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La guerra civil en la narrativa de Miguel Delibes. De «La sombra del ciprés es alargada» (1947) a «377A, Madera de héroe» (1987)

Marisa Sotelo Vázquez



Para el profesor Antonio Vilanova, en recuerdo de sus clases de novela de postguerra.





Miguel Delibes, narrador de la primera generación de postguerra tenía una deuda pendiente con sus lectores asiduos y consigo mismo: una novela sobre la guerra civil, o, al menos, una novela en la que el enfrentamiento fratricida del 36 no fuese simple cañamazo sobre el que se teje la acción como había venido ocurriendo en mayor o menor grado desde La sombra del ciprés es alargada (1947).

Por ello, cuando en octubre de 1987, publica 377A, madera de héroe, aunque la novela no es estrictamente una obra sobre la guerra, sino que básicamente narra el aprendizaje y la formación de un carácter -el de Gervasio García de la Lastra- en un medio familiar y ambiental provinciano, aristocrático, católico y conservador, justo es reconocer que la guerra civil, sus causas y consecuencias, se convierten en el eje temático de dos terceras partes del largo relato de más de cuatrocientas páginas, y viene a desvelar la verdadera clave significativa de la novela: el pretendido heroísmo del protagonista que no es sino un miedo radical y absoluto.

Sin embargo, la temática tanto en un sentido como en otro no era totalmente nueva, pues, por un lado la infancia, bien bajo la perspectiva de la formación del carácter, bien en la disyuntiva de la elección del camino auténtico había sido motivo recurrente en obras anteriores, singularmente en El camino. Y, por otro lado, la violencia y, más concretamente, la guerra como forma de violencia había aparecido, con más o menos intensidad en La sombra del ciprés es alargada (1947); como telón de fondo en Mi idolatrado hijo Sisí (1953); sutil y rápidamente aludida en Las ratas (1962); con machacona reiteración en Cinco horas con Mario (1966); universalizada en Las guerras de nuestros antepasados (1975) y reducida al ámbito de ciertos resabios de autoritarismo en la ideología paterna de El príncipe destronado (1976).

En La sombra del ciprés es alargada Delibes por boca de Pedro, que también era marino como Gervasio, protagonista de su última novela, maldecía la guerra y sus consecuencias, y sólo justificaba la violencia cuando se actuaba en defensa propia:

Pensé que también aquellos cuatro hombres -y los restos de otros siete que habíamos encontrado- tendrían una familia, una amistad, que la guerra había tronchado de súbito. Intenté descifrar el móvil que impelía al hombre a precipitar el fin de sus semejantes. Tarea inútil; los hombres se mataban por instinto... maldije de la guerra y a quienes, inicuamente, la desencadenaban. Maldije de las guerras absurdas con todas mis fuerzas, Y únicamente dejaron de parecerme absurdas aquellas que reprimen un movimiento de agresión auténtico e ilegítimo. «Las guerras sólo son lícitas, compensadoras -me dije-, cuando es la propia substancia la que está en juego, cuando es un caso de legítima defensa colectiva contra un agresor caprichoso y sin escrúpulo.»1



Seis años después, Mi idolatrado hijo Sisí, novela que en muchos aspectos es claramente un antecedente de 377A, madera de héroe, aparece ambientada entre 1917-1938. Cronología que se apoya en la inclusión en la novela de noticias de prensa2 que, a la vez que sitúan la acción en un espacio y un tiempo concreto, van conformando una especie de cañamazo de hechos y sucesos, la mayoría de las veces irrelevantes, pero de un indudable valor sociológico. Dicha técnica recuerda a la empleada por John Dos Passos en Manhattan Transfer, y, aunque más elaborada volverá a reaparecer en 377A, madera de héroe, ambientada entre 1927-1939.

Más allá de la parcial coincidencia cronológica, estructuralmente también ambas novelas se parecen, en ambos casos se narra con una estructura tripartita la formación de un carácter desde el nacimiento del niño hasta el momento de tomar parte en el conflicto. En Mi idolatrado hijo Sisí, la novela se ambienta en un medio provinciano, burgués, permisivo e hipócrita y, concretamente, en el tercer libro fechado entre (1935-1938), la guerra viene a ser la circunstancia que enfrenta al protagonista a su vacío existencial, a la par que la experiencia bélica progresivamente le reconduce3 a una vida más auténtica que, sin embargo, se verá trágicamente truncada por la muerte.

La muerte absurda de Sisí Rubes en la retaguardia del frente desencadena a su vez otra muerte, el suicidio de su padre que, acostumbrado a una vida en la que nada se le ha negado, no puede soportar la tragedia y menos aún entender que le haya tocado a él. Es ésta la primera novela del autor en que aparece la guerra civil española no sólo como trasfondo sino como desencadenante de la tragedia. Pues para el pequeño burgués egoísta que es Cecilio Rubes no había causas nobles y por supuesto ninguna que pudiera justificar la muerte de su hijo:

No pensó como el general López y otros muchos padres inconscientes: «Mi consuelo es que mi hijo ha muerto por una gran causa». A Cecilio Rubes todas las causas que provocaban la muerte le parecían malsanas. Sisí había muerto y lo que ocasionaba la muerte de Sisí no podía ser, en modo alguno, una gran causa.4



En Las ratas (1962), a pesar de la crudeza, el primitivismo y la miseria ambiental del campo castellano, debido al abandono secular acentuado por la consiguiente desolación de la guerra civil, Delibes no se plantea abiertamente dicha problemática, únicamente al comienzo de la novela -en el deambular del Nini por los lodazales de las callejas del pueblo- surge la cruel alusión al Viejo Rabino, a quien como a tantos otros «le dieron el paseo» en la guerra civil:

Cuando estalló la guerra, cinco muchachos de Torrecillórigo, capitaneados por Baltasar, el del Quirico, se presentaron con los mosquetones prestos a la puerta de su casa. Era domingo y el Viejo Rabino apareció con su humilde traje de fiesta y sus zapatos apretados, y el Baltasar, el del Quirico, le empujó con el cañón del mosquetón y le dijo: «Ahora voy a enseñarte yo dónde deben pastar las cabras». El Viejo Rabino parpadeaba y sólo dijo: «¿Qué quieres?». Y el Baltasar llevaba una cruz en el pecho y la Rabina miraba hacia ella como implorando, y luego miró para el Viejo Rabino, que, a su vez, se miraba los pies calzados con zapatos, y dijo humildemente: «Aguarda un momento». Al regresar de la alcoba vestía el traje de pastor y calzaba las alpargatas de goma y dijo: «hasta luego». Después dijo al Baltasar: «Cuando quieras».

Al día siguiente, el Antoliniano encontró el cadáver en las Revueltas...5



Y casi a renglón seguido aparece la segunda referencia a la guerra en la también breve alusión al asesinato del párroco de Merino, primo del Don Zósimo, el Curón;

le amarraron a un poste, le cortaron la parte con un guillete y se la echaron a los gatos delante de él. ¿Qué te parece? El Rabino Chico cabezaba, pero dijo: «Los otros no son cristianos, señor Cura».6



La reflexión del Curón con que se cierra esta brevísima pincelada contiene plásticamente la idea que Delibes tenía entonces y tiene todavía hoy sobre el enfrentamiento cainita del 36:

Don Zósimo entrelazó los dedos y dijo pacientemente: «Mira Chico, cuando dos hermanos, sean cristianos o no, se les pone una venda en los ojos, pelean entre sí con más encarnizamiento que dos extraños».7



Palabras que evidencian una enorme sintonía con las del autor, cuando señalaba que en algunos casos el conflicto sirvió de disculpa para satisfacer un instinto puramente criminal: «En este aspecto se dieron casos tan brutales en un bando como en el otro, siquiera resulten menos disculpables los que se ampararon en el nombre de Cristo, puesto que a la sombra de Cristo resulta harto difícil justificar un asesinato».8

Progresivamente, Miguel Delibes va avanzando y profundizando en la herida que fue tan difícil de restañar, cuando no imposible, para los hombres que vivieron la terrible experiencia de la guerra. Desde la meditación sobre el móvil de las guerras, a la mentalidad maniquea resultante, pasando por la terrible realidad del asesinato y la venganza, práctica harto frecuente en la guerra civil española.

En 1966, con Cinco horas con Mario, Delibes retoma el tema y las continuas alusiones a la guerra civil forman el telón de fondo sobre el que en un espléndido soliloquio9 Carmen va teniendo la evocación de su vida pasada junto a Mario. Una vida mediocre, gris, llena de pequeñas frustraciones, de desencantos cotidianos, de medias verdades, que se desvelan en esas cinco horas de velatorio frente al cadáver de Mario, su marido, quien de forma elíptica queda perfectamente retratado a través de los reproches de su viuda.

La guerra civil era ya entonces el cañamazo sobre el que el autor, con mano maestra y haciendo gala del dominio de nuevas técnicas narrativas, dibujaba a través únicamente de la palabra y la memoria de Carmen aquellas dos vidas tan unidas y a la vez tan distantes, a la par que proyectaba a través de ellas una profunda radiografía de la sociedad española de postguerra. De manera que para la conservadora y católica Carmen la guerra no había sido un enfrentamiento fratricida que ocasionó muertes inútiles en uno y otro bando, sino una fiesta continua, porque, además, tal como ella con suficiencia argumentaba, los muertos del bando republicano, bien muertos estaban por rojos, ateos y demás... negándose a aceptar, desde su ofuscación y fanatismo, que la contienda no había hecho más que aumentar las distancias entre los españoles de entonces, mientras que las nuevas generaciones, representadas por sus hijos, aunque no alcanzaban a ver claro intuían el sinsentido de todo aquello:

Hoy no les hables a los chicos de la guerra, te llamarían loco, y sí, la guerra será todo lo horrible que tú quieras, pero, al fin y al cabo, es oficio de valientes, después de todo no es para tanto, que yo, por mucho que digáis, lo pasé bien bien en la guerra, de acuerdo, a lo mejor por insensatez, pero no me digas si aquello era como una fiesta sin fin, cada día algo distinto, que si los legionarios, que si los italianos, que si los viejos, cantando «Los Voluntarios», que tiene una letra bien bonita, o «El novio de la muerte» que ésta sí que es el no va más. Y entonces ni me importaban los bombardeos, ni el Día del Plato único, que mamá, con ese arte especial que tenía, juntaba todo en un plato y ni pasábamos hambre, te lo juro, como el Día sin Postre, que Transi y yo comprábamos caramelos y ni notarlo.10



Carmen11 aparece así como representante paradigmática de una determinada España12 que en 317A, madera de héroe, Delibes vuelve a recuperar en la figura de mamá Zita, sobre todo en lo que respecta a la religiosidad y al conservadurismo y, en cierta medida, también en su hija Crucita, cómoda e insolente burguesa, que a pesar del desastre de su matrimonio confia en que el confusionismo de la guerra le posibilite de nuevo diversión y entretenimiento. Mientras que Mario encuentra también, en ciertos aspectos, su complemento en Telmo, médico naturista, fiel republicano, tolerante y algo panteísta que sostenía que la guerra civil era una atrocidad y una sangría inútil.

Asimismo, Carmen, con su mentalidad fanática, reaccionaria e intransigente venía a ser en Cinco horas con Mario un «complemento» de Cecilio Rubes -en palabras del propio autor13, a la par que posibilitaba la continuidad en el análisis de una línea de conducta que alcanzará su plenitud en alguno de los personajes ya mencionados de 377A, madera de héroe.

Nueve años después, en 1975, con Las guerras de nuestros antepasados aflora la misma temática de forma más directa aunque quizá menos específica, pues podría decirse que la temática de la novela es la violencia en estado químicamente puro y la guerra es como una excrecencia de esa violencia innata y atávica. Desde la cárcel asistimos a la confesión descarnada de un pobre infeliz, hipersensible por naturaleza, que responde al simbólico nombre de Pacífico Pérez, víctima inocente de la violencia de sus familiares y del primitivismo del medio rural en el que vive. Pacífico acabará cometiendo un crimen a pesar de su repugnancia innata por todo tipo de violencia. Paradógicamente el crimen responde así a una necesidad imperiosa de afirmar como sea su naturaleza pacífica. Es la solución para escapar del medio brutal en el que vive con continuas alusiones a las sucesivas guerras de sus antepasados: «El Bisa» -la 3.ª guerra carlista14-, «El Abue» -la campaña de África15- y «El Padre» -la guerra civil-:

El único que hablaba de la guerra de verdad, o sea de Brunete, Teruel y esas cosas, era Padre.16



El crimen que comete Pacífico Pérez contra el Teoísta, hermano de su novia, la Candi, no obedece al móvil de la revancha, ni tan siquiera del odio, es simplemente, y por ello es aún más trágico, la respuesta a una violencia machaconamente inculcada desde la más tierna infancia por sus familiares. El crimen es, en consecuencia, la liberación de tantas y tantas explicaciones reiterativas y crueles sobre la violencia y la guerra, es una especie de autodefensa de su naturaleza pacífica que, paradójicamente, necesita afirmarse mediante el crimen ante las continuas agresiones de sus antepasados, que han tenido cada uno su propia guerra y viven esperando la de Pacífico, porque para ellos, desde su primitivismo ancestral y su violencia atávica, son exclusivamente esas situaciones límite las que permitirán medir la hombría del protagonista:

Lo cierto es que en casa empezando por el Bisa y terminando por Padre todos tenían su guerra, una guerra de qué hablar, ¿comprende? Que luego andaba el tío Teodoro, que al decir del Bisa, así que acabaron las guerras aquí, se largó a las Américas a buscar otra.17



Y ante la insistencia del médico del penal, interlocutor de Pacífico: «Pero ¿es que a la fuerza tenías tú que hacer otra guerra?»:

P. P. -Por lo visto, sí señor, eso decían, que yo me recuerdo al Abue: todos tenemos una guerra como todos tenemos una mujer, ¿se da cuenta? O sea, para que usted se entere, cada vez que pasábamos por Telégrafos, donde el Isauro, el Bisa la misma copla; ¡Qué, Isauro! ¿no llegó la guerra de éste? Que el Isauro, a ver, aún no hay noticias, señor Vendiano; ya le avisaré.18



La influencia que ejerce el ambiente belicista y patriarcal en la conducta de Pacífico Pérez en Las guerras de nuestros antepasados puede considerarse un claro precedente de la educación militarista y de la presión psicológica ejercida por el abuelo, D. León de la Lastra, sobre Gervasio, protagonista de 377A, madera de héroe19. Aunque, justo es reconocer, que en este último caso la influencia es más débil, pues el abuelo muere muy pronto y está levemente atenuada por otos circunstancias ambientales y familiares como la figura del padre.

Además, en Las guerras de nuestros antepasados, parece claro que Delibes quiso plasmar el influjo de la violencia psicológica sobre un individuo hipersensible a la vez que plantear cómo esa misma violencia es algo atávico en los personajes del Bisa, el Abue y el Padre, que no conciben la vida si no tienen una guerra por generación. De manera que si no la hay la buscan con su actitud provocadora, que tiene su representación, a un nivel más local y concreto, en las continuas canteas entre las dos aldeas vecinas, el Human y el Otero -metáfora de las dos Españas- y, ya a un nivel más individual y específico, en la continua preocupación en preparar a Pacífico20 para su guerra. Por ello no puede ser más elocuente la respuesta de Pacífico cuando el Doctor le inquiere:

Dr. -Y ¿no les dijiste nunca a ninguno que a lo mejor no había más guerra?

P. P. -Por mayor, una vez, doctor. Se lo dije al Bisa, y no quiera saber cómo se puso, oiga, que la guerra estaba en nuestros huevos, y que mientras los hombres tuviéramos huevos, y Dios Padre me perdone, pues eso, habría guerras, ya ve que formas.21



Lo que en otras palabras, equivalía a admitir que las guerras no tenían por qué tener ningún sentido ni político, ni religioso, ninguna causa que las justificase, sino la violencia atávica y ancestral del individuo:

La satisfacción de un instinto de agresividad elemental.22



En 1987, justo cuarenta años después de las primeras referencias a la guerra civil, Miguel Delibes publica 377A, madera de héroe, probablemente pocas veces como es este caso es válida la afirmación de que el paso del tiempo explica muchas cosas, las distancia, las acrisola y las fija definitivamente en la memoria, pues 377A, madera de héroe es desde múltiples perspectivas síntesis y clarificación de las obras anteriores del autor.

Con mano maestra, Gonzalo Sobejano ha señalado las constantes que ponen en relación a Gervasio con otros protagonistas de novelas anteriores23. Pero más allá de los indudables parentescos psicológicos, concretamente, en la temática que nos ocupa, 377A, madera de héroe es la única novela en que el escritor vallisoletano aborda directamente la problemática de la guerra civil española, aproximándose «genéricamente al episodio nacional»24.

La cronología de la novela abarca desde 1927 a 1939, o sea desde las postrimerías de la dictadura de Primo de Rivera al final de la Guerra Civil. Y, concretamente, en los dos últimos libros de 377A, madera de héroe, el autor describe «con tacto selectivo y ágiles pinceladas, sin ceder nunca a la tentación de resultar completo»25 el clima prebélico: el advenimiento de la II República y sus efectos, considerados de manera muy distinta por el bando conservador -el clan materno de la familia del protagonista y el colegio-, o el bando republicano -Telmo y sus hermanos-. La Revolución de Asturias, referida con rápidas pinceladas; las últimas elecciones democráticas del 36; el gobierno de Azaña -responsable para algunos de todo tipo de desmanes-; el clima enrarecido, previo al alzamiento -mítines, proclamas, desfiles, detenciones, asesinatos-, y, finalmente, el estallido de la guerra. Todo ello al compás de la maduración psicológica del protagonista que, ante la prolongación del conflicto, decide su incorporación a la Armada. La descripción de la retaguardia del frente y la vida castrense rutinaria e irracional, abordada con cierta morosidad por el autor26, hasta la participación directa del protagonista en el conflicto: en el buque Juan de Austria, donde finaliza la guerra y también la novela.

Sobre los hitos históricos antes mencionados se va tejiendo el cañamazo ambiental de la novela, y mediante la incorporación de noticias procedentes de los archivos periodísticos, el pulso bélico invade la última parte de la obra y sirve como pretexto al autor para situar al protagonista en una tesitura que transmina realidad histórica y cotidiana. De manera que al intervenir en sucesos concretos y reales, la verosimilitud del protagonista se refuerza y su conflicto personal adquiere tintes más trágicos y reales. El mecanismo es prácticamente el mismo que en Mi idolatrado hijo Sisí, con la apoyatura de una crónica de prensa, insertada de forma literal en la novela:

LOS REVOLTOSOS ASALTAN LA CASA-CUARTEL «LEPANTO». UN SARGENTO DE LA GUARDIA CIVIL MUERTO Y DOS NÚMEROS MUERTOS. -Ayer se desarrollaron en nuestra ciudad luctuosos sucesos que produjeron, al ser conocidos, viva impresión. Desde primeras horas de la tarde empezó a notarse cierta efervescencia entre el elemento obrero que pretendía impedir la salida de trenes de nuestra ciudad. La fuerza pública, que acudió en buen número a la Estación, fue informada de que grupos de incontrolados intentaban asaltar la armería de don Pablo Esteban, sita en la Plaza Mayor. Un ómnibus de las fuerzas de Asalto se encaminó hacia allí para impedirlo pero, al llegar a las Escuelas Pías, se vio sorprendido por las descargas que efectuaban sobre ellos grupos apostados en las bocacalles próximas. El número Heliodoro Navafría fue herido de bala en la pierna al repeler la agresión de los revoltosos, quienes acto seguido, se dirigieron contra la Casa-Cuartel de la Guardia Civil Lepanto [...], donde, tras intensivo tiroteo, fue muerto el Sargento Salustiano Arias [...]. Desde la esquina de la calle Huertas, un reducido grupo de mozalbetes lanzó piedras y efectuó algunos disparos de pistola contra los asaltantes, pero, poco después, la llegada del Comandante Aldecoa al frente de las fuerzas de Asalto de refresco, auyentó a éstos y puso en fuga a los revoltosos que se dispersaron por el campo de la Alameda.27



Delibes sitúa al protagonista en una acción histórica concreta -Gervasio se encuentra entre el grupo de mozalbetes que presentan batalla a los obreros rebeldes-, a la vez que describe la impresión que ésta provoca en el ánimo exaltado de su protagonista:

El corazón redoblaba en el pecho de Gervasio. Se daba cuenta de que aquél había sido su bautismo de fuego y, aunque de manera innominada, envuelto en la concisa pero expresiva frase de El Correo («un reducido grupo de mozalbetes lanzó piedras y efectuó algunos disparos de pistola contra los asaltantes»), acababa de entrar en la Historia; casi sin advertirlo había iniciado su carrera de héroe.28



A medida que el pulso bélico invade la obra, que esencialmente había sido planteada como una novela de iniciación, de aprendizaje, sin dejar de serlo amplía su radio, y sin desatender la experiencia vital del protagonista se convierte en un espléndido mosaico social de aquella España dividida irreversiblemente en dos bandos contendientes, representados en la trama argumental por un buen número de personajes: Felipe Neri, mamá Zita, Tía Crucita, David y Fadrique, el enigmático jesuita... paradigmas del bando católico y conservador, mientras que tío Vidal, Daniel, los tíos Norberto y Adrián y, sobre todo, papá Telmo, lo son del bando liberal-republicano. Todos ellos junto con otros personajes más secundarios -la vieja criada Zoa, la Amalia, Manema Abad, Lucino Orejón, las chicas del «Friné», Peter, Damasito, o los que responden a los esperpénticos motes de «La Enana», «La Madruga» y Fermín Linaje, «El Escorbuto», configuran un abigarrado universo29 provinciano donde todos se conocen entre sí y por ello resulta más difícil entender el enconamiento y el odio que les lleva a enfrentarse, y del que es paradigmático el odio visceral, que llevado del más puro fanatismo, siente inicialmente Gervasio hacia su padre. Clima maniqueo e intransigente que aflora incluso en el lenguaje:

Por ejemplo, lo que para papá Telmo (en las contadas ocasiones en que asistía a las soirées) era «el dictador», se convertía en «el general» para tío Felipe Neri, en «Primo», para tío Vidal, y en «el marqués de Estella» para tía Macrina y Crucita, matizaciones que era preciso retener para no extraviarse en el laberinto.30



Aunque de modo más amplio, detallado y objetivo, sustancialmente esta novela reproduce las mismas ideas sobre la guerra civil que el autor sustentara en obras anteriores, y a las que se ha referido, en sus conversaciones con César Alonso de los Ríos, en estos términos: «Yo lo que he tratado de hacer siempre que ha aflorado la guerra civil en algunos de mis libros ha sido presentarlo como la típica guerra fratricida: el drama de Caín y Abel. Ahora me vienen a la cabeza dos pinceladas de la guerra. Una en Las ratas: la muerte de Rabino Grande y la del primo del cura. La otra, en Cinco horas con Mario, y está enfocada de la misma manera. Mario tenía dos hermanos: uno en zona, digamos, nacional, y otro en zona, digamos, republicana. Los dos piensan lo mismo y a los dos les matan. A uno porque allá, en la zona republicana, "no llegaba", al otro, al de aquí, porque "se pasaba". Creo que esto fue en esencia la guerra civil. Y toda argumentación en contrario no resistiría al menor análisis»31. Reflexión que se repite en esta novela, donde las venganzas, linchamientos y atroces asesinatos se producen a diario en uno y otro bando. Así el cruel asesinato y la vejación sexual en el caso de las muertes de Norberto y Adrián -tíos paternos del protagonista-, igualmente cruentos que los fusilamientos de David y Fadrique en el cerro de los Ángeles, por los marxistas al grito de «Dios ha muerto. Viva la República», que llevan al protagonista a la reflexión final, tan semejante a la del autor anteriormente transcrita:

En un discurso exaltado mezcló los nombres de los tíos Norberto y Adrián con los de los tíos David y Fadrique, evocó sus muertes respectivas, una misma muerte, dijo, y, como única salida viable al círculo vicioso de su exposición, descargó su animosidad contra Peter, le llamó frío estratega calculador, le acusó de afrontar la guerra como si fuera una partida de ajedrez, sin seres humanos implicados [...] cuando, en realidad, aquella guerra entrañaba una faceta sórdida, sucia, que Peter conocía y en la que él no estaba dispuesto a participar.32



No obstante, antes de llegar aquí, la extensión de la novela permite al autor un análisis del conflicto más detallado a la vez que a través del crecimiento psicológico de Gervasio García de la Lastra y de la ambigüedad de su heroísmo, plantear en profundidad una parábola ética, última lectura de la novela: la clarificación moral y la responsabilidad colectiva en el conflicto de 1936.

Por ello, mientras en Mi idolatrado hijo Sisí se planteaba la guerra únicamente desde la óptica de una familia -los Sendín- militantes activos de la CEDA33, y las alusiones al bando republicano eran siempre imprecisas, «los otros», justificable si se tiene en cuenta la fecha de la novela en plena postguerra y por consiguiente bajo una férrea censura, tal como señalara el propio autor: «En Mi idolatrado hijo Sisí no entré en el problema de la guerra civil, ni lo pretendí. Hay, sí, algunas pinceladas que están deliberadamente distanciadas. Entre otras razones, porque meterse en el 53 a hacer una novela de la guerra objetivamente hubiera sido muy difícil».34 377A, madera de héroe es un intento de presentar el conflicto de forma más objetiva, atendiendo a la realidad de los dos bandos contendientes, en base a un tejido de ideas entre las que cobra especial importancia la educación y la formación del individuo para la guerra en dos sentidos: el militar y el moral religioso.

Parece, pues, evidente que Delibes al escribir esta novela -que tiene muchos elementos autobiográficos35-, está reproduciendo pautas de conducta que se dieron entre los jóvenes de su generación: «los españoles de los años treinta -unos y otros- fuimos educados para la guerra, para una guerra feroz entre buenos y malos, en muchos casos con la mejor de las intenciones. Los "malos" para la derecha eran los de la izquierda, y para los de la izquierda, los de la derecha. Fue una etapa tremenda de incomprensión, que difícilmente hubiera podido tener otro desenlace».36

En realidad, la guerra de forma simbólica y larvada había estado presente desde el principio en la novela, materializada en las ideologías enfrentadas de los padres de Gervasio: la conservadora y católica Zita y el médico republicano y algo panteísta Telmo. Enfrentamiento y choque de mentalidades que se perpetúa entre Gervasio y su padre durante todo el segundo libro y buena parte del tercero. De un lado, la petulancia de Gervasio:

Me voy a la guerra a salvar a España, y sólo regresaré muerto o victorioso,37



frente al laconismo dolorido de su padre preso, desde el comienzo de la guerra, por su fidelidad a las ideas republicanas:

Suerte, hijo, que tu sacrificio acelere el final de esta tragedia.38



La importancia del factor religioso, decisiva ya en la formación del carácter de Gervasio39, con el estallido de la guerra civil cobra una especial relevancia, pues tanto en el sector católico de su familia como en el colegio, conversión católica era sinónimo de ideología de derechas:

Mediado el mes de marzo, el P. Sacristán (una amplia frente sembrada de arrugas, como si su exclusiva tarea fuese cavilar) les habló por primera vez, en clase de Religión, de la República como sinónimo de caos y ateísmo, lo que indujo a Gervasio a precaverse contra ella y excluirla de una presunta lista de causas nobles, decisión que corroboró después de oír en casa los comentarios negativos de mamá Zita y tío Felipe Neri.40



Además, el autor, elípticamente se refiere a la persecución religiosa en la figura del jesuita que se ve obligado a esconderse en casa de Gervasio, así como progresivamente se va insistiendo, sobre todo, por parte de su madre y de Felipe Neri, en la guerra como cruzada (lucha heroica/religiosa). Idea que enfervoriza al adolescente Gervasio, aunque al final será un motivo más de desencanto, cuando compruebe de cerca la realidad sórdida del frente:

Si los comulgantes eran cincuenta entre 1.200, la conclusión no podía resultar más desoladora: el navío apenas albergaba un cuatro por ciento de cruzados, luego aquella guerra tenía que ser necesariamente algo diferente de lo que decía tío Felipe Neri.41



Por otro lado, el factor militar, convertido en algunos pasajes de la última parte de la novela en verdadero fervor patriótico, tiene sus raíces más profundas en el carlismo militante del abuelo materno -Don León de la Lastra-, en las audiciones de música militar a que sometía a Gervasio y que provocaban su horripilación, y en el simbólico legado de la bala y la boina del general Castor del que hizo depositario a su nieto42-; pero, también, de manera muy evidente en el militarismo ordenancista de Felipe Neri -historiador y cronista del pretendido heroísmo de Gervasio-. Y, sobre todo, en el fervor castrense que invade la novela a partir del segundo libro con mítines, bailes patrióticos, desfiles militares, canciones e himnos con que Delibes salpica las descripciones de calles y refugios de la pequeña ciudad de provincias donde transcurre la trama argumental. El himno de los «Voluntarios», «Al paso alegre de la paz», «La fiel infantería» o el legionario «El novio de la muerte», con que el protagonista alienta a sus vecinos en los refugios o con que acallan el miedo en los sucesivos bombardeos, reproducen y enfatizan aquí, como ya antes en Mi idolatrado hijo Sisí o en las reiterativas e inconexas alusiones de Carmen en Cinco horas con Mario, el clima de fanatismo y de inconsciencia de la vida cotidiana durante la guerra civil.

Todo este entramado de ideas que reproduce fielmente la situación vivida en España entre 1936-1939 desemboca en las últimas páginas de la novela en el intento de desvelar la dimensión ética-moral del conflicto. Siempre -como es habitual en Delibes- desde la perspectiva de un hombre, Gervasio García de la Lastra, premonitorio héroe para algunos de sus familiares, para otros simplemente horripilado ante cualquier tipo de violencia y crueldad, que en el difícil trance de la guerra civil comprueba desolado la mascarada de su pretendido heroísmo, simple y radical miedo.

La guerra obliga al protagonista -como en otro momento obligara a Sisí Rubes- a asumir su verdadera naturaleza -su radical desamparo-, le permite corregir su actitud y alcanzar a comprender la trampa mortal que, en realidad, fue para todos, sin distinción de color ni causas, la más incivil de todas las guerras. A la luz de este viraje ideológico del protagonista, motivado, no sólo por el clima ruin y sórdido de la contienda, sino, esencialmente, por el trato con el cabo Pita -en quien parecen encarnarse las cualidades del verdadero héroe, aunque considerado como traidor por los amigos del protagonista- cobran verdadera significación las palabras de su padre, vocero encubierto del pensamiento del autor:

La guerra es la gran emboscada, hijo mío. El que más y mejor tienda las emboscadas, ese será el vencedor. La guerra es el final del juego limpio, del fair play, como dicen los ingleses. Pero lo procedente es reconocerlo así y no censurar al enemigo ardides que nosotros estamos dispuestos a emplear mañana. ¿Tan sectaria es tu pequeña cabeza que no es capaz de reconocer en el adversario una acción meritoria?43



A partir de aquí la parábola ética se hace diáfana en la novela: el protagonista descubre que no hay causas nobles, sino hombres que ennoblecen con su conducta la causa a la que sirven. Por tanto tampoco hay héroes.

Así cierra Delibes su ingrávida reflexión sobre la guerra civil española planteada desde la circunstancia personal de un hombre -Gervasio García de la Lastra-, desde un ambiente -la pequeña ciudad de provincias- y con un signo identificativo -los repeluznos y sucesivas horripilaciones que encubren un miedo cerval y absoluto ante cualquier tipo de crueldad-, inmersa en una cronología histórica precisa que va desde 1927 a 1939.

Concluyendo: Delibes verifica en la novela lo que el profesor Sobejano ha llamado certeramente: «una desconstrucción del heroísmo tópico (el de las "grandes causas") en homenaje al personal heroísmo de quien cree en la causa del hombre y la defiende -hasta la muerte si es preciso- por amor a la vida ajena».44 Y, en todo caso, aunque la lección política aparezca subordinada a la exploración del pretendido heroísmo del protagonista, conviene señalar que el análisis de la guerra es lo suficientemente amplio, distante y objetivo como para dar por saldada la deuda que al principio señalé.





 
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