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Capítulo cuarto

De la heredera inserta



OCTAVAS DE ARTE MAYOR ANTIGUA
 
Símil hecho de todas las cosas naturales, por su orden reridas.         Cual suele la tierra con agua amasarse
     Y como el rocío sin sentir desciende,
     Como suele el aire por lo hendido entrarse
     Y como a lo sordo el luego se prende,
     Cual suelen las plantas en tierra entrañarse,
     Cual yedra que en canto y en un muro prende,
     Y cual corderito que al pecho se pega,
     Y cual sanguijuela que la sangre allega.
        Cual suele la planta por la subtil yenda
 
     Juntarse con otra a quien se semeja,
     De la misma suerte y sin que se entienda,
     Justina, hecha nieta de la muerta vieja,
     Se pega a la sangre, pecunia y hacienda.
     Y sin tener gana, a gritos se queja;
     En mañas y hacienda hereda a la muerta,
     Por eso se llama la heredera inserta.
 
     Un martes, a la noche, se levantó una gran tempestad de truenos, relámpagos, aires, lluvia y turbiones que ponían grima, Yo encendí una vela bendita y púseme a rezar. La vieja fuese a otro aposento, y pensé que se iba a acostar, porque ella no temía nada destos embarazos.
     Como dormía con luz por defuera y miedo por de dentro, no pude enristrar el sueño, ni aun pude acabar con mi fiel corazón que dejase de dar aldabadas a la puerta de mi imaginación, el cual, por instantes, las daba a las puertas de mi alma para que recordase y escudriñase lo que pasaba.
     Levantéme y vestíme, y fui al aposento de la vieja por salir de la inquietud que me atormentaba sin saber la causa. No hube bien entrado, cuando veo mi vieja papo arriba, como trucha amorguada, que estaba muy en sana paz dando la última bocada. Verdaderamente, confieso que en verla muerta perdí algún tanto del miedo que tenía de los relámpagos y truenos, porque saqué por mi cuenta que, según ella había muerto y aun vivido sin rastro de arrepentimiento, sin duda los diablos hacían fiestas por la muerte de aquella su amiga, y que los relámpagos eran cohetes y los truenos atabales, a fin de festejar la entrada de la diablesa.
     Yo, como vi que la vieja había dado en esta flaqueza y que tan sin ruido había hecho finiquito, comencé a ensanchar el corazón y mirar la casa con ojos señoriles, y tras esto, comencé a hacer libro nuevo y trazar una buena vida tras una tan mala muerte; y presto tracé cuanto me convenía.
Amortaja sin temor.      Lo primero, yo la amortajé sin asco de mal olor, porque estaba la vieja avellanada y enjuta que era un contento, y porque no se le antojase hacer alguna travesura, la até pies y manos a osadas, y aun así como estaba, temía que en cogiéndola el menor real, me había de espantar, como el Cid al judigüelo que le tiró de la barba estando muerto. No lo digo por la semejanza que con el Cid tenía en lo bueno, sino por la que yo tenía con el judigüelo. Tras esto, voy derecha a la cámara benedicta donde tenía la pecunia. Fui cargada de llaves, y probando una y otra, abrí un cofrecillo barreteado y en él hallé -gloria es el decirlo y regocijo el mentarlo- envueltos cincuenta doblones de a cuatro, con lo cual pude hacer doblar por ella, pues ella doblaba por mí. Como hacían poco volumen, metí parte dello en las zapatillas y entre soletas de las calzas, parte de la faja de grana que traía junto al cuerpo; y como algunos cayeron junto al corazón y el oro es confortativo, tuve un ánimo invencible, tanto, que estuve sin comer ni beber hasta que eché la vieja de casa y la di eclesiástica sepultura como si fuera christiana.
 
Busca los doblones.
 
Oro junto al corazón.
Luto de Justina.      Púseme un luto muy de gobierno, para lo cual me vestí una saya negra de la misma vieja, y de unos griñones que tenía para vender, corté asaz una toca de luto muy honrosa, que del pan de mi comadre nunca fui escasa. Bajé al portal, puse dos o tres sillas de costillas en hilera, abroqué los tornos y arrimélos como quien arrastra banderas y voltea arcabuces y destempla añafiles y atambores en entierro de capitán general. Llamé al sacristán que me pusiese el cuerpo en un féretro. Concerté a destajo todo el entierro y oficios, lo menos costoso que pude, diciéndole que mi abuela era pobre y que la comodidad que me hiciese lo pagaría en oraciones.
     Él me dijo:
El primero que piensa que la vieja era abuela de Justina es el sacristán.      -Por cierto, señora, cuando más razón no hubiera que haber criado a v. m. su abuela con tanto recogimiento, que la primera vez que a v. m. la veo es ésta, bastara a creer que era una santa y que debo hacer cortesía.
Mentira de Justina.      Preguntóme que cómo no me vía él en misa. Yo le respondí que siempre me hacía mi abuela oír misa de alba, porque no me viese nadie y porque no tenía manto.
     Él respondió:
     -Pobre y honesta.
     No le dije que había muerto sin sacramentos, sino que ella, por su pie, el día antes había confesado y comulgado, y aun dicho:
     -Hija, ten cuenta conmigo, que mañana pienso ver a Dios.
     Entonces el sacristán comenzó a decir a voces:
     -¡Profeta, profeta!
     Y fue a besarle el pie.
Llama las vecinas.      Yo le dejé besar, porque nunca fui amiga de desembotar a nadie. Llamé algunas vecinas, y todas decían que para ser una santa no había tenido otra falta sino haber sido desconversable. No me dio poco gusto este conque, porque con él me persuadí que era fácil persuadirles lo que les era difícil de averiguar, conviene a saber: que yo era nieta de la difunta y traída sólo para heredera. A las vecinas no les iba nada, y así me creyeron, de modo que me sobraban testigos para probar cuanto quisiera.
 
Ocasión para ser nieta y heredera intrusa.
       Tuvo soplo la justicia de la repentina muerte de la morisca y mandó a un alguacil viniese a hacer la diligencia y depósito, en el ínterin que parecía el heredero, según los derechos disponen. Entró el alguacil, pero yo no me turbé, y de propósito no le quise decir cosa alguna del ser yo nieta de la difunta, sino al descuido y como cosa asentada, entablé mi hecho. Y el modo fue que comencé a derramar unas lágrimas que enternecieran un Agamenón, cuantimás un alguacil, y con ellas en mí rostro, le dije:
Justina no se turba.
Llora con astucia.
Entabla el engaño con descuido.      -Mire, mi señor alguacil, mi desgracia, que se me murió esta bendita como un pájaro, confesada de ayer, como no han sabido mi mala suerte, no ha venido un ánima que me consuele, hasta ahora que vinieron estas señoras (Dios las dé salud) y v. m., a quien Dios prospere muchos años, como yo deseo. ¡Ay, mi señora abuela! ¡Ay, abuela mía! ¡Lumbre de los mis ojos! ¿Y qué haré yo sin vos? ¡Que me trujistes vos a vuestra casa para vuestro regalo después de haberos Dios llevado todos vuestros hijos y nietos, y sola yo he quedado para cubrir los vuestros ojos! ¡Mejor fuera que vos cubriérades los míos!¡Ay, señor alguacil! ¡Mucho debo a Dios, que ya que a esta pobre la llevó Dios todos sus hijos y nietos, quedó sola esta triste nieta suya para cubrir sus ojos! ¡Que era ella una santa, un alma de paloma! ¿No es verdad, señoras vecinas, que era mi abuela una bendita?
     Ellas respondieron todas juntas y a voz de uno:
     -Sí, por cierto. No llore, señora, que su abuela está gozando de Dios.
Créela el alguacil.      Como el alguacil oyó todo lo que dije con inocencia, y que como cosa asentada me trataba como única nieta y heredera suya y que las vecinas decían lo mismo, no sólo no me embarazó la hacienda, pero dijo:
     -Pues, ¿qué me traen engañado, supuesto que esta pobre doncella es la heredera?
     Yo entonces, por asegurar más el caso, me volví al alguacil y díjele:
Hácese pobre.      -¿Heredera yo, señor alguacil? ¡Negra herencia de cuatro trapos! ¡No me dé Dios salud si hay en mi casa un real en cuartos ni en plata con que enterrarla, sino vendo estos tornos y cachibaches! (Y decía verdad, que yo no tenía suyo real en plata ninguno, porque todo estaba en oro y no había plata ni cuartos).
Maldición verdadera y astuta.
El alguacil echa el altabaque para Justina.      Con esto se compadeció de mí el alguacil tanto, que para darme limosna echó el altabaque y sacó treinta reales. Maldita la blanca él puso de su bolsa, sino la diligencia sola, pero harto fue para un alguacil.
     Una cosa juraré yo, y es que si él entendiera lo de la morralla de la morisca, nunca él me creyera tan presto lo del abolorio. Pero la poca esperanza avivó su fe, en especial que mis tretas y eficacia en el hablar dio la vida al negocio, y tanto mayor, cuanto menor era mi miedo. Ca atento que la vieja era muerta, no tenía recelo alguno de que pudiese en el mundo haber quien me alcanzase en marañas. Con esto, me entregué en el cuerpo y aun en el alma de la hacienda y hice y deshice como quise en todo y por todo.
     Ya eché mi viejecita en la fuesa lo más honrada y prestamente que yo pude, y a fe que me costó la burla buenos cinco ducados, pero guarde Dios al alguacil y buenas gentes que lo socorrieron.
Siéntese la pérdida de una vil codizuela.

Ignorancia maliciosa de Justina.

     Casi estoy por decir que aunque se ofrecieron algunas cosas de disgusto en este entierro, ninguna sentí tanto como el interrumpir la ganancia de las libretas, porque cree que cuando una codizuela va llevando rauda y corriente, da notable pena el ver que se perturba y que, por perturbarse, no hay dinero fresco cada día. Pero en fin, si duelos con pan son buenos, con dineros son rebuenos. Digo mi simplicidad, que para abonar mi atrevimiento y el meterme tan sin escrúpulo en la herencia, no tuve para conmigo otra excusa sino sólo el parecerme que aquella bruja -después del cabrón- me quería más a mí que a nadie. Otre necedad: no la dije misas, por parecerme que no la podía hacer mayor pesar que ofrecerle en muerte lo que tanto aborreció en vida. Otra simpleza: parecióme que si ella muriera con su lengua, mandara aquella hacienda a algún mal morisco, lo cual fuera como quien lleva armas a infieles, y, por tanto, me pareció a mí que era mejor ahorrar destos inconvenientes a España y meter en ella paz bien pagada y mejor merecida. Por esta causa, me pareció en el pleito de propriedad y herencia sentenciar en mi favor en vista y revista, y me hice poseedora inquilina, como dicen los escribanos. Lo que hay de culpa, Dios lo perdone; lo que hay de donaire, el lector lo goce.
       ¡No encontrara yo otras ochenta mil viejas como esta cada día, para que tan sin contrapeso me hicieran bien! Aunque mal digo sin contrapeso. Uno tuve muy a mi despecho, y fue que antes del entierro, y en el entierro, y después del entierro, me vi necesitada de echar algunos lagrimonatos mal maduros que me daban gran fastidio, porque llorar una persona sin gana, cree que sólo se puede hacer en dos casos: el primero, que sea mujer, y el segundo, cuando ve el interés al ojo. Particularmente cree que forcejar a llorar a una mujer que le estaban retozando en el cuerpo cincuenta doblones de a cuatro, ya ves qué trabajo sería. Casi parece tan grande como la colisión del retozo de las dos hijas de Silva, que forcejaban en el vientre de su madre sobre cuál saldría primero. De verdad te digo que sólo por haber vencido el torrente del alegría y forzado el alma a llorar en ocasión tan sin ocasión, merecí los docientos ducados, porque te doy mi palabra que desde el día que mi padre me imprimió el jarro en las costillas, como viste arriba, hasta aquella presente hora, mis ojos no se habían desayunado de llorar, si no fueron aquellos dos sorbitos que lloré y pucheritos que hice en la jornada de Pero Grullo, que aun cuando mis hermanos pusieron en mi cara la verdadera señal de sus cinco dedos, no lloré, que soy muy ojienjuta.
 
Hijas de Silva.
 
Justina, ojienjuta.
       No soy yo moza de los ojos cebolleros, como otras que traen la canal en la manga y las lágrimas en el seno, y en queriendo llover, ponen la canal y arrojan de golpe lágrimas más gordas que estiércol de pato. Allí eché de ver que el suelo de un pueblo hace mucha impresión en las condiciones y en el cuerpo, pues como Rioseco es y se llama seco, me pegó la sequedad a mis ojos y celebro, o debo yo de ser sola la agraviada, pues otras le han hallado más húmedo para sí que yo le hallé para mí. Era gusto oírme las simplezas de niña inocente y tierna que yo decía en la iglesia, cuando, como tórtola cuitada, lloraba la muerte y ausencias de mi querida abuela. Daba gritos, y eran tan recios como si estuviera de parto, y tan altos, que no sé cómo no me subieron al cielo estrellado y me convirtieron en estrellas higadas y pluviales, como a las hermanas de Ícaro en la muerte y lloro de su loco hermano, que murió asado en el sol, cocido en el agua de las fervorosas lágrimas de sus hermanas. Debía de ser mejor hermano que los míos, pues le lloraban tanto, o debían de ser tan locas como él, que pretendió con caballos de cera vencer a los del poderoso Phaetón.
 
 
Lloros desentonados.

Muerte de Ícaro y lloro de sus hermanas.

     Con estas ceremonias y lloros, eché el sello y confirmé la opinión de ser mi abuela y aseguré mi herencia, que bien pienso yo que cuanto ha que hay lloraderas en el mundo -sean precisas, sean voluntarias, sean alquiladas, sean insertas-, no ha habido lloradora más bien pagada que Justina.
 
APROVECHAMIENTO
     Nota las falsas lágrimas de una mujer, las astucias de una doncella, la codicia de una mozuela, sus embustes y mentiras, y todo te sirva de escarmiento y de aviso.



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