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Capítulo tercero

De la vida de el mesón



Suma del número.

NÚMERO PRIMERO

Diego Díez, mesonero, padre de Justina, practica a su hija todo lo que hoy día pasa en los mesones.

De el mesonero consejero

 

OCTAVA DE PIES CORTADOS

 
na,     Los padres de la Pícara Justi
ros,     Que fueron en Mansilla mesone
ja,     Siendo, como son, padres y ella hi
jos.     La enseñan y la dan sanos conse
da,     Como el consejo a gusto no se olvi
ne,     Estos, por serlo tanto, los retie
dre,     Que ya no hay quien se humille a madre o pa
dre,     Si no es que al justo con su gusto cua
 
Vitupera artificiosamente el mesón, pareciendo que le quiere loar.      La primera pluma que se ha ensillado en Castilla para alabar la vida de el mesón será ésta, que tengo pico a viento esperando si viene el arriero de el Parnaso y me trae alguna carraca con que hacer la costa de la buena barba de el mesón. ¿No viene? Pues crean que he recorrido hasta el pajar de las mulas y los moldes de las loas y no hallo molde que diga de el mesón cosa que de contar sea. Consuélome con que podré decir que los moldes se erraron, que son grandes erradores. Pero allá en Castilla la Vieja, un rincón se me olvidaba; dígolo por un librito intitulado la Eufrosina, que leí siendo doncella, en el cual se refiere de un discrépito poeta que, para alabar el mesón, dijo que Abrahán se preció, en vida, de ventero de ángeles y, en muerte, de mesonero de los peregrinos y pasajeros del limbo, los cuales tuvieron posada en su seno. Pero este escritor monobiblio no advirtió dos cosas: lo uno, que es necedad traer tales personas en materias tales, y lo otro, porque Abrahán dio de comer a su costa en su casa a los vivos, y a los del limbo no llevó blanca de posada, lo cual no habla con los mesoneros deste mundo, ni tal milagro acaeció en casa de mi padre. Demás de que yo no me quiero meter en historias divinas, no porque las ignoro, sino porque las adoro.
Jiroblíficos del mesón.      Veamos si enristro con algo que de contar sea. Para alabar a los mesoneros, unos les comparan a los grajos, otros a las hormigas, otros a las abejas, otros a las cigüeñas, porque todas estas aves hacen oficio de mesoneras con los huéspedes de su especie, entre las cuales quien más se adelanta es el grajo, porque no sólo hospeda la cigüeña cuando pasa por su casa, pero la acompaña hasta ponerla en salvamento cuando va o viene de veranear. Y quizá de aquí les vino a los mesoneros ser tan amigos de tener de munición grajos empanados.
Mesoneros, por qué amigos de provisión de grajos en pan.
     Ya te veo estar gorjeando por decirme que ninguno destos símbolos cuadran con el mesonaje porque ninguna destas aves mesoneras pide dinero de cama ni de posada. ¡Oh, pues si todo lo quieres tan guisado, hazte preñada! Vaya otra. El mesonero es como la tierra, y el pasajero como río. Verdad es que el río, por donde pasa, moja, y al mesón también siempre se le pega algo. Es el mesón como la boca, y el pasajero es como la comida. Verdad es, que siempre la boca medra, siquiera en probaduras, y lo mismo el mesón. Finalmente, el mesón es como olla nueva, que siempre toma el olor de lo que en ella se echa; si el que pasa es próspero, queda el mesón oliendo a bienes, y si pobre, la casa huele a trapos y la cama a piojos. ¿Qué más loor quieres del mesón que compararle a la tierra, que es madre de los vivos, y al agua, que es el espejo en quien nos remiramos todos? ¿Qué te contaré?, un dios mesonero hubo; verdad es que le desterraron del cielo por alcahuete.





Símiles del mesón.
La mayor loa del mesón, que no es tan malo como el infierno.      No se me logra cosa buena que diga del mesón. A esta va, que parece que hago pinicos de jineta, y a cada paso trota el potro. La mayor alabanza que yo hallo del mesón es que no es tan malo como el infierno, porque el infierno tiene las almas por fuerza y para siempre, y con no gastar con los huéspedes un cuarto de carbón, los hace pagar el pato y la posada. Pero el mesón, cuando mucho, es purgatorio de bolsas, y en purgándose las gentes, salen luego de allí, y aun los hace salir.
Epítetos del mesón.      ¡Ah, ah! ¿Es por ahí la grandeza del mesón? ¡Oh, mesón, mesón!, eres esponja de bienes, prueba de magnánimos, escuela de discretos, universidad del mundo, margen de varios ríos, purgatorio de bolsas, cueva encantada, espuela de caminantes, desquiladero apacible, vendimia dulce, y, por decirlo todo, sois tan dichosos los mesones y mesoneros, que tenéis por abogado a mi buen padre Diego Díez y a mi buena madre, ambos mesoneros en la real de Mansilla de las Mulas, cuyos consejos y astucias verás en este número, que, si le lees, no te habrás holgado tanto en toda tu vida después que naciste.
Padres de Justina, mesoneros.      Mi padre y mi madre no quisieron tener oficios tan trafagones como sus antecesores, porque (como eran barrigudos) quisieron ganar de comer, a pie quedo. Pusieron mesón en Mansilla, que después se llamó de las Mulas por una hazaña mía que tengo escrita abajo. Es pueblo pasajero y de gente llana del reino de León, aunque pese al refrán que dice: amigo de León, tuyo seja, que mío non.
     Verdad es que no asentó de todo punto el mesón, hasta que nos vio a sus hijas buenas mozas y recias para servir; que un mesón muele los lomos a una mujer, si no hay quien la ayude a llevar la carga. El día que asentó el mesón, éramos tres hermanas, buenas mozas y de buen fregado (otras tres gracias), bien avenidas en lo público, aunque en lo secreto cada cual estornudaba como el humor la ayudaba. No eran nada lerdas, mas, pardiez, yo era un águila caudal entre todas mis hermanas; víales el juego a legua, mas el mío para ellas era de pasa pasa.


Tres hijas de el mesonero.


Sisas del muchacho.
     Mis hermanos todos se fueron a romper por el mundo, y asentáronse en la soldadesca. Sólo quedó en casa Nicolasillo, mochacho hábil, que le enviaban por ocho de vino y sisaba doce; era el misterio que vendía el jarro en un cuarto y decía que se le había vertido el vino y quebrado el jarro. Este quedó para llevar al río las mulas de los huéspedes y ir por recado de noche, que a nosotras no nos lo consentían, porque había en el pueblo pisaverdes trasgueros, que es villa de buen gentío, y lo fino de la ronda es en la calle de los mesones, y lo acendrado de el mujeriego es el mesonaje. En buena fe, que una noche que se me antojó ir por vino a una taberna que estaba junto al cementerio, me sepultó mi padre el jarro en las espaldas, y alegando que llevaba salvoconducto de mi madre, fue a ella y la jarreó las costillas, y nos dejó tales a ella y a mí que, a puro gastar encienso macho en bizmarnos, quedamos oliendo a vísperas por más de medio año.
Justina y su madre castigadas por un jarro.
     Pero todos estos daños desquitaba mi buen padre con sanos consejos, y tan sanos, que nunca les dolió diente ni muela. Mientras el pulmón me sirviere de abanillo, no se me olvidará la plática que nos hizo nuestro padre a sus hijas el día que puso el mesón en perfectión y con todo buen recado de empeñan y suela. ¡Buen mesón tengas donde quiera que te coja la noche, que tan bueno tú lo paraste, mi buen Diego Díez, mi señor y mi bien y mi regalo, corona y gloria de los mesoneros, que no parecían tus consejos sino parlamento de un gran capitán! Y a mis ojos chorreaban lagrimoncitas. Pero estoy de prisa y no me puedo detener a llorar.
La plática que hizo el mesonero a sus hijas.      Y porque veas la crianza de mí padre, te quiero contar la plática que nos hizo el día que dedicó su casa a los huéspedes, que es la siguiente:
Carta de postura de cebada.      -Hijas: la carta del mesón y la cédula de la postura pública de la cebada esté siempre alta y firme. No haya junto a ella arca, banco, silla, escabel, ni otro cualquier estribadero o arrimadero, porque no se atreva algún bellaco a hacer cuenta sin la huéspeda y examinar y cotejar por el arancel si yo relanzo mi hacienda, que, vive Crispo, que no se ganó a mecer los niños de la rollona. No quiera nadie hacer examen de mi conciencia a costa de mi sudor.
Medida de cebada, arca, rasero y medidas.      La cebada no se mida al ojo, antes el arca en que estuviere esté en otro aposento más adentro del portal, y sea obscuro, y al medir, siempre, la que midiere, vuelva barras a quien la pidiere recado. Las medidas estén siempre dentro del arca, porque mientras os dicen quíteme allá esas pajas, esté la medida conclusa. El rasero no os obligo a tenerle en el arca, que, si hay tiento, el rasero está en la mano. Y si por la prisa, o por comprarse cara la cebada, o con celo de hacer bien por vuestro padre, quisiéredes medir con el celemín del gusto y con el rasero del ojo, bien podréis, que más valen vuestras manos que un medio celemín, y vuestros ojos más que mil raseros. Y por eso os encargo que la cebada esté siempre en parte abscondida, y el arca no tenga otro fiador de la tapa más que vuestra cabeza, y con eso estorbaréis que os husmeen el arca; que no es bien que si está una moza honrada con medida en las manos, la hable nadie a la mano, cuanto y más que la medida de un medio celemín no es palabra de rey, que no puede tornar atrás y bornearse un poco, ni es calle de plaza, que no puede tener altibajos, ni es mesa de trucos, que no puede hacer hoyos, que el medio celemín tan bien duerme de lado como de barriga.
     En año de carestía, ya sabéis que la cebada, si la dais un hervorcito, crece mucho y pierde poco, y aun es de provecho para las bestias que andan lastimadas con tolanos; y quien más medra es la bolsa de el mesonero, si se corre el oficio y no le amarga el caldo del cocimiento. Y años tales, en que se compra cara la cebada (y aunque sea barata, que no debe nada lo barato a lo caro), tened siempre de munición algunos granzones que revolver con la cebada, que para quien lo quisiere creer, aquello es la nata, y para el que no, es la espuma. Soplen y avienten, que así lo hacen las viejas en las eras, cuanto y más que, si las bestias son buenas, de todo comen, y si no, aun zarazas no merecen.
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Mezcla de granzones
     Cuando el huésped os dijere:
Vender caro.      -Señora huéspeda, ¿qué habrá que comer?
     Encárgoos, por lo que debéis a la fidelidad de vuestros oficios, que aunque tengáis en casa la cosa, no digáis que la tenéis. Encareced la cura, que para tasar, de las puertas adentro, cada cual es señor de su casa. Cuando trajéredes lo que os encargare, decid que lo que os pidieron lo comprastes al vecino a precio de ruegos y dineros, para que al vecino se pague la hacienda y a vosotros la salsa y la gracia.
Pocas palabras, y cuándo.

Mujer ha de ser vista de lejos. Trae símiles.

     Con los huéspedes, menos palabras que gracias, más donaire que respuestas. No pongo puertas al mar, aunque el mar sí con quien hablardes. Siempre tierra en medio, que la mujer es cosa para de lejos, que es como figura de cera, como pintura al temple, librea de oropel, labor de masa, forma de emprenta, cadáver de embalsamado añejo, polvos de clavete de azucena, que en tocándolos se descomponen, deslustran y deshacen.
Gracia antes de comer.      Cualquiera demostración que hubiéredes de hacer de alguna gracia, donaire o servicio, sea antes de comer, porque el pasajero todas las células libra en el cambio de la comida y, alzadas las mesas haced cuenta que se alzó el cambio.
Modo de sacaliñas.      Al primero o segundo plato de servicio, tendréis mucha advertencia si hubieren enviado algo a vuestra madre porque si no, tendréis entrada vendiéndola por prefiada antojadiza, que ninguno habrá tan incrédulo que viéndola con tan gran barriga, no lo crea, ni sea tan mal christiano que, de miedo que no se pierda un alma, no lo haga. Y no reparéis en si os creerán, que con mozas de esperanza no hay quien no tenga fe cuanto y más que encontraréis creederos que os crean, si decís que yo estoy preñado y que de aqueso traigo tan levantado el pecho.
Modo de pedir de comer buenamente.      Y porque no os quejéis de que todos los consejos que os he dado son para nobis, oíd: cuando estuviéredes en la mesa delante de los huéspedes, sacaréis de la vuelta del delantal, o de entre corpiño y saya, un mendrugo de pan, o cosa que lo valga, y valdrán harto, que por eso dijo el refrán: el francés, hueso de tocino, y la mesonera, pan en el corpiño. Y sea el pan tan duro y seco, que sólo el verlo provoque a lástima y gana de proveeros de algún socorro y remojar la obra. Y si este tiro saliere incierto, a causa de que algunos a la hora de comer miran hacía le redaño, llamad una vecina que, con ocasión de vender algo, que sea o no sea necesario, conquiste su benignidad y levante los golillas a la gana de daros algo con presupuesto que habéis de ir horras a todo y mancomunaros, que lo que hoy por tú, mañana por yo. Y cuando no haya más que estrujar y todos los cañales estén requeridos, dejad entrar a los pobres, dando primer lugar a los que sirven en casa; y si viéredes que éstos negocian mal, licencia tenéis para abogar por ellos, pues aun los clérigos y frailes pueden (según derechos que me han platicado) abogar por los pobres en las causas civiles.
Sustento de picarillos.
Huir de peligros.      En dándoos algo, no aguardéis que segunde, porque se tiene por medio milagro que uno destos datarios rehaga la chaza. A primer quilmo, recoged la tijera, que no nace lana tan presto. Aprended del gato, que mientras tiene en la mano el primer ratón, no espera segundo hasta orearse un rato. Huid luego; nadie piense que sois alquilonas o que tornastes a censo lo que se os dio de gracia. Ida una, entre otra y haga las mismas diligencias, hasta ver el hondón a todo.
El huésped no da más que una vez.
Modo de quitar la mesa.      La que quitare la mesa, quítela sin reírse, porque no la hagan fiadora y ejecuten por la que se hizo invisible. Antes, de mi consejo, ha de entrar a quitar la mesa la que menos bien hubiere recebido, y entre rostrituerta y ceñuda que unos pensarán que lo hace de celos, otros que de envidia, otros que de hambre, otros que de indispuesta, lo cual, como decía un discreto, la obscuridad de que se hace boca de lobo. Item, se advierte a la tal moza quitante que si le dieren cosa de poco momento, no la tome, sino diga:
     -Déjelo ahí, señor galán, en esa mesa, y presto, que me quiero ir a comer, y de camino lo daré a un pobre.
     Y al alzar la mesa, revuélvalo con los manteles, que de derecho toda sobra es sombra que sigue al cuerpo del mantel. Ademán es éste tan eficaz, que muchos, por no ser notados de mezquinos, dejan emboscar en los manteles el pan entero, el pedazo de queso, tocino, conserva, etc. Y cuando hubiere este lance, sed diestras. No haya bien caído la caza, cuando la amortajéis en los manteles, no llegue algún criado que desvalije el mantel y lo meta en corbona y os quite la caza de las uñas, que hay huéspedes astutos que traen hecho monopolio con sus criados y dícholes que a cuenta de los amos está el ser reyes, y a la de los criados ser tinientes. Y para hacerse mejor todo esto, converná que deis traza de embarazar los criados en algún ejercicio nada desabrido, mientras se hace la siega y se levanta de eras, que lo que una vez traspusiéredes de un aposento a otro, es morcilla de gato.
Consejos para después de alzada la mesa.      Alzada la mesa, suelen los huéspedes chorrear de rebalsa gracias excusadas, pretendiendo evaporar la comida a costa de una pobreta. Este es el Magallanes en que suele haber naufragio. ¡Hola, avisón! Huid evaporaciones de sobrecomida. En chirlando más de lo que es uso y costumbre, dejádmelos en golito, y si columbráredes que se levantan a montear la caza, hablad alto, que será pedir favor, y si no os valiere, asomaos a la ventana y decid a voces:
     - ¡Nicolasillo, Nicolasillo!
     Que como los Nicolases son obligados de la castidad, proveerá Dios de que os oya yo. Demás de que yo siempre estoy cerca de mi casa, y al primer vocear vendré, como que me vengo a mi casa o a lo que Dios me diere a mí de gracia y a ellos de pena. Veréisme que entro más sesgo que si me hubiera desayunado con seis palmos de garrote, más severo que un Cid y más grave que el conde Fernán González. No hayáis miedo que, en viéndome a mí que vengo y a vosotras que huís de padre, hombre chiste, que por eso dijo el refrán: No hay mejor perro que sombra de mesonero. Hijas, si no estuviere en casa más de una de vosotras, una ha de hacer todas las tres figuras, conviene a saber: que antes de comer sea perrillo de falda halagüeño, mientras comen galgo hambriento, y al levantar de eras, liebre huida.



Ademán del mesonero.
Tres figuras de la moza del mesón.
Vender gato por liebre.      Encárgoos mucho que todo lo que entrare en vuestra casa lo honréis mucho; no digo a los hombres, que en eso bailaréis al son y haréis conforme a los méritos de cada cual, que de los hombres no hay que tener pena, pues cada cual tiene boca alquilada y pagada para alabarse a sí. A los que habéis de honrar son las cosas, que no saben hablar y volver por sí. Declárome: si viene a vuestra casa un gato muerto, honralde, y decid que es liebre; al gallo llamalde capón; al grajo, palomino; a la carpa, lancurdia; a la lancurdia, trucha; al pato, pavo. Las frutas nunca digáis que son vecinas de Mansilla, que es decir que son villanas y montañesas, sino que vinieron de Bretaña con los godos, que es villanía no honrar, pues la honra torna siempre a su oriente. Y en tiempos que hay tantos dones pegadizos, como piojo de cárcel, no os duelan estos bautismos, que en el mesón hay pilas para todo.
Empanadas.      A lo que empanáredes, hacelde el vestido holgado para que crezca, que si no creciere será por su culpa, y con eso podréis vosotras decir que es la trucha tan grande como parece. Que estos yertos son como los de los médicos, y aun mejores, que aquéllos los cubre la tierra y a éstos el pan, que es cara de Dios, como dicen los niños.
La ropa.      Nunca digáis que vuestra ropa no es limpia, que en España es cosa afrentosa. Y para vencer tretas de huéspedes que, para ver si la sábana está limpia, miran si está tiesa o sin arrugas, si cruje o no (como si hubiéramos de almidonar las sábanas), para esto, lo que habéis de hacer es rociarlas y emprensarlas, que con esto podréis hacer información que son limpias de todos cuatro costados.
Traer recado y venir presto.      De día, yo os doy licencia que vais por vino y por recado a partes públicas. Y no sea como una criada que tuve, que la enviaba por pasteles y iba por ellos a los centenos, y si la reñía, me respondía:
     -¡Eso merece quien se ha tardado por traer bien hojaldrada la cosa y la carne aperdigada!
     Y vez hubo que la di un real de a cuatro para que trajese para comer lo que le pareciese, y trájolo todo de ñésferos. Reñíla. Díjela, qué comida era aquella. Respondió:
     -¿Él no me dijo que trajese lo que mejor me pareciese?, pues esto es lo que mejor me pareció.
Traer vino.      Tened mejor ojo que esta bobitonta. Cuando algún huésped os dijere que le vais por vino, preguntalde en alta voz que la oyan todos:
     -Señor, ¿cuánto quiere v. m. que le trayan de vino?
     Que es buena treta (la cual llamaba un pariente mío la treta del atambor), porque los huéspedes, parte por vergüenza de ver gran jarro, parte porque no piensen que son mezquinos y acreditarse de liberales, envían por más vino del que han menester. Y hacen bien que, si el vino es bueno, jamás se pierde, y aunque sea malo, sirve para lechugas. Hacen bien, rebién, buena pascua les de Dios, que cuatro maravedís que un hombre alcanza son para lucir con ellos fuera de su casa y pagar su trabajo a una moza honrada que se desvela en almohazar el gusto a los huéspedes.
Estancia en la puerta.      Tampoco se os olvide que nunca falte una de vosotras a la puerta, bien compuesta y arreada, que una moza a la puerta de mesón sirve de tablilla y altabaque, en especial si es de noche y junto a la cancela.
Naipes.      En lo que no habéis de perder punto es cuando les oyéredes boquear a los huéspedes que quieren jugar, porque esto es una mina. Con tres us, decía un tío mío, mesonero de Arévalo, que se enriquecían los mesones, y eran las us, uelas, uarato, uarajas. Y baraja tengo yo en mi casa que ha entrado en percha de ochenta veces arriba, y nunca salió a ver luz sin alumbrarse con un real de a cuatro. Al más pobre que pidiere baraja, se la dad, no se diga de vosotras que queréis mal a pobres. Confiésoos que oí a un hombre de buen rejo que el inventor del naipe había puesto en la baraja tres maneras de figuras, conviene a saber: sota, caballo y rey, y que esto denotaba que el juego no le han de usar sino tres géneros de personas: una señorota, que es sota sincopada, un caballero y un rey. Pero también oí que le respondió un amigo que estaba par dél:
A quién sea lícito el juglar.
     -Señor bacalario zurraverbos: advierta v. m., que aunque los pobres y pícaros no entran en la figura del rey de oros o de espadas, pero entran en la de copas y bastos.
     ¿Qué os parece de la respuesta? Pues yo fui el responsorio.
     Atento eso, no quitéis a nadie su derecho. Jueguen todos con unos mismos naipes, mientras no se mandare que los ilustres y señores vasallos paguen ocho reales por cada baraja y los pobres dos reales.
     Por aquí sacarás, lector benevirlo (digo, benévolo), la discreción de mi padre, su erudición y maestría. Bien le llamaron a él Diego Díez; Diego Diez mil le pudieran llamar, pues en sólo él había la estucia y saber que pudiera hacer famosos a diez mil, y le pudieran cantar las mozas del mesón el cantar de Carmona, que dice: Más valéis vos, Diego Gil, que otros cien mil.
 

APROVECHAMIENTO

 
     Hay mesoneros tan mal inclinados y disolutos, que hallarás en sus casas aposentados más vicios que personas. En ellas se aposenta la codicia, la sensualidad, el ocio, la parlería y el engaño, y, sobre todo, el mal ejemplo y libertad, lo cual es causa de gran perdición en la república christiana.
 
Suma del número.
NÚMERO SEGUNDO
Cuenta las costumbres de la madre de la Pícara, y dice que tal fue la hija como la madre.
De la mesonera astuta
 

REDONDILLAS DE PIES CORTADOS

 
        Nunca de rabo de puer,
     Se pudo hacer buen viro,
     Ni para vihuela, cuer
     De palo, leña o garro.
 
        Cual el árbol, tal la fru,
     Pu la ma y pu la hi,
     Pu la man que las cobi,
     Y el pobre yerno cornu.
 
     Ya que sabes quién fue Fernando, no puedo absconderte a Isabel. Yo, hermano lector, ya adivino que en oyendo quién fue mi madre, te has de santiguar de mí como de la Bermuda. ¿Qué quieres? Diérasme tú otro molde, y saliera yo más amoldada. Soy fruta de aquel árbol y terrón de aquella vena. ¿Qué me pides?
     Escucha, y oirás las hazañas de otra Celestina a lo mechánico.
Callada la mesonera.      Mi madre era menos boquipanda que su matrimonio. Todos los recados que nos enviaba eran con las dos niñas de sus ojos, los cuales traía siempre a puntería de bodocazos. Era por extremo imaginativa. Nuestros pensamientos eran su melonar, y siempre calaba melones. Decía que nos quería como a los ojos. Y para untarme el casco, me decía:



Aguda lisonjera.
     -A tus hermanos quiérolos como a los ojos de la puente, y a ti como a los de la cara.
     Oyólo una hermana mía cierta vez, y dijo:
     -Pagadas estamos, madre, que no faltarán ojos que sean tan cosa de aire, a cuyo amor la compare.
     Entonces ella, que era astuta, dijo:
     -Calla, boba, que quien pasa por un río, tanto quiere que la puente tenga los ojos en pie, como que lo estén los de su cara, pues le va la vida.
     Con esto nos dejó contentas.
Fiaba de Justina.      La verdad es que me quería mucho, y debíamelo, que le presté mucha masa en que empanar secretos tan graves, que el menor que mi padre husmeara la despernara, y quizá, si esto hiciera, acertara con el malhechor. Mas Dios me libre que yo sea como otras, que en haciéndose preñadas de un secreto, luego enferman de vómitos.
Quitaba la comida de la boca, para vender.      Era muy caritativa, tanto, que quitaba la comida de la boca para dar a quien nunca vio ni esperaba dél hazas ni viñas. Verdad es que lo daba pagándoselo, y que lo que valía cuatro vendía en cuarenta, pero todo es contar por cuatros.
     Muy de ordinario nos decía que la mejor provisión que podíamos hacer era de palominos empanados, porque lo uno es carne dura, y lo otro, puestos en pan, son tan grandes como los hace quien los vende. Que las empanadoras somos de la calidad de los reyes, que en haciendo cubrir una cosa, la damos título de grande. Y lo otro, porque si fuere grajo, nadie habrá que lo jure ni denuncie, como denunciaron del otro villano cortador y obligado en tierra de Campos, que pesó una burra en la carnicería y, yendo a su casa por carne, respondió un niño, hijo suyo, a los que importunaban por ella, diciendo:
Empanadoras de palominos, tienen calidad de reyes.

El que pesó una burra en cierto pueblo de Campos.

     -¡Válganos el diablo!, ¿tiene mi padre cada día una burra que pesar?
     Aquellos son hurtos bobos y peso de muchos pesares, que una burra hay muchos que la conocen tan bien como a la madre que los parió, pero un grajo, después de pelado y metido en la ataúd, el diablo que conozca si es palomino, o cernícalo, o pito, o cualque cosi.
Sisar cebada.      Gran mujer de pedir prestada a una bestia la mitad de la ración y darle una libranza para el primer mesón.
No recebía pobres.      Era tan compasiva de los pobres, que a ninguno recebía, sólo por no le ver malpasar en su mesón por falta de dinero, que quisiera ella que cuantos entraban en su casa les diera Dios mucha hacienda y con qué hacer mercedes.
Sisar comida.      En su vida aderezó comida que no cobrase pasaporte, ni armó ave caballera en asador que, demás de sacarle la quinta esencia en forma de pringue para tostas, no le hiciese la salva, por tratarla como a caballera. Y para excusar las mermas y alcabalas que por su propia authoridad cobraba de todas las cosas asadas, usaba donosas tretas, las cuales, cuando nos las platicaba, decía que era la lectión de la confusa. Unas veces se excusaba con decir que los huéspedes se habían tardado en venir y el gato dádose prisa a llevar; otras veces soldaba la rotura con ceniza, como hondón de caldera rota; otras veces quemaba lo desmantelado con un tizoncito, delicadamente, que parecía todo una pieza, lo asado y lo castrado; otras (y esto era en caso desesperado) hacía un guisadillo, atendiendo siempre a dos cosas: la una, que llevase poco coste, y lo otro, que no fuese muy sabroso. Aquí anegaba todas sus faltas, y solía decir:
La lectión de la confusa.
Cazuela de engaños.      -Mirad, hijas, una cazuela es excusa barajas, porque como allí se mete todo confuso, hueso y pulpa, viene a tener verdad el refrán viejo, que a río vuelto, ganancia de pescadores y pescadoras. Y, creedme, que los huéspedes se obligan mucho y dan de sí más que calza de aguja, si ven que las mesoneras les guardan el aire al apetito del comer. Pongo caso, hijas, que vaya mal guisado (que así ha de ser siempre); luego dicen:
     -El guisado, así, así. La intención fue buena, no supo más la pobreta, que quien esto hizo sin decírselo, hiciera más si más supiera.
     Y luego les veréis esquilar, diciendo:
Remedio para ser moza y hermosa.      -¡Señora María, señora María! (que no hay huésped que no llame María a toda moza de mesón, como si todas nacieran la mañana de las tres Marías).
     O si no, dicen:
     -¡Señora hermosa!
     Que, como dijo el otro, para que una vieja sea moza, no hay otro remedio mejor que ser mesonera o ajusticiada, porque a la del mesón no hay pasajero que no diga:
     -¡Hola, señora hermosa!
     Y si a una mujer la sacan a justiciar, luego dicen:
     -¡La más linda mujer y de más bellas carnes que se vio jamás!
     -Así que, señora María, alcance de su guisado, que está como de su mano.
Inocencia astuta.      Aquí haya gran advertencia, que la tal moza, en tal caso, ha de hablar como inocente y vergonzosa, diciendo:
     -En verdad, que compré por amor de sus mercedes un ochavo de especias y un maravedí de vinagre y ajos, para que la cazuela sabiese bien a sus mercedes, y dejé en prendas la mi sortija de plata, que no tengo otra.
     Y tras esto, hijitas, un reverencia, que estáis a pique de que, si es hombre liberal, os dé una buena pieza en pago del empeño de vuestra sortija y sin haber enajenado ni perdido nada.
     No acabara hoy si te contara por extenso sus tretas. Concluyo con decirte que para abrasar la casa, le sobraban dos hervorcitos de imaginación, y para hacernos perder pie a todos, no había menester echar toda la presa. Con todo eso, decía de mí:
Agudeza de Justina.      -Justinica, tú serás flor de tu linaje, que cuando a mí me deslumbras, a más de cuatro encandilarás.
     Y por verme tan bien aplicada, y por las buenas muestras que siempre di, gustaba mucho de platicarme todos estos ejercicios que he referido y otros que callo.
Justina compara a su madre al águila.      Estos trastos heredé de mi madre, sin quedar cachibacho que no me traspalase. ¿Qué quieres? Quien da lo que tiene, no debe nada, y quien enseña lo que sabe, menos.
Propiedad del águila.      Las águilas enseñan a sus hijos a que miren el sol de hito en hito, porque como nacen con los ojos húmedos y tiernos, pretenden que el sol se los deseque y aclare, para que vean la caza de lejos y se abalancen a ella, por ser esta propriedad única del águila, la cual, desde lo altísimo de las nubes, ve al cordero en la tierra y los peces en el agua de los profundos ríos, y bajando con la furia de un rayo, divide con las alas el agua y saca los peces del abismo.


     Así (puedo decir), en esta materia era mi madre un águila, pues aclaró mis tiernos ojos para considerar la caza desde lejos y saberla sacar, aunque más encubierta estuviese en un mar de dificultades. Verdad es que yo no había menester mucho apetite, ni me costó muchos pellizcos el aprender, en lo cual hice ventaja a los aguilochos, y grande, porque ellos son lerdos y tan perezosos, que es necesario que la madre, a punzadas y herronadas los saque del nido, y aun a veces los cuelga de las uñas y los hace mirar por fuerza al sol. Y por eso fingieron los poetas que en el general repartimiento de los oficios, el águila se inclinó a ser ballestera, y tiraba al sol bodocazos y no erraba tiro.
Aguilochos son lerdos.

Jiroblífico de la vista del águila.

Propiedad de la paloma aplicada a la madre de Justina.

Oropéndola, símbolo, de mujeres, y por qué.

     La paloma enseña a sus pichones a barrer y limpiar el nido, porque no es puerca como la oropéndola que, teniendo doradas plumas, tiene enlodado el nido, lo cual es símbolo de las mujeres, las cuales salen a vistas vestidas de oro y dejan un aposento más sucio que una letrina. Pues ¿qué mucho que la palomita de mi madre me enseñase a barrer y limpiar, no sólo la casa, pero las bolsas y alforjas de los recueros y aceiteros, que son más sucias que ojos de médico y nidos de oropéndola? Muchos puedo contar, a quienes el celo de enseñar sus hijos los ha hecho maestros de todo el mundo, especialmente en Egipto. Todo bueno y sancto.
     Pero mis padres no sabían otros jiroblíficos, sino jacarandina, ni otras sciencias, sino conjugar a rapio rapis por meus, mea meum. ¿De qué te espantas? Oye un cuento a propósito.
Traje del estudiante bellacón e hipócrita.      Cierto soldado quiso ganar de comer a poca costa, y para esto se puso a lo escolástico, aunque algo bastardillo, un bonete algo lardosillo y muy metido hasta la cóncava; un cuello sólo asomado, aunque pespuntado de grasa; una cara a humo muerto, un sayo sayón, un ferreruelo largo y angosto como cédula de sacar prendas, unas calzas que se reían del tiempo, un zapato empanado, un andar de Pero Hernández, un mirar de brujulistas, un meterse de hombros como concomido; una voz modesta y baja, aunque tenía el bellacón más chorro que un pollino; y un cuello torcido, como remate de cuchar; otro segundo Pavón, de quien te daré noticia después de andadas algunas millas desta historia. Con esta figura y talle, se hizo pedagogo intruso y ayo de algunos, a quien engañó en la mitad del justo precio. Especialmente engañó a un caballero que confió dél un hijo suyo para que fuese su ayo. Díjole el caballero:
Abajo, c.n.
     -Mire, padre, que le encargo este mochacho, que es travieso, para que le imponga. No sepa cosa buena que no se la enseñe.
Enseñanza del bellacón.      El dómine ayo se lo prometió así, y cumpliólo. El ayo, a tercer día, comenzó a leer la cartilla a su alumno, y díjole:
     -Mocito, ¿él piensa que yo soy alguno de los siete de Grecia? Engáñase. ¿Piensa que es todo oro lo que reluce? Engáñase. ¿Piensa que hace el hábito al mono? Engáñase. ¿Piensa que soy quien piensa? Engáñase. ¡Vive Christobalillo!, que aunque le quiera enseñar cosa buena, yo no sé otra, sino dos: una de guerra y otra de paz. De paz, es un boquivuelto, y ver si pinta, y hago a todos tope donde topare. Y por más señas, ve aquí la baraja. Lo de guerra, otro que tal: tome esa espada, uñas arriba, punta al ojo, el pie siga a la cara.
     Medró tan bien el caballerito, que, a pocos días andados, se fueron ambos a Sevilla, y en el camino comieron lo que hurtaron, y en llegando a Sevilla, hurtaron lo que comieron.
Sacó ladrón a su alumno.      Este fue el bellacón por quien se inventó el entremés que dicen: no le enseñaba a matar, sino a ser el obediente Isaac.
     Así que, hermano lector, cada cual enseña lo que sabe, aunque no todos saben lo que enseñan.
 

APROVECHAMIENTO

 
     Podráse decir de algunas madres deste tiempo que son para sus hijas más crueles que avestruces, y que las que por naturaleza y obligación debían ser misericordiosas, comen y cuecen sus hijos, como dijo Jeremías. Porque, ¿qué más proprio cocer y tragar sus hijos puede haber que cocerlos en maldades y aprender en ellos el fuego del pecado y deshacer sus almas con ruines consejos y ejemplos?
 
Suma del número.
NÚMERO TERCERO
Murió el mesonero de un golpe que le dio un caballero con un medio celemín, y la mesonera de un hartazgo de longaniza y carnero.
De la muerte de los mesoneros
 

SEXTILLAS

 
        Diego Díez desafió
     A romance y a latín
     A la muerte;
     ella venció
     Y al Diego Diez le metió
     En un medio celemín,
     Con que vencido quedó.
 
        La mujer del mesonero
     Sustituyó el batallón,
     Mas también la dio tapón,
     Porque la atestó el garguero
     Con longaniza y carnero,
     Y así triumphó del mesón.
 
Las gentes, como viven, mueren. Y como pecan, penan.      Siempre oí pregonar que las gentes como viven, mueren, salvo que viven con aire y mueren sin él; y que como pecan, penan, salvo que el gusto del pecar es enano y las penas del hogar son gigantas. Callo la historia de la perra y aperreada Jezabel y otros cuentos de las historias sacras, de hombres cuyos verdugos fueron sus mismos gustos, que en chapines de tan altos cuentos no me atrevo a andar sin caer.
Ejemplo de Diomedes, rey de Tracia.

De Herodías.

     Ahí está Diomedes, rey de Tracia, que fiará y abonará mi intento, pues él usó engordar sus caballos con carnes de reyes vencidos, y Hércules, con las suyas, dio un buen día a sus perros. También me fiará mi camarada Herodías que, por saltar y bailar sin estorbo, mandó cortar una cabeza y, después de cortada, punzó rabiosamente con un alfiler largo la lengua difunta; pero también ella murió bailando, y la hundió y cortó la cabeza un carámbano sobre quien andaba danzando.
     Mi padre, en lo que siempre ponía mucho cuidado, era en esto de echar polvoraduque de granzones al medir la cebada, según y como nos lo notificó el día de la erectión mesonil. Un día me mandó cargar la mano algo más de lo acostumbrado, y yo, como hija obediente, eché a osadas. Dormióse Homero. No reparó el buen padre que nos oía un caballero ratiño de junto a Portalegre, que estaba junto a la puerta triste del pajar, y era para sus bestias la cebada sobre quien granizaban granzones. Hubieron palabras; mi padre, de corrido, arrojó la soga tras el caldero; el caballero, de honrado, desenvainó un medio celemín, de que había sobra en casa, con el cual le dio en la nuca, a tan buena coyuntura, que le metió el ánima en el medio celemín y el cuerpo le tendió a la puerta del pajar. ¡Vean aquí!, en el medio celemín pecó y allí penó. A lo menos, podréme alabar que murió como un pájaro mi padre, y que fue tan enemigo de dar fastidio, que murió sin gastar un comino en su enfermedad.
Muerte del mesonero.
La codicia hace disimular los daños.      Al caballero se le echaba bien de ver que era noble y principal, pues no hubo bien mi padre caído en el suelo, cuando le pidió perdón y le dijo que no lo decía por tanto, y otros cumplimientos muy de cortesano. Y si mi padre no tuviera excusa que estaba muerto, hubiera andado muy mal en no responderle muy buenas palabras. Era comedido el señor, y liberal. En viendo el mal recado, luego (para consolarnos), nos dio a cuantos estábamos en casa, a tres reales de a ocho, y a mi señora madre doce, por ver que llevaba este negocio con tanta paciencia, esperando a ver cómo lo hacía con ella y con nosotras aquel buen señor. Y con esto, nos obligaron (él con su dinero y mi madre con su mandato) a decir a la justicia que nadie le había hecho agravio a nuestro padre ni tocado al pelo de la ropa; y era verdad, que no le tocó en pelo ninguno, porque la parte que le tocó el medio celemín estaba pelada, sino que cayó de la escalera, como él lo solía hacer algunas noches. Y esto era verdad, y tanta, que una vez se quejó de un cucharetero porque le puso una mano de mortero en una escalera, y viéndola, dijo:
El mesonero era beodo.      -¿Mano de mortero a mí para caer, hidarruín? ¿He yo menester mano de mortero ni otro apetite semejante para rodar cincuenta pasos de una escalera?
     Con esta buena relación que dimos de nuestro padre, nos dejó la justicia.
Mortaja ridícula.      Amortajámosle. Pusímosle en el aposento del horno, porque ya que no estuviese honradamente, estuviese hornadamente. Sobre el amortajarle hubimos palabras yo y mi madre, porque me dio una mortaja vergonzosilla, que (por ir rota a ciertas partes y vérsele el cuerpo a tarazones) algunos pensaron que habíamos enterrado a mi padre con el rasero en la mano, en memoria de lo que había ganado con el medio celemín, y por tener de sobra los raseros. Desto había mucha risa y chacota en el entierro.
     ¡Tontos! ¡Por cierto, sí! ¡Las ganancias del Cid! Si supieran la buena obra que le había hecho el medio, no pensaran que le habíamos enterrado con el rasero. ¡Necios! ¡Mirad qué bastón de capitán, para antojárseles que le enterrábamos con él en la mano, sino un rasero negro y carcomido! Si mi madre en dar mortaja no anduviera tan medida, nadie saliera della en maliciar lo del rasero.
Luto a malicia.      Tratamos de enlutarnos; y sí hiciéramos, sino que mi madre echó de ver que no habría luto que le viniese bien, porque era muy gorda, y así se puso a la malicia el luto. Aquella tarde toda no quisimos recebir pésames de nadie, porque dijo mi señora madre:
     -Aún ahora mi marido está en casa, no quiero pésames.
     Cerramos nuestra puerta, como gente recogida, y aunque quisimos velar al difunto, no pudimos, porque el ratiño de Portalegre, en viendo cerrar las puertas, nos convidó a una muy buena cena. Mi madre, como estábamos a puerta cerrada y sin nota, aceptó el convite. Verdad es que le dijo:
Cena sin pena, muerto el padre y marido.
     -Señor, somos muchas. O todas, o ninguna.
     El caballero hizo a todas. Era honrado.
Guarda un perro al difunto, y hace un mal recado.      Fuímonos. Dejamos en guarda de mi señor padre un perrillo que teníamos. Linda pieza, valía por seis hombres, y así, nos pareció que para guarda aquello era lo que hacía al caso, que para lo que es responsos y oraciones, las de sobremesa habían de ser todas suyas. Con todo eso, el diablo del perrillo, como olió olla y carne, comenzó a ladrar por salir, y viendo que no le abríamos, fuese a quejar a su amo, que estaba tendido en el duro suelo. Y como vio que tampoco él se levantaba a abrir la puerta, pensando que era por falta de ser oído, determinó de decírselo al oído. Y como le pareció que no hacía caso dél ni de cuanto le decía, afrentóse, y en venganza le asió de una oreja; y viendo que perseveraba en su obstinación, sacóla con raíces y todo y trasplantóla en el estómago. Con todo eso, por si era sordo de aquel oído, acudió al otro, acordándose que suele ser respuesta de discretos: a esotra puerta, que ésta no se abre. En fin, acudió a la otra oreja, hizo su arenga y la misma diligencia. El perro debió de hacer su cuenta: «éste está muy muerto y mis amas muy vivas; yo muerto de hambre y ellas de boda. Así que, ¿sin mí hacen la boda?, pues yo haré la mía sin ellos.» Y, pardiez, dióle de tajo y destajóle el cuerpo y cara, de modo que no le conociera el mismo diablo con ser su camarada.
     Cuando yo llegué y vi al perro harto de carne de mesonero, y la cara de mi padre tan descarada, y el cuerpo tan emperrado, dióme lástima, y aun yo creyera que la tenía mi madre, si no la oyera decir:
La poca lástima y dolor de la pérdida del marido.      -¡Valga el diablo tanto muerto! ¿Dónde tengo yo ahora aquí hilo y aguja para andar a coser muertos?
     Por ahí lo remendamos, aunque mal. Lo que es la carne no tuvo remiendo. Yo quisiera quitar unos pedazos de carne a un tabernero vecino, pero como mi padre era mesonero, no venía bien remendarlo con carne de tabernero, que es remendar paño de Londres con sayal.
Fácilmente se consuelan.      Con esto, determinamos enterrarle muy en haz y en paz. Mi madre no chistó más que si ella fuera la muerta, y aun el caballero la dijo que si hablaba, la acusaría de que había echado a su marido a los perros. Era discreta, vio lo que le convenía, ¿qué le había, ni qué habíamos de hacer?, ya era muerto, lo perdido no era mucho, lo que él había de hacer en casa nosotras lo sabíamos de coro, y aún mi madre vivía de sobra. Aquel señor era comedido, mi padre le dio la ocasión. Cuando le pidiéramos la muerte, sólo fuera enriquecer justicias y empobrecernos nosotras, y perder los patacones que nos dio bueno a bueno, sin pleitos ni barajas. ¿Qué había que hacer sino pedir a la tierra que, pues cubre tantos yertos de médico y purga, cubriese uno de un caballero y un medio celemín?
Entiérranle sin llorar.      En el entierro no lloramos mucho, que no llevamos palabras hechas. Mi madre era muy ojienjuta, y nosotras no podíamos llorar si no era comenzando madre y yendo arreo; y aunque comenzara, no sé si pudiéramos seguir la corriente de sus lágrimas, porque íbamos muy ocupadas en mirar no hiciesen rabos los mantos, que era invierno y los habíamos de tornar a sus dueños en acabándose la tragedia. A lo menos, no enterré yo así a mis dos maridos. Veráslo.
Cita el tomo segundo, en el primero y segundo libro.
     Una verdad no podré negar, y es que, cuando me mandaron enlutar, me holgué como los niños cuando los mandan poner calzones nuevos. Mis hermanas lo mismo. Y sucedió que, a un mismo tiempo, tuvimos gana de ver al espejo cómo nos estaba el luto y qué pantorrilla nos hacía. Mas por haber gente delante, y unas de empacho de otras, no osábamos descubrirnos ni salir a mirarnos en él. Pero como todas éramos chimeristas, cada cual dio su traza para mirarse al espejo.
Míranse al espejo las enlutadas con diferentes trazas.
     Una, la más boba, dijo:
     -Quiero poner ese espejo a la boca de padre, por ver si echa vaho y cubre el espejo.
     ¡Qué aliño para quien, sobre muerto, estaba atenazado con dientes de perro! No se admitió su voto, ni sirvió de más que de desenlutar un poco mi risa.
     Otra, algo más hábil, dijo:
     -Quiero ver si está firme el clavo deste espejo, porque como entran tantos, no entre alguno que le derribe.
     Mas yo dije:
     -Mostrádmele acá, que en día de mortuorio no parece bien espejo aquí, quiéromele guardar en el arca.
     Mi madre dio su alcaldada, y le pidió para ver si le habíamos quebrado, y con este achaque se miró a su sabor y me le dio, diciendo:
     -Toma, Justina, guárdale, que ya de poco servirá en esta casa.
     De modo que, cada cual por su camino, dio un golpe al espejo, según los méritos de su discreción, y consiguió su gusto.
     En fin, llevámosle a la Iglesia. A fe que, si él fuera por su pie, no llegara tan presto a ella. Tornámonos a casa y corrió el agua por do solía. Mas antes que la de mi corriente dé otro paso, te quiero referir una glosa que hizo un pisaverde a quien yo di cuenta muy de raíz del caso, y hazla que sirve de epitaphio del túmulo y blasón del príncipe de los mesoneros.
   

REDONDILLA

 
A la muerte de Diego, el mesonero, muerto con un medio sin rasero.         Que a Diego Díez, mesonero,
     Le acabe un medio, es muy justo,
     Que en medio del summo gusto,
     Pide allí la muerte el fuero.
 

GLOSA

 
        Un ratiño caballero,
     Con un medio que arrojó,
     Dio tal golpe a un mesonero,
     Que fue el primero y postrero
     Que en el medio el fin halló.
 
        Prescrito ha la muerte un fuero.
     Que a cuantos lleva y da fin
     Los lleva por un rasero,
     Mas no por el celemín
     Que a Diego Díez, mesonero.
 
     Mas hay ley que a yerro muera
     El que con yerro mató,
     Y es regla muy verdadera,
     Que le miden a quienquiera
     Por el medio que midió.
 
        Y así, no te cause susto
     Que a Diez un medio mató,
     Ni digas que es caso injusto,
     Que a quien por medio pecó,
     Le acabe un medio, es muy justo.
 
        ¡Oh cierto y incierto fin!
     ¡Quién pudiera imaginar
     Que te había de encontrar
     Debajo de un celemín,
     A la puerta de un pajar!
 
        No me admira que se muera
     En su cólera el adusto
     O en medio de un gran disgusto;
     Lo que pasmará a quienquiera
     Que en medio del summo gusto.
 
        Muerte, llévente los diablos.
     ¿Somos aquí rocines,
     Que con medios celemines,
     Nos dejas por los establos
     Echos unos matachines?
 
        Quien por ventas y mesones
     Gastare, de hoy más, dinero,
     Será muy gran majadero,
     Sabiendo que con traiciones
     Pide allí la muerte el fuero.
 
Contemplación de Justina a la muerte de sus padres.      Yo no sé glosar, mas, a tino, me parece que mi padre, según era de resabido, debió de desafiar la muerte, y ella, por ganar honra en sacar del mundo a un hombre tan arraigado en él, le quiso meter en un medio celemín, porque se dijese della que sabe tanto, que supo meter a un mesonero en un medio celemín. Y no dudo, sino que, viendo mi madre vencido a su marido, quiso ella salir a vengar los cuernos y vencerla a bachillerías. Mas la muerte le dio tapaboca y aun tapagarguelo. Y, si quieres saber el cómo, oye.
Muerte de la mesonera.

Coloquio entre el asador y la mesonera.

     Mi madre era muy devota de cosa de asador, en especial era perdida por cosa de longaniza y solomo. Sucedió, pues, que una noche, viendo que ciertos pedazos de longaniza medio asada pasaban carrera en la plaza de una chiminea, y, a caballo en su asador, corrían parejas con otra cuadrilla de pedazos de pierna de carnero, les mandó que, vista la presente, se apeasen del asador. Los pedazos de longaniza se excusaron con decir que no estaban tan bien asados como era razón, y que estando así no podrían hacer cosa que fuese de provecho. Los otros pedazos de pierna de carnero se excusaron con que estaban desnudos y en piernas, y que no se podían apear sin tratarlo con su amo. Pero ella les dijo que, sin embargo, obedeciesen lo decretado. Ellos, por vía de fuerza, apelaron en segunda instancia para su amo, que era un tocinero de Valladolid, pariente del de Villamañán, de quien te contaré un gracioso chiste en el libro segundo siguiente.
     Lloraban los pobretos tanto, que por pocas apagaran el fuego a puro llorar, y ponían los suspiros en lo alto del cañón de la chiminea. Derretíanse de puro miedo, y siempre apellidando por sus amos. Pero el tocinero era de la condición del rey, que donde no está no parece, y así no pudieron ser socorridos de su amo.
     Ella, vista su rebeldía, embiste con ellos, derríbalos del caballo, y así como estaban, metió la mayor parte dellos en la cárcel del estómago, y a los otros les temblaba la contera. Ella, que estaba encarnizada, bebida y embebida, vele aquí el tocinero que venía en favor de gente. Ella, por no ser sentida, metió sin mazcar más de dos varas de longaniza, repartida en cuadrillas, aunque mal ordenadas y peor mazcadas. Y como toda esta gente entró tan aprisa por el postiguillo del gaznate y sin avisar a la mucha gente que había dentro que se arredrase, pardiez, atoró la cuadrilla de longaniza de modo que ni podía pasar atrás ni adelante, ni ella hablar ni respirar, porque estaba atacada hasta la gola.



Cogióla el tocinero engullendo de su longaniza.


Apodos de la postura de la mesonera, que quedó con la longaniza atravesada en el gaznate.
     Entró el tocinero y pedíale razón de sí y de su gente, mas a esotra puerta, que aquella estaba cerrada de longaniza. Y lo lindo era que demás de estar relleno el gaznate, le sobraba fuera de la boca un pedazo de longaniza, que a unos parecía sierpe de armas con la lengua fuera; a otros, ahorcada; a otros, bota con llave; a otros, garguelo con rabo; a otros, que era boca recién nacida sin ombligo cortado; a otros, tropelista con trenzas en la boca; a otros, culebra a boca de vivar. Sólo al tocinero, que le dolían, le parecía emboscada de enemigos y cueva de ladrones y, en fin, le parecía sepultura de su longaniza.
       Pedimos favor para que aquella longaniza desocupase el paso. Los criados del tocinero, enojados del tuerto que se había hecho a su amo y del derecho que a ellos se les había quitado, iban a emboscarla el asador por el gaznate y, el más propicio, le metió la punta de un cuerno albar con que la maltrató no poco. En fin, quedó tan lisiada, que de harta y atormentada, de asada y asadorada, la dio dentro de cuatro horas una apoplejía que la asó el ánima y la sacó de este mundo malo, sin llevar más subsidio que la longaniza en la boca. Espantóme, a manera de decir, cómo pudo tan presto salir el ánima por un garguero tan acuñado. Decía un ladrón famoso que el ánima de un ladrón es de casta de agua de pozo, que no sale sin soga. Mi madre, que se picaba de ladrona más que de boba, pudo decir esto mismo, y aun añadir que como los famosos mueren con soga de seda, ella murió con soga de longaniza, a lo menos, la muerte hízole más cortesía que a su abuelo el tamboritero, que malpartió de Malpartida, que a ella le tapó las vías con flauta de longaniza y al otro con flauta de madero. No sé, a toda mi generación la llevó la muerte por lo enflautado. Mucho me pesa; empero, vaya. Y tiraba de cantazos a su madre.
Ánima de un ladrón.
Llora poco Justina la muerte de su madre, y por qué.      Lloré la muerte de mamá algo, no mucho, porque si ella tenía tapón en el gaznate, yo le tenía en los ojos y no podían salir las lágrimas. Y hay veces que, aunque un hombre se sangre de la vena cebollera, no quiere salir gota de agua por los ojos, que las lágrimas andan con los tiempos, y aquél debía de ser estío de lágrimas, y aun podré decir que unas lagrimitas que se me rezumaron salían a tragantones. ¿Qué mucho? Vía que ya yo me podía criar sin madre, y también que ella me dejó enseñada desde el mortuorio de mi padre a hacer entierros enjutos y de poca costa.
La mortaja de la mesonera, estrecha.      Pues a fe, que del trapo que sobró a la mortaja, de puro cumplida, no se pudieran hacer muchas balas de papel ni muchas encamisadas. La dicha camisa era ciclana de mangas, que no tenía más de una, y era de pechos bajos, y tan bajos, que la hizo entrar a la sepultura a mi madre pecho por tierra. De espaldas no era muy cumplida, porque estaba aposta para deceplinante, y las faldas no carecían de celosías. Como no tenía la camisa más de una manga, allí la metí ambos brazos. Y créeme que no hice mal, que quizá si se los dejara sueltos ambos, se anduvieran de sepultura en sepultura buscando longaniza, y como no viese dónde topase, echaría mano de lo que hallase, aunque fuesen tripas, y si algún muerto la riñera, no dudo sino que respondiera una necedad con que se alborotaran los cementerios; o cuando mucho, dijera:
     -Cada loco con su tema, y perdonen que topo.
     Que eran dos bordones que ella tenía muy ordinario.
     Cierto que, cuando la estábamos amortajando, la miraba a los ojos y me parecía que me hablaba con ellos tanto y tan a menudo, que el encaje dellos parecía jaula de papagayo, y no se me pudiera quitar el miedo y temor, sino que mirando cuán calafateado tenía el gaznate, se echaba de ver que era muerte de a mazo y escoplo.
El poco llorar de las demás hermanas.      Mis hermanas también lloraron sus sorbitos, pero siempre guardándome la antigüedad en que yo jugase de mano y llorase la primera. Y todo con mucho decoro porque cuando la una lloraba, callaba la otra, que era para alabar a Dios oír el concierto de nuestro lloro. Parecíamos los morteros de Pamplona, que cuando uno alza, el otro abaja.
El olor que dejó.      Lo que más sentí fue que quedó oliendo la casa a longaniza por más de seis meses, y el que guardaba los ataúdes se quejaba de lo mismo, porque según dijeron los que la llevaron a hombros, yendo allí, dio la cuerda y la longaniza, y fue tanta, que parecían trenzas de tropelista. Yo me espanto de mi madre que quisiese dejar acá aquella longaniza y no la enterrar en sagrado, como hizo el Cid con su querido Babieca. A fe, que si no fuera el mal olor que dejó en casa, que ella llevara más de cuatro responsos más de los que llevó, pero con este achaque, más de cuatro maldiciones llevó de sobra. Dios nos perdone a todos.
No la dijeron misas.      Misas no le dijimos muchas. Éramos tan bobas, que pensábamos que todos los niños de la doctrina a quien diésemos pan decían misas por ella, y repartimos una hogaza entre más de mil dellos que vinieron de diversas partes, y con esto hacíamos cuenta que la habíamos hecho decir de mil misas arriba. No le dijimos otra. Del dinero que había en casa, no osamos gastar nada en cosa de Iglesia, porque como no era muy bien ganado, temimos no se nos dijese que hurtábamos el puerco y dábamos los pies por Dios, y por no dar a Dios cosa mal ganada y ajena, retuvimos el dinero. Después, cuando quisimos con ellos hacer por su alma algún bien, ya nuestros hermanos nos habían hecho tanto mal, que no hubo lugar. Mi fe, pensamos que nos durara mucho el ser mandonas, y con esto, todo lo que se lloraba era de acarreo.
Vienen los hermanos de Italia, y maltrataban las hermanas.      El llorar de veras fue cuando vinieron de Italia mis hermanos, rompidos de vestido y de vergüenza, y, sin ninguna, nos tomaron a mí y a mis hermanas los cetros del imperio, que eran las llaves de casa, y nos ganzuaron arcas y buchetas. Trepaban por las paredes a los socarrenes y desvanes con el orgullo que si entraran la Goleta, y todo por ver si había emboscada alguna pecunia, para lo cual no tuvimos otra defensa ni remedio, sino soltar la rienda al lloro y madurar los tragantones pasados. Como éramos bozales, no estábamos prevenidas de pendencieros. ¡No fuera ello ahora, que pudiera yo poner en campo unos doce pares, que ni por otros más necios diera un garbanzo, ni por más determinados un comino!
     Contentárame que mis hermanas lo fueran mías, mas estaba de Dios que yo había de salir de Mansilla sin raíces, y así me dejaron, y nunca comimos buenas migas. Verlo has en el segundo libro, si allá llegamos.
     Paréceme que te leo los labios, hermano letor, y que me preguntas y me mandas que te diga muy en particular el discurso de mi vida y aventuras del tiempo que fui mesonera con tutores y viví con mi madre. ¡Oh necio quien tal preguntas! ¿Qué vida quieres que cuente, sabiendo que bailaba al son que me hacía mi madre? Ea, déjame, no me importunes, ¡gentil disparatón! No pienses que lo dejo porque es de echar a mal, que cosas hice que pudieran entrar con letra colorada en el calendario de Celestina, pero no quiero que se cuente por mío lo que hice a sombra de mi madre. ¿Quiéresme dejar? ¡Quita allá tu real de a ocho! ¿Dinero das? Pues si tanto me importunas, habré de pintar algo, aunque no sea sino el dedo del gigante, que por ahí sacarás quién fue Calleja. Una cláusula tenía yo ordenada para dejar en mi testamento en favor de una discípula; esa quiero poner aquí, y sea donación entre vivos en favor de las plateras del mesón, y serviráles de ejemplo, de espejo y de aviso, pues ella es una summa en que se suma y cifra lo que toca y pertenece a cuáles y quiénes, cuándo y cómo y para cuándo han de ser cual fui yo, que dice así, y va medio en copla:
Cifra de lo que es y lo que hace una moza de mesón.      La moza del mesón, esto es en conclusión: en andar, gonce; en pedir, pobre; de día, borrega; de noche, mega; en prometer, larga; en cumplir, manca; antes de mesa, perrilla; después de mesa, grifa; en enredos, hilo portugués; al fallo, puerco montés; lo empeñado, todo; lo vendido, nada o poco; una alforja de bailar y otra de trabajar; en la bolsa, munición; en la cara, siempre unción; cumplir con todos, amistad con los más bobos; lo pagado, pase; lo rogado, no vale; de ordinario alegría y siempre tapagija, y aires bola, y a Dios que esquilan, que con decir viene mamá y rascar la cofia se avientan los nublados, y no debo más.
Pide licencia para hablar con seso.      Querría pedir a sus mercedes una licencia, y es para ser un poquito cuerda y durar como de lana, para enjaguarme los dientes con una consideración que me brinca en el colodrillo por salir a danzar en la boca a ringla con los dieciocho. Ya soy cuerda, dure lo que durare. Señores, los mis señores, compadeceos desta pobre que tales alhajas de inclinaciones heredó de aquella que la parió una vez y mil la tornó al vientre para renovar las marañas que en mí esculpió al principio.
Encarece el haber heredado todas las malas inclinaciones de sus padres.

Todas las cosas vuelven al principio de a do salieron, y verifícalo en todas las cosas.

     Créanme que a veces me paro a imaginar que si fuera verdad que las almas se trasiegan de cuerpo a cuerpo, como dijeron ciertos philósofos bodegueros, sin duda creyera de mí que tenía a meses las almas de padre y madre. Y pues va de seso, digo que ahora me confirmo en que todas las cosas tornan al principio de do salieron. La tierra se va al centro, que es su principio; el agua al mar, que es su madre; la mariposa torna a morir en la pavesa, de quien fue hecha; el sol torna cada veinte y cuatro horas al punto donde nació y fue criado; los viejos se tornan a la edad que dio principio a su ser; la espiga madura y abundante de granos se tuerce e inclina por tornar a la tierra de a do salió, y el ave fénix vuelve a morir en las cenizas que dieron principio a su vida. Y el hombre... ¿Dónde vas a parar, Justina? Pardiez, que si no me hablaras a la mano, por pocas parara en el miércoles de Ceniza, y dijera:
     -Acuérdate, hombre, que eres ceniza.
     Mas no voy a eso, que cuando yo me hubiera de meter a predicadera de los encenizados, no me faltara qué decir, aunque no fuera sino lo que oí a un predicador que predicaba coplas desleídas, y viniendo a tratar del Evangelio de aquel día, dijo:
Dicho ridículo de un predicador del miércoles de Ceniza. Fisga del dicho.

     -Hermanas, el Evangelio que se ha cantado en la misa de hoy dice que el día que ayunáredes untéis la cabeza y lavéis la cara, mas vosotras las mujeres, como en todo andáis al revés, hacéis esto a la trocadilla, que untáis las caras y laváis las cabezas.

     No me descontentó el puntillo de este padre ceniciento, porque valía cualquier dinero para si yo fuera quien le predicara, o para él, si el sermón fuera en la ronda, o entre las cercas, o en la lumbre asando castañas. Mas en el púlpito, pardiez que fue una de las catorce. Por otra parte, no me espanto, que quizá lo halló aquel bendito escrito en algún cartapacio de alquiler y se le dieron con condición que lo dijese todo como en ello se contenía, y emborrólo; o quizá de puro respeto o de vergüenza. También le excuso por, ignorante, pero no de ser ignorante. Pero, ¿quién me hace a mí portazguera de púlpito ni alcabalera de echacuervos? Mas no importa, que las necias, digo, las mujeres, siempre tenemos pagado el alquiler de los cascabeles para entrar en esta danza.

Mucho hace quien resiste a las malas inclinaciones.      Pero cierto que no iba a decir nada desto de prédicas, sino que se atravesó el acho y birléle. Iba a decirles que echen de ver que no hace poco quien, naciendo de tales madres, se refrena, ni mucho quien se desenfrena, que las hijas son esponjas de las madres.
Que es cansancio hablar con seso.      A fe, que he estirado bien la cuerda del ser cuerda. Ya bostezo. ¡Jesús, mis brazos! Entumida estoy, cansada estoy de tanto asiento y enfadada de tanto seso. Ahora digo que no hay mayor trabajo que obligase un hombre a hablar en seso media hora. Pardiez, ya temía que me nacieran rugas en las entendederas; ya pensé criaba moho el molde de las aleluyas, y telarañas el de decir gracias; ya me daba brincos el corazón por decir de lo bien hilado, que los sentidos habituados a decir gracias son como danzantes de aldea, que si una vez se calzan los cascabeles para subir al tablado, no los harán detener cuarenta alcaldes de corte.
APROVECHAMIENTO
     No dice mal esta libre mujer en que todas las cosas tornan a su principio, pero es culpable ella y otras de su jaez en no inferir deste punto que, pues el nuestro fue tierra, polvo y ceniza, obremos como quien teme al que puso al hombre este fin y paradero, y como quien agradece el haber salido de tal principio, y como quien ha de volver a Dios, que es universal principio.

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