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El proceso del Arzobispo Carranza

Drama en ocho cuadros, dividido en dos partes, con un solo intermedio

Joaquín Calvo-Sotelo



PERSONAJES
 

 
LORENZA.
SOR NIEVES.
MUJER 1.ª.
MUJER 2.ª.
MUJER 3.ª.
CARRANZA.
MARTÍN.
FRAY ANTONIO.
FELIPE II.
CARDENAL REVIVA.
EMBAJADOR REQUESENS.
RAMÍREZ.
INQUISIDOR.
BALTASAR.
GINESILLO.
RODRIGO.
FRAY JUAN DE LA REGLA.
ZÚÑIGA.
FRAY HERNANDO.
FAMILIAR.
SECRETARIO.

Este drama se estrenó la noche del 14 de marzo de 1964, en el Teatro María Guerrero, de Madrid.






ArribaAbajoParte I


ArribaAbajoCuadro I

 

La escena está dividida en dos partes: una calle en ángulo recto, cuyos lados tienen dos metros de anchura aproximadamente, que parte del foro y llega hasta el primer término izquierda y continúa a lo largo de la corbata, perdiéndose en la lateral derecha, y la habitación de una posada de Torrelaguna, en la que pasa la noche el Arzobispo CARRANZA. Unas cortinas, que en su momento oportuno se descorrerán, los separan. Al hacerse la luz están hablando, en primer término, GINESILLO y BALTASAR. Son dos alguaciles.

 

BALTASAR.-   Atención, Ginesillo, que esto de hoy no es cosa de poco más o menos.

GINESILLO.-   ¿Por qué lo dices?

BALTASAR.-   Me lo barrunto por los preparativos, y sobre todo por la cara que tiene el señor Inquisidor. ¿Se la viste bien?

GINESILLO.-   Todos los que mandan tienen la cara igual. No hay más que dos clases de caras: la de los que mandan y la de los que obedecen. Y el señor Inquisidor tiene la que le corresponde.

BALTASAR.-   Pero hoy más antipática y más oscura que nunca. Te lo aseguro yo, que llevo de alguacil y con él mucho tiempo. Tú, al fin y al cabo, llegaste ayer, como quien dice.

GINESILLO.-   No tanto, no tanto... ¿Qué año crees tú que entré?

BALTASAR.-   El pasado.

GINESILLO.-   Te equivocas. En mil quinientos cincuenta y cinco ya andaba Ginesillo Dueñas ayudando al Alguacil Mayor de Valladolid. Llevo, por tanto, cuatro años, y no soy un novicio.

BALTASAR.-   Pues ya se te alcanzará que, si tantas precauciones se toman, es porque lo que se está preparando es algo muy sonado.

GINESILLO.-   Bueno, ¿sabes lo que te digo? Que ojalá sea así. A mí me gusta la aventura. ¿A ti no?

BALTASAR.-   Pues, hombre, a mí...

GINESILLO.-   ¡Huy, huy...! Tú te has casado y a ti la aventura no te tienta. ¿Para qué más aventura que la de andar jugueteando en la cama con la Teresa? ¿No se llama así, Baltasar? Pero yo no me casé todavía y estoy a la que salta, y lo mismo me divierte dar un pellizco en una buena molla que una cuchillada.

BALTASAR.-   Lo de hoy no creo que sea ni de andar a mozas ni de sacar la espalda, pero, o mucho me equivoco, o de esta noche se va a hablar largo.

GINESILLO.-   Hombre, está claro que vamos a prender a alguien. ¿Qué sospechas tú? ¿Que es persona principal?

BALTASAR.-   Para mí, de lo más principal que hay.

GINESILLO.-   ¿Y quién anda por Torrelaguna que pese más arrobas de lo acostumbrado?

BALTASAR.-   Eso es lo que me extraña a mí, porque la única que hay es el Arzobispo de Toledo, y con ese, como ya comprenderás, no va nada. Luego, lo más probable es que sea alguien que pase por Torrelaguna. Y lo fastidioso es que, entre tanto, nosotros tenemos que estar mano sobre mano, hasta que le apetezca aparecer al viajero.

GINESILLO.-   ¡Calla! El señor Inquisidor.

 

(El señor INQUISIDOR entra por el foro izquierda. Tiene, en efecto, tal y como lo había dicho GINESILLO, cara de mandar. Le acompaña el Alguacil Mayor, DON RODRIGO DE CASTRO. GINESILLO y BALTASAR se ponen en pie.)

 

INQUISIDOR.-   ¿Rodearon la casa?

RODRIGO.-   Sí, claro. Por cierto, las ventanas de su aposento dan justamente a este lado.

INQUISIDOR.-   Bien.

 

(En un reloj tejano se oyen las cinco.)

 

Son las cinco. Amanecerá pronto. ¿No cree vuesa merced que es la hora?

RODRIGO.-   Creo que sí.

INQUISIDOR.-   Vayamos entonces.

RODRIGO.-   El resto de los hombres están apostados en las calles próximas.

INQUISIDOR.-   ¿Teme que se resista? Somos la Autoridad y bastará que lean nuestras órdenes para que las cumplan.

RODRIGO.-   ¿Y los que no sepan leer?

INQUISIDOR.-   Esos suelen ser menos temibles.

RODRIGO.-   De todas formas, como, episodios de estos entran pocos en libra y es bueno que los que vienen con nosotros sepan a qué atenerse, ¿por qué no les dice algo vuesa merced?

INQUISIDOR.-   Si lo cree oportuno, por mí que no quede.

 

(Se refiere a BALTASAR y GINESILLO y a los otros dos familiares que, a una señal suya, entran por la lateral derecha.)

 

Vamos a detener una persona muy importante. Nadie con la cabeza sobre los hombros será capaz de hacernos frente, pero, por si alguno se cegase a ese extremo, a vosotros corresponderá hacerle entrar en razón. La casa está guardada. Si alguien saliese a la calle, fuese quien fuese, ¿oís bien?, fuese quien fuese, prendedle. Cuidado, pues, y seguidme.

 

(El señor INQUISIDOR y RODRIGO hacen mutis por la lateral derecha, seguidos de GINESILLO y BALTASAR.)

 

GINESILLO.-   ¿Es en la posada donde vamos a entrar?

BALTASAR.-   Pues sí...

GINESILLO.-   Pero, ¿no es ahí donde se hospeda el señor Arzobispo?

BALTASAR.-   Tal creo...

GINESILLO.-   ¿Es a él al que vamos a detener?

BALTASAR.-   ¡Calla! Así parece, Ginesillo.

 

(Y hacen mutis todos por la lateral derecha. Las cortinas se descorren y al iluminarse el aposento se ve un modesto petate adosado al lienzo de la izquierda. Hay un arca a la derecha con unos libros y un crucifijo, un par de sillas y una puerta en el foro derecha. Todo de una gran modestia. Ahora se oye golpear dentro, en la puerta. FRAY ANTONIO SÁNCHEZ se asoma a la del foro. Trae una palmatoria encendida.)

 

FRAY ANTONIO.-   Ilustrísima, ilustrísima...

CARRANZA.-     (Desde dentro.)  ¿Qué pasa?

FRAY ANTONIO.-   Ilustrísima, llaman a la puerta.

CARRANZA.-   ¿Quién es?

FRAY ANTONIO.-   Voy a verlo.  (Y se dirige, en efecto, a la lateral derecha.)  ¿Quién llama?

INQUISIDOR.-   ¡Abran al Santo Oficio!

FRAY ANTONIO.-   El Santo Oficio... ¿Por quién pregunta? Esta es la cámara de su ilustrísima Fray Bartolomé Carranza, Arzobispo de Toledo y Primado de las Españas.

INQUISIDOR.-   Es a su ilustrísima a quien deseamos ver.

FRAY ANTONIO.-    (Vuelve a la puerta del foro.)  ¿Oyó, señor?

CARRANZA.-   ¿Le sorprende, Fray Antonio?

FRAY ANTONIO.-   A decir verdad, no. Estaba temiéndolo desde hace unos días.

CARRANZA.-   Yo lo daba por seguro desde hace unas horas. Decidles que voy a vestirme y que aguarden unos instantes.

FRAY ANTONIO.-   Su ilustrísima dormía y les recibirá dentro de unos segundos, cuando se haya vestido.

INQUISIDOR.-   Es menester que nos abra inmediatamente. Y ved que si no lo hacéis de grado, tendréis que hacerlo por fuerza.

FRAY ANTONIO.-   ¿Cómo os atrevéis a allanar la residencia del señor Arzobispo?

INQUISIDOR.-   Órdenes traigo que me lo autorizan.

FRAY ANTONIO.-     (Atemorizado.)  Señor, ¿qué hago?

CARRANZA.-   Abridles, Fray Antonio, es inútil demorarse.

INQUISIDOR.-   Por última vez, ¡abran al Santo Oficio!

FRAY ANTONIO.-   Voy, voy, tranquilícese su señoría.

 

(Se oye el ruido de un cerrojo y entran en la estancia DON RODRIGO y el INQUISIDOR, seguidos por GINESILLO y BALTASAR y los otros dos familiares.)

 

INQUISIDOR.-   ¿Dónde está el señor Arzobispo?

FRAY ANTONIO.-   Está en su cámara, vistiéndose.

 

(El INQUISIDOR hace ademán de ir hacia ella. FRAY ANTONIO se lo impide con los brazos abiertos.)

 

Sean cuales sean las órdenes que traigáis, nada se opone a que las cumpláis con cortesía.

RODRIGO.-   Creo que no hay motivo para inquietarse; todas las salidas están vigiladas y esta es la planta alta.

INQUISIDOR.-   Mi responsabilidad es demasiado grave para comprometerla por miramientos de poca monta. Si el Arzobispo huyese...

 

(Aparece FRAY BARTOLOMÉ CARRANZA. Tiene, en esta noche de agosto de mil quinientos cincuenta y nueve, exactamente cincuenta y seis años. Es un hombre arrogante, alto y enjuto; sale vestido con los hábitos que corresponden a la dignidad de su jerarquía eclesiástica.)

 

CARRANZA.-   ¿Y quien habla aquí de huir?

INQUISIDOR.-   ¿Y no es eso, realmente, lo que estáis haciendo?

FRAY ANTONIO.-   ¿Olvidó a quién habla el señor Inquisidor?

INQUISIDOR.-   Hay dos maneras de huir: yéndose de un lugar cualquiera con rapidez, y acercándose a otro con lentitud.

CARRANZA.-   Voy de Toledo a Valladolid, llamado por la Princesa Gobernadora. Vos, seguramente, hubierais podido aligerar alguna etapa. Parecéis joven, y mis cincuenta y seis años, bien cumplidos, envidian vuestra energía. Siento no experimentar la misma admiración por vuestras maneras.

INQUISIDOR.-   ¿Qué queréis decir?

CARRANZA.-   Si no me equivoco, soy Arzobispo de Toledo y Primado de las Españas, ¿es así?

INQUISIDOR.-   No lo olvido.

CARRANZA.-   A quien tiene, por la bondad divina, estas dignidades, se le llama ilustrísima. Sea cual sea la misión que os traiga aquí, convendría que no olvidéis darme ese título.

INQUISIDOR.-   No entra en mis propósitos regateároslo.

CARRANZA.-   Cumplid entonces la ceremonia de que me sois deudor, besando con la humildad de un buen creyente, y de rodillas, este anillo.

 

(Le tiende la mano. El INQUISIDOR duda, pero al fin cumple la orden de CARRANZA.)

 

INQUISIDOR.-   Ilustrísima...

 

(RODRIGO se dispone a imitarle. CARRANZA le rehúsa el anillo.)

 

CARRANZA.-   Señor Alguacil Mayor... A vuesa merced le dispenso de esas formalidades.  (Con desdén.)  Al fin y al cabo le debo el honor de haber aceptado compartir mi cena hace muy pocas horas, y ya besó mi anillo al despedirse entonces, y, por cierto, con toda devoción.

RODRIGO.-    (Azorado.)  Ilustrísima...

CARRANZA.-   Entre tanto, me pregunto qué es lo que hacen aquí estos alguaciles. En un principio pensasteis que pudiera huir. ¿Teméis, ahora, que intente defenderme?

INQUISIDOR.-   Sería absurdo conociendo vuestra prudencia.

CARRANZA.-   Ordenad, pues, que se retiren vuestros seguidores, y ya sin su vigilancia, que es innecesaria, podréis explicarme la razón de una visita a hora tan fuera de la habitual y con maneras tan destempladas.

INQUISIDOR.-     (Tras un breve titubeo. A BALTASAR, GINESILLO y a sus dos acompañantes.)  Retiraos.  (Añade unas instrucciones en voz baja.) 

CARRANZA.-   Poned dos hombres en la puerta de la casa contigua. Un pasadizo subterráneo comunica con la posada, y así, informado de que guardáis esa salida, me libro yo de la tentación de burlaros.

INQUISIDOR.-   Si no supiese bien el respeto que os debo, me atrevería a decir que recibíais la visita de la Inquisición con bastante insolencia.

CARRANZA.-   Pero como, en efecto, sabéis muy bien a cuánto os obliga ese respeto, os calláis como un muerto, de lo cual se beneficiará vuestra cortesía. En cuanto a vos, señor Alguacil Mayor...

RODRIGO.-   Yo ruego a vuestra ilustrísima que me perdone, porque vengo a hacer una cosa que en mi rostro advertiréis que contra mi voluntad la hago.

CARRANZA.-   Lleváis una jornada que tiene que resultaros muy penosa. Perturbar e incomodar a personas dignas, si ciertamente sois hombre sensible, debe disgustaros muchísimo. De todas maneras, siéntense sus mercedes, salvo que la gravedad de cuanto vayan a decirme les invite a permanecer de pie.

INQUISIDOR.-   De pie, ilustrísima, es más propio.

CARRANZA.-   Dejadme, entonces, que, al menos, me siente yo. Os escucho.

INQUISIDOR.-   Señor ilustrísimo: sea preso vuestra señoría Reverendísima por el Santo Oficio.

CARRANZA.-   ¿Vos tenéis mandamiento bastante para eso? Fray Antonio, ¿queréis ser tan bondadoso de acercarme los espejuelos?

 

(FRAY ANTONIO le obedece. El INQUISIDOR entrega un pliego a CARRANZA.)

 

INQUISIDOR.-   Sin perjuicio de que leáis la orden con detenimiento, permitidme que os haga saber que con fecha seis de mayo, el Fiscal Licenciado Camino ha pedido autorización para prenderos y embargar vuestros bienes, y que el día trece del mismo mes, el Inquisidor General, Fray Fernando de Valdés, Arzobispo de Sevilla, tomando acuerdo de sus consultores los obispos de Ciudad Rodrigo, de Palencia y de Ávila, entre otros, dictó carta de emplazamiento para que comparecierais a responder a la demanda.

CARRANZA.-   Eso no es un auto de prisión.

RODRIGO.-   En efecto, el auto de prisión se dictó por existir el temor verosímil de que pudierais huir, y fue expedido en diecisiete de agosto, encargándose a mí su ejecución como Alguacil Mayor del Santo Oficio de Valladolid.

CARRANZA.-   Todo ello, ¿con qué motivo?

INQUISIDOR.-   Según declara el Fiscal Licenciado Camino, por haber predicado, escrito y dogmatizado muchas herejías de Lutero.

FRAY ANTONIO.-   ¡Eso es inicuo!

CARRANZA.-   Calmaos, querido Fray Antonio. ¿Saben de todas maneras esos dignísimos prelados que no pueden ser mis jueces, siendo yo, por mi dignidad y consagración, sujeto inmediatamente al Papa y no a otro alguno?

INQUISIDOR.-   De eso me creo también en condiciones de dar a vuestra señoría ilustrísima entera satisfacción. He aquí un Breve de Su Santidad el Papa Paulo IV, cuyo conocimiento estimo indispensable.

FRAY ANTONIO.-   Permitidme, señoría.

 

(Le invita a leerlo por sí mismo. CARRANZA se arrodilla.)

 

«Nos, por la gracia de Dios, Papa y Vicario de Cristo, concedemos por delegación apostólica facultades para proceder contra cualesquiera Arzobispos, Patriarcas y Primados, super haeresibus, por término de dos años, reducirles a prisión cuando hubiere bastantes indicios y temor verosímil de fuga, dando a Nos cuenta inmediatamente y remitiendo a Roma la persona del reo y el proceso instruido en el término más corto posible. En Roma, a siete de enero de mil quinientos cincuenta y nueve».

CARRANZA.-   Ahora, sí; a vos me entrego.

 

(Por la puerta del foro derecha aparece LORENZA. Es una mujer madura, de unos cuarenta y dos años. Trae la alarma pintada en el rostro.)

 

LORENZA.-   ¿Qué es lo que pasa, hermano?

CARRANZA.-   Nada, Lorenza.

LORENZA.-   ¿Cómo nada? Hay hombres, con armas, rodeando la casa y a los criados les han impedido entrar. ¿Qué significa todo esto?

CARRANZA.-   Lorenza, por orden del Santo Oficio, he sido detenido.

LORENZA.-   ¡Qué estoy oyendo! ¿El Santo Oficio detiene al Arzobispo de Toledo? ¿Por qué no se ocupa de detener a los enemigos de nuestra Iglesia?

INQUISIDOR.-   Si alguno conocéis que esté en libertad, decidme quién es para proceder en consecuencia.

LORENZA.-   ¿Necesitáis que os lo señale con el dedo? Todo el reino está lleno de protestantes encubiertos, de moriscos, de alumbrados, de judaizantes, de brujas, de hechiceros. ¿Por qué no vais contra esos renegados de Dios en lugar de proceder contra el Arzobispo de Toledo?

INQUISIDOR.-   Vea bien, señora, que yo no soy el que ha dictado las órdenes, sino simplemente el que las ejecuta.

LORENZA.-   Pero sois un ser humano con sus cinco sentidos, con ojos para ver y cabeza para pensar. ¿Eso no os basta para que midáis bien el disparate que estáis cometiendo?

CARRANZA.-   Cállate, Lorenza. El señor Inquisidor te ha explicado cuál es su misión. A él no le alcanza juzgar a sus superiores, sino obedecerles.

LORENZA.-   ¿Y quiénes son sus superiores?

INQUISIDOR.-   Las órdenes que he recibido están firmadas por el Inquisidor General.

LORENZA.-   Fray Fernando de Valdés, ¿no? ¿El Arzobispo de Sevilla?

INQUISIDOR.-   Justamente, señora.

LORENZA.-   ¿Qué puede venir de él contra mi hermano que no sea muestra del odio que le tiene?

CARRANZA.-   ¡Basta, Lorenza!

INQUISIDOR.-   Mejor será, ilustrísima, que pongáis freno a las palabras de vuestra hermana, que si no fuera por la disculpa del afecto que os profesa, extendería a ella la prisión.

LORENZA.-   Eso es innecesario. Presa soy yo también con mi hermano. A su lado he vivido de niña primero, y de viuda después, y nada podrá obligarme a que me separe de él. ¿De qué se le acusa?

CARRANZA.-   De haber predicado, escrito y dogmatizado muchas herejías de Lutero.

LORENZA.-   ¿A ti, a ti te acusan de eso?

CARRANZA.-   Calla, Lorenza...

INQUISIDOR.-   Señora...

CARRANZA.-   ¿Tenéis, por cierto, alguna idea de cuándo y cómo se formalizarán esas acusaciones?

INQUISIDOR.-   No, ilustrísima.

CARRANZA.-   ¿Sabéis si se me ha facultado para designar a la persona que ha de defenderme?

INQUISIDOR.-   Yo no sé nada de eso. A mí lo único que me concierne es deteneros en Torrelaguna, como lo he hecho, y trasladaros a Valladolid, como lo haré mañana.

CARRANZA.-   En cuanto a mis criados, ¿hay algo dispuesto sobre ellos?

INQUISIDOR.-   Como es natural, en nada les alcanza la orden de la Inquisición. Únicamente les está prohibido ir a Valladolid.

CARRANZA.-   Ved que todos tienen allí sus haciendas y sus familias y que prohibiéndoles reunirse con ellas, los exponéis a un calvario inútil.

INQUISIDOR.-   Vayan, entonces, pero después que hayáis salido y todos juntos, y rodeando el Puerto de Somosierra.

LORENZA.-   Alguno habrá de quedar, supongo yo, para que su ilustrísima se libre de fregar los suelos y de morir de hambre...

INQUISIDOR.-   Queden el cocinero y el despensero; queden, también, los mozos de mulas.

CARRANZA.-   Gracias por vuestra generosidad.  (Transición.)  ¿Hay algo más que os retenga en este aposento, una vez que me habéis comunicado las órdenes de que sois portador?

INQUISIDOR.-   Sí, ilustrísima, debo proceder al secuestro y al embargo de vuestros bienes.

CARRANZA.-   Fácil es de cumplir el encargo. Ahí tenéis mi escribanía, ahí tenéis ese cofrecillo con cartas y papeles.

INQUISIDOR.-   ¿Qué papeles?

CARRANZA.-     (Abre el cofrecillo.)  Una relación de los herejes que envían libros a España, un Memorial de lo que la Sede apostólica debe reformar en las personas y cosas eclesiásticas... Pero perdonadme, porque parece como si mi intención fuera hacer yo mismo el trabajo que os corresponde a vos.

INQUISIDOR.-   Tiempo hay suficiente para llevarlo a cabo y así no es preciso que lo abreviéis.

CARRANZA.-   Perfectamente. ¿Me dais licencia para abandonar esta habitación mientras procedéis a su inventario?

 

(Señala la puerta del foro.)

 

INQUISIDOR.-   Ved, vos, don Rodrigo, si puede haber en ello riesgo alguno.

 

(RODRIGO hace mutis por la puerta del foro.)

 

CARRANZA.-   Estad tranquilo. Tengo la impresión de que seréis felicitado por el Arzobispo Valdés como lo merece el celo con que cumplisteis sus instrucciones.

INQUISIDOR.-   Excusadme las molestias. No es mía la culpa.

CARRANZA.-   Me hago cargo.

 

(RODRIGO vuelve por el foro derecha.)

 

RODRIGO.-   En mi opinión, señor Inquisidor, su ilustrísima puede entrar sin ningún peligro.

INQUISIDOR.-   Hacedlo así, si os agrada.

CARRANZA.-   Vámonos, Lorenza. Vámonos, Fray Antonio.  (Va a hacer mutis, se detiene.)  ¡Ah!, un momento, ¿puedo llevarme ese libro?

INQUISIDOR.-   Lleváoslo.

 

(FRAY ANTONIO se acerca a la mesita contigua a la cama, coge un libro y se lo entrega a CARRANZA.)

 

CARRANZA.-   Por si queréis incluirlo en el inventario, os diré que es una exégesis de la Summa de Santo Tomás.

INQUISIDOR.-   Bien está.

CARRANZA.-   Si en algo puedo seros útil, no tenéis más que llamarme. Y que no os importe la hora como, en realidad, no os importó antes, cuando era más digna de respeto.

 

(FRAY BARTOLOMÉ CARRANZA hace mutis por el foro, seguido de LORENZA y de FRAY ANTONIO.)

 

INQUISIDOR.-     (A RODRIGO.)  Empecemos, pues, nosotros. Anotad, don Rodrigo.

 

(DON RODRIGO se sienta en el bufetillo, tira de pluma y se dispone a apuntar cuanto le dicten.)

 

Hay en la estancia una cama, un bufetillo, un par de sillas, todo ello de gran modestia, y los libros siguientes: primero, una exégesis de la Summa de Santo Tomás; segundo, Comentarios del Rvdo. Sr. Fray Bartolomé de Carranza, Arzobispo de Toledo, sobre el Catecismo cristiano, dirigidos al serenísimo rey de España Don Felipe, nuestro señor; varias cartas, una de Pedro de Céspedes, otra de Fray Pedro de Soto, otra de Fray Luis de Granada...

 

(Mientras lo lee se va haciendo el oscuro. Ahora se ilumina únicamente la parte de la calle. Por ella desfilan GINESILLO y BALTASAR, que conversan mientras montan la guardia.)

 

GINESILLO.-   ¿Sigues contrariado, Baltasar?

BALTASAR.-   Pues, hombre...

GINESILLO.-   Calla, calla, que te quedan diez mil noches para andar triscando con tu mujer, pero no te volverá a caer otra en suerte como esta de meter preso a un Arzobispo...


 
 
CORTINAS
 
 


ArribaAbajoCuadro II

 

Nos encontramos en Valladolid y en el aposento de la casa que sirve de prisión a CARRANZA. Todo en ella es sórdido y triste. En el momento de comenzar la acción, FRAY BARTOLOMÉ que viste el sayal de los dominicos, está de frente a los espectadores, con la cabeza baja en actitud meditativa y como si bisbisease unas preces. Se oye ahora un cerrojo. El Arzobispo mira hacia la derecha, por donde entra LORENZA; viste como si viniese de la calle y fuera invierno. Trae en la mano una manta de cama.

 

LORENZA.-   ¿Cómo estás, hermano?

CARRANZA.-   Por fin, te dejaron venir...

 

(Le hace en la frente la señal de la cruz.)

 

LORENZA.-   Cada vez me ponen más dificultades. Antes podía visitarte de quince en quince días; ahora... llevaba un mes sin verte. ¿Cómo te encuentras?

CARRANZA.-   Muy bien, Lorenza.

LORENZA.-   Pero hace un frío horrible.

CARRANZA.-   Para la salud es inmejorable.

LORENZA.-   Toma, te conseguí esta manta.

CARRANZA.-   El carcelero verá mal que me la dejes. Mi sufrimiento es su placer. Y seguramente, te la quitas tú para dármela a mí.

LORENZA.-   Yo tengo con qué abrigarme.  (Transición.)  Bueno, te traigo una noticia magnífica, hermano; está don Martín Azpilicueta.

CARRANZA.-   ¿Hablaste con él?

LORENZA.-   No, pero sé que viene para hablar contigo.

CARRANZA.-   ¿Crees que aceptará?

LORENZA.-   Si no, no estaría aquí. Me gusta su aspecto, parece un hombre decidido y entero, y mira de frente. Hace dos años, Bartolomé, que nadie me mira a mí sino de soslayo, por el solo hecho de ser hermana tuya.

CARRANZA.-   Bien lo lamento.

LORENZA.-   Por mí, no, que me enorgullezco de ser hermana del Arzobispo de Toledo.

CARRANZA.-   De niña eras ya lo mismo. Yo aparecía a tus ojos como si fuese un ser superior. Tres años tenías cuando yo, a los diecisiete, vestí por primera el hábito y tú te cogías del cíngulo y no querías dejarme marchar para el convento.

LORENZA.-   Sigo igual, hermano. Lo que siento es ser tan poca cosa que no consiga remediar tus males. Pero, levanta el ánimo. Si otros rehusaron el defenderte, algún corazón noble encontraremos que se encargará de hacerlo.

CARRANZA.-   Ojalá sea don Martín Azpilicueta. Como canonista, es una lumbrera, pero ignoro si su temple estará a la altura de su talento.

 

(Vuelve a oírse ruido de cerrojos. FRAY ANTONIO entra por la derecha.)

 

FRAY ANTONIO.-   Ilustrísima, ¿os dijo vuestra hermana...?

CARRANZA.-   Sí.

FRAY ANTONIO.-   Han autorizado la visita del doctor Azpilicueta.

CARRANZA.-   Parecéis alegre.

FRAY ANTONIO.-   Creo, ilustrísima, que con motivo.

CARRANZA.-   ¡Quiéralo Dios!  (Transición.)  Que entre.

 

(FRAY ANTONIO sale por la derecha.)

 

LORENZA.-   Habla con él. Ojalá tengas suerte.  (Hace mutis.) 

 

(Pocos segundos después, MARTÍN AZPILICUETA entra por la derecha. Es un hombre de edad semejante a la de CARRANZA, macizo, cuadrado y entero.)

 

MARTÍN.-     (Se acerca a besar el anillo de CARRANZA.)  Ilustrísima.

CARRANZA.-   Bienvenido, doctor, a Valladolid. Acabáis de llegar, según creo.

MARTÍN.-   Así es.

CARRANZA.-   ¿De dónde?

MARTÍN.-   De Coimbra, ilustrísima.

CARRANZA.-   Habíais explicado antes en la Universidad de Salamanca y en la de Tolosa, ¿no es así?

MARTÍN.-   Así es, ilustrísima.

CARRANZA.-   Al hijo de Hernán Selgas, que fue discípulo vuestro, le oí elogiaros mucho, ¿no le recordáis?

MARTÍN.-   Realmente mentiría si dijese que sí. Llevo ya muchos años de Cátedra y son muy numerosos los estudiantes que han pasado por mis aulas. Confieso mi ingratitud, ya que lo menos que podemos hacer por quienes hablan bien de nosotros es acordarnos de ellos.

CARRANZA.-   En vuestro caso, eso exigiría una memoria portentosa.

 

(MARTÍN se sienta.)

 

¿Fue un viaje penoso?

MARTÍN.-   No mucho, señor. Las caballerías, que eran excelentes, han hecho muy llevaderas mis jornadas. Esto aparte, soy buen jinete y dado a andar de un sitio para otro, así que os agradezco la oportunidad que me habéis procurado de cultivar mi afición.

CARRANZA.-   Quitáis importancia a la incomodidad de un viaje tan largo y lo convertís en un paseo agradable: bien demostráis así vuestra delicadeza.  (Transición.)  En fin, ¿os han explicado la misión de que se os quiere encargar?

MARTÍN.-   Sí, ilustrísima.

CARRANZA.-   ¿Os encontráis con fuerzas para aceptarla?

MARTÍN.-   Las fuerzas, señor, no me han faltado nunca para ninguna de las tareas que me he impuesto en la vida.

CARRANZA.-   Tenéis el aire firme y resuelto: mi pregunta es ociosa.

MARTÍN.-   Pero ha sido siempre menester que las haya asumido con el convencimiento de que valían la pena. Si alguna vez me faltó, hasta los trabajos más leves me parecieron insoportables.

CARRANZA.-   ¿Habéis medido bien este?

MARTÍN.-   No enteramente, señor, y por eso no puedo decir que lo haya aceptado todavía.

CARRANZA.-   Vuestra actitud es muy leal, y yo debo serlo también. Sabed que no soy un reo al que se trate como a los demás. Me han cerrado puertas y ventanas, los carceleros se mofan de mi persona, mis sábanas me sirven de manteles, los libros y el papel que necesito para escribir se me niegan o se me regatean, a mi hermana le permiten verme solo de tarde en tarde y, como si hubiese sido ya declarado hereje, me prohíben recibir los Sacramentos.

MARTÍN.-   Lo sé.

CARRANZA.-   Varios antes que vos se han sentido intimidados por esas circunstancias y otras parecidas, y han rechazado ser mis letrados.

MARTÍN.-   Lo sé, señor. Pero sé también que ha sido la pusilanimidad, la falta de entereza, lo que ha motivado alguna de esas repulsas y, de antemano, os aseguro que la mía, si os la doy, no será por ese motivo.

CARRANZA.-   ¿Qué condición ponéis, entonces, para encargaros de mi defensa?

MARTÍN.-     (De pie.)  La de que merezcáis ser defendido.

CARRANZA.-   ¿Qué queréis decir?

MARTÍN.-   Yo os pido perdón, pero lo que aquí se está decidiendo es un negocio que importa mucho a mi conciencia y necesito verla tranquila para seguir adelante.

CARRANZA.-   Hay hombres que asesinan a sus padres y a sus hijos, y a los que, sin embargo, no les falta quien abogue por ellos. ¿Pensáis que yo pueda ser culpable de delitos tan nefandos que no tenga los derechos de un parricida?

MARTÍN.-   Nadie, por el hecho de defender a un asesino, se ha expuesto nunca a serlo él a su vez, ni ha dejado tampoco de experimentar, junto con el horror natural, un poco de compasión por el reo; pero vuestro caso, ilustrísima, es distinto. Se os acusa de haber defendido doctrinas contrarias a nuestra Santa Madre la Iglesia y yo soy un creyente fervoroso y si viese que esas acusaciones eran fundadas, me negaría a escribir en vuestro servicio una sola línea y a decir una sola palabra. Esto es, señor, ninguno os condenaría más presto que yo en lo que os hallase hereje.

CARRANZA.-   ¡Bendita sea vuestra sinceridad! ¡Y cuánto me complace oíros! Sed el primero en llevar la leña a la hoguera del auto en que se me queme, si tal acontece.

MARTÍN.-   ¿No es verdad, pues, ilustrísima, aquello de que se os acusa?

CARRANZA.-   No lo es.

MARTÍN.-   Son muchas las voces que andan por el reino que aprueban vuestra detención.

CARRANZA.-   Dos años hace que llevo en esta cárcel terrible, sin que se me haya formalizado cargo alguno. No sé, pues, concretamente, cuáles son las imputaciones que se me hacen. Por el momento, estoy solo frente a la calumnia y a la amenaza, con un pasado que bien puede daros esa seguridad que necesitáis.

MARTÍN.-   Porque conozco vuestro pasado es por lo que he venido a veros. Conozco también vuestra sabiduría y rectitud, vuestra modestia y lealtad. El estar persuadido de que os adornan esas y otras virtudes es lo que me ha determinado a ponerme en camino, abandonando la Universidad de Coimbra. Y, ahora, solo espero de vos que contestéis a mis preguntas para que tome mi resolución.

CARRANZA.-   Preguntadme, pues.

MARTÍN.-   Sean cuales sean las inculpaciones que se os hagan, ¿está limpia vuestra conciencia?

CARRANZA.-   Sí lo está.

MARTÍN.-   A lo largo de tantos años de apostolado y de predicación, en vuestros sermones y en vuestros libros, ¿nunca, conscientemente, habéis faltado a los principios de nuestra religión católica?

CARRANZA.-   Nunca.

MARTÍN.-   Y, sin embargo...

CARRANZA.-   ¿Qué?

MARTÍN.-   Perdonadme, pero hay cosas que no entiendo. Vuestra actitud de los días anteriores a vuestra prisión fue un tanto extraña.

CARRANZA.-   ¿Por qué?

MARTÍN.-   Os había llamado la Princesa Gobernadora. Deliberadamente retrasabais el llegar a Valladolid. ¿Qué os movía, ilustrísima, a caminar tan despacio?

CARRANZA.-   El confesor en lo divino y el defensor en lo humano son los dos oficiantes de mayor nobleza que existen sobre la tierra y ante los dos se debe desnudar el alma. Así lo haré yo con la mía. Don Martín: tuve miedo.

MARTÍN.-   ¿De qué?

CARRANZA.-   De que pudieran tomarse medidas contra mí antes que volviese de Inglaterra nuestro Rey Felipe.

MARTÍN.-   ¿Pensabais que él os defendería?

CARRANZA.-   Sí.

MARTÍN.-   ¿Y de qué provenían vuestros temores? ¿Tenéis enemigos?

CARRANZA.-   El plural no importa demasiado, es el singular lo que cuenta. Tener un enemigo es a veces más grave que tener muchos.

MARTÍN.-   ¿Quién es el vuestro?

CARRANZA.-   Vos debéis saberlo.

MARTÍN.-   ¿El Inquisidor General?

CARRANZA.-   Justo, don Fernando de Valdés, Arzobispo de Sevilla.

MARTÍN.-   ¿Os consta su hostilidad?

CARRANZA.-   Esa es una palabra demasiado leve. Creedme, don Martín, me siento odiado por él y ese odio me inspiraba miedo. El odio -no lo olvidéis- es una de las palancas que mueven el mundo.

MARTÍN.-     (Sonríe.)  ¿Cuáles son las otras?

CARRANZA.-   El amor, naturalmente, y luego, la codicia y la vanidad.

MARTÍN.-   Pero, de todas formas, si estabais seguro de vos mismo, ¿por qué ese temor?

CARRANZA.-   Temo, también, esa rueda implacable y omnipotente de la Inquisición. Después de haber engrasado sus ejes tantos años, empavorecía al pensar que pudiera cogerme entre sus dientes.

MARTÍN.-   ¿A vos...? Con vuestro historial, con vuestra jerarquía...

CARRANZA.-   Sí, a pesar de eso.

MARTÍN.-   ¿Fue, pues, la sensación de miedo, no la de pecado, la que os movió a comportaros así?

CARRANZA.-   Exactamente, y creed que he de rebajarme no poco para reconocerlo.

MARTÍN.-   Me habéis hablado de vuestros enemigos, ¿quiénes son, en cambio, vuestros amigos?

CARRANZA.-   El primero, mi inocencia. El segundo, el Rey.

MARTÍN.-   ¿Os ha dado pruebas de serlo en estos dos años?

CARRANZA.-   No hasta hoy, pero siempre confío en que acabará dándomelas. Él conoce mi vida, me ha tenido a su lado mucho tiempo y me ha visto luchar contra la herejía como soldado que soy de la Iglesia y de Dios. Es imposible que me desampare.

MARTÍN.-   ¿Le habéis escrito?

CARRANZA.-   Dudo que le hayan entregado mis cartas.

MARTÍN.-   ¿Alguien le habló en favor vuestro?

CARRANZA.-   Si cuarenta años de convenir infieles necesitan de embajadores, estoy perdido.

MARTÍN.-   Yo lo seré.

CARRANZA.-   ¿Habéis vencido, entonces, vuestras dudas para aceptar mi defensa?

MARTÍN.-   Estamos destinados a hablarnos largamente. Si alguna me surgiese, os la consultaría.

CARRANZA.-   ¿Me hacéis el honor de ser mi letrado?

MARTÍN.-   Yo me honro con serlo del Arzobispo de Toledo.

CARRANZA.-   Gracias.

MARTÍN.-   Contad, pues, conmigo, en alma y vida. Todo mi tiempo, todo mi entusiasmo, están desde ahora a vuestro servicio. No ahorraré esfuerzos ni trabajos para que seáis absuelto.

CARRANZA.-   Dios os lo pague.

MARTÍN.-     (Se arrodilla y le besa el anillo.)  Él nos ayude, ilustrísima.

CARRANZA.-   Un momento, don Martín.  (Se acerca a la puerta del foro.)  ¡Lorenza!

 

(LORENZA aparece en el umbral.)

 

Es mi hermana, la viuda de Germán Lainez.

MARTÍN.-   Señora...

CARRANZA.-   Hoy es una mañana alegre. ¡Ya tengo quien me defienda!


 
 
CORTINAS
 
 


ArribaAbajoCuadro III

 

El INQUISIDOR se encuentra en primer término, delante de las cortinas, a la espera de alguien. Varios clérigos cruzan de derecha a izquierda, entre ellos FRAY JUAN DE LA REGLA. FRAY JUAN viste hábito de los jerónimos.

 

RAMÍREZ.-   Fray Juan, deseaba hablaros.

FRAY JUAN.-   Os escucho.

RAMÍREZ.-   El Santo Oficio ha interrumpido unos momentos sus deliberaciones. Os suplico que no os ausentéis.

FRAY JUAN.-   Tranquilizaos. Estaré aquí todo el tiempo que sea necesario.

RAMÍREZ.-   Antes de concluir la sesión de hoy se os llamará a declarar.

FRAY JUAN.-   ¿Sobre lo que me hablasteis anteriormente?

RAMÍREZ.-   Justo. Así, pues, avivad vuestros recuerdos.

FRAY JUAN.-   Si es solo sobre eso, a punto están.

RAMÍREZ.-   ¿Sobre qué otra cosa podría ser? ¿Coincidisteis en más de una ocasión con Fray Bartolomé?

FRAY JUAN.-   No, don Diego, solamente en una.

RAMÍREZ.-   Pues a esa es a la que habréis de referiros, y vuestras declaraciones, pienso yo, que tendrán tanto valor que sería lamentable que nos faltasen.

FRAY JUAN.-   Contad conmigo.

RAMÍREZ.-   Muchas gracias y hasta pronto.

FRAY JUAN.-   Hasta pronto, don Diego.

 

(RAMÍREZ hace mutis por la izquierda y FRAY JUAN por la derecha.)

 
 

(Se abren las cortinas.)

 
 

(La escena representa la sala de la Audiencia del Tribunal del Santo Oficio. Ocupando el sillón central, en la platea izquierda, está el Arzobispo de Santiago, DON GASPAR ZÚÑIGA Y AVELLANEDA. A ambos lados, el resto de los miembros del Tribunal. En el primer término izquierda, DON DIEGO RAMÍREZ. En el centro, FRAY BARTOLOMÉ CARRANZA, que viste hábito de dominico. En la derecha, frente a DON DIEGO RAMÍREZ, DON MARTÍN AZPILICUETA. Al comenzar la acción todos guardan silencio y permanecen en actitud meditativa. Tras una pausa brevísima, comienza el diálogo.)

 

ZÚÑIGA.-   Demos por terminada nuestra meditación. Prosiga el señor acusador enumerando los cargos que tiene anotados contra Fray Bartolomé Carranza.

RAMÍREZ.-   Fray Bartolomé ha dicho -y eso es luteranismo puro- que a la hora de su muerte quisiera tener junto a él un escribano que diese testimonio de cómo renunciaba a las buenas obras y a sus merecimientos y de cómo se contentaba con los de Jesucristo al que declaraba pagador de sus pecados.

CARRANZA.-   A la hora de mi muerte, cuando Dios sea servido llamarme a su seno, yo, que nunca he hablado como dice, temeré por la suerte de mi alma ya que tan pocas cosas y tan defectuosas he hecho en mi vida.

RAMÍREZ.-   Fray Bartolomé ha creído y afirmado que no se debe rezar a los santos el Padrenuestro y el Avemaría. Por haberlo él enseñado así, ciertas personas dejaron de hacer tales devociones.

MARTÍN.-   No es verdad. Fray Bartolomé ha dicho que la mejor forma de orar es la letanía común, que es la más antigua y aprobada de la Iglesia y que a los santos hay que rezarles las oraciones propias de cada uno de ellos, pero siempre ha afirmado que eran nuestros naturales intercesores cerca de Jesucristo y que a través de ellos podíamos impetrar su ayuda. Si algún espíritu pacato, interpretando mal sus palabras, prescindió de sus devociones habituales, cárguese en la cuenta de su beatería y no en la heterodoxia del acusado.

RAMÍREZ.-   De la letanía hablamos... Recuerde Fray Bartolomé si en sus tiempos de Trento no dijo que había que añadir a ella una advocación más: De los Concilios, libéranos Dómine...

CARRANZA.-     (Se ríe.)  ¡Y cuánto tengo que agradecer que entre tanta y tan severa reconvención se me dé alguna oportunidad de regocijo! Puede que sí, en efecto, pensando en cuanto supuso Trento de luchas, de fatigas y de trabajos, haya dicho alguna vez «De los Concilios, líbranos, Señor».

RAMÍREZ.-   ¡No es menester el uso del cilicio! ¿Tampoco Fray Bartolomé ha dicho nunca eso?

CARRANZA.-   Si queréis reprocharme que a lo largo de mi vida haya usado de él menos de lo necesario para el perdón de mis pecados y si de flojedad se me acusa, declararé que es cierto. Pero yo he respetado y alabado siempre a los que se servían de esos instrumentos para hacerse acreedores así a la bondad divina, y cuanto más ruin y débil fui, más admiración me inspiraron los que tantas lecciones me daban de entereza y estoicismo.

RAMÍREZ.-   Fray Bartolomé ha leído libros y escrituras de herejes.

MARTÍN.-   Tiene licencia de Su Santidad Paulo III para hacerlo así, y ha sido veinticinco años consultor de la Santa Inquisición y, como tal, ha examinado, en efecto, libros de todas clases.

CARRANZA.-   Pero su lectura no ha envenenado mi fe, sino que la ha fortalecido.

RAMÍREZ.-   Fray Bartolomé ha dialogado y mantenido comunicaciones por escrito con herejes, y debiendo denunciar alguno al Santo Oficio, lo calló y encubrió, de lo cual se han seguido grandes perjuicios para la religión cristiana.

CARRANZA.-   Tan malo y falso es lo que se afirma, como Judas fue malo. Tengo algo más de sesenta años, tomé a los diecisiete el hábito de San Francisco en el Monasterio de Venalac, y desde entonces nunca he conocido hereje al que encubriera. Aquí en España y fuera de ella, en Inglaterra y en Flandes y en todas partes he procedido siempre como un incansable perseguidor de los herejes, con tanto ardimiento como el que más lo haya tenido de cuantos me escuchan y mi historial no cede por ello al de ninguno de mis jueces.

 

(Grandes rumores.)

 

ZÚÑIGA.-   Sea humilde, Fray Bartolomé, y vea lo peregrino que resultaría que quisiera invertir los términos y convertirse de acusado en acusador.

RAMÍREZ.-   ¿Cuál ha sido su consecuencia? La contaminación. Fray Bartolomé se ha contaminado de herejía. A causa de ello, ha explicado las opiniones luteranas con mucha mayor minuciosidad y detalle que el puesto en refutarlas. Cuando se invierte en exponer el mal largas horas y solo cinco breves minutos en destruirlo, es evidente que se actúa como abogado del error y no de la verdad.

MARTÍN.-   Todo para su señoría es problema de duración y de peso. ¡Prosaica medida la que aplica a las cosas del espíritu...!

RAMÍREZ.-   Fray Bartolomé escribió un libro de Comentarios sobre el Catecismo cristiano. Lo publicó en Amberes, en 1558, y está lleno de proposiciones heréticas, malsonantes, erróneas y temerarias.

MARTÍN.-   Vengo observando en el señor Fiscal cierta afición, de una parte, a la frondosidad, y de otra, al énfasis, a mi entender, contraproducentes.

CARRANZA.-   El señor acusador se equivoca. Son muchos los teólogos y prelados que piensan de distinta forma, y cuando mi Catecismo fue sometido a la calificación del Concilio de Trento, resultó aprobado por diez votos de mayoría.

RAMÍREZ.-   Solo tres eran de españoles. Los demás no sabían el castellano y así triunfaron los manejos de los amigos de Fray Bartolomé.

MARTÍN.-   ¡Protesto de que en el Tribunal de la Santa Inquisición se pongan en entredicho las definiciones del Concilio de Trento!

RAMÍREZ.-   ¿Se atrevería a afirmar Fray Bartolomé que la lectura de su Catecismo no resulta dañina para la gente común?

CARRANZA.-   Yo confieso que tal vez al declarar los errores de los herejes pude haber cometido alguna imprudencia, como el que predica contra ciertos pecados en parte donde no estén muy extendidos. Ojalá haga Dios que en España sean todos tan inocentes que les sepan a nuevas esas herejías.

RAMÍREZ.-   Para el acusado, todas las imputaciones son falsas. Y, sin embargo, muchísimos testigos y muy abundantes documentos dejan en mal lugar sus afirmaciones. ¿Cree Fray Bartolomé que fueron sacados de la nada?

CARRANZA.-   Creo que he sido víctima de un ambiente deliberadamente deformado y contrario a mí, y sobre todo, de una altísima voluntad enemiga mía.

ZÚÑIGA.-   Cuide Fray Bartolomé de sus palabras.

CARRANZA.-   No tengo por qué recatarme de ellas, puesto que soy reo y me defiendo. Sépase bien claro: denuncio a don Fernando de Valdés, Arzobispo de Sevilla e Inquisidor General.

ZÚÑIGA.-   Prohíbo a Fray Bartolomé...

CARRANZA.-   ¡Deberéis oírme, estoy en mi derecho! Yo sostengo que sin la malquerencia de don Fernando de Valdés, no me encontraría hoy ante este Tribunal.

ZÚÑIGA.-   Toma Fray Bartolomé por malquerencia lo que no es, de parte del señor Inquisidor, otra cosa que celo en la defensa de la Iglesia.

CARRANZA.-   Sé perfectamente distinguir ambas cosas, ilustrísima. Sé muy bien cuándo el señor Arzobispo de Sevilla defiende la Iglesia y cuándo me ataca a mí.

RAMÍREZ.-   Son varias ya las personas que Fray Bartolomé proclama como enemigas suyas, a más de su ilustrísima el señor Inquisidor General. ¿No le entristece ni le inquieta haberse enajenado tantas voluntades?

CARRANZA.-   El mundo de las simpatías y de las antipatías es mucho más complicado que el de las mareas y el de los vientos. En todo caso, lo que aquí está en juego no es el problema de si poseo o no el don de la simpatía, y probablemente si yo debiese sentenciarme sobre ese punto lo haría en contra, sino el de saber si soy ortodoxo o heterodoxo, si tengo o no tengo fe, y sobre eso sé perfectamente qué pensar. Al señor Arzobispo de Sevilla se le conoce en estos reinos por hombre vindicativo.

RAMÍREZ.-   ¡Protesto, ilustrísima, de esas palabras!

ZÚÑIGA.-   ¡Fray Bartolomé!

CARRANZA.-   ... No hay más que quejas y clamores contra él desde que está en el Santo Oficio y por motivos análogos se le retiró la Presidencia del Consejo Real.

ZÚÑIGA.-   Fray Bartolomé: este Tribunal no tiene por qué hacerse eco de sus rencores personales. Esos extremos fueron sin duda aducidos en el juicio de recusación contra el señor Inquisidor, pero ahora no nos interesan para nada.

CARRANZA.-   Yo he dicho que si estoy aquí es porque he tenido la enemistad de una altísima persona, y he dado su nombre.

RAMÍREZ.-   También lo atribuyó al ambiente general...

CARRANZA.-   Sí, pero ese es ya otro punto. España entera, ilustrísima, está erizada de sospechas y recelos: cada español es como un espía voluntario, exacerbado y enfermizo de la religión. Es difícil hablar de sus misterios ante cuatro o cinco personas sin que haya quien acuda al Santo Oficio, por si alguna de las frases que se dijeron fue herética. Parece España una fortaleza sitiada en la que todos temiesen dar a conocer al enemigo el santo y seña.

ZÚÑIGA.-   Y así es, Fray Bartolomé, tal y como lo habéis descrito. España es la ciudad de Dios, pero la rodean mil peligros y asechanzas; muchos asaltantes tratan precisamente de conocer el santo y seña para bajar el puente levadizo.

MARTÍN.-   Pero importa distinguir entre los leales y los traidores, entre los que quieren armar con armas nuevas a los soldados de Dios y los que pretenden desmoralizarlos. Y Fray Bartolomé no tiene nada que ver con estos últimos.

RAMÍREZ.-   Muy al contrario, es quizá, por su jerarquía, el más calificado de ellos.

ZÚÑIGA.-     (Ponderadamente.)  Mida bien sus palabras el señor Fiscal.

RAMÍREZ.-   ¡Fray Bartolomé estuvo en la cámara en que agonizaba nuestro Emperador Carlos V y turbó la paz de los últimos segundos de su vida con reflexiones y consideraciones heréticas!

 

(Intensos rumores.)

 

CARRANZA.-   ¡Falso, falso, falso!

MARTÍN.-   ¡Es falso, en efecto, lo que dice el señor Fiscal!

ZÚÑIGA.-   Silencio, señores, silencio.  (Transición.)  Ha pronunciado el señor acusador un nombre glorioso que a todos nos mueve a reverencia, pero que no puede ser traído a colación en balde, y yo le conmino a que nos diga en qué funda sus acusaciones.

RAMÍREZ.-   Solicito la presencia de un testigo.

ZÚÑIGA.-   Su señoría sabe que es norma de este Tribunal recibir las declaraciones que considere necesarias por escrito.

RAMÍREZ.-   Dada la condición de la persona cuya presencia requiero, tal vez pueda alterarse esa norma.

ZÚÑIGA.-   Dígame por escrito el nombre del testigo.

RAMÍREZ.-     (Escribe su nombre en un papel que por conducto de un familiar hace llegar hasta el Presidente.)  Aquí lo tiene su ilustrísima.

ZÚÑIGA.-    (Larga pausa.)  Llámese a comparecer al confesor de su Majestad Católica, el Emperador Carlos V, Fray Juan de la Regla.

 

(Un familiar sale para cumplimentar la orden.)

 

RAMÍREZ.-   ¿Cuál fue la relación que tuvo Fray Bartolomé con su Majestad el Emperador?

CARRANZA.-   Profesé un inmenso respeto hacia su persona y fui el último de sus súbditos. Le guardo el más devoto de los recuerdos, ya que me hizo objeto de innumerables predilecciones. A él le debo el haber ido al Concilio de Trento y el ofrecimiento de la mitra de Canarias, que yo rechacé por considerarme indigno de ella.

RAMÍREZ.-   Canarias... Tal vez la distancia a que se encuentran las islas quitase méritos a su renuncia.

CARRANZA.-   Le pedí que, a cambio, me mandase a predicar a las Indias.

RAMÍREZ.-   Bien, admitámoslo.  (Transición.)  Su Majestad le honró queriéndole nombrar confesor suyo.

CARRANZA.-   Eso me tendrá eternamente obligado a su memoria.

RAMÍREZ.-   ¿Queréis explicarnos qué os condujo a rechazar la dirección espiritual de alma de tanta alcurnia y nobleza?

CARRANZA.-   Me consideré indigno de tanta merced.

RAMÍREZ.-   ¿No sería acaso que, sincerándoos con vos mismo, os visteis con muy poca fe como católico para dirigir la conciencia del Emperador?

CARRANZA.-   No, créalo su señoría, créanlo los señores inquisidores: temblé ante la idea de aceptar tanta responsabilidad, de ser yo el que tuviese facultades bastantes, aunque fuese por delegación divina, para ver al César arrodillado sobre una esterilla mientras yo le oía blandamente sentado; de ser yo quien impusiera la penitencia, a aquel espíritu tan grande, por sus humanas flaquezas... Miedo, sí, de que alguna vez, entre la relación de sus pecados pudiera mezclarse alguna consulta sobre los negocios terrenos, en los que soy lego y de cuya resolución me alcanzase a mí, ante Dios, una parte de culpa por acción u omisión.

RAMÍREZ.-   Bien, vayamos directamente al episodio al que me he referido. Narraré al Santo Tribunal determinadas circunstancias de la muerte de Su Majestad Carlos V, ocurrida la madrugada del 21 de septiembre de 1558.

CARRANZA.-   ¿La presenció, tal vez, su señoría?

RAMÍREZ.-     (Desconcertado.)  No.

CARRANZA.-   Yo sí.

RAMÍREZ.-   He aquí, por fin, una afirmación del acusado con la que estoy conforme.

CARRANZA.-   ¿Me permitís, entonces, que sea yo quien ilustre al Tribunal de cómo transcurrieron aquellas últimas horas de la vida de nuestro César?

ZÚÑIGA.-   Hablad, Fray Bartolomé.

CARRANZA.-   Gracias, señor. Yo llegué a Yuste la mañana del día anterior al de su muerte, e inmediatamente fui al Monasterio, donde agonizaba. Su Majestad estaba en su juicio y conversé con él un rato. Después de comer, torné, y a eso de las ocho empezó a decaer. Pasada la medianoche mandó que se encendiesen las candelas que tenía benditas. Después, me pidió el crucifijo que yo llevaba en las manos y con el cual había muerto la Emperatriz, nuestra señora; lo tomó en las suyas y cuando se enflaquecieron sus fuerzas se lo volví a tomar yo y, mirándolo, expiró entre las dos y las tres, estando presentes y ayudándole algunos religiosos del Monasterio, el conde Oropesa y el Comendador Mayor de Alcántara, entre otros.  (Transición.)  ¿Es así, señor Fiscal?

RAMÍREZ.-   Así es.

CARRANZA.-   Mi sacerdocio me ha obligado a ver partir de esta vida a muchas personas de muy distinta calidad y hechura. Nunca podré olvidar, sin embargo, la emoción de la muerte ejemplar de aquel hombre que, después de haberlo sido todo sobre la tierra, había abdicado sus poderes para prepararse poco a poco a rendir cuentas a Dios del inmenso poder puesto en sus manos.

UNA VOZ.-     (Desde dentro.)  Fray Juan de la Regla.

ZÚÑIGA.-   Hágasele entrar.

 

(FRAY JUAN DE LA REGLA, al que acompaña el familiar que salió a buscarle, es un hombre de unos cuarenta a cincuenta años. FRAY JUAN DE LA REGLA hace una genuflexión ante la presidencia.)

 

Levantaos. ¿Sois vos Fray Juan de la Regla?

FRAY JUAN.-   Sí, ilustrísima.

ZÚÑIGA.-   Habéis sido citado para deponer como testigo en ciertos puntos relacionados con la muerte de nuestro Emperador Carlos V. ¿Asististeis a ella?

FRAY JUAN.-   Sí, ilustrísima.

ZÚÑIGA.-   Antes, pues, de que se inicie el interrogatorio, prestad el debido juramento.

FRAY JUAN.-   Dispuesto estoy, ilustrísima.

ZÚÑIGA.-   ¿Juráis ante Dios nuestro Señor contestar con verdad a todo aquello que os fuere preguntado?

FRAY JUAN.-   Sí, juro.

ZÚÑIGA.-   ¿Juráis decir cuanto sea necesario para el conocimiento completo de la verdad, sin ahorrar extremo ni detalle alguno aunque de ello os resulte daño, para el bien de nuestra religión y de la Santa Madre Iglesia?

FRAY JUAN.-   Sí, juro.

ZÚÑIGA.-   Que Dios nuestro Señor acepte en vuestro descargo la verdad de vuestras declaraciones y os exija estrecha cuenta si la alteraseis o falsearais.

 

(Todos los asistentes se han puesto en pie mientras se tomaba juramento a FRAY JUAN DE LA REGLA.)

 

Puede el señor Fiscal comenzar su interrogatorio.

RAMÍREZ.-   ¿Cuáles creen que eran, Fray Juan de la Regla, los sentimientos del Emperador hacia Fray Bartolomé?

FRAY JUAN.-   En alguna ocasión había puesto en duda su presunta santidad. No creo que experimentase por él especial afecto ni que se holgase mucho de verle a su lado.

RAMÍREZ.-   ¿Cuántas veces entró en la cámara en que agonizaba Su Majestad?

FRAY JUAN.-   La primera, apenas llegado, pero después regresó a las cuatro de la tarde y Su Majestad no le dio licencia para recibirle.

RAMÍREZ.-   Fray Bartolomé, sin embargo, volvió a entrar, ¿no es así?

FRAY JUAN.-   Sí, entró, puesto que Su Majestad se iba acercando a la muerte, pero sin pedir licencia a nadie, con todos los señores que habían venido con él.

RAMÍREZ.-   En aquel trance, Fray Bartolomé habló a Su Majestad. ¿Recordáis en qué términos?

FRAY JUAN.-   Fray Bartolomé dijo: «Vuestra Majestad tenga gran confianza, que ni hay pecado ni hubo pecado, que solo la Pasión de Jesucristo basta».

 

(Rumores.)

 

RAMÍREZ.-   ¿Qué más?

FRAY JUAN.-   «Señor, ya es hecho», y comenzó a declamar el De Profundis, por cierto, y no se me tome esto como un detalle sectario, con pésima voz, tanto que don Luis Quijada, que se encontraba allí, tuvo que rogarle que hablase más quedo, porque se angustiaba el Emperador.

RAMÍREZ.-   ¿Comentó algo Su Majestad?

FRAY JUAN.-   Sí. Cuando salieron todos, quedándonos yo solo con él, me preguntó: «¿No viste cómo dijo el Arzobispo "Ya es hecho"?».

ZÚÑIGA.-   ¿Qué alcance ha de dársele, a su entender, a esa frase?

FRAY JUAN.-   Era, evidentemente, una insistencia en su afirmación anterior. Quería decir: «Ya no hay pecado, todo ha sido perdonado».

RAMÍREZ.-   Ilustrísima: si el luteranismo contiene algún principio opuesto a nuestra Santa Fe, es precisamente el de la justificación. A los luteranos les bastan los sufrimientos de Cristo para que el hombre se salve; nuestras obras, buenas o malas, no cuentan. Repito: Fray Bartolomé cometió el gravísimo pecado de predicar en luterano mientras agonizaba el César. Yo no necesito preguntar más a Fray Juan de la Regla.

MARTÍN.-   Yo, sí, algunas cosas, con la venia de su ilustrísima.

ZÚÑIGA.-   El letrado la tiene.

MARTÍN.-   Ha dicho Fray Juan de la Regla que Fray Bartolomé volvió a las cuatro de la tarde y que Su Majestad no quiso recibirle de nuevo. ¿Es así?

FRAY JUAN.-   Así es.

MARTÍN.-   ¿Fue Fray Juan ajeno por completo a esa negativa?

FRAY JUAN.-   Por completo.

MARTÍN.-   El puesto de confesor de Su Majestad daba a Fray Juan grandes prerrogativas cerca de Su Majestad. La presencia del Arzobispo de Toledo, ¿no relegaba, sin embargo, a su confesor a un segundo término?

FRAY JUAN.-   Lugar había, y bien preciso, para cada uno en aquellos minutos agobiadores. El señor Arzobispo era la máxima jerarquía de la Iglesia. Yo era el ministro del Señor, simple enlace entre quien había sido el supremo dueño de la tierra y el supremo Dueño de los cielos.

MARTÍN.-   ¿Qué uso hicisteis, Fray Juan, de cuanto habíais oído a Fray Bartolomé?

FRAY JUAN.-   No entiendo bien. ¿A qué se refiere esa pregunta?

MARTÍN.-   ¿Consultasteis a alguna persona de autoridad si podíais divulgar las palabras del Arzobispo o, sin tomar esa medida de prudencia, os pusisteis a difundirlas por todo el Monasterio, escudriñando el efecto que producían a los demás frailes y sembrando en el claustro recelos desfavorables para el señor Arzobispo?

FRAY JUAN.-   Nada me obligaba a tenerlas secretas. Habían sido pronunciadas en una ocasión solemne y, por tanto, debían contar para la Historia. Yo no era el único que las había oído y con callarlas no evitaba que se propagasen. El Comendador Mayor de Alcántara, don Luis de Ávila y Zúñiga, las repitió por doquiera e inclusive se acercó a Fray Francisco de Villalba, predicador del César, para decirle: «No le habléis de otra cosa sino de la fe católica».

MARTÍN.-   ¿Entendéis, pues, que Fray Bartolomé no le habló en católico a Su Majestad?

FRAY JUAN.-    (Tras una larga pausa.)  Así es.

MARTÍN.-   Fray Bartolomé, a su ilustrísima le toca el esclarecimiento de esta acusación.

CARRANZA.-   Su Majestad el Emperador era en los últimos momentos de su vida un ser atribulado por la incertidumbre del más allá. Yo siempre he pensado que la misión de los religiosos al lado de los que agonizan tiene por fin primordial disminuir su angustia, confortarles el ánimo, apagar su terror, haciéndoles ver que sus cuentas están en orden y que no han de temer, al otro lado de la vida, encontrarse con un Dios implacable, sino con el Misericordioso del Perdón. ¿Qué pretendéis insinuar, Fray Juan de la Regla? ¿Cómo os atrevéis a acusarme de la forma que lo hacéis? Ya es grave cosa que me supongáis infeccionado de doctrinas luteranas, pero ¿cómo os imagináis que, aunque así fuese, yo iba a haberme prevalido de mi condición de Arzobispo para ir a predicárselas a uno de los hombres de la Cristiandad que más las ha combatido y en su lecho de muerte? No. Yo quise decirle, eso sí, que si el Emperador en su vida había hecho los negocios de Dios, Dios haría ahora el de su salvación y a aquella pavesa que era Carlos V en las primeras horas del veintiuno de septiembre pretendí infundirle la seguridad de que todos sus pecados le habían sido perdonados. El que, sea cual sea su condición, seglar, sacerdote o prelado, aumente el sufrimiento de la carne de los moribundos con el del espíritu, turbándolos, inquietándolos, robándoles la confianza en la Suprema Bondad, pecará siempre, y gravemente, contra la caridad cristiana. Es todo cuanto tenía que contestar a Fray Juan de la Regla.

MARTÍN.-   Algo he de añadir yo, si me lo permite su señoría. Ese que tenéis en prisión, acusado de hereje, es el mismo que durante mucho tiempo ha explicado, con una elocuencia sin rival, a Santo Tomás y las Sagradas Escrituras en el Colegio de San Gregorio, y cuyos conocimientos han deslumbrado a todos sus discípulos. Es el mismo que cuando el hambre y las plagas arrojaron sobre Castilla a muchas gentes de la montaña mendigó por la ciudad en favor de los pobres y de los enfermos; el mismo que predicó en el auto en que fue quemado Francisco de San Román y el que renunció a ser Obispo de Canarias cuando nuestro señor, Emperador Carlos V, de cuyas últimas horas hablábamos, le propuso que lo fuera. Él ha sido en Trento una de las voces más nobles de la Iglesia y obediente a las órdenes de nuestro rey Felipe II combatió en Inglaterra por la causa de la religión, con tanto celo, que más de una vez vio amenazada su vida; él fue quien mandó desterrar y quemar los huesos de la mujer de Pedro Vermigli, que profanaban la capilla de la catedral de Oxford, y él quien mereció el apodo del «Fraile Negro», que, en el fondo, le hacía sentirse orgulloso, porque le honraba. Añadiré que por tres veces se excusó al ser propuesto como Arzobispo de Toledo. Y a hombre de tanta piedad, de tan fogosa fe y tan humilde no se me ocurre que, en justicia, se le acuse de nada que vaya contra nuestra Religión o contra la Santa Madre Iglesia. Nada más, ilustrísima.

ZÚÑIGA.-   El Tribunal de la Santa Inquisición está, precisamente, para entender en todo esto.  (Transición.)  ¿El señor Fiscal considera necesario que Fray Juan de la Regla continúe presente?

RAMÍREZ.-   No, ilustrísima.

ZÚÑIGA.-     (Dirigiéndose a MARTÍN.)  ¿Y el señor Letrado?

MARTÍN.-   Tampoco, ilustrísima.

ZÚÑIGA.-   Podéis retiraros.

 

(FRAY JUAN DE LA REGLA repite la genuflexión de la entrada y hace mutis por la derecha, escoltado por el familiar del Santo Oficio, que regresa en seguida a ocupar su puesto.)

 

¿Os quedan muchos cargos todavía por formular, señor Fiscal?

RAMÍREZ.-   Permitidme examinar mis papeles.  (Mientras, en efecto, los examina, y son muy abundantes.) 

CARRANZA.-   Gracias, don Martín, pero vuelvo a sentir miedo.

MARTÍN.-   ¿De qué, ilustrísima?

CARRANZA.-   De este Tribunal, de las pasiones que lo rodean y lo mueven.

MARTÍN.-   En todo caso, ya sabéis que el Papa le ha facultado solo para instruir la causa, no para fallarla. Será Roma quien falle.

CARRANZA.-   Roma... Hay que hacer que vaya allí la causa lo antes posible, amigo mío.

MARTÍN.-   Lo intentaremos.

RAMÍREZ.-     (Concluyó su recuento.)  Ilustrísima: se han formulado unos diez cargos contra Fray Bartolomé y son, en total, treinta y uno.

ZÚÑIGA.-   Hay, pues, tarea por delante y está ya muy avanzada la tarde. Proseguiremos mañana. Recemos, entre tanto, para que Dios limpie de tinieblas nuestras mentes y nos demuestre a todos la verdad. Benedicamus Patrem et Filium cum Sancto Spiritu. Laudemus et super exaltemus eum in saecula.

TODOS.-   Agimus tibi gratia Omnipotens Deus pro universis beneficiis tuis qui vivis et regnas in saecula saeculorum. Amen.

 

(Se oye un Canto Gregoriano. El INQUISIDOR entra por el foro e invita a CARRANZA a que le siga. Abren la comitiva dos familiares. La cierra DON MARTÍN. Todos hacen mutis por el primer término izquierda, mientras, lentamente, cae el...)

 

 
 
TELÓN
 
 



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