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Eudoxia, hija de Belisario

Pedro Montengón





     [Nota preliminar: edición digital basada en la de Madrid, Antonio Sancha, 1793, y cotejada con la edición crítica de Guillermo Carnero: Pedro Montengón, Obras. Vol. II: Eudoxia, hija de Belisario. Selección de Odas (Alicante, Instituto Juan Gil Albert, 1990), cuyo extenso y riguroso aparato crítico debe ser consultado para la correcta valoración de la obra. Se da el texto modernizado.]





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Libro I

     Pocos hombres nos presenta la historia más célebres e ilustres que Belisario, general del Emperador Justiniano. Éste, después de haber recobrado por su medio muchos reinos y provincias en el Asia y África, con las victorias que obtuvo de Cosroes y de Gelimer, rey de los Vándalos, resolvió enviarlo a Italia contra Vitiges, rey de los Godos, que sacudido el yugo del Imperio aspiraba al entero dominio de la Italia.

     Belisario, disfrutada apenas la gloria del triunfo del rey Gelimer, que llevó cautivo a Constantinopla, partió con un pequeño ejército a la nueva conquista, desprendiéndose de los brazos de su esposa Antonina y de su hija Eudoxia, a quien amaba tiernamente, por única y por las excelentes prendas que la adornaban. La naturaleza no la dotó a ésta de particular hermosura, pero la suplían su gentileza y gracias, como la amable suavidad de su genio y modesto carácter, que la hacían sumamente agradable en su edad ya núbil.

     Su ilustre padre había sido su maestro desde su niñez, esmerándose en perfeccionar el talento de su hija con las luces y conocimientos de algunas ciencias, queriendo sacar en ella un particular modelo de educación. Éstas eran las miras de su paterno amor y su más gustosa ocupación siempre que el glorioso empleo de la milicia le permitía volver a descansar en el seno de su familia. Así le acontecía varias veces bajar del carro del triunfo y desprenderse de los brazos de la victoria para ir a entender en la instrucción de su Eudoxia, que mucho más que la gloria le tenía merecido su tierno afecto.

     En sus frecuentes y forzosas ausencias descansaba su paterno cariño en los esmeros de su esposa Antonina, matrona respetable por su nobleza y por la integridad de sus costumbres, aunque acompañada de cierta soberanía de genio que inclinaba a la altivez y a la severidad, preludios de la ambición y soberbia de que no estaba exenta su alma, engreída con las victorias y honores de su marido.

     No dejaba de conocer Belisario estos defectos, pero por comunes y casi connaturales al sexo y al estado de grandeza en que ella se hallaba, no le permitían a su prudencia afear lo que era ya imposible de corregir. Bien que temiendo que su hija Eudoxia contrajese aquellos mismos defectos con el ejemplo y trato de su madre, echó mano de una sabia y virtuosa mujer para que en su ausencia cuidase de su hija y la instruyese en la virtud. Llamábase Domitila, viuda de un oficial que murió en la última guerra de África peleando esforzadamente contra un escuadrón de Vándalos, que en la batalla aspiraban a quitar la vida a Belisario.

     Agradecido éste a la defensa y valor de Ancilio (que así se llamaba el oficial), ofreció su casa y bienes a Domitila, destinándola un rico dote caso que prefiriese otro estado a la amistad de su hija Eudoxia, que como hermana la encomendaba. Domitila, reconocida del mismo modo a la generosa oferta de Belisario y prendada del suave genio de Eudoxia, resolvió quedarse en su compañía. Así Eudoxia tuvo en ella una maestra de virtud, tanto más propia para enseñarla cuanto menos apariencia llevaba de ello, siendo considerada solamente como una amiga y compañera que la había dado su padre.

     No desmentía tampoco estos títulos la edad de Domitila, contando apenas cinco lustros. Era a más de esto de lindo rostro y de muy graciosa presencia, ennoblecida de singular modestia y recato, y de genio igualmente dócil que el de Eudoxia, pero formado ya a la virtud en que su marido Ancilio la había doctrinado. La temprana muerte de éste y el amor que la tenía contribuyeron para consolidar en el corazón de Domitila las virtuosas máximas que le había inspirado y para que ella las infundiese en el ánimo de Eudoxia con el motivo de estar casi siempre en compañía suya, consintiéndolo Antonina por el grande aprecio y concepto que desde luego le merecieron las respetables prendas de Domitila y sus excelentes calidades de recato, moderación y prudencia.

     Pasaba con ella Eudoxia suavemente sus más dichosos días, prestándose a los consejos que le insinuaba su amiga por vía de confidencial conversación y trato; con ella abría su pecho y no le ocultaba sus más íntimos afectos e inclinaciones, que Domitila fomentaba o reprendía según las circunstancias lo exigían. Se había ya insinuado el amor en su pecho y mantenía en él su inclinación, aunque inocente, a un joven noble llamado Maximio, con quien por razón de la inmediación de la casa y de la amistad de sus padres se entretenía en los tiernos años de su infancia, creciendo después con la edad el afecto que concibieron sus corazones en la niñez, especialmente después que Antonina vedó a Maximio la entrada en su casa, no por otro motivo que por querer desprenderse enteramente de la amistad y trato de sus padres.

     Eran éstos de una de las principales familias romanas que fueron a establecerse a Constantinopla cuando se trasladó a la Tracia, con tanto desacierto, el trono del Imperio. Pero el tiempo y la suerte, que acaban con las familias más ilustres, sin perdonar tampoco a sus haberes y grandeza, redujeron a estrechos límites la de los padres de Maximio, el cual llegó a experimentar en su pasión que la nobleza, sin el apoyo de los caudales, es un vano sonido que redunda en mayor confusión y abatimiento.

     Pero lejos de que la riqueza y gloria del padre de Eudoxia solicitasen al interés del afecto de Maximio, la amaba éste con pura y desinteresada pasión, aun después que llegó a conocer el motivo por que Antonina le negó la entrada en su casa, engreída con las gloriosas conquistas y honores de su marido.

     Cuesta tanto el conservar la moderación en el auge de la grandeza que no era de extrañar que Antonina, a pesar de sus inculpables costumbres, se dejase deslumbrar de los nuevos resplandores de la gloria, y que la vanidad y ambición la enajenasen poco a poco de la antigua amistad que tenía con los padres de Maximio, y que éste se viese privado del inocente trato con su amada Eudoxia. Mas en vez de entibiarse por ello sus inclinaciones, avivábalas al contrario la misma privación, con el motivo de poderse ver frecuentemente desde sus casas respectivas y darse pruebas de su constante afecto con los saludos y miradas de Maximio, y a las que ella no se mostraba esquiva, aunque a hurto de su madre Antonina.

     Antes que la razón y el entendimiento conozcan el mal, engendra éste sospechas de sí mismo aun en la conciencia ajena todavía de malicia. No por otro motivo se recataba la inocente Eudoxia que su madre la sorprendiese en las vistas con Maximio, teniéndola siempre oculta la inclinación que sentía, hasta que la combinación de ponerla Antonina en lance de descubrírsela, lo hizo ella con confesión ingenua antes que faltar a la verdad, y envilecer y empañar su bella alma con la bajeza de la mentira.

     Ocasión de ello fueron las cartas que acababa de recibir su madre, en las cuales le participaba Belisario su victoria y conquista de Rávena con la prisión del rey Vitiges y de su familia, y el casamiento que acababa de concertar entre su hija Eudoxia y Basílides, hijo del general Basílides, mozo de singulares prendas y valor con que se había distinguido en aquella conquista. Alegre Antonina por tan inesperadas nuevas, especialmente por la del casamiento de Eudoxia, resolvió comunicársela preparando su ánimo con algunos consejos, como solía, diciéndola así:

     «Hija mía, la modestia es la prenda más amable de una doncella, aun en cotejo de la hermosura.

     Ésta, no hay duda, alaga y solicita mucho más la pasión del hombre, pero aquélla se granjea su mayor estimación y aprecio. La pasión nace de los atractivos que la hacen amar aquello que la provoca, mas el aprecio y estimación que infunde el decoro de la modestia proceden del respeto que adora en la exterior compostura de un rostro la belleza interior del alma, a quien aquélla retrata.

     Aquella misma es también seguro indicio de la dulzura de genio y de la suavidad del carácter, a quienes sirve de alma, de la cual espera su mayor satisfacción y dicha en el casamiento el hombre que pretende poseerla. La hermosura es don accidental de la naturaleza, que entre pocas la reparte; pero la hermosura interior del alma la da la virtud sola a cualquiera que desea conseguirla.

     Conmigo ni contigo, Eudoxia, no anduvo ciertamente muy liberal la naturaleza de exterior belleza de rostro; sin embargo, el aprecio que mis padres procuraron infundirme al decoro exterior de la modestia me granjeó la preferencia de tu ilustre padre Belisario en cotejo de mayores hermosuras, según él mismo me dijo. Sólo este ejemplo pudiera ser bastante para persuadirte lo que te aconsejo; y si todas las doncellas dieran crédito a la hermosura de la virtud, y si sus padres las aficionasen a ella desde niñas, me persuado que ella sola fuera capaz de reformar en parte las estragadas costumbres y acrecentar el número de casamientos, haciéndolos más apetecibles y dichosos.

     Pueden los hombres mostrarse inclinados a la disolución, manifestar exteriormente desdén a la modestia que solicitan, mas no podrán sofocar al interior respeto y veneración que la engendra en sus corazones. Ella enfrena al atrevimiento que pretende avasallar nuestra flaqueza, ni nos dio otros medios más nobles la naturaleza para repeler sus atrevidas solicitaciones que la modesta virtud acompañada de la dulzura y animada al mismo tiempo de la severidad del recato, que da a una doncella la semejanza de deidad respetable, y ennobleciendo todas sus acciones puede reprimir en parte, con sólo su llanto, la altivez del genio del marido, si a alguna le llegó a tocar por mala suerte.

     Es, no hay duda, desgracia, y gran desgracia, un marido de genio áspero, extravagante y obstinado, mas si de algún modo se puede aliviar tal desventura, es con la fortaleza de la modestia y de la blanda conformidad con las combinaciones del destino; sin ella sólo agrazarnos nuestro infeliz estado en matrimonios cuyos sagrados lazos no se rompen con malos modos, ni se ablandan ni corrigen los duros genios a quienes estamos sujetas con demostraciones de resentimiento y enojo, ni la desesperación nos exime de su dominio.

     Toda descompostura exterior de ira y de venganza parece que desdice de nuestra complexión blanda y de los alicientes suaves de las gracias de nuestro sexo, a quien competen al contrario la dulzura del recato y la mansedumbre de la exterior modestia y compostura. Yo no ceso, Eudoxia, de encomendártelas, y puedo parecer en ello importuna. Pero si las madres, hija mía, no se esfuerzan en esto, difícilmente podrán prender tales máximas en el corazón de una doncella, a quien todo la distrae y aparta para conocerlas por sí misma. Aquellas que jamás las oigan de sus padres, y que inducidas de los malos ejemplos las miran con desdén y con menosprecio, piensan tal vez que con darse aires desvanecidos, desenvueltos y libres conquistarán más presto el afecto de aquellos que las galantean.

     Mas el hombre que manifiesta prenderse de aquella franqueza y desenvoltura, aunque llegue a cebarse en ella su pasión, quisiera, sin embargo, poder apreciar mucho más el recato y modestia que echa menos, y que es siempre la prenda más amable de la hermosura, y la que sólo consolida con el tiempo la constante estimación de los maridos. El hombre presto deja de amar la belleza que posee, mas las blandas y modestas calidades de la hermosura interior del alma fomentan de continuo el aprecio y se granjean la amigable confianza que rara vez padece quiebra. Muy al revés sucede en aquellas que, haciendo alarde vano de sus exteriores atractivos, como poniendo en venta su hermosura, se exponen a encontrar malos compradores y peores apreciadores, que las hacen arrepentir de su liviandad.

     Pero tengo, Eudoxia, el consuelo de conocer que son de más estos consejos para ti, bien que ahora más que nunca debo renovártelos, por cuanto tu ilustre padre tiene determinado darte un esposo digno de tu nacimiento luego que vuelva de su gloriosa expedición de Italia. Lo acabo de saber por carta que me envía desde Rávena, donde dice haber entrado victorioso del rey Vitiges y de su real familia. ¡Qué otro solemne triunfo se le espera a tu padre en Constantinopla! ¡Con qué nuevos honores premiará el Emperador esta victoria, que decide la conquista de toda la Italia!

     Mas, ¿cómo es, Eudoxia, que no echo de ver en ti ningún asomo de júbilo por tan gran noticia? Otras veces salías de ti misma y casi llorabas de gozo al oír las victorias de tu padre; pero ésta, aunque procuro ensalzarla, parece que nada te toca, antes bien noto en ti una repentina alteración y mudanza que empaña tu natural jovialidad y la hace casi inclinar a la tristeza... ¿Nada me respondes, Eudoxia? Ese tu silencio, ese tu rubor y afligido semblante, ¿qué significa? ¿Qué me quieres decir con eso? Habla y explícate con tu madre. ¿No eché de ver por ventura tu sorpresa cuando te dije que tu padre te tenía destinado marido? ¿Acaso te sientes no inclinada al casamiento?»

     «Si así lo determinó mi padre, respondió la modesta Eudoxia, nada tengo que decir; me casaré y obedeceré a sus determinaciones».

     «¿Te casarás sólo por obedecer a las determinaciones de tu padre? No, hija mía, no es esto lo que yo ni tu padre pretendemos de tu obediencia. Si el esposo que tu padre te destina no merece tu afecto y tu inclinación, de ningún modo violentaremos tu voluntad. La elección depende de nosotros, pero la aprobación queda reservada a tu albedrío. Sin éste, nada se resolverá. Deseamos tu dicha y tu contento, no el sacrificio de tu libertad en el casamiento. Sobran a tu padre riquezas y gloria para que ningún motivo de interés le induzca a sacrificar su amada hija.

     Háceseme por lo mismo mucho más extraña tu aflicción, ni acabo de comprehender tu respuesta, pues sin saber cuál sea el esposo que tu padre te destina manifiestas en tu misma resignación que no apruebas el casamiento. Señal que o no quieres casarte, o bien que de antemano empeñó a tu corazón el amor de algún otro sujeto. Si es así, quisiera, Eudoxia, merecer de ti esta espontánea confianza antes que exigirla. ¿A quién puedes manifestar con mayor satisfacción tu pecho que a tu madre, que te ama tanto? ¿Quién más que yo querrá dejarlo satisfecho, si se inclina a sujeto digno de la gloria adquirida de tu padre y de la grandeza de tu estado? ¿Es éste, según sospecho, el motivo de tu aflicción?»

     «Eso mismo es, madre mía. Amé y amo a...»

     «¿A quién? ¿A qué viene ese reparo de declararlo?»

     «A Maximio».

     «¡A Maximio, hijo de padres, aunque nobles, tan pobres en tu cotejo!... Mas, ¿cómo es que lo amas? ¿Sabes por ventura que corresponda él a tu amor y a tu inclinación?»

     «Me hace tan afectuosas demostraciones desde su casa siempre que me ve, que no me deja duda que está muy prendado de mí».

     «¿De cuándo acá te hace Maximio esas demostraciones?»

     «Sabéis, madre mía, que la inmediación de su casa y la antigua amistad de sus padres nos proporcionaron el que nos conociésemos desde niños y que nos llamásemos esposos por juego. Aunque ya crecido Maximio le vedasteis la entrada en nuestra casa, no impidió tal prohibición que creciese también el afecto que me profesa y el que yo le tengo».

     «¡Me pasas el alma, Eudoxia, con esa declaración! Jamás hubiera creído que la hija de Belisario se abatiera a poner sus ojos en el hijo de Septimio; y si no me prometiera de tu virtud que llegará a sofocar esa inclinación tan opuesta a la voluntad de tus padres, tendría motivo de un eterno dolor y pesadumbre».

     «No, madre mía, no tendréis motivo para ello. Desde ahora procuraré apagar un afecto contrario a vuestra declarada voluntad, que me es respetable. No veré más a Maximio. Borraré, si lo puedo, hasta su nombre de mi memoria».

     «¿Si lo puedes? Lo podrás sin duda si lo quieres. Ninguna cosa engaña más, Eudoxia, al corazón de una doncella, que el amor. Sus primeras impresiones son fuertes, no lo niego, ni se pueden borrar tan presto con la sola determinación de la voluntad. Mas ésta recaba suprimirlas con el tiempo, como me lo prometo de la tuya. No es esto, hija mía, pretender violentar tu elección. Antes bien, llevarla más allá del corto límite a que la ceñiste, y extenderla a objetos más dignos. Maximio no es el solo joven en el mundo que puede ser acreedor al afecto y a la inclinación de tu genio. Si te prendaste de él antes que de ningún otro fue solamente porque le conociste antes que a otro y porque fue el primero en solicitar tu corazón.

     Es éste el primer engaño del amor en las doncellas. Aficionadas al primer objeto que se les presenta, cegadas de sus cariñosas demostraciones, ya no saben ver ni conocer a otro; y si no tienen quien contenga su desacertada pasión, se arrojan en los brazos de su contraria suerte, sin indagar antes el estado y circunstancias de los que las pretenden, ni sus costumbres y carácter, que deben ser los preludios de una aceptada y juiciosa elección. A pesar de estos necesarios conocimientos, se padecen, Eudoxia, frecuentes y amargos engaños. Las prendas exteriores de un sujeto contribuyen, tal vez, para mantener el afecto en los casamientos. Mas si estas prendas no corresponden a las interiores del alma, sólo sirven para acrecentar los disgustos y pesares de las que se dejaron llevar de aquella falaz apariencia.

     Va bien que no sea contrahecho ni feo ni defectuoso el amante, y que sea antes apuesto y hermoso, si así lo quieres; pero a la larga, créeme, Eudoxia, vale más a las veces tener un marido no tan apuesto, aunque con honrados y virtuosos sentimientos, que otro lindo y bello pero de genio altanero, imperioso y disoluto. He aquí, hija mía, por qué la naturaleza, en primer lugar, luego la conveniencia y las leyes, dan a los padres el justo derecho y la autoridad, no de hacer servir la libertad y dependencia de las hijas a sus miras, intereses y caprichos, sino de alumbrarlas y de rectificar sus elecciones para que no yerren ni se engañen en ellas.

     La poca edad de las doncellas, la falta de luces y conocimiento del mundo y de sus engaños, el retiro y recato a que el decoro de su sexo las condena, no les permiten conocer lo que más importa en los casamientos. La sola vista es un pésimo juez en este particular. Por lo mismo conviene que los padres sean los jueces de la elección de sus hijas. Ni yo ni tu padre violentaremos jamás tu genio para que tomes por esposo un sujeto antes que otro. Éste es derecho de tu libertad. Bien sí, nos opondremos a que escojas al que menos te conviene. Éste es el derecho de nuestra autoridad para que no yerres en tu elección, poniendo los ojos en aquel que te puede hacer arrepentir de tu temprano afecto.

     Si no te agradare el primero que te proponemos, faltarás a la confianza que nos debes en no confesarlo ingenuamente. Habrá otros que podrán satisfacer a tu genio. Mas para esto importa que borres en tu pecho las primeras impresiones del amor, ya que tuviste la desgracia de recibirlas. Mientras éstas duraren, será difícil que te pueda contentar ninguno otro. Verdad es que la naturaleza, así como sujetó nuestro flaco sexo al más fuerte, así también nos hizo generalmente a las mujeres más fáciles en la elección del casamiento. Pero luego que el amor de un determinado sujeto preocupa el corazón de una doncella, hace tenaz presa en él, ni la deja libertad para aficionarse a otro, aunque por todos títulos preferible.

     Ved por qué suele ser tan dañoso y nocivo a las doncellas el que encubran a sus padres sus primeros amores y pasión, especialmente con sujetos que no conocen y a cuyas pretensiones pueden tener los padres justos motivos de oponerse. Entonces la doncella ya enamorada, que no puede ver cumplidos los deseos de su pasión, se rebela interiormente contra la sagrada autoridad de sus padres. Su forzada dependencia, impelida de su irritado afecto, la fuerza a prorumpir en llanto, quejas y denuestos contra su suerte y contra los que...

     Tiemblo Eudoxia, de acabar de proferir lo que pudiera hacer horrorizar tu oído y tu virtuoso y sumiso corazón. Por lo que pasa tal vez en él deducirás lo que quise decir. Tales son, hija mía, entre muchos otros, los efectos preciosos de los ocultos amores e inclinaciones de las doncellas, que por lo mismo no debieran dejarse avasallar de las primeras demostraciones de sus amantes, ni encubrir a sus padres sus declaraciones. Se hacen éstas sospechosas y suelen ser engañadas luego que toman secretos y desviados caminos.

     Muchos mozos se aficionan por sola veleidad; otros por desvanecimiento; no pocos con traidoras intenciones; los más por pasatiempo que se quieren tomar del incauto candor e inocente facilidad de las doncellas para jactarse de ello con sus conocidos y amigos.

     Siento, Eudoxia, no haber prevenido de antemano tu corazón con estas advertencias. Creía que el recomendarte tantas veces la modestia y recato bastase para precaver los fatales efectos que veo con dolor arraigados en tu corazón. Si me engañó mi confianza, tengo a lo menos el consuelo y la satisfacción que me causan tu confesión ingenua y la promesa que me acabas de hacer de que sufócaras en tu pecho la pasión que te inspiró Maximio. Para que lo consigas más facilmente contribuirá el conocimiento del uso que debes hacer de la modestia, y que hubiera yo debido advertirte antes. Espero sin embargo, hacerlo a tiempo todavía que te pueda servir su explicación.

     La modestia exterior es sólo un velo superficial y tal vez mentiroso si no dimana de la modestia interior del ánimo. Aquélla compone nuestros ojos y presencia, contiene nuestras acciones y ademanes dándoles cierta nobleza que realza las gracias y atractivo de nuestro sexo. Mas se envilece fácilmente si no la fortalece el interior recato. Éste se forma y nace del mayor o menor aprecio que hacemos de nuestro decoro, sostenido de cierta noble severidad, por decirlo así, que no desdice de la virtud, que antes bien se alimenta de ella, y con ella se fortalece para no rendirse a lo que no es honesto, y que por consiguiente pudiera abatir y ofuscar al pudor.

     Estos nobles sentimientos, trascendiendo a nuestro exterior, ponen en él por guardas al recato y miramiento, que rechazan y apartan todo lo que le puede ofender, así de palabra como de obra o demostración que nos pierda el respeto, o que haga que se nos pierda, o bien que nos induzca a veleidades y bajezas indignas del decoro y de la majestad que debe conservar en nosotras la virtud. Puedes inferir de aquí, hija mía, que faltaste al recato y modestia prestando tus ojos y tu afecto a las demostraciones livianas con que Maximio solicitó tu sencillo corazón. Así quedaste avasallada de ellas, hecha juguete vil de los ademanes de un joven que, siendo pobre, busca antes tu rico dote y herencia que tu persona y la hermosura que te falta.

     Quiero ceñir mis sospechas al solo interés de Maximio, sin ir a indagar las otras miras que puede tener en galantearte. No estando yo enterada de sus costumbres ni de su carácter no pretendo desengañar tu pasión a costa de la fama ajena. Basta lo dicho para que se te hagan sospechosas sus demostraciones. Tienes a más de esto luces y talento para apreciar algo más el honor y gloria de tu familia; y por último, no te falta virtud para recobrar la superioridad de tu decoro y recato, y para eximir tu corazón de los indignos lazos del amor, de cuyo triunfo, si se jactó tal vez Maximio, podrás hacerle arrepentir y humillarle con tu justo menosprecio».

     «No lo dudéis, madre mía. Maximio no avasallará más mi corazón; éste recobrará su señorío; quedo convencida de vuestros consejos y dispuesta a avasallar mi pasión. Qualquiera que sea el esposo que mi padre me destina, a él consagraré mi afecto y lo preferiré a Maximio».

     «Así me lo prometo, Eudoxia, de tu virtud. Y para que veas que quedo persuadida de ello, te diré ahora que el esposo que escogió tu padre lleva todas las ventajas a Maximio, así en gloria y nobleza como apostura y gentileza. Éste es Basílides, hijo del general Basílides, que manda el ejército en la Esclavonia.

     Tu padre puso los ojos en él no solamente por las nobles calidades que lo adornan, sino también porque, entre todos los jóvenes ilustres que siguen sus banderas, ninguno dio mayores pruebas de consejo y de esfuerzo en las armas que él. Tuvo él mismo gran parte en el rendimiento del rey Gelimer, refugiado en las serranías del monte Pappuas, después de la batalla en que tu padre derrotó su ejército. Veo, hija mía, cuántos motivos tienes para olvidar a Maximio y para consolarte con la elección que hizo tu padre de tan digno esposo».

     «Ninguno de todos esos títulos prepondera tanto en mi corazón cuanto el de haber sido elegido de mi padre para consorte mío. Éste solo hará que lo estime y aprecie como debo».

     «No lo dudo, Eudoxia. Acabas con esto de restituir a mi pecho toda la complacencia y gozo que me acibaraste con tu declaración».

     Así procuraba Antonina destruir del corazón de Eudoxia su concebida pasión. No contenta con esto, pensó en dar quejas a los padres de Maximio por el atrevimiento de éste en solicitar el afecto de su hija Eudoxia, para que lo reprendiesen y le vedasen galantearla en adelante. Ocurriéndole después que los padres mismos de Maximio pudieran tener interés y parte en su galanteo, y que en vez de reprenderle recibirían acaso su instancia con desdén, resolvió hacer llamar al mismo Maximio y hablarle de por sí, de modo que pudiera estar segura de la corrección, atemorizándole con su autoridad y amenazas a fin que desistiera de su empeño.

     Hízole, pues, llamar por uno de sus esclavos principales. La novedad de este extraordinario e impensado llamamiento suscitó en el amoroso pecho del mancebo un tumulto repentino de esperanzas, de lisonjas y temores, sin poder atinar en el motivo y fin para que era llamado. El amor hacía preponderar en su corazón la lisonja de que Antonina lo llamaba para darle por esposa a Eudoxia, en fuerza de la declaración que hubiera podido hacerle la misma del afecto e inclinación que le profesaba. Mas el dudoso júbilo que le daba esta ocurrencia no podía levantar cabeza entre los recelos que lo contenían, haciendo el cotejo de su pobre estado con el rico y opulento de Eudoxia.

     Sin embargo, agitado de mil encontrados afectos, entra palpitando en el templo de su adorada deidad y se presenta a Antonina, que lo recibió sin altivez pero con tan majestuosa seriedad que el consternado joven llegó a leer en su rostro lo que quería ella decirle. Antonina, a fin de empeñar más el ánimo del mozo en la atención y condescendencia de lo que deseaba, se comidió con él, haciéndole sentar, aunque en asiento un poco distante del que ella ocupaba, y le habló de esta manera:

     «No deberá pareceros extraño, Maximio, el aviso que os hice pasar, si ponéis los ojos en vuestra conciencia. En ella habréis leído tal vez el motivo que tuve para ello, y que por su entidad merece que os haya incomodado. Sufrid, pues, el oírme por pocos momentos. Os quiero ahorrar el rubor de una confesión que no os pido, porque no la necesito. Estoy sobrado segura e informada de vuestra pasión a mi hija Eudoxia para perder el tiempo en oír fingidas excusas y vanas protestas. No podréis negar las demostraciones pueriles y atrevidas con que vais solicitando el inocente corazón de mi hija.

     Esto sólo merecía que yo lo tomase de otra suerte, y que diese agrias quejas a vuestros padres por vuestra poco decorosa indiscreción. Atendiendo, no obstante, a que todo procede de liviandades antes que de esperanza o persuasión de que podáis obtener algún día a la que os es por todos títulos tan superior, resolví deciros en confianza mi sentir, para que en adelante desistáis de vuestras ridículas pretensiones.

     Vuestra edad, no madura todavía, no os habrá dejado advertir el agravio que hacéis a una familia ilustre, ahora sean sinceras vuestras intenciones, ahora falsas y engañosas. De cualquier modo agraviáis a los padres de una doncella que no os compete; abusáis del recato y candor de la misma; pervertís (tal es a lo menos vuestra pretensión) sus virtuosos sentimientos, así acerca de la dependencia y sumisión que debe a sus padres como también de todas las otras obligaciones de su estado; enajenáis a más de esto su corazón, con fin de granjearos su solicitado afecto; sois causa de que, en caso que se le proporcione un partido digno, se halle descontenta o bien que se disguste de él, u de que viva inquieta y desasosegada en su retiro; conturbáis los más dulces años de su vida, y no queda por vuestra parte el que no se empañe la pureza y candor de su inocencia.

     Si bien consideráis estos dañosos efectos que os hice advertir, echaréis de ver que, aunque deban reputarse delitos morales, pueden también ser adjudicados al fuero de la justicia, y entender ésta en castigarlos como merecen. Pero espero que me ahorraréis este paso, y que bastará el haberos prevenido sobre mi justo resentimiento y disgusto para que desistáis de una loca pretensión que debiera merecer antes mi desprecio que la formalidad con que la tomo; mas lo hago así en atención sólo de vuestros padres. Y para que acabéis de desengañaros, si por ventura os queda alguna lisonja acerca de mi hija Eudoxia, sabed que está ya prometida a otro, y que nada os queda que ver con ella».

     «¡Oh, infeliz de mí...!», exclamó entonces Maximio, sacándolo de su turbación y enajenamiento las últimas palabras de Antonina sobre el casamiento de Eudoxia, que hirieron vivamente su corazón. Antonina, viendo que Maximio acompañó la exclamación con un violento ademán, revistiéndose de severidad le dijo:

     «No es éste lugar, Maximio, para necios lamentos. Os hice llamar para haceros saber mi justa indignación, no para que la provoquéis con indignas exclamaciones. Estáis ya enterado de mi voluntad, no os queda ya qué hacer aquí».

     «¡Ah, perdonad un involuntario desahogo de mi fiero dolor!, dijo Maximio. Dejasteis sobrado humillado mi ánimo para que me quede valor de ofenderos con un ademán inocente, a que me forzó la pasión que me devora.

     A pesar de un sincero afecto ultrajado por vos, veneraré la tierna intimación de la ilustre madre de Eudoxia. Permitidme solamente que os diga que el hijo de Septimio no sabe ver en su amor, aunque desdichado, todos esos delitos que realzáis. Mi pobreza es mi mayor delito. Éste solo agrava los demás, lo veo. Los miraré sin embargo como tales, puesto que así lo quiere mi cruel destino. Vais a quedar satisfecha. Evitaré la vista de Eudoxia si así lo queréis; mas no será posible borrar su memoria de mi mente, ni que deje de quedarle mi amor para siempre consagrado, aunque otro... ¡Oh, suerte cruel la mía...!»

     El llanto en que prorumpió no le dejó acabar. Mas Antonina, aunque conmovida, se esforzó en decirle con tono imperioso:

     «Ya os dije, Maximio, que no es éste lugar de exclamaciones impertinentes. Id a desahogar a otro lugar vuestra indiscreta pasión».

     Maximio, queriendo obedecer a la severa instancia de Antonina para que se fuese, se levantó del asiento. Mas no resistiendo su pecho a la fuerte impresión del dolor por perder para siempre a su Eudoxia, dijo:

     «Os obedeciera si no faltase a mis ojos la luz del día y no falleciesen mis pasos. Mandad socorrerme... ¡Oh, Eudoxia! ¡Oh, eterno amor mío!...»

     Dicho esto, cae sin sentido en el mismo asiento de donde se acababa de levantar para partir. Antonina, consternada a tal vista, comenzó a dar voces para que acudiese gente a socorrer al caído. Eudoxia, oyendo los gritos de su madre, acude asustada a su llamamiento con dos esclavas que estaban con ella, bien ajena de encontrar a su infeliz amante en aquel estado deplorable y en la estancia de su madre. Su tierno corazón, preocupado del sobresalto que le infundieron las voces, no pudo resistir a la fuerte y repentina impresión que la hizo la sorpresa de ver allí a su amante con aspecto moribundo, tendido en la silla como si de hecho hubiera muerto, pendiéndole un brazo fuera del que tenía el asiento, y su cabeza caída sobre él.

     Avivándole a tal vista el amor las más funestas y tristes ideas, sacadas del discurso que poco antes la hizo su madre contra su amor a Maximio, oprimió de tal modo su ánimo que, perdidas las fuerzas, la obligara a dar consigo en el suelo si las esclavas que venían con ella y la misma Antonina, advirtiendo su desfallecimiento en la sofocación de sus sollozos, no acudieran de pronto a sostenerla con sus brazos, en que quedó desmayada. ¡Oh, Eudoxia! No ha muerto, no, tu fiel Maximio. Él servirá de premio a tu virtud. La suerte, que se ríe y burla de todas esas ideales grandezas y honores de la vana opinión, y, que las da y quita a su antojo, te lo destina por esposo. Él será el mayor y más fuerte amparo de aquella misma que ahora le arroja de sí con desdén y con menosprecio.

     El repentino accidente de Eudoxia hubiera causado otro igual a su madre Antonina si, resentida ésta contra Maximio y alterada por la llegada de Eudoxia en aquellas circunstancias, no sintiera disminuida la compasión y ternura en el desfallecimiento de su hija, quedándole presencia de ánimo para mandar a las esclavas que llevasen a Eudoxia a su estancia, a donde la siguió luego que dio orden a los esclavos para que atendiesen a socorrer a Maximio y lo acompañasen a su casa.

     Pudo éste recobrarse antes que Eudoxia, y luego que se sintió con fuerzas, sin querer que lo acompañasen ni ver a Antonina, se encaminó a su vecina casa, procurando encubrir el suceso a sus padres, a quienes tenía contrarios en su desgraciada pasión, desdeñando ellos el parentesco de Antonina por lo mismo que ésta desdeñaba el suyo. La opinión de la propia nobleza no pierde su altivez aunque reducida a pobre estado, mirando desde él con cierto desdén las ajenas riquezas que le faltan y cuya ostentación y fasto la humillan. De aquí procedía la contradicción de Septimio y de Dantila, padres de Maximio, al amor que éste tenía a Eudoxia. Tales son las necias puerilidades de los desvanecidos mortales.

     Pero el sincero y puro amor, más sublime que todas aquellas vanas etiquetas, no hace distinción sino de la sublimidad de los corazones. A ella había levantado los de Eudoxia y Maximio, víctimas de la oposición de sus padres. Pero Maximio, cuyo genio intrépido, irritado de su pasión, no sufría ni los consejos de sus padres ni temía sus amenazas, no reconociéndose en igual obligación a la que imponían a Eudoxia su sexo, su estado y su virtud, sentía mucho más que ella el peso de su desventura, y se abandonaba en su dolor a todos los excesos de su desesperación y resentimiento.

     Qué hubiera sido si su desmayo ante Antonina le hubiera permitido ver a su amada Eudoxia privada por su causa de sentido en los brazos de sus esclavas, si hubiese podido oír los gemidos y dolorosas expresiones en que prorumpió, apenas recobrada de su fallecimiento, diciendo a su madre presente, que se esmeraba en aliviarla:

     «¡Oh, madre mía! ¿Qué sucedió a Maximio? ¡Él murió sin duda! ¡Quiso venir a espirar a mis ojos para que fuese yo testigo de su desventura!»

     La madre, que con el restablecimiento de Eudoxia acabó de recobrarse del susto de su desmayo, oyendo las expresiones de Eudoxia, que indicaban conservarle toda su pasión, la dijo algo seria:

     «¿Son ésas, Eudoxia, las promesas que me hicisteis de olvidar para siempre a Maximio?»

     «Oh, mi amada madre, perdonad la indiscreción de mi enajenado sentimiento! No sé lo que me digo. No nombraré más a Maximio. Procuraré sofocar el dolor mismo que me privó de sentidos».

     «Sosiégate, pues, hija mía. Experimentas en ti los funestos efectos de un inconsiderado amor».

     «No han sido efectos del amor, sino del susto que me dio el verle muerto».

     «Mal te lo parece, Eudoxia. Si de antemano no hubieras rendido tu pecho al indigno amor que todavía queda arraigado en él, a pesar de los esfuerzos de tu virtud, no hubieras padecido ese accidente que me dio no poco que sentir. Mas ya que te hallas recobrada, no se hable más de la materia. Acaba pues de tranquilizarte».

     Dicho esto, fue a saber el estado en que se encontraba Maximio, que dejó encomendado a los esclavos. Informada por éstos que acababa de partir, abrió su pecho a la entera complacencia y satisfacción que probaba por verse libre de aquel accidente y de los embarazos en que la puso el temor de que tuviera peores consecuencias el desmayo de Maximio. Creció luego su contento con el honorífico mensaje que recibió aquel mismo día de parte del Emperador, por medio de dos principales cortesanos que fueron a darle los parabienes por la victoria de su marido Belisario obtenida del rey Vitiges, y por la toma de la ciudad de Rávena.

     Sabía ya Antonina la noticia por las cartas de Belisario en que le participaba también el tratado casamiento de Eudoxia con Basílides. Tuvo, sin embargo, motivo de mayor alborozo y satisfacción con la honra que el Emperador le hacía, y luego con el júbilo a que se entregó el pueblo de Constantinopla, celebrando con entusiasmo la nueva victoria de Belisario cuando se divulgó la noticia por la ciudad.

     Era sobre manera grande el concepto que se ganó Belisario de todos los griegos, así por sus continuas y rápidas victorias como por su singular humanidad, que hacía mucho más admirable su gloria, viéndole de vuelta de sus ilustres conquistas ir sin vestidos de distinción, tratar igualmente los grandes que los plebeyos, parándose a ser juez de las diferencias que entre éstos nacían en los juegos y divertimientos públicos si accidentalmente daba con ellos, y entreteniéndose con los mismos menesterosos al tiempo que generosamente los socorría. Belisario era la continua materia de los discursos hasta en las remotas partes del Imperio. Dábanle los nombres más ilustres, las más sublimes alabanzas, que se oían celebradas con cantos en las ciudades y en las aldeas, aliviando con ellos en los campos los labradores su trabajo y fatigas.

     Pero la nueva victoria obtenida de Vitiges parecía haber sacado fuera de sí al pueblo de Constantinopla. Viéronse todas las casas iluminadas; comparecieron con ingeniosos adornos todas las oficinas y talleres; presentaban muchas calles varios arcos de triunfo, formados del mismo pueblo. Se admiraban representadas en otros parajes las victorias conseguidas de Cosroes, de Gelimer y de sus generales. Los conquistados reinos y provincias del Asia, África, Sicilia e Italia. La defensa de Roma, en que lo sitió Vitiges con más de cien mil combatientes, derrotando Belisario con poca gente ejército tan numeroso y obligando al mismo rey a refugiarse en Rávena donde lo hizo prisionero, con que acabó de destruir la dominación de los Godos en Italia.

     Iba el pueblo de tropel por las calles repitiendo a gritos el nombre de Belisario; llevaba sus estatuas coronadas de laureles, acompañándolas con sones y cantares, excediéndose en sus demostraciones delante de la casa del mismo Belisario, adornando los linteles de las puertas con festones de triunfo celebrando sus hazañas, llamándolo el mayor ornamento y gloria del Imperio y su principal sustento y defensa, y uniendo a su nombre el de Antonina y Eudoxia, que tenían la dicha de ser su mujer e hija. Disfrutaba Antonina estos honores tan apetecibles a su ambición abriendo de par en par su corazón a aquellos loores con que desahogaba el pueblo su exaltado afecto y la veneración que profesaba a Belisario. ¡Cuán ajena estaba entonces ella de pensar que todos aquellos honores y gloria, que parecían haber de durar eternamente, tan presto y tan impensadamente se hubiesen de desvanecer, y que el hombre más ilustre del Imperio se había de ver derribado desde tan excelso asiento en el estado más abatido y miserable de la tierra!

     Maximio entretanto, rabioso y desesperado por el fiero discurso de Antonina, se abandonaba a los excesos de su pasión y dolor, llamando la muerte en su retiro para que viniese a poner fin a sus males y desventura. Maldecía su suerte y su pobreza; culpábase a sí mismo por no haber abrazado con tiempo la milicia, que le hubiera podido llevar a merecer con alguna proeza a su amada Eudoxia, o bien la muerte en la batalla, que acabara de una vez con su vida miserable. El amor lo hacía valiente y esforzado.

     Luego, ocurriéndole vivamente el dicho de Antonina de estar Eudoxia prometida a otro, le parecía sobrado largo plazo a su amoroso resentimiento el ir a buscar la muerte a manos de los enemigos, debiendo valerse de las suyas para conseguirlo antes que llegase el funesto día de ver a Eudoxia en posesión ajena. Irritada su fantasía de estas especies, lo inducía a buscar un cuchillo o a servirse de un lazo para hacer violencia a su vida. Contenta acaso su terca desesperación a vista del cuchillo que se le presentó, iba a echar mano de él para poner en ejecución sus furiosos intentos, cuando al tiempo de dar impulso al golpe lo sorprende y contiene la grita del pueblo que llegaba celebrando las hazañas de Belisario ante su misma casa.

     Ignorando Maximio el motivo de aquella repentina vocería, que le pareció de tumulto semejante al que poco tiempo antes había casi despoblado la ciudad, acude sobresaltado a satisfacer su agitada curiosidad. Viendo lo que era, aunque se sosegó su agitación quiso volver a ejecutar sus furiosos designios. Pero la tregua que le puso el pasado sobresalto le hizo también ver la locura de las pretensiones de su amor en aspirar a la posesión de aquella que le era tan superior; y los cantares del pueblo lo obligaron a detenerse para ver si entre los elogios que daba también a Eudoxia apuntaba algo de su tratado casamiento, porque siendo éste el motivo de mayor consideración para un amante, esperaba que el pueblo no lo ignoraría ni lo pasaría en silencio.

     No oyendo nada de esto, cobraron nuevo aliento sus temores y recelos, sugiriéndole el amor que tal vez Antonina le había supuesto el casamiento de Eudoxia sólo a fin de hacerle desistir de su apasionado empeño, pues nada la obligaba a hacerle esta confesión, aunque fuese verdadero el casamiento, y no fingido como lo comenzaba a sospechar. No pudiendo descansar su corazón sobre estas dudas y sucediendo nuevas esperanzas a su desvanecida desesperación, le ocurrió que podría darle alguna luz sobre ello un amigo suyo, hijo de uno de los principales señores de la corte, a quien le tenía confiados sus amores. Determinado a esto, sale de casa en busca de su amigo, pasando con dificultad por entre el pueblo que todavía celebraba en la calle las hazañas de Belisario.

     Luego que cesaron sus demostraciones y honras, que tanto llenaron el corazón de Antonina y aliviaron en parte el de Eudoxia, volvió ésta a su retiro, donde acabó de desahogar la aflicción de su pecho comunicando a su amiga Domitila todo lo que le había pasado con la vista de Maximio y el discurso que la hizo su madre sobre su pasión, a que añadió la promesa que le había hecho de no pensar más en Maximio y de sofocar enteramente el afecto que le tenía, rogando a su amiga le diese algunos consejos para conseguirlo.

     Domitila, después de haberla oído, la dijo:

     «Eso, hija mía, no se alcanza con solos los consejos y deseos, o se consigue tarde y difícilmente, y yo quisiera veros presto sosegada y contenta. El amor es la pasión más viva que nos infundió la naturaleza. Nuestro sexo, como más blando y fácil, está sujeto a sus más fuertes impresiones, que se hacen más sensibles según las contrariedades que experimentan, y a las veces son funestas al ánimo que las padece si, como os dije en otras ocasiones, no fortalece nuestros afectos la virtud. De ésta depende, Eudoxia, el sosiego de nuestro corazón. Ella es el bien mayor del ánimo y la más eficaz medicina de sus penas y disgustos. Los que acabáis de probar os deben ser motivo para exercitaros más en la moderación, que es aquel sentimiento y afecto del ánimo que vela sobre todas las siniestras inclinaciones y deseos, a quienes no deja pasar los límites de la decencia y conveniencia que nos debemos a nosotros mismos y a todos los demás.

     Ella ciñe con fortaleza todos nuestros anhelos a los límites del estado en que la suerte nos coloca: si pobre, para llevar con magnanimidad la falta de las riquezas y de las comodidades; si rico, para no dejarnos engreír de ellas y de la ufana satisfacción y confianza que las mismas infunden. Ella nos aconseja a no desear con ansia ni con solicitud lo que no podemos alcanzar, ora sea el objeto que amamos, ora el estado superior en que vemos levantados a otros. Ella refrena las solicitudes y afanes que solemos padecer por lucir, por parecer ricas y hermosas, y los limita a una aseada decencia y compostura.

     Verdad es que las pasiones nos prometen mayor satisfacción y complacencia en las galas, en las ricas preseas, en los honores, en los divertimientos públicos y particulares y en los galanteos. Casi todas las mujeres nos dejamos llevar y seducir de estas falsas lisonjas, porque no nos enseñaron a ejercitar la moderación; pero de hecho experimentamos todas que donde nos lisonjeábamos encontrar nuestra dicha y consuelo sólo probamos mayores cuidados, disgustos y pesadumbres. Esto mismo sucede en los anhelos de una amorosa pasión, como lo experimentáis en la vuestra por sola la oposición que encuentra en la autoridad de vuestra madre. ¿Qué fuera si pudiéndola satisfacer probarais con el tiempo los fatales efectos que tuviera tal vez vuestro casamiento con Maximio?»

     No dejó pasar adelante a Domitila en su discurso comenzado la llegada de Antonina, que recibido el honroso mensaje que la enviaba el Emperador sobre la victoria obtenida de Belisario fue inmediatamente a dar orden a Eudoxia para que se compusiese y adornase para ir con ella a palacio. Era costumbre que las damas honradas con semejantes demostraciones del Emperador fuesen a agradecérselas en persona. Antonina, ambiciosa de tales honores, se afanaba en sacar las joyas y adornos más ricos para su tocado y prendido, y también para el de Eudoxia.

     Como no había entonces ningún particular más rico ni opulento que Belisario, por las riquezas y preseas que adquirió con las victorias de Cosroes y de Gelimer, no había tampoco ninguna dama que pudiese igualar a Antonina en las joyas de un valor inestimable que poseía. Ni pudo resistir a la tentación de hacer alarde en aquel lance de todas ellas a los ojos de la corte, a la cual se había de presentar. Parte de aquellos preciosos joyeles envió a Eudoxia para que se los pusiese, y parte reservó para sí.

     Domitila, que estaba con Eudoxia y que ayudaba también a su atavío, reparando en el aire triste con que ella se dejaba engalanar de las esclavas, la dijo:

     «Parece, Eudoxia, que no os dejáis vestir de buena gana. Me movéis la curiosidad de saber si ese dejamiento que manifestáis procede en vos de la contrastada inclinación a Maximio, o bien de repugnancia que sentís a la molestia del prendido».

     «No sé decirlo, Domitila. A un pecho afligido y en disgusto suelen sentar mal las más ricas joyas. Por otra parte, éstas alegran naturalmente al ánimo, según oigo decir, aunque a la verdad yo no lo experimento por ahora; tal vez acertáis en vuestras sospechas. Espero, sin embargo, que la ida a palacio acabará de volverme la serenidad y suplirá al remedio de vuestro discurso interrumpido».

     «Os lo deseo, Eudoxia, por lo mucho que me intereso en la tranquilidad y sosiego de vuestro ánimo, que es nuestro mayor interés; pero recelo que si ese adorno y compostura engañan por un poco los afectos de vuestra amorosa pasión, sean al mismo tiempo fomento de otra pasión, acaso igualmente dañosa para el ánimo que la del amor».

     «¿De la vanidad queréis decir? Mas os puedo asegurar que si probé los funestos efectos del amor, no conozco hasta ahora los de la ambición y vanidad, que dicen ser muy comunes a todas las mujeres, especialmente la pasión que padecen por las joyas y adornos».

     «Las pasiones, Eudoxia, obran en los ánimos al tenor de la fuerza que las hacen cobrar los genios y complexiones que las fomentan. Las unas son más fuertes en unos corazones que en otros. La vanidad no os causará todavía desazones e inquietudes como el amor; ninguno se aflige ni se atormenta por lo que le sobra, sino por lo que le falta y desea. El amor mismo os fuera dulce y delicioso si no encontrara oposición. Sentís sus daños, no pudiendo satisfacer vuestros deseos. Lo mismo os sucedería acerca de las joyas si os faltasen en vez de sobraros».

     «Aunque debo confesar que no me disgusta adornarme con ellas, me parece, sin embargo, que ningún afán me causaran si me faltasen».

     «No sé si será eso efecto de haber abierto vuestro pecho a los consejos de la moderación, o bien de genio inclinado a ella y enemigo de la vanidad, de cuyos dañosos efectos raras mujeres se libran, o por los pesares y disgustos que les acarrean o por las acciones indecorosas que las inducen a cometer si les faltan honestos medios para satisfacer a su ambición. Otras viven tristes, abatidas y disgustadas de su estado, con el cual atropellan otras, a pesar de sus estrecheces, a fin de salir con sus vanos antojos; y otras, sin respetar la fidelidad conyugal y decoro, sacrifican y venden su honestidad al lucimiento y al deseo de parecer lo que no son y mucho más de lo que son.

     Otras, que como vos abundan de joyas y de riquezas con que fácilmente pueden satisfacer sus ansias ambiciosas y vanas, fomentan una altivez y jactancia que se les echa de ver entre los resplandores con que brillan, mirando con desprecio interior y tal vez exterior a las que no las igualan en lucimiento, como si las piedras abrillantadas o el oro de sus adornos les dieran un ser superior. De aquí nace en muchas de ellas la mortal aflicción y abatimiento, si la fortuna llega a oprimir su jactancia y vanidad, privándolas de todas las riquezas para dejarlas pobres y necesitadas.

     A muchas señoras principales les parece esto imposible; pero dejando aparte los tristes ejemplos que vimos con nuestros ojos, os traeré sólo a la memoria el reciente caso de la reina Tealda, mujer de Gelimer, que perdiendo con la libertad y el trono todas sus joyas y riquezas, la vimos llevar cadenas por las calles de Constantinopla en el carro del triunfo en que vuestro padre Belisario la entró cautiva. Y si no me engaño, Eudoxia, ese precioso brinquiño fue de aquella infeliz reina».

     «¡Ah, Domitila, qué memoria me renováis! No es posible que yo me ponga ese brinquiño. No lo llevaré. Dejadlo escondido; mi madre no reparará si me falta este adorno. ¡Pobre reina! ¡Su memoria oprime mi corazón!»

     «No lo dije por tanto, Eudoxia. No quisiera que os lo dejaseis de poner en fuerza de mi discurso. Sólo sí deseara que esa memoria contribuyera para que moderaseis los sentimientos de la ambición y vanidad, en caso que con el tiempo asaltasen vuestro corazón. Ningún mal es llevar todas esas joyas llevándolas con interior desestimación de las mismas, como bienes sólo prestados de la fortuna y que ésta puede quitar. El cuerpo puede ir cargado con toda la riqueza del suelo sin que el alma se engría por ello, ni pierda la noble superioridad de los sentimientos de la moderación y soberanía de la virtud».

     «¿Creéis, Domitila, que conseguiré esa superioridad si echo al suelo estas joyas y las piso? Poco me costará el hacerlo. El triste ejemplo de la reina Tealda me exhorta a ello».

     «Contribuyen tal vez las demostraciones exteriores para fortalecer los afectos de un ánimo virtuoso. Mas la virtud, Eudoxia, obra antes por convicción del entendimiento y de la voluntad que por exterioridades que poco o nada aprovechan. Pero si os persuadís, en fuerza de las ventajas que os puede acarrear el menosprecio de toda riqueza exterior, que con pisar esas joyas lo adquiriréis, aunque yo no os lo aconsejo, no supiera tampoco oponerme a ello».

     «Vedlo, pues, ejecutado».

     Diciendo esto Eudoxia, echó mano de las joyas que quedaban sobre la mesa y las echó al suelo para hollarlas, al tiempo que entraba su madre Antonina en busca de una joya que inadvertidamente envió a Eudoxia, y que entonces la quería para sí, muy ajena de sorprender a su hija en aquella acción. Turbose no poco Eudoxia de la inesperada vista de su madre, temiendo que la reprendiese; mas su alma, fortalecida del mismo acto del menosprecio de las joyas, recobró luego su noble serenidad, sin bajarse a recogerlas, haciéndolo una de las esclavas que la vestían.

     Antonina, que vio la acción de Eudoxia, creyendo que fuese efecto de resentimiento por la reprensión que la hizo sobre sus amores con Maximio, se dejó llevar del ímpetu del enojo que le causó el ver tratar con tan mal modo aquellos adornos que ella estimaba tanto, y acercándose a su inocente hija la dio un recio bofetón, olvidada de su carácter y diciéndola con airada severidad:

     «¿Acción tan indigna podía yo esperar de ti? ¿De esta manera te vengas de la justa reprensión que te hice por tus indignos amores? ¿Éste es el aprecio que haces de los preciosos dones de tu padre Belisario, frutos de sus gloriosas victorias? Agradece a las circunstancias del día y a la obligación de presentarse al Emperador el que no acabe de castigar tu atrevimiento como merece».

     «¡Santa y adorable virtud, a quien Eudoxia prepara ya en su corazón inocente un digno templo, fortalécela para que sepa recibir sin bajeza ese castigo, aunque no merecido, de su respetable madre!

     Aturdida Eudoxia de aquel golpe repentino, dejó asomar el llanto a sus ojos, en fuerza de la vergüenza y confusión que la causaba al verse maltratada de su madre, que hasta entonces jamás se había propasado con ella. Mas sin rendir su ánimo al menor resentimiento por tan indigno castigo, llena al contrario de heroica sumisión y respeto, se postra de rodillas delante de ella diciendo:

     «Os pido humildemente perdón, madre mía; no pensé que os debiese ofender una acción que nada tiene que ver con el resentimiento que sospecháis, y que no me causaron vuestras respetables correcciones».

     Domitila, compadecida entonces e interesada por su amada Eudoxia, se interpuso, diciendo a la madre:

     «Señora, yo y estas esclavas somos testigos de las inocentes intenciones de Eudoxia. La mayor culpa del hecho recae sobre mí, que no procuré impedirlo, y que en cierto modo fui la causa principal de la acción».

     Mas Antonina, sin querer atender a las razones de Domitila, vuelta a las esclavas les dio orden que continuasen en vestir luego a Eudoxia, y tomando la joya que buscaba se fue, dejando a su hija en la misma postura humilde y suplicante.

     Abrazola Domitila, luego que desapareció Antonina, diciéndola con ternura:

     «A mí, a mí se me debe, amada Eudoxia, el perdón que os pido. ¡Cuán sensible me ha sido este lance! ¡Si hubiese podido oponer mi rostro, cuán de buena gana recibiera el golpe que traspasó mi corazón!»

     «Mucho más que el golpe sentí el haber enojado y ofendido a mi madre».

     «Su enojo y ofensa cesarán luego que yo la entere del fin y motivo que tuvisteis en aquel exterior desprecio; no quiero diferirlo, voy ahora mismo a hacérselo saber, y vuelvo luego a enteraros de mis cariñosos oficios».

     Lo cumplió Domitila, y mientras las esclavas acababan de vestir a Eudoxia fue ella a verse con Antonina, a quien encontró casi del todo vestida y en estado de salir, aunque arrepentida de haber mortificado de tal modo a su hija. Todo arrebato de enojo, aunque con motivo en apariencia justo, engendra arrepentimiento. Así lo prueban aquellos mismos que se reputan autorizados de su carácter para reprender y castigar. La cólera y la venganza animan comúnmente a los deseos de corregir. Los padres mismos no están exentos de esta tacha en los castigos que dan a sus hijos. Raro es el que se muestre y sea sabio en dar corrección.

     Esto mismo pasó en Antonina, castigando tan indecentemente a su virtuosa hija e hiriendo su rostro, que siendo el asiento de la modestia y hermosura de la mujer como del decoro del hombre, parece que debiera estar exento de todo agravio y castigo, propio sólo de los hombres más bajos y soeces. Semejante reflexión hizo suceder el arrepentimiento al enojo en el ánimo de Antonina; y así, luego que vio comparecer a Domitila, la previno diciéndola:

     «Debéis perdonar, Domitila, el indigno arrebato de mi cólera. A la verdad me propasé, aunque Eudoxia me ofendió sobremanera, no tanto por el desprecio de las joyas cuanto porque con él manifestó el resentimiento que conserva a la corrección que la hice sobre su pasión a Maximio».

     «Está muy ajena Eudoxia de fomentar ese resentimiento que decís; al contrario, recibió vuestra corrección con todo respeto y con firme voluntad de sofocar su afecto e inclinación a Maximio».

     «Qué es, pues, lo que la motivó a cometer esa locura de echar las joyas por el suelo?»

     «Fue un motivo inocente y en apariencia virtuoso, que os voy a decir. Trataba con ella sobre el bien que alcanza el alma con el ejercicio de la moderación, y recayendo el discurso sobre la vanidad que engendran y fomentan las joyas y riquezas, hizo tal impresión en su ánimo que me dijo se sentía movida a echarlas de sí, pareciéndole que con este acto se sobrepondría a la vanidad. Yo la respondí que así como no se lo aconsejaba tampoco me oponía, pero que de hecho poco o nada contribuían tales demostraciones exteriores para adquirir el sabio e interior menosprecio de esos dijes de la ambición. Veis que en cierto modo fui yo la causa principal, siendo la consejera de ello».

     «No hay culpa donde no hay culpable intención; sólo recae sobre mi indiscreto enojo, por no haber advertido que estando Eudoxia con vos no podía propasarse a una acción que desdijese de vuestros prudentes consejos. Perdonad, Domitila, pues siento haberme propasado tan injustamente con mi inocente Eudoxia. Ella quedará sin duda muy mortificada y afligida».

     «La sola aflicción que le queda es por haberos dado motivo, aunque inocente, de disgusto, como me lo acaba de decir, poniéndose inmediatamente en manos de las esclavas para dejarse adornar. Tan lejos está también de fomentar resentimiento alguno por el castigo que le disteis, que me dijo que aquel accidente contribuiría para perfeccionar su corazón en la virtud».

     «Tenía de ella sobradas pruebas. Veo ahora que me cegó el demasiado aprecio que hago de mis joyas. Id inmediatamente a enterarla de la persuasión en que quedo de su inocencia, y del sentimiento que tengo de haberla ofendido tan injustamente».

     Domitila, alegre con tan gustoso encargo, fue a llevárselo a Eudoxia, que con ansia la esperaba y que por su rostro conoció el buen despacho que traía. Se lo confirmó Domitila diciéndola:

     «Consolaos, Eudoxia, vuestra madre queda enterada de la inocencia de vuestras intenciones y arrepentida del transporte de su enojo. Me encarga que os lo participe, y vendrá ella misma a daros pruebas de la ternura que os conserva».

     «No podíais darme nueva más agradable. Mucho os lo agradezco, Domitila. Mi corazón se hallaba sobradamente angustiado por el pesar y disgusto que la di, para que deje de probar el más tierno consuelo de vuestro oficioso cariño».

     Apenas acababa de decir esto Eudoxia cuando Antonina, llevada de la ternura de su materno amor y del ansia de borrar con sus brazos el exceso de su cólera, entró en la estancia. Olvidada del resplandor de su preciosa compostura, se acerca a Eudoxia con los brazos abiertos para recibirla en ellos. Eudoxia, conmovida de la demostración de su madre, postrose de rodillas, prorumpiendo en tierno llanto. Enternecida mucho más entonces Antonina con aquel humilde y respetuoso ademán de su hija, no pudo contener tampoco las lágrimas, con que la decía:

     «No te conviene más, hija mía, esa postura; levántate. Yo fui la que ofendí tu virtud y tu inocencia con un injusto e indecente castigo. Estos abrazos te sean prueba de mi dolor y arrepentimiento. Así levántate, dame este gusto y consuelo».

     Eudoxia, obedeciendo al orden de la madre, se levantó diciendo:

     «Siempre respeté, madre mía, vuestros consejos, y tengo sobradas pruebas de vuestra materna ternura para que queráis mortificar mi reconocimiento con vuestras justificaciones».

     Unió también Domitila sus expresiones y llanto al de Eudoxia y Antonina, con que desahogaban sus tiernos afectos hasta que, avisada Antonina para partir, desistió de ellos y se encaminó con su hija al palacio del Emperador.

     Fueron recibidas allí con todas las demostraciones de respeto y estimación que los grandes las hacían, esmerándose en cortejarlas hasta que fueron introducidas a la presencia del Emperador. No cabía en sí de gozo Antonina por aquellos gloriosos parabienes que recibía. Reconocíase en la cumbre de la gloria y se echaban de ver los asomos de su ambiciosa satisfacción en la misma afable majestad con que agradecía las adulaciones de los cortesanos, y de que se reían interiormente ellos mismos, teniendo ya tramada la ruina de Belisario. Igual engaño padecen frecuentemente los que se dejan engreír de las alabanzas ajenas, haciéndose juguetes del sonido de voces mentirosas y de embusteros ademanes.

     Llegadas a la presencia del Emperador, le hizo Antonina su estudiado cumplido, diciéndole en breve que el honor con que se había dignado distinguirla, haciéndola participar la victoria de su marido, la obligó a llegar en persona para manifestar su eterno y respetuoso agradecimiento. El Emperador mudó luego discurso en otros familiares que denotaban confianza y estimación, deseando saber de Eudoxia qué edad tenía, si se casaba y con quién. Estas preguntas del Emperador no nacían de sola familiar curiosidad, como lo parecían. Acababa de saber el tratado casamiento de Eudoxia con Basílides, y queriendo impedirlo bajo mano, por tener ya determinada la prisión y ruina de Belisario, deseaba certificarse de la verdad.

     Confirmósela Eudoxia, satisfaciendo con gran modestia y gracia a las preguntas del Emperador, y aunque éste se entretuvo en hacer otras a Antonina, jamás le mencionó en ellas ni en todo su discurso a Belisario y su victoria. Antonina, que se lisonjeaba de tener también la complacencia de oír de boca del Emperador las alabanzas de su marido, salió de su presencia no poco mortificada y suspensa, aunque bien ajena de sospechar la vecina y funesta desgracia de su marido. Volvió a recibir, sin embargo, con la misma ufana complacencia las enhorabuenas y agasajos con que los grandes la cortejaban en su salida, y volvió a su casa igualmente confiada y satisfecha de todas sus demostraciones.

     Eudoxia, agobiada de aquel largo ceremonial, ansiaba llegar al libre asilo de su quietud y a su amada Domitila, a quien contó las angustias y mortificaciones que padeció con tan enfadosa sujeción, que la hacía mucho más amable la libertad de su retiro. Quiso luego despojarse de todas aquellas joyas y adornos que le dieron tanto que sentir y que fueron cabalmente motivo para que los grandes agravasen las delaciones contra Belisario y Antonina. Porque algunos de ellos, que habían militado en la guerra de África contra Gelimer, sabiendo que Belisario se apoderó de los tesoros de aquel rey, fueron inmediatamente a referir a la Emperatriz Teodora que Antonina y su hija se habían presentado ante el Emperador adornadas de algunas preseas de la infeliz reina Tealda.

     La adulación no pudo ser más fina para con quien estaba ya prevenida contra la altanería de Antonina, y con quien no le cedía en codicia y ambición. Así, creyendo ganarse Antonina mayor respeto y estima con la ostentación de toda aquella riqueza, no la sirvió sino de instrumento para apresurar su desventura y la ruina de su marido y familia.



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Libro II

     Maximio entretanto, ansioso de certificarse sobre el casamiento de Eudoxia, no paró hasta encontrar el amigo a quien buscaba, llamado Faustino e hijo de uno de los cortesanos que acababan de presentar a Antonina al Emperador, y émulo también de Belisario. El joven Faustino, oída la pregunta de Maximio, le dice que nada había oído sobre el casamiento de Eudoxia con Basílides, pero que sí sabía una funesta noticia sobre Belisario. Maximio, a quien tanto interesaba todo lo que pudiese interesar a su amada Eudoxia, insta y ruega para que le comunicase lo que sabía.

     Faustino le dice ser cosa de gran importancia y que no se atrevía a comunicársela sin exigir antes juramento de su amistad de guardarle inviolable secreto sobre ella. Avivada con todas estas precauciones la curiosidad de Maximio, le promete y jura de guardarle el secreto que le pedía. Cuéntale entonces que dos días antes, habiéndose echado por antojo entre unos mirtos del jardín de su casa, después de comer, vio llegar luego sus padres y sentarse cerca de donde estaba sin reparar en él. Que entonces, viniéndole curiosidad de oír lo que trataban entre sí, oyó que su madre se quejaba de Antonina por el aire de superioridad y soberanía que tomaba entre las otras damas principales, por las etiquetas de preeminencia que pretendía le fuesen debidas y por la manifiesta presunción que le infundían los honores de su marido.

     Que su padre, oído todo esto, le respondió que no quedaba largo plazo a la altivez de Antonina, pues estaba ya decretada la prisión de Belisario luego que volviese de Italia, a donde habían ido ya órdenes para que se embarcase inmediatamente y se restituyese a Constantinopla. Maximio, al oír esto, comienza a temblar interiormente por la desgracia que amenazaba a Eudoxia. Disimula sin embargo su turbación, prometiendo de nuevo a Faustino que le mantendría el juramento hecho. Pero apenas se separó de él cuando, el amor avivándole la lástima y dolor por la inminente desventura de su amada Eudoxia, sintió vivos impulsos de valerse de la noticia para verse con ella y comunicársela, con fin de que la previniese y evitase si se podía.

     Por otra parte, tuvieron luego en freno a estos impulsos no solamente la promesa que acababa de hacer a su amigo, sino también los órdenes de Antonina para que no se acercase a su casa ni viese ni hablase a Eudoxia, y las amenazas que le hizo si a ello se atrevía. A pesar de todo esto, prevaleciendo en su corazón amante las ansias de poder ser causa de evitar la desgracia de Belisario y de su hija, resuelve verse con ésta a cualquier coste, pues se trataba de lo que pudiera interesar a la vida y gloria de su padre.

     Abrazada esta resolución, iba trazando medios en su mente para verla cumplida, mas ninguno cuadraba a su acobardado atrevimiento: temía de ir a dar en el escollo de Antonina o que ésta lo llegase a saber. En medio de las dificultades que se cruzaban a sus intentos, sugiriole el mismo amor ardiente, que suele a las veces inspirar acciones heroicas, ir a presentarse a la misma Antonina y usar con ella de la generosidad de descubrirla el secreto que, siendo de tal importancia y que tanto pudiera interesarla, sería causa de que ella trocase su antiguo resentimiento en mayor aprecio de quien se lo comunicaba. Mas acordándosele vivamente no tanto su altanería cuanto el menosprecio que hizo de la pobreza de sus padres y de su estado, dejó de llevar adelante su resolución, temiendo no ser creído, y ultrajado de nuevo de la misma.

     Busca, pues, otros medios en su imaginación ardiente y fecunda para poder ver y hablar a Eudoxia sin que su madre lo supiera, en que llevaba día y noche ocupado su corazón amante. Pareciole el más seguro expediente valerse de una de las esclavas para conseguirlo. Mas al tiempo que espiaba el momento oportuno, se le ofreció a la memoria la traza de Ulises para ver y hablar al joven Aquiles cuando éste estaba encerrado en el palacio del rey Licomedes bajo el nombre de Pirra.

     Esta traza, así por su celebridad como por convenir mejor al heroísmo del amor, cuadró sumamente a su osadía, y sin detenerse comienza a proveer todo el arreo y traje de mercader para imitar en todo la astucia del hijo de Laertes, y poder llegar más fácilmente a la presencia de su amada, entrando en su casa disfrazado con aquel traje so color de vender a precio barato cualquiera de las bujerías que llevase.

     Mientras se ocupaba Maximio en proveerse de todo lo necesario para ejecutar sus intentos, se empleaba Antonina en los preparativos para el casamiento de Eudoxia, debiéndose celebrar su boda luego que llegase a Constantinopla su padre Belisario. Quiso que la misma Eudoxia cosiese parte de su ropa nupcial, pareciéndole que esta ocupación contribuiría para que acabase de disipar su inclinación a Maximio. No necesitaba Eudoxia de esta tarea para procurar destruir en su pecho su arraigado afecto, pues de cualquier modo se esforzaba en hacerlo, arrojando de sí cualquiera idea o pensamiento que le venía, reputándolo enemigo de la tranquilidad de su corazón. Así esperaba la misma arrojar, con el tiempo, de su ánimo una pasión que le era imposible sofocar de presto, a pesar de todos sus esmeros y de los sinceros deseos que fomentaba para obedecer y complacer a su madre.

     No era ya esto lo que más pena le daba, sino la repugnancia que se le avivaba al casamiento de Basílides. Toda afición se concibe por los ojos y por ellos se pierde. Ninguno ama por violencia que el amor no sufre. Valíase sin embargo Eudoxia de razones que buscaba para destruir aquella repugnancia que sentía. Se esforzaba en persuadir su mente diciéndose a sí misma para ello que, amándola tanto su padre Belisario, no hubiera hecho la elección de Basílides por esposo suyo si no concurrieran en él todas las prendas y calidades que pudiesen granjearla su amor y tierno afecto.

     Nada de todo esto aprovechaba, antes bien, su contrastada repugnancia del casamiento con Basílides; resolvió confiársela a Domitila y pedirle consejo para vencerla. Domitila la dijo que uno de los motivos por que es tan conveniente aun a las mujeres el estudio de la ciencia moral es por la luz que nos da para conocer las pasiones, su origen y grado, pues así las podemos tener más fácilmente en freno o remediarlas según las mismas exigen.

     «Por esto no dudo que os será más fácil vencer esa repugnancia que me confiáis tener a Basílides luego que lleguéis a conocer de dónde procede.

     En primer lugar, si bien lo consideráis, es sola repugnancia de imaginación antes que de la voluntad, porque no conociendo vos a Basílides ni habiéndolo visto jamás no podéis tener motivo ni para amarlo ni para aborrecerlo. De donde infiero que es sola aversión a casaros con cualquiera otro que no fuese Maximio, porque prevenidos vuestro corazón y sentidos con la vista, especies y afecto al mismo, no os deja admitir ninguna otra determinada afición. Cualquiera que sea el afecto, se concibe en la fantasía antes que ésta lo engendre en la voluntad en que aquélla lo aviva. Sin ojos y sin fantasía no se forma ninguna fuerte pasión ni afecto, como tampoco se puede odiar y aborrecer lo que jamás se conoció, y sin tener motivo para ello.

     No obstante, sentís suma repugnancia al casamiento con Basílides, a quien no visteis jamás. Esto, en vez de destruir mi proposición, es prueba de que tal repugnancia es un mero antojo engendrado de la previa pasión a Maximio. Para convenceros de ello conviene recurrir a las sabias reflexiones, que como sabéis son el remedio más eficaz contra todos los males del ánimo opuestos a la virtud. Casi todos ellos proceden de la irreflexión y por lo mismo con la reflexión se destruyen. La voluntad no se convence con esfuerzos, ni con ellos se ama o se desama; cede sólo a la fuerza de la razón que la convence. Busquémosla, pues, con la reflexión.

     Llamé mero antojo vuestra repugnancia a tal casamiento porque le falta causa física que a ello induzca la voluntad, no excitándola ningún motivo visible cual lo fuera la fealdad, el mal continente, el estado o cualquiera otra cosa o defecto que pudiera engendrar esa aversión que sentís. Otra reflexión se me ofrece para convencer vuestra voluntad, y es que tal vez ese mismo Basílides os podrá agradar más que Maximio luego que lo veáis, y tener él mismo mejores prendas y partidas que éste, y amaros finalmente con más puro amor y seros más constante y atento que Maximio.

     Veis que prescindo de todas las otras cosas que se aprecian en los casamientos, como son honores y riquezas, pues sabéis que en ellas es tan superior Basílides a Maximio. Me ciño sólo a las prendas del cuerpo y ánimo, que son todavía inciertas en vuestro concepto porque no podéis formar juicio con vuestros ojos. No obstante, bajo esta supuesta incertidumbre formo otras dos opuestas reflexiones. Esto es, que os pueda agradar más Basílides cuando lo veáis, o bien que os pueda de hecho desagradar y acrecentar vuestra repugnancia.

     En la primera suposición padeciera ahora injustamente engaño y disgusto vuestro ánimo, afligiéndose y atormentándose por aquello mismo que dentro de poco le ha de dar complacencia y consuelo. Esta reflexión es sobrado persuasiva para que inculque sobre ella; y la opuesta, que os haya de desagradar Basílides, supone sobrado para que yo saque buen partido de convicción; sin embargo, me permitiréis que lleve adelante mi discurso, que fundo sobre una duda que varias veces me ha ocurrido, y es si por ventura la naturaleza, así como dio al hombre con la fortaleza cierta preeminencia sobre la mujer, así también le haya concedido con ella el derecho de la elección, pues a él solo le es lícito el buscar y elegir, y a la mujer condescender o desaprobar la elección de los que se declaran, entre quienes hubiera comúnmente poco que escoger.

     Esto lo vemos establecido en todas las partes del mundo, y si la naturaleza nos hizo esta injusticia, la resarció en parte con los dones de hermosura y sus fuertes atractivos a que sujetó y avasalló en cierto modo aquella preeminencia, y haciéndonos más fáciles en acomodarnos a la elección de la persona y estado que se nos presenta. No niego por esto que deje de hacer impresión en el ánimo de la mujer la belleza y gallardía del hombre, pero aunque generalmente agraden más tales prendas, no son ellas los vínculos más fuertes del amor en los casamientos. La pasión más ardiente, que parecía prometemos la más dulce felicidad, nos lleva al contrario a nuestra mayor desventura. La diferencia o bien la repugnancia que probamos a un propuesto casamiento se suele trocar del mismo modo en nuestra mayor satisfacción y consuelo.

     Lo que a muchas sucede os puede también acontecer a vos, y lo que de otras se puede esperar sin el estudio de la virtud me lo debo prometer de vos que la profesáis. Saco esta lisonja de la naturaleza de las pasiones humanas y de la experiencia. Se supone que los casamientos estén cimentados en el amor, aunque no siempre suceda así, llevando otras miras de interés o de vanidad o de ambición, que son a las veces más poderosas que la hermosura. Ésta puede encender una pasión fuerte y vehemente, pero vemos que fácilmente también se apaga. Así acontece que los que dieran reinos por conseguir un hermoso objeto se cansan de él después que lo han conseguido, y tal vez lo aborrecen porque ven y prueban entonces los defectos y vicios que acompañan a la hermosura, y que antes no conocieron.

     Otras, que se casaron sin pasión y tal vez con repugnancia, la vieron trocada en sólido y constante afecto, por haberse engañado en el aprecio de la persona que no conocían, apreciándola por sólo su exterior. Todos experimentan finalmente que la interior hermosura y bondad del alma y genio es preferible a la del cuerpo, y hácese con el tiempo más estimable, aunque no engendre como la exterior belleza una viva pasión, sino que produzca un afecto dulce, quieto y continuado, una sincera estimación que no se cansa, y que en vez de disminuirse con el tiempo, se fortalece.

     La pasión fuerte, avivada de los incentivos de la hermosura, transporta y enagena al corazón. Mas el afecto, nacido de la hermosura de un amable y virtuoso genio, llena al alma de suave satisfacción y dulce tranquilidad. Aquélla desasosiega y perturba el ánimo y la mente, y pone en movimiento otros dañosos y molestos afectos que acarrean celos, inquietudes, vanidad y zozobras. El puro amor y tierno afecto produce sólo pacíficos y morigerados sentimientos que fomentan la moderación, la modestia y la suave concordia».

     No dejó acabar a Domitila su discurso una de las esclavas, que entró entonces diciendo a Eudoxia:

     «Señora, acaba de llegar un mercader de Smirna que deseara haceros ver las bujerías que trae y que dice dará a precio barato, a trueque de deshacerse de ellas para poder restituirse a su patria».

     Eudoxia, que se ocupaba en la labor de su ropa nupcial, desea ver lo que traía aquel mercader, esperando encontrar algún particular adorno, y lo hace entrar. ¿Cómo pudiera ella imaginarse que aquel supuesto mercader fuese su amante Maximio, que llevando adelante sus osados pensamientos había tomado aquel disfraz para poderla avisar de la desgracia que amenazaba a sus padres?

     Era muy diverso el traje que llevaba de aquel que había determinado tomar cuando le ocurrió la especie de Ulises, echando de ver que éste, no siendo conocido de Aquiles ni de Laodamía, podía presentarse con su rostro descubierto, aunque disfrazado en mercader, pero que, siendo él conocido de Eudoxia y de Antonina, le convenía disfrazarse también el rostro. Para remediar este inconveniente le ocurrió que habiendo en Constantinopla un mercader de Smirna que llevaba a vender sus mercaderías con un parche en uno de los ojos por tenerlo dañado, podría esconder su fisonomía con un parche semejante, representando en un todo a dicho mercader si conseguía que éste le prestase uno de sus vestidos.

     Esta feliz ocurrencia, prendiendo en su imaginación, no le dejó descansar hasta que dio con él. Pídele entonces uno de sus vestidos, pretextando motivos especiosos y ofreciéndole logro por el préstamo, que aceptó de contado el mercader. Maximio, lleno de gozo, carga con el vestido, y luego que supo el día y hora en que se había de ausentar de casa Antonina sin su hija Eudoxia, a fin de evitar cualquier accidente que pudiera acontecer si por ventura llegaba ella a conocerle, se puso luego el vestido, se aplicó al ojo el parche sostenido de la gorra, calada hasta las cejas, cubriendo en cuanto pudo lo restante del rostro con las guedejas sacadas, y tomando la cajuela de las mercaderías se presenta atrevidamente a Eudoxia, confiado en la ausencia de su madre Antonina.

     El amor había fomentado en su ánimo las esperanzas de hallarla sola para comunicarle el secreto, o en compañía de alguna esclava que no se le estorbaría. Mas viendo que trabajaba con ella Domitila se turba, ni sabe qué hacerse, ni qué decirse. La turbación engendra temblor a sus miembros, haciendo temblar también al armatoste que tenía en las manos, hasta que lo dejó en un asiento para que pudiese satisfacer Eudoxia su curiosidad. La vista de las mercaderías se llevó toda su atención, sin reparar en el mercader que, con afectuosa agitación, a su grado la contemplaba sin atreverse a desplegar sus labios.

     De todas aquellas bujerías sólo cebaron sus ganas unas flores artificiales, que mostró querer comprar. No hubo regateo en el precio, ateniéndose el mercader amante al que las quiso poner Eudoxia, a quien hubiera dado en aquel dichoso momento todos los tesoros de la tierra. Mas en medio de la deliciosa satisfacción y consuelo que disfrutaba con su vista padecía no poco, así por no encontrar ocasión ni expediente para comunicarle el secreto que deseaba como también por el temor que lo angustiaba de que llegase Antonina y lo sorprendiese.

     Recelaba por otra parte que le sería muy difícil podérsele proporcionar ocasión más feliz que aquella, si la perdía yéndose sin avisarla de la desgracia de su padre. Luchaban así su temor y atrevimiento hasta que la misma Eudoxia le proporcionó otra ocasión de verla, diciéndole que no podía entregarle el precio de las flores si no esperaba que volviese su madre. Esto era cabalmente lo que más temía Maximio y lo que quería evitar a costa de perder las flores y su precio, y como con el motivo de evitar la llegada de Antonina se le proporcionaba el volver otro día para cobrar el dinero, se atuvo a este partido diciendo que las flores quedaban en buenas manos, que no podía esperar y que otro día volvería por el dinero.

     Dicho esto, se despide con afectuosa demostración que Eudoxia no comprehendió, y se fue lleno de lisonjas de volverla a ver y hablarla, sin temor de que Antonina le conociese, pues no lo había conocido Eudoxia, bien ajena ésta de sospechar que aquel mercader fuese su fiel amante. Llegada la madre, la hace ver las flores, diciéndola no haberlas pagado, pero que volvería por el dinero el mercader. Antonina se muestra satisfecha de la compra y apresta el dinero creyendo que el mercader volviese aquel mismo día o el siguiente, mas viendo que no comparecía en muchos días consecutivos, aunque estaban solícitas por su tardanza, sospecharon que se hubiera embarcado para su partria, como él mismo les había insinuado.

     Continuaba entretanto Eudoxia su labor, perdiendo poco a poco las especies de Maximio al paso que iba también disminuyendo su repugnancia al casamiento de Basílides en fuerza de los sabios discursos de Domitila, con que ésta solía aliviar el ocio de su trabajo. Un día, con la ocasión de tratar sobre la educación que la había dado su padre Belisario, instruyéndola de por sí en la geometría, en la historia y geografía, como se quejase Domitila de la ignorancia en que comúnmente eran educadas las niñas, deseó saber Eudoxia el motivo por que generalmente se hacía esta injuria a las mujeres, dejando de instruirlas en cosas que les pudieran ser útiles y tal vez necesarias en una culta sociedad.

     Respondió Domitila ser muchos a su parecer los motivos fundados en el carácter del sexo, a quien no era permitido por el continente decoro y honestidad acudir a las escuelas públicas ni tener particular enseñanza de los que se las pudieran dar, como sucede en los muchachos.

     «A más de esto se cree, proseguía en decirle Domitila, que tenemos las mujeres hartas ocupaciones en cuidar de los hijos y en atender a su crianza y a la economía para que podamos perder tiempo en el estudio de las ciencias, ajenas de nuestro estado y que de poco o nada nos pueden servir.

     No hay duda que no todas las doncellas están en estado de dedicarse al estudio, pero hay muchas a quienes por las circunstancias de su nacimiento no sólo les fuera útil tal enseñanza, sino que también les conviniera. Antes bien, de muchas de ellas y de la educación que les dan infiero la consecuencia general de la preocupación de los hombres en este particular y la de los mismos padres, que esmerándose en que sus hijas aprendan las artes que contribuyen a pulir y perfeccionar su presencia exterior, descuiden tanto de las ciencias que ilustran el entendimiento y ánimo de las mismas, sirviéndolas de adorno más apreciable toda su vida.

     La más hermosa mujer apenas dilata el imperio de sus gracias y belleza más allá de la mitad de su carrera vital. Entonces ve descaecer insensiblemente su estimación si no la sostienen las luces adquiridas de las ciencias y los conocimientos que recibió con la educación o con su privado estudio, pues aunque la naturaleza organizó con alguna diversidad nuestros cuerpos, no diversificó nuestras almas y entendimientos, ni hizo de inferior, especie nuestras almas, ni de peor condición nuestros talentos. Estoy antes bien persuadida que si las mujeres hubiésemos tenido siempre igual instrucción que los hombres en todos tiempos y edades, los hubiéramos aventajado en las producciones del genio, a pesar de las mayores ventajas y mejores proporciones que puedan ellos tener para ilustrar su entendimiento.

     Esto agrava la injusticia que se nos hace en criarnos ignorantes, y añade extrañeza al general motivo que los hombres tuvieron para ello, y que yo atribuyo a la antigua barbarie de los tiempos y al continuo ejercicio de las armas, a que dieron siempre los hombres la preferencia sobre todas las demás artes y ciencias, que cuestan tanto de adquirir. La civilización y cultura de las naciones fue siempre obra de los siglos. El sexo fuerte, y sólo superior en esto de las mujeres, así como quiso que todo plegase y se humillase al poder y fuerza de su brazo, así también quiso avasallar nuestra flaqueza, a la cual impuso todas las leyes que se le antojaron.

     Así se vio humillado nuestro sexo, reducida nuestra industria a la economía de la familia, empleadas nuestras luces en los solos cuidados y ocupaciones caseras y arrinconado en el hogar nuestro entendimiento, mientras los hombres, llevados de la loca pasión de dominar la tierra, se extendían, armados de hierro, por las vecinas y remotas provincias, a fin de robarlas y dilatar así su señorío, o exponían sus pechos por la defensa de las mismas, de sus hijos, hogares y mujeres. Tales fueron siempre las miras y anhelos de la ambición, con el furioso empleo de las armas, que tan injustamente ennoblecieron los hombres para robar y adquirir. De esta ennoblecida ferocidad proceden nuestra sujeción y dependencia.

     No habrá quien pueda llevar la luz de sus conocimientos entre las tinieblas con que cubrió el tiempo las historias de los egipcios y de los pueblos que los precedieron. Son pocas e inciertas las noticias que nos quedan de sus ciencias y cultura, pero la Grecia, que después del Egipto fue la primera en cultivar el ingenio, vio redundar sus gloriosos efectos en las producciones de los talentos de las mujeres célebres que en ella florecieron, y que quedan todavía por aventajar de todos los esfuerzos que hicieron para ello los hombres en los siglos posteriores.

     Otras tales hubiera visto y admirado Roma si los romanos, cimentando también su gloria en las armas y en la ambición de señorear al suelo, no tardaran en pulirse y civilizarse con el estudio de las ciencias y de las artes liberales. Luego que con el ocio de la paz se dedicaron a ello, parecía que hubiesen de igualar y aun aventajar a los griegos en la cultura. Mas las disensiones civiles y las guerras que inmediatamente nacieron turbaron los tiempos más felices de la república, dieron lugar a una cruel dominación que envileció sus ánimos y que, agravada de su mismo peso y grandeza sin el apoyo de su antiguo esfuerzo y patriotismo, cedió al impulso de los pueblos bárbaros que la aniquilaron y la devolvieron a su antigua rudeza.

     En ella quedó otra vez envuelta la cultura de nuestro sexo, que por consiguiente continuó en experimentar el menosprecio y humillación en que nos tienen los hombres, porque somos flacas en su cotejo y porque no podemos, armadas de acero, herir, matar y conquistar como ellos. Mas cuando lleguen los hombres a apreciar la humanidad y a detestar la guerra, si por ventura llega ese tiempo feliz, cuando pongan la mayor dicha y gloria de una nación en la paz, en la cultura del ingenio y de las artes, entonces verán redundar sus benéficos influjos en nuestra mejor enseñanza, disipándose, aunque lentamente, las preocupaciones que fomentan acerca de nuestra instrucción. Con ella se desvanecerá el bajo concepto en que son tenidos nuestros talentos, disminuyéndose en parte el aprecio que hicieron siempre del esfuerzo y valor en que los aventajan los tigres y leones.

     De aquí nacen, a mi parecer, las preocupaciones que todavía fomentan sobre nuestra educación y sobre los inconvenientes que se imaginan y dicen que nacerán si nos instruimos en las ciencias; porque piensan que el estudio nos distraerá de nuestras principales ocupaciones, que nos hará más presumidas de lo que somos naturalmente, que seremos por lo mismo bachilleras, que los libros no nos convienen o que no nos convienen otros que los de devoción, que somos fáciles en admitir nuevas máximas y que por consiguiente las contraeremos dañosas en los libros en que nos distraerá nuestra curiosidad, que con el deseo de parecer sabias e ilustradas tendremos mayor trato y más frecuentes galanteos, y así de otros daños con que pretenden cargar nuestro sexo si se les diera a las doncellas una científica educación.

     Pero, en primer lugar, me parece que tal enseñanza contribuiría para sacar su entendimiento de las tinieblas de la ignorancia y del error, y no para hacerlas letradas ni doctas. Éste es un empeño arduo y difícil a los mismos hombres que se emplean en el estudio toda su vida, y dado caso que una u otra mujer lo consiguiese, dedicándose sólo al estudio de las letras y ciencias, aunque desatendiendo a las ocupaciones de su familia, no digo yo que quedase recompensado el daño, pero sí que sería menos malo que si desatendiera a sus obligaciones, como muchas lo hacen, o por la natural e invencible desidia, o por el cortejo, o por vanos pasatiempos, o por emplearse días enteros en tocarse y adornarse a fin de desmentir lo que son.

     No veo tampoco por qué debiesen tener las mujeres motivo de presumir por saber los primeros rudimentos de las ciencias, mucho menos si esta enseñanza se hiciese entre ellas común, y si las precediera el estudio de la virtud o ciencia moral, que jamás se enseñó y de que se ignora hasta el nombre; pero si a pesar de esto hubiera algunas que presumieran de sí por haber aprendido algunos problemas de geometría o adquirido algunas noticias de la extensión y situación de la tierra y de la esfera, o de algunas causas de la naturaleza y sus efectos, o de los sucesos de la historia, fuera a la verdad risible tal presunción si la manifestasen. ¿Mas los hombres no presumen también de sí, y a las veces por saber ciencias ridículas que les valiera más que las desaprendiesen, por estudios y conocimientos insulsos y miserables?

     No pretendo por esto defender nuestra vanidad en este particular, mas no veo por qué sólo a nosotras nos deba ser nociva tal presunción y se nos achaque sólo el defecto. ¿No mereciéramos a más de esto más indulgencia por presumir de saber que por ser hermosas, ricas y bien nacidas? Éstos son bienes accidentales y aquél es adquirido. Y si fueran entonces bachilleras y hiciesen ostentación de su saber, recaería el daño en el mismo buen concepto de las mismas por cuanto, en vez de ser reputadas sabias, se granjearían el menosprecio de las demás.

     Tampoco sé por qué deban competirnos libros solos de devoción. Este celo no nace en los hombres de deseo de nuestro aprovechamiento, sino del bajo concepto en que nos tienen. Raros son los libros científicos que contengan máximas dañosas, y es falso que seamos más fáciles que los hombres en embeberlas. Esta opinión nace también en ellos de la presunción que alimentan por haberse erigido en jueces de los modos de opinar y con ellos el derecho de juzgar, al tiempo que nos apartan de ellos y nos los vedan, temiendo que a más de todos aquellos daños se nos siga también el otro de acrecentar nuestros cortejos y galanteos. Mas los hombres buscan antes para ello la hermosura y la disolución que las ciencias y la sabiduría; lo consiguen más fácilmente en el libre trato de las ignorantes que en la compostura y seriedad de las entendidas y discretas.

     ¿Cuántas mujeres se entregan, aun sin querer y de mala gana, a cortejos que, aunque honestos en sí, dan sin embargo que decir, y a los cuales renunciaran de contado para eximirse de los engaños del trato si desde niñas se hubieran aficionado a las letras, pues con el estudio no se aburrirían en la soledad de su retiro? Las ocupaciones caseras, por muchas que sean, exigen descanso y dan comúnmente muchos días y horas de tregua, mas no hay descanso ni tregua peor que el no saber qué hacerse ni en qué emplearse.

     El descanso debe servir de alivio al ánimo, distrayéndolo de la tarea y de la labor, pero en vez de aliviarle engendra enfado y aborrecimiento no encontrando el alma con qué divagar el ocio, peor que la fatiga. Esto es lo que produjo el juego, los cortejos y otros divertimientos perniciosos. ¿De cuánto mayor y más útil recreo les fuera a muchas el estudio de las ciencias que el juego, que los bailes, que otros pasatiempos insulsos? ¿Cuántas mayores ventajas les acarrearía para la instrucción y enseñanza de sus hijos e hijas, y para destruir en sí mismas muchos errores vulgares y muchos vanos antojos?

     Entonces no pondrían todas sus miras en el tocador, ni su único estudio en sus peinados y vestidos, ni se apasionarían tanto por extravagantes modas y adornos, más costosos de lo que pueden sufrir tal vez las circunstancias de su estado y condición, ni tendría tanto cebo y fomento el lujo. Se ceñirían a la sola modesta elegancia y aseo, que sin hacerlas malgastar tantas horas ni causarlas tantos desvelos las haría más estimables. Y aunque así no fuera, adquirirían a lo menos con el estudio y tal cual aplicación muchas luces y conocimientos, que las harían respetar mucho más en el trato, en las conversaciones, en las visitas, en los concursos, y fueran causa de que muchos hombres se instruyeran, a quienes harían rebajar algún tanto de la presunción en que viven de sí mismos y de su saber.

     Pero demos, Eudoxia, que las mujeres instruidas tuvieran mayores cortejos y galanteos que las que se quedan en su ignorancia y rudeza. ¿Dejarían por eso de ser honestas? ¿Por tener mayores luces debieran por eso ser menos recatadas? ¿El número mayor de visitas haría inclinar sus ánimos a la disolución? ¿Cuánto más fácil es fomentar una particular pasión con el trato de pocos que con el de muchos? Los libertinos y disolutos no van en busca de las luces del entendimiento, sino de las tinieblas de la ignorancia. Ésta no exime nuestro sexo de caída, ni la falta de conocimientos precave que se pervierta el corazón».

     «Mucho gusto tengo de oíros, Domitila, pero me despertáis la curiosidad de saber qué enseñanza hubierais dado a vuestras hijas si las hubierais tenido, y qué ciencias enseñado».

     «La aritmética la primera. Ésta es la ciencia más útil y la más necesaria después de la moral. A cada paso ocurre servirse de ella en las familias, así al hombre como a la mujer. Esta misma supone de antemano la lectura y la escritura, cuya falta hácese sumamente sensible y dañosa a muchas mujeres, a quienes sus padres, o por ignorancia o por descuido o por preocupaciones ridículas, dejan de enseñársela o de hacérsela enseñar. Después de la aritmética las instruiría en aquellas ciencias que contribuyen para rectificar las ideas y los juicios y para ayudar al entendimiento a discernir la verdad, a conocer algunas causas y efectos de la naturaleza, sin grande ni profunda meditación; y si en alguna de mis hijas reconociera un talento extraordinario, no rehusaría que se dedicase al estudio y ciencias que más empeñasen su genio y voluntad.

     Sabéis que mi marido Ancilio solía darme algunas lecciones, como a vos vuestro padre Belisario. De las luces que entonces adquirí me valdría para comunicarlas a mis hijas, y si me faltasen tales conocimientos me valdría de ancianos respetables que se las enseñasen en mi presencia, y no de otro modo. Y cuando la instrucción de nuestro sexo fuera general y se hiciera común habría, no lo dudo, mujeres que enseñarían también las ciencias a las niñas, y éste sería un nuevo ramo de noble industria con que muchas remediarían las estrecheces de su estado, y que supliera la falta de bienes heredados. Ésta os parecerá una extraña ocurrencia, pero cosas más extravagantes en sus principios nos hacen ver los tiempos que después se reciben con aprecio y cunden con utilidad».

     «¿Y no las enseñaríais la labor?»

     «Ésta debe ser el fundamento de la enseñanza y educación de las doncellas. Por la labor deben comenzar desde niñas, y tenerla aprendida antes que ninguna otra ciencia, a que debe ser preferida por la real utilidad que acarrea a las familias y a las mismas costumbres de las doncellas. La afición a la labor la pongo entre las principales calidades del sexo. Por ella evitan el ocio, por ella dejan de poner sus pensamientos en el galanteo y en otros devaneos de donde dimanan los pesares y desarreglos de las familias.

     Comprehendo en el ejercicio de la labor todas las ocupaciones caseras, hasta las que tocan a la limpieza. La mujer limpia es otro tanto estimable. Un genio amigo de la labor y de la limpieza supone una alma superior a la desidia y dejamiento, vicios muy aborrecibles y dañosos en las mujeres. Me acuerdo que tratando un día con una amiga mía sobre esto, me contó un caso de una dama principal muy devota, la cual, a fin de ejercitar en la humildad a tres hijas que tenía, las hacía emplear en todas las ocupaciones caseras que llaman bajas, como el barrer, entender en ciertos días en el hogar y en limpiar los muebles de la casa, como si fueran criadas. Pero si no consiguió con esto el fin principal de hacerlas humildes, logró a lo menos que saliesen excelentes madres de familia.

     El efecto era natural. La inclinación y afición a las cosas materiales y hacenderas se forma con el ejercicio material de las mismas y con la costumbre de hacerlas. No se convence así el entendimiento y el corazón, sino con razones que inspiren en ellos sentimientos blandos y moderados. Las materialidades no persuaden. Yo tal vez imitaría el ejemplo de aquella dama en mis hijas, pero no con el fin de hacerlas devotas, sino de que saliesen hacendosas. Los moderados afectos se los procuraría inspirar diciéndolas así: Hijas mías, es verdad que nacisteis nobles y ricas y que no tenéis necesidad de emplearos en la labor más aseada, pero es bien que os empleéis en ella porque no sabéis lo que el tiempo venidero dará de sí. Las desgracias son frecuentes en este mundo, y de ellas no se eximen ni la nobleza ni las riquezas. Lo que a otras muchas acontece os puede suceder también a vosotras.

     No os deberá parecer imposible teniendo a la vista tantos ejemplos de señores grandes e ilustres que por odio del príncipe o por pérdidas de pleitos, o por guerras o por malas conductas y propios vicios ven arruinadas sus familias y reducidas a estado muy inferior; y si por desgracia de vuestros maridos llegáis a estado semejante, cogeréis entonces el fruto de esta presente ocupación, haciéndola con ánimo esforzado; los señores ricos y principales ponen también sus ojos y aprecio en esta calidad de una doncella, aunque sea noble. Las familias mismas más opulentas e ilustres tienen también sus límites. Las mayores riquezas son motivo de mayores gastos y ostentación; las mismas padecen también sus estrecheces, que exigen industriosas y económicas miras de una rica madre de familia, especialmente si tiene muchos hijos.

     Lejos, pues, de dejar de inspirar a las doncellas la afición a la labor y la economía, deben al contrario poner las madres su mayor cuidado en ello, por ser ésta la parte más principal de la educación de las hijas. Las ciencias y su estudio lo reservaría yo para las horas de distracción, especialmente en los días festivos. De esta manera haría de la enseñanza de mis hijas tres objetos principales. El de la labor y economía, en que comprehendería también todo lo que toca a pulir y ennoblecer su exterior y sus naturales gracias. El del entendimiento, reduciéndolo a los principios de las ciencias más útiles, a fin de ilustrar su mente y disipar las tinieblas de la ignorancia y de los errores vulgares y del ánimo, que es el objeto principal de la virtud, para moderar los siniestros afectos del corazón y las pasiones. Éste merece particular discurso, que os dará una idea del estudio de la ciencia moral, y espero que no os disgustará el oírlo».

     «Antes bien, lo oiré de muy buena gana, Domitila, hacedme el favor de continuar».

     «Bien pues, proseguiré. Por ciencia moral entiendo el estudio de los afectos y pasiones del ánimo, para conocer cuáles inclinan al bien honesto y loable, cuáles al mal dañoso y aborrecible. Unos y otros tienen su origen...»

     Parose aquí Domitila, sobresaltada no menos que Eudoxia del gran alboroto que oyeron en la casa, de voces y corridas de esclavas y esclavos; y acudiendo a ver lo que era oyen que Antonina se hallaba de repente en peligro de la vida por haberla picado una araña. Eudoxia se conmueve sobre manera oyendo el peligro de su madre, y se encamina con agitada zozobra a su estancia. Domitila, algo más sosegada, sabiendo lo que era, la sigue sin embargo, y entra con ella en la estancia de Antonina.

     Hallábase ésta reclinada en su asiento, llorando amargamente y desesperándose por la picadura, temiendo que fuese mortal. Tenía aplicada la mano al rostro con un pañuelo donde la había picado la araña, e instaba para que llamasen cuanto antes a los médicos. Creció su llanto y desesperación al ver entrar a su hija Eudoxia, que unía sus lágrimas y consternación a las de su madre. Ésta, asiéndola cariñosamente de la mano, comenzó a lamentarse desesperadamente diciéndola que viese su desventura, que no había mujer más infeliz que ella, reducida a morir emponzoñada sin poder tener el consuelo de ver sus desposorios, sin probar otra vez la gloriosa satisfacción de ver triunfar a su marido Belisario. Decía no saber en qué había merecido tal castigo de los cielos, que el dolor de morir y de dejar a su dulce hija para siempre despedazaba su corazón.

     Así proseguía Antonina en lamentarse, afligiendo al sensible y tierno ánimo de Eudoxia, que sollozaba con ella mientras Domitila se esforzaba en consolar y persuadir a la madre que las arañas no mataban, que sólo causaban dolor e hinchazón, pero que se desvanecerían luego con los remedios. Hacía vanas las persuasiones la temerosa aprehensión de Antonina, que proseguía en sus lamentos sin quererla dar oídos, moviendo cielo y tierra para ser socorrida cuanto antes, instando replicadamente para que viniesen los médicos. Éste es el efecto de las opiniones ridículas en que suelen ser criadas las mujeres desde niñas, y que una vez embebidas son difíciles de desarraigar, y causa de muchos males y temores frecuentes que después padecen.

     Llegaron finalmente los llamados médicos, y examinando el mal le aplicaron los oportunos remedios. Se le alivió luego el dolor en fuerza del antídoto, ni tardó a ceder la hinchazón, dejando en breve restablecida y sana a la enferma, que no por eso dejó su concebida preocupación y temor. Sosegada también Eudoxia con el restablecimiento de la tranquilidad de su madre, volvió a su labor interrumpida, donde con el motivo de la pasada agitación y susto, tratando con Domitila sobre la aprehensión de su madre, le contó haberla oído decir que murió un labrador picado de una araña en el campo, a quien ella había conocido.

     «Pudo ser muy bien, respondiola Domitila, que ese labrador muriese picado de alguna araña muy ponzoñosa, cuyo mal, despreciado y dejado sin remedio, le acarrearía tal vez la muerte. Mas las tales arañas no se crían ciertamente entre tapicerías.

     Sabéis que yo estuve una temporada en el campo, donde me crié desde niña. Sin embargo, no oí jamás que hubiera tales arañas en la casa, antes bien advertía que los labradores no reparaban en matar con sus propias manos las que veían discurrir por las paredes, estrujándolas con los dedos. Basta formar una opinión temerosa, aunque ridícula, para que dure toda la vida. Yo esperaba que los médicos desimpresionasen a vuestra madre, pero sin duda no les debió ocurrir. Por lo que ha pasado podéis inferir, Eudoxia, cuán dañosos efectos tienen todas las vulgares preocupaciones que concebimos desde la niñez. Visteis las mortales angustias de vuestra madre, sus desesperados lamentos, la agitación y susto que causó en toda la familia, las quejas en que prorumpió contra su desgracia, contra las esclavas y esclavos, como si con toda su atención pudiesen ellos estorbar que se desprendiera una araña del techo y la picase.

     Estas cosas y muchas otras a éstas semejantes entran en el número de los males del ánimo, contra los cuales conviene prevenir el corazón para que no le perturben ni alteren su tranquilidad, fin principal de la ciencia moral, cuyo discurso nos interrumpieron y cuyo estudio nos es tan necesario para que no nos dejemos avasallar de ridículos temores ni perdamos la interior quietud y soberanía del alma, en que consiste la más segura felicidad.

     Vuestra madre, no hay duda alguna, es devota y de muy santas costumbres; sin embargo su devoción no la exime de muchas pequeñeces y de inconvenientes que la conmueven y alteran a cada paso, por haberle faltado el estudio de la ciencia moral, sin la cual conserva y fomenta toda la preocupación con que la educaron. No se cree que éstos hayan de tener con el tiempo malas resultas, pero de hecho se padecen otros efectos peores que los que experimentó vuestra madre de ideas semejantes. Tal fue el de una dama principal que murió desgraciadamente por el terror pánico que la hicieron concebir a los ratones, pues estando ocupada en su labor en compañía de dos hijas suyas, como le saltase accidentalmente encima un ratón, fue tal su susto y sobresalto que con el ímpetu de quererle evitar cayó de espaldas con la silla, y dando con la sien en la punta de un braserillo que allí había quedó muerta de repente.

     Hácese por esto muy culpable el descuido o imprudencia de los padres y de las esclavas que nos crían, quienes en vez de disminuir tales temores o de no infundirlos en los ánimos de los niños, se los fomentan y acrecientan no solamente con ademanes risibles y con narraciones verdaderas que debieran pasar en silencio, sino también con impertinentes cuentos y ridículas consejas. No niego que a las veces es natural el miedo en las niñas, especialmente a los ratones, mas este mismo miedo se puede destruir con el tiempo. Yo a lo menos lo recabaría, a mi parecer, en mis hijas si las tuviera, haciendo hacer algunos de esos insectos al natural, que les daría a manosear y se los pondría en los cestos de su labor para que con la frecuencia y costumbre de ver y familiarizarse con la semejanza dejasen de temer el original.

     Nuestra complexión, por su delicadeza, está más sujeta al miedo que la del hombre. Sentimos, a más de esto, cierta inclinación a hacer alarde de nuestra misma flaqueza y timidez, sea porque nos parece que acrecentamos con ello nuestras gracias, sea porque nos persuadimos que no nos compete el esfuerzo y animosidad. Cualquiera que sea el motivo, siempre es mejor que sacudamos el miedo en cuanto podamos para precaver los sustos y sobresaltos que nos causa. La flaqueza de nuestro sexo no es tal que no se pueda fortalecer con la buena educación.

     Oí una vez decir a un médico que en la larga experiencia que tenía en curas, así de hombres como de mujeres, había notado que éstas resistían con mayor esfuerzo el dolor y sufrían con mayor animosidad que aquéllos los filos de sus instrumentos. Si esto fuera así probaría que nuestro sexo no es tan flaco como se cree, y que lo que nos falta de fuerte agilidad y desenvoltura de nervios en la organización, que nos impide el ejercicio de las armas, lo podemos suplir con la fortaleza del alma y de los sentimientos, avivados con el estudio de la virtud, sobre el cual proseguiré ahora, si os parece, el discurso que dejamos comenzado, ya que se nos viene a las manos».

     «Con mucho gusto, Domitila. Decidlo, os oiré con atención».

     «Dejé dicho, si no me engaño, que todo bien y mal moral tenía origen en el ánimo del hombre, en que la naturaleza infundía afectos enteramente opuestos para que pudiera ejercitar el albedrío de su voluntad, sin el cual no se le imputaría a delito el mal que obrase, ni a virtud el bien que hiciese. El libre albedrío caracteriza, pues, las acciones del hombre, y lo distingue del bruto que obra por solo impulso de su apetito, ni puede salir de los límites de su natural rudeza. Mas el hombre libre, ayudado de las luces de la filosofía moral su entendimiento, puede mejorar y perfeccionar su ser, destruyendo sus pasiones y afectos viciosos, con que hace su corazón templo de la virtud, que es una imperfecta imagen de la divinidad.

     Las otras ciencias iluminan el entendimiento del hombre y disipan en parte las tinieblas de su ignorancia, pero poco o nada contribuyen para moderar los siniestros afectos y pasiones del ánimo, que tenemos comunes con los brutos y que nos agitan, perturban e inquietan como a ellos, y emponzoñan nuestra felicidad aun en medio de las riquezas y honores que se reputan las cosas más apetecibles en la tierra. Mas éste es un engaño de la ambición, por cuanto no puede haber dicha sólida y verdadera sin la virtud.

     Las pasiones nos aconsejan lo contrario. Ellas inclinan a los placeres, a los honores, a la grandeza, y nos incitan a que las busquemos y apreciemos sobre todas las demás cosas de este suelo. La virtud, con la luz de la filosofía moral, nos hace ver que todas esas cosas no son sino bienes inciertos que da y quita la fortuna, que jamás llegan a satisfacer enteramente al corazón humano, cuya dicha mayor consiste en disfrutar esos bienes si los tiene, y el pasar igualmente sin ellos si la fortuna se los niega; que así alcanzará la mayor soberanía y satisfacción interior, y se sobrepondrá a sus afectos viciosos sin que la adversidad lo altere ni entristezca, ni se ensoberbezca en la prosperidad.

     Mas el ánimo que prueba en sí esta contrariedad de afectos, ¿cómo formará justo aprecio del bien que la virtud le aconseja y del provecho que se le ha de seguir en resistir los anhelos de las pasiones? Él mismo lo puede quilatar en sí por los efectos mismos que experimenta, obrando lo honesto o lo deshonesto, como también por el juicio que formaron siempre los hombres de todas edades y pueblos, a pesar de la diversidad de sus ritos, costumbres y religiones, conviniendo todos en apreciar y ensalzar las acciones virtuosas y en aborrecer y castigar las malas y deshonestas.

     De esta antigua y constante opinión de los hombres deducen los sabios que el ánimo y entendimiento racional recibió del autor de la naturaleza un destello de luz superior que le hace discernir y apreciar lo bueno en cotejo de lo malo, por más que las pasiones lo inciten a obrar mal antes que bien. Verdad es que por lo común no combate ni resiste a sus sugestiones, sino que se deja vencer y arrastrar de ellas. Su opinión queda convencida de la mayor utilidad de lo honesto, pero no lo ejercita porque le falta la fortaleza de la virtud necesaria, que saca el hombre de los motivos sublimes y de los ejemplos de la religión, que añade nuevas luces y razones a la filosofía moral.

     Una y otra nos persuaden que las pasiones no llevan por mira sino una felicidad aparente, dudosa e inconstante, un interés momentáneo y sólo exterior, y que al contrario, la virtud aspira a la sólida y duradera felicidad, que tiene su trono en lo interior del ánimo. Mas como estas felicidades falsas y verdaderas se forman de bienes y males físicos e ideales o de opinión, engañándose así el hombre en apreciarlos, conviene examinarlos a la luz de la ciencia moral, sin intervención de las preocupaciones de la ignorancia y del amor propio.

     Mal físico y real no hay otro que el dolor, como no hay tampoco otro bien físico que la salud. La naturaleza no reconoce otros males y bienes; con ellos constituye nuestro ser y existencia, o la destruye y disuelve. Todos los demás son ideales y de opinión, extraños al hombre. Hay quienes los buscan y estiman, hay también quienes los desestiman y desprecian. Tales son los honores, las riquezas, la gloria, la desgracia, la pobreza, la ignominia, de los cuales nacen otros bienes y males físicos, no porque tengan su principal origen en la naturaleza sino porque ella los experimenta, nacidos y suscitados de la opinión que formamos de los objetos; por esto yo los llamara mejor males y bienes morales: tales son el gozo, la satisfacción, el consuelo, la imperturbabilidad, la tristeza, los afanes, la agitación, las zozobras que contribuyen a formar nuestra dicha o desdicha.

     Establecido, pues, que fuera de la salud y del dolor y del contento y tristeza que ellos engendran no hay bien ni mal físico sino en nuestra fantasía y en el engañado aprecio que hacemos de las cosas de la tierra, debemos convenir (no pudiendo pasar los hombres sin el uso de ellas y sin sentir los efectos que causa el poseerlas o el estar privados de las mismas, de donde proceden nuestro gozo o tristeza moral en su posesión o privación) importa que aprendamos a hacer buen uso de los bienes si los tenemos, y a soportar los males si nos vienen, disminuyendo la opinión que de ellos nos formamos, pues sólo así conseguiremos la paz y sosiego interior, la soberanía del ánimo, la sublime satisfacción e inalterabilidad, aun en la desgracia, en la pobreza y en la ignominia.

     Éste es el toque en que se quilata la verdadera felicidad del ánimo que posee la virtud, y en que muestran su liga miserable los bienes apetecidos de las pasiones, pues a prueba de la menor desgracia y de un fatal accidente se desvanece su felicidad, aunque en medio de la mayor grandeza y opulencia. Esto me confirma mucho más que el origen de nuestra dicha o desdicha está en el ánimo y en los sentimientos principales, que son el fómite, por decirlo así, de todas las pasiones, que las avivan y agitan sirviéndose para ello de la opinión que formarnos del bien y del mal, porque el hombre desea y busca necesariarnente el bien conocido, y teme y evita el conocido mal.

     Apenas nacidos, deseamos lo que nuestros ojos alcanzan; luego deseamos lo que vemos que estiman y desean los demás. Del mismo modo tememos primero lo que nos amedrenta y luego lo que vemos que temen y aborrecen los demás. Así la opinión propia y ajena es siempre el móvil de nuestras pasiones. Veamos cómo éstas nacen de nuestros deseos y temores mediante la opinión, pues de este modo tendremos mayores luces y motivos para moderarlas y conseguir así nuestra interior felicidad y contento inalterable, que es el fin que se propone la virtud.

     Dejamos asentado que es principio innato en el hombre el desear. Todo deseo engendra agitación en el ánimo mientras espera alcanzar el bien a que aspira; luego disgusto y pesar si no puede alcanzarlo o si lo pierde. Para conseguirlo nos desvelamos, trabajamos, rogamos, nos abatimos a medios tal vez ruines e indecorosos, pues nada contiene a un deseo vehemente. Vemos los otros ricos, luego deseamos las riquezas, y de este deseo se forma la codicia; los vemos levantados a los primeros empleos, aspiramos luego a los honores y empleos, de donde nace la ambición. Deseamos luego el rico traje, el adorno, la presea, la fruslería con que vemos parecer bien a las demás, y esto forma insensiblemente nuestra vanidad. Demos que todas estas cosas que podemos desear o deseamos son honestas, mas engendran pasión si se desean con ansia, con inquietud y porfía que conturban el ánimo y lo desazonan mientras se desean, y lo hacen infeliz si no las consigue.

     Para vivir, pues, feliz, conviene que yo no desee, o que a lo menos no desee con ansia y con afán; esto no es posible si yo no destruyo primero la errada opinión que formé de las cosas que deseo, y si no tengo de ellas el verdadero conocimiento de lo que son y de lo que dan de sí, suministrándome luces y razones la ciencia moral y la experiencia. Éstas me enseñan que ninguna cosa de cuantas desean las pasiones apagan sus deseos y los satisfacen enteramente. Se desean mientras no se poseen; poseídas las miramos con indiferencia o suscitan otros mayores deseos. Me enseñan, a más de esto, que no todo lo que se desea se alcanza, aunque las esperanzas nos lo prometan; que aunque lo consigamos con gozo lo podemos perder con mayor dolor, no dependiendo de nosotros ni de nuestra voluntad el disfrutarlo, sino de los antojos de la fortuna y de otros accidentes. Que lo mismo que con mayor anhelo y ansia pretendemos nos puede ser fatal y funesto, y de donde esperábamos se nos siguiera la mayor felicidad se nos sigue la mayor infelicidad y desdicha.

     Que al contrario, por refrenar mis deseos, se me alcanzará un consuelo dulce, una satisfacción imperturbable en medio de la falta que padezco sin culpa mía; sacaré la paz pura y constante del ánimo, el sublime señorío de mis afectos, la fuerte y noble indiferencia que probaré, ora alcance lo que no tengo, ora lo pierda después de poseído; que no seré vana, codiciosa ni ambiciosa, sino que conseguiré la soberanía de la moderación, que me hará superior a todos los falsos bienes de la tierra y hará que no les eche menos, porque nada falta a quien nada desea.

     Mas esto no se alcanza fácilmente. El ejercicio de la virtud dura toda la vida. Ni son solos aquellos grandes deseos de honores y de riquezas que padecemos. Los siniestros afectos renacen de continuo en el ánimo y engendran otros deseos inferiores que no se vencen a brazo partido, sino con el tiempo y con la reflexión. Los mismos no se echan de ver a las veces, ni se repara en ellos porque no hacen gran impresión en el ánimo; pero despreciados, fomentan y engendran poco a poco las pasiones mayores. A vos os parecerá que os halláis exenta de todo dañoso deseo, no deseando ni honores ni riquezas; pero si ponéis los ojos en vuestro interior hallaréis que sentís deseo de parecer bien, de ser tenida por rica, por hija de Belisario, y así de otros muchos efectos de la vanidad, de la codicia y ambición, que retoñan de continuo en el ánimo y que lo sorprenden y sojuzgan si no vela en su guarda la moderación.

     El sentirlos no es falta de virtud, bien sí el engreírse y complacerse con ellos, y véncense fácilmente con el menosprecio luego que quedamos instruidos por el estudio de la ciencia moral de los engaños que comúnmente padecen los que fomentan deseos de la alabanza y de la estimación ajena, que todos naturalmente apetecemos porque el amor propio no nos deja apreciar la entidad del ajeno concepto ni ver el interés o miras que llevan los que nos alaban. Así los que con ellas nos engreímos nos hacemos juguetes por lo común de cortesanos embustes y del eco de expresiones engañosas. Mas el ánimo que va sobre sí y que tiene sus afectos y deseos al freno de la moderación, conociendo la liviandad de las honras y de los aplausos que se le hacen, aunque exteriormente parece que los recibe con reconocimiento, los rechaza de su corazón sin dejarse avasallar de sus falsos alhagos y dulzura.

     De este modo pudiera internarme en otros muchos deseos que brotan de continuo en el ánimo y lo molestan si no se oprimen con el ejercicio de la virtud; pero así como fuera cosa muy larga, así no me dejaría tratar del otro origen de nuestras pasiones, que dije ser el temor, sobre el cual haré algunas reflexiones semejantes a las que hice sobre los deseos.

     Todo viviente desea y teme; afectos indestructibles en el ánimo, infundidos por la naturaleza como medios de la conservación de su ser o como preservativos de su destrucción. Mas no todo temor lo infunde la naturaleza; hay muchos temores que nacen de la ilusa fantasía, de las preocupaciones y de nuestro viciado natural. De donde deduzco que hay temores verdaderos y falsos, unos y otros susceptibles del freno de la moderación y de las luces de la sabiduría. Los brutos padecen muchos menos temores que los hombres. A éstos se los acrecientan sus ridículas o vanas opiniones, que contribuyen para acrecentar también el número de sus males y desazones. Y como son tantas las inquietudes que causan, conviene sobreponerse a ellos en cuanto se pueda con la ayuda de las reflexiones morales, para conservar la serenidad y contento del ánimo y la dicha constante que de ello se le sigue.

     Todo lo contrario de lo que el hombre desea y teme. Teme la pobreza, el deshonor, el abatimiento, la pérdida de su fama, de su concepto, de la salud; teme finalmente la muerte, que es su mayor temor, por lo común, y la que barre y disipa como al polvo todas las mayores grandezas y felicidades de la tierra. Siendo, pues, la muerte la cosa más temible al mortal, comencemos por ella, pues si el ánimo llega a tener como sofocado este temor recabará tener avasallados...»

     Apenas llegó Domitila a esta parte de su discurso, entró una esclava, diciendo a Eudoxia con alborozada agitación:

     «Señora, señora, compareció el mercader de Smirna; viene con nuevas mercaderías que os desea mostrar».

     Eudoxia, que ya no pensaba más en él, oyendo su inesperado arribo lo recibe con complacencia y lo hace entrar, curiosa de saber el motivo de su larga ausencia y de ver las nuevas mercaderías que traía.

     Hasta entonces estuvo alerta Maximio, esperando que Antonina saliese otra vez sola de su casa sin su hija para entrar con menor afán, pues aunque no temía que Antonina le conociese con aquel disfraz, quería entrar con mayor seguridad y satisfacción. No pudo sin embargo ver cumplidos sus deseos y esperanzas, que le hacían diferir el plazo, hasta que se lo proporcionó la picadura de la araña. El alboroto que movió entonces Antonina fue tan grande que se divulgó inmediatamente por el barrio que moría. El impaciente Maximio, certificado del caso, no tardó en aprovecharse de aquella circunstancia para dar a Eudoxia la urgente noticia de la desgracia que amenazaba a su padre, para que pudiese hacerlo avisar de ella cuanto antes y la evitase.

     La vista de los médicos que entraron sucesivamente en la casa confirmó a Maximio en la verdad del accidente, y arrojó de su pecho todos los reparos y recelos que le quedaban y le detenían, yendo sobre la marcha a disfrazarse. Lo ejecutó con tanto mayor aliento y satisfacción que la vez primera, por cuanto no le quedaba ahora, como entonces, a su corazón fiel y honrado el escrúpulo de faltar a la promesa de su amigo y al juramento hecho de guardarle el secreto. El tiempo que pasó le sugirió medio para que sin faltar al juramento hecho pudiese descubrir el secreto a Eudoxia. Fue, pues, el fingirse astrólogo y decir a Eudoxia su desgracia por vía de pronóstico. Alegre con este medio término y con la excusa que imaginó para pretextar su tardanza, en caso que le preguntasen el motivo, se encamina disfrazado como antes a casa de Belisario, persuadido que se hallase Antonina en el estado en que la fama la representaba, y aunque hallase a Eudoxia afligida por tal causa pensaba hacerla avisar de lo que igualmente debía importarla como la vida de su madre. Mas entretanto que fue a tomar el vestido y la mercadería, los médicos curaron a Antonina, sosegaron la casa y restituyeron a Eudoxia su serenidad.

     Ignorante de esto Maximio, extrañó por lo mismo no ver en la casa ni en los esclavos ningún indicio de la turbación y tristeza que suponía. Maravillose mucho más de la jovialidad y complacencia con que lo recibieron Eudoxia y Domitila, cuando las creía oprimidas del dolor por la desgracia de Antonina. Alegrose en parte su corazón por el padecido engaño, realzado de la dulce afabilidad con que Eudoxia le dijo:

     «Bien venido seáis, mercader; nos tuvo con cuidado vuestra tardanza no sabiendo el motivo de ella; temíamos que os hubieseis embarcado para Smirna. ¿Cómo es que no vinisteis a cobrar vuestro dinero?»

     «Agravóseme el mal de este ojo, y en vez de embarcarme para Smirna me embarqué en la cama».

     «Siento que haya sido ése el motivo, y deseara que curaseis enteramente».

     «Hágalo el cielo, señora, y me conceda el mismo que llegue a ver con mis dos ojos sanos lo que más amo y deseo».

     «¿Qué nuevas mercaderías traéis? Veámoslas».

     «Éstas son telas finísimas de Sidón, y estas otras de Canopo».

     «Cabalmente las que mi madre, deseaba comprar. Venid conmigo, que tal vez las tomará y os entregará con su precio el de las flores que os compramos».

     Dicho esto, sin detenerse se encamina a la estancia de su madre, arrastrando tras sí, en fuerza de su insinuación, al aturdido y turbado Maximio, que la seguía temblando y temiendo ir a encontrar la presencia de Antonina, que con tanto cuidado había procurado eludir. Pero puesto en el lance, atendió a salir felizmente de él, sosegando algún tanto a su ánimo las renacidas lisonjas de que Antonina no le conocería.

     Confortábalo no poco la amable presencia de Eudoxia, que le introducía, y la inocente confianza con que le presentó a su madre, la cual le hizo casi las mismas preguntas sobre su tardanza y sobre las mercaderías que traía. Satisfizo a todo Maximio y le mostró las telas, que agradaron de contado a Antonina, y mucho más el precio barato a que las daba a fin de salir cuanto antes del embarazo y recelos en que se hallaba. Rebosó por lo mismo su corazón de gozo cuando vio que Antonina se levantaba para ir a contar el dinero y entregárselo. Por otra parte estaba solícito e impaciente por hacer a Eudoxia el pronóstico de la desgracia de su padre, y como le daba ocasión para ello la detención de Antonina en contar el dinero, se aprovecha de ella, diciendo a Eudoxia que lo miraba:

     «¡Cuán mal me viene la revolución de los astros para volver a mi patria! ¡Rara vez salen las cosas a medida de los deseos del hombre! Ahora que el mitigado mal me concedía satisfacer a mis ansias, los astros me lo vedan».

     «¿Qué tienen que ver ellos con vuestra resolución?»

     «Más de lo que os parece; a impulso de sus influjos acaecen todos los accidentes buenos y malos de este suelo. Los consulté sobre mi navegación a la patria, y me hicieron ver por ciertas señales infalibles que me será infausta si el erizado Jove no deja de mirar con áspero ceño al acobardado Saturno».

     «¿Cómo? ¿Vos entendéis de astrología?»

     «Esa ciencia aprendí desde niño. Yerro pocos de mis pronósticos. Si deseáis saber los accidentes que os han de suceder en la vida, pudiera satisfacer a vuestros deseos sin que falle ninguno de cuantos os pronostique; permitidme solamente que vea la palma de vuestra mano».

     «¿No tenéis bastantes indicios sin ver la mano?»

     «La palma de la mano los ha de verificar; permitidme, os ruego, que la vea; y si yerro en lo que os diré de importante, tenedme por loco».

     «Eso no lo permitiré yo aunque me cueste el ignorarlo».

     «¡Ah...! ¡Cuánto deseara no ver lo que observo con dolor!... Eudoxia, el pronóstico os ha de ser funesto».

     «¿Cómo funesto? ¿Por qué?»

     «Debo sin embargo preveniros que avisándoos con tiempo podéis precaverle y evitarle. A este fin solo os lo diré. ¡Ojalá sea yo creído!»

     «Como quiera que sea, decidlo; me tenéis impaciente por saberlo».

     «Lo diré, pues, con dos condiciones: la una, que lo debo decir en secreto a vuestro oído. La otra, que lo debáis sólo comunicar a vuestra madre, y a ningún otro».

     «Las admito; decidlo».

     Maximio, transportado de la sublime satisfacción y consuelo de tener la licencia de su amante, no pudo dejar de exclamar en ademán de inspirado adivino, diciendo:

     «¡Ah, señora, digna de los respetos de los mortales y de los míos! ¡Ah, Eudoxia! La inminente desgracia de vuestro padre Belisario y vuestra interrumpe mi más dulce discurso. Fuerza es acabar de decirlo. Él salió ya de Rávena, más con agüeros bien infaustos. El Emperador lo hará prender luego que llegue a Constantinopla si desde luego no hacéis que le llegue esta noticia enviándole un barco con este secreto mensaje. Creedme, Eudoxia, su desgracia es inevitable si no hacéis lo que os digo con el más vivo sentimiento».

     «¿Cómo es posible? ¡Cielos! ¿De dónde sacáis este pronóstico?», exclamó Eudoxia luego que Maximio acabó de decírselo en voz baja al oído, y al tiempo que volvía Antonina con el dinero; la cual, oyendo la exclamación de Eudoxia, deseó saber de ella lo que era. Díjola entonces Maximio que se lo comunicaría todo Eudoxia, pues tenía ya su palabra que ninguno fuera de ella lo sabría. Decíalo esto Maximio por mira de Domitila y de una de las esclavas que estaban presentes, lo que entendido de Antonina, sin persistir en su curiosidad le entregó el dinero diciéndole que lo contase. Rehusó el hacerlo Maximio, pero obligado de las instancias de Antonina obedeció, no cabiendo en su corazón el gozo por haber salido tan felizmente con todos sus deseos, y por la dicha de haber comunicado su secreto a su amada.

     Mas si pudo pronosticarla la desgracia de Belisario, negáronle los astros que previese la desdicha que a él mismo le amenazaba de ser descubierto a los ojos de Eudoxia y de Antonina, por medio de un accidente extravagante que había de agravar su dolor y su impostura; y fue que, esparcidas por la ciudad las voces de la inminente muerte de Antonina, como llegasen éstas, aunque tarde, a los oídos de su hermano Severo, movido él de aquella repentina novedad acudió a saber el estado de su hermana Antonina. Pero antes de entrar, informado por los esclavos de su restablecida salud, se sosegó y pudo presentarse a Antonina con toda la jovialidad y franqueza que le era natural, dándole los parabienes por haber vuelto tan presto a la vida.

     Entraba diciendo esto al tiempo que el supuesto mercader, recobrado el dinero, se despedía. Desgraciadamente para Maximio, aconteció que aquel mismo mercader que le prestó el vestido y las telas había engañado el día antes a Severo, cambiándole una pieza de tela fina que le había vendido por otra muy inferior, que substituyó en su lugar mientras Severo contaba el dinero para pagarle. Partido el mercader, conoció el engaño, que lo enojó sobremanera, incitando su pecho a vengarse de él a cualquier coste si lo encontraba.

     La inesperada vista del disfrazado Maximio en la estancia de su hermana, el vestido talar, el parche, la misma gorra, las telas vendidas, todo lo hace ver y creer que sea el mismo mercader que le engañó; y arrebatado de su resentimiento, usando de la libertad y confianza que le daba su hermana Antonina, acomete al desventurado Maximio y de un fiero torniscón hácele saltar la gorra con el fingido parche, llamándolo bribón y bellaco y descubriendo así enteramente el rostro de Maximio con su embuste, sin cesar de darle puntapiés y maltratarle.

     ¡Oh, Timante, si yo supiera como tú retratar al vivo los sentimientos del ánimo, cuán atrás quedara Agamemnón, bajo el velo con que expresaste su paterno dolor por su degollada Efigenia, en cotejo del atónito Maximio, descubierto tan sin pensar a los terribles ojos de Antonina y de su amada Eudoxia! ¿Cómo explicar el tumulto de encontrados afectos que acometieron de un golpe su corazón aturdido, y que quitándole de los ojos la luz del día no le dejaban ver el lugar en que se hallaba ni lo que le sucedía, sin saber tampoco defenderse de los insultos con que Severo agravaba su humillación?

     Desistió éste de atropellarlo luego que Antonina, certificada con gran sorpresa suya de ser Maximio aquel a quien creyeron mercader, le comenzó a decir muy alterada:

     «¿Con tan descarada ficción osasteis venir a insultarme en mi propia casa, hijo indigno de Septimio, y envilecer con ese disfraz vuestra condición y nacimiento, a fin de ultrajarme?»

     Severo, contenido de las palabras de Antonina, reconoce, no sin admiración, a Maximio, a quien acababa de maltratar creyéndole el mercader, y sentido de lo hecho se comidió luego con él, diciéndole:

     «Perdonad, Maximio, si me propasé con vos sin conoceros, tornándoos, engañado de ese traje, por un mercader que lo lleva semejante, y que ayer mismo me dejó una pieza de tela ruin en vez de otra fina que le compré».

     Eudoxia, atónita, confusa, compadecida e interesada por la turbación y aturdimiento en que veía al descubierto y ultrajado Maximio, quedó muda, palida y revestida de los sentimientos de su infeliz amante, que con el pretexto de aquel disfraz y de la astrología había tenido en sus manos la suya, y pronosticádole tal desventura. Mil agitados efectos y dudas nacidas de estas circunstancias agravaban las solicitudes y angustias de su corazón, pareciéndole un pesado sueño lo que la pasaba y veía. Maximio, como si saliera de un abismo de tinieblas, llamado de las excusas y del comedimiento de Severo, no podía proferir palabra, mucho menos continuando a decirle Antonina, exasperada de su ficción:

     «¿Es éste, Maximio, el respeto que tenéis a mi casa, a mí misma y a mi hija, que vinisteis por la segunda vez a solicitar con ese mentido traje, que realza vuestro descaro y atrevimiento?»

     Maximio, que a pesar de su consternación y vergüenza se hallaba confortado de la pureza de sus intenciones, tan diversas de lo que Antonina se imaginaba, la respondió:

     «Llamo por testigo al todo poderoso del fin compasivo por el cual tomé este disfraz. Seducido solamente de vuestro bien y del de Eudoxia entré en vuestra casa. Ojalá deje el tiempo de aclarar y hacer patente lo que no puedo descubrir, desmintiendo los pronósticos de mi astrología aunque sea a costa de mi mayor confusión e ignominia».

     Mas Antonina, vivamente resentida contra él, le dijo:

     «No penséis, Maximio, con palabras solapadas, misteriosas, ni con supuestos bienes preocupar mi corazón, justamente indignado contra vuestro descarado proceder. Os amenacé que haría mis debidos recursos si volvíais a poner los pies en mi casa; no hay ya para que repita vanamente lo que debo poner en execución. Partid».

     Severo, que nada sabía de lo que Antonina insinuaba, y que arrepentido de los ultrajes hechos a Maximio se sentía movido a compasión por él, quiso sosegar a su hermana e interceder por el ofendido, diciendo que todo se podía componer buenamente sin romper lanzas, y que así desearía saber lo que antes había pasado entre ellos. Pero Antonina, implacable en su enojo, le respondió, persistiendo en su resolución, que nada había que saber ni que componer, sino que fuera muy en hora mala aquel atrevido y descocado embustero.

     Maximio, penetrado de estos nuevos improperios de Antonina, haciendo un compasivo ademán con la mano, exclamó:

     «¡Ah! ¡Quiera el cielo, Antonina, que esa mala hora en que me enviáis no caiga sobre vos y sobre vuestra familia! Me iré, sí, pero con el dolor de no poder decir de veras lo que pareciendo embuste me granjea vuestros injustos ultrajes y maldiciones. A Dios».

     Dicho esto, dando una dolorosa y ardiente mirada a Eudoxia partió Maximio, dejando a su amante consternada con lo que acababa de proferir, pues parecía aludir con afirmación al pronóstico que la hizo.

     Creció la tristeza y desconsuelo de Eudoxia viendo resuelta a su madre en hacer instancias a la justicia para que castigase el atrevimiento de Maximio, sin que pudiesen apartarla de su determinación los consejos de su hermano Severo para que desistiese de aquel ridículo empeño, después que supo que se reducía todo a haberse disfrazado Maximio dos veces para ver a Eudoxia; y aunque dejó a su hermana persuadido de su silencio que no delataría el caso a la justicia, no fue así, pues inmediatamente envió uno de sus mayordomos para pedir satisfacción y castigo.

     No contenta con esto, recelando que Eudoxia estuviese de inteligencia con él, por cuanto la vez primera que estuvo Maximio disfrazado en su casa se hallaba ella ausente, quiso examinarla para certificarse de la verdad, como también para saber el pronóstico que la dijo al oído y que sólo debía comunicar a su madre. Fue fácil a Eudoxia justificar su inocencia con las ingenuas protestas que la hizo, y aunque la turbó no poco con el pronóstico de la prisión y muerte que amenazaba a su marido Belisario luego que llegase a Constantinopla, le costó poco también sacudir los asomos de sus temores, reputándolo todo ficción y embuste de Maximio, y no desistió por eso de agravar su delación a la justicia.

     No tardó a tener su recurso el fin que Antonina deseaba. El desgraciado Maximio fue preso y llevado a la cárcel, sin que nada supiesen sus padres y sin que pudiesen sacarlo de ella después que lo supieron, a pesar de sus manejos y diligencias, llorando día y noche el infeliz Maximio su desventura, y mucho más que su propia ignominia y desgracia la que sabía que amenazaba a su amada Eudoxia, cuyo nombre repetía con ternura al paso que detestaba el de su orgullosa madre. No estaba menos afligida ni triste Eudoxia por la prisión de su deplorable amante, sofocando en su interior el dolor que probaba por la severa resolución de su madre y por las penas de Maximio, que el amor le acrecentaba en su fantasía entre los horrores del calabozo.

     Ni tenía otro consuelo que el de aliviar su sensible corazón con Domitila, la cual se esmeraba en fortalecer su virtud con sabios consejos y reflexiones, especialmente contra los temores y recelos de la desgracia de su padre que le había pronosticado Maximio, y que poco después de su prisión le avivaron las cartas de su padre Belisario, confirmando el mismo su salida de Rávena y dando mayor peso al pronóstico que al principio parecía despreciable. No sirvieron de grande alivio a su ánimo afligido las cartas de su prometido esposo Basílides que Belisario incluyó en las suyas, y en que le participaba su tratado casamiento. Le decía la suma satisfacción que probaba por suerte tan feliz, atendidas las gloriosas circunstancias y mucho más las adorables prendas que la adornaban, y que ansiaba llegar cuanto antes a Constantinopla para darle con la entrega de su mano y de su fiel y apasionado corazón la mayor y más segura prenda de su amor eterno.

     Nada de todo esto podía acallar los temores de Eudoxia sobre la desgracia de su padre, ni borrar de su memoria las funestas especies de la prisión de Maximio, que interesaba más a su corazón triste y compasivo que las glorias de su casamiento con Basílides. Sólo le sirvieron de algún confortativo las nuevas demostraciones de júbilo que hizo el pueblo luego que se divulgó en la ciudad la vuelta de Belisario. Creían todos que venía a triunfar del rey Vitiges como había triunfado del vencido Gelimer, y en esta persuasión hacían costosos preparativos para que fuese más solemne y pomposo. Esmerábase también Antonina en hacerlos en su casa en atención de las bodas de Eudoxia y de Basílides, según Belisario la prevenía. ¡Cómo pudiera ella imaginarse que se hubiese de verificar tan presto el pronóstico del preso Maximio!

     Guardaba sobre ello la corte un riguroso silencio, y si la casualidad de escuchar el amigo de Maximio el discurso de sus padres sobre la prisión de Belisario no descubriera las intenciones del Emperador, ninguna sospecha de ella hubiera podido caber en la imaginación de ninguno. Eran bien visibles y notorios al Emperador los extremos del júbilo del pueblo y las disposiciones que tomaba para honrar a Belisario, pero no se daba por entendido, dejándole obrar para disimular más las tomadas resoluciones. Para poderlas ejecutar con mayor seguridad se envió orden a Narsés, general del ejército que guardaba las fronteras de la Bulgaria, para que se fuese acercando a Constantinopla con el cuerpo de gente más escogida, a fin de contener al pueblo si por ventura se alborotaba en la prisión de Belisario, como era muy temible atendido al entusiasmo de afecto que se había granjeado su valor e ilustre fama.

     No tardó a manifestarlo el mismo pueblo luego que la armada estuvo a vista del puerto y que se esparció por la ciudad la noticia, desamparando todos sus casas, sus oficinas y los trabajos en que se empleaban para acudir a la playa en que hacían resonar el ilustre nombre de Belisario con sus repetidas voces y aclamaciones. Las madres llevaban en brazos a sus tiernos hijos para que pudiesen también ellos tener el gozo de contar a los venideros que habían visto y conocido aquel hombre singular.

     Luego que tuvo aviso Antonina de la entrada de la armada en el puerto, agitada del ardiente gozo y de las ansias que fomentaba de ver cuanto antes a su triunfante marido y de darle los parabienes de su llegada, se encaminó inmediatamente con su hija Eudoxia hacia el puerto, seguidas del mayor número de sus lucidos esclavos y esclavas. Mas fue con esto la primera en recibir los primeros indicios de la mudanza de su fortuna, vedándole los guardias pasar adelante como pretendía para ir a la nave a saludar a su marido.

     Este agravio y sonrojo, reputados tales de su resentimiento, aunque excusados por las centinelas que le dijeron no tener orden para ello, obligaron sin embargo a la ofendida Antonina a volver a su casa sumamente confusa y enojada. Volvía también con ella Eudoxia, ¡mas con cuán diversos sentimientos! Veía verificados en las quejas y dolor de su madre los efectos de los deseos desordenados cuando no quedaban satisfechos, sobre los cuales le había dado Domitila tales consejos. Deshacíase en llanto Antonina, hacía resonar las estancias con sus lamentos, que hallaban pábulo en las ideas de su ofendida ambición por su ultrajado decoro, representándosele la entrada triunfante de su marido, las aclamaciones con que el pueblo lo recibiría, la solemne embajada que le enviaría el Emperador a la nave para darle los parabienes de su llegada; honores de que ella hubiera participado si los desatentos guardas no la hubiesen impedido el embarco.

     Era de hecho costumbre de los Emperadores enviar esta especie de honorífico mensaje a los generales cuando llegaban victoriosos al puerto, y el mismo Emperador Justiniano lo había enviado otras veces a Belisario. Mas ahora que estaba ya decretada su prisión y su muerte, dejó de usar con él todas las demostraciones que pudieran manifestar aprecio de su conducta, permitiendo al pueblo las que le hacía por no poder impedirlas, contentándose de duplicar los guardas en las cercanías del puerto, con pretexto de que no naciese alguna desgracia con la confusión del concurso del pueblo.

     Belisario, que según costumbre esperaba el mensaje y aviso del Emperador para desembarcar, no se movía de la nave con la mira de no defraudar al carácter de general victorioso, antes que a su persona, aquel honor acostumbrado, que pudiera redundar en pérdida del derecho que hasta entonces habían conservado los generales vencedores. Pero luego que se le hizo saber que no se le enviaba el mensaje por hallarse indispuesto el Emperador, desembarcó inmediatamente sin aquella honra que ni su adquirida gloria ni su ánimo excelso echaban menos, a pesar de la extrañeza que le causaba aquella excusa por parte del Emperador, la que unida a su repentino llamamiento, cuando estaba para acabar la conquista de toda la Italia, no dejó de acrecentar sus sospechas sobre su desgracia.

     Suplió a todos los honores que se le negaron el ardiente afecto y entusiasmo del pueblo, que ansioso e impaciente por ver y honrar a Belisario atropelló con las duplicadas guardas que se lo vedaban, amontonándose con porfía en la orilla del puerto donde había de desembarcar, y sin dejarle poner el pie en tierra, entre sus repetidos gritos de gozo le puso por fuerza en sus hombros y le introdujo así en la ciudad, llevándolo en triunfo por las calles y haciéndole pasar por delante del palacio del Emperador sin cesar de aclamarlo, dándole los más extraordinarios elogios, hasta que le introdujo de aquel modo en su casa y en la presencia de Antonina y de Eudoxia, que salieron desaladas a recibir con lágrimas de indecible gozo y consuelo sus tiernos abrazos.

     A la suma y tierna satisfacción de sus mutuos parabienes sucedió la declaración del resentimiento que todavía conservaba Antonina por haberle impedido las centinelas llegar a la nave como lo deseaba, privándola con este sonrojo de la complacencia que hubiera tenido de verle cuanto antes. Procuró Belisario sosegarla, disimulando sus acrecentadas sospechas para no alterar el contento en su llegada. Antes bien, se esforzaba en animarla con festivas expresiones, manifestando con ellas su consuelo y complacencia, especialmente a su amada hija Eudoxia, en cuya dulce modestia y seriedad suave sumamente se complacía, como también de la vista y presencia de la virtuosa Domitila, a quien profesaba sumo aprecio.

     Aunque Belisario, atendidas todas las circunstancias de su venida y recibimiento, no dudaba ya de su desgracia, no creía sin embargo que llegase al exceso de privarlo de su libertad, y mucho menos de la vida. Sus señalados servicios y su inocencia no le dejaban entrar en tales sospechas, persuadiéndose solamente que se le quitase el mando y se le negasen los honores del triunfo. Crecieron estos sus recelos al otro día de su llegada con la venida de Sulpiciano, enviado del Emperador. Era éste uno de sus mayores émulos en la corte. Acompañábanlo otros dos caballeros principales para dar color de honorífico a aquel fingido mensaje. Recibioles Belisario con atentas y oficiosas demostraciones, y ya juntos, sin otros testigos, Sulpiciano, que llevaba la voz, le habló de esta manera:

     «La indisposición de que desgraciadamente adolecía el Emperador a vuestra llegada al puerto, así como le impidió enviaros el mensaje acostumbrado, así también privó al mismo de la complacencia que hubiera tenido de ir en persona a recibiros. Quiso, no obstante, poner el colmo a su dignación enviándome a mí y a estos caballeros para que le informásemos del estado de vuestra salud, pues a la verdad le pareció extraño que habiendo vos entrado en la ciudad os hayáis encaminado antes a vuestra casa y familia que a su palacio, donde os esperaba. Esta extrañeza por su parte procede sólo de las ansias que tenía de veros. Por lo tanto, os ruego queráis insinuarme alguna disculpa y satisfacción que pueda sosegarlo».

     Belisario oyó con sorpresa este inconsecuente discurso de Sulpiciano; revistiéndose de toda la grandeza de su ánimo, como también de su sabia cautela, le respondió:

     «La suma dignación del Emperador que me insinuáis, Sulpiciano, y que con complacencia experimento, es sobrada recompensa y premio de mis servicios para que deje de apreciarla con todo el respeto y reconocimiento que debo. Ella me hace mucho más sensible su indisposición, a pesar de esta nueva honra que de su parte recibo con vuestro encargo, que pone el colmo a su augusta beneficencia. Por lo que toca a la dilación de presentarme al mismo, no puedo excusarla sino con la violencia del pueblo, que sin dejarme sentar el pie en tierra me trasladó, a pesar mío, en sus hombros, desde el borde de la lancha al seno de mi familia, donde, apenas satisfechos los paternales oficios, me disponía para ir a cumplir con mi obligación principal, dando parte a su augusta persona de mi expedición y llegada. Debo prometerme que esta satisfacción llenará sus deseos, mucho más siendo vos, Sulpiciano, a quien tengo el honor de encargarla».

     «Por lo que a mí toca, dijo entonces Sulpiciano, podéis estar seguro, Belisario, que miraré por vos, como lo hice siempre, con apasionado afecto. Si no tenéis otro encargo que darme iré a cumplir con este con que acabáis de honrarme. Mas debo preveniros que el Emperador os dispensa de la ida a palacio que insinuáis. Cuando me honró con esta gustosa comisión comenzaba a agravársele el mal, y hasta mañana no me será posible participarle vuestro encargo. Le haré saber entonces vuestras intenciones y justos deseos, y en caso que quiera dignarse daros audiencia, como lo espero, no tardaré en comunicaros su determinación».

     Dicho esto se despide Sulpiciano, dando mayores motivos de sospecha a Belisario con aquel discurso doloso y lleno de contradicción, en el cual se le vedaba el cumplir con un oficio que al mismo tiempo se le echaba menos, y se le pedía satisfacción por haberlo dejado de hacer aunque no se ignoraba el patente motivo que se lo impidió. Tan extraña es la política en sus refinadas cavilaciones siempre que maquina la maldad para oprimir la inocencia coronada del mérito. Pueda una vez arrojar lejos de sí y de su excelso asiento a la vil envidia que le inspira tan bajos recelos y temores, dando, en vez de ella, cabida a la noble integridad de los sentimientos que suele infundir la prudencia iluminada de la sabiduría.

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