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Suplemento primero

De la garantía de la paz perpetua.

     La garantía de paz perpetua la hallamos nada menos que en ese gran artista llamado Naturaleza -natura dædala rerum-. En su curso mecánico se advierte visiblemente un finalismo que introduce en las disensiones humanas, aun contra la voluntad del hombre, armonías y concordia. A esa fuerza componedora la llamamos unas veces «azar», si la consideramos como el resultado de causas cuyas leyes de acción desconocemos; otras veces «providencia» (10), si nos fijamos en la finalidad que ostenta en el curso del mundo, como profunda sabiduría de una causa suprema dirigida a realizar el fin último objetivo de la Humanidad, predeterminando la marcha del universo. No podemos ciertamente conocerla, en puridad, por esos artificios de la Naturaleza, ni siquiera inferirla de ellos; pero podemos y debemos pensarla en ellos -como en toda referencia de la forma de las cosas afines en general-, para formar concepto de su posibilidad, por analogía con los actos del arte humano. La representación de su relación y concordancia con el fin que nos prescribe inmediatamente la razón -el fin moral- es una idea que, en sentido teórico, es trascendente; pero en sentido práctico -por ejemplo, con respecto al concepto del deber de la paz perpetua, para utilizar en su favor el mecanismo de la Naturaleza- es dogmática y bien fundada en su realidad. El uso de la palabra «naturaleza», tratándose, como aquí se trata, de teoría y no de religión, es más propio de la limitación de la razón humana -que ha de mantenerse dentro de los límites de la experiencia posible, en lo que se refiere a la relación de los efectos con las causas-. Es también más modesto y humilde que el otro término de «providencia». ¡Como si pudiéramos nosotros conocerla y sondearla, y orgullosos acercarnos en raudo vuelo al arcano de sus impenetrables designios!

     Antes de determinar con precisión esa garantía que la Naturaleza ofrece, será necesario que examinemos primero la situación en que la Naturaleza ha colocado a las personas que figuran en su teatro, situación que requiere una paz firmemente asentada. Luego veremos la manera como realiza esa garantía de paz perpetua.

     Las disposiciones provisionales de la Naturaleza consisten:

     Primera: ella ha cuidado de que los hombres puedan vivir en todas las partes del mundo; segunda: los ha distribuido, por medio de la guerra, en todas las comarcas, aun las más inhospitalarias, para que las pueblen y habiten; y tercera: por medio de la guerra misma ha obligado a los hombres a entrar en relaciones mutuas más o menos legales.

     En las heladas costas de los mares del Norte crece el musgo que el reno busca bajo la nieve, y el reno, a su vez, sirve de alimento y de vehículo para los naturales de esas regiones frías. En los desiertos de arena vive el camello, que parece creado expresamente para facilitar la marcha por las sendas interminables. Todo esto ya es de suyo maravilloso. Pero aún más claro luce el finalismo de la Naturaleza cuando se considera que en las costas heladas del Norte viven animales cubiertos de espesas pieles, y hay focas, caballos marinos y ballenas que proporcionan, con su carne, alimento, y con su grasa fuego, a los habitantes de aquellos países. Y donde las precauciones de la Naturaleza despiertan más grande admiración es en ese caudal de maderas que, sin que se sepa de dónde, lleva el mar a aquellas regiones sin flora, y que sirve a los naturales para fabricarse armas y vehículos y para construirse habitaciones. Ocupados en luchar contra los animales, viven en paz allí los hombres.

     La guerra ha sido probablemente la que los ha llevado a refugiarse en esas apartadas comarcas. El caballo es el primero de todos los animales que el hombre ha llegado a domesticar y a educar para la guerra en los tiempos en que la tierra empezaba a poblarse; pues el elefante es de seguro posterior, y pertenece a una época en que hay ya Estados establecidos y lujo en las costumbres. En cambio, el arte de aprovechar ciertas plantas cereales, cuya primitiva constitución ya no conocemos, y asimismo el de reproducir y mejorar los frutales, trasplantándolos e injertándolos -acaso no había en Europa más que dos especies: el manzano y el peral-, nacieron indudablemente en una época ya más avanzada, cuando existían Estados organizados y la propiedad estaba garantida. Para esto tuvo que salir el hombre de su primitivo estado de libertad absoluta, sin ley, y variar de género de vida, abandonando la caza (11), la pesca y el pastoreo para dedicarse a la agricultura; descubrió la sal y el hierro, que fueron probablemente los artículos más codiciados y buscados, organizándose así un tráfico comercial entre diferentes pueblos, que hubo de tener por consecuencia el mantenimiento de las relaciones pacíficas entre ellos y aun con otros más apartados.

     Habiendo la Naturaleza cuidado de que los hombres «puedan» vivir en cualquier parte de la tierra, ha querido también, con despótica voluntad, que efectivamente «deban» vivir en todas partes, aun contrariando su inclinación. Este deber no implica ciertamente una obligación moral; pero la Naturaleza, para conseguir su propósito, ha elegido un medio: la guerra. Así vemos que algunos pueblos tienen la misma lengua y, por tanto, deben tener también un origen común, y, sin embargo, viven separados por grandes extensiones de terreno, como, por ejemplo, los samoyedos, en los mares glaciales, y otro pueblo, de lengua semejante, establecido en las montañas de Altai. Entre ambos vive un tercer pueblo, de raza mongólica, pueblo de jinetes y, por tanto, guerrero, que debió invadir la comarca y empujar una parte de los habitantes hacia las inhospitalarias regiones heladas, adonde de seguro no hubieran ido por propia inclinación (12). De igual modo los lapones, que viven en las comarcas más septentrionales de Europa, tienen una lengua muy parecida a la de los húngaros, de quienes fueron separados por godos y sármatas invasores. ¿Qué motivos, sino la guerra, pueden haber empujado a los esquimales -raza totalmente oriunda de un antiquísimo pueblo nómada europeo- a establecerse en el norte de América, y a los pescadores en el sur hasta la Tierra del Fuego? La Naturaleza utiliza la guerra como un medio para poblar la tierra entera. La guerra, a su vez, no necesita motivos e impulsos especiales, pues parece injertada en la naturaleza humana y considerada por el hombre como algo noble que le anima y entusiasma por el honor, sin necesidad de intereses egoístas que le muevan. El coraje guerrero ha sido estimado, tanto por los salvajes americanos como por los europeos del tiempo de la andante caballería, cual un valor máximo e inmediato, no sólo en tiempos de guerra -que sería disculpable-, sino en tiempos de paz, como acicate para que haya guerra. Se han hecho guerras con el exclusivo objeto de mostrar ese valor. Se ha dado a la guerra misma una interior dignidad, y hasta ha habido filósofos que la han encomiado como una honra de la Humanidad, olvidando el dicho de aquel griego: «La guerra es mala porque hace más hombres malos que los que mata.» Basta lo dicho acerca de lo que hace la Naturaleza para conseguir su fin propio, considerando a la Humanidad como una especie animal.

     Ahora se trata de examinar lo más esencial respecto a la cuestión de la paz perpetua. ¿Qué hace la Naturaleza para conseguir el fin que la razón humana impone como obligación moral al hombre?; esto es, ¿qué hace para favorecer su propósito de moralidad? ¿Qué garantías da la Naturaleza de que aquello que el hombre «debiera» hacer, pero no hace, según leyes de la libertad, lo hará seguramente por coacción de la Naturaleza, dejando intacta la libertad, y lo hará en las tres relaciones del derecho público: derecho político, derecho de gentes y derecho de ciudadanía mundial? Cuando yo digo que la Naturaleza «quiere» que esto o lo otro suceda, no entiendo que la Naturaleza nos impone la obligación de hacerlo -pues tal obligación sólo puede partir de la razón práctica, libre de toda coacción-; entiendo que lo hace la Naturaleza misma, queramos o no los hombres -fata volentem ducunt, nolentem trahunt.

     1.º Aun cuando un pueblo no quisiera reducirse al imperio de leyes públicas, para evitar las discordias interiores tendría que hacerlo, porque la guerra exterior le obligaría a ello. Todo pueblo, en efecto, según la disposición general ordenada por la Naturaleza, tiene pueblos vecinos que le acosan, y para defenderse de ellos ha de organizarse como potencia, es decir, ha de convertirse interiormente en un Estado. Ahora bien; la constitución republicana es la única perfectamente adecuada al derecho de los hombres; pero es muy difícil de establecer, y más aún de conservar, hasta el punto de que muchos afirman que la república es un Estado de ángeles, y que los hombres, con sus tendencias egoístas, son incapaces de vivir en una constitución de forma tan sublime. Pero la Naturaleza viene en ayuda de la voluntad general, fundada en la razón de esa voluntad tan honrada y enaltecida en teoría como incapaz y débil en la práctica. Y la ayuda que le presta la Naturaleza consiste precisamente en aprovechar esas tendencias egoístas; de suerte que sólo de una buena organización del Estado dependerá -y ello está siempre en la mano del hombre- el que las fuerzas de esas tendencias malas choquen encontradas y contengan o detengan mutuamente sus destructores efectos. El resultado, para la razón, es el mismo que si esas tendencias no existieran, y el hombre, aun siendo moralmente malo, queda obligado a ser un buen ciudadano. El problema del establecimiento de un Estado tiene siempre solución, por muy extraño que parezca, aun cuando se trate de un pueblo de demonios; basta con que éstos posean entendimiento. El problema es el siguiente: «He aquí una muchedumbre de seres racionales que desean, todos, leyes universales para su propia conservación, aun cuando cada uno de ellos, en su interior, se inclina siempre a eludir la ley. Se trata de ordenar su vida en una constitución, de tal suerte que, aunque sus sentimientos íntimos sean opuestos y hostiles unos a otros, queden contenidos, y el resultado público de la conducta de esos seres sea el mismo exactamente que si no tuvieran malos instintos.» Este problema tiene que tener solución. Pues no se trata de la mejora moral del hombre, sino del mecanismo de la Naturaleza, y el problema es averiguar cómo se ha de utilizar ese mecanismo natural en el hombre, para disponer las contrarias y hostiles inclinaciones de tal manera que todos los individuos se sientan obligados por fuerza a someterse a las leyes y tengan que vivir por fuerza en pacíficas relaciones, obedeciendo a las leyes. Puede observarse esto en los actuales Estados, imperfectamente organizados aún; los hombres se aproximan, en su conducta externa, a lo prescrito por la idea del derecho, y, sin embargo, no es seguramente la moralidad la causa de esa conducta, como asimismo la moralidad interior no es seguramente la que ha de producir una buena constitución, sino más bien ésta la que podrá contribuir a educar moralmente a un pueblo. El mecanismo, pues, de la Naturaleza, las inclinaciones egoístas que en modo natural se oponen unas a otras y se hostilizan exteriormente, son el medio de que la razón puede valerse para conseguir su fin propio, el precepto jurídico, y, por ende, para fomentar y garantir la paz interior y exterior. Esto significa que la Naturaleza quiere a toda costa que el derecho conserve al fin la supremacía. Lo que en este punto no haga el hombre lo hará ella; pero a costa de mayores dolores y molestias. «Si doblas la caña, se romperá; quien mucho quiere, no quiere nada.» (Bouterweek.)

     2.º La idea del derecho de gentes presupone la separación de numerosos Estados vecinos independientes unos de otros. Esta situación es en sí misma bélica, a no ser que haya entre las naciones una unión federativa que impida la ruptura de hostilidades. Sin embargo, esta división en Estados independientes es más conforme a la idea de la razón que la anexión de todos por una potencia vencedora, que se convierte en monarquía universal. En efecto, las leyes pierden eficacia cuando el gobierno se va extendiendo a más amplios territorios, y un despotismo sin alma aniquila primero todos los gérmenes del bien y acaba, por último, en la anarquía. Sin embargo, es el deseo de todo Estado -o de su príncipe- alcanzar la paz perpetua conquistando al mundo entero. Pero la Naturaleza «quiere» otra cosa. Se sirve de dos medios para evitar la confusión de los pueblos y mantenerlos separados: la diferencia de los idiomas y de las religiones (13). Estas diferencias encierran siempre en su seno un germen de odio y un pretexto de guerras; pero con el aumento de la cultura y la paulatina aproximación de los hombres, unidos por principios comunes, conducen a inteligencias de paz, que no se fundan y afirman, como el despotismo, en el cementerio de la libertad y en el quebrantamiento de las energías, sino en un equilibrio de las fuerzas activas, luchando en noble competencia.

     3.º Así como la Naturaleza sabiamente ha separado los pueblos que la voluntad de cada Estado, fundándose en el derecho de gentes, quisiera unir bajo su dominio por la fuerza o la astucia, así también la misma Naturaleza junta a los pueblos. El concepto del derecho mundial de ciudadanía no los protege contra la agresión y la guerra, pero la mutua convivencia y provecho los aproxima y une. El espíritu comercial, incompatible con la guerra, se apodera tarde o temprano de los pueblos. De todos los poderes subordinados a la fuerza del Estado, es el poder del dinero el que inspira más confianza, y por eso los Estados se ven obligados -no ciertamente por motivos morales- a fomentar la paz, y cuando la guerra inminente amenaza al mundo, procuran evitarla con arreglos y componendas, como si estuviesen en constante alianza para ese fin pacífico. Las grandes federaciones de Estados, formadas expresamente para la guerra, ni pueden durar mucho, por su naturaleza misma, ni menos aún tienen éxito favorable. De esta suerte, la Naturaleza garantiza la paz perpetua, utilizando en su provecho el mecanismo de las inclinaciones humanas. Desde luego, esa garantía no es bastante para poder vaticinar con teórica seguridad el porvenir; pero en sentido práctico, moral, es suficiente para obligarnos a trabajar todos por conseguir ese fin, que no es una mera ilusión.

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Suplemento segundo

Un artículo secreto de la paz perpetua

     Un artículo secreto en las negociaciones del derecho público es, objetivamente, es decir, considerado en su contenido, una contradicción; pero subjetivamente, estimado según la calidad de la persona que lo dicta, puede admitirse, pues cabe pensar que esa persona no cree conveniente para su dignidad manifestarse públicamente autora del citado artículo.

     El único artículo de esta especie va incluso en la siguiente proposición: «Las máximas de los filósofos sobre las condiciones de la posibilidad de la paz pública deberán ser tenidas en cuenta y estudiadas por los Estados apercibidos para la guerra.»

      Para la autoridad legisladora de un Estado, en quien naturalmente hay que suponer la más honda sabiduría, parece deprimente el tener que buscar enseñanzas en algunos de sus súbditos -los filósofos- antes de decidir los principios según los cuales va a determinar su conducta frente a otros Estados. Sin embargo, convendría mucho que así lo hiciera. El Estado, pues, requerirá tácitamente -en secreto- a los filósofos, lo cual significa que les dejará expresarse libre y públicamente sobre las máximas generales de la guerra y de la paz. Los filósofos hablarán espontáneamente, si no se les prohibe hacerlo. Sobre este punto no necesitan los Estados ponerse previamente de acuerdo; coincidirán todos, porque esta coincidencia yace en la obligación misma que nos impone la razón moral legisladora. No quiero decir que el Estado deba dar la preferencia a los principios del filósofo sobre las sentencias del jurista -representante de la potestad pública-, sino sólo que debe oírlos. El jurisconsulto, que ha elegido como símbolo la balanza del derecho y la espada de la justicia, suele usar la espada, no sólo para apartar de la balanza todo influjo extraño que pueda perturbar su equilibrio, sino a veces también para echarla en uno de los platillos -voe victis-. El jurista, que no es filósofo al mismo tiempo -ni en cuanto a la moralidad-, siente una irresistible inclinación, muy propia de su empleo, a aplicar las leyes vigentes, sin investigar si estas leyes no serían acaso susceptibles de algún perfeccionamiento; y porque este rango, en realidad inferior, de su facultad va acompañado de la fuerza, estímala por superior. La facultad de filosofía está muy por debajo de las fuerzas unidas de las otras. Dícese de la filosofía, por ejemplo, que es la sirvienta de la teología -y lo mismo de las otras dos-. Pero no se aclara bien si su servicio consiste «en preceder a su señora, llevando la antorcha, o en seguirla, recogiéndole la cola».

     No hay que esperar ni que los reyes se hagan filósofos ni que los filósofos sean reyes. Tampoco hay que desearlo; la posesión de la fuerza perjudica inevitablemente al libre ejercicio de la razón. Pero si los reyes o los pueblos príncipes -pueblos que se rigen por leyes de igualdad- no permiten que la clase de los filósofos desaparezca o enmudezca; si les dejan hablar públicamente, obtendrán en el estudio de sus asuntos unas aclaraciones y precisiones de las que no se puede prescindir. Los filósofos son por naturaleza inaptos para banderías y propagandas de club; no son, por tanto, sospechosos de proselitismo.

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