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Sender en su obra: una lectura

Francisco Ynduráin



«Nadie tiene la verdad. Sólo tenemos opiniones».


(Sender, Los cinco libros de Ariadna)                






La muerte de un escritor suele ser ocasión, triste ocasión, de hacer un repaso de su vida y de su obra. Acaso los contemporáneos han desatendido a tal o cual autor, pero el ingreso ya fijado para la historia pide un balance, provisional que fuere, desde esta perspectiva inmediata. Las generaciones futuras irán estableciendo nuevas interpretaciones con su estimativa correspondiente. Para nosotros, Sender ha estado bastante marginado, pese a que era escritor considerable antes del 36 y a que, aun viviendo en el exilio, del que regresó pero no se quedó, se publicaron en España muchas novelas suyas, especialmente a partir de 1965, por lo menos (El bandido adolescente). Para el verano de 1968 se le había invitado a una reunión de novelistas en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, que tuvo lugar en Santander. La autorización de entrada que dio Asuntos Exteriores quedó anulada por el ministro de la Gobernación. Seis años después vino, incluso con la más favorable acogida oficial de Información y Turismo. Mientras tanto seguían apareciendo novelas suyas aquí, y esperamos en vano un retorno definitivo. Poco antes de su muerte, en una de sus novelas con fondo autobiográfico, La mirada inmóvil (Barcelona, Argos-Vergara, 1979), atribuía a su personaje el deseo de que, muerto, sus cenizas se esparcieran por el océano: así lo dispuso el autor en su última voluntad y así se hizo. Aunque anticiparé algo que más adelante he de mostrar, no deja de parecer extraño este destino de sus restos en quien tan apegado a su tierra se había mostrado a lo largo de muchas de sus páginas novelescas y con tanta reiteración afectiva y memoriosa.

Ramón José Sender Garcés nació el 3 de febrero de 1901 (datos que no siempre se dan con exactitud) en Chalamera, provincia de Huesca, entre el río Cinca y el Alcanadre, viviendo después en Alcolea de Cinca, Reus, Caspe, Alcañiz, Zaragoza y Madrid, para hacer un viaje a Berlín y Moscú, desde donde enviaba artículos a la prensa madrileña, y no sin peligro, dada su crítica contraria al régimen stalinista. Parece que esos artículos (en «La Libertad», 1933) eran enviados a Moscú seguidamente. Un episodio importante en su vida fue su servicio militar en Melilla, donde estuvo después de la pérdida de Annual, Monte Arruit y toda la zona, excepto las dos ciudades costeras. De esa experiencia nos ha dejado una novela, Imán (Madrid, Cénit, 1930), y no pocos recuerdos en pasajes insertos en otras muy posteriores. La guerra civil le sorprendió en San Rafael, de donde se vino a Madrid, enviando a su mujer a Zamora, lugar que creyó seguro para ella y sus hijos. Allí fue inmolada; ignoro en qué modo y por qué motivos o pretextos: una víctima más de aquella insania colectiva. El recuerdo en varias de sus novelas, designada como «Ella», no le lleva a consecuencias excesivas, en un deseo de comprender al adversario, no, claro es, al asesino.

Para cuando llegó julio del 36, Sender tenía ya una docena de libros publicados, entre novelas, ensayos, reportajes y un curioso estudio sobre El problema religioso en Méjico. Católicos y cristianos (Madrid, Cénit, 1928; el primer libro de la editorial), que lleva un prólogo de Valle-Inclán. Curiosamente, el escritor que ya nos había dado lo mejor de su estilo esperpentizante, se expresa aquí con sobriedad que no encuentro sino en otros prólogos anteriores: es prosa que no nos sabe a Valle-Inclán; pero esta es otra cuestión. Lo que sí vale la pena señalar es la admiración de Sender hacia don Ramón, que luego encontraremos confirmada.

Ya en 1935 obtuvo el Premio Nacional de Literatura por su novela Mr. Witt en el Cantón (aparecida en Madrid, Espasa-Calpe, 1936), cuando tenía en su haber novelas testimoniales, de hechos vividos, como Imán y Siete domingos rojos y La noche de las cien cabezas, «novela de la noche en delirio», donde apunta algo que va a ser una constante en sus novelas, lo visionario fantástico, con matices y calidades que luego intentaré analizar. Pero forzosamente habré de limitar mi campo de observación, y no sólo por lo extenso de la obra -que ya es un motivo disuasorio-, sino por tratar de buscar un módulo central que tenga la aplicación más amplia y plausible a su concepción de la novela, como hipótesis para entenderla desde una presumible voluntad de forma.

Un somero repaso de la circunstancia histórico-literaria que le tocó vivir en su época formativa nos sitúa justamente en los años que vieron cuajar la que hemos venido llamando generación del 27, pero cuando también vivían, y con pleno reconocimiento general de alta estima, los hombres del 98, sin olvidar los novecentistas, más todas las hijuelas de la deshumanización del arte, con el contrapunto de una literatura «social» (Arconada, José Fernández), por no mencionar escritores y escritura de menor relieve. Al llegar a Madrid, Sender entró a colaborar en El Sol, modelo de diario liberal, que contaba con las mejores plumas de nuestras letras entre sus colaboradores habituales, de los que recientemente recordó a Maeztu, con ocasión de contestar a un crítico de un libro suyo de ensayos. Creo que vale la pena citar a Sender evocando cuarenta años después los que califica de tres periódicos liberales, «en un sentido filosófico más que político»: el ya citado, El Debate y ABC: «En El Sol teníamos católicos fervientes, en El Debate había algún agnóstico y en ABC anarquistas órficos, como nuestro querido y admirado Julio Camba» (en «Carta de Ramón J. Sender», ABC, Madrid, 20-XI-1974). En esta fase de su literatura, y salvando en parte lo que de novela histórica hay en la que fue Premio Nacional, ya mencionada, lo que domina es testimonio de sí mismo y denuncia de lo que sucede en su entorno: Marruecos, Madrid, Casas Viejas.

Mientras tanto vive la vida literaria de la capital, en redacciones, Ateneo, donde conoció y trató a Valle-Inclán con asidua admiración, y donde tuvo el primer encuentro con Unamuno, que resolvió en una marcada repelencia. De todo, mejor dicho, de parte de estas relaciones nos ha dejado constancia en «artículos escritos en diferentes épocas, sin pretensiones académicas» (me decía en carta fechada en Los Ángeles el 4-II-66). De esos artículos, algunos figuran recogidos más tarde en su libro Valle-Inclán y la dificultad de la tragedia (Madrid, Gredos, 1965). Poco antes había publicado otro libro de ensayos literarios, Examen de ingenios. Los noventayochos (Nueva York, 1961), donde se ocupa de las figuras principales. Entre unos y otros escritos se advierte muy bien sus preferencias y rechazos: más bien distanciado de Ramón Gómez de la Serna; radicalmente de Pérez de Ayala, barroco jesuítico; no sin reservas respecto de Baroja, que le parece cursi (¡!), y desdeñoso con Azorín. Apenas tiene atención para los poetas contemporáneos -admira a Gerardo Diego- y, silencio notable, no menciona a su paisano Benjamín James ni al casi correligionario, el anarquista y de su tierra, Felipe Alaiz. Pero no voy a seguir por este camino, que nos llevaría, recorrido con más pausa y trecho, a un cierto deslinde de la personalidad literaria de Sender en función de gustos y repelencias. Me limitaré a apuntar colaboraciones tardías, saltando de momento el proceso cronológico estricto, donde nos ha dejado opiniones que ayudan a la reconstrucción de su figura. En la revista que fundó Araquistáin, y que vivió menos de un año (1936), Leviatán, hay un artículo del aragonés, «El novelista y las masas» (Madrid, loc. cit., mayo 1936, págs. 31-41), interesante para un análisis sociológico del momento. En una revista norteamericana, Books Abroad (XVI, 1942, págs. 119-123), se enfrentó con otro nivel literario: «On a Really Austere Aesthetic». O trató lo religioso en un raro folleto, «La migratoria cruz» (Cuadernos, París, enero 1968, luego recogido con título y texto cambiados en su libro Ensayos sobre el infringimiento cristiano, y es el capítulo I, «Simbología. La Cruz y las vírgenes migratorias», Ed. Nacional, Madrid, 1975). Aquí ha tratado de explicar un sentido de lo religioso con erudición un tanto peregrina y «en mis propios términos, para llegar a la conclusión de que es en el cambio y en la evolución donde podemos ver la única forma de la permanencia». Por mi parte, no me parece abusivo advertir en estas palabras de Sender algo y aun mucho de autobiográfico: un individualismo que no se ha dejado coaccionar por dogmas ni programas y que quiere ser fiel a sí mismo en su evolución personal. En otra carta me decía que «un modesto escritor como yo todo lo que puede pretender es ser ameno y decir su verdad». Nos la habremos, una y muchas veces con esta profesión de verdad, y creo que es una de sus notas características. Claro que a más de uno se nos ocurre preguntarnos qué entendía Sender por «su verdad», y en qué medida la trasladó a letra impresa. No es en el ensayo donde Sender nos ha dejado lo mejor de su producción literaria, sino en la novela. Pero antes de tratar con más detenimiento este género, diré dos palabras sobre su teatro y poesía (bien que ésta es muchas veces inseparable de la narrativa). No sé si se llegó a estrenar El secreto (1935); La llave no la he visto publicada en España, y apareció en la Kenyon Review (V, 1943, 201-218), lo que supone un alto grado de estimación en la prestigiosa revista norteamericana. Una de las piezas más curiosas, El Diantre, tragicomedia para el cine (México, 1958), se basó en un cuento de Andreiev, como lo dice el autor: el diablo viene al mundo incorporado en un banquero difunto y resulta engañado por la fértil inventiva de los humanos. Es una obra en que mezcla humor y sátira con diálogos que me recuerdan las comedias de salón benaventinas.

En cuanto a la lírica, tenemos un libro tardío, Las imágenes migratorias (México, Atenea, 1960), y muchas muestras anteriores con poemas insertos en sus novelas, según veremos. El libro va presidido por una reproducción de la Dama de Elche, y a ella van dedicados los más de los poemas -«gozos» los llama-, entre los que intercala sonetos, canciones, cuyos héroes, Don Quijote, Don Juan, la Celestina, son motivo de composiciones evocativas. Es poesía más bien dura al oído, vehículo de sentimientos, fantasías, de ideas también. Acaso con excesiva servidumbre a rimas difíciles, que pueden recordar las acrobacias funambulescas de su admirado Valle-Inclán, el de La pipa de kij, por ejemplo más próximo. En una novela tardía (El mancebo y los héroes) confiesa que aprendió de memoria un fragmento del poema valleinclanesco:


   «Era una reina de raza maya,
era un bosque de calisaya
y era de noche, daba el bulbul
sobre mi frente su melodía
y en los laureles que enciende el día
daba mi alma su grito azul».



Pero, y aunque sumemos a estos residuos exotistas de una de las claves de don Ramón otros ecos verbales, como «lubrican», «grimorio» o el casi plagio de «anímula, vágula, blándula» (comp. Clave II, Aleluya, de Valle), no podemos dejar sin consideración algo que le es privativo a nuestro autor y que supone un cierto rapto lírico en la imaginería, no de receta, con hallazgos felices de algo situado en la zona de lo visionario y que requiere su traducción a lengua poética. Este «talante» lírico en Sender se manifiesta a ratos en su prosa novelesca y es tan apremiante que le exige acudir al poema para dar cauce y molde a sus estados de ánimo. Así ocurre muy especialmente con las nueve novelas que componen la serie de Crónica del alba, o en Los cinco libros de Ariadna, donde incluye, además de su propia voz, la de Aldana, en un soneto. Otro es el caso de Mosén Mittán, cuyo relato viene guiado y apostillado por el romance que cuenta lo mismo que la novela, con una tensión suplementaria y fundida.

En más de una ocasión nos ha dicho Sender que ha escrito sus obras en prosa sub specie poetica, por ejemplo, en el prólogo a Los cinco libros de Ariadna (1956). Para mí hay dos aspectos en su talante o predisposición poética: la más elemental es la curiosa atención a la palabra como entidad sonora, independientemente incluso de su sentido. Se le ve una y otra vez paladear, degustar auditivamente también voces que introduce justo por esas calidades. Como percibe lo que «las palabras tienen [de] don sugeridor independientemente de su sentido conceptual» (en Los términos del presagio). Quizá en muchos casos lo sugerido no va más allá de lo ambiental con su color característico, algo que Sender observará con notable reiteración; pero no deja de alcanzar muchas veces, ignoro con qué consciencia, el «suggérer, plutôt que nommer» de Mallarmé. Para él, si tomamos como suyas palabras de uno de sus personajes en que se ha invivido, «por los versos trataba más bien de escapar a la realidad»; o, receptivamente: «la filosofía de san Agustín me sonaba a poesía» (ambas citas en Crónica del Alba). En fin, ahora en un ensayo encontrará afinidad en Schopenhauer cuando éste describe el hecho lírico como algo «que se produce por contraste entre la voluntad consciente de expresar una emoción infinita y el conocimiento sereno y concreto de las limitaciones de la expresión. Entre el querer ilimitado y el poder concreto» (apud, Los noventayochos, pág. 97). De todos modos, hay una constante en quien estuvo tan implicado en la realidad de su tiempo, y es la tendencia evasiva interior por la ensoñación y la fantasía. Quizá en acorde con el paisaje de su infancia, como cuando pone en boca de su doble (Pepe Garcés, del que luego me ocuparé): «La nieve me hizo a mí soñador y dado a la soledad».

En este punto no estará de más observar la atención que ha tenido para las coplas populares de su patria chica, insertas no pocas de ellas en la narración, con su ingenuidad y marcada nota de habla local:


   «En el valle de Gratal ha florecido la aliaga,
adiós niña de la val, adiós, ibones de Fraga».



O:


«Ea, mancebicas, / danzar oslo asina,
que o pardal se casa / con a cardelina».



La música que acompañaría a estas coplas vendría, seguramente, a reforzar la evocación, más o menos precisa, de sus años infantiles.

Como contraste, en otra gama de la lengua en función «poética» -no lírica-, acaso se nos ofrece en trance próximo al delirio: «La señora de las voces... Entre lo vivo y lo pintado, un ahorcado. La hazaña, la cizaña y la telaraña campan por España. El cisma, la crisma y la morisma asoman por Cádiz. La crisma del descrisme. Y el hisme de la carisma» (en La orilla donde los locos sonríen). Se trata de un pasaje más bien excepcional, pero no desdeñable en el análisis de los registros que juega Sender en su lengua literaria.

*  *  *

Viniendo ahora a su obra novelesca, sólo aspiro a una aproximación, dada su extensa variedad, si nos atenemos a temas y ambientes; porque Sender ha tratado asuntos históricos, a su manera, como la sublevación cantonal de 1873 en Cartagena, o la aventura de Lope de Aguirre en el Amazonas, o las misiones en la Baja California, sin que falte la novela parisiense, tan olvidada hoy, ni la del «héroe» en el Far West o las curiosas novelas ejemplares de Cíbola..., la americana en España (Nancy y su tesis) o, por último, el «chandrío» (desaguisado, en aragonés) último, el del Congreso. Acaso el autor no ha tenido una autocensura severa y se ha prodigado sin el castigo severo en la escritura y la limitación a la hora de publicar. Pero así se ha realizado como escritor, aunque no sin correcciones y poda en ediciones sucesivas de algunos de sus libros, con plena conciencia de lo que modificaba, como podemos ver. Su novela Siete domingos rojos (Barcelona, 1932) fue modificada levemente en la edición de 1970, porque -dice- «he querido dar más unidad estructural a lo que tiene la novela de poético. En realidad, una novela, como un poema, no está acabada mientras vive el autor... Espero que si alguien quiere acordarse de mí en el futuro, sean estas últimas ediciones las que tome en consideración». Las modificaciones no fueron de mucha entidad, pero sí creo que vale la pena contrastar las ideas expuestas en los prólogos de ediciones, separadas por casi cuarenta años, y que deben ser tenidas en consideración por lo que tienen de confesión del autor, con testimonio que, entiendo, resulta muy útil para seguirle con más apoyada lectura. Decía, pues, en 1932, en el prólogo a la novela: «Desde el punto de vista político y social, este libro no satisfará a nadie. Ya lo sé». (No busca una verdad «simplemente humana».) «Claro que el libro no se dirige expresamente al entendimiento del lector, sino a su sensibilidad, porque las verdades humanas más entrañables no se entienden ni se piensan, sino que se sienten». Lo que viene reforzado con su teoría de un ideal anarcosindicalista, sin partido, que resume: «en el desinterés, San Francisco de Asís; en el arrojo, Espartacos; en el talento, Newtons y Hegels». En 1970, y en el prólogo a la edición revisada (Buenos Aires): «La primera vez que se publicó esta novela [...] yo consideraba la literatura como una forma de escapismo. [...] El amor a la libertad es entre los anarcosindicalistas españoles [...] natural, y va ligado a los movimientos religiosos, sociales y políticos de todos los tiempos desde la llamada protohistoria. [...] Ese amor a la libertad lo abarca todo y da su calidad intrínseca a todas las formas del amor, incluidos el amor sexual y el que mueve a los astros en el espacio» (¿recuerdo, remoto, del verso 145, Paradiso, XXXIII?). Lo que me parece digno de notarse es el impulso que va desde lo real experimentable hasta las zonas en que reside el misterio, porque aquí creo que está la clave de lo más personal en la obra senderiana -como en la de tantos otros, ciertamente-, y es lo que le ha llevado a darnos en muchas de sus novelas entreverado lo inmediato con evasiones al mundo de lo maravilloso.

Conviene ya dejar sentada la posición y compromiso de Sender en su vida, tan implicada en situaciones tensas, a fin de entenderle mejor en su literatura. No dejó de mostrar sus simpatías por los anarquistas (Kropotkin): «son los que individualmente me parecen más cerca de mí... Uno sólo se entiende con los hombres de fe» (prólogo a Los cinco libros de Ariadna, Albuquerque, 1956). Desde esa altura temporal y vital, pasados los duros años de cárcel y lucha, aunque todavía en el exilio, adopta una actitud serena: «Que mis contrarios, esos que me hacen el favor de obligarme con su odio a limitar y condicionar mi panfilismo natural [...], sepan que no les guardo rencor. No por generosidad cristiana ni pagana, sino porque sé que su odio es una forma de condicionado amor que me beneficia y al cual debo no poco de lo bueno que tengo. Soy el mismo de la infancia, adolescencia y juventud [...]». «He estado en casi todos los acontecimientos importantes de la vida de mi país y en ellos he tomado naturalmente el lado del pueblo por una cierta inclinación a lo noble. Allí donde se alzaba una protesta, allí estaba yo [...]. Una filiación política no cambia la naturaleza humana, y entre los rojos, los verdes o amarillos ha habido gente admirable y gente indigna». En el último título de Crónica del alba, ese ciclo autobiográfico, cuando llega a la guerra civil nos deja testimonios de una posición comprometida, pero sin renunciar a su criterio personal, y así escribe: «No odiaba a nadie, ni siquiera a los jefes militares que ponían más tesón y saña en sus misiones». Calvo Sotelo, el asesinado, le pareció «un hombre honesto que creía lo que decía». Y manifiesta: «Mi respeto por los falangistas [...]; los tengo por gente de valor físico». Quizá he sido excesivamente prolijo al citar textos del autor, pero necesitaba esta primera definición suya, que puede valer tanto para el que fue en realidad como para el que hubiera querido ser. Desde luego, no he hecho una selección para demostrar algo previamente buscado y querido, sino que es resultado de largas lecturas sin prejuicio.

Será preciso cortar las citas, que pudieran multiplicarse, dado lo mucho que Sender ha dicho de sí mismo directamente o por persona interpuesta en sus novelas -y es rasgo que no debemos olvidar-; pero no quiero renunciar a una confesión que tomo de la última de las novelas que componen la Crónica del alba, «La orilla donde los locos sonríen» (de 1971), donde nos dice cómo se ve en cuanto a su profesión de escritor: «Un crítico dijo un día de mí que yo escribía con el temperamento. ¿Quién puede escribir con el temperamento? Con el temperamento sólo se puede amar u odiar, matar o morir. Pero es verdad que tampoco escribo con la razón. Escribir es una función compleja y consiste, para mí, en dirigirme a los que no quieren escuchar, a los que no han escuchado antes. Poco se conseguiría de esta gente con la razón y poco también con la voluntad. Yo tengo que hacer uso de una facultad más o menos secreta, que carece de nombre todavía, pero merced a la cual recibo ondas de los niveles más oscuros y hondos de la vida y las transmito a esos que no quieren escuchar y que tal vez no han escuchado antes realmente a nadie». Es un diagnóstico que me parece íntegramente aceptable, del que subrayaría esa comunicación con «los niveles más hondos de la vida», lograda con más o menos convincente comunicabilidad. Hace años el Literary Supplement de The Times (3 de abril de 1959) dedicó a la obra de Sender el artículo principal, en dos páginas, y acertó ya al titularlo, «Between Reality and Dream»: entre realidad y ensueño oscila una buena parte, si no la mejor, de esta obra novelesca, empezando, por ejemplo, con Siete domingos rojos. No es una novela proletaria, de anarcosindicalistas simplemente (algo, no mucho, se vio en Índice literario, II, 3 de marzo de 1933), aunque ocurra en un Madrid con huelga revolucionaria, porque el autor dirá por boca de uno de sus personajes que «trata de buscar la verdad humana que vive detrás de las convulsiones de un sector revolucionario español». O cuando la manifestación pidiendo la huelga se echa a la calle hay alguien que lo percibe así: «Comienzan a oírse canciones que cantan y recuerdan las procesiones del Corpus. La tarde tiene velas encendidas que llevamos como antorchas y hasta a veces suena la canción a coro de ángeles exterminadores, que van vestidos de blanco delante de las nubes. Ahora siento la misma emoción religiosa -exactamente la misma- que sentía de pequeño en la iglesia. Claro que sin santos ni curas. Sin darnos cuenta seguimos el ritmo de la 'Internacional' y parece que el cielo baja y se espesa y que se respira con dificultad. La manifestación sigue y la cabecera debe estar ya cerca de Neptuno» (pág. 97, 1.ª ed.).

Algo muy parecido o en la misma línea que funde religiosidad con vocación revolucionaria encontramos en una novela publicada ya en el exilio, El epitalamio del prieto Trinidad (México, Quetzal, 1942), uno de cuyos personajes, Darío, parece un doble del autor y dice de sí mismo: «Me creo un revolucionario, pero no soy más que un religioso que ha perdido a Dios» (página 184). De esta misma novela se dijo que había sido imitación de la de Miguel Ángel Asturias Señor Presidente; pero la de Sender es dos años anterior. Acaso pueda haber tenido como incitación el Tirano Banderas de Valle; pero las diferencias son demasiadas para establecer una presuntiva relación entre ambas. También es la del aragonés una novela de «tierra caliente», en un presidio suelto que mata al «prieto» (negro) Trinidad, su jefe, en la noche de bodas. La niña Lucha, la novia (¿recuerdo de la niña Chole?), perseguida por los presidiarios, se salva gracias a Darío, siguiendo caminos extraviados a través de la selva y con un lépero, especie de Quasimodo, hasta llegar a la costa, donde se acogen al cañonero «Libertad», que acaba de atracar. La moraleja es demasiado obvia y viene expuesta con ingenua aplicación: «la vida poblada de monstruos, pero un caminito entre los monstruos. Un caminito para cada cual. Quizá la vida es así». Es evidente cómo Sender practica una literatura de aplicación moral, y éste es, creo, uno de sus rasgos peculiares, que le veda entrar en el reino de la fantasía pura, porque sí, horra de implicaciones morales a las que aplicar una consecuencia para lección de conducta.

(Incidentalmente diré que el interés que ha mostrado Sender por ambientes y motivos americanos en su novelar resulta un tanto excepcional entre nuestros escritores, incluso entre los que vivieron el exilio en aquellas tierras. No sé si se ha hecho un balance de este tema, ni del que supone reciprocidad. No olvido a Francisco Ayala, Serrano Poncela, Herrera Petere, Rosa Chacel, entre los mayores.)

He venido apuntando notas que me parecen más relevantes y distintivas en la narrativa de nuestro autor. Ahora voy a dedicar atención más demorada al ciclo novelesco Crónica del alba, porque veo en él algo como el núcleo de la mayor parte de su obra en este género, y en la poesía. La obra tuvo su primer paso en 1942 (México, Ed. Nuevo Mundo) en libro de modesta y aun pobre presentación. Para 1962 ya había añadido cinco títulos -cinco libros- más al primero, con lo que ya eran seis los que formaron aquella «crónica» (véase el prólogo, firmado en Los Ángeles, California, para la edición de Nueva York, Las Américas, 1963). Hasta aquí teníamos: Crónica del alba, Hipogrifo violento, La quinta Julieta, El mancebo y los héroes, La onza de oro, Los niveles del existir (las tres últimas de 1954). Por último, publica tres nuevos títulos en 1957: Términos del presagio, La orilla donde los locos sonríen y La vida comienza ahora, con los cuales cierra la serie. Toda la obra tiene un marcado carácter autobiográfico, confiado a una ficción con desdoblamiento del autor para incorporarse en el personaje central del relato, Pepe Garcés (nombre y apellido segundos de Sender). Un primer problema, que no podré más que desvelar apenas, nos lo plantea la revisión del texto que su autor llevó a cabo, y con no pocas modificaciones, entre la primera y la segunda edición de la primera parte del ciclo novelesco. Dejadas las correcciones de erratas a un lado, o las más leves, en el estilo, hay cambios muy considerables que afectan a algo que me parece más esencial, y es el sentido que Sender tuvo y cambió respecto de la novela como autobiografía, según espero mostrar más adelante. En efecto, las nueve novelas están escritas como memorias de Pepe Garcés, soldado español internado en un campo de concentración en Argelès-sur-Mer, donde, derrotado y sin ilusiones, se deja morir no sin antes haber redactado sus memorias y habérselas entregado al editor, esto es, a Ramón J. Sender, que las publica. Estamos, pues, al comienzo de la imaginada ficción, en los días de la retirada del ejército republicano por la frontera próxima al Mediterráneo, experiencia que vivió el autor, y de la que se recupera dejando el cadáver de una de sus personalidades en el campo de concentración, para continuar como en una palingenesia que ha dejado atrás una etapa decisiva de su vida. Pero el editor de las novelas de Pepe Garcés no deja de aparecer ocasionalmente al comienzo o al final de algunos de los episodios, con lo que el rejuego de ficción y realidad se hace más incitante. Cada uno de los libros irá siguiendo una fase en la vida de Pepe Garcés, desde sus diez años, pasando por las experiencias que le va deparando su crecimiento, el medio familiar y social, hasta llegar a los primeros días de la guerra civil, en el último volumen. El caso es que la novela oscila entre el enfoque a distancia (a la manera de memorias, que es como se nos dice que se ha escrito en Argelès) y una como novela autobiográfica escrita paralelamente al tiempo de lo contado, con casi simultaneidad de vivencias y escritura. En este caso hay dos marcas referenciales de distancia: la que suponen unas memorias retrospectivas y la que aparece como notación actual. De ahí que el texto nos ofrece entreverado, sin neto discernimiento -y esto no es un juicio de valor-, lo contemplado evocativamente y una presentificación como si se nos invitara a instalarnos en el punto de vista infantil. En la primera novela, especialmente, mantiene muy sostenido un tono candoroso, de ingenuo encanto aerifico, que parece reflejar la frescura de aquellas experiencias, ya lejanas, de la puericia. Pero el escritor no puede eludir efectos de estilo que serían impensables en una pluma niña, aunque tampoco ha caído en la facilona, y peligrosa, trampa de un lenguaje infantiloide, salvo en levísimos toques que apenas se advierten y consisten más en lo pensado y sentido que en su redacción.

Con estas advertencias tenemos un acceso de motivaciones plausibles al comparar primera y segunda redacciones de los volúmenes iniciales. No he de abrumar a mi posible lector con un cotejo abundoso, pero sí diré que lo que más me ha llamado la atención en las correcciones llevadas a la segunda edición, y justamente por su frecuencia reiterada, ha sido que muchas de las veces lo que ha hecho Sender es suprimir pasajes que suponían una mentalidad mucho más hecha y madura que la del supuesto autobiógrafo, como ocurre con reflexiones de mucha más complejidad. Ofreceré un ejemplo, entre tantos, para muestra. En la primera de las novelas se nos cuentan los amores de Pepe y Valentina, en el pueblo aragonés, cada uno con sus diez anos. Pepe ha ido a casa de su «novia» y quiere quedarse a dormir con ella y así lo ha propuesto a la niña y a su madre, con la ingenuidad del caso. Leemos: «Yo seguía creyendo que Valentina y yo dormiríamos juntos. [Mi decepción me puso en guardia con las cuestiones de amor que no eran por lo visto hacia un mundo mejor, sino una continuación de las dificultades de la vida familiar, de los estudios y del sentido general de la vida.] La madre encontró una disculpa bastante razonable: Si os acostáis juntos vais a estar hablando toda la noche». Lo suprimido, creo que con acierto, va entre corchetes. Valga éste por otros muchos casos análogos.

Avanzada ya la serie de novelas, a la altura de Los niveles del existir, el autor se percata de la distancia entre lo vivido, ahora en plena pubertad, y el tiempo de la narración. Su primera experiencia sexual, con Isabel, estando en el lecho le lleva a digresiones en que vida y muerte se mezclan con el girar de las esferas, pero: «Estas cosas no se las decía a Isabelita, las pensaba [...]. Como digo estas cosas no las pensaba entonces, sino ahora. Aquella noche tenía sólo intuiciones de aspectos aislados del misterio [...]. En el amor yo sentía, a veces, como dice Góngora, las horas ya de números vestidas, pero mis números no eran ordinales, sino cifras de lo absoluto». Se habrá advertido la contradicción entre la primera frase y la siguiente; pero lo que importa es ver la conciencia de la distancia narrativa más algo que no tengo espacio para desarrollar con la extensión que requiere el asunto, y es la presencia de motivos sexuales en esta obra, con notas muy personales, sin remilgos ni crudezas -hay un cierto pudor que le lleva a eludir lo más directo o tosco-, como algo que implica al hombre incluso en un plano trascendental, enfrentado con el misterio de la muerte, polo opuesto del impulso y atracción eróticos. En suma, Crónica del alba viene a ser un Erlebnissrornan, en el que también se inserta la historia de la España que al autor le tocó vivir hasta el 36, en pueblos de Aragón primero (Alcolea, Alcañiz, Caspe), en Reus -un año de colegial interno-, donde representará el papel de Segismundo en La vida es sueño calderoniano, para venir finalmente a Madrid, que se «presentaba (a Pepe Garcés) como la corte de los milagros». Después de un suicidio frustrado, grotescamente frustrado, el héroe nos cuenta su vida en Madrid en los tres últimos volúmenes de la saga. El amor de Valentina viene a ser como el hilo conductor de un amor cada vez más lejano, pero no menos presente, en contraste de algo puro con el comercio sexual con otras mujeres. La fantasía puede dar ocasión a una extraña aventura con el amor de su infancia, ya entrados ambos en la pubertad, cuando no sueñan, sino creen haber paseado juntos con una corza por los montes de Panticosa, donde no habían estado. Es uno de los pocos pasajes en que la imaginación pura nos instala en un mundo fantástico sin trasfondo aplicable a una moraleja racionalizante.

En estas novelas, y no sólo en ellas, cabe todo -como en el saco barojiano-, desde lo más personal con múltiples implicaciones, incluso con recuerdos de otras novelas (Imán, por ejemplo, que se inserta en un largo inciso; el relato de Alfonso Madrigal, incluido en Los términos del presagio), hasta juicios sobre literatura y escritores vivos, pequeñas anécdotas y alusiones a hechos y sucesos -historia menor, al par de la grande- que no resultan de fácil interpretación de no haber pasado por las mismas experiencias. Otro tanto ocurre con paisaje y ambiente de las primeras novelas de la serie, cuyo sentido preciso no se capta sin un conocimiento del entorno aragonés, rural y urbano, por lo que cada vez esta obra ha de quedar más y más distante de la recepción lectora.

En la poesía inserta a lo largo de las nueve novelas ha habido también una rectificación en ediciones sucesivas, especialmente en la segunda. Lo más notorio es la supresión de cantarcillos populares o una reducción a la copla inicial. Pero importa, sobre todo, tratar de ver cómo operan los poemas en el conjunto novelesco. Es normal que cada libro empiece y se cierre con poemas que vienen acordados con una tonalidad sentimental o fantástica. Los lugares están evocados en su realidad experimentable, no menos que en una transmutación maravillosa: Castillo de Sancho Garcés, las Pardinas, los Mallos de Riglos, el Somontano, el río Alcanadre... Pero será mejor oír al propio Sender, que se introduce en el relato de Pepe Garcés, por ejemplo, en La quinta Julieta (lugar zaragozano, hoy irreconocible en la lectura de la novela). Allí se incluyen tres sonetos, comentados por Sender: el primero «recuerda la fragancia idílica de la aldea»..., «el segundo parece reflejar el desorden de la sensibilidad de un joven llevado del campo a una ciudad populosa... El tercero resulta un poco confuso, pero la confusión es, a veces, un elemento lírico». Este soneto dice «de los lejanos días de la orgía sin futuro y del epicureísmo». Comentario de Sender: «No sé en verdad qué orgías pudieron ser las de Pepe Garcés, quien de un modo u otro fue siempre fiel a esa noción grave y discretamente ascética que en su tierra aragonesa se tiene de la vida. Tal vez Pepe hablaba de sus orgías interiores, de las fiestas de su alma». Además de estas poesías con su carga indicada, tenemos otras que me parecen más puras, aunque no del todo exentas de los problemas que aquejaban a su autor, como en el bello poema con que concluye el primer volumen de la Crónica del Alba, «Las hojas amarillas»: «En el agua / llora y baila / la hoja arremolinada. // Te miro tal como eres / viva en el centro de España, / mírame tal como soy / muerto en las tierras lejanas... // Amarillean / los mármoles de la albada / y yo digo hola, / lo mismo que el cuervo / en el alba solitaria. / Hola al aire que me lleva lejos de ti hacia la nada».

A lo largo de esta exposición se habrá podido advertir algo del trasfondo caracterológico y del ideario de Sender en distintos aspectos. Acabo de apuntar al reconocimiento de su naturaleza aragonesa. Sólo este punto daría para largas consideraciones, pero me limitaré a que, en efecto, hizo gala de su aragonesía, de la que tomó rasgos de sobriedad, valor y amor a la verdad como más acusados y dignos de estima. En varias de las novelas que acabo de examinar y en otras no autobiográficas, hay residuos del habla local, habida cuenta de que Sender se consideraba un «ilergete», no un «baturro» ni un «maño», y se siente más cerca de la zona lindante con la comarca de la Litera, donde se entrecruzan aragonés y catalán. Vinculación a su tierra por familia, bienes raíces, antepasados y una mentalidad pequeño burguesa cuando no con aspiraciones aristocráticas, de que hay no pocos indicios y muestras en la ficción novelesca. Pepe Garcés se nos presenta una y otra vez muy vinculado a un status social de propietarios rurales en decadencia, que no quiere ser confundido con las gentes del comercio. Si el héroe ha de verse obligado a trabajar para ganarse la vida, por la mala administración paterna del patrimonio familiar, será como auxiliar de farmacia, que no es precisamente un «hortera».

Todavía hay dos novelas más en las cuales Sender nos ha dejado parte de su persona y con testimonios indubitables: Los cinco libros de Ariadna (Nueva York, 1957) y La mirada inmóvil (Barcelona, 1979). En la primera es Javier, el protagonista, quien tiene todas las características de su autor, y nos es presentado como alguien que «todo lo veía sub specie amoris» (rectifico la cita latina, errada, pág. 100, de la edición de Barcelona, Argos-Vergara). La novela mezcla lo imaginario fantástico en una ciudad con resabios medievales, con el relato de Ariadna, «nombre no cristiano, mítico», la amada de Javier, y notas que recogen la situación de la España ante la inminente guerra civil. Se nos invita a interpretar lo que el autor llama «ariadnismo», confusa y sugestivamente: «ariadnismo... no es la alegría por la muerte de un ser querido. No es -mucho menos- el deseo de su desaparición. Y, sin embargo, hay algo de las dos cosas. Yo mismo no podría definirlo exactamente y espero que ustedes lo harán por mí» (pág. 188, ed. cit.). Una vez más la inquietante conjunción de amor y muerte.

En La mirada inmóvil, cuya portada reproduce la carta de «El bufón Calabacillas» (El bobo de Coria) velazqueño, el protagonista, Agamenón (sic), acaso haya sido idea suscitada por León Felipe en su poema «Pie para El niño de Vallecas», de Velázquez también. Quizá haya implícita una protesta trascendental ante el misterio inexplicable del mal gratuito que no pocas veces padece el ser humano. Ahora, la proyección del autor en otro personaje ficticio se complica con los que llama sus álter egos y trasuntos y denomina con nombres que me resultan crípticos: «coduencosmas, coduenscapros y coduenstraitos», que asumen aspectos parciales de la personalidad compleja del autor, en distintos momentos de la narración. Hay numerosas referencias a la España de los años treinta y del exilio, y acaso el pasaje clave nos lo dé la referencia a Simone Weil, que «murió por algo»: «A mí me pasa algo parecido». La novela incorpora no pocos motivos más, entreverando en la tabulación novelesca pasajes que parecen más propios del ensayo.





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