y el ganado que las mismas tropas quitaban al enemigo, no había absolutamente medicinas, no se daba movilidad ni para la artillería, no se reponía el vestuario de bayeta destrozada por las aguas etc. Estos desagrados y los papeles descomedidos que circularon atribuyendo a Valle el desconcierto y la inacción, lo mortificaron de tal manera que contrajo una enfermedad grave que le causó la muerte. Hacíase todo esto con el que había practicado cuanto era dable por salvar la disciplina, con aquel a quien se debía la derrota de Tupac-Amaru, y que después de ella no tenía medios para acudir a diferentes provincias en que continuaba la insurrección. Atribuían de mala fe a la dureza de Valle el descontento de   -335-   la desatendida tropa, sin confesar los verdaderos motivos de la deserción de hombres que en su mayor número eran paisanos extraños a la milicia e incapaces de obediencia.

Valle retorció en su escrito contra Areche los cargos y argumentaciones que se quería pesasen sobre él; no olvidándose de echarle en cara la respuesta dada a Tupac-Amaru cuando éste le solicitó buscando un avenimiento. «Si yo hubiera puesto esa contestación, dice, ¡cuánto se habría declamado contra mi dureza porque cerraba las puertas a toda conciliación! Pero lo hizo el Visitador y no un militar, aunque contrariase a la humanidad que aconsejaba evitar desgracias!».

Aseguró el general Valle con pruebas que Areche nunca había cumplido sus promesas por señalados servicios ni correspondido a los que hicieron otros importantes a que se debió el éxito de la campaña. Concluyó refiriendo que cuando Areche exigió de Tupac-Amaru designase sus principales cómplices, éste le respondió: «no hay mas que dos, usía y yo: usía por haber oprimido el reino con contribuciones excesivas, y yo por quererlo libertar de tales vejaciones».

Mucho se ha hablado de trabajos prolijos combinados entre magnates indios para libertar al Perú del yugo de España, y aun se ha sostenido que en el proceso hecho contra Tupac-Amaru estaban las pruebas de que durante cinco años se había estado preparando una gran revolución. Esta idea la ampliaban las autoridades82 para atenuar sus propias culpas y las de los corregidores, llamando la atención hacia un objeto distinto. Quería hacerse creer que no los abusos y atentados de aquellos con motivo del repartimiento, eran el principal origen de la desesperación y turbulencias de entonces, sino el meditado intento de restablecer el antiguo imperio de los Incas.

No deben quedar en pie y sin observación alguna estas opiniones aceptadas por muchos sin haberse tomado el trabajo de juzgarlas. Creemos que los indios no tuvieron semejante pretensión que el tiempo no habría conservado secreta. En ninguna provincia del Perú se sintieron los efectos de ella antes ni después de la revolución, ni hay prueba de que Tupac-Amaru, que era muy despierto y astuto, hubiese escrito ni enviado agentes a otros lugares, para predisponer los ánimos y entenderse con otros caciques en sentido de revivir la monarquía. Después del levantamiento fue cuando él pasó circulares para mover a los pueblos y adherirlos a él, y no avanzó mucho en este terreno, pues consta de documentos que fueron rechazadas muchas de sus invitaciones.

La insurrección se ahogó con el auxilio de caciques y nobles que la combatieron al frente de muchos miles de indios. Si hubiesen estos pensado de otro modo no se habrían sostenido las autoridades de tantas provincias, no se habría salvado la ciudad del Cuzco ni hubieran podido llegar a tiempo las tropas remitidas desde Lima.

En las tentativas que hizo esparcir Tupac-Amaru hablaba de la opresión de los indios y de cómo eran robados y empobrecidos; excitaba a los gobernadores y principales, alentándolos para que le ayudasen en la empresa de destruir la tiranía de los corregidores, pero nada se percibe sobre restablecer el imperio de los Incas. Durante la turbulencia ¿cuáles fueron las provincias que se rebelaron además de unas pocas del departamento del Cuzco cercanas al teatro de la guerra? Por el contrario estuvieron tan quietas, que habiendo dispuesto el virrey Jáuregui acuartelar milicianos en muchas de ellas por precaución, dio después contra orden de que fue autor Areche, creyendo ese gasto innecesario. Las alteraciones que habían ocurrido en los pueblos en aquella época tuvieron origen en la tiranía insoportable, en las vejaciones y robos que se hacían.   -336-   Si ofendidos los indios y desesperados se amotinaban contra las autoridades, no pensaron nunca en la reaparición del reinado de sus Incas. Lo que ellos querían era que se les dejase vivir libremente y en segura quietud, para trabajar para sus familias y que no los despojasen impunemente de sus bienes. La única prenda que pudo haberse de que Tupac-Amaru tuviera la intención de coronarse fue un escrito que se dijo había sido encontrado entre sus papeles; especie de proyecto de decreto, o declaratoria en que él se colocara en el trono reasumiendo el derecho que aseguraba tener como descendiente de los emperadores: derecho que tampoco era claro, porque no había podido alcanzar a probar su legítima ascendencia como lo lograron otros a quienes el gobierno español o sus tribunales no se lo negaron. Tal vez aquel papel fue apócrifo y forjado para poner en mayor bulto el crimen de traición, y agravar la causa de los martirios a que fue sentenciado aquel cacique con cuantos parientes y cómplices tuvo.

Los escritos de Tupac Amaru no fueron dictado suyo sino obra de aviesos mestizos y papelistas que lo rodeaban.

Si ese decreto no fue falsificado por los españoles, lo más que puede inferirse es, que alguno de aquellos lo compuso por adulación lo mismo que un lienzo en que aparecía Tupac-Amaru pintado en traje de Rey. Para que se juzgue de la pretendida coronación bastara copiar el documento a que aludimos:

«Don José I por la gracia de Dios, Inca, Rey del Perú, Santa Fe, Quito, Chile, Buenos Aires y Continentes de los mares del Sur, Duque de la Superlativa, señor de los Césares y Amazonas con dominio en el gran Paititi, Comisionario y distribuidor de la piedad Divina por Erario sin par etc.

»Por cuanto es acordado en mi Consejo por junta prolija por repetidas ocasiones, ya secreta, ya pública, que los reyes de Castilla me han tenido usurpada la corona y dominio de mis gentes cerca de tres siglos; pensionándome los vasallos con insoportables gabelas, tributos, piezas, lanzas, sisas, aduanas, alcabalas, estancos, catastros, diezmos, quintos, virreyes, audiencias, corregidores y demás ministros todos iguales en la tiranía, vendiendo la justicia en almoneda con los escribanos de esa fe a quien más puja, a quien más da; entrando en esto los empleos eclesiásticos y seculares, sin temor de Dios, estropeando como a bestias a los naturales de este reino, quitando las vidas a todos los que no supieron robar: todo digno del más severo reparo. Por eso y por los justos clamores que con generalidad han llegado al cielo.

»En el nombre de Dios Todo Poderoso, ordenamos y mandamos: que ninguna de las pensiones dichas se pague, ni se obedezca en cosa alguna a los ministros europeos; intrusos y de mala fe; y sólo se deberá todo respeto al sacerdocio, pagándoles el diezmo y la primicia como que se le da a Dios; y el tributo y quinto a su Rey y señor natural; y esto con la moderación que se hará saber con las demás leyes de observar y guardar; y para el más pronto remedio de todo lo suso expresado;

»Mando, se reitere y publique la jura hecha a mi real corona, en todas las ciudades, villas y lugares de mis dominios, dándonos parte con toda brevedad de los vasallos prontos y fieles para el premio igual, y de los que se rebelaron para las penas que les competa; remitiéndonos la jura hecha con razón de cuanto nos conduzca. Que es fecho en este mi real asiento de Tungasuca, cabeza de estos reinos».

Por mandado del Rey Inca mi señor,

Francisco Cisneros, secretario.


Don José I.                


  -337-  

Las alteraciones de 1780 comenzaron en Chayauta, como lo hemos explicado en el artículo «Alos», sin percibirse allí, ni en los demás puntos en que se propagó la insurrección en el alto Perú, otro motivo que el despecho de los indios por las injusticias y defraudaciones que los obligaban a sobrellevar. El cacique de Tungazuca don José Gabriel Condorcanqui advirtió que era llegada la ocasión de poner en obra el levantamiento que él deseaba encabezar, y lo hizo con apoyo de los mestizos, clase pobre, desatendida y audaz que a su turno sabía oprimir también a los indios. Si estos en diversas provincias se alborotaron por libertarse de las exacciones que los agobiaban, aquellos y muchos blancos entraron en la insurrección por mejorar de suerte. En el caso de encaminarse las cosas a restablecer la monarquía y dominio de los indios, los mestizos habrían sido un obstáculo insuperable para instituirla, conociendo que tenían que vivir tolerados y que nada adelantaban por su condición.

El proyecto de declararse rey Tupac Amaru habría encontrado grandes escollos en la falta de partidarios, en la ceguedad de los indios, en sus mismas costumbres, en la oposición invencible de los españoles y de las numerosas castas que habrían sabido manejar las armas de que carecían los indios. De otro lado el carácter despótico y arbitrario de Tupac-Amaru, que ya se había hecho sentir imprimiendo el descontento en muchos indios, no era el mejor atractivo para emprender con buena esperanza una obra cuya entidad la hacía impracticable. ¡Extinguía las pensiones, y ordenaba en su decreto le pagasen a él tributo y quintos! Necesitaba de la voluntad de un extenso país y titulaba a Tungazuca cabeza de estos reinos y de su real asiento. Mejor habría estado al visitador Areche no hacer mención de semejante escrito.

No debe extrañarse paso tan ridículo, cuando Areche aconsejó al Rey se recogiese la obra de Garcilaso, que podía imprimirse en latín para que no ofreciera riesgo. Hemos leído en la vida de Carlos III por don Antonio Ferrer del Río, una nota en que se da noticia de esta peregrina ocurrencia.

«El informe del visitador general don José Antonio de Areche, es notabilísimo a todas luces, pues da virtualmente por legítimas las quejas de las injusticias que habían originado el levantamiento, a cuya represión acababa de contribuir con todas sus fuerzas. Muchas de sus frases parecen tomadas a la letra de los mismos documentos en que los jefes indios consignaban la relación de sus trabajos, ora en las representaciones al Monarca, ora en las proclamas esparcidas para promover y avivar el levantamiento. Hay también de particular en el informe de Areche, la proposición de que se recogieran los Comentarios reales del inca Garcilaso de la Vega, o que se imprimieran en lengua latina para que circularan sin riesgo. Se haya este informe en la Academia de la Historia, unido al tomo en folio que contiene el proceso contra Tupac-Amaru, todo manuscrito».

Mientras que pasaban en el Perú sucesos tan ruidosos, el general Guirior se defendía en España y patentizaba las imposturas de Areche ante el consejo de indias que entendía en la sustanciación de la causa secreta que se le formó. Él había sido plenamente absuelto en Lima tanto por lo tocante a esta, cuanto por lo concerniente a la de su residencia. Figuraba en aquella la espléndida defensa que trabajó el marqués de Soto Florido hijo de esta capital y uno de los más brillantes ornamentos del foro peruano.

El Rey a tenor de lo que adujo el fiscal del consejo y lo acordado por la sala de justicia, declaró en mayo de 1785: «Que eran falsos los excesos y defectos atribuidos a Guirior, y que no resultaba de la pesquisa83 y   -338-   actuación causa ni motivo, aun el más leve, que le detrajera de aquel concepto de probidad, honor, celo e integridad en el real servicio que antes de ella había adquirido, conservado y merecido de la real aceptación y gratitud, para colocarlo en los distinguidos empleos y destinos que había obtenido. Y que por lo respectivo a don José Antonio Areche le oyese el consejo en el pleno de tres salas por escrito y de palabra».

Areche había sido llamado a España en 1782 cuando ya se sabía en la corte la sentencia y ejecución de Tupac-Amaru. Fue reemplazado en la visita general por el consejero de indias don Jorge Escobedo y Alarcón.

Nueve meses tuvo Areche en su poder los autos en que habiéndose justificado Guirior, aparecían contra él cargos positivos y graves de que tenía que sincerarse. Después de uno y otro plazo, y vencido el último presentó su alegato. El consejo pleno en vista de él y del que nuevamente produjo Guirior, expidió su fallo condenando a Areche a que diese la satisfacción exigida por el agraviado, y haciéndole responsable de costas y perjuicios que su contentor estimaba en 200 mil pesos. Puesto el asunto a la resolución del Rey, en circunstancias de haber fallecido Guirior, aprobó el dictamen dado por el consejo en 1 de abril de 1789 mandando se jubilase a Areche con la tercera parte de su sueldo, penándole en las costas, daños y perjuicios y en que viviese fuera de la corte. La marquesa viuda de Guirior que era sobrina de éste, fue muy diligente en seguir los últimos trámites para la completa terminación de tan largo y escabroso asunto. Véase Jáuregui, don Agustín.

ARENALES. Don José -jefe de Artillería de Buenos Aires. Publicó en esta ciudad en 1832 un libro Memoria histórica sobre las operaciones e incidencias de la división Libertadora a las órdenes del general don Juan Antonio Álvarez de Arenales, en su segunda campaña a la sierra del Perú en 1821. Acompaña muchos documentos importantes, rectifica no pocos errores de las Memorias de Miller, aclarando diferentes puntos, y remediando omisiones perjudiciales al esclarecimiento de algunos hechos de la guerra de la independencia.

ARENAZA Y GÁRATE. Don Pedro Antonio de -miembro del Consejo de la suprema Inquisición de España. Vino al Perú a mediados del siglo pasado de visitador del Tribunal del Santo Oficio de Lima, donde permaneció algún tiempo.

ARESCURENAGA. Don Eduardo José de -véase Torre antigua de Orue- conde de.

ARÉVALO. El doctor don José de -nacido en Arequipa. Fue cura de varias doctrinas, canónigo de aquel coro, y dignidad de Chantre en 18 de marzo de 1747; afamado predicador y de notable mérito. Falleció en 12 de mayo de 1749 dejando una memoria de misas al monasterio de Carmelitas de dicha ciudad.

ARÉVALO Y ESPINOSA. Don Juan de -natural de Madrid, comendador en la orden de Alcántara. Fue alguacil mayor del Tribunal de la Inquisición de Lima -véase Tello.

ARÉVALO. El doctor don Sancho Manuel de -natural de Arequipa. Hizo carrera por escala y fue dignidad de Chantre de la Catedral de La Paz.

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ARGUEDAS Y UZQUIANO. El general don Fernando Alfaro de -corregidor que fue de la provincia de Moquegua en 1684. Descienden de él las familias de este apellido en que hubo personas distinguidas por los cargos que desempeñaron, y por sus rasgos de generosidad en favor del culto. En la casa de Arguedas estuvo vinculada la vara de Alférez Real del Cabildo. Don Francisco Arguedas y Angulo fue consejero de hacienda, don Domingo Arguedas Gutiérrez Daza canónigo magistral de Arequipa en 1774, y don José María Arguedas y Maldonado último alcalde provincial, receptor y familiar de la inquisición, sirvió de alférez real durante la minoridad de don José Clemente Arguedas y Landa, que ha sido subprefecto, coronel de milicias y senador de la República. Todos ellos nacieron en dicha ciudad de Moquegua.

ARGUINAO. Don fray Juan de -Arzobispo; hijo de don Domingo de Arguinao y de doña Ana María Bejarano. Nació en Lima, profesó en la religión de Santo Domingo el día 8 de mayo de 1604, siendo provincial el venerable fray Juan de Lorenzana: estudió artes y teología, fue rector y regente mayor de estudios en su convento en 1633. Pasó de prior al de Trujillo, y en dicho obispado obtuvo el cargo de vicario provincial. Fue maestro en la orden, doctor en la Universidad de San Marcos, calificador del Tribunal de la Inquisición, y catedrático sagrada escritura y prima de teología por oposición. Eligiósele provincial en Lima en el capítulo de 24 de julio de 1641. Concluido su período, le presentó el Rey en 19 de abril de 1646 para obispo de Santa Cruz de la Sierra, no teniendo en la corte agente ni protector alguno. Le consagró en Lima el arzobispo don Pedro Villagómez. Sin la menor diligencia de su parte se le promovió al arzobispado del Nuevo Reino de Granada en 1661, habiéndose visto sorprendido con la cédula real bulas y palio. Verificó por tierra la larga marcha a que estaba obligado; y como encontrase en Bogotá en mal estado el monasterio de religiosas de Santa Inés, le fabricó nueva iglesia y dormitorio, le proveyó de alguna renta, y le proporcionó otros auxilios. Este prelado muy querido en Lima, disfrutó de bastante aceptación por las luces y sanas costumbres; fue siempre humilde, caritativo y benéfico y no se olvidó de socorrer a su antiguo convento de Trujillo. Quiso el Rey trasladarle al arzobispado de Chuquisaca, pero no lo aceptó por ceder a los ruegos de los vecinos de Santa Fe, en cuya ciudad falleció de cerca 90 años. Tuvo allí por provisor al D. don Lucas de Piedrahíta que después ascendió a obispo de Santa Marta y Panamá y escribió la Historia del Nuevo Reino de Granada.

ARGÜELLES. Don José. Publicó en Londres en 1829 un folleto contestando a una solicitud de comerciantes ingleses y a varios artículos de un Diario, que atacaron los derechos de la España con respecto a su dominación en las Américas.

ARGÜELLES. Don fray Juan de -de la orden de San Agustín, natural de Lima, persona de mucho saber y justificación. Era obispo de Panamá en 1699. Falleció en Lima en 24 de enero de 1713. Hallábase nombrado desde 1710 obispo de Arequipa, donde por encargo y poder suyo gobernó veinte días el maestre escuela entonces, licenciado don Luis Cornejo y Calderón. Este obispo dirigió al Rey un detenido informe comunicándole el origen y causas de los frecuentes disturbios que ocurrían en Panamá sostenidos por la audiencia.

ARGÜELLO. Fray Alonso. Fue secretario del gobernador y presidente   -340-   de la Audiencia Licenciado don Lope García de Castro en 1565. Se hallaba en la mayor prosperidad de honras y riquezas, cuando resuelto a dejar el mundo renunció su empleo, repartió sus bienes a los pobres y tomó el hábito de San Francisco en el convento del Cuzco, de cuya ciudad había sido vecino y encomendero. Se ordenó de sacerdote, y se contrajo a catequizar a los indios. Falleció hallándose en el convento de Pocona en el alto Perú.

ARIAS. El licenciado don Agustín. Uno de los canónigos fundadores del coro de Lima, y el primer provisor del Arzobispado en 1543, cuando don fray Gerónimo de Loayza estableció el Tribunal de la Curia Eclesiástica. Este canónigo pasó al Cuzco años después de Visitador nombrado por el mismo Arzobispo; mas el prelado de aquella diócesis don fray Juan Solano lejos de admitirlo y reconocerlo, le maltrató y tuvo preso, lo cual causó alborotos, y dio lugar a grandes desazones entre el Arzobispo y el obispo del Cuzco.

Y como el obispo de Santiago doctor fray Hernando Barrionuevo se quejó de que el Arzobispo enviase visitadores a las diócesis sufragáneas, el Rey dirigió a este la orden siguiente:

«Muy reverendo en Cristo, padre arzobispo de la ciudad de los Reyes de las provincias del Perú, del nuestro consejo. Por parte de fray Hernando de Barrionuevo, obispo de la ciudad de Santiago de Chile, me ha sido hecha relación, que vos os entrometéis a enviar visitadores a visitar los obispados sufragáneos de ese arzobispado, siendo contra derecho, de que él recibió agravio, y me fue suplicado, vos encargase, no los enviásedes al dicho obispado, pues no lo podíades hacer, o como la mi merced fuese. Lo cual visto por los de nuestro consejo de las indias, fue acordado que debía de mandar dar esta mi cédula, para vos; e yo túvelo por bien; por lo cual vos ruego y encargo, que veáis lo susodicho, y cerca de ello guardéis lo contenido en el Santo Concilio, que últimamente se celebró, en la ciudad de Trento, sin que de ello excedáis por manera alguna. Fecha en la Villa de Madrid, a 8 de mayo de 1568. Yo el Rey. Por mandado de Su Majestad, Antonio de Eraso».

El licenciado Arias estuvo en Madrid en 1358 comisionado por el Arzobispo para varias pretensiones de su Iglesia y Cabildo en que fue atendido por el Emperador; una de ellas la que se expresa en la orden que a continuación copiamos.

«El Rey. Nuestro Viso Rey de las provincias del Perú, Agustín Arias canónigo de la Iglesia Catedral de esa ciudad de los Reyes, en nombre del Deán y Cabildo de dicha iglesia, me ha hecho relación que los prebendados de ella pasan mucha necesidad y trabajo por estar pobres y valer los diezmos de ese arzobispado poco, y todas las cosas para su sustentación excesivos precios; y también los alquileres de las casas muy caros, y me suplicó en el dicho nombre, mandase que se le diese a cada uno de ellos sitios para hacer casas, y tierras para huertas, para labrar, pues los dichos prebendados se perpetuaban en esa dicha ciudad, y ayudaban a ennoblecerla; o como la mi merced fuese. Por ende, yo vos mando, que sin perjuicio de los indios, ni de otro tercero alguno, deis a cada uno de los dichos prebendados de la dicha iglesia, tierras en que labren, y solares en que edifiquen, como a los otros vecinos de esa tierra de su calidad. Fecha en Valladolid a 17 de marzo de 1559 años. La princesa. Por mandado de su Majestad, su Alteza en su nombre, Ochoa de Luyande».

ARIAS DÁVILA. El capitán don Gómez -natural de Ávila. Fue enviado por la Audiencia de los Confines (Guatemala) con un buque cargado   -341-   de víveres que el gobernador licenciado don Pedro de la Gasca recibió de auxilio, y le fue muy oportuno, cuando se hallaba en la costa del Chocó al venir al Perú. Reuniose después a Gasca en Jauja, y éste le colocó en el ejército al mando de una compañía de infantería. Hizo la campaña hasta la destrucción de Gonzalo Pizarro en la batalla de Sacsahuaná (1548). Sirvió a la causa del Gobierno sosteniéndolo contra el levantamiento de don Francisco Hernández Girón terminado en 1554. Hallose en la acción de Villacurí de mal resultado para don Pablo Meneses que allí fue desbaratado por aquel. Concurrió a las operaciones del ejército hasta los sucesos de Pucará, y la disolución de las tropas rebeldes. Perseguido Girón en su huida por varias compañías, le dieron alcance en el valle de Jauja: él se hizo fuerte con 70 soldados que le quedaban, abrigándolos en unos paredones a poca distancia de Atunjauja. Fue allí atacado con vigor dispersándosele algunos y rindiéndose otros. Girón peleó en su desesperación con ánimo hecho de morir. Estrechado por Arias Dávila y Fernando Pantoja, que resistieron sus cuchilladas, mientras llegaron otros, el primero cerró con él y le echó mano a la guarnición de su espada en momentos en que Juan Estevan Silvestre le amenazó con su lanza. Entonces tuvo que entregarse al capitán Arias. Trajéronlo a Lima y depositado en la cárcel real, salió de ella pasados días para ser decapitado.

ARIAS MALDONADO. Natural de Salamanca. Sirvió a ordenes del licenciado Juan Vadillo cuando en 1537 expedicionó desde San Sebastián de Buenavista en el Golfo de Uraba, al valle de Goaca donde había estado Francisco César y recogido alguna riqueza de las muchas que se dijo existir en unas sepulturas. Esta campaña fue desastrosa por el gran número de españoles que perecieron de hambre, y sin haber logrado los provechos que se imaginaron. Arias Maldonado estuvo más tarde en el Perú y mezclado en las discordias civiles del tiempo del virrey Vela, le hizo degollar el capitán Pedro Puelles por orden de Gonzalo Pizarro en 1544, lo mismo que a Felipe Gutiérrez, diciendo que «por alborotadores»: castigo que causó gran sensación de disgusto porque fue inmotivado, y efecto de imputaciones calumniosas.

ARIAS Y MIRANDA. Don José. Dio a luz en Madrid el año 1854 un libro que se titula Examen crítico-histórico del influjo que tuvo la dominación de América en el comercio, industria y población de España.

ARIAS DE SAAVEDRA. El doctor don Francisco -véase Saavedra.

ARIAS DE SAAVEDRA. Don Joaquín Antonio -véase Moscoso, marqués de.

ARIAS DE UGARTE. El doctor don Fernando -arzobispo de Lima. Entre los prelados naturales de América, ninguno se ofrece a la memoria con las felices circunstancias que éste, en su larga y brillante carrera: que hubiese ocupado tantos y tan elevados puestos, y atravesado mayores distancias en servicio de la Iglesia. Nació en Santa Fe de Bogotá en 9 de setiembre de 1561. Fue hijo de Hernando de Arias Torero, vecino y encomendero de dicha ciudad; de los hijosdalgo de Cáceres en Extremadura, y de doña Juana de Ugarte hija de Hernán Pérez de Ugarte natural de Vizcaya, poblador y también encomendero en el Nuevo Reino de Granada. El conquistador Gonzalo Jiménez de Quezada fue el padrino de pila de don Fernando, quien aplicado al estudio desde su tierna   -342-   edad, satisfizo su inclinación al estado eclesiástico, consiguiendo le ordenara de cuatro grados el arzobispo de Santa Fe don fray Luis Zapata de Cárdenas. Tenía 16 años cuando pasó a España y se incorporó a uno de los colegios de la Universidad de Salamanca. Después del conocimiento que adquirió de la jurisprudencia, se graduó de bachiller en cánones, y más tarde, estando en Lérida, de doctor en ambos derechos, recorrió varias provincias de la Península, y habiendo visitado la Italia, ingresó en Madrid cuando ya contaba 25 años. Alcanzó en el ejercicio de la abogacía el crédito que era de esperarse de sus talentos y consagración al fiel desempeño de los negocios; y contribuyó a asegurárselo más, la defensa que hizo de su padre en el Consejo de las Indias mediante la cual tuvo buen término una causa que se le siguió sobre asuntos de la real caja de Santa Fe de que había sido contador.

Esa reputación adquirida, y el mérito personal que le acompañaba abrieron paso a don Fernando para penetrar en la senda honrosa de los cargos públicos. El Gobierno quiso aprovechar de sus luces colocándole donde pudiera hacerlas más visibles, y le nombró auditor con 60 ducados de sueldo, del ejército destinado sobre Aragón en 1591 al mando de don Alonso de Vargas. La época fue la de los disturbios de aquel reino con la ruidosa prisión de Antonio Pérez ministro de Felipe II y de otros caballeros más a quienes no salvó su categoría del rigor del tormento. Pasados aquellos sucesos y disuelto el ejército, el auditor volvió a Madrid en 1594; y aunque sucesivamente se le confirieron tres corregimientos, tuvo a bien no admitirlos. Como solicitase una plaza en el ramo judicial, el Rey Felipe dando una muestra poco común de atención al pretendiente, decretó de su propia letra el memorial, y remitido al Consejo se le confirió en 1595 el empleo de oidor de la Audiencia de Panamá. Estando sirviéndolo se le trasladó en 1597 a la de Charcas. Tampoco fue mucha su permanencia en este Tribunal, porque el virrey don Luis de Velasco marqués de Salinas por los años 1599 lo nombró corregidor de Potosí, lugarteniente de capitán general y visitador de la casa de Moneda y cajas reales de esa provincia: mas como estos encargos tuvieron el carácter de interinos, lo cual no podía privarle de su plaza en la Audiencia, volvió a ella luego que la comisión cesó.

Por entonces (1603) acababa de salir para España a tomar asiento en el Consejo de las Indias, el oidor de Lima don Alfonso Maldonado de Torres, y habiendo dado el Rey la vacante que dejó, a don Fernando Arias de Ugarte, vino éste en consecuencia a establecerse en la capital del reino. Gobernaba la real Audiencia, por haber muerto en 1606 el virrey don Gaspar de Zúñiga conde de Monterroy, y necesitando enviar uno de sus ministros de gobernador a Guancavelica, hizo el nombramiento en favor del doctor Arias de Ugarte quien tomó posesión y desempeñó ese destino que por su importancia se encomendaba a un oidor. Animado de los primeros deseos que abrigó en su juventud, quiso obtener el sacerdocio y el año de 1607 vino a Lima donde le ordenó de presbítero el obispo de Santiago de Chile don fray Juan Pérez de Espinosa en virtud de real licencia de Felipe III: fue la primera que se otorgó para que en América un oidor pudiera ser eclesiástico. Dijo su primera misa en la iglesia del Noviciado de la Compañía de Jesús, y en seguida obedeció la orden que tuvo de continuar en el gobierno de Guancavelica. Como oidor había servido otras comisiones temporalmente: el Juzgado de bienes de difuntos, y la visita del Tribunal de Cruzada hecha por mandato real.

Era ya virrey del Perú don Juan de Mendoza y Luna marqués de Montesclaros, cuando se hizo volver a la capital al oidor presbítero Arias   -343-   de Ugarte: le nombró aquel su asesor general en lugar del oidor don Juan de Villela que pasó de Presidente a Guadalajara; y fue tal la confianza que le prodigó en el despacho de los negocios, que ponía su rúbrica en blanco para que el asesor estampase después los decretos que creyese justos. Montesclaros visitó personalmente las minas de azogue de Guancavelica en compañía del doctor Arias de Ugarte, y cuando dicho Virrey a su regreso tuvo que decidir el grave asunto del repartimiento de indios de la provincia de Potosí, se sujetó en todo al parecer de su consultor. Así, la resolución fue acertada porque éste conocía mucho aquella provincia: nadie reclamó de lo dispuesto porque había obrado con mesura y probidad. No fue menos circunspecto y acertado en el despacho de la auditoría general de guerra del Virreinato que dicho conde de Montesclaros fió a su rectitud y experiencia.

Entre tanto y cuando él aspiraba a ocupar una silla de dignidad en el coro de Santa Fe, con la mira de abandonar la magistratura, la Corte recordaba su merecimiento y el Consejo le proponía en 1612 para Obispo. Pero aunque el Rey le eligió para que lo fuese de Panamá, no llegó a tener efecto su confirmación, porque antes de que ella se alcanzase, fue presentado en 1613 para la diócesis de Quito. Recibidas que fueron las reales cédulas y bulas a un mismo tiempo, le consagró en Lima el arzobispo don Bartolomé Lobo Guerrero, y el virrey marqués de Montesclaros costeó el pontifical e hizo los principales gastos de la función. No tardó el nuevo prelado en encaminarse a su iglesia y tomó posesión de ella a su entrada en Quito, que fue el día 5 de enero de 1616. Desde ese momento contrajo su celo y atención a las delicadas tareas de su ministerio, y después de visitar los conventos y parroquias de la ciudad, salió de ella para hacerlo en todas las doctrinas de su comprensión. La visita, a pesar de lo que fue aprovechado el tiempo, no pudo acercarse a su término: opúsose a ello nada menos que el nombramiento que el Rey hizo de arzobispo del Nuevo Reino de Granada en favor del Obispo. Dejó fundadas en Quito dos capellanías para memoria de su interés por el aumento del culto; y marchó a su destino por la ciudad de Popayan: allí recibió el palio de manos del prelado de esa iglesia que estaba comisionado al intento.

Marcado con muchas demostraciones de júbilo fue el ingreso en Santa Fe de un Arzobispo que en dicha capital había visto la primera luz. Hízosele un espléndido recibimiento, y fue acompañado en aquel acto por su hermano el capitán Diego Arias a quien encontró de contador de las reales cajas. Corría el año de 1618 cuando tomó posesión del Arzobispado, y en cuanto se desembarazó de las primeras atenciones del cargo y puso expeditos diversos asuntos importantes, salió a visita, proponiéndose hacerla sin excepción de localidad alguna. Él penetró en lugares muy remotos; estuvo en otros casi desconocidos, y para llevar su influencia benéfica a países que de ella necesitaban con urgencia, venció ásperas jornadas, pasó por peligros graves en caminos escabrosos, y arrostró privaciones de todo género. En 1625 cumpliendo con un mandato real celebró el primer Concilio provincial de Santa Fe, y se dedicó también a adelantar varias obras que tenía emprendidas para satisfacer algunos piadosos designios que se había propuesto. Concluyó la fábrica de una capilla que levantó para su entierro creando para ella una capellanía. Erigió el monasterio de Santa Clara dándole dos mil ducados de renta: situó cincuenta mil pesos para dotes de 24 monjas; y en tanto que avanzaba el trabajo del edificio, nombró por prelada a una hermana suya que ya lo había sido de otros conventos. En estas fundaciones, en la casa arzobispal que compró y en muchos más objetos del culto, gastó el   -344-   Arzobispo algunas sumas de dinero: pero al paso que esos desembolsos disminuían sus recursos, él no tomaba empeño en rehacerlos, y lejos de eso acreditaba su desprendimiento quitando las tasas de la cuarta episcopal y dejando la entidad de ella a la conciencia de los párrocos. Llegó el momento sensible para el Arzobispo de dejar el país natal; tuvo que partir para otra diócesis, y se vio en el caso por la pobreza que lo rodeaba, de tomar dinero prestado para su viaje.

Promovido al arzobispado de Charcas, venció el largo camino que hay entre Santa Fe de Bogotá y Chuquisaca. No tocó en Lima, ni descansó en el difícil derrotero que siguió por el interior del Perú hasta la ciudad de la Paz. Fue recibido en su iglesia el día 5 de setiembre de 1627, y cuando después de celebrar un Sínodo Diocesano en 1628 había dado principio a la visita de su diócesis, tuvo noticia de su nombramiento de arzobispo de Lima. Sin embargo de esto, y como hubiese convocado Concilio provincial verificó la reunión de él en 1629 y autorizó sus funciones hasta que ellas terminaron. En este Concilio logró hacer reformas en beneficio de los indios que estaban grabados con subidos derechos, bien que los curas después de oponerse a ellas con diversos pretextos, apelaron de unas medidas tomadas con sobrada justicia. Se dispuso para el nuevo viaje que tenía que efectuar también penoso y largo, pero el último a que lo obligaba su dilatada y hermosa carrera. Dejó a la iglesia, al separarse de Chuquisaca, como diez mil pesos que se le adeudaban por rezagos, y fundó una capellanía con doscientos cincuenta pesos de renta para el culto de la virgen de Guadalupe cuyo altar había costeado de su peculio. Pobre y adeudando como doce mil pesos, partió para Lima tomando la vía de la costa.

En Cañete recibió los cumplidos de los cabildos eclesiástico y secular de Lima, que así como el virrey conde de Chinchón, enviaron comisionados para recibirle. Llegó a la capital del Perú; se alojó en el convento de Guadalupe, y a los tres días hizo su entrada pública y solemne tomando posesión el día 14 de enero de 1630 cuando contaba 69 años de edad y después de haber caminado durante su vida más 444000 leguas. El obispo de Panamá don fray Cristóval Martínez de Salas fue el encargado de ponerle el palio, y para verificarlo vino a Lima costeado por el Arzobispo. Los gastos de su viaje, y los obsequios que le hizo, pasaron de 16000 pesos.

Empleó 5 años en visitar todo el territorio del arzobispado. Celebró un Sínodo Diocesano que dio principio el 27 de enero de 1636; y las sinodales se imprimieron a continuación de las del arzobispo don Bartolomé Lobo Guerrero el año de 1637. Contienen trece títulos con varios capítulos, y al principio de ellas está inserta la doctrina cristiana en quechua y en español. El arzobispo Arias de Ugarte mandó guardar y cumplir la cédula de 2 de marzo de 1632 en que ordenó el Rey que todos los párrocos enseñasen el idioma español a los indios considerando este medio el más adecuado para su instrucción religiosa.

El prelado invertía su cuantiosa renta en varios objetos a que acordó su predilección. El primero fue el socorro de las necesidades de los indigentes; y poniendo empeño para descubrirlas y remediarlas, pidió listas a los curas de las personas desvalidas y pobres que se encontrasen en las parroquias. Prefería a las mujeres en el reparto de limosnas, y a muchas dio dote para que tomasen estado. Destinó al Rey como donativo en tres ocasiones treinta y ocho mil pesos: gastó más de ocho mil en mejorar el palacio arzobispal, y cinco mil en un sagrario de plata que colocó en la capilla de este nombre en la Catedral. Era pertenencia suya, y en su formación, altar, rejas y otros objetos, invirtió veintiún mil pesos fundando   -345-   además dos capellanías para mantener el culto con renta de trescientos pesos cada una.

Falleció en 27 de enero de 1638, de más de 76 años siendo su albacea el canónigo doctor don Fernando de Avendaño. Construyose en dicha capilla un mausoleo que guarda sus cenizas. Se ven en él las cinco mitras de otras tantas diócesis de que fue prelado, el escudo de armas de su casa, un epitafio para memoria de su distinguida carrera y una estatua de jaspes por último, representando al finado Arzobispo puesto de rodillas.

Fue varón muy recto, caritativo y humilde. Amaba a los indios y vigilaba que se les tratase con humanidad y dulzura. Decía que eran sus hermanos y sus compatriotas; y muchas veces se firmó en su país: «Fernando, indio, obispo de Santa Fe». Respetaba a la autoridad temporal y daba ejemplos de acatamiento a ella. Cuéntase que siendo obispo de Quito, como en una procesión le llevase la cauda un capellán, la Audiencia ordenó a éste la soltase por no ser aquello permitido. Y que oyéndolo el prelado dijo al capellán que obedeciese en el acto, e hizo una reverencia a los oidores: pero acabada la función les envió la cédula real de licencia que tenía para hacerse conducir la cauda. No sólo en América disfrutó de crédito y fama por sus letras y virtudes, que en España y Roma fueron también objeto de aprobación y aplauso, y el Pontífice Urbano VIII más de una vez lo tituló prelado de los prelados y obispo de los obispos. En la función de su entierro pronunció la oración fúnebre el doctor don Andrés García de Zurita primer canónigo teologal que tuvo el coro de Lima. La Universidad de San Marcos le hizo exequias solemnísimas en que predicó fray Gaspar de Villarroel tan célebre por su ciencia y literatura, y que después fue obispo de Santiago de Chile y de Arequipa. Escribió la vida del arzobispo Ugarte el licenciado Diego López de Lisboa y León padre del literato justamente aplaudido don Antonio de León Pinelo. En su estado de viudo se ordenó de sacerdote, y fue durante diez años mayordomo limosnero y confesor de dicho Arzobispo. Dedicó su obra al virrey conde de chinchón y se imprimió en Lima en 1638 en la oficina de Pedro de Cabrera en el portal de Escribanos.

Sucedió a don Fernando Arias de Ugarte en el arzobispado, el doctor don Pedro Villagómez.

ARIAS DE UGARTE. El capitán don Miguel hermano del arzobispo de Lima don Fernando, y también nacido en Santa Fe de Bogotá. Salió de Cartagena con la fuerza que expedicionó para perseguir al afamado por sus crímenes Lope de Aguirre, quien después de ser uno de los autores del asesinato de don Pedro de Urzúa jefe de la conquista del país de las Amazonas, y de que se alzase allí por Rey a don Fernando de Guzmán, intervino también en la muerte de éste cometiendo muchas otras crueldades. La destrucción de Aguirre en Barquisimeto se había ya efectuado, y Arias de Ugarte se vino a Lima: la Audiencia que tenía el mando del Perú le destinó de gobernador de Guancavelica en el año de 1607; este cargo había desempeñado su hermano siendo oidor como se ha dicho en el artículo precedente. En el período de su gobierno prosperó aquel mineral; perforándose el cerro para conseguir ventilación, y poniéndose diferentes lumbreras; los gastos hechos en estas y otras obras importantes, subieron a 600000 pesos.

Posteriormente sirvió don Miguel el corregimiento de la provincia de Ibarra y partido de Otavalo que le confirió el virrey marqués de Montesclaros; y logró hacer en aquel país algunas reducciones de indios, y descubrir un camino que conduce hasta el litoral. En 1615 le ordenó la   -346-   Audiencia gobernadora viniese a Guayaquil a cooperar en clase de capitán de montañeses a la defensa de dicho puerto amenazado por fuerzas marítimas extranjeras. Volvió a Bogotá y permaneció allí algunos años habiendo sido alcalde ordinario en 1619.

El virrey conde de Chinchón por los años 1633, le nombró corregidor de Aymaraes en el territorio del Cuzco. Dos años después falleció, y el mismo Virrey concedió dicho corregimiento a su hijo don Fernando Arias de Ugarte. Don Miguel fue casado con doña Andrea Ruiz de Sotomayor hija del capitán don Francisco Ruiz, notable por sus señalados servicios. Descendieron de este matrimonio los distinguidos abogados limeños don Bernardo y don Antonio Álvarez Ron y Zúñiga. El ya citado don Fernando alférez real del cabildo de Lima, fue corregidor de Colesuyos (Moquegua) y capitán a guerra de esa provincia en 1638, para socorrer a la de Arica, amagada de un ataque marítimo. En 1633 fue corregidor de Andahuaylas, habiéndose casado en el Cuzco con doña María Espinosa. Hija de este matrimonio fue doña Juana Arias de Ugarte, la cual tuvo por marido a don José de Zúñiga Avellaneda natural de Lima que había prestado servicios militares en Chile desde la edad de 18 años: desempeñó después el corregimiento de Tomina y estuvo en Valdivia el año de 1645, en la expedición del mando de don Antonio Toledo hijo del virrey marqués de Mancera. Fue don José nieto de don Felix de Zúñiga quien vino de España al Perú en 1603, de corregidor de Arica y le concedió el Rey traer dos mil ducados en alhajas y plata labrada para su persona y casa, doce negros esclavos, y diferentes armas. Había hecho largos servicios en Europa y Méjico. Véase Ruiz, don Francisco, véase Ron y Zúñiga.

ARMENDARIS. Don José de -marqués de Castellfuerte, virrey del Perú; natural de Rivagorza en Navarra. El más distinguido militar que vino a la América del Sur, y el único entre los virreyes que fue capitán general de ejército, pues Abascal obtuvo ese elevado rango. A su regreso a España. Descendía Armendaris de antiguos guerreros, y su casa era de las más ilustres. Don García de Armendaris alférez mayor del Rey de Navarra don García, murió con él en la batalla de Atapuerca. Beltrán y Juan de Armendaris estuvieron en el sitio de Perpiñán con don Fernando el Católico, habiendo muerto el segundo en una salida. De este tronco procedían don Lope de Aux y Armendaris primer marqués de Cadreíta nacido en Quito, su hija la duquesa de Alburquerque etc.

Empezó a servir el marqués de Castellfuerte de capitán de caballería, encontrándose en las batallas de Floru y de Neerwinden. Pasó a la guerra de Cataluña de maestre de capitán de Dragones, y concurrió al sitio de Palamós y campaña sobre Barcelona a órdenes de Vandoma. Luego sirvió en Nápoles, y a su regreso, ya de brigadier, estuvo en la primera y segunda campañas de Portugal. Marchó después al sitio de Gibraltar, ascendido a mariscal de campo. Pasó de sargento mayor al regimiento Guardias de Corps. En 1705 entró a Badajós con el mariscal de Tessé. Asistió a la toma de Villarreal y Alcira. Recobró la plaza de Alcántara escalándola en diciembre de 1708 de orden del marqués de Bay, y entonces se le promovió a teniente general. Asistió al asedio y toma de ciudad Rodrigo donde abrió la primera brecha. Seguidamente pasó con toda la caballería del ejército a Extremadura y mandó la batalla de Lagudina en mayo de 1709. Se halló en la de Villaviciosa el 10 de diciembre de 1710 rompiendo la izquierda de la línea enemiga, y recibiendo ruin herida grave. Felipe V lo condecoró con la Cruz de Santiago, titulándolo comendador de Montizón y Chiclana. Se ocupó después en   -347-   pacificar el reino de Aragón, y tuvo parte en el sitio de Barcelona con el duque de Populi; tomó a Manreza y la redujo a escombros. Fue gobernador de Tarragona e inspector general de caballería y dragones. Pasó al reino de Cerdeña con el general marqués de Lede, y se hizo notar en esa campaña y toma de Caller. En Sicilia siendo teniente coronel de las reales guardias, figuró en el ataque de Castelamar y Mesina cuya ciudadela rindió en 1718. Puso sitio a Melazo teatro de una reñida batalla. Después en la de Francavila le tocó lo más difícil de la lucha, conduciendo el regimiento de guardias que coronó la victoria: allí pereció el duque de Holstein. Restituido a España se le encargó el Gobierno y capitanía general de Guipúzcoa. Se hallaba sirviendo este destino cuando le eligió el Rey para el virreinato del Perú en que debía suceder al arzobispo virrey don fray Diego Morcillo.

Embarcose el marqués de Castellfuerte en Cádiz el 31 de diciembre de 1728 en el navío «Pingue volante» de la expedición de galeones mandada por el marqués Grillo. Llegó a Cartagena en febrero de 1724 y recorrió con cuidado la costa hasta el Istmo, tomando muchas providencias para perseguir y frustrar el comercio clandestino que hacían los ingleses. Encontró fondeados cerca de Portobelo cuatro buques que se empleaban en el contrabando, los cuales fueron tomados, huyendo a tierra casi toda su gente. A su tránsito dispuse se mejorasen las fortificaciones de Chagres y Panamá, y mandó desarmar un buque inglés que existía en este mar en actitud de guerra. Vino al Callao y entró en Lima el día 14 de mayo de 1724.

Según el tratado de Utrech (1713) un navío inglés podía negociar mercaderías en la feria de Portobelo. El «Real Jorge» fue el primero, y aunque según sus papeles medía 650 toneladas, contaba con 974 de carga. En sus manifiestos no se encontraron muchísimos bultos de efectos y como se ocultasen diferentes facturas, no podía dudarse de las defraudaciones que se practicaban a la sombra del tal permiso. Fuera de esto los artículos ingleses, no pagando en España derechos de importación para nacionalizarse, ni los de salida para traerse a las Américas, se expedían con mucha ventaja a bajos precios, causando quebrantos al comercio. Estas irregularidades nacidas del mal gobierno, fomentaban los fraudes y la corrupción de empleados y traficantes. Castellfuerte, hombre entendido y de una dureza poco común, se propuso moralizar, y extinguir los abusos: pero luchó en vano con el desorden y la rapiña que forman un poder superior a las medidas represivas.

Lar feria de Portobelo que estuvo suspensa quedó restablecida en 1726. La costumbre de cerrarse los puertos seis meses después de acabada esa feria, dejó de existir por Real cédala de 9 de diciembre de 1731, y así permanecieron abiertos sacando provecho los ingleses en sus negociaciones ilícitas.

El comercio inglés proveía de negro; a estos países según aquel tratado, y lo hacía en pequeño número para multiplicar el de buques, y extender el contrabando que tenía su germen en Jamaica. Por Buenos Aires introducía la bandera británica con cada cargamento de africanos, cincuenta toneladas de bayetas, cuya concesión daba margen a muchos desmanes. El número de esclavos excedía siempre a los 4800 que se permitían, y desembarcándolos por lugares excusados, eran vendidos en menos valor. En esto especuló por largo tiempo la nación humanitaria que para descargar su conciencia, o por otros motivos, ha promovido y sostenido después con fervorosa constancia, la abolición de ese horrible tráfico.

El buque inglés que desarmó Castellfuerte y recorría el Pacífico a   -348-   pretexto de impedir el comercio clandestino de negros, porque a esa nación pertenecía exclusivamente, tenía otro objeto preferente y secreto: era el de hacer demarcaciones en las costas y puertos, formando cartas marítimas exactas.

El gobierno español para oponer un dique al contrabando y fraudes de la feria de Portobelo de donde se abastecía el mercado peruano, mandó aprestar guardacostas, imponiendo al comercio la obligación de hacer los gastos, pero otorgándole la gracia de deducir un 4% de los impuestos sobre caudales y frutos de América. La primera expedición de guarda costas vino al cuidado del conde de Clavijo en 1725 gobernando Castellfuerte.

El más señalado y ruidoso acontecimiento de la época de este Virrey fue la sentencia y ejecución del fiscal protector de la audiencia de Charcas don José Antequera y Castro caballero de la orden de Alcántara; y como debió su origen a las turbulencias del Paraguay ocurridas en el período de su antecesor el arzobispo virrey don fray Diego Morcillo, nos ha parecido bien escribir de ellas y sus lamentables consecuencias, antes que de los sucesos diversos de que tenemos que ocuparnos con respecto a Castellfuerte y su Gobierno.

El año de 1721 fue acusado el gobernador de la provincia del Paraguay don Diego de los Reyes Balmaceda ante la audiencia de Charcas por el capitán don Tomás Cárdenas vecino de la Asunción, a causa de crímenes que decía haber cometido en el ejercicio de su autoridad, a que agregaba el ser esta viciada de origen, porque como vecino y casado en el país no podía gobernar sin violación de las leyes que lo prohibían. Las acusaciones fueron admitidas, y Cárdenas dio fianza de calumnia por la suma de ocho mil pesos. La Audiencia dispuso que Antequera pasase a la Asunción en calidad de juez de pesquisa. Llegó a esa ciudad por julio, sometió a Reyes a prisión, abrió el juicio y asumió el carga de gobernador para lo cual fue autorizado. Es necesario que los sucesos de que entonces se hizo gran misterio, no sigan envueltos en la oscuridad con que intencionalmente se ocultaron del público y del gobierno mismo. Debe saberse que la provincia del Paraguay y su capital se hallaban en un estado violento de vasallaje, y que los jesuitas dueños exclusivos del territorio que con muchos pueblos se conocía por «de las misiones», habían monopolizado todos los negocios en que no dejaban especular a nadie. Ellos poseían inmenso número de ganado, comerciaban con los productos agrícolas haciendo solos la exportación de ellos inclusive la yerba para mate; ellos tenían grandes talleres para todo género de obras de manos; en su cuantioso y extendido giro nada pagaban al Erario bajo ningún aspecto: compraban los fondos rústicos, y su sistema de absorción no tocando límites, malograba todo proyecto mercantil84 en la capital de la Asunción y hería de muerte cuantos intereses pudieran libremente concurrir al bienestar de la provincia. ¡Quién acusaría a los jesuitas! ¡Quién lo hiciera sin serios peligros, quién sería creído, si a sus órdenes estaba el poder en todas partes!

Esas causas poderosísimas tenían dividido el Paraguay entre opresores y oprimidos, estos devorando sus agravios y rencores encubiertos y contenidos, aquellos cobrando por instantes más fuerzas para dominar, y enviando de continuo con tal fin a Lima, España y Roma crecidos caudales que respondieran del seguro éxito de sus intentos. El gobernador don Diego de Reyes era parcial de los jesuitas, instrumento como tantos de sus designios; y de aquí nació y se incrementó el odio que le tuvo la provincia, no faltando quien le acusara de diferentes abusos,   -349-   aunque se callaran, o no apareciesen con claridad, los motivos verdaderos de la animadversión y los resentimientos.

Sentadas estas bases que tendrán su justo desarrollo y sus pruebas en el artículo relativo a don José de Antequera, el presente sólo referirá los hechos sin apartarnos mucho de los documentos oficiales, y especialmente de la memoria del marqués de Castellfuerte. El gobernador Reyes se quejó al virrey Morcillo del procedimiento de la Audiencia de Chuquisaca, y el Virrey sin datos suficientes, complaciendo a los jesuitas, mandó en 13 de octubre de 1721 se repusiese a Reyes y que nada se hiciese sin autorización expresa del gobierno superior. A pesar de esto la Audiencia, que no cumplió el decreto, representó al Virrey sobre la inoportunidad de la providencia, acompañando peticiones del cabildo, de los militares y de los eclesiásticos de la Asunción en favor de Antequera, porque esperaban de la independencia de este magistrado un cambio saludable en sus padecimientos. El Virrey desatendió todo confirmando sus disposiciones; y como se reiterasen las solicitudes volvió a ratificar aquellas en marzo de 1723 previniendo cesase la comisión de Antequera, y saliese del Paraguay en el término de 20 días so pena de ocho mil pesos de multa: era esta medida de la mayor urgencia para los jesuitas.

Antequera, concluida la causa, había resuelto que Reyes compareciese en Chuquisaca a oír su sentencia, mas este, receloso tomó la fuga y se dirigió a Buenos Ayres. Allí supo los decretos del Virrey y apoyándose en ellos escribió al cabildo de la Asunción exigiéndole fuesen cumplidos, y se puso en marcha para restituirse a su destino. Como esta medida no surtiese efecto, Reyes pasó a refugiarse en Corrientes. El Virrey ordenó entonces que don Baltazar García Ros, teniente de rey de Buenos Ayres, marchase a la Asunción para obligar a las autoridades a la obediencia, debiendo venir Antequera a Lima en el plazo de ocho meses bajo pena de diez mil pesos y suspensión de empleo si no lo hiciese. Para facultar más a Ros se le nombró gobernador del Paraguay.

Rehusó Antequera someterse a esta nueva resolución porque a ello se vio precisado, y mandó al alguacil mayor don Juan de Mena a Corrientes para que se apoderara de Reyes; hízolo así y conducido a la Asunción se le encerró en un calabozo. Le conservaron de este modo largos meses sin comunicación. Entre tanto Ros que no contaba con fuerzas suficientes, creyó oportuno volverse a Buenos Ayres.

El virrey Morcillo informado por el gobernador de Tucumán de lo que pasaba en el Paraguay, ordenó en 11 de enero de 1724 al gobernador de Buenos Ayres mariscal de campo don Bruno Zavala que pasase al Paraguay o enviase a Ros para aprisionar a Antequera, embargándole sus bienes, y remitirlo a Lima a su costa. Zavala se hallaba ocupado en Montevideo, y por tanto dio a Ros la comisión. Este llegó con tropas a Tibiquari desde donde dirigió al ya tenido por rebelde, una perentoria intimación.

Resultó de ella el más agitado movimiento, y celebrada una junta en cabildo se resolvió hacer resistencia. Antequera mandó en 22 de julio de 1724 que todos tomaran armas. Que los jesuitas saliesen del territorio, y que a Reyes se le degollase. Los partidarios de estas novedades, enemigos todos del exclusivismo de los jesuitas se daban el dictado de comuneros y bajo este título se formó la fuerza de tres mil hombres con que Antequera salió a campana. La ejecución de Reyes no se consumó: dijese que el gobernador interino Arellano se opuso a ella. Antequera el 24 de agosto dio de sorpresa contra Ros y lo desbarató enteramente muriendo muy pocos de los comuneros y un crecido número de los indios   -350-   armados por los jesuitas y aliados de la tropa realista. Luego se dio muerte a don Teodosio Villalba que llegaba en auxilio de Ros.

Cuando se supo esto en Lima, estaba ya de Virrey el marqués de Castellfuerte, cuyo temple militar y arrogancia lo colocaban en mucha altura respecto del prelado su antecesor. Ordenó expresamente al general Zavala gobernador de Buenos Ayres, que en el acto marchase al Paraguay tomase a Antequera y lo remitiese a Lima, previa confiscación de sus bienes, aplicando al fisco diez mil pesos, y ofreciendo mil doblones al que lo entregase vivo o muerto en caso de huida. Escribió al Provincial de los jesuitas para que auxiliase con fuerzas a Zavala; autorizó a éste para nombrar gobernador, y encargó al obispo coadjutor don fray José de Palos cooperara a la pacificación del país. Este prelado era el más servil partidario de los jesuitas.

Zavala se entendió con el cabildo de la Asunción dando un amplio indulto. Entró el desconcierto y la división que el obispo fomentó. Antequera aunque ofreció su sometimiento a Zavala, trató de sostenerse obligado por los más comprometidos, pero fue vano su propósito porque había ya cansancio y también miedo. Viéndose abandonado, ocurrió a la fuga y salió de la Asunción el 5 de marzo de 1715. Zavala entró en la ciudad el 29 de abril, nombró gobernador a don Martín Barna, puso en libertad a Reyes, colocó en sus cargos a los antiguos empleados y regresó a Buenos Ayres. Antequera llegó a Chuquisaca, y en vez de encontrar en la Audiencia la protección que buscaba, esta no se la dispensó: las circunstancias habían variado, Castellfuerte era muy temido, y los oidores redujeron a prisión al que antes favorecieran tan decididamente.

Llegaron a Lima Antequera y Mena en abril de 1726 y se les formó un proceso que el Virrey activaba pensando frustrar los designios de diferentes influencias que trabajaban por los presos y tenían esperanza en la dilación de los trámites judiciales que demandaba la multitud y complicación de los cargos; sólo el interrogatorio de Antequera contenía 213 preguntas que las más versaban sobre hechos de los jesuitas. Impaciente Castellfuerte con los embarazos que hacían cada vez más lejano el término de la causa, estuvo en disposición de enviar a España a los enjuiciados cuyos recursos de defensa pesaban tanto como el interés que se advertía a favor de ellos en el tribunal y en mucha parte de la sociedad de Lima. Para adoptar ese temperamento podía servir al Virrey una real orden que al intento lo autorizaba, pero tuvo que variar de improviso al recibir otra cédula en fecha 11 de abril de 1731 en la cual lo decía el Rey que «el delito era de lesa majestad y no podía dudarse de que merecía pena capital y perdimiento de bienes: razón por qué convenía que el castigo de Antequera y de cualesquiera otros cómplices se efectuase luego, y en este reino, a fin de que sirviera de escarmiento, evitándose la remisión a España que ocasionaría nuevas dilaciones». Esta cédula revelaba que en la corte había un influjo poderoso empeñado en la desaparición de Antequera ahogando los esclarecimientos, pasando por encina de todos los principios de justicia y violándose escandalosamente las leyes.

El Virrey había mandado al Paraguay al corregidor de Potosí coronel don Matías Anglés para hacer las averiguaciones y confrontaciones que debieran obrar en el proceso. Este cumplió el encargo de consultarse con el obispo Palos parcial de los jesuitas quien eligió testigos apasionados que declararan las más inicuas falsedades. Remitimos al lector a la confesión que Anglés hizo al Tribunal de la Inquisición, sobre la realidad de las cosas. Este documento que se publicó en Madrid en 1769 lo extractamos en el artículo «Antequera».

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Castell-fuerte hablando de aquella real orden dice en la relación de su gobierno. «Jamás parece se ha expedido otra más expresiva ni más comprensiva, más amplia en la razón, ni más estrecha en el mandato, más entendida en la decisión, ni más cerrada en la ejecución. Fue ley y declaración, comisión y sentencia a un mismo tiempo. Calificó los delitos, determinó las penas, señaló el lugar, y previno el ejemplo». Encontró el Virrey la ocasión que deseaba, y la base sólida en que se afirmara su rigor; desde ese momento sus pasos tuvieron ante la Audiencia la firmeza que les había faltado. El tribunal tuvo que poner fin al proceso con la sucinta sentencia que, sin alegato de causas y fundamentos legales, condenó a muerte a Antequera y don Juan de Mena señalando para la ejecución el día 5 de julio de 1731.

Castell-fuerte desoyó las súplicas que hicieron para el perdón de los reos, la comunidad de San Francisco, la Audiencia, el Cabildo y la Universidad, la nobleza, señoras de clase, y mujeres del pueblo. No bastaron ruegos de ninguna especie; todo lo rechazó el carácter inconmovible del Virrey sin vacilar ni por un momento. Quién sabe qué prevenciones más recibiría de la corte y qué fuerza lo estrecharía en Lima para tan inexorable rigor. Por eso se dijo, y todavía se repite, que el Virrey, estrechado por los jesuitas, obraba ciegamente a voluntad de éstos, no mirando otra cosa en lo ostensible que el delito de lesa majestad y rebelión armada que tanto eco hizo en Madrid, objeto de gran bulto y bien manejado para cubrir cuanto los de la compañía necesitaban esconder o desvirtuar. Fueron inútiles las tentativas y las combinaciones que mediaron para abrir paso a la fuga de Antequera. Se aseguró que el Arzobispo en una conferencia que consiguió tener con él, a pretexto de arreglar asuntos de conciencia, le ofreció conferirle la orden sacerdotal a cuyo arbitrio se había negado Antequera. Semejante tradición es falsa aunque la haya aceptado D. J. A. Lavalle en la revista de Lima de marzo de 1860; no tanto porque no podía caber tal pensamiento en el Arzobispo contrariando las órdenes del Rey y frustrando la sentencia, cuanto porque el arzobispo Morcillo falleció en 1730 y su sucesor don Francisco A. Escandón entró en Lima por febrero de 1732, tiempo después de la ejecución de Antequera en 1731.

Formadas las tropas en la plaza, salieron los reos de la cárcel de corte escoltados por una fuerte guardia. Al llegar al cadalso alzó el grito de «perdón» uno los religiosos de la orden de San Francisco, voz que repitieron muchos otros frailes y el pueblo con el más ardoroso empeño lanzándose repentinamente sobre el patíbulo. Trabado un choque violento, fue allí malherido el teniente de la guardia montada del Virrey por un golpe que le descargó un lego franciscano que furioso hacía uso de un palo. A la noticia del tumulto, Catell-fuerte se presentó a caballo en la plaza, para que con su respeto se contuviese el desorden. La multitud aventaba piedras contra la tropa y comitiva del Virrey, particularmente un gentío que procedía de la calle del Arzobispo y que acaudillaba el guardián de San Francisco con no pocos frailes de esa comunidad que se titulaba amiga y beneficiada por Antequera. El general don José Llanos, cabo principal de las armas, y varios soldados fueron heridos en aquella confusión. La fuerza que guardaba, al reo fluctuando casi, por el temor que le infundía el ataque popular, se vio en un instante sostenida por el Virrey, que abriéndose paso con su espada, y ya próximo al cadalso, dio la voz de «soldados fuego». Disparáronse las armas, y Antequera murió atravesado de balas lo mismo que dos sacerdotes, un negro, dos soldados y otros individuos. El Virrey hizo subir el cadáver al patíbulo donde fue degollado en cumplimiento de la sentencia. Acto   -352-   continuo mandó ejecutar a don Juan de Mena en un cadalso separado que se había dispuesto al intento. Se ha dicho siempre que Castell-fuerte al mandar romper el fuego agregó la orden de «maten a esos frailes»; pero no existen pruebas de esto.

El Virrey hizo en su memoria la siguiente calificación sarcástica tocante a la gente vulgar de Lima, al referir estos sucesos.

«El vulgo de Lima, muchos vulgos, porque contiene tantos como son las naciones y castas de que se compone; y entre estas son las más impetuosas las más bajas, porque son las más bárbaras; y las que tienen mezcla de españoles, aunque precian de políticos por la presunción, tienen el barbarismo de la soberbia. Así la plebe limeña toda es entremés, compuesta de lo más altivo y lo mas ínfimo de naciones viles, y de españoles en que los más plebeyos se tienen por nobles, porque al cotejo solo, el color les es prosapia. Ya, ni esta vanidad y confusión, aunque regularmente es todo el vulgo sumamente leal, hace que este esté sujeto a irregulares movimientos, y las circunstancias del suceso lo habían conmovido ciegamente».

Dirigió el Virrey un exhorto al padre comisario general de San Francisco con la información que se formó, de acuerdo con la Audiencia, para que se procediese a averiguar y castigar a los religiosos culpables y autores del tumulto. El prelado rechazó esas actuaciones, y elevó queja al Deán y Cabildo de esta Iglesia, en sede vacante, para que se siguiera causa sobre la muerte de los frailes, y pidiendo se declarase al Virrey incurso en el canon y censuras prevenidas por derecho contra los agresores de personas eclesiásticas. Admitiose la instancia, y el Cabildo, sin citación alguna, envió al Rey los documentos; pero cuidó de suspender el punto relativo a las censuras. Castell-fuerte a quien estas no habrían asustado, dice en su relación de gobierno «que la representación de la soberanía no estaba sujeta en esta forma a tales juicios. Que eran lástimas casuales que no podían pasar a ser acusaciones; pues las lágrimas, o las enjugaba el asombro, o se quedaban en el aire de la confusión; y que nunca habían tenido censuras los naufragios, ni reconocido tribunales los despeños».

El Rey informado de todo aprobó la conducta del Virrey sin excepción alguna por cédula de 5 de setiembre de 1733, mandando separar de su cargo al comisario de San Francisco, y que su sucesor hiciese la averiguación de los hechos y responsabilidades de la comunidad. En otra real orden pasada al Arzobispo en la misma fecha le previno «recogiese del Cabildo Eclesiástico los antes obrados sobre las censuras y demás asuntos del caso; que esperaba impusiese perpetuo silencio acerca de este proceso, mandándolo archivar, para que no quedase en el público un ejemplar tan poco recomendable de la conducta del Cabildo; y que remitiese a España uno o dos de los miembros de él, que fueron autores de la formación de dichos autos».

El gobernador Barúa a quien el general Zavala dejó mandando en el Paraguay, instó para que se lo relevase. El Virrey lo dio por sucesor a don Ignacio Soroeta que había sido su secretario y estaba de corregidor en el Cuzco. A su llegada a la Asunción los comuneros no quisieron admitirlo; para ello armaron mil hombres, diciendo que aquel era parcial de los jesuitas y el que escribió el decreto para la restitución de estos a la provincia; siendo así que cuando esa orden se dictó, Soroeta no se hallaba en Lima. En esta repulsa figuró como autor principal don Bernardo Mompó y Suyas que había estado preso en dos ocasiones. Soroeta tuvo que retirarse y el Paraguay quedó en manos de los comuneros haciendo de gobernador don Luis Basiro Alcalde de primer voto de la ciudad.   -353-   Mompó había fugado de la cárcel de Lima donde estuvo en contacto con Antequera; y se dijo que lo envió al Paraguay a promover una nueva revuelta, para hacer ver que estando él a tanta distancia, no era su presencia la razón de esas alteraciones. El gobernador Barúa tuvo a Mompó por asesor, y Basiro le conservó a su lado con gran distinción. Una carta que se le halló a Antequera escrita por Mompó se quiso fuese la prueba de su complicidad en el nuevo suceso.

Acababa de disponer el Virrey que el oidor de Charcas don Manuel Isidoro de Mirones marchase de gobernador al Paraguay, cuando se recibió orden del Rey confiriendo este cargo a don Manuel de Ruilova, maestro de campo de la plaza del Callao. En su cumplimiento marchó dicho jefe a su destino y entró en la Asunción el 29 de julio de 1733: pero los comuneros al mes y medio de su recibimiento, mal avenidos con el estado de las cosas, aparecieron a poca distancia de la ciudad y en actitud de guerra. Ruilova reunió gente y salió a encontrarlos a pesar del inferior número. Al aproximarse quedó el gobernador con sólo 40 hombres porque todos los demás le abandonaron pasándose a engrosar el bando contrario.

El obispo de Buenos Aires don Juan de Arregui que había ido a consagrarse al Paraguay, tenía gran influencia con los comuneros y fomentó sus ideas: se encontró con ellos cuando ya se retiraba a su diócesis; luego exigió de Ruilova les concediera cuanto pidiesen, y tomó en esto tal calor que le dijo ofreciéndole su pectoral, que aquella cruz era buena para él, y el bastón que empuñaba, para sí; que con él lo compondría todo. Los comuneros se acercaron con el artificio de vivar al Rey, mas Ruilova viéndose agredido disparó una pistola a don Ramón Saavedra y entonces le dirigieron un tiro que le hizo caer del Caballo; otro de los conjurados le partió la cabeza con un alfanje sin que el obispo se hubiese interpuesto para favorecerlo. También fue muerto el regidor don Juan Báez al lado del gobernador, y malherido don Antonio Arellano: ocurrió esta escena el 15 de setiembre de 1733.

El Virrey envió instrucciones al general Zavala gobernador de Buenos Aires para que pasase al Paraguay y diera cumplimiento a las órdenes que se le trasmitieron con acuerdo de la Audiencia. Entretanto el obispo Arregui aceptó y asumió el cargó de gobernador conferido por la ciudad en que se hizo aclamar por tal, abandonando así su diócesis por el triste honor de mandar una provincia en anarquía. Se formó a Ruilova un proceso en que figurando como pruebas las imputaciones, se cargó su memoria de odiosos crímenes. No queriendo el obispo Palos ser testigo de estos sucesos ni reconocer al obispo gobernador, tomó el partido de ausentarse.

El obispo Arregui que muy tarde había conocido sus errores, pensó en remediarlos y revocó el decreto de confiscación que dictó reduciendo a la mendicidad a muchas familias. Indignados contra él los comuneros resolvieron apoderarse de sus bienes. Él dio 5 mil pesos para habilitar a los diputados que debían ir a España, y luego les alargó otros 5 mil. «Yo permanecí en la provincia, les decía, por la paz y unión de todos; ¿cómo pues se me corresponde tan mal?». Había autorizado dos decretos contra los jesuitas, y después de otros compromisos, terminó por indignarse contra sí mismo, contemplándose esclavo de una facción; revocó sus mandamientos, abjuró de su conducta pasada y determinó volverse a Buenos Aires. Zavala entró en la provincia con tropas regladas y por marzo de 1735 al acercarse a la Asunción, hicieron los comuneros un simulacro de resistencia en el punto llamado Tabacui; pero estaban ya desalentados y aún divididos en bandos como debía suceder. Así es   -354-   que no sufriendo la arremetida de Zavala, se retiraron para no volver a reunirse: fueron perseguidos y destruidos perdiendo cuanto tenían. Lavala tomó providencias fuertes contra los comuneros contumaces, a quienes se aplicó la pena de garrote, entre ellos a los asesinos de Ruilova: desterró a otros y adoptó muchas medidas de prudencia y conciliación para asegurar la tranquilidad futura, devolviendo a todos los bienes de que habían sido privados por el común.

El virrey Castell-fuerte dio orden para que el obispo Arregui compareciese en Lima a dar cuenta de su conducta y desagraviar los derechos ofendidos del trono. Pero su avanzada edad no le dejó fuerzas para arrostrar la desgracia, y la muerte lo libró de las que le esperaban.

En todo lo acontecido en el Paraguay bien se advierte que la obra de Antequera y los comuneros, no podía reducirse a un simple levantamiento con el objeto de lucrar en el desorden como se propaló. Creemos acertar opinando que aquellos trastornos tuvieron por objeto la expulsión de los jesuitas para librar al país del yugo de estos; tal vez Antequera pensaría en una revolución con fines más elevados; pero para eso necesitaba preparar los ánimos en otras provincias y que ellas comprendiesen que podían y les convenía emanciparse de la dominación española. Véase Antequera y Castro, don José.

Entremos ya a tratar de los sucesos notables, y de lo que en materia a la administración pasó en el Perú durante el período del virrey marqués de Castell-fuerte.

Encontró en la ciudad amurallada del Callao destruida la parte que cabría el muelle, a causa de que al construirse éste no se meditó sobre la situación conveniente de él, ni se calculó el mal que la fuerza de las olas era consiguiente hiciese contra el muro en que estaba la puerta real denominada «de la Marina». El Virrey se ocupó preferentemente de reedificar aquel baluarte, poniendo su atención en el plano de la obra para que fuese capaz de precaver una posterior ruina. El mar había penetrado hasta propasar el sitio en que tenía que elevarse el nuevo cerco. Consultose el Virrey con una junta compuesta del general don Luis Güendica de la orden de Santiago, del maestre de campo de la plaza y su gobernador don Pedro de Medranda y del D. don Pedro Peralta distinguido matemático: se resolvió fabricar a la orilla del mar y línea de la muralla derribada, una serie de dientes, muelles de pilotaje, o estacadas dobles, con la trabazón necesaria, rellenas de gruesas hiedras. Mientras se portaban estas por los presidarios en la isla de San Lorenzo, se hicieron unas para su conducción, se trajeron mangles de Guayaquil, y se acopió cal y ladrillos empleando las mulas que de Lima iban de vacío al Callao para traer mercaderías; y como tales servicios se prestaron gratis, disminuyó en gran cantidad el presupuesto formado que importaba 300 mil pesos, y vino a reducirse a la mitad. Después de luchar con el poder del mar, y de emplear un tesón sistemado por la inteligencia de los directores de la obra, ella se efectuó en una longitud de 1100 varas y nueve de altura desde el fondo; seis dentro del agua, y tres fuera, con un espesor de cuatro dado a la muralla que se levantó; concluyéndose en la parte superior con lo necesario para situar las baterías de defensa.

Satisfecho el Virrey con el buen resultado, dispuso se hiciese una seria refacción de la muralla del lado de tierra, cuyo mal estado pedía un pronto y costoso reparo, que consistió en 3743 varas de banqueta nueva, 1028 de parapetos, 10 baluartes, y en merlones 872 varas, pues antes la artillería se hallaba situada a barbeta. Hízose además una puerta nueva a la parte del norte. El gasto total fue de 150737 pesos de los cuales 54257 salieron de la real hacienda, 95553 del ramo de Sisa, y 914 del de   -355-   penas de cámara según la cuenta del veedor del presidio conde de Palentinos de la orden de Santiago. No olvidó el Virrey las murallas de Lima que recibieron algunas mejoras, señalándose en ellas la fábrica de un largo parapeto en el ámbito que recorre el río. No hizo Castell-fuerte otros preparativos de defensa; y en cuanto a tropas, formó varias compañías de pardos con el instituto de granaderos, en que cuidó de doctrinarlos con frecuencia, y al efecto construyó crecido número de granadas de mano.

Con respecto a la armada siguió el Virrey la opinión de que debía constar de tres o cuatro buques y no más, por ser suficientes para el servicio ordinario, y estar expuestos al deterioro que causaba la broma, en la casi inacción de las naves. Por esto la escuadrilla de la mar del Sur se componía de las denominadas Capitana, Almirante y Patache. Al ingresar de Castell-fuerte, el comercio de Lima había mandado construir dos por cuenta de sumas que adeudaba a la real hacienda, y acabados que fueron dichos buques, resultaron con muy buenas cualidades para aquellos tiempos. El Virrey mandó se carenara en Guayaquil el navío «Brillante»; pero hallándose corrompidas sus maderas, hubo que excluirlo; y en 1730, determinó construir otro con igual número de cañones, esmerándose en que tuviera todas las condiciones y exigencias de embarcación y guerra. Diole el sombre de «San Fermín» en recuerdo del Santo obispo su compatriota y patrón del reino de Navarra. Sólo en los jornales de los obreros que en él trabajaron se hizo el gasto de 28749 pesos, habiéndose invertido en materiales y demás 52401. Otro navío llamado la «Peregrina» fue deshecho porque era de escaso andar, y no habrá quien lo comprara: su carena debía costar 53252 pesos y la tuvo por antieconómica el general de la armada don Blas de Lezo.

Castell-fuerte con motivo de ser indispensable desalojar de Montevideo y Maldonado a los portugueses, envió 100 mil pesos de socorro al gobernador de Buenos Aires Zavala, que reclamó este auxilio, y para lo cual se había recibido real orden. El Virrey creyendo urgente hacer una fortificación en Guayaquil, dispuso se practicasen estudios facultativos, y se llenasen otras formalidades previas.

En 1724 terminó la guerra sostenida en Chile con los indios, por medio de condiciones de paz o treguas a que se sometieron los jefes Araucanos. El Virrey mandó demoler unos fuertes que por su situación no podían ser socorridos, y dispuso la construcción de otros en lugares que consultaban diversas ventajas.

Todos los Virreyes tropezaron en el Perú con las repulsas y dificultades que algunos prelados de la Iglesia oponían a las veces contra las regalías del patronato real; y con diversos incidentes y competencias que se fomentaban por los eclesiásticos y superiores de las religiones, para eludir o hacer ilusorio el cumplimiento de las leyes que no eran conforme a sus intereses o pretensiones. Véase lo antigua que ha sido la resistencia y obcecación que ahora se quieren disculpar protestando recientes novedades que a decir verdad no existen; y dando por fundamento la falta de un concordato con la República; en lo cual el clero no obra ni se expresa con la debida lealtad.

No exento de estos embarazos el gobierno del enérgico marqués de Castellfuerte, tuvo que emplear todo su poder en esta clase de choques para conservar intactos los derechos de la soberanía: «... o no han de ser los eclesiásticos (dice en su memoria) habitantes del imperio, o es preciso que sean obedientes al monarca, o no han de ser hijos de su potestad, o han de ser dirigidos de su economía. Nacen con el vasallaje, y viven con el bien de la manutención: con que es justo que reconozcan   -356-   por dos obligaciones la majestad, y aun deben también reconocer el tercer beneficio de cuidarlos, que es otro modo de favorecerlos. Es la atención más ardua, porque el gobierno ha de ser un cuerpo con hombros y sin manos, que ha de cargar tan grande esfera sin tocarla. Si no se sustenta, se quejan, y también se quejan si se atiende. Cada cuidado es un susto de la humanidad, y cada tolerancia es un grito del recurso. En fin, es un modo de portarse el gobierno en que ha de estar el amparo pronto como si se solicitara, y el cuidado reverente como si se pidiera». «... La mayor parte de los españoles nacidos en esta ciudad, por falta de otras sendas por donde encaminar la vida, se aplican a la del estado eclesiástico, que es la más ancha para el concurso, y la más segura para la conveniencia. La extensión de las provincias produce la multitud de curatos para los seculares y regulares en unas regiones que por la mayor parte son la patria de la barbarie y la habitación de la licencia. La verdad corre allí la misma fortuna que la razón, y la libertad vive tan acomodada como la ignorancia. Los mejores estudiantes que tienen por su mayor felicidad entrar en un curato, hacen morir las letras por vivir, y se van a perder para ganar. Son flores que se trasplantan del vergel al bosque, y no es mucho vayan a marchitarlas donde no pueden producirse. Son muchas veces médicos que se contagian de los males que van a curar, y pastores que contraen el daño de la grey, hallándose en partes donde por ir a enseñar los misterios se olvidan los preceptos».

El Rey por cédula de 13 de febrero de 1731 previno a los prelados pusiesen remedio eficaz contra los desórdenes y mal proceder de sus súbditos, y ordenó al Virrey les comunicase «las noticias que tenía de los escándalos y delitos practicados por ellos»; advirtiéndoles que «os halláis con orden mía para remitir a estos reinos al prelado que resultare delincuente en descuido tan culpable». Castellfuerte escribió a los corregidores con este motivo lo siguiente:

«Conviniendo al mayor agrado de Dios y servicio del Rey el enterarme de si los curas viven licenciosamente amancebados y empleados en tratos y contratos, os ordeno, señor, que con el secreto y verdad que pide esta materia tan delicada, me aviséis de los que hubiese en la provincia de vuestro cargo incurriendo en tan graves excesos; en inteligencia de que sobre ellos no habéis de recibir información jurídica, sino que os ha de constar notoriamente y con seguridad que los cometen: previniéndoos que no habéis de vengar alguna pasión particular que pudiereis tener con alguno de dichos curas porque de verificarse así os castigaré gravemente. Y por lo que mira a las mujeres que viven deshonestamente, procederéis con vigor a su castigo, a fin de que por este medio se eviten tan perniciosos escándalos, dándome puntual cuenta de lo que ejecutareis sin excederos ni faltar en ella».

A consecuencia de esto el obispo de Trujillo don fray Jayme Minvela pasó al Virrey una carta en términos los más descomedidos, y rechazando el mandato como ofensivo a la inmunidad eclesiástica. Se quejó además de que los corregidores no se hubieran dirigido a él en solicitud del remedio. Ningún otro obispo se alarmó ni empleó repulsa alguna, y por el contrario se manifestaron conformes; habiendo el de la Paz don Alejo de Rojas escrito al Virrey «que estimaba las advertencias, porque a él podían ocultarle los hechos, y que así le suplicaba rendidamente le avisase todo lo que debiese corregir etc.»

A causa del abuso que había en América para erigir conventos, sobre lo cuál dice Castellfuerte que «de una casa fundaban uno, y de un religioso,   -357-   o poco más, creaban una comunidad», el Papa Paulo V, en Breve de 23 de diciembre de 1611 ordenó que los conventos tuviesen por lo menos 8 religiosos. El Rey dispuso que los que no se hallasen en este caso no se juzgaran tales, ni sus prelados gozasen de voto alguno en los capítulos. En julio de 1729 siendo muy reñida en Lima la elección de Provincial de San Agustín, quisieron los frailes de un partido se procediese contra aquellos principios porque en esto consistía su triunfo. El Virrey obligó al prelado fray Gaspar de Quirós a que se calificasen los priores que debían tenerse por vocales, y para el mejor resultado y orden envió en comisión al convento agustino al alcalde del crimen de la Audiencia don Francisco Javier de Salazar y Castejón con cuya asistencia se efectuaron las funciones electorales.

En el año de 1728 disturbios del mismo género se levantaron en la religión Mercedaria, y tomaban tal cuerpo que el Virrey resolvió obrar con severidad para contener a los partidos. Al intento comisionó a dos ministros de la Audiencia que haciendo cesar el desorden alcanzaron se verificara pacíficamente la elección de Prelado que recayó en fray José de Castro, religioso muy digno por su talento y letras.

Al hacerse la de Abadesa del monasterio de la Encarnación hubo también grandes turbulencias y escándalos. Unas religiosas querían reelegir a la prelada, y otras no. El arzobispo Morcillo anulando la decisión de la mayoría, apoyó a la electa por el menor número, y fue doña Rosa de la Cueva, de lo que vino un cisma intolerable que atrajo ocurrencias muy ruidosas en que las criadas del convento hicieron notable papel, así como el público que aumentó la agitación. El Arzobispo trasladó a la monja doña María de las Nieves a distinto monasterio lo mismo que a otras; pero con esto nada se avanzó, la discordia continuó su giro y se avivó más con la muerte del Prelado. Más tarde cuando llegó el nuevo arzobispo don Francisco A. Escandón, sus providencias restablecieron la quietud definitivamente.

También en Chile dio lugar a desmedidos alborotos la elección de prelado en San Agustín; y el Virrey ordenó se prestase auxilio militar para someter a los frailes a la obediencia.

A mérito de diferentes excesos de los curas, que trataba de reprimir el corregidor de Andaguaylas, dos de ellos encendieron un tumulto contra la autoridad, y como aquel lograra contenerlo, poniendo en claro sus autores, tomó de su cuenta el obispo de Guamanga don Fray Alonso López Roldán defender a dichos párrocos. Las cosas pasaron de raya, y el prelado excomulgó y multó al corregidor. El marqués de Castellfuerte apercibió al obispo encargándole con parecer del real acuerdo se abstuviese de imponer penas semejantes, y mandase a Lima a los dos curas. El obispo se puso en camino con ellos sin tener licencia al efecto, y el Virrey le ordenó se volviese a su diócesis. Desobedeció y continuó su marcha; tuvo varias entrevistas con Castellfuerte, y no alcanzando de él cosa alguna, se regresó (1727). El Rey reprendió al obispo aconsejándole corrigiese los delitos, procediendo en todo conforme a derecho, y sin llevarse de informes que no fuesen muy seguros y cristianos: al Virrey encargó estar muy a la mira de lo que dicho prelado ejecutase.

Al poco tiempo fue preciso contener a otros curas y eclesiásticos del mismo obispado de quienes se quejó un cacique por los excesos que cometían en daño de los indios, al extremo de presentarse aquellos con armas. El Virrey con su acostumbrada firmeza se entendió con el obispo para que refrenase tales abusos.

Los de autoridad en que el citado obispo incurrió, dice el Virrey, exigieron 30 providencias de ruego y encargo fuera de otros decretos a que había   -358-   dado mérito. En materia de fuerza, hubo varios casos en que se apeló a este recurso. Los pueblos de la provincia de Lucanas eran agraviados por los curas. Los mineros reclamaban de un edicto en que el obispo puso precios a la ropa que llamaban de la tierra. Los alcaldes ordinarios de Guamanga don Cristóval Tollo y don Nicolás Boza fueron excomulgados y multados por el Obispo a causa de una cuestión de que no le tocaba conocer, y versaba sobre la exhibición de unos documentos de rentas. El mismo alcalde Boza fue otra vez excomulgado, porque habiendo hecho aprehender por deudas a un hombre que tenía pulpería en el portal de la casa episcopal, donde había tiendas de alquiler, dijo el obispo que gozaba aquel de inmunidad, y que se le soltara bajo la pena de 500 pesos y excomunión mayor que comprendió al escribano. Una viuda fue precisada por el mismo obispo a que se obligara a pagarle 1000 pesos por unos cargos injustos. Fuera de estos se sentenciaron otros asuntos, y en ninguno estuvo la justicia de parte del arbitrario prelado que nunca consiguió vencer al recto y severo Virrey.

Fue necesario que éste sostuviera los derechos del patronato vulnerados frecuentemente por el obispo. Ocurrió el caso de que privara de su dignidad al chantre, después de excomulgarlo y de poner a un clérigo extraño en su lugar. Nombró coadjutor a un cura, y le hizo embargar sus bienes porque se defendió de esa disposición. Y porque usaba de su potestad sin entrar en parte el patronato, fue indispensable que el Virrey procediera sin cansarse contra los abusos de un prelado violador de las leyes y enemigo implacable del cabildo de su iglesia. Omitiremos muchos otros hechos y cuestiones que el Virrey refiere en su relación de gobierno, a cual más chocante e irracional, por no extendernos en tan fastidiosa materia.

Eran insoportables en esos tiempos las pretensiones de los prelados y las controversias que promovían sobre preeminencias. El de Trujillo quería que el Cabildo secular lo acompañase desde la salida de su casa hasta volver a ella en las asistencias religiosas. De otras muchas extravagancias dejaremos de escribir por lo extraño y ridículo de ellas.

No quedó atrás el tribunal de la Inquisición que en la época de este Virrey sostuvo algunas pretensiones infundadas y competencias de jurisdicción y fuero, dando torcida inteligencia a las leyes. Castellfuerte reprimió sus avances, y consiguió reducirlo a sus límites, defendiendo también la independencia de los curas, porque no debían desempeñar cargos ni comisiones que les confiriese la Inquisición según estaba tratado en la Concordia. Es fama extendida con el tiempo de que el Virrey fue llamado a comparecer ante la Inquisición, y que lo hizo acompañado de fuerza de infantería y dos cañones. Se ha dicho y lo repite don R. Palma en la Revista de Lima (tomo 6, mayo de 1862) que puso un reloj sobre la mesa del Tribunal, y le previno que si antes de 60 minutos no terminaba la sesión y él salía de ahí, sería bombardeado el edificio. No respondemos de la verdad y exactitud del hecho aunque la revista lo apoye en el testimonio de Lafond y Sttevenson.

Celebró la Inquisición un auto público de fe el día 12 de julio de 1732 en la iglesia de Santo Domingo con doce penitenciados. La descripción de dicho auto corrió impresa y fue autor de ella el doctor don Pedro Peralta. El Virrey en su memoria dice que él asistió para sostener la precedencia del asiento, porque esa prerrogativa de la representación real, la había borrado el tiempo, pues hacía años que no se ejecutaban tales autos. Virrey hubo (el conde del Villar) que hallándose presente, permitió que presidiera el tribunal del Santo Oficio.

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Incapaz de ceder en lo relativo al patronato, decía el Virrey a su sucesor: «Los obispos no acaban de entrar en todo lo que es real jurisdicción y regalías, y procuran morder y cercenar todo lo posible en este punto. Para contenerlos he usado, además de las defensas según derecho, sin permitirles ampliación alguna, el arbitrio de mudarles en ocasiones los lugares en las propuestas que hacen de curatos, para que reconozcan superioridad y facultad que para ello tiene el vicepatrón, como lo hicieron a veces mis antecesores; a pesar de lo cual les coge muy de nuevo y se les hace intolerable el yugo de esta sujeción, necesaria para que no sean tan libres en la disposición de los beneficios en que faltan algunos no poco a lo ordenado por el Concilio de Trento».

Creemos que el marqués de Castellfuerte fue íntegro y justiciero, ofreciendo una prueba de probidad la acusación que hizo a los oidores de recibir obsequios y gratificaciones de los frailes que necesitaban contar con ellos en las cuestiones que se agitaban al elegir sus prelados. Esta franca y terrible aserción, firmada por el Virrey en la memoria que dejó a su sucesor, y que siempre se remitía a la Corte, no podía estamparla el que se hallase manchado con alguna nota semejante.

La tesorería de Lima remitía a Chile cada año 4800 pesos de los sínodos asignados a los jesuitas para las misiones: esa suma hacía parte del situado que daba el Perú a aquel país en cantidad de 100000 pesos. Aparte de ellos, el situado para Valdivia era de 50000 y en anteriores años de 80000. En más remota época este erario había costeado las fortificaciones a cuyos gastos atendía después, y para ello y la guerra que contenía a la indiada de Arauco, fue indispensable que de Lima se suministrasen los recursos que demandaban dichos cuidados. A Panamá y Portobelo se remitían anualmente 270000 pesos que después se redujeron a 100000. A Cartagena y Santa Marta 42375 pesos que se enviaban de Quito. Y a Buenos Aires de 80 a 100000 pesos que se cubrían en Potosí. En sólo los años del gobierno de Castellfuerte, estos situados importaron más de cuatro millones.

Las misiones a que más atendió, fueron las de Tarma, Jauja, Guánuco y Cerro de la Sal a cargo de los religiosos de San Francisco, y ocasionaban a la real hacienda un gasto de 8000 pesos.

En auxilio de los hospitales se daba del erario el noveno y medio del diezmo que les correspondía. Y como el de Santa Ana era sostenido por el Rey, teniendo encomiendas y otras asignaciones, Castellfuerte cansado del mal desempeño de la hermandad, entregó esa casa con sus rentas a los padres Belethmitas a solicitud de los caciques y cabos de los indios que allí se curaban, y tenían otro hospital para convalecencia.

No se hallaba en progreso la Universidad de Lima aunque sostuviera 33 cátedras dotadas por el Rey. Decía el Virrey que había más doctores que cursantes. Que los grados que costaban antes 2500 pesos valían ya 800; y opinaba se suspendiesen por algún tiempo. Estaba por dar recompensas y premios de carrera a los que se distinguieran en las ciencias sin mezquinar mitras y togas, que convenía las optasen los americanos. Agregaba a sus razones que los obispos que venían de España eran los que más daban que hacer al Gobierno con disturbios y altercados.

Esta franqueza del Virrey bastaría para formar su elogio, mucho más cuando ella importaba adhesión a los peruanos; no siendo menos recomendable la libertad con que emitió su parecer en orden a la población indígena. Dijo que aun sin hablar de los servicios forzados en las minas y obrajes, la causa de su disminución era resultado inevitable   -360-   de su triste estado, viéndose regida por otra raza dominante, lo que acreditaba la historia de muchas naciones que se acabaron por iguales circunstancias siempre acompañadas de lamentables consecuencias. No olvidó el Virrey las epidemias mortíferas y el mal ocasionado a los indios por las bebidas espirituosas; pero repitió mucha la necesidad de vigilar que los corregidores y curas los tratasen con humanidad. Intentó prohibir el aguardiente en el territorio del interior, y aumentar los vinos, pero encontró fuerte oposición en los agricultores de la Costa.

Era de sentir el Virrey que no se proveyeran en España los corregimientos, porque se conseguían a mucha costa, y los obtenían mercaderes en quienes era implacable la codicia. Y creía que nombrados acá esos oficios y por corto tiempo, sería menor el inconveniente, y mejor el trato que recibieran los indios.

Con respecto a minas, el Virrey hizo ordenanzas con útiles reformas, y en su relación de gobierno discurre largamente sobre este ramo. El lector interesado en pormenores, puede instruirse de ellos en dicho documento que se halla impreso. Para las labores de la de azogue de Guancavelica, la mita después de diferentes reformas y arreglos, se componía entonces de 447 indios, la deuda de los mineros al Rey por los suplementos que recibían, era de millón y medio de pesos, el precio a que se les pagaba el azogue, 40 pesos quintal fuera del derecho de 5.º según orden real de 13 de febrero de 1722 que hizo rebaja del antiguo precio líquido de 58 pesos; medida que imposibilitaba el cobro de aquella gran deuda. Aunque de esa resolución se suplicó por graves razones, ella se mandó llevar a efecto en 3 de diciembre de 1725. Mas habiéndose retirado los mineros y abandonado el trabajo no encontrándose quienes los remplazaran, el Virrey, con voto del real acuerdo, dispuso la suspensión de dicho mandato, y que continuaran las cosas como estaban antes. Al concluir el período de Castellfuerte, se habían cobrado ya de la deuda al Rey 150000 pesos y quedaban existentes y de sobra 4000 quintales de azogue.

El corregidor de Potosí pidió en 1728 se mandara cumplir la real orden de 18 de febrero de 1697 que estaba en suspenso. Según ella debían los mineros abonar a los mitayos el mismo jornal que a los indios voluntarios. Que también se les diese leguaje de ida y vuelta; que el pago se hiciese en plata y en mano propia, presentes los oficiales reales. Que el trabajo fuese a jornal y no por tarea; que a los cumplidos de cada mita no se les detuviese, y se les despachase a sus casas, etc. Con esto los mineros hicieron dejación de los indios repartidos, y de sus ingenios; dieron orden para que saliese toda la gente de las minas, y cesaron las labores. Celebrose una junta presidida por el oidor don Pedro Vásquez de Velasco visitador de las cajas, y se acordó en ese lance extremo, siguiesen las cosas como se hallaban hasta que el Virrey resolviese; después de lo cual recusaron los mineros al Corregidor, y consiguieron informes del vicario, curas, prelados, oficiales reales y fiscal que los apoyasen ante el Gobierno por los perjuicios a que ese real decreto los condonaba. El Virrey con parecer del acuerdo, resolvió suspenderlo en cuanto a los puntos 1.º y 5.º, y que se cumpliera en lo demás.

Los trabajos de las minas del Bajo Perú progresaron en la época de Castellfuerte. En Guamachuco se extraían metales de alto valor, y en Lucanas donde se conservaban sin la menor decadencia, prometían mayor riqueza.

Recibiose en Lima la nueva ordenanza real de 9 de junio de 1728 sobre la ley, peso y estampa de las monedas de oro y plata; y acorde con las prevenciones hechas con motivo del desorden de que se acusaba a   -361-   las casas de moneda de América, nombró el Virrey una comisión que examinara el asunto y sus causas, compuesta del oidor don Álvaro Navía Bolaños y Moscoso de la orden de Santiago, del alcalde del Crimen asesor general del virreinato don Francisco Javier de Salazar y Castejón, y del fiscal de la Audiencia don Gaspar Pérez Buelta para que con vista de los libros y papeles, descubriese los abusos y los que resultasen reos de ellos. Siguiose una larga actuación, después del arresto de varios empleados y del proveedor de pastas don Pablo Patrón de Arnao; ventiláronse no pocas cuestiones acerca de la ley de las monedas, y se remitió al Rey todo lo actuado en Lima y también lo relativo a la casa de Potosí. El fallo de la Corte comunicado en 22 de febrero de 1735 fue satisfactorio a Patrón y demás funcionarios, y se reintegró la suma que por el feble se disputaba. En los diez años corridos de 1724 a 1734, se acuñaron en Potosí 16370335 pesos; y en Lima 22119206, cuyos reales quintos fuera del señoreaje y del braceaje importaron 4775482 pesos. El ingreso del Erario montaba a 7850683 pesos con los derechos de alcabala, almojarifazgo y avería; esto aparte de los tributos, papel sellado, sisa, media anata, etc.

En tiempo de este Virrey aún no había tropa organizada en el reino a excepción de unas compañías veteranas que guarnecían la plaza del Callao. Contaban 500 soldados, y todavía se disminuyó este número. De las milicias de Lima, sólo gozaban paga unas pocas asambleas de oficiales. Había en Panamá 25 soldados para cuyo sostén aparte del situado, se remitían de Lima 12000 pesos. Para la carena de la arma la de galeones en Cartagena, y otros gastos provenientes de su extraordinaria demora en 1724, se enviaron 200000 pesos.

Los derechos de comercio se cobraban por subastadores, mas posteriormente corrió su recaudación a cargo de los oficiales reales con más provechos para el fisco.

Habiendo mandado el Rey en 12 de junio de 1720 que se extinguiesen las encomiendas de segunda vida, y las que no tuviesen real aprobación, se dispuso su cumplimiento quedando aquellas incorporadas a la corona.

El Virrey manifestó el mal que sufría la real hacienda con el crecido número de empleados que había, y entre los cuales era notable la existencia de muchos innecesarios.

El establecimiento de la armada de galeones que venían de España a la feria de Portobelo principió verificándose anualmente, mas desde 1656 se hicieron las expediciones cada tres años; y desde 1707 cada siete años hasta el de 1722. Nunca pudo haber regularidad en su despacho, porque traídas al Callao las mercaderías, era dilatoria y eventual su realización enmedio de las oscilaciones del comercio, que pretendía siempre esperas para la remesa de los caudales a Panamá de que dependía el regreso de los galeones a España. Las excusas por lo regular no eran justas; y el Virrey distante de someterse a ellas, mandó notificar por medio de un escribano a los comerciantes fijándoles un plazo; y desoyendo reclamaciones, consiguió que saliera la armada del Callao el 14 de enero de 1726 después de dos años de detención. En 1731 se despachó otra venciendo los mismos inconvenientes que creaba el comercio extranjero en Portobelo, y otros causados por los permisos para importaciones por Buenos Aires. La remesa del Perú podía computarse en cuatro y medio millones por año. Los galeones también llevaban caudales de otros reinos y provincias. En 1728 condujeron doce millones a España. En la fragata «Genoveva» se perdieron en 1730 tres millones. El generad Pintado en los de su mando llevó nueve millones en 1731. El general Mendinueta, en el navío «Fuerte», cuatro en 1732.   -362-   En el navío «Incendio» fueron cuatro el año 1733. El «Fuerte», otros cinco en 1734. El «Conquistador» y el «Incendio» siete millones en 1735.

En enero de 1725 apareció en Iquique el navío francés la «Providencia» el Virrey dictó órdenes para cerrarle los puertos y perseguirlo. Sorprendiéronse enterrados en la playa de Arica 106 bultos de mercaderías que allí desembarcó y cayeron en comiso. Antes de éste, otro navío francés el «Dos coronas» se había mantenido en la costa del Sur haciendo el tráfico clandestino. Ese mismo año de 1725 vinieron al Pacífico tres navíos holandeses armados a ocuparse de igual comercio. Para hostilizarlos formaron dos comerciantes montañeses, don Ángel Calderón tío, del primer marqués de Casa Calderón, y don José de Tagle Bracho primer conde de Casa Tagle, una compañía de corso que protegió el Virrey dándoles un navío en pie de guerra, a condición de que serían para dicha compañía los efectos que obtuviesen, y para el Rey sus derechos y las naves que apresasen.

El buque de la empresa al mando del piloto vizcaíno don Santiago Salavarría combatió en la costa de Chile con la principal de aquellas llamada «San Francisco», y luego se apoderó delante de Coquimbo del «San Luis» que fue traído al Callao. Castellfuerte dispuso saliesen segunda vez ambos buques, porque aún había que perseguir a otros. Consiguiose capturar sin mucho esfuerzo en la Nasca el «Flissinguer» que hacía mucha agua y tuvo que entregarse al gobernador don Manuel Negrón. Las mercaderías fueron muy valiosas. El «San Francisco» repasó el Cabo de Hornos. En 1734 entró en estos mares otro navío holandés muy armado y con efectos de subido valor al mando de Cornelio Andrés. Tocó en Arica, pasó a Coquimbo y de allí a la costa del Chocó, retirándose después a las Molucas.

En la época de Castellfuerte el Tribunal mayor de Cuentas tenía un regente y otro futurario, el primero don Agustín Carrillo de Córdova y el segundo el marqués de Casa Calderón. Para los asuntos del fuero militar, se dirigía el Virrey por un auditor de Guerra, destino que desempeñaba uno de los oidores.

Una cuestión espinosa que ocurrió en la Audiencia de Panamá, pasó a ser motivo de violentas escenas y escándalos. Se trataba de si debería o no entregarse un navío mercante llamado «Calandra» a disposición del general de la armada de galeones don Francisco Cornejo. El Presidente don Manuel Alderete puso preso al oidor don Sebastián Bonde Leos y le envió a un castillo privándole de comunicación el 28 de julio de 1724. Presentados los autos al Virrey, éste con dictamen del real acuerdo mandó que el dicho oidor volviese a Panamá y guardase arresto en su casa hasta la resolución conveniente, y suspendió de su empleo de relator y de la abogacía a don José Bucano por sus desacatos. En la conmoción que hubo en Panamá, Alderete preparó las milicias y abocó tres cañones contra la ciudad. Se dio cuenta de todo al Rey; pero entre tanto murió Bonde Leos en su prisión, y el Virrey en las observaciones sobre cosas de Panamá decía «hay climas fatales en que parece se inficiona la política».

Después de quejarse, el Virrey en su memoria de Gobierno de los robos y muertes que se cometían con frecuencia «por las castas y naciones de que Lima estaba llena, las cuales mantenían las maldades cara a cara con las penas; pasando a tratar de las costumbres, dijo a su sucesor: dejo a Vuestra Excelencia una ciudad la más reformada de todo el universo, en ella las confesiones y comuniones son tan frecuentes en personas de ambos sexos, que parece que todas las iglesias son de recolección y que todos los días de la semana son de fiesta».

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Ningún Virrey usó de más severidad para contener a los corregidores, ni prestó más atención a las quejas, que el marqués de Castellfuerte. Decía que las provincias «eran un compuesto de bárbaros y de cristianos que se contentaban con lo segundo por el nombre y con lo primero por el uso. Que ellos formaban con la capital un cuerpo bien extraño, pues siendo su cabeza lo más regalar, eran las partes las más desordenadas. Que de las imprudencias de los corregidores y la insolencia de los súbditos, han procedido los fatales sucesos de las muertes de algunos de aquellos como los de Azángaro, Carabaya, Cotabamba y Castro Virreyna cuyos delitos se habían castigado para servir al escarmiento». La muerte del corregidor de la penúltima de esas provincias don Juan Bautista Frandiño fue motivada de su rigor al encarcelar indios que adeudaban tributos, a tiempo que ellos celebraban una fiesta y se hallaban entregados al desorden y la embriaguez. Rompieron la cárcel y mataron a dicho corregidor y al alguacil Pedro Mendoza dentro de la iglesia en que se refugiaron. Se ahorcó a diez de los principales agresores por sentencia que dio el juez, nombrado por el Virrey, don Juan de Mendoza y Contreras abogado del Cuzco, los demás reos vinieron a Guancavelica a trabajo forzado por cuatro años.

El caso de Castro-virreina fue, que unos indígenas asesinaron al corregidor don Eusebio Joaquín de Azores, y al hermano Rafael Fernández coadjutor de la Compañía de Jesús que lo acompañaba. Inmediatamente un alcalde indio nombrado Andrés García sosegó el tumulto, y mandó castrar con el último suplicio al principal delincuente; y aunque obró sin facultad para ello, se aprobó el hecho, y se le declaró noble, eximiéndolo de toda carga y prorrogándole, en premio, su autoridad por cuatro años.

Una revolución ejecutada en Cochabamba el 29 de noviembre de 1730 tuvo por origen en lo ostensible la revisita que hizo don Miguel Venero de Valero para el empadronamiento de indios que se formaba. Esparciose la voz, con malicia o sin ella, de que se exceptuaba de la numeración a los que contribuían con dinero; rumor que afectó a muchos, y produjo un levantamiento, intentando matar al juez y armándose gente con bandera desplegada. El corregidor don Pedro de Rivera estaba ausente, y el alcalde don Juan Matías de Gardoqui con cuarenta españoles armarios se ocupó de sostener el orden. Los sublevados tenían por caudillo a un mestizo platero llamado Alejo Calatayud; cayeron sobre aquellos españoles mataron 18 y destrozaron sus cadáveres. En vano el revisitador, a quien no persiguieron, quiso vindicarse y sincerar su conducta, no hubo arbitrio para aquietar la conmoción, pues no pretendían se les satisfaciese, sino ir adelante en la rebelión. Así, fueron inútiles las diligencias del clero, y no bastó ni el que se llevase el Santísimo Sacramento por las calles. Los amotinados tenían 2000 hombres; y en un momento pareció se limitaban a exigir no hubiese corregidor ni alcaldes europeos. El Cabildo convino en nombrar a los que designó el mismo Calatayud, don Francisco Rodríguez de Carrasco y don José Mariscal, pero la inseguridad y los excesos no cesaron por esto.

Castellfuerte ordenó a la Audiencia de Charcas disipase aquella tormenta reuniendo fuerzas al efecto, y nombró al oidor don Manuel de Mirones para que entendiese en el castigo y en la pacificación. Estas medidas llegaban tarde, pues el alcalde Carrasco había puesto un juez en cada barrio para defender a los vecinos, providencia que ofendió al caudillo, y de ello resultó que amenazase acabar con la villa. Carrasco reunió gente en secreto, y en su misma casa apresó a Calatayud, lo puso en la cárcel, le hizo dar garrote y dividir su cadáver poniendo en la horca   -364-   uno de sus brazos con un bastón en la mano y enviando la cabeza a Chuquisaca; igual pena sufrieron dos de sus mayores cómplices. El Virrey confirmó a Carrasco en el puesto de alcalde, y comisionó al oidor don Francisco Sagardia para que fuese a Cochabamba en lugar de Mirones que había pasado a gobernar el Paraguay. Y como en Cochabamba se ahorcase a 20 de los rebeldes, creyeron que seguirían las ejecuciones, y hubo nueva alteración en que murió un juez que trató de apaciguarla. Continuaron los castigos del dicho alcalde hasta el número de 28, y la tranquilidad quedó afirmada a fuerza de víctimas.

Volviendo atrás, enumeraremos varios sucesos de la época del Virrey que merecen consignarse en este artículo ordenándolos del modo posible. Luis I empezó su reinado en 15 de enero de 1724 y se le proclamó en Lima el 3 de setiembre cuando había muerto el 31 de agosto; ocupando el trono Felipe V, su padre, que antes había renunciado.

Experimentose en Lima un fuerte temblor de tierra el 6 de enero de 1725, el cual fue un terremoto en la provincia de Guailas y arruinó completamente el pueblo de Ancach con la inundación que ocasionó aquel sacudimiento y el desplome de un cerro nevado; se aseguró que en esta catástrofe habían perecido más de mil personas. También el puerto de Paita en 1729 sufrió de improviso un gran aguacero que causó considerables daños. En la provincia de Concepción de Chile el 8 de julio de 1730 una espantosa ruina acompañada de salidas violentas del mar, hizo lamentables estragos. En Lima hubo dos sacudimientos de tierra bastante recios uno en 2 de diciembre de 1732 y otro en 28 de mayo de 1734. El año 1727 se hizo sentir en Lima y otros puntos una extraordinaria carestía de víveres por lo que se hicieron públicas rogativas saliendo el Arzobispo a bendecir los campos. En el de 1730 apareció la fiebre amarilla en las costas del istmo de Panamá. El Rey gobernando Castellfuerte, reiteró la orden de que no comprendiese a los hospitales la resolución vigente que prohibía la «fundación de conventos y beaterios, pues debían establecerse aquellos para la curación de los indios, cuyo cuidado era el primer gravamen de su conciencia aun más que la construcción de templos materiales».

Con motivo del terremoto de Concepción se proporcionaron diferentes auxilios, y el Virrey envió 50000 pesos fuera del situado. Al poco tiempo aquel reino se vio afligido de una epidemia de viruelas en que pereció mucha gente. Castellfuerte nombró gobernador interino de Chile al maestre de campo don Manuel Salamanca el año de 1733; llegó después el general don José Antonio Manso con título real, y se posesionó de la presidencia por noviembre de 1735.

En el año siguiente el Tribunal del Consulado de Lima consiguió establecer en Santiago un Juzgado de comercio, lo cual ocasionó allí general disgusto porque había que ocurrir a la capital del Perú en los casos de apelación. De resultas de las justas reclamaciones que se hicieron, mandó el Rey se fundara en Chile el tribunal de Comercio, y así se verificó con satisfacción de los negociantes.

Pidió el Rey en 1729 un donativo al Perú con ocasión de haberse incendiado el palacio de Madrid. Dicho auxilio se verificó, enviando además el importe de un 10% sobre el monto de las rentas. En aquel mismo año recibió el marqués de Castell-fuerte despacho real de capitán general de ejército, última elevada jerarquía de la carrera militar. Se permitió a los colegiales del Seminario de Santo Toribio el colocar; en las becas una corona bordada de oro.

El Virrey por decreto de 4 de julio de 1735 ordenó el arreglo y publicación de las últimas constituciones y ordenanzas de la Universidad de   -365-   San Marcos cuya recopilación hizo el D. don Alonso Eduardo de Salazar y Zevallos, rector entonces. En este dicho año se recibieron en Lima los primeros Diccionarios formados por la Academia Española.

En el de 1732 una caravana de portugueses entró por el Amazonas a cargo del sargento mayor don Melchor Méndez de Moraes con el designio de formar un establecimiento y una fortaleza en territorio peruano. Por disposición del Virrey, se dirigieron reclamaciones al gobernador del Perú don Alonso de Sousa Freyre con cuya providencia aquel proyecto fue enteramente desbaratado regresando a su país los invasores. Don Dionisio de Alcedo presidente de Quito y el padre Juan Bautista Julián, superior de las misiones de jesuitas, habían hecho vigorosas protestas contra aquel atentado.

Citaremos ahora las reales órdenes recibidas por el gobierno del Perú en tiempo del virrey Castell-fuerte. En una de 31 de marzo de 1724 se mandó cerrar todos los estancos de pólvora existentes en el reino, anulándose el contrato que por 9 años hizo en remate don Juan Bautista Palacios. La de 7 de setiembre de 1725 para moderar el lujo de la plebe dándolo por causa de frecuentes hurtos. La de 20 de setiembre del dicho año para que se reprimiesen los abusos y las vejaciones que padecían los indios y de que habían elevado queja al Rey. Otra de 10 de octubre mandando no se beneficiasen los empleos de oficiales reales, por los inconvenientes que de su venta resultarían contra el manejo de la real hacienda; y que esas plazas no las proveyesen los virreyes, limitándose a dar informes de las personas. Igual disposición, acerca de los corregimientos, se dictó por cédula de la misma fecha para evitar se faltase a la justicia y se fomentase el comercio ilícito. Por otra de 7 de junio de 1726, se dispuso que con la debida solemnidad se tomase posición jurídica de la isla de Juan Fernández en la cual se pondría guarnición, no permitiéndose fondear a ningún buque extranjero. La de 28 de setiembre de 1728 determinó se acuñase la moneda con las armas reales de Castilla, leones y flores de lis, y por el reverso dos columnas coronadas, y la inscripción plus ultra con dos mundos en el intermedio unidos con una corona, y la letra utraque unum. Que el doblón de a 8 escudos de oro valiese 16 pesos; el de a 4, 8 pesos; el sencillo 4, y el escudo 2, siendo el oro de 22 quilates. La de 9 de octubre ordenando no se castigase con azotes a los indios sino en casos de sentencia. En otra de 13 de dicho mes se condonó al Tribunal del Consulado en consideración a sus servicios, con 125 mil pesos que había satisfecho, la suma de 539313 que debía a la real hacienda. En la de 26 de abril de 1730, que se estableciesen estancos de naipes en todas las ciudades y villas. Y en la de 28 del citado mes que se obligase a los plateros a labrar la plata con la ley de once dineros para poderse vender y marcar; y el oro con la de 22 quilates. Otra orden de 7 de mayo prohibió que los eclesiásticos seculares y regulares se ocupasen de comerciar.

El año de 1733 remitió el Consejo de Indias al obispo de Arequipa con real cédula de 5 de agosto, un memorial original que se imprimió en Madrid y fue dirigido al Rey por el procurador y diputado general de los indios puntualizando los agravios vejaciones y perjuicios que padecían los del Perú. Refiérense abusos que parecieran increíbles si no se supiese los que cometían los corregidores y los curas. Por más que hemos investigado, no nos ha sido posible descubrir el objeto con que el consejo remitiera al obispo de Arequipa aquellas acusaciones, ni que efecto producirían. El siguiente es un extracto de las principales de ellas. El maltrato personal a los indios. Los repartimientos forzados de efectos y licores a precios excesivos. La falta de audiencia y justicia. Que los regalos   -366-   y las influencias en Lima sostenían a los corregidores. Que cobraban lo repartido con el valor de los tributos dejando descubiertos a los caciques cuyos bienes pagaban los desfalcos. Que el ser juez de residencia de algún corregidor se conseguía dando dinero al secretario del Virrey; y que estos jueces eran paniaguados de los corregidores. Que muchos de ellos eran dependientes de los virreyes. Que quitaban a los indios reses, lanas etc. por el valor de lo repartido. Que se servían de ellos y no les pagaban sino a veces, y en efectos recargados. Que a los que se quejaban los perseguían y maltrataban cruelmente. Los soldados que andaban de propios, les robaban sus bestias y las vendían. Que los apoderados fiscales empadronaban a los niños, a los transeúntes, impedidos etc. y vivían ellos y sus criados a costa del pueblo; que las quejas no se probaban porque no se admitían testigos indios. Que se privaba a estos de ser mercachifles. Que en los asientos de la plaza se les hacía cobros indebidos porque los subastadores eran criados del Virrey. Que los forzaban a todo género de trabajos. Que cuando algún pueblo no daba indios para algún objeto, sacaban en dinero el importe del trabajo. Que minoraban los jornales y se hacían obras públicas sin darles nada. Que los negros y zambos salían al camino a tomarles las cosas por menor precio para revender ellos. Que los escribanos les llevaban derechos arbitrarios. Que los encomenderos usurpaban tierras de comunidad, y hacían pagar a los indios los ganados que se les pedían. Que los llevaban a trabajar en lugares distantes e insalubres. Que en los obrajes y minas les daban tareas dobles. Que los alquilaban a jornal como a esclavos. Que obligaban a los caciques a ser fiadores de los corregidores por cuyas riendas los encarcelaban etc.

En cuanto a curas, la acusación los comprendía diciendo que en sus casas daban tareas a las indias para comerciar con sus obras de manos, se apropiaban ganados de fincas de la Iglesia y Cofradías. Que no ponían escuelas en los pueblos a pesar de estar mandado lo hicieran, que cobraban derechos injustos infringiendo el arancel, obligaban a costear fiestas y alferazgos, tomándose en pago los ganados y otros bienes. Que disponían de los de Cofradías y de lo que dejaban los que morían, a pretexto del costo del funeral. Que imponían contribuciones de aves y comestibles, forzaban a los indios a que les fabricaran sus casas sin pagarles. Que en las misas ponían bandejas para que al Ofertorio cada concurrente diese medio real. Que se servían de los indios en sus chácaras sin darles jornal. Que hacían cortar leña de los montes de comunidad, y la enviaban a vendar, y que también sembraban en tierras de indios, sin abonarles cosa alguna. Que proveían sus despensas tomándolo todo de los indios. Que en el día de finados los precisaban a dar, los casados dos reales, las mujeres real y medio y los solteros un real so pena de cárcel. Que cobraban primicias dobles etc. etc.

Vamos a terminar citando un hecho escandaloso con que acreditó Castell-fuerte su dureza e inflexible carácter. Refieren don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa en sus memorias secretas sobre América, que había en Lima la costumbre de proteger a los criminales ocultándolos en sus casas las familias de más distinción, para ponerlos fuera del alcance de la justicia, haciendo punto de honor y vanidad, especialmente las señoras, el burlarse de las leyes y de las autoridades. Que en un caso de estos ordenó el Virrey a uno de los alcaldes que extrajese de cierta casa a un delincuente. El caballero dueño de ella no estaba en Lima, y su mujer opuso resistencia colmando de insultos al alcalde. Este dio parte al Virrey disimulando la verdad; mas Castellfuerte le dijo que si no ejecutaba lo mandado, lo pondría en prisión. Entonces el alcalde contándole todo   -367-   lo que pasaba, le suplicó encargase a otro de esa comisión. La confirió al capitán de su guardia, quien dio cuenta de haber sido ultrajado por la señora negándose ésta a entregar al reo. Irritado el Virrey hizo rodear la casa de tropa, y mandó llevar a la cárcel a cuantos estuvieran allí, pero que a la señora se la presentasen antes para verla. Ella había puesto sobre las armas a sus criados. La orden se cumplió estrictamente, y en seguida fue una escolta a la hacienda del marido, al cual lo remitió a Valdivia desairando las súplicas del Arzobispo, oidores y cabildo eclesiástico. No llevó tiempo determinado, y murió de pesar en el destierro a que se le condenó arbitrariamente «para que los maridos, como decía el Virrey, no permitiesen a sus mujeres desacatos contra la justicia». Toda la ciudad se indignó con lo cruel y despótico del hecho, pero sin decirlo alto, por el respeto o más bien miedo que causaban las actos violentos del Virrey.

Gobernó 11 años 7 meses 21 días, y entregó el mando a su sucesor el marqués de Villagarcía el 4 de enero de 1736. Determinó regresar a España por Méjico, y se embarcó en el navío «San Fermín» con dirección a Acapulco. A su llegada a la península volvió a mandar el cuerpo de guardias, y el Rey le condecoró con la orden y collar del Toisón de Oro.

ARMENTEROS Y HENAO.- El doctor don Diego de. Aunque no nació en el Perú, hizo en Lima sus estudios como colegial del Real de San Martín y en la Universidad de San Marcos. Pasó de oidor a la Audiencia de Charcas donde permaneció poco tiempo: vino con igual empleo a la de Lima, y lo servía por los años de 1626. Después fue a España y obtuvo plaza en el supremo consejo de Indias.

ARNAO. Francisco -uno de los militares que en 1552 escandalizaron en Chuquisaca con repetidas revoluciones y atroces crímenes. Fue descuartizado de orden de Baltazar Velásquez en Potosí a principios del año siguiente. Véase Velásquez.

Otro Francisco Arnao fue factor oficial real (tesorero) en Lima, y regidor de su cabildo en 1697.

ARQUELLADA Y SACRISTÁN. El doctor don José Francisco. Era cura de San Marcelo en 1760, prebendado de la Catedral de Lima en 1775, Consultor del Tribunal de la Inquisición, comisario de cruzada y visitador de oratorios, dignidad de tesorero en 1789, chantre en 1796. Fue el segundo rector que tuvo el colegio de San Carlos. Falleció en 1801.

ARRATIA Y GUEVARA. Don Luis de -Maestro de campo. Nombrole el Rey en 1 de noviembre de 1607 corregidor de la Villa Rica de Oropeza y minas de Guancavelica en reemplazo de don Alonso de las Infantas. Fue después corregidor del valle de Valverde de Ica, por haber pasado a mandar la provincia de Arequipa, el que lo era don Pedro Mena de Barrionuevo. Don Luis de Arratia marchó a España en comisión para tratar asuntos de minas y de moneda. Fue casado con doña Juana de Luján hermana de don Gaspar canónigo de Toledo, hijos ambos de don Gabriel de Luján afamado militar que sirvió a órdenes de los duques de Alcalá y de Saboya y de don Juan de Austria, habiendo desempeñado posteriormente el gobierno y comandancia general de la Isla de Cuba hasta 1584. Arratia, favorecido del Rey, estuvo exento del juicio de residencia como corregidor de Ica, a menos que para ello hubiese orden real. Además de esto, el Virrey toma prevención para no enviar a Ica funcionario alguno para asuntos del servicio, y para que toda comisión que ocurriese   -368-   se encargara al mismo Arratia. Este tuvo por hijos al presbítero don Felipe y a doña Isabel que casó con don Juan Hurtado de Mendoza. De este matrimonio nació doña Juana que casó con don Diego de Herrera hijo de don Antonio de las Infantas Herrera de la orden de Santiago. En el artículo Segovia Briceño, don Felipe, tratamos de un notable servicio que éste hizo al gobierno avisándole una conjuración de los indios en el año 1565. La esposa de Segovia pertenecía a la familia de Luján.

ARREDONDO Y PELEGRÍN. El doctor don Manuel Antonio de -natural de Asturias: de la orden de Carlos III marqués de San Juan Nepomuceno. Vino a Lima de oidor de la Audiencia, y servía esta plaza en 1779. Como juez comisionado por el Virrey don Agustín de Jáuregui, siguió el largo proceso a que quedaron sometidos todos los parientes de don José Gabriel Tupac Amaru después de perecer éste en un cadalso con su mujer e hijo en 1781. Desempeñó el juzgado de censos de indios en 1784 y 85. Ascendió a regente de esta misma Audiencia en 1786, y en 1794, recibió honores de consejero de Indias. Desde 18 de marzo de 1801, en que falleció el virrey don Ambrosio O'Higgins marqués de Osorno, hasta el 6 de noviembre de dicho año en que legó el nuevo virrey marqués de Avilés, el mando del Perú lo ejerció la Audiencia gobernadora, recayendo en Arredondo como regente la presidencia y la capitanía general. En 1808 obtuvo el título de Castilla de marqués85 de San Juan Nepomuceno y en 1815 honores de camarista del Consejo de Indias. Se jubiló en 1816 entrando a reemplazarle don Francisco Tomás Anzotegui. Don Manuel Antonio de Arredondo y el oidor honorario don Antonio Boza, fabricaron en las dos cárceles de Lima, locales en que pudiesen estar las mujeres separadas de los demás presos; y también hicieron unas viviendas altas que ocuparon varios escribanos en la calle que sale a Santo Domingo, y cuyos arrendamientos quedaron a beneficio de la cárcel del cabildo que estaba situada en el portal llamado de escribanos. En 1813, se anunció en un periódico de Madrid que el regente Arredondo pasaba a serlo de la Audiencia de Méjico dándose su empleo al conde de San Javier: mas esta novedad quedó luego sin efecto. En el curso de la revolución Sud-Americana y cuando el virrey Abascal celebraba juntas y tomaba la ofensiva contra Chile, Quito y el Alto Perú, se asegura que el regente Arredondo era de parecer que debían cubrirse y defenderse las fronteras, pero no enviarse expediciones costosas a los demás virreinatos, «donde la discordia bastaría para que se aniquilasen los países disidentes», que por otra parte no tenían medios para luchar abiertamente contra el Perú. El año 1815 estuvo Arredondo encargado de la dirección y demás concerniente a la obra de los tajamares del río en la parte fronteriza a la plaza y alameda de Acho que en aquel tiempo se renovaron y mejoraron, para lo cual el cabildo entregaba al regente los fondos necesarios. Ya en 1801, y cuando él gobernaba por muerte del virrey O'Higgins, había proyectado esa misma obra y la de dicha alameda, que se continuaron en tiempo del virrey Avilés costeadas por el cabildo.

Fue casado Arredondo dos veces: la primera con doña Juana Micheo, viuda del regente de Chile don José Rezábal y Ugarte, hija del coronel don Juan Francisco Micheo y Ugarte de la orden de Santiago, y de doña Josefa Jimenes de Lobatón y Salazar. La segunda con doña Juana Herce86 y Dulce viuda de don Juan Fulgencio Apesteguia, segundo marqués de Torre-Hermosa y de quien no tuvo descendencia. A la muerte de doña Juana Horco, Arredondo que la heredó, se vio dueño de una cuantiosa fortuna, en la que figuraban las haciendas de Ocucage en Ica y Montalbán en Cañete. El regente murió a fines de 1821, dejando de albacea al   -369-   deán don Francisco Javier de Echagüe y de heredero a su sobrino el brigadier don Manuel de Arredondo. Sus valiosos bienes se secuestraron; y de las haciendas de Montalbán y Cuiva hizo donación el gobierno independiente al general don Bernardo O'Higgins director supremo de la República de Chile. Pasados muchos años se indemnizó por el erario peruano del valor de esas haciendas a doña Ignacia Novoa viuda y heredera del citado brigadier Arredondo.

ARREDONDO Y MIOÑO. Don Manuel -sobrino del anterior, hijo del teniente general virrey de Buenos Aires don Nicolás de Arredondo y de doña Josefa Mioño. Vino al Perú de teniente coronel de infantería, después de haber militado en España en la guerra del Rosellón y otras campañas. Cuando estalló la revolución en Quito por agosto de 1809 el virrey don José de Abascal lo envió a esa provincia por la vía de Guayaquil con 400 infantes entre veteranos y soldados de milicias disciplinadas; con artillería y el parque suficiente. Con la noticia de esta expedición y de otra fuerza que el virrey de Santa Fe despachó también contra Quito, hubo allí una reacción en virtud de la cual quedó repuesto en la presidencia el anciano brigadier conde Ruiz de Castilla, pero con las condiciones que éste suscribió de conservar en ciertos destinos a los mismos autores de la revolución de mantener la fuerza armada que sirvió a estos, de no proceder contra ninguno de los que se habían comprometido etc. Arredondo y el fiscal Arechaga con sus reiteradas instancias hicieron que el conde Ruiz faltase abiertamente a lo convenido, no obstante que él había deseado cumplirlo de buena fe.

Se volvió a encender el levantamiento el 2 de agosto de 1810 día en que Arredondo y otros jefes se sostuvieron a fuerza de sangre y de víctimas. Serenadas las cosas al parecer; y creyéndose ya innecesarias en Quito las tropas de Lima, salieron con Arredondo para Guayaquil. La consecuencia de esta medida fue la explosión de 20 de setiembre que obligó al jefe de escuadra don Joaquín Molina presidente nombrado para relevar al conde Ruiz de Castilla, a detener en Guayaquil la columna de Arredondo y enviarla con todo el aumento que fue posible a Guarandá, punto que después abandonó Arredondo por error de concepto ocasionando desfavorables resultados a la causa que sostenía.

De regreso en Lima don Manuel de Arredondo ya coronel de ejército, desempeñó el cargo de gobernador de Huarochirí desde 1811 hasta 1816. En los años de 1817 a 1819 sirvió el destino de mayor de la plaza de Lima: era cruzado de la orden militar de Calatrava. Ascendió a brigadier en 1820 y en el siguiente año estuvo en el castillo del Callao a órdenes del general gobernador don José de La-Mar, durante el sitio que puso a esa plaza el general don José de San Martín con el ejército de Chile y Buenos Aires.

El brigadier Arredondo salió del Callao con la comisión de examinar si era cierta la retirada que en setiembre de 1821 hizo a la sierra el comandante en jefe don José Canterac sufriendo pérdida considerable en sus tropas, todo lo cual quiso el general La-Mar saber con evidencia, y San Martín permitió lo averiguase por medio de Arredondo. Volvió éste a la plaza y seguidamente capituló el 19, siendo los diputados que firmaron el tratado el mismo brigadier Arredondo y el capitán de navío don José Ignacio Colmenares: por parte del general San Martín el coronel su primer ayudante don Tomás Guido quien se recibió de la plaza el día 21 de dicho mes de setiembre:

Don Manuel de Arredondo se retiró a España dejando en Lima a su esposa doña Ignacia Novoa natural de Guayaquil y secuestrados los cuantiosos   -370-   bienes que heredó con motivo de la muerte de su tío el regente; Arredondo invistió en España el título de marqués de San Juan Nepomuceno: ascendió a mariscal de campo en 1830 y recibió la gran cruz de la orden de San Hermenegildo. Falleció en 1845. Doña Ignacia al enlazarse con Arredondo, era viuda del oidor de Quito y de Lima don Juan Moreno de Avendaño.

ARREGUI. Don fray Gabriel de la orden de San Francisco -natural de Buenos Aires. Lector jubilado y definidor; calificador del Santo Oficio; ex provincial del Tucumán; comisario general de las siete provincias de la orden seráfica en el Perú, Tierra Firme y Chile. Fue obispo de Buenos Aires y trasladado al obispado del Cuzco: tomó posesión de él en 4 de setiembre de 1717. Mandó fabricar a sus expensas en 1719 el noviciado de la Recolección, y dio 8000 pesos para la obra de los claustros del Seminario. Falleció en 9 de octubre de 1724.

Acerca de otro obispado Buenos Aires don Juan de Arregui que lo fue en 1733, cuando las turbulencias del Paraguay. Véase el artículo Armendaris, marqués de Castellfuerte.

ARRESE. El doctor don Francisco -nacido en la capital de Lima. Hizo largos y aprovechados estudios en el seminario de Santo Toribio, siendo uno de sus maestros el D. don José Silva y Olave después obispo de Guamanga. Fue primer diputado del colegio de abogados; y catedrático de prima de escritura en la Universidad de San Marcos. Ilustró el foro peruano en su profesión de abogado, adquiriendo un merecido renombre por sus lucidos escritos llenos de precisión, solidez y elegancia, pues en cuanto al conocimiento del idioma, se le contó entre los más inteligentes de su época. Fue uno de los editores del antiguo Mercurio Peruano en que se ven algunos artículos suyos escritos con bastante pulso. Existe también impresa una oración que en 27 de octubre de 1815 pronunció Arrese en dicha Universidad en elogio del arzobispo las Heras por sus grandes servicios al Seminario de Santo Toribio. Apartando del discurso cuanto pugna con las ideas del siglo, y aun contra la justicia respecto a la libertad americana, esa producción abunda en máximas morales, contiene rasgos importantes acerca de la enseñanza, y su erudito autor esparce con lujo y brillantez pensamientos elevados que dan a conocer su mérito literario. No disgustará al lector la transcripción de unas ligeras cláusulas de aquel opúsculo.

«Por más que un filósofo poco avenido consigo mismo y adusto con los demás, abusando de las noticias de la historia, y de los primores de la elocuencia, se propusiese combatir la reconocida utilidad de las ciencias, pretendiendo hallarse divorciados de la virtud, siempre quedará reducida tan temeraria empresa a la clase de aquellas en que brilla el ingenio a expensas de la verdad. El autor de esta paradoja no advirtió que su propio discurso contradecía la máxima que quería inspirar. Porque ello es que anunciando su modo de pensar un corazón virtuoso, y descubriéndose por el estilo en que escribo un espíritu muy cultivado, vendría a reunir en sí mismo las dos cosas que se esforzaba a excluir como incompatibles. ¿Por cuál privilegio se eximió de que la doctrina que poseía, corrompiese su sabiduría? ¿por qué la sabiduría que lo adornaba, no lo determinó a permanecer en la ignorancia? Si prefería la virtud a la ciencia ¿con qué objeto afectó en su discurso una erudición tan vasta y rebuscada? Mas si por el contrario anteponía la ciencia a la virtud; ¿a qué propósito predicar ésta tan elocuentemente y en tamaño desaire de la otra?   -371-   Era necesario incidiese en estas singulares contradicciones quien degradaba el mérito de la actual constitución de la sociedad en general, para elogiar indirectamente la vida errante, solitaria e inculta. En este estado de imperfección y de abatimiento no se dejan a la naturaleza sino los ejercicios del cuerpo con la violencia de las pasiones; y privándola del asilo de las ciencias, cuyo principal objeto es perfeccionar la razón, se limita a la rústica inocencia del hombre a una cualidad tan frágil como lo es la de su complexión. Con igual o mayor facilidad perdería el vigor físico de su temperamento que el moral del espíritu; como que destituido de los principios conductores seguros de las costumbres, no conocería los enemigos que las circundan, ni los medios de resistir los ataques que les libran para corromperlas.

»En el poder de facilitar esos medios descubro el origen del derecho eminente que corresponde a los príncipes sobre los estudios de sus vasallos. Esta causa es muy elevada y preferente a la del efímero esplendor de los imperios, y su raíz es inseparable del beneficio de la sociedad, a la que se halla estrechamente asida. Desde el punto en que para lograr la ventaja de vivir en ella, renunciaron los hombres una parte de su libertad natural; y luego que cada uno sacrificó una corta porción de su seguridad personal, para conseguir la suma seguridad del cuerpo social, le debe su jefe proporcionar todas aquellas perfecciones de que sean capaces las instituciones humanas. No serían estas firmes ni estables a no reglarse por las de una religión que revele al ente infinito y digno de la adoración de las criaturas, adune su creencia, declare su culto, y les ministre en sus preceptos la medida uniforme de sus obligaciones recíprocas. Ninguno gozada tranquilamente de sus propiedades sin el temor de las leyes que las aseguran, ni sin la integridad de los magistrados que aplicando su severa sanción contra los delincuentes, corrigen y reprimen los excesos de la codicia. Tampoco se disfrutarían las comodidades y recreaciones honestas sin alentar la industria que las procura. Todos estos grandes y preciosos objetos, religión, legislación, magistratura, educación popular y pública, placeres permitidos, sin traer ahora a cuenta la fuerza armada contra los enemigos interiores y exteriores, ni las manos diestras en devanar el hilo de oro del laberinto de la hacienda real, las ciencias y las artes que suponen y de que depende todo esto, caen inmediatamente bajo la dirección del príncipe atento al desempeño de las sagradas condiciones en que se sometió el estado a su proficua dominación.

»No es mi ánimo significar que los reyes hayan de profesar aquellas ciencias. No necesitan sino de la sublime del gobierno, y entre las que son anexas, antes que todas de la elocuencia, por ser la única tiranía de que pueden usar para atraer dulcemente los ánimos a la obediencia y al respeto. Tiene inconvenientes el que se esmeren un adquirir otras. El mando soberano por ser supremo no deja de reconocer límites, y los dictámenes de los sabios que se consultan para ejercerlo en justicia, forman un cierto equilibrio en la balanza del poder. Si este no se hallase unido a los conocimientos astronómicos en el sabio autor de las partidas, no tendrían los españoles que vindicar su religiosidad, desentrañando el sentido de una proposición suya que mal entendida por los extranjeros, lo calumniaron de haberse apropiado los atributos del Omnipotente; y si Jacobo de Inglaterra no se hubiera versado en controversias teológicas, acaso esta Isla tan fecunda en santos no estaría separada de la unidad de la Iglesia Católica».

  -372-  

«Con la frecuente asistencia de los seminaristas a este respetable consistorio erigido para tributar un culto majestuoso y digno de la grandeza de nuestro Soberano al Ser Supremo por quien reina, se imprimen insensiblemente en su memoria las sublimes y tiernas expresiones del Rey Profeta, que elevan el alma y penetran en el corazón. Se aficionan al tono sencillo pero grave en que se cantan los divinos loores: se acostumbran al rito de las ceremonias, a la regla Consueta, a la celebración del Santo Sacrificio; y de la circunspección con que se ejecuta todo esto, deducen una compostura de modales que tanto recomienda a los que la observan en el comercio de la sociedad. La permanencia de este cuerpo nutrido con un sólido alimento, a cuya solidez deberá una duración tan inalterable como la de la Iglesia, se lo hizo distinguir por las mismas señales de perpetuidad, unidad y visibilidad características de la Congregación Católica, y que tanto la separan de los oscuros y volubles conventículos de los cismáticos».

«También se han dado de mano las cuestiones inútiles y perniciosas de una teología presuntuosa, sustituyéndole la fundamental de los dogmas sagrados del cristianismo. Esta ciencia divina que nunca debe cultivarse con más ahínco que cuando los libertinos han redoblado sus conatos para que se olvide, no tiene otra fuente que la sublime carta escrita por el Omnipotente a sus criaturas, interpretada por los santos padres y doctores de la Iglesia, y declarada por sus Concilios. Los que rehúsen reconocer la autoridad, no podrán resistir la fuerza de los convencimientos; y para precaucionarse de los errores, o combatir los fundamentos de sus autores, se instruye sólidamente a esta respetable juventud en los principios que declaran la sofistería de los antiguos heresiarcas renovada ahora con estupendo furor».


Arrese muy joven fue asesor de la aduana de Lima en 1793. Eligiósele síndico, procurador del cabildo en 1813 y diputado a las cortes en 1814; desempeñó también el cargo de vocal de la junta censoria de imprenta. Su padre don Joaquín José de Arrese caballero de la orden de Santiago fue cónsul del Tribunal del Consulado en 1773 y prestó notables servicios como administrador general de la aduana desde 1782 hasta 1790. Su hermano don Joaquín Rudesindo, fue muchos años empleado con buen crédito habiendo sido Ministro de Hacienda de la República, administrador de la tesorería general y contador mayor del tribunal de cuentas.

Gobernando el virrey don Agustín de Jáuregui ocurrió el caso extraño de llegar de Cádiz el navío «Jesús Nazareno» cargado de mercaderías a consignación del administrador de la aduana don Joaquín de Arrese. Este dudando si admitiría semejante encargo, lo consultó al visitador general don José Antonio Areche quien atendida, la probidad y calificado honor de Arrese, en decreto de 6 de marzo de 1781, declaró que podía admitir la comisión dispensándole así arbitrariamente el cumplimiento de las leyes que prohíben que los Ministros de la hacienda se mezclen en negocios de comercio. Don Miguel Domingo Escurra segundo consignatario ocurrió al Virrey para que el buque se pusiese a su disposición por el manifiesto impedimento de Arrese. De esto resultó una competencia de jurisdicción en que el Virrey consultó el asunto al Rey para que dictara una providencia que sirviese de regla en adelante. Jáuregui fue muy prudente en las ocasiones de abusos de autoridad cometidos por Areche.

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ARRIAGA. Don Antonio -Corregidor de Tinta. Entre tantos escritos que refieren los sucesos de la revolución acaudillada en 1780 por don José Gabriel Condorcanqui, conocido por Tupac Amaru, no se hallan noticias acerca de los antecedentes de Arriaga, ni del tiempo que duró en el cargo de corregidor. En cuanto a su comportamiento en aquella provincia, abusos y depredaciones por las cuales se hiciese acreedor al odio de los habitantes, copiaremos a falta de otros datos unas cláusulas de la carta que Condorcanqui dirigió al visitador don José Antonio de Areche en 5 de marzo de 1781.

«El finado don Antonio de Arriaga, que fue corregidor de esta provincia de Tinta, nos repartió la cantidad de trescientos y más mil pesos, según consta de los libros y borradores que están en mi poder. La tarifa de esta provincia es de 112000 pesos por todo el quinquenio. Repare usted ahora el exceso, de este modo de proceder son todos los corregidores, fuera de tener este caballero tan mala conducta con sus cobradores, de apalearlos, aporrearlos, tratarlos tan mal, no sólo a ellos, sino a otros comprovincianos nuestros, así seculares como caras, sacerdotes, personas de todo respeto, por decir que dependía de los primeros grandes de España; fuera de esto, su mal genio, elación y soberbia dio mérito a toda la provincia a fabricarle su ruina. No menos hostilizados los de las demás provincias, han logrado del indulto aun en otro obispado, sin que yo le conozca ni hubiese puesto mis pies, ni menos algunos de los altos, que a no haber su merced tratándonos con agravios de esta clase sino hecho su negocio, como todos los demás, no hubiera sucedido tal fracaso. Los corregidores nos apuran con sus repartos hasta dejarnos lamer tierra; parece que van de apuesta para aumentar sus caudales en ser unos peores que otros: dígalo el corregidor de Chumbivilcas que en término de dos años quiso sacar un aumento mayor que lo que su antecesor había hecho en cinco; al fin adelantó mucho su caudal, que aun su propia vida entró en el cúmulo de sus propios bienes, y salió muy lucido. Son los corregidores tan químicos, que en vez de hacer de oro sangre que nos mantenga, hacen de nuestra sangre sustento de su vanidad. Viéndose, pues, su difícil cumplimiento, nos oprimen en los obrajes, chorrillos y cañaverales, cocales, minas y cárceles en nuestros pueblos, sin darnos libertad en el mejor tiempo de nuestro trabajo; nos recogen como a brutos, y ensartados nos entregan a las haciendas para labores, sin más socorro que nuestros propios bienes, y a veces sin nada. Los hacendados viéndonos peores que a esclavos, nos hacen trabajar desde las dos de la mañana hasta el anochecer que parecen las estrellas, sin más sueldo que dos reales por día: fuera de esto nos pensionan los domingos con faenas, con pretexto de apuntar nuestro trabajo, que por omisión de ellos se pierde, y con echar vales parece que pagan. Yo que he sido cacique tantos años, he perdido muchos miles, así porque me pagan tan mal en efectos, y otras veces nada, porque se alzan a mayores.

»Para salir de este vejamen en que padecemos todos los provincianos sin excepción de persona aun eclesiástica, ocurrimos muchas veces a nuestros privilegios, preeminencias, y excepciones, para contenerlos; y luego atropellan las mercedes reales, por mejor decir, menosprecian los superiores mandatos, arrebatados de sus intereses, de donde nace un proloquio vulgar: que las cédulas reales, ordenanzas y provisiones, están bien guardadas en las cajas y escritorios. Lo más gracioso y sensible es que concluido el quinquenio, o bien en sus residencias quedan santificados para ejercer otro corregimiento, haciendo representaciones falsas con perdimiento de respeto a la real corona; y es la razón de que las jueces de las residencias y sus escribanos son sus criados o sus dependientes,   -374-   y éstos por no perder la gracia de ellos responden a las partes que demandan, con tramadas razones, y de este modo prevalece la injusticia contra la justicia, debiendo suceder lo contrario para extirpación de los vicios.

»¡Qué prevenciones, qué diligencias, qué ruegos y encargos nos tiene hechos nuestro real monarca! Como si para remediarnos no fuera Soberano, sin más mira que nuestra conservación, paz y sosiego en estos sus vastos reinos. En las leyes de la Recopilación libro 2, tít. 6, 9, 13 y 16, ordena su magnánima grandeza, que se conservan nuestras vidas y estados, según pide nuestra naturaleza, sin extraernos de un lugar a otro menos de 29 leguas, y no más. A la mita de Potosí tenemos que caminar más de tres meses, sin que seamos pagados por los mineros del leguaje de ida y vuelta, ni el trabajo, por no pagar a los peritos vecinos, cuando está mandado por ordenanza: fuera de que este privilegio se concedió en su descubrimiento, cuando no había poblaciones inmediatas que subrogasen sus labores; mas hoy se hallan Potosí y Guancavelica abundantes de gente y sus contornos: poco es que los mineros de Potosí y Guancavelica causan grande estrago a los indios, que no pueden libertarse a costa de su plata en las fundiciones, porque los dejan inhábiles aun para el manejo, cuando el Rey tiene mandado en sus reales disposiciones lo contrario, de que los indios sean amparados y desobligados a esta mita por el referido daño, y aunque han hecho varios recursos los interesados a los tribunales que corresponde, han sido vistos con desprecio en tan justa causa, como es destruir el reino y sus pueblos con muertes de indios, que apenas se restituyen a sus pueblos, y al mes, poco más o menos, rinde la vida con vómito de sangre».


Condorcanqui cacique de Tungazuca dio un convite al corregidor Arriaga el 4 de noviembre de 1750 con ocasión del cumpleaños del rey Carlos III. Estando en la mesa con muchas personas, hizo presente se hallaba amenizado por una real cédula para proceder a la prisión de Arriaga, y desde luego se apoderó de su persona haciéndolo conducir a la cárcel. Acto continuo mandó seguir un expediente o aparato de juicio contra él; y a los cinco días, el 10 del mismo mes, le quitó la vida en una horca en la plaza de su pueblo confiscándole todos sus bienes. Este sucinto relato aparece en el tomo 1.º de los documentos históricos publicados por el coronel don Manuel de Odriozola. Mas tenemos a la vista una colección de papeles fehacientes acerca de la revolución de 1780, la cual nos obsequió el gran mariscal don Guillermo Miller, quien se ocupó en el Cuzco de hacer prolijas investigaciones recogiendo manuscritos veraces que merecen entera fe.

De ellos hemos tomado las datos siguientes relativos a la muerte de Arriaga. El 4 de noviembre fue día del cura de Yanaoca don Carlos Rodríguez quien dio un convite al que asistieron el corregidor de la provincia don Antonio Arriaga, y el cacique Condorcanqui. Éste se despidió acabada la comida, pretextando tener unos huéspedes en su pueblo de Tungazuca. Eligió en el camino de Tinta un lugar en que se colocó en emboscada con diez o doce mestizos de su confianza que tenía preparados. Al pasar el corregidor Arriaga que iba desprevenido y acompañado sólo de su escribiente, lo asaltaron echándolo abajo de la mula por medio de lazos; presos ambos y dos negros que marchaban detrás, los apartaron del camino colocándolos en una cueva donde los tuvieron hasta la media noche en que los condujo a Tungazuca y los puso en unos calabazos que tenía en su casa, lo mismo que a los que le acompañaron a la sorpresa, para que el hecho se ocultara por el momento. Hizo luego el cacique firmar a Arriaga una orden para que se pusieran a su disposición   -375-   todas las cosas existentes en su casa, pues él por orden superior tenía que pasar en comisión urgente a la costa. Con dicha carta orden pasó a Tinta, y le fueron entregados 22000 pesos de tributos, cuatro o seis mil de Arriaga, más de cien marcos de plata, sus cofres, alhajas y algunos tejos de oro, caballos, mulas, etc. Con iguales firmas dadas por el preso, circuló órdenes para que compareciesen en Tungazuca todos los españoles, mestizos e indios de la provincia para nombrar la gente que debía ir a la costa a rechazar una invasión extranjera.

Luego llamó al cura de Pampamarca don Antonio López, y le mandó confesar a Arriaga, pues iba a ser ahorcado por mandato superior; y el viernes 10 del mismo noviembre lo hizo sacar a la plaza donde estaba puesta la horca que rodeó de hombres armados. El corregidor fue colgado y la cuerda que era tejida de cuero reventó; siendo el verdugo el zambo zapatero Antonio Oblitas. Volvieron a colgarlo, y unos tiraban de los cabos y otros de los pies de Arriaga hasta que espiró. Díjose que Condorcanqui le debía favores y dinero; pero es cierto que cuando aquel se confesó, pidió perdón al cacique por haberle insultado en una ocasión.

José Gabriel Tupac Amaru peroró al pueblo diciéndole que lo que acababan de ver, y todo lo demás a que él estaba determinado, contra corregidores y españoles, era para libertar a los indios del repartimiento, prisiones, mitas y otros servicios, y que esperaba le ayudasen en su empresa etc.

El general Miller estuvo en Tangazuca en 1835, y habló con un anciano que presenció este suceso, y le mostró el lugar en que se puso la horca y el sitio en que estuvieron las casas de Condorcanqui que se demolieron, echándose sal sobre el terreno, en una de las esquinas de la plaza.

En el artículo «Tupac Amaru» tratamos con extensión de los sucesos que siguieron a la muerte de Arriaga, encendida ya la contienda consiguiente a la insurrección de 1780, que se creyó combinada de antemano con las que estallaron en el Alto Perú.

ARRIAGA. Don Miguel de -Vizcaíno. Empleado de conocimientos en hacienda que intervino en la organización y arreglo de la aduana de Lima siendo su primer administrador cuando fue creada en 1773, por el virrey don Manuel de Amat para proceder con sujeción a reglamento especial y a un arancel de aforos. Anteriormente los derechos adeudados por el comercio, se cobraban por los subastadores de estos impuestos, o por el Tribunal del Consulado, y en cierta época por los oficiales reales.

ARRIAGA. El padre Pablo José de -de la Compañía de Jesús, natural de Vergara. Vino al Perú y se ocupó, con celo y provecho, de la propagación del Evangelio. Gobernó en Arequipa el colegio de su religión y enseñó artes. Cuando el virrey don Martín Henríquez fundó en Lima el colegio de San Martín, bajo la dependencia de los jesuitas en 1582, encomendó la dirección de él al entendido y virtuoso padre Arriaga. Regresando para España en 1622, destinado de procurador de su orden en Roma, pereció en un naufragio cerca de la Habana a la edad de 60 años. Escribió las obras siguientes Rethoris christiani, León 1619; Directorio Espiritual, Lima, 1608; Extirpación de la Idolatría de los indios del Perú, y de los medios para la conversión de ellos, Lima 1621; De la perfección del padre Lucas Pinelo, Barcelona 1610; De Beata Virgine; De Angelo Custode.

ARRIETA. Don fray Francisco de Sales -de la orden de San Francisco.   -376-   Nació en Lima en 29 de enero de 1768. Tomó el hábito de edad de 16 años. Estudió en el colegio de San Buenaventura (Guadalupe), pasó al convento de la Recolección donde permaneció doce años y sirvió de lector de Filosofía y Teología. En el convento grande tuvo a su cargo la capilla de San Francisco Solano desde 1801; fue maestro de novicios en 1802, se jubiló en 1806. En 1817, visitador del de propaganda de Ocopa, y después de su provincia, definidor director de la casa de ejercicios de su convento, habiéndola reedificado; y rector de la tercera orden. En tiempo de la República fue Arzobispo de Lima, consagrado en 25 de enero de 1841. Falleció en 4 de mayo de 1843 dejando grata memoria por sus servicios a la humanidad, y contracción, como predicador, a extender las luces evangélicas.

ARRIOLA VALERDI. El licenciado don Martín de -Oidor de Lima. Nació en San Sebastián de Guipúzcoa y estudió en San Bartolomé de Salamanca, en cuyo colegio mayor entró el 17 de febrero de 1622. En 13 de setiembre de 1622 se graduó de licenciado en leyes, siendo bachiller canonista, y en 17 de febrero de 1627, le nombró el Rey oidor de Chuquisaca. En 1634, vino de oidor a Lima, y en el de 1637 dirigió la obra de cal y piedra que se conoce por el Tajamar en el río Rímac, que costó más de mil pesos. En 1643 pasó de gobernador a Huancavelica donde prestó notables servicios en el arreglo y progreso del mineral de azogue, del que se sacaron en su época 19933 quintales. A su regreso a Lima desempeñó la importante comisión de la fábrica de las murallas del Callao, cuya obra duró seis años; pero él la manejó menos tiempo, pues ascendió a presidente de Quito en 1646. Falleció en 1653; después de haberle el Rey concedido el hábito de la orden de Alcántara, y una plaza en el Supremo Consejo de Indias.

ARRIS. E doctor don José de -natural de Lima en donde hizo con fruto largos estudios, y obtuvo la cátedra de vísperas de leyes de la Universidad de San Marcos. Fue abogado de crédito, muy apreciado por su literatura, y miembro de la Sociedad Amantes del País que fundó el periódico Mercurio Peruano a fines del siglo pasado. En 1778, era ya agente fiscal de lo civil de esta Real Audiencia, empleo que sirvió hasta 1821, con aceptación. Confiriole el Rey honores de oidor de la de Chuquisaca en 1790. Fuese por falta de ambición, o por esperar recompensa a su mérito sin retenciones activas de su parte, él no avanzó otra cosa en su carrera pública de más de 43 años. En el de 1813, se le nombró miembro de la Junta Censoria de imprenta, cuando se juró en esta ciudad la Constitución Española. Proclamada la Independencia, se le hizo vocal de la alta Cámara de Justicia. Falleció en 1822.

ASTETE. Don Domingo -cura de la doctrina de Reyes en la intendencia de Tarma. Destinó al tiempo de su muerte, bajo la dirección del párroco de Chacayan don Juan José del Hoyo, una fuerte cantidad de pesos para fondo y entretenimiento de muchas escuelas que mandó establecer.

ASTETE. Don Domingo Luis -nacido en Lima donde concluyó sus estudios con distinción, y ejerció la abogacía hasta que pasando al Cuzco se estableció allí con motivo de su matrimonio con una señora que disfrutaba una regular fortuna. Tuvo entre otros hijos a don Domingo Luis y don Pablo, el primero abogado. Ambos pertenecieron a los cuerpos de milicias en que el gobierno español colocaba siempre a las personas notables de las provincias. En 1780 don Pablo hizo la campaña contra   -377-   la ruidosa revolución del cacique de Tungazuca don José Gabriel Condorcanqui conocido por Tupac Amaru, y habiéndosele nombrado teniente coronel de ejército, se hallaba a fines del siglo anterior mandando como coronel el Regimiento de Infantería de milicias de Paucartambo. Don Pablo y don Domingo Luis eran jefes de batallón en Guaqui; y el primero después de la batalla de Sipesipe volvió con el brigadier Lombera sobre la ciudad de la Paz para entender en su pacificación. Los dos se separaron del activo servicio después de la derrota de Tucumán, y de la batalla y capitulación de Salta en 1813 en que estuvieron los cuerpos que mandaban.

Cuando en la ciudad del Cuzco se ejecutó el levantamiento de 1814 hecho por los Angulos y el brigadier Pumacahua se formó en Cabildo abierto una junta de gobierno de que fueron miembros don Domingo Luis Astete, el coronel don Juan Tomás Moscoso y el D. don Jacinto Ferrándiz por excusa del oidor don Manuel Lorenzo de Vidaurre. No pudo conciliarse la mejor armonía entre el gobierno civil y las autoridades militares, y de una en otra desavenencias se abrió paso al desorden y a los excesos. El alojamiento de Astete fue asaltado el 30 de noviembre de 1814 por gente de la plebe no sabemos con qué pretexto de acusación contra él, asegurándose que el autor de este atentado fue don Vicente Angulo hermano de don José, cabeza principal de la revolución, y que se titulaba capitán general. La casa fue saqueada y Astete tuvo que fugar para libertarse de los amotinados. Retirose al campo y no se ocupó más de los asuntos políticos, a pesar de que se intentó satisfacerlo, y se lo rogó por don José Angulo para que continuara en el gobierno: después don Domingo Luis se empleó como letrado en defender a los pobres y a sus amigos.

Don José Astete hermano de padre de los dos a que nos hemos contraído, fue fusilado en el Departamento de Arequipa en 1815, de orden del general don Juan Ramírez lo mismo que D. N. Cherveches, argentino, por haber servido a la revolución; no les valió el ser ya ancianos, para que se contuviera la venganza y crueldad que en aquel llegó a ser una costumbre.

Don Domingo Luis Astete, casado en el Cuzco, fue padre de don Pedro Astete que ha figurado en la República como prefecto, diputado a Congreso y en la lista diplomática.

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