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Historiografía y recursos en la red

Recursos en Internet

¿Muerte o transfiguración del lector?

Roger Chartier(1)

École des Hautes Études en Sciences Sociales (Paris)



«Se habla de la desaparición del

libro: yo creo que es imposible».

Jorge Luis Borges, «El libro», 1978.



     En 1968, en un célebre ensayo, Roland Barthes asociaba el todo-poder del lector a la muerte del autor. Destronado por la lengua y sobre todo, por «las escrituras múltiples, punto de encuentro de numerosas culturas que entran las unas con las otras en diálogo, en contestación», el autor cedía su preeminencia al lector, entendido como «cualquiera que ha reunido en un mismo campo todas las líneas en las que se ha constituido lo escrito». La posición de la lectura, era así comprendida como el lugar donde el sentido plural, móvil, inestable, queda reunido, donde el texto, cualquiera sea, adquiere su significación(2).

     A esta constante del nacimiento del lector, le han sucedido los diagnósticos que le han adjuntado su acta de muerte. Tomaremos en cuenta tres formas principales. La primera, reenvía a las transformaciones de las prácticas de la lectura. De una parte, la comparación estadística en función de las encuestas sobre las prácticas culturales de los franceses, convenció sino del retroceso del porcentaje global de los lectores, al menos de la disminución de la proporción de «fuertes lectores» en cada clase de edad, y muy especialmente en la franja de los 19-25 años(3). De otra parte, las investigaciones realizadas sobre las lecturas de los estudiantes, han permitido realizar numerosas constataciones, como por ejemplo el aumento considerable en la utilización de las bibliotecas universitarias, que ha aumentado considerablemente en más del 70% entre 1984 y 1990. Por otro lado, los estudiantes recurren masivamente a la fotocopia, tanto para lo que utilizan en el curso, como para los trabajos dirigidos, por la circulación de apuntes y por la lectura diferida (y parcial) de las obras que se encuentran en las bibliotecas o en la casa de los amigos. Solamente aquellos que han hecho el cursus literario, o que tienen padres diplomados en enseñanza superior, poseen un número importante de libros. Asimismo, en el seno de esta población de los más «fuertes lectores», el interés por la constitución de bibliotecas personales no es universalmente compartido -lo que asegura el hecho del mercado de ocasión de los libros de saber(4). Finalmente, las encuestas sociológicas consagradas a la franja de edad precedente, entre 15-19 años, registran el retroceso de la lectura, y sobre todo del estatuto del libro(5).

     Las constataciones, hechas a partir de las políticas editoriales, han reforzado la certeza en la «crisis» de la lectura(6). De ambos lados del Atlántico, los efectos son comparables, aunque las causas primeras no son exactamente las mismas. En los Estados Unidos, lo esencial lo constituye la reducción drástica en la adquisición de las monographs por bibliotecas universitarias, reemplazadas por los abonos a periódicos que, por otra parte tienen un precio considerable -entre 10.000 y 15.000 dólares por un año-. De otro lado, las reticencias de las casas de edición universitaria ante la publicación de obras juzgadas como muy especializadas: tesis doctorales, estudios monográficos, libros de erudición, etc.(7) En Francia, y sin duda más largamente en Europa, se verifica una prudencia semejante, que limita el número de títulos publicados y sus tiradas.

     En el sector de las ciencias humanas y sociales, las encuestas estadísticas -por ejemplo la del Sindicato nacional de la edición- verifican el retroceso en los 90: sobre el número global de volúmenes vendidos, 18.2 millones en 1988; 15.4 millones en 1996; y sobre el número de ejemplares vendidos por título publicado (2200 ejemplares en 1980, y 800 en 1997). Estas fuertes bajas se acompañan de un crecimiento del número de títulos publicados (1942, en 1988; 3193, en 1996) que aumentan la oferta para paliar las dificultades. Esto se ha traducido en una explosión de invendibles que han pesado sobre los balances financieros de las empresas. Por otra parte, los editores han realizado, en estos últimos años, una reducción en el número de títulos publicados, una contracción de las tiradas medias, han tenido una extrema prudencia frente a las obras juzgadas como muy especializadas y frente a las traducciones, y han manifestado una preferencia hacia los manuales, los diccionarios y las enciclopedias.

     Frente a las dificultades de la coyuntura, particularmente atestiguadas por la edición en ciencias humanas y sociales, las respuestas de los editores reproducen en un nuevo contexto, las estrategias de los discursos y de la acción, ya presentes en el siglo XVIII, cuando en Inglaterra y después en Francia, el poder político intentó limitar los privilegios tradicionales de los miembros de la Stationers'Company o de la comunidad de libreros e impresores de Paris. En los dos casos, tres cuestiones caracterizan las posiciones tomadas por los editores: ante todo, una actitud ambivalente en relación con el poder político, acusado de ser el principal responsable de las dificultades de una actividad comercial privada, y por ello, interpelado como incapaz de tomar medidas apropiadas; de otra parte, la invocación de principios generales destinados a justificar las reivindicaciones particulares (por ejemplo, reconocer que hoy el acceso a la cultura escrita debe tener el mismo precio que otras prácticas culturales), finalmente, el avance de la figura y de los derechos de autores para fundar las reivindicaciones de los editores. Tal constatación no niega las dificultades reales de la edición en el sector de las humanidades y de las ciencias sociales, sino que inscribe en una perspectiva de más larga duración, las estrategias empleadas por la profesión para hacerle frente al saber, la invención o la movilización de los autores propietarios de sus obras, la afirmación de los principios dotados de universalidad y la apelación a la idea o a la reglamentación estatal.

     En una tercera perspectiva, la muerte del lector y la desaparición del lector son pensadas como la consecuencia ineluctable de la civilización de la pantalla, del triunfo de las imágenes y de la comunicación electrónica. Este último diagnóstico es el que deseo discutir aquí. Las pantallas de nuestro siglo son, en efecto, de un nuevo género. A diferencia de las del cine o la televisión, ellas llevan textos -no solamente textos ciertamente, pero también textos-. A la antigua oposición entre, de un lado el libro, el escrito, la lectura, y de otro la pantalla y la imagen, nos encontramos ante una situación que propone un nuevo soporte a la cultura escrita y una nueva forma de libro. Por un lado, la unión paradoxal establecida entre la tercera revolución del libro, que transforma las modalidades de inscripción y de transmisión de los textos, como lo hicieron la invención del codex y después de la imprenta, y la temática de la «muerte del lector». Esta contradicción supone una mirada hacia atrás y medir los efectos de las revoluciones precedentes que afectaron los soportes de la cultura escrita.

     En el siglo IV de la era cristiana, una forma nueva de libro se impuso definitivamente en contra de aquella que era familiar a los lectores griegos y romanos. El codex, es decir, un libro compuesto por pliegos unidos, suplanta de manera progresiva pero ineluctable, los roles que hasta ese momento había cumplido la cultura escrita. Con la nueva materialidad el libro, los gestos imposibles se convierten en comunes: así, escribiendo y leyendo se podía reparar en un pasaje particular. Los dispositivos propios del codex transformaron profundamente los usos de los textos. La invención de la página, las repaginaciones aseguradas por la foliación y la indexación, la nueva relación establecida entre la obra y el objeto, que es el soporte de la transmisión, hicieron posible una relación inédita entre el lector y sus libros.

     ¿Debemos pensar que estamos en presencia de una mutación semejante y que el libro electrónico reemplazará o ya está por reemplazar al codex impreso, tal como lo conocemos en sus diversas formas: libro, revista, periódico? Puede ser. Pero lo más probable, para los años que están por venir, es la coexistencia, que no será pacífica, entre las dos formas del libro y los tres modos de inscripción y de comunicación de los textos: la escritura manuscrita, la publicación impresa, la textualidad electrónica. Esta hipótesis es sin duda más razonable que las lamentaciones sobre la irremediable pérdida de la cultura escrita, o los entusiasmos sin prudencia que anuncian la entrada inmediata un una nueva era de la comunicación.

     Esta probable coexistencia nos invita a reflexionar sobre la nueva forma de construcción de los discursos de saber y las modalidades específicas de su lectura, que permitan el libro electrónico. Este no puede constituírse en una simple sustitución de un soporte a otro para las obras que permanecerán concebidas y escritas en la lógica del antiguo codex. Si las «formas tienen un efecto sobre el sentido», como lo escribía D. F. McKenzie(8), los libros electrónicos organizan de manera nueva la relación entre la demostración y los hechos, la organización y la argumentación, y los criterios de la prueba. Escribir o leer esta nueva especie de libro supone desprenderse de las actitudes habituales y transformar las técnicas de acreditación del discurso sabio, lo cual han emprendido recientemente los historiadores, al hacer la historia y evaluar los efectos: me refiero a la cita, la nota al pie de página(9) o lo que Michel de Certeau llamaba, «la lengua de los cálculos»(10). Cada una de estas maneras de probar la validez de un análisis, se encuentra profundamente modificada desde que el autor puede desarrollar su argumentación según una lógica que no es necesariamente lineal o deductiva, sino abierta y relacional(11), donde el lector puede consultar por sí mismo los documentos (archivos, imágenes, palabras, música) que son los objetos o los instrumentos de la investigación(12). En este sentido, la revolución de las modalidades de producción y de transmisión de textos es también una mutación epistemológica fundamental(13).

     Una vez establecida la dominación del codex, los autores integrarán la lógica de su materialidad en la construcción misma de las obras. De manera semejante, las posibilidades del libro electrónico invitan a organizar de otra manera, diferente a la del libro distribuido necesariamente de manera lineal y secuencial. El hipertexto y la hiperlectura, transforman las relaciones posibles entre las imágenes, los textos asociados de manera no lineal por las conexiones electrónicas, así como las uniones realizables entre los textos fluidos en sus contextos y en número virtualmente ilimitado(14). En este modo textual sin fronteras, la noción esencial es la de lazo -unión, relación-, pensado como la operación que relaciona las unidades textuales desocupadas por la lectura.

     De hecho, es fundamentalmente la noción misma de «libro» la que cuestiona la textualidad electrónica. En la cultura impresa, una percepción inmediata asocia un tipo de objeto, una clase de textos y de usos particulares. El orden de los discursos se establece así, a partir de la materialidad propia de sus soportes: la carta, el periódico, la revista, el libro, el archivo, etc. No es lo mismo en el mundo numérico donde todos los textos, cualesquiera sean, se dan para leer en un mismo soporte (la pantalla del ordenador) y en las mismas formas (generalmente las decididas por el lector). Así, se crea un continuum que no diferencia más los distintos géneros o repertorios textuales, que se convierten en semejantes en su apariencia y equivalentes en su autoridad. Así, la inquietud de nuestro tiempo confronta con la desaparición de los antiguos criterios que permitían distinguir, clasificar y jerarquizar los discursos. El efecto no está sobre la definición misma de «libro» tal como lo entendemos nosotros, a la vez como un objeto específico, diferente de otros soportes de lo escrito, y como una obra done la coherencia resulta de una intención intelectual o estética. La técnica numérica bascula ese modo de identificación del libro desde que ellos se convierten en textos móviles, maleables, abiertos y de formas casi idénticas a todas las producciones escritas: correo electrónico, sitios de Internet, libros, etc.

     Así, la reflexión abierta sobre las categorías intelectuales y los dispositivos técnicos permitirán percibir y delinear ciertos textos electrónicos como los «libros», es decir como unidades textuales dotadas de una identidad propia. Esta reorganización del mundo de lo escrito en su forma numérica es importante para que pueda ser organizado el acceso pago en línea y protegido el derecho moral y económico del autor(15). Tal reconocimiento, fundado en la alianza siempre necesaria y siempre conflictiva entre editores y autores, conducirá sin duda a una transformación profunda del mundo electrónico tal como lo conocemos. Las «securities» destinadas a proteger ciertas obras (libros singulares o bases de datos) y otras más eficaces como el e-book, sin duda van a multiplicarse y así, fijar y cerrar los textos publicados electrónicamente(16). Hay una evolución previsible que definirá el «libro» y otros textos numéricos por oposición con la comunicación electrónica, libre y espontánea, que autoriza a cada uno a poner en circulación en la Web, sus reflexiones o sus creaciones. La división así establecida conlleva el riesgo de una hegemonía económica y cultural impuesta por las más poderosas empresas multimedias y los maestros del mercado de ordenadores. Pero ella podría conducirse, a condición de ser «matrizada» a la reconstitución, a la textualidad electrónica de un orden de los discursos que permita distinguirlos según la modalidad de su «publicación», la identidad perceptible de su género y su grado de autoridad.

     Otro hecho puede conmocionar el mundo de lo numérico. Gracias al procedimiento puesto a punto por los investigadores del M.I.T., no importa qué objeto (y esto comprende al libro, tal como lo conocemos, además con sus páginas) sea susceptible de devenir en el soporte de un libro o de una biblioteca electrónica, a condición que estemos munidos de un microprocesador (o que sea telecargable por Internet) y que sus páginas reciban la clave electrónica que permita hacer aparecer sucesivamente sobre una misma página textos diferentes(17). Por primera vez, el texto electrónico podría así emanciparse de lo que le es propio a las pantallas que nos son familiares, lo que rompería el lazo establecido entre el comercio de máquinas electrónicas y la edición en línea.

     Pero una cuestión queda pendiente: la de la capacidad de ese libro nuevo de encontrar o producir sus lectores. De una parte, la larga historia de la lectura, muestra con fuerza que las mutaciones en el orden de las prácticas son más lentas que las revoluciones de las técnicas, sobre todo en relación con ellas mismas. Las nuevas maneras de leer no se desarrollaron inmediatamente con la invención de la imprenta. De la misma manera, las categorías intelectuales que nosotros asociamos con el mundo de los textos perduraron frente a las nuevas formas del libro. Recordemos que luego de la invención del codex y la desaparición del libro, el «libro», entendido como una simple división de discursos, correspondía a la materia textual que contenía un antiguo rollo.

     Por otra parte, la revolución electrónica, que parece universal, puede profundizar y no reducir, las desigualdades. El reto de un nuevo «iletrismo» es grande, definido no tanto por la incapacidad de leer o escribir, sino por la imposibilidad de acceder a las nuevas formas de la transmisión de lo escrito -que no son sin costo, lejos de ello-. La correspondencia electrónica entre el autor y sus lectores, coautores de un libro jamás cerrado sino continuado por sus comentarios y sus intervenciones, da una fórmula nueva a una relación deseada por antiguos autores, pero difícil para la edición impresa. Esta promesa de una relación más inmediata entre la obra y su lectura es seductora, pero no debe hacer olvidar que los lectores (y coautores) potenciales de los libros electrónicos son aún minoritarios. Las distancias son grandes entre la obsesiva presencia de la revolución electrónica en los discursos y la realidad de las prácticas de lectura, que permanecen masivamente atadas a los objetos impresos y que no explotan más que parcialmente las posibilidades ofertadas por lo numérico. Es necesario estar lúcidos para no tomar lo virtual como un real déjà là.

     La originalidad -y puede ser lo inquietante- de nuestro presente tiende a que las diferentes revoluciones de la cultura escrita, que en el pasado habían estado disociadas, se desarrollen simultáneamente. La revolución del texto electrónico es, en efecto, a la vez una revolución de la técnica de producción y reproducción de los textos, una revolución del soporte de lo escrito, y una revolución de las prácticas de lectura. Tres hechos fundamentales la caracterizan, y transforman nuestra relación con la cultura escrita. En primer lugar, la representación electrónica de lo escrito modifica radicalmente la noción de contexto y de cuerpo, el procedimiento mismo de la construcción del sentido. Sustituye a la contigüidad psíquica que aproxima los diferentes textos copiados o impresos en un mismo libro, su distribución móvil en las arquitecturas lógicas que comandan las bases de datos y las colecciones numeradas. Por otra parte, redefine la materialidad de las obras, porque desata la unión inmediatamente visible que une el texto y el objeto que lo contiene, y que da al lector, y no más al autor o al editor, la maestría sobre la composición, y la apariencia misma de las unidades textuales que quiere leer. Así, es todo el sistema de percepción el que se revoluciona. Finalmente, leyendo sobre la pantalla, el lector contemporáneo encuentra algo de la postura del lector de la Antigüedad, pero -y la diferencia no es menor- él lee un rollo que se desarrolla en general verticalmente y que se encuentra dotado de todo lo propio a la forma del libro desde los primeros siglos de la era cristiana: paginación, índices, tablas, etc. El cruce de dos lógicas que reglaron los usos de los soportes precedentes de lo escrito (el volumen y luego el codex) define, en efecto, una relación con el texto muy original.

     Apoyado en estas mutaciones, el texto electrónico puede dar realidad a las intenciones, siempre inacabadas, de totalización del saber que lo ha precedido. Como la biblioteca de Alejandría, promete la universal disponibilidad de todos los textos jamás escritos, de todos los libros jamás publicados(18). Como la práctica de lugares comunes en el Renacimiento(19), apela a la colaboración del lector que puede él mismo escribir en el libro, partiendo de la biblioteca sin muros del escrito electrónico. Como el proyecto de Las Luces, delinea un espacio público ideal donde, como lo pensaba Kant, puede y debe desarrollarse libremente, sin restricciones ni exclusiones, el uso público de la razón, «es lo que hacemos en tanto que sabios para la unión del publico lector», es lo que autoriza cada uno de los ciudadanos «en su calidad de sabios, a hacer públicamente, es decir por escrito, sus puntualizaciones sobre los defectos de la antigua institución»(20).

     Como en la época de la imprenta, pero de una manera más fuerte, el tiempo del texto electrónico está atravesado por tensiones mayores entre diferentes futuros: la multiplicación de las comunidades separadas, cimentadas por sus usos específicos de las nuevas técnicas, el control de las más poderosas empresas de multimedia sobre la constitución de las bases de datos numéricas y la producción o la circulación de la información, o la constitución de un público universal, definido por la posible participación de cada uno de sus miembros en el examen crítico de los discursos(21). La comunicación a distancia, libre e inmediata, que autorizan las redes, pueden llevar las unas y las otras sus virtualidades. Puede conducir a la pérdida de toda referencia común, a la exacerbación de los particularismos. Puede, a la inversa, imponer la hegemonía de un modelo cultural único, y la destrucción, siempre mutilante, de las diversidades. Pero puede también, comportar una nueva modalidad de constitución y de comunicación de los conocimientos, que no será únicamente el registro de las ciencias ya establecidas, sino igualmente, a la manera de las correspondencias o de los periódicos de la antigua República de las Letras(22), una construcción colectiva del conocimiento por el intercambio de saberes. La nueva navegación enciclopédica, si embarca a cada uno en sus naves, podría dotar de plena realidad a la universalidad que siempre debe acompañar los esfuerzos hechos por reunir la multitud de cosas y modos en el orden de los discursos.

     Pero el libro electrónico debe definirse en reacción contra las prácticas actuales, que a menudo se contentan con poner en la Web los textos brutos, que no han sido pensados en relación con la forma nueva de su transmisión, ni sometidos a ningún trabajo de corrección o de edición. Luchar por la utilización de nuevas técnicas, puestas al servicio de la publicación de los saberes, implica ponerse a resguardo contra las facilidades de la electrónica, e incitar a dar formas lo más rigurosamente controladas de los discursos del conocimiento y de los intercambios entre individuos. Las incertidumbres y conflictos, a propósito de la civilidad (o de la incivilidad) epistolar de las convenciones del lenguaje, y de las relaciones entre lo público y lo privado, tales como las redefinen los usos del correo electrónico, ilustran esta exigencia(23).

     Estas cuestiones demandan de manera urgente una reflexión conjunta, histórica y filosófica, sociológica y jurídica, capaz de dar cuenta de lo que hoy se manifiesta entre el repertorio de las nociones conocidas, para describir u organizar la cultura escrita en las formas que están, desde la invención del codex hasta los primeros siglos de nuestra era, y las nuevas maneras de escribir, de publicar y de leer, que implica la modalidad electrónica de producción, diseminación y apropiación de los textos(24). El momento requiere redefinir las categorías jurídicas (propiedad literaria, copyright, derechos de autor)(25), estéticas (originalidad, singularidad, creación), administrativas (depósito legal, biblioteca nacional) o biblioteconómicas (catalogación, clasificación o descripción bibliográfica)(26) que han sido pensadas y construidas en relación con una cultura escrita donde los objetos eran muy diferentes de los textos electrónicos.

     El nuevo soporte de lo escrito no significa el fin del libro o la muerte del lector. Puede ser todo lo contrario. Pero esto impone una redistribución de los roles en la «economía de la escritura», la concurrencia (o la complementariedad) entre los diversos soportes de los discursos, y una nueva relación, tanto física como intelectual y estética, con el mundo de los textos. El texto electrónico, en todas sus formas, ¿podrá construir lo que no pudo ni el alfabeto, a pesar de la virtud democrática que le atribuía Vico(27), ni la imprenta, en relación con la universalidad que le reconocía Condorcet(28), es decir construir, a partir del intercambio de lo escrito, un espacio público en el cual cada uno participe?

     ¿Cómo situar el rol de la biblioteca en esas profundas mutaciones de la escritura? Apoyado sobre las posibilidades ofrecidas por las nuevas técnicas, nuestro siglo pretende esperar remontar la contradicción que ha marcado la relación de Occidente con el libro. El revés de la biblioteca universal ha impuesto el deseo exasperado de capturar, por una acumulación sin lagunas, todos los textos jamás escritos, todos los saberes constituidos. Pero la decepción siempre acompañó este intento de universalidad, porque todas las colecciones, por más ricas que ellas fueran, no podían dar más que una imagen parcial, mutilada, de la exhaustividad necesaria.

     Esta tensión debe ser inscrita en la muy larga duración de las actitudes sobre lo escrito. La primera está fundada sobre la creencia en la pérdida, o de la falta. Es ella la que ha encabezado todas las gestas tendentes a salvaguardar el patrimonio escrito de la humanidad: la copia de los libros más preciosos, la impresión de los manuscritos, la edificación de grandes bibliotecas, la compilación de esas «bibliotecas sin muros», que son las colecciones de textos, los catálogos o las enciclopedias(29). Contra las desapariciones, siempre posibles, se trata de recoger, fijar y preservar. Pero este trabajo, jamás acabado, está amenazado por otro peligro: el exceso. La multiplicación de la producción manuscrita, luego impresa, fue perseguida como un terrible peligro. La proliferación puede devenir en caos, y la abundancia, en obstáculo para el conocimiento. Por ello se necesitan instrumentos capaces de clasificar y jerarquizar. Estas puestas en orden tienen muchos actores: los autores mismos, los poderes que censuran y subvencionan, los editores que publican (o se rehúsan a publicar), las instituciones que consagran y excluyen, y las bibliotecas que conservan o ignoran.

     Frente a esta doble cuestión, entre pérdida y exceso, la biblioteca de mañana -o de hoy- puede jugar un rol decisivo. Ciertamente, la revolución electrónica podría significar su fin. La comunicación a distancia de los textos electrónicos hace pensable, y posible, la universal disponibilidad del patrimonio escrito, al mismo tiempo que no impone más la biblioteca como el lugar de conservación y de comunicación de ese patrimonio. Todo lector, cualquiera sea el sitio de su lectura, podría recibir, no importa qué textos constitutivos de esta biblioteca sin muros, y mismo sin localización, donde estarán idealmente presentes, en una forma numérica, todos los libros de la humanidad.

     Esto no puede más que seducir. Antes que nada, es necesario recordar que la conversión electrónica de todos los textos no comienza con la informática ni debe significar la relegación, el olvido, la destrucción del manuscrito o de las imprentas que hasta ahora los han llevado. Más que nunca, puede ser una de las tareas esenciales de las bibliotecas el recolectar, proteger, y hacer asequibles los objetos escritos del pasado. Si las obras que nos ha transmitido ese pasado no fueron comunicadas, si no han sido conservadas, más que en una forma electrónica, el riesgo será grande al ver perdida la inteligibilidad de una cultura textual identificada con los objetos que ha transmitido. La biblioteca del futuro entonces, debe consituírse en ese lugar, en donde serán mantenidos el conocimiento y la frecuentación de la cultura escrita en las formas en que han sido y son además hoy mayoritariamente las suyas.

     Las bibliotecas deberán ser igualmente un instrumento donde los nuevos lectores podrán encontrar su vía en el mundo numérico que borre las diferencias entre los géneros y los usos de los textos, y que establezca una equivalencia generalizada entre su autoridad. A la escucha de los deseos de los lectores, la biblioteca, debe asimismo jugar un rol esencial en el aprendizaje de instrumentos y de técnicas, capaces de asegurar a los menos expertos de los lectores, las nuevas formas de lo escrito. Para nada la presencia de Internet en las escuelas hace desaparecer las dificultades cognitivas del procedimiento de entrada en lo escrito(30), la comunicación electrónica de los textos no transmite por ella misma el saber necesario para su comprehensión y utilización. Al contrario, el lector-navegador de lo numérico, corre el riesgo de perderse. La biblioteca puede ser lo uno y lo otro(31).

     Finalmente, una tercera ambición para las bibliotecas del mañana puede ser el reconstruir alrededor del libro las sociabilidades que hemos perdido. La historia larga de la lectura enseña que ella se convirtió, al hilo de los siglos, en una práctica silenciosa y solitaria, rompiendo con lo que conllevaba lo escrito, que ha cimentado durablemente las existencias familiares, las sociabilidades amigables, las reuniones de sabios. En un mundo donde la lectura se identifica con una relación personal, íntima, privada con el libro, las bibliotecas (paradojalmente puede ser porque ellas han sido las primeras, en la época medieval, en exigir el silencio de los lectores...) deben multiplicar las ocasiones y las formas de tomar la palabra alrededor del patrimonio de lo escrito y de la creación intelectual y estética. En esto, ellas pueden contribuir a construir un espacio público entendido a la escala de la humanidad.

     Como lo indicaba Walter Benjamin, las técnicas de reproducción de los textos o de las imágenes no son ellas mismas ni buenas ni perversas(32). De un lado, por el diagnóstico ambivalente que conlleva sobre los efectos de la «reproducción mecanizada», de otro, porque asegura a una escala desconocida «la estetización de la política práctica»: «Con el progreso de los aparatos, se permite hacer entender a un número indefinido de auditores el discurso del orador en el momento en que habla, y difundir su imagen delante de un número indefinido de espectadores, lo esencial deviene en la presentación del hombre político delante del aparato mismo». De un lado, desaparece la distinción entre el creador y el público («La competencia literaria no reposa más sobre una formación especializada, sino sobre una multiplicidad de técnicas, y deviene en una suerte de bien común»), la ruina de los conceptos tradicionales movilizados para designar las obras, y finalmente, la compatibilidad entre el ejercicio crítico y el placer del divertimiento, son elementos que por otra parte, abren una posible alternativa. A «la estetización de la política», se puede oponer una «politización de la estética», portadora de la emancipación de los pueblos.

     Cualquiera sea su pertenencia histórica, sin duda discutible, esta constante subraya con certeza, la pluralidad de usos que pueden emparentarse con una misma técnica. No hay determinismo técnico que inscriba en los aparatos una significación obligada y única: «A la violencia que se ejerce sobre las masas cuando se le impone el culto a un jefe, corresponde la violencia que subit un appareillage, cuando uno mismo lo pone al servicio de esta religión». Esta puntualización no es de poca importancia en los debates, a propósito de los efectos de la diseminación electrónica de los discursos, y lo será más aún en el futuro, sobre la definición conceptual y la realidad social del espacio público donde se intercambian las informaciones y donde se construyen los saberes(33).

     En un futuro, que es ya nuestro presente, esos efectos serán los que colectivamente sentiremos, para lo mejor y para lo peor. Tal es hoy, nuestra común responsabilidad.




1.       Traducción del francés al español, realizada por Claudia Möller.

2.       Roland Barthes, «La mort de l´auteur», (1968), en Roland Barthes, Le Bruissement de la langue. Essais critiques IV, Paris, Editions du Seuil, 1984, pp. 63-69.

3.       Cf. Olivier Donnat et Denis Cogneau, Pratiques culturelles des Français, 1973-1989, Ministère de la Culture et de la Communication, Paris, Editions de La Découverte; y La Documentation française, 1990; Olivier Donnat, «Les Français et la lecture: un bilan en demi-teinte», Cahiers de l'économie du livre, n° 3, mars 1990, pp. 57-70; François Dumontier, François de Singly et Claude Thélot, «La lecture moins attractive qu'il y a vingt ans», Economie et statistique, n° 233, juin 1990, pp. 63-75; y François de Singly, Les jeunes et la lecture, Ministère de l'Education Nationale et de la Culture, Direction de l'évaluation et de la prospective, Les dossiers Education et Formations, n° 24, janvier 1993.

4.       Sobre las prácticas de lectura (o no lectura) de los estudiantes, cf. Françoise Kletz, «La lecture des étudiants en sciences humaines et sociales», Cahiers de l'économie du livre, n° 7, 1992, pp. 5-57; Les Etudiants et la lecture, bajo la dirección de Emmanuel Fraisse, Paris, Presses Universitaires de France, 1993; y Bernard Lahire, con la colaboración de Mathias Millet et Everest Pardell, Les manières d'étudier. Enquête 1994, Paris, La Documentation Française, 1997, pp. 101-151.

5.       Christian Baudelot, Marie Cartier et Chritine Détrez, Et pourtant ils lisent..., Paris, Editions du Seuil, 1999.

6.       Christian Baudelot, Marie Cartier et Chritine Détrez, Et pourtant ils lisent..., Paris, Editions du Seuil, 1999.

7.       Robert Darnton, «The New Age of the Book», The New York Review of Books, 18 Mars 1999, pp. 5-7.

8.       D.F. McKenzie, Bibliography and the sociology of texts, The Panizzi Lectures 1985, Londres, The British Library, 1986, p. 4 (tr. fr. La bibliographie et la sociologie des textes, Paris, Editions du Cercle de la Librairie, 1991, p. 30).

9.       Athony Grafton, Les origines tragiques de l'érudition. Une histoire de la note en bas de page, Paris, Editions du Seuil, 1998.

10.       Michel de Certeau, Histoire et psychanalyse entre science et fiction, Paris, Gallimard, 1987, p. 79.

11.       Para las nuevas posiblidades argumentativas ofrecidas por el texto electrónico, cf. David Kolb, «Socrates in the Labyrinth», en Hyper/Text/Theory, Edited by George P. Landow, Baltimore et Londres, The Johns Hopkins University Press, 1994, pp. 323-344; y Jane Yellowlees Douglas, «Will the Most Reflexive Relativist Please Stand Up: Hypertext, Argument and Relativism», en Page to Screen: Taking Literacy into Electronic Era, Edited by Ilana Snyder, Londres et New York, Routledge, 1988, pp. 144-161.

12.       Para un ejemplo de los lazos posibles entre demostración histórica y documentos, cf. las dos formas, impresas y electrónica, del artículo de Robert Darnton, «Presidential Address. An Early Information Society: News and the Media in Eighteenth-Century Paris», The American Historical Review, Volume 105, Number 1, February 2000, pp. 1-35 y AHR web page, www.indiana.edu/~ahr/.

13.       Cf., a título de ejemplo para la física teórica, Josette F. de la Vega, La Communication scientifique à l'épreuve de l'Internet, Villeurbanne, Presses de l'Ecole Nationale Supérieures des Sciences de l'Information et des Bibliothèques, 2000, en particular pp. 181-231; para la filología, José Manuel Blecua, Gloria Clavería, Carlos Sanchez et Joan Torruella, eds., Filología e Informática. Nuevas tecnologías en los estudios filológicos, Bellaterra, Editorial Milenio y Universitat Autonoma de Barcelona, 1999; y L'Imparfait. Philologie électronique et assistance à l'interprétation des textes, Actes des Journées scientifiques 1999 du CIRLEP, publiés par Jean-Emmanuel Tyvaert, Reims, Presses Universitaires de Reims, 2000.

14.       Para las definiciones de hipertexto y de hiperlectura, cf. J. D. Bolter, Writing Space: The Computer, Hypertext, and the History of Writing, Hillsdale, New Jersey, Lawrence Erlbaum Associates, 1991; George P. Landow, Hypertext: The Convergence of Contemporary Critical Theory and Technology, Baltimore et Londres, The Johns Hopkins University Press, 1992, réédition Hypertext 2.0 Being a Revised, Amplified Edition of Hypertext: the Convergence of Contemporary Critical Theory and Technology, Baltimore et Londres, The Johns Hopkins University Press, 1997; Ilana Snyder, Hypertext: The Electronic Labyrinth, Melbourne y New York, Melbourne University Press, 1996; Nicholas C. Burbules, «Rhetorics of the Web: Hyperreading and Critical Literacy», en Page to Screen, op. cit., pp. 102-122; y Antonio R. de las Heras, Navegar por la información, Madrid, Los Libros de Fundesco, 1991, pp. 81-164.

15.       Antoine Compagnon, «Un monde sans auteurs ?», en Où va le livre ? bajo la dirección de Jean-Yves Mollier, Paris, La Dipute, 2000, pp. 229-246.

16.       Jean Clément, «Le e-book est-il le futur du livre ?», en Les Savoirs déroutés. Experts, documents, supports, règles, valeurs et réseaux numériques, Lyon, Presses de l' ENSSIB et Association Doc-Forum, 2000, pp. 129-141.

17.       Pierre LeLoarer, «Les substituts du livre: livres et encres électroniques», en Les Savoirs déroutés, op. cit., pp. 111-128.

18.       Luciano Canfora, La Biblioteca scomparsa, Palerme, Sellerio editore, 1986 (tr. fr. La véritable histoire de la bibliothèque d'Alexandrie, Paris, Desjonquères, 1988); y Christian Jacob, «Lire pour écrire: navigations alexandrines», en Le Pouvoir des bibliothèques. La mémoire des livres en Occident, bajo la dirección de Marc Baratin et Christian Jacob, Paris, Albin Michel, 1996, pp. 47-83.

19.       Sobre la técnica de los lugares comunes en el Renacimiento, cf. Las obras de Francis Goyet, Le «sublime» du lieu commun. L'invention rhétorique à la Renaissance, Paris, Honoré Champion, 1996, de Ann Blair, The Theater of Nature: Jean Bodin and Renaissance Science, Princeton, Princeton University Press, 1997; y de Ann Moss, Printed Commonplace-Books and the Structuring of Renaissance Thought, Oxford, Clarendon Press, 1996.

20.       Immanuel Kant, «Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung ? / Responde a la pregunta: Qu'est-ce que les Lumières ?», en Qu'est-ce que les Lumières ?, Choix de textes, traduction, préface et note de Jean Mondot, Saint-Etienne, Publications de l'Université de Saint-Etienne, 1991, pp. 71-86.

21.       Estas posibles difrencias son discutidas en Richard. A. Lanham, The Electronic World: Democracy, Technology and the Arts, Chigago, University of Chigago Press, 1993; Donald Tapscott, The Digital Economy, New York, McGraw-Hill, 1996; y Juan Luis Cebrían, La red. Cómo cambiarán nuestras vidas los nuevos medios de comunicación, Madrid, Taurus, 1998.

22.       Ann Goldgar, Impolite Learning: Conduct and Community in the Republic of Letters, 1680-1750, , New Haven y Londres, Yale University Press, 1995.

23.       Sobre el correo electrónico, cf. Josiane Bru, «Messages éphémères», en Ecritures ordinaires, bajo la dirección de Daniel Fabre, Paris, P.O.L., 1993, pp. 315-34; Charles Moran et Gail E. Hawisher, «The Rhetorics and Languages of Electronic Mail», en Page to Screen, op. cit., pp. 80-101, y Benoît Melançon, Sevigne@Internet. Remarques sur le courrier électronique et la lettre, Montréal, Editions Fides, 1996.

24.       Cf, entre otros, James J. O'Donnell, Avatars of the Words: From Papyrus to Cyberspace, Cambridge, Mass., y London, England, Harvard University Press, 1998.

25.       Cf. Peter Jaszi, «On the Author Effect: Contemporary Copyright and Collective Creativity», en The Construction of Autorship: Textual Appropriation in Law and Literature, Martha Woodmansee y Peter Jaszi, Editors, Durham y Londres, Duke University Press, 1994, pp. 29-56; Jane C. Ginsburg, «Copyright without Walls ? Speculations on Literary Property in the Library of the Future», Representations, 42, 1993, pp. 53-73; R. Grusin, «What is an Electronic Author? Theory and the Technological Fallacy», Configurations, 3, 1994, pp. 469-483.

26.       Roger Laufer, «Nouveaux outils, nouveaux problèmes», en Le Pouvoir des bibliothèques, op. cit., pp. 174-185.

27.       Giambattista Vico, La Scienza Nuova, Introduzione e note di Paolo Rossi, Milan, Biblioteca Universale Rizzoli, 1994 (tr. fr. La Science nouvelle (1725), Paris, Gallimard, Paris, Gallimard, 1993).

28.       Condorcet, Esquisse d'un tableau historique des progrès de l'esprit humain, Paris, Flammarion, 1988.

29.       Luciano Canfora, La Biblioteca scomparsa, Palerme, Sellerio editore, 1986 [tr. fr. La véritable histoire de la bibliothèque d'Alexandrie, Paris, Desjonquères, 1988]; Christian Jacob, «Lire pour écrire: navigations alexandrines», en Le Pouvoir des bibliothèques, op. cit., pp. 47-83, y Roger Chartier, «Bibliothèques sans murs», en Roger Chartier, Culture écrite et société. L'ordre des livres (XIVe-XVIIIe siècle), Paris, Albin Michel, 1997, pp. 107-131.

30.       Emilia Ferreiro, «Leer y escribir en un mundo cambiante», 26° Congreso de la Unión Internacional de Editores (Buenos Aires, 1 al 4 de mayo, 2000), Buenos Aires, 2000, pp. 95-109.

31.       Robert C. Berring, «Future Librarians», en Future Libraries, R. Howard Bloch y Carla Hesse (eds), Berkeley, Los Angeles et Londres, University of California Press, 1995, pp.94-115.

32.       Walter Benjamin, «L'oeuvre d'art à l'ère de sa reproductivité technique», (1936), en Walter Benjamin, L'homme, le langage et la culture. Essais, Paris, Denoel / Gonthier, 1971, pp. 137-181).

33.       Geoffrey Nunberg, «The Places of Books in the Age of Electronic Reproduction», Representations, 42, 1993,



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