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«Ut pictura narratio»: para una interpretación de "El río que me habita" (2017), de Rodrigo Soto, como novela cubista

Emiliano Coello Gutiérrez





La novela empieza a ser gran novela cuando deja de parecerse a una novela.

Alejo Carpentier, Problemática de la actual novela latinoamericana, 1964.                




Los prodigios que contaba Sherezade sucedían de veras en la vida cotidiana de su tiempo, y dejaron de suceder por la incredulidad y cobardía realista de las generaciones siguientes.

Gabriel García Márquez, Vivir para contarla, 2002.                




Ce qui différencie le cubisme de l'ancienne peinture, c'est qu'il n'est pas un art d'imitation, mais un art de conception qui tend à s'élever jusqu'à la création.

Guillaume Apollinaire, Les peintres cubistes, 1913.                




La publicación, en marzo de 2017, de la novela de Rodrigo Soto El río que me habita, coincide con la conmemoración de tres fechas importantes en el ámbito de la pintura y el del arte en general. En efecto, se cumplen ochenta años de la aparición de «El Guernica», de Pablo Picasso, cuadro que marca una nueva tendencia en el arte del pintor malagueño, el cual, sin renunciar a su fuerte impronta experimental y vanguardista, aumenta su compromiso y se acerca más al devenir histórico de los pueblos. Del mismo modo, hace medio siglo se publicó Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, quien revoluciona el panorama de las letras hispánicas con lo que Mario Vargas Llosa ha calificado como «una novela total», donde lo histórico, lo colectivo, lo individual, lo familiar, lo mágico y lo fantástico se funden, en un intento de acercarse a la insondable complejidad de la vida. Y por último, en 2017 se cumplen ciento diez años del nacimiento de una obra absolutamente fundamental en la historia de la pintura y de las demás artes. Se trata de «Las señoritas de Aviñón», de Picasso, que da un vuelco a todo lo conocido hasta el momento, introduciendo en el lienzo una concepción total del fenómeno pictórico, en el que se mezclan perspectivas contrapuestas y simultáneas acerca de los objetos y figuras, la tradición de la pintura hispánica camina de la mano con la herencia artística de los lugares más remotos (física y temporalmente), la geometría compone y descompone las figuras (las deshumaniza), el arrabal adquiere carta de naturaleza pictórica y el humor alterna con la sensualidad bruta, con la estilización y la gracia, con la abstracción, con una visión del mundo «infantil» y a un tiempo abisal, inconmensurable, diabólica.

La novela de Rodrigo Soto pretenderá seguir la estela de esta cosmovisión totalizante que inaugura Pablo Picasso, a quien no es exagerado considerar como el fundador del arte moderno; de la misma manera, las analogías entre los aportes técnicos del cubismo y la novela de Soto son notorias, como habrá de verse.

Las similitudes entre la pintura y la literatura, artes hermanas, se remontan a muy antiguo, tanto a nivel teórico como práctico. Plutarco u Horacio echaron mano del referente pictórico para explicar el arte de la poesía, y del mismo modo los tratadistas del Renacimiento ahondan en dicha relación, que en el siglo XIX se hace mucho más profunda a través de las reflexiones intertextuales de escritores como Goethe, los románticos alemanes o el novelista francés Honorato de Balzac, entre otros, que incluyen en la narrativa esa intencionalidad intergenérica. En el siglo XX los intercambios entre ambas artes son recurrentes, aportando Marcel Proust o Virginia Woolf algunos de los testimonios más ilustres y palpables. En el ámbito hispánico, la literatura de estetas como Luis de Góngora o Gabriel Miró se presta plenamente a esta mirada transversal, y podría afirmarse que las deudas de la novela totalizadora del boom latinoamericano con el cubismo son, asimismo, evidentes, en lo que tiene que ver con una traslación desde el eje referencial hacia el nivel estructural, es decir, desde el mensaje hacia la forma como mensaje.

Rodrigo Soto ha escrito acerca del parentesco cercano entre la literatura y la pintura. El escritor costarricense afirma en un artículo suyo titulado «Tentados por la palabra», publicado en el diario La Nación en 2011: «Aunque en apariencia lejanas, la imagen plástica y la imagen literaria tal vez no lo sean tanto. La metáfora, la imagen literaria por excelencia, es solo la relampagueante construcción de una figura "plástica" en nuestra conciencia. Desde este punto de vista, escribir es simplemente dibujar con palabras en la mente del lector»1. Soto da ejemplos de escritores-pintores y viceversa, como William Blake, Vincent Van Gogh o Miguel Ángel. En el caso de Centroamérica, cita casos notables como el de Carlos Martínez Rivas o Eunice Odio, quienes en algún momento de sus vidas fungieron como críticos de arte, de pintura concretamente. Y en lo concerniente a Costa Rica, existen narradores notables que se han desempeñado igualmente como excelentes pintores, como son Max Jiménez, Carlos Salazar Herrera o Francisco Amighetti.

A nivel interno, la primera parte de El río que me habita («Sirenas y centauros») cuenta con un personaje, Cecilia, que se funde de tal modo con el paisaje de Ciudad Real que parece una hembra recostada en el regazo de la Pachamama, como en el famoso cuadro de Frida Kahlo «El abrazo de amor del universo», de 1949. De hecho, se trata de una mujer que en su infancia gusta de ingerir tierra y que después se dedica a la farmacopea, para de este modo tener acceso a los elementos que componen las diferentes sustancias (que anhela fagocitar). Después se hace amiga de Aura Rosa, una vieja curandera que conoce los secretos naturales. De esta forma describe el narrador el afán telúrico de Cecilia:

A esta misma época se remonta un sueño en el que brotaba de la tierra: más que verse, era la sensación de emerger de ahí. Luego miraba las plantas del patio con una intensa sensación de cercanía y tenía la certeza de que con sus colores, sus texturas, con el temblor de las hojas y mediante vibraciones impalpables, ellas la reconocían y se alegraban de su presencia. Sentía que, de hablarles, ellas le responderían.


(RODRIGO SOTO, 2017, p. 27)                


Parece estarse refiriendo a «Raíces», un cuadro que Frida Kahlo pintara en 1943. Como en los lienzos de Frida, Cecilia es una mujer que, pese a su titánico esfuerzo por construirse de forma autónoma, no logra ocultar el desgarro que le produce el principio de individuación, y su amor pánico por el entorno no es otra cosa que el recóndito sueño (por lo demás demasiado patente) de subsumir su individualidad en el seno materno, liberándose así del enorme peso de la incompletitud (en otras palabras, de la libertad). La novela está llena de este tipo de paradojas y ambigüedades, de tal suerte que puede asegurarse que todo el texto de Soto se construye así, desenhebrándose a un tiempo, como el sudario que Penélope teje de día para destejer al anochecer.

El proceso textil se advierte claramente en la segunda parte de la novela («Guerreros y tejedoras»), cuando el personaje de Sabina borda un tapiz (que adquiere dimensiones de mural) donde se encuentra el río Grande y su cuenca, y los habitantes de Ciudad Real. Estamos ante un ejemplo típico de la técnica de la «mise en abyme», y de la écfrasis. El desempeño de Sabina recuerda la labor de Aracné en Las metamorfosis de Ovidio:

en esa época Sabina empezó a dibujar lo que sería el bordado con la imagen del río. Las figuras le fueron llegando en el transcurso de varios días. Sería una labor enorme representando el curso del Grande, desde las montañas hasta el mar. Combinaría aplicaciones con figuras llenas de bordado liso y de realce. Habría rojos, azules, amarillos, verdes, naranjas y violetas. Sabina quería que se vieran los poblados y también la fauna; nada estaría representado a escala, le gustaba la idea de que junto a un caserío pequeño figurara un lagarto gigante, o que una persona tuviera casi el mismo tamaño que un cerro2.

En estas pocas líneas está condensada la poética de la novela: el tamaño hace que nuestro texto se asemeje a un mural y que este se avenga a su vez con los procedimientos técnicos de una novela omnímoda3, donde quiere abarcarse lo existente en su plenitud, observado desde múltiples y diversas perspectivas, simultáneas, fragmentarias y contrapuntísticas; el simbolismo del color se traduce en nuestra novela en toda una paleta de tonalidades que representan diferentes sensaciones, acciones y sentimientos (del gris y el ocre al azul, pasando por el rosa); la mezcla de las figuras y las aplicaciones señala posiblemente a la hibridez de lo figurativo con lo abstracto, así como a la técnica del collage, que en nuestra obra adquiere un alcance extraordinario, ya que las más diversas épocas, razas, culturas y prácticas artísticas se funden en el tejido novelesco; y por fin, la ruptura con el bordado «a escala» connota un deseo acuciante de ruptura con un arte imitativo, lo que propicia que la realidad y la fantasía terminen por imbricarse, como ocurre en la novela. La deuda con el cubismo es, pues, palmaria4.


Más allá de la mímesis

Cuadros como «Las señoritas de Aviñón» o «Botellas y cuchillo» (1912), de Juan Gris, rompen de un modo implacable con el canon realista, aristotélico, que a pesar de sus muy variadas alteraciones y mutaciones a lo largo de las distintas épocas, había logrado imponerse, casi de un modo tiránico, hasta el momento. El cuadro de Picasso alterna la perspectiva de frente y de perfil en el dibujo de los rostros de las mujeres; mezcla de un modo inverosímil el negro de algunas cabezas con el blanco purísimo de los cuerpos, como si las primeras hubieran sido superpuestas arbitrariamente al conjunto; presenta posturas diabólicamente imposibles, como la mujer sentada obscenamente con la cabeza completamente vuelta, como un búho; exalta las redondeces de los cuerpos femeninos y a un tiempo los «robotiza», por medio del geometrismo.

En el cuadro de Juan Gris, las botellas semejan estufas o bocas abiertas, el fondo se convierte en una vasija o una cabeza de mujer de pelo liso que llora, con la frente gacha (en un claro efecto de «trompe l'oeil»), mientras la boca se le llena de palabras; el cuchillo de la mesa se transforma en un miembro viril que se hunde en la carne anhelante de una botella, y la pared se cubre de redondeces femeninas y de orificios corporales, de la misma forma que el mantel adquiere una «consistencia acuosa» (y aquí el oxímoron es intencionado).

La novela de Rodrigo Soto también contradirá de un modo flagrante el canon mimético, ya que está compuesta de fragmentos que en ningún caso apuntan a una unidad narrativa, pues las vidas de los distintos personajes (y hay muchos en esta extensa narración) no tienen en principio nada que ver entre sí, pueden leerse de forma completamente independiente. De este modo, se atenta gravemente contra el concepto de trama, de historia única al modo clásico con un comienzo, un desarrollo y un final coherente. De hecho, muchas de las peripecias de los personajes quedan suspendidas en el libro, y corresponde a la imaginación del lector el aportar un desenlace a los relatos, como también se deja al arbitrio de quien lee la posibilidad de tejer los vínculos y las relaciones entre las diferentes partes de la materia narrativa. Esta apelación al espectador para que abandone su actitud contemplativa y sea él quien complete el circuito de la comunicación que comienza de la mano del artista (la maraña que este le entrega en muchas ocasiones), es un modo de crear típicamente cubista.

Aristóteles preconizaba un arte con personajes extraídos de la Historia, es decir, que hubieran existido, y en la composición de los diferentes caracteres aconsejaba atenerse, ora a la necesidad, ora a la verosimilitud5, o a ambas. Pues bien, en la novela de Soto se rompe también con esto, pues si los guiños a la historia de Costa Rica y de América Latina son constantes en El río, el parecido con eventos que sucedieron verdaderamente en el país o en el continente latinoamericano, a nivel histórico o geográfico, no deja de ser un espejismo con apariencias de realidad, pero puramente imaginario. La verosimilitud también se transgrede constantemente (gracias al equívoco o a la fantasía), el género de las criaturas literarias en ocasiones no aparece totalmente fijado, como tampoco su pertenencia a la raza humana, animal o mitológica, o a una amalgama de todo ello. No hay personajes planos, y hasta el héroe aparentemente más sólido e intachable, tal el general Briceño de la cuarta parte, se nos muestra ridiculizado en algún instante por los albañiles a los que manda construir su mausoleo napoleónico, lo cual demuestra que si la especie humana está hecha de grandeza, también está compuesta de una sustancia profundamente ridícula, que la caracteriza.

Todo es fluido en El río que me habita, es decir, el trabajo de intelección de la novela por parte de quien la recibe está sometido a un constante proceso de transacción entre el autor y el lector, como intentará demostrarse seguidamente con el estudio de los casos de Emma (segunda parte), Sofonías Sánchez (tercera parte) y Mokey Campbell (cuarta parte).

Emma Goldberg (basada en la activista sueca Karen Mogensen, aunque también recuerde a la estadounidense Madalyn Murray O'Hair) es una simpática muchacha norteamericana de los años sesenta del pasado siglo que se instala en Ciudad Real junto con su esposo David, biólogo, huyendo de los peligros de la agitada vida política guatemalteca. Ella había empezado una tesis sobre la peregrinación al santuario de la Virgen del Carmen (la Virgen de los Ángeles costarricense) dirigida por el profesor Yoder. Tanto Emma como David son de origen judío, ella descendiente de hebreos húngaros y rusos que emigraron a Estados Unidos en alguna generación anterior. Nos enteramos de la vida de Emma y de su circunstancia gracias a las cartas que esta le envía a su hermana Beckie, a las cuales el lector tiene acceso. En ellas Emma cuenta las vicisitudes de su vida en Ciudad Real y construye una imagen de sí misma caracterizada como alguien progresista y feliz, en plena fusión con la exhuberante naturaleza que la rodea.

Todo cambia en la vida de Emma cuando el gobierno local decide construir un botadero (un vertedero, un basurero) cerca del lugar donde ella vive. Ello provoca que Emma se enrole en una muy loable lucha ciudadana que termina con el proyecto de botadero transformado en una reserva natural junto al cerro Colpachí. Emma se convierte entonces en un referente cívico, y el discurso epistolar autobiográfico así lo demuestra. Así por ejemplo cuando censura el machismo que impera en Ciudad Real: «hasta en las actividades recreativas se reproducen aquí los patrones tradicionales de lo masculino y femenino: ellos afuera, ellas en casa»6. O cuando critica el despilfarro del gobierno de su país en asuntos baladíes: «No entiendo la obsesión por ir a la luna, siendo el nuestro un planeta tan bello, y tan hermosa la luna desde aquí. Tampoco creo que los Estados Unidos hayan perdido algo en Vietnam para andar metidos ahí. Como todas, esta guerra es inmoral y solo un negocio para los grandes fabricantes de armamentos»7. O en el instante en que reprueba la enajenación que produce la religión en el pueblo: «mi opinión es que la religión ha sido el principal motivo de discordias y desavenencias en el mundo, y por ello causa de infinitos males»8.

De esta manera Emma se transforma a sí misma en una especie de «loca de Gandoca»9 suigéneris, en cruzada constante contra los males del mundo de su época (el capitalismo voraz y antiecológico, la guerra de Vietnam, el despotismo religioso, la pobreza y la marginación, que aherrojan a una buena parte del planeta). Ocurre que el discurso epistolar que Emma Goldberg elabora, también deconstruye (inadvertidamente) esta versión heroica que ella tiene de sí misma por medio de un diálogo entre el autor virtual10 (a través del narrador, que es la única entidad palpable en esta parte de nuestra novela) y el lector implícito11. Es decir, en las cartas que Emma redacta, deja deslizarse una serie de detalles marginales que terminan elaborando un discurso alternativo, un antidiscurso (un afluente) que revierte (y subvierte) la corriente principal. Las llamadas de atención al lector implícito ya están presentes en el tono algo ñoño con que Emma se expresa a propósito del botadero: «esos cerros son el lugar menos adecuado para un botadero. Confío en que alguien se lo haga ver al señor alcalde, pues de otro modo... ¡sabrá de mí!»12. O «te comenté de las intenciones del municipio de construir un basurero en los cerros cercanos (¡¡mis cerros!!)»13. Cabe pensar que la ironía corroe con un humor muy fino la versión heroica-militante del personaje.

El lector puede saber en algún momento que la madre de las muchachas está enferma y que es Beckie quien se ocupa de ella. Emma dice a este respecto: «En ocasiones me siento terriblemente culpable, luego pienso que esto es transitorio y que pronto estaremos juntas para echarte una mano y cuidar de Mamá (esta última palabra está escrita con mayúscula en el texto, añ. mío). Lo que mencionas en tu última carta me inquietó mucho»14. Después nos enteramos de que la madre de Emma muere, de que ella tiene que viajar a Filadelfia por el entierro y de que se ha perdido completamente la enfermedad de su progenitora, que ha delegado en su hermana.

También sabemos que Emma no tiene hijos porque su visión de la raza humana y sobre todo del progreso humano, lejos de ser luminosa, es más bien oscura: «¡No es una obligación perpetuar la especie, menos aún si no estamos convencidos de representar un salto evolutivo en relación con los primates o los pájaros!»15.

Por último Emma abandona su tesis (la ilusión de su padre, que siempre quiso en ella a una mujer estudiada y autónoma) y se hace panadera. Esto es, termina renunciando a sus proyectos iniciales para permitir que el sujeto económicamente más activo y prestigioso de la pareja sea David, su marido, que empieza a sobresalir de modo fulgurante en la Universidad de Filadelfia. De esta forma, el lector puede justificadamente colegir que Emma se recluye en la selva como una forma de escapar de sus obligaciones con el mundo (lo que no quita su pasión ecologista y su bondad). El mérito de la novela consiste en mostrar que ambas versiones de un mismo objeto artístico (en este caso el personaje Emma) son simultáneas y oximorónicas, y que la libertad hermenéutica del lector puede elegir llenar ese espacio textual en movimiento tomando una u otra (o ambas, o ninguna)16.

Algo similar ocurre en la novela con el personaje de Sofonías Sánchez, un músico que comienza su carrera en la región de Desamparados (hay un barrio con ese nombre en San José de Costa Rica) y que obtiene su consagración y su éxito en Ciudad Real. Sus canciones se escuchan y bailan por todo el país, y de esta forma gusta las mieles del éxito, lo mismo que las del amor: «Fueron años de gloria para la Orquesta de Sofonías Sánchez. La integraban entonces diez músicos»17. Y «tan pronto Sofonías gozó de notoriedad, abundaron las mujeres. Durante años su vida sentimental fue frondosa y desordenada»18. El narrador omnisciente nos hace partícipes incluso de algunas reflexiones muy interesantes que Sofonías hace sobre su oficio, y sobre la práctica artística en general: «la música era la forma de suspenderse en el vacío, un acto de rebeldía, un nadar a contracorriente en el flujo tumultuoso del tiempo... Otras veces balbucía palabras como arrancarse, suspenderse, remontar y oponer... O bien hablaba de fluir, de abandonarse, de fundirse y disolverse. Tal vez la música era una tentativa de comunicar esa contradicción»19. Sin embargo, el narrador también nos entrega algunas de las letras de las canciones que Sofonías (adviértase la paronomasia con «sinfonías») compuso en sus mejores tiempos, las cuales son verdaderas joyas líricas: «Esta noche es de pachanga / para eso estamos aquí / la alegría es cosa seria / que lo diga don Cumí»20. O «el puñal que me clavaste / en el fondo de mi alma / te lo mando con mi sangre / para que aprendas a querer (Mala mujer)»21.

No obstante, esta plurivocidad narrativa adquiere verdadera maestría con la historia de Mokey Campbell en la cuarta parte de la novela, titulada «Celajes frente al río (memorias)». Mokey Campbell cuenta sus peripecias en primera persona, y el resultado termina por parecerse enormemente a una novela picaresca, si a esta se le cercena todo componente vitalista y se conserva únicamente el determinismo de la vida hampona del pícaro (la herencia genética y el peso del entorno, que lo predisponen al fracaso). En efecto, Mokey Campbell es hijo de un personaje que aparecía en la tercera parte de la novela («Historia local»), que se llamaba Mathew Campbell, o Matías Campbell; se trata de un negro antillano que llegó a Ciudad Real y estuvo trabajando para la Compañía (la United Fruit Company) como maquinista de un tren que transportaba a obreros a la zona bananera. Sin razón aparente, a este hombre «se le mete el agua» (pierde el juicio) y termina adoptando la peregrina idea de construir un enorme buque en lo alto de un cerro, y con esta idea muere, habiendo causado antes la ruina de su familia.

Años más tarde, Mokey Campbell intenta explicarse el fracaso de su vida recurriendo a esta herencia recibida, de un padre de color y loco por añadidura, que los abandona y motiva con ello su infancia canallesca. A pesar de que en algún momento Mokey Campbell tiene suerte y acaba por conseguir un trabajo de maestro albañil con el que se gana holgadamente la vida, no abandona nunca esa óptica astrosa sobre la existencia, y su relato aparece taraceado de justificaciones, sobrejustificaciones y argumentos en esa dirección: «hay gente que se cree dueña de su vida como si esta fuera un potrero o una casa, pero esos, digo yo, no han vivido lo suficiente o no le han dado vueltas a lo que vivieron (o las dos cosas a la vez), pues como dice el dicho "uno propone y Dios dispone"»22. Mokey afirma igualmente, hablando de sus orígenes y de su nombre de pila: «la familia en la que nacemos tampoco la elegimos, nos toca en suerte o en desgracia; el lugar y el momento en que nacemos, si somos hembra o varón y el nombre, el nombre con el que nos llaman y que grabarán en nuestra tumba, nada de eso tampoco lo elegimos»23. En su particular filosofía de la vida «cuanto había visto me demostraba que los humanos somos bichos muy fregados»24. Su fatalismo endémico lo lleva a veces a formulaciones absurdas, como en este caso: «siempre que pasa igual sucede lo mismo»25.

Sin embargo, si bien se mira, la autobiografía de Mokey Campbell está llena de insinuaciones al lector implícito, las cuales desrealizan ese pensamiento determinista que posee el personaje acerca de su vida y de lo real. Así por ejemplo, se alude a un vicio de Mokey que camina estrechamente unido a su mala ventura: «que don Esteban se fuera y el clima tenso que se vivía en el país resultó una mala combinación para mí. Me dio por beber»26. De la misma manera, Mokey describe con supina candidez su relación con la joven y fogosa Estrella, la cual ocasiona una infidelidad a su esposa, Rosalba: «su actitud (de Estrella, añ. mío) era para mí como un veneno: más me retaba ella y más me animaba yo, sin importarme Rosalba, ni mis hijos ni nada»27. El albañil llega a extrañarse del desprecio que sus hijos sienten por él, y por fin cavila que dicha hostilidad puede ser «producto de mi descuido mientras crecían»28.

El río que me habita nos ofrece simultáneamente todas estas facetas, sin juzgar ni concluir nada, con un humor sutil que no se torna nunca en carcajada (en sátira) porque no pretende destruir el objeto, sino salvarlo e incluirlo como testimonio de la pluralidad de la vida.




El simbolismo del color

Se ha estudiado la evolución de la obra de Pablo Picasso con relación a su variedad cromática, que va desde el periodo azul y rosa de sus comienzos parisinos y bohemios (en los primeros años del siglo XX), al mayor cromatismo de sus cuadros de la última época (el muy extenso lapso que se extiende desde 1916 hasta el final de su vida creadora), donde abandona la grisalla y los tonos ocres que caracterizan al periodo central del cubismo (el cual abarca de 1907 a 1914, aproximadamente). En este, como es sabido, el colorido se atempera en aras de una intencionalidad menos mimética y más abstracta e intelectual.

Evidentemente, el color es un elemento significante en la pintura. De igual modo lo será en nuestra novela, cuyas diferentes secciones y personajes pueden leerse desde el prisma de la simbología cromática. Así, en la primera parte podría decirse que predominan el gris y los tonos ocres, puesto que la violencia y la sordidez campan en el texto (de igual modo, el fragmentarismo alcanza las mayores cotas de dispersión narrativa de la obra). Las sirenas Maga y Mila consiguen que las aguas puras y translúcidas del río Grande se tiñan de oscuro con la sangre espesa de los hombres que, embelesados por su magnética belleza, se meten con ellas en el río. La vida de Cecilia está signada por el color ocre: marrón es la tierra que come de pequeña y marrón es el suelo donde tres hombres la violan en un paseo suyo por el campo. Igualmente, la vida del cazador Miguel aparece tintada de una tonalidad parda y sombría, pues se trata de un cazador que tiene que autoinmolarse, malherido en mitad de la selva por una trampa mortal que le tendieron sus enemigos. Paralelamente, Serrano posee una existencia marcada también por la grisalla y los colores oscuros. Se trata de un asesino que ha vivido la mayor parte de su vida en presidio y cuyo acontecer ha quedado estigmatizado por el sello candente de un crimen nefando que cometió en su juventud.

El valor emocional del azul, que adoptan ciertos giros lingüísticos anglosajones para hablar de ambientes tristes y melancólicos, era un tema predilecto de la pintura, de las teorías artísticas y de la literatura de principios de siglo veinte. En nuestro texto, la melancolía azul (como el río Grande que baña Ciudad Real) marca el transcurso existencial de algunos personajes, como Toni Capra, que es un escéptico que se esfuerza en encontrar el sentido oculto de la vida, en el que en el fondo no cree demasiado; Diosdado Márquez, que vive y muere en la más absoluta e íngrima soledad; Matías Campbell, quien se refugia en sus sueños hasta disociarse completamente del mundo que le rodea; o Íñigo, que al final de la novela se enfrenta a la terrible angustia de no saber realmente quién es, si un castellano, un hebreo o un americano, o toda esa explosiva mezcla junta.

En el periodo rosa de Picasso, la melancolía también está presente en la cosmovisión del pintor, pero entreverada de arte y por lo tanto de belleza: «dans les tableaux de la période rose, les arlequins, saltimbanques et amuseurs publics son tous les acteurs d'un jeu de rôles dont l'objet est toujours le même: l'auto-affirmation de l'artiste»29. En este sentido, el rosa representará a hombres y mujeres marginales que intentan transformar dicha desventaja en algo estéticamente bello. Valdría la pena preguntarse si la condición del artista, por definición, no está determinada por esa doble circunstancia: la conciencia de una falta, de un vacío, de una oquedad que aspira a ser llenada por medio de la búsqueda estética. Y aquí podrían entrar personajes de la segunda, la tercera y la cuarta parte de El río que me habita.

Por ejemplo, qué es Emma sino un personaje socialmente marginal que se entrega con denuedo a la pasión ecológica para colmar un vacío. Diosdado Márquez es asimismo un creador, un erudito que rescata del olvido la historia de Ciudad Real, aunque su labor no sea reconocida ni estimada por nadie, ocupado como está su entorno en menesteres más urgentes. Sofonías Sánchez es un perfecto «pierrot», un hombre que podría aparecer perfectamente retratado en algún cuadro de la época rosa de Picasso. Se trata de un músico, un artista de taberna que en algún momento pudo vivir del arte, y vivir bien, si bien la melancolía termina por apoderarse de su existir, y la bebida lo condena a una doble marginalidad: la del artista y la del alcohólico. Matías Campbell es un carpintero, un artesano que se empeña en alcanzar las más altas cumbres del «arte abstracto». De esta suerte, construye un barco gigante en lo alto de un cerro, a kilómetros de cualquier caudal. Y a tanto llega el amor por su obra que se olvida de todo cuanto le rodea y muere abandonado, con el martillo en la mano, tumbado en el casco de su embarcación. Todos ellos tienen en común esa condición bohemia que relaciona el arte, cualquier arte, con una existencia marginal.




Del referente a la estructura

Ya se dijo que El río que me habita es una novela fragmentaria y que la pléyade de historias que la forman puede leerse aisladamente, como si fueran cuentos; con la diferencia fundamental de que en el género cuentístico el desenlace y el cierre de la trama adquieren una importancia fundamental, conclusiva, mientras que muchas de las narraciones que constituyen El río carecen de un final claro, es decir, se niegan a renunciar a la apertura, hasta tanto que podría afirmarse que esta última es la característica más sobresaliente de la obra: la libertad compositiva.

El fragmentarismo no es un rasgo nuevo en la novelística del autor. Es algo que siempre ha estado ahí, como han señalado varios críticos al hablar de su obra30. Por su parte, María Lourdes Cortés, en un clarividente artículo, analiza la novela Figuras en el espejo (2001), que es una narración fragmentaria a la que la mente del lector puede dotar de unidad, pues en tres de sus cuatro partes se repite un personaje, Oswaldo, al que muchos podrían considerar como un individuo en evolución, desde la infancia a la madurez. De modo y manera que aquel que lee puede elegir entre un «bildungsroman» al estilo clásico y una novela construida a base de fracciones narrativas. En efecto, si se trata de una novela de aprendizaje centrada en una sola figura descollante, se pierden las voces de los otros cinco niños que componen las historias de la primera sección; se pierde la potente voz de Gina, que copa la tercera; o se asordinan las voces de Ariel, de Marcela y de las otras presencias femeninas que habitan la última parte de la narración, y sin las cuales el discurso de Oswaldo dejaría de existir.

La disposición de la primera parte de El río que me habita se asemeja a un puzzle cubista donde las piezas que constituyen el contenido narrativo de las diferentes historias aparecen ensambladas, aunque desordenadas. Cada porción narrativa contrasta y polemiza con la precedente. En total, esta sección de la obra cuenta con treinta y siete fragmentos, los cuales configuran el periplo vital de cuatro personajes: las gemelas Mila y Maga, que en todo momento aparecen juntas y pueden considerarse casi como un solo ser bicéfalo; Cecilia, la farmacéutica capitalina que se instala en Ciudad Real; Serrano, el parricida que sale de la cárcel y encuentra el amor junto a Aurora Dinarte; y Miguel, el cazador cazado. Un cuadrado o un tetraedro con cuatro caras.

En esta parte de la novela cobran importancia figuras retóricas como la paradoja, el oxímoron, la anfibología o la antítesis, porque, en un típico procedimiento cubista, una misma referencia (en este caso el relato acerca de un personaje) es percibida desde diferentes puntos de vista concurrentes (que aportan las distintas piezas del rompecabezas), de suerte que la mencionada referencia, sin dejar de ser tal, cambia con cada una de las miradas, que elaboran una estructura compleja. Y en este punto, como en toda la novela, la labor del lector es primordial.

Un ejemplo claro de ello es la historia de Mila y Maga, dos personajes inquietantes con una identidad tan acuosa que se torna indefinible. En el primer fragmento las muchachas (una blanca y otra negra, pero tan parecidas que se diría que son gemelas) son presentadas como las típicas adolescentes, algo bobaliconas y provocativas pero inofensivas, divirtiéndose con placeres inocuos como comerse un helado, pintarse la cara o acariciarse y tontear. Sin embargo, en el siguiente trozo textual animan a unos jóvenes a meterse con ellas en el río Grande, lleno de cocodrilos. La escena termina trágicamente, aunque ellas sobreviven, lo que hace pensar al lector que quizá esas muchachas no son humanas, sino una especie de híbrido de mujer y pez, como una sirena, porque las bestias acuáticas no las atacan31. Después, Maga y Mila se nos muestran bañándose juntas en una poza, y tocándose, magnetizadas la una por la piel de la otra, lo que nos hace intuir una relación homosexual (¿e incestuosa?); aunque quizá se trate de un espejismo, ya que en la próxima pieza del puzzle reciben en el río la visita de tres apuestos jinetes, y Mila enloquece por uno de ellos. Incluso la perspectiva espacial da aquí un vuelco de ciento ochenta grados, pues hasta ese momento las muchachas aparecían arriba (ellas eran las amadas) y los varones abajo (ellos eran los amantes), mientras que ahora es al revés, y los jinetes las observan desde una posición dominante, arriba de los caballos. En el siguiente fragmento la novela se entrega a una ambigüedad absoluta, pues Mila se entrevista con el jinete de sus amores a la orilla del río y, cuando van a consumar su mutua atracción, Mila le ofrece meterse al agua con ella (en un cauce lleno de lagartos), lo que provoca el escándalo y la huida del hombre... Con posterioridad, se desvela la condición fantástica de las muchachas (son criaturas del río). Sin embargo, Mila se declara completamente enamorada del hombre, y sufre por ello. La historia de las gemelas se «cierra» así, con una completa incertidumbre.

De igual modo, en lo que atañe a Cecilia, los vidrios que componen su figura dibujan a un personaje dual (o coral) y contradictorio. Se trata de una mujer que, aburrida de su vida burguesa en la urbe, abandona a su marido, a su hijo y su farmacia para marcharse sola a un rincón tranquilo, Ciudad Real. Allí comienza una nueva vida, dedicada a la farmacopea antigua (el trabajo de los extintos boticarios), que ella considera lo opuesto al industrialismo que las multinacionales han impuesto en su profesión. Cecilia es una mujer que quiere romper con los estereotipos de género y vivir como un hombre, forjando en todo momento su destino. Sin embargo, su experiencia termina mal, pues el enorme peso de las circunstancias externas, lo dado, frustra en todo momento sus planes. Primero, es violada por tres hombres cuando se paseaba sola en coche y decide cargarlos. Por último, un alud de tierra acaba sepultando su vehículo un día de lluvia en que ella decide conducir (y no sabemos si morirá). Cecilia paga quizá los excesos de confianza en sí misma, su «hybris». Pero los hilos del destino y del albedrío aparecen tan entrelazados que corresponde al lector el hacerse una idea de lo sucedido en uno u otro caso.

Miguel es otro personaje ambivalente, un cazador que parte tras el rastro de unos indios fugados con el recuerdo de su madre y de un amor imposible, Lucila Meneses. Este lastre sentimental lo debilita, hasta el punto de que el perseguidor termina cayendo en la trampa de los perseguidos y queda malherido en medio de la selva.

Por último Serrano, quizá el personaje más enigmático de todos. Se trata de un hombre «bueno» que asesinó a unos padres que lo vejaban desde su nacimiento, y los mató brutalmente, a machetazos. Los entierra él mismo, utilizando sus manos como palas, hasta que le quedan casi en puro hueso... Cuando sale de la cárcel, donde manifiesta un comportamiento intachable, la vida le da otra oportunidad en los brazos de Aurora Dinarte, a la que deja embarazada. La historia de Adolfo Serrano Vílchez se «cierra» de un modo magistral cuando el hijo de Aurora, de una relación anterior de esta, le pregunta a Adolfo si puede llamarlo «papá», pues se ha encariñado con él. Este le responde: «puede, hijo, puede»32. Salta a la vista aquí la anfibología que genera el verbo «poder», que por una parte alude a «permiso», pero que por la otra refiere a «posibilidad, hipótesis, incerteza». Cualquier cosa puede ocurrir en el futuro de un hombre como Serrano. La libertad de criterio a la que el texto da pie, es total.

Hay un cuadro de Picasso titulado «El escultor», de 1931, que ejemplifica genialmente el concepto de multiperspectivismo. En él vemos a un hombre con dos caras, una de pensador antiguo y otra de mujer, sentado en una postura contemplativa pero también típicamente femenina (no se sabe si reflexionando o posando), vistiendo un jersey a rayas que bien pudiera ser un traje de baño, con un cuerpo indefinible, lleno de redondeces que pueden interpretarse como robustos músculos o carnosidades femeninas. Incluso el sexo de esta figura, que sobresale de sus piernas cruzadas, está pintado con la intención de suscitar el escándalo, la polémica.

En la primera parte de El río que me habita también tiene cabida esta problematización genérica. En el caso de Maga y de Mila, nada se puede saber. Como ellas dicen al principio de la novela: «que cada quien pensara lo que le diera la gana»33. Por su parte, Cecilia siente como una mujer (ese afán pánico por unirse con la tierra, porque ella es suelo fecundo) pero se comporta como un hombre, sacrificándolo todo a su libertad y andando caminos. Miguel es una mezcla de soldado y trovador, un cazarrecompensas enamorado que acaba perdido en su espesura sentimental. Y Serrano es un asesino salvaje, un hombre de una fuerza hercúlea que sin embargo teme a los niños y a las mujeres, porque quizá ellos pueden mirar de frente su indefensión existencial. No cabe duda de que se trata de un hombre, al que atenazan no obstante ciertos miedos «femeninos». Las categorías fijas quedan relativizadas. En la novela de Soto no se encontrarán seres monocigóticos, sino seres humanos, con toda la complejidad que ello conlleva.

La segunda parte de El río se estructura también según una técnica visual, la de la «mise en abyme». Así, las historias de Emma y de Toni Capra representan aconteceres vitales paralelos, es decir, el periplo de Toni ya está contenido en las luchas cívicas de Emma, solo que treinta años después. Emma peleó para impedir el asentamiento de un botadero en los bosques de Ciudad Real, y el fruto de sus empeños se tradujo en la creación de la reserva de Colpachí. Igualmente, Toni pugnará por detener la construcción de una represa nociva para el medioambiente en Ciudad Real, solo que sin éxito. La psicología de ambos personajes también adquiere rasgos comunes: se trata de personas profundamente comprometidas en causas sociales que sin embargo, y paradójicamente, no ocultan una tendencia irreprimible al retraimiento: Emma va cortando uno a uno los lazos que la unen al entorno, para terminar aislándose en su finca. Y Toni es en el fondo un gran descreído que baña en alcohol su desconfianza hacia el mundo.

En la tercera parte de la obra también aparecen cuatro personajes con vidas en cierta forma paralelas, pues se trata de cuatro pioneros, cuatro artistas, cada uno a su manera: Diosdado Márquez, Sofonías Sánchez, Matías Campbell y Cipriano Meneses. Diosdado es un erudito que «refunda» la historia local (Clío era la musa de la ciencia histórica para los griegos), por todos ignorada; Sofonías Sánchez es el músico, el que anima con sus melodías y canciones la vida de esa humilde ciudad; Matías Campbell es el escultor; y Cipriano Meneses es el arquitecto, pues cuando él llega al lugar, acompañado de su amigo Genaro, solo había monte. A todos ellos los acompaña, de uno u otro modo, el estigma del hundimiento. De nuevo el poliedro, con caras equivalentes.

La cuarta parte está escrita según el procedimiento de la simetría inversa34. Esta parte del texto pone en escena a dos personajes que son completamente opuestos, el invicto general Briceño, de las guerras civiles del país, y el albañil Mokey Campbell, un ganapán, un hombre que lleva una existencia oscura, opuesta al brillo militar de su contrario. Esta sección simboliza el contrapunto entre la Historia y la intrahistoria. Sin embargo, ambos hombres creen a pies juntillas en el destino. El general afirma en algún momento de la obra: «no somos otra cosa que herramientas en manos del Gran Arquitecto, piezas intercambiables en la inmensa obra universal»35. Las hazañas, el imperio y la gloria de Briceño se volatilizan al final como un efluvio en el viento, cuando las derrotas militares lo desbancan de la Historia del país (como le ocurriera a su dechado, Napoleón Bonaparte). También Mokey termina solo, habiendo perdido todas las batallas, las sentimentales y las profesionales, en su vida. Los une asimismo el mausoleo napoleónico (excesivamente ostentoso) que Briceño le ordena construir a Mokey, el cual monumento termina anegado bajo las aguas de la mentada represa. La desgracia iguala entonces a ambos personajes, el rey y el mendigo, que representan quizá a un mismo hombre en diferentes circunstancias.

En la quinta parte de El río, «Las flechas de oro», accedemos a la existencia de otros cuatro personajes: un «duwak» (un ánima errante a medio camino entre la vida y la muerte); Vilhem Hartmann, un investigador danés especializado en la cultura indígena del país (que en la realidad correspondería a la región de Talamanca); Secundino, un indígena de la época de la construcción del ferrocarril por parte de la Compañía; e Íñigo, un soldado español de la época de la Conquista que arriba junto con sus compañeros a la Ciudad Real india de la época. Estas cuatro historias independientes tienen en común el motivo del oro.

Consecuentemente, puede comprobarse que El río que me habita, aun siendo una novela fragmentaria («rizomática») cuyas piezas pueden leerse por separado, a nivel macrotextual observa ciertas correspondencias y simetrías. La primera, la tercera y la quinta parte de la obra (las impares) tienen como protagonistas a cuatro personajes, mientras que la segunda y la cuarta (las pares) están protagonizadas por dos. Asimismo, pueden trazarse otras analogías. La primera parte y la quinta suben a escena a personajes con una identidad lábil, entre un estado u otro, ya sea este el género, la condición (las sirenas son un híbrido de mujer y pez, el duwak es un muerto vivo) o el origen (Secundino es un indígena que quiere vivir como un ladino rico, e Íñigo o Samuel es un castellano, judío y americano). La segunda parte queda suelta, porque es el escenario natural de la obra. Pero la parte tercera y la cuarta pueden leerse juntas, porque escenifican las tensiones entre la Historia (la fama, el poder y la gloria) y la intrahistoria (el existir anónimo del pueblo). De igual modo, la novela puede comenzarse por el final y terminarse por el principio (y quizá esto sería más lógico, temporalmente hablando), o alternando unas secciones con otras, como una rayuela36.

El río que me habita cuenta cinco partes, y el cinco es un número simbólico. Cinco lados tiene un pentágono, que encierra en su interior un pentáculo, que da cabida al hombre de Vitruvio. La profundidad, el río, el infinito.




El collage

Probablemente la primera obra maestra del collage sea el cuadro «Violín» que Picasso pintara en 1913-14. En él se observa un avance en la búsqueda de juegos intertextuales entre el dibujo y la palabra, así como la procura del relieve, en pro de una imagen tridimensional. Esta última, junto al hecho de pegar papeles o cartón a la superficie lisa de la tela, suscitan también el diálogo entre la pintura y la escultura, artes hermanas. El cubismo no oculta su ambición por lo total.

Paralelamente, esta parece ser también la directriz que guía el texto de Rodrigo Soto. Habría que preguntarse el porqué del nombre de la ciudad americana (ficticia) donde está ambientado el texto, que coincide con el de la capital manchega, homónima. La respuesta quizá se encuentre en el hecho de que Ciudad Real fue una ciudad mestiza en cierta época, ya que acogió en su interior las culturas y confesiones cristiana, musulmana y judía, perfectamente delimitadas, desde el punto de vista geográfico, en el diseño de la urbe.

En El río también van a convivir la historia y la fantasía, las más diversas razas y herencias culturales, lo social, lo familiar y lo individual, así como las distintas artes. Desde el punto de vista histórico, El río comienza con la conquista de Ciudad Real (¿Puerto Viejo de Sarapiquí?) por parte de los españoles, en cuyo bando se encuentra Íñigo. También recrea el portentoso siglo XIX, el de los albores de la modernidad, por medio de la colonia francesa que propugna la creación de un falansterio en dicho enclave natural. El XIX es también el siglo de la aparición del ferrocarril que conecta con Puerto Humo (cuyo equivalente real es Puerto Limón). El general Briceño personifica el periodo liberal que abarca desde finales del XIX a las primeras décadas del siglo XX en Costa Rica. Es el tiempo de las guerras civiles, como la que protagoniza Federico Tinoco (¿Hoffman en nuestra obra?) para derrocar al presidente González Flores, democráticamente electo. La etapa de Adolfo Serrano, el presidiario de la primera parte de la novela, es la Segunda Guerra Mundial, cuyas ideologías opuestas (el nazismo y el comunismo, Hitler y Stalin) dividen a los compañeros con los que comparte la prisión. Los años sesenta del pasado siglo están encarnados en el personaje de Emma, una muchacha que bebe de la cultura hippie y de la revolución ideológica de mayo del 68. Los años noventa, que señalan el comienzo del altermundialismo, están perfectamente representados por el personaje, un tanto evanescente, de Toni Capra. Y nuestra época queda retratada con ironía en el episodio en que los turistas que visitan el río Grande inmortalizan con sus móviles y tabletas el tenso momento en que los «mixed-skins», al meterse a la poza con Maga y Mila, atraen a los cocodrilos.

Cuando Vargas Llosa estudió el elemento mágico-maravilloso en Cien años de soledad (novela de la que El río se nutre abundantemente37), lo dividió en varias categorías. Por un lado estaba el componente mágico, que era lo extraordinario provocado por un hombre o mujer (mago o maga) con poderes o conocimientos fuera de lo normal; lo milagroso era un hecho imaginario vinculado a un credo religioso y supuestamente decidido o autorizado por una divinidad, lo cual hace suponer la existencia de un más allá; lo mítico-legendario incluye un evento asombroso que procede de una realidad histórica sublimada y pervertida por la literatura; y por fin lo fantástico es la realidad imaginaria pura, que nace de la pura invención, y que no es producto ni de arte, ni de la divinidad ni de la tradición literaria. Es el hecho real imaginario que ostenta como su rasgo más acusado una soberana gratuidad (Vargas Llosa, 2007, pp. 27-28).

Hay que decir que las cuatro corrientes de lo mágico están presentes en El río. En Cien años de soledad el mago por excelencia es Melquíades, aunque en nuestra obra se trata de la vieja Aura Rosa, amiga de Cecilia, que provoca quizá la muerte de los tres hombres que la violaron. Es una mujer que conoce los secretos del bosque y parece tener un vínculo secreto con la naturaleza, hasta tanto que parece que la tierra la obedece.

Lo milagroso está representado en el personaje del «duwak», que alude a la fe del pueblo yaminawa, que se extiende desde Brasil al Perú, pasando por Bolivia. En nuestra novela el duwak habita en un mundo intermedio entre la existencia real y la muerte, y posee una clarividencia sobrenatural. Puede ver en el interior de hombres y animales, y termina causando la muerte del codicioso Secundino, al habitar el cuerpo de la serpiente cuyo veneno lo mata.

Lo mítico-legendario brota en nuestra obra mediante la acción de Maga y Mila, cuya belleza y canto atrae a los hombres, que al querer unirse con ellas van derechos a la muerte. Se trata de seres mitológicos híbridos de mujer y pez (o de mujer y ave en la Antigüedad grecolatina), y ello queda demostrado en El río en el hecho de que los saurios, que atacan a todo ser viviente, hombre o animal, a ellas las respetan. Pero no hay nada seguro en nuestra obra, y esta circunstancia puede deberse a la casualidad o a la ciencia de las muchachas, que conocen perfectamente los recovecos de la poza donde se bañan.

El elemento fantásico puro lo encarna en la novela el «duwak», un fantasma que no puede adscribirse en ningún modo a la esfera de lo real. Aunque quién sabe si no lo crea el inconsciente colectivo del pueblo indio, harto de que los ladinos (y más concretamente el traidor Secundino) profanen las tumbas de sus antepasados en busca de oro.

Las distintas razas hacen su aparición en el texto en un personaje como Aura Rosa, de la que se dice que es «multimestiza». Matías Campbell y su hijo Mokey pertenecen a la raza negra, procedente de las Antillas anglófonas y vinculada a la construcción del ferrocarril que habrá de transportar el banano y las mercancías por la nación, contribuyendo con ello a su prosperidad económica. La mayoría de los personajes son blancos o mestizos, pero el componente indígena copa sobre todo la quinta parte de la obra, donde aparece una reserva india atacada por la codicia de propios y extraños, es decir, por los nacionales y los extranjeros que perturban el equilibrio natural en nombre del progreso. Sin embargo, esta denuncia de la cultura occidental, invasiva y explotadora, la atempera una reflexión del «duwak»: «acaso varios pueblos vecinos se habían unido para sojuzgarlos. Consideró la idea con espanto primero, luego con frialdad... ¿Acaso no habían hecho ellos lo mismo? De niño escuchó de boca de los viejos historias de guerras y conquistas. En ellas se honraba el carácter de los héroes (...). De esta forma su pueblo se había hecho grande hasta señorear en toda la comarca, así habían esclavizado a los enemigos y construido las calzadas entre las aldeas, erigido los montículos donde se alzaban los grandes ranchos de palma, cavado y sellado con lajas del río los reservorios y canalizaciones de agua para las aldeas y para los campos de cultivo»38. El «duwak» no hace otra cosa que afirmar que el desarrollo económico (que en su versión más sofisticada puede llamarse capitalismo, a la manera occidental) necesita en una fase posterior el imperialismo, con el fin de abastecerse de materias primas, que son el combustible del progreso, como diría Lenin. La cultura de la conquista no es, pues, privativa de una raza o de una civilización, como tampoco lo es el imperialismo. El río cuestiona las concepciones unilaterales, también en lo ideológico.




Conclusión

Los intercambios entre la pintura y la literatura, artes hermanas, se remontan a muy antiguo. Los tratadistas clásicos recurrieron a la pintura para explicar la poesía, y a partir del siglo XIX la novela se acerca cada vez más al arte pictórico. En lo que respecta a El río que me habita, la obra en cuestión emplea técnicas como la «mise en abyme» o la écfrasis que tienen que ver con el arte de pintar con palabras. Del mismo modo, su fragmentarismo y multiperspectivismo la relacionan con la pintura cubista.

El cubismo rompe de un modo flagrante con las reglas de la pintura clásica. Cambia la perspectiva, el uso del color, nace el geometrismo con el que a partir de ese momento se conciben las figuras, muta la construcción (que es una deconstrucción) del espacio pictórico e incluso se altera el papel del receptor, que en los cuadros cubistas cobra un papel fundamental como agente activo en el circuito de comunicación que arranca en el enunciante. El río también romperá con los preceptos de la narración realista (o mimética). De esta suerte, la unidad espaciotemporal, así como la unidad de la trama han sido dinamitadas en nuestra novela, que nos hace partícipes de un texto cuyo conjunto de historias puede leerse con total autonomía, sin un centro ni un hilo común que facilite la comprensión. Muchas de las tramas y argumentos se rehúsan incluso a un desenlace y a un cierre, fiando en la imaginación del receptor esa tarea. El dibujo de los personajes también se resiste a la unidad y al mimetismo, incluso a la verosimilitud en un sentido estrecho, ya que las criaturas literarias cobran espesor por medio de la pluralidad de interpretaciones a que dan lugar. De esta manera, las versiones que los personajes ofrecen acerca de sí mismos (o que el narrador omnisciente proporciona sobre ellos) son relativizadas gracias a un diálogo potencial entre el autor y el lector implícito, el cual multiplica los puntos de vista. Comoquiera que sea, el rol del lector es crucial en El río que me habita, y esto la hermana con la esencia de la pintura cubista (y con la novela total del boom latinoamericano, que también se alimenta del cubismo).

El simbolismo del color ha sido utilizado para explicar la evolución de la pintura de Picasso, desde la época azul hasta la etapa cubista, pasando por el periodo rosa. En nuestra obra el cromatismo también adquiere connotaciones simbólicas. Así, en la primera parte de la novela predominan la grisalla y los tonos ocres, que pueden relacionarse con una existencia oscura, donde prima la muerte y la violencia. El azul tiñe la vida de muchos de nuestros personajes, sumidos en la soledad y en la incomunicación. Y el rosa, como en Picasso, puede relacionarse con la melancolía de algunos hombres y mujeres de El río que se empeñan, cual «pierrots», en convertir su tristeza y fracaso en algo bello y estéticamente creativo.

La novela del costarricense Rodrigo Soto, como el cubismo, advierte una traslación desde el eje de la referencia al eje de la estructura. Es decir, de la realidad como referente compacto objeto de imitación, hacia un referente difuso que posibilita una red de relaciones transversales creadoras de sentidos (potencialmente infinitos). De esta forma, El río que me habita puede percibirse como una novela totalmente deshilvanada (y fragmentada), aunque pueden deducirse algunas correspondencias estructurales. Las partes impares (la primera, la tercera y la quinta) ofrecen las historias de cuatro personajes, como un cuadro, un cuadrado o un tetraedro cuyas caras son equivalentes. Las partes pares (la segunda y la cuarta) son geométricamente paralelas, como lo son las vidas de los personajes que retratan. Pero otras disposiciones de lectura son posibles. El río es circular, porque la primera parte y la quinta se corresponden, así como la parte tercera y la cuarta, las cuales escenifican la refriega entre la Historia y la intrahistoria. Por otro lado, la novela de Soto podría comenzar a leerse por el final para terminarla por el principio, o alternando las distintas secciones. Son muchas las posibilidades de elección de las que el lector (elector) dispone.

El texto es un collage de épocas y de geografías diferentes, desde la península hacia América y al revés. El mundo, el continente, el país, la región, la ciudad, la sociedad con sus diferentes razas, la familia y el individuo, lo real, lo mágico, lo maravilloso y lo fantástico, las más diversas influencias culturales, todo tiene cabida en esta novela costarricense y universal. Su único imperativo es algo que caracteriza al arte hispánico desde Velázquez a Vargas Llosa, desde Lope de Vega a Jorge de Oteiza y tantos otros: la libertad.








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