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ArribaAbajo- II -

En el yunque de la lengua


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ArribaAbajoReflexiones sobre la nivelación artística del idioma

Hace ya algún tiempo que el mundo se resuelve (es decir, cree resolver) muchos de sus problemas con estadísticas. El hombre moderno observa cuidadosamente largas filas de números, militarmente alineados, y después dictamina. Esto o lo otro, menos que aquello o lo de más allá. Parece como si la aventura del vivir humano pudiese ser reducida a unas cantidades, a desazonadora aritmética. Y a pesar del rigor de los números quedan -¡todavía!- muchos aspectos de la criatura humana que no pueden ser sometidos a este control. Entre las mallas de las sumas y de las comparaciones se deslizan, insidiosas, actitudes, decisiones vitales, simples inhibiciones que, caracterizadoras de lo más hondo del vivir de una colectividad, suelen ser desdeñadas por el rigor aséptico de lo estrictamente impersonal. El número de libros editado en una lengua no dirá nada sobre la vitalidad o las cualidades de esa lengua, y quizá tampoco diga mucho sobre las cualidades definitorias de los hablantes. Y así innumerablemente. Por este camino tan falaz han ido llegando las hipócritas estimaciones momentáneas a colectividades circunstancialmente elevadas, y -¡ay!- las meditadas menosvaloraciones a entidades de brillante historia y de vivo contenido. Algo así se ha balanceado   —42→   sobre el español, la lengua española, como lengua de cultura en estos últimos años. Por eso me he puesto a hilvanar estas consideraciones a vuela pluma, destinadas, en aliento y en voz, a todos los que nos dedicamos al español, a hablarlo, a escribirlo, a enseñarlo.

Una provincia en fabuloso aumento

Si pensamos con un poco de sosiego, dándole vueltas al torno del idioma y su circunstancia, veremos enseguidita que el español no es una lengua de esas para andar por casa. No es una lengua de una comunidad rural o diminuta, ahogada entre montañas y socavada por poderosas vecinas. Y tampoco se trata de una lengua cuya expresión artística haya de ser descubierta o haya de ser extraída de la nada. No. Nos encontramos todos los que hablamos español ante un doble horizonte. De un lado, la inmensidad geográfica. De otro, la extraordinaria creación artística, en muchos casos sin parangón posible. Y, sin embargo, dentro de las corrientes actuales de las preocupaciones humanas, esto, no es que se dude o se ponga en tela de juicio (que, a veces, se hace), pero sí se menosvalora o se considera secundario. ¿Qué ha podido pasar, en qué falso esguince de las estimaciones nos detendremos para explicarnos este desvío?

Si miramos este mundo tan complejo en el que nos ha tocado vivir, ningún pueblo, ninguna comunidad humana de la Tierra puede presentar en su haber -histórico y vigente- un caso tan lleno de legítimo orgullo como el de los españoles. La lengua nacida en un oscuro rinconcillo de la Castilla del   —43→   Norte, el extremo recordado por el poema de Fernán González:


entonces era Castilla un pequeño rincón,
era de castellanos Montes de Oca mojón,



se ha ido propagando de manera verdaderamente portentosa, y hoy la hablan veinte Estados soberanos e independientes y es lengua co-oficial de otro (Islas Filipinas), y es, de añadidura, la lengua de una comunidad asociada a los Estados Unidos de Norteamérica (Puerto Rico). Todo esto debe ser un motivo de orgullo extraordinario para todo hispanohablante, proceda de donde procediere. Y no hay que olvidar la gran cantidad de gentes que hablan español en los territorios del sur de los Estados Unidos (Texas, California, Nuevo México, Florida) y en alguna de sus grandes ciudades, Nueva York, por ejemplo; ni nos debemos olvidar de los miles que hablan esa lengua en el Norte de África, ni de las colonias dispersas de sefardíes, que aún llevan, cuidadosamente conservada, la lengua de sus abuelos, con sus rasgos fonéticos y sus giros de un sólido encanto arcaizante, verdadera joya para el filólogo. Sí, es indudable. Sobre toda la haz de la tierra, el español suena y resuena como lengua de vida, del sufrir y de la cultura. El viejo Imperio español no se ha desmoronado del todo, sino que vive sólidamente unido con lazos estrechos. La Historia, los manuales de Historia, escritos con mil prejuicios y con aún más elevado número de tendencias, todos, digo, consideran monótonamente el ensalzamiento de potencias vigorosas y su subsiguiente decaimiento: el paso fugaz de dinastías, de sucesos, de acaeceres más o menos venturosos. Y todos esos manuales, con secreta alegría muchas veces, registran la caída, el desmoronamiento   —44→   de las grandes aventuras humanas. El Imperio español, la más formidable estructura que han visto los tiempos modernos, también cae dentro de ese historiar. Todo pasó, sin pena ni gloria. Así nos lo vienen dando durante años y años los historiadores de distinto signo. Pero hay que decir que eso no es verdad del todo. Al viejo Imperio español le queda todavía una fabulosa provincia. Una provincia que no se ve sometida a repartos ni a ocupaciones, que no puede ser colocada caprichosamente en otras manos o trasplantada a fronteras cambiantes, sino que crece cada día más, ensancha su territorio por el único procedimiento viable: el esfuerzo creador de sus hijos. Esa provincia es el idioma. Cada vez que en algún sitio de esa compleja geografía que he enumerado atrás se publica un libro, una de esas apasionadas novelas indigenistas, o un poema de Neruda, cada vez que releemos un poema de César Vallejo, de Gabriela Mistral, el viejo tronco retoña en primavera indestructible y eterna, permanente portento de una savia viva, generosa.

Pero el signo de los tiempos ha cambiado. Toda esa inmensa estructura se fue elaborando, secularmente y día a día, bajo el contenido espiritual de una cultura, la de Castilla, saturada de valores trascendentes, de preocupación ultraterrena y enajenada. Esa preocupación fue la que hizo posible, precisamente, la realidad actual de las múltiples Españas, azacaneado juego de ausencias y presencias. Presencias quizá no cotizables en demasía en las áreas de otras culturas de distinta orientación y hoy más en candelero; pero esto no quiere decir más que eso: transitoriedad, vaivén de las estimaciones. No se le podrá quitar al mundo hispánico, el día que sus valores intrínsecos cobren, por un giro histórico cualquiera, nueva prelacía en el mundo, un papel rector,   —45→   orientador, venero inagotable de energías y ademán vital. Pero, además, en el juego de las ausencias, de esas ausencias tradicionales en el vivir de la comunidad hispánica (falta de pensamiento crítico, de sentido práctico y técnico de la existencia), la enorme inmigración de otros pueblos, fácilmente asimilada por el americano, aparte del indudable papel económico y comercial que al español de América le está reservado, hace que esas ausencias, aparte de ir siendo cada vez menores, puedan ser superadas. En fin, nada hay más difícil en nuestro mundo, contradictorio y enconado, que dedicarse a profetizar. Sin embargo, sin grandes riesgos, podemos pensarle un futuro al español, como lengua de cultura y portadora de valores excelsos. No es disparatado predecir para este idioma, que hablan tantos millones de hombres a un lado y otro del Atlántico, un porvenir en el que desempeñe un puesto de primer orden en el mundo. Y esto en un futuro no muy lejano. El español es, en este aspecto, la lengua de la esperanza.

Una tradición creadora

Pensar lo contrario sería negar dos grandes evidencias. La primera, el importantísimo papel que las jóvenes naciones hispanoamericanas están destinadas a desempeñar. Su población en constante ritmo de aumento -y a veces rapidísimo-, la ingente proporción de sus recursos naturales, la cada vez más pujante industria editorial en ellas establecida (especialmente en México y la República Argentina), etcétera, hacen pensar en un reforzamiento de los vínculos entre los componentes de la koiné castellana. Estamos ya muy lejos de los tiempos en que se temía, con criterios decimonónicos, una escisión o   —46→   serie de escisiones entre los componentes de la comunidad hispánica. Me refiero a las dudas de Cuervo, a la disparatada creación de una lengua nacional argentina por Luciano Abeille, etc., y a otras tantas teorías o seudoteorías que ya fueron definitivamente puestas en su lugar por Amado Alonso (entre otros). Se podrán pensar muchas cosas y quisicosas sobre el porvenir idiomático, pero lo que no cabe suponer es un aislamiento total o una ausencia prolongada de relaciones entre la gran familia hispanohablante. Si antes ya se habían acortado las distancias con los viajes frecuentes y con la letra impresa, ahora, prácticamente, esas distancias no existen. El teléfono, la radio, el cine, la televisión, sí, es verdad, amenazan con destruir las variantes localistas y dialectales, tesoro de emocionantes arcaísmos y de huellas de viejas culturas, pero, en cambio, al tender a la nivelación y hacerlo por medio de la palabra viva, van unificando las posibles divergencias, apretando lazos antes laxos o dispersos, creando una lengua de comunicación común, con rasgos de todos los hispanohablantes. La acción del individuo y de la colectividad sobre la marcha total del idioma va siendo cada vez menos inconsciente. Bastaría que, en un futuro próximo, dos o tres generaciones, sabedoras de la necesidad de salvaguardar una lengua verdaderamente incomparable y de enorme trascendencia geográfica y cultural, se propusieran mantener con esfuerzos concertados esa unidad, tratando de eliminar las divergencias más acusadas en la pronunciación o en la estructura gramatical. Un cambio fonético, una moda léxica cualquiera, abandonados a su libre caminar, pueden, con los medios actuales, propagarse rápidamente, pero, encauzados por una actitud social reflexiva, pueden ser acomodados y empleados en el mayor servicio de la comunidad.

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Vamos viendo, pues, brotar, en arracimada sucesión, los escalones de la importancia vital del idioma español en el mundo. Nos sobran los motivos, razonados para proponer una seria vigilancia sobre nuestra lengua. Una vigilancia que sea activa vela y continuo laborar. Señalé hace un momento la primeriza llamada, la que está a flor de piel, la que atrae las miradas del mundo sobre el español: el enorme porvenir de las repúblicas hispanoamericanas. Por todas partes pululan los aficionados al español, al estudio del español, pero no nos engañemos. Van por otra cosa. Aceptémoslos, sí, pero no nos descuidemos. Esas gentes no hispanohablantes van hacia el español, en primer lugar, atraídas por la necesidad de futuro que los países hispanoamericanos tienen todavía. No olvidemos que, en gran parte, aquellos. inmensos territorios están aún por explotar, por dar el rendimiento que de ellos se espera. Que muchos están faltos de habitantes todavía; que de ellos pueden salir sucesivas e ingentes oleadas de productos que llenen el mercado mundial: petróleos, granos, maderas, caucho, metales. Países donde lo que aún sobra es la tierra, una tierra en muchos casos clamante por un amo, por tener un dueño, una mano cuidadosa que la trabaje. Se trata, en este caso, de un interés que pudiéramos llamar comercial, económico. Podría parecer un interés poco oportuno para un lingüista de profesión. Y no es así. Al filólogo le interesa todo lo que pueda suponer un estado de lengua, y es su elemental obligación observarlo, registrarlo, dar fe de su existencia y sacar de ella las conclusiones u orientaciones más pertinentes. Y de este aspecto que acabo de llamar económico, comercial, también al fin y al cabo una provincia del idioma, también podemos sacar una moraleja ejemplar.

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El español de la vida económica y comercial en el siglo XIX y principios del XX era bastante pobre. Las circunstancias históricas habían hecho que la mayor parte del vocabulario que podríamos llamar cientificista, economista, etc., estuviera «intervenido» por el de los lugares de origen de las nuevas actividades. El francés o el inglés, cada cual a su manera, se iban introduciendo solapadamente, acompañando a los nuevos modos de vida. Con cada producto nuevo, no inventado por españoles ni en suelo hispanohablante, llegaban voces nuevas. Llegaban, escoltando esos neologismos, los tristes giros de una propaganda mal traducida. Esa es la causa, por ejemplo somero, de que en la América hispánica se diga usina y no fábrica; durmiente y no traviesa («soporte de las vías del ferrocarril»); elevador, «ascensor»; corte, «tribunal»; motorman, «conductor, hombre dedicado al automóvil (en México y las Antillas casi todo el léxico del automóvil es anglicismo)»; etc. Por diversos caminos de parecida trayectoria se ha creado alguna feísima voz, como complotarse, en lugar de conjurarse. (Recordemos también los italianismos del Río de la Plata, bastante menos numerosos de lo que se podría creer a primera vista. Lo importante en estos casos no es el préstamo en sí, sino la aguda sensibilidad lingüística con que se ha castellanizado. Los ejemplos serían copiosos.) Pues bien: vuelvo a mi pensamiento interrumpido: la necesidad de españolizar el habla del comercio fue sentida urgentemente por la alta banca argentina. El mundo de las finanzas de la América hispana empleaba un léxico que iba camino de ser un galimatías. Amado Alonso ha recordado el esfuerzo del Banco de la Nación argentino en este sentido. La alta entidad bancaria citada se dio cuenta de que era capital que sus documentos fueran redactados   —49→   en forma clara, digna, inapelable, rigurosa. Se creó una supervisión de estilo. Sus funcionarios, en muy poco tiempo, fueron especialistas en terminología económica y comercial, dominaron el uso del léxico y la fraseología bancaria y monetaria de todos los países hispanoamericanos y de España, lo impulsaron y equipararon con los términos de la vieja tradición española, incluso -y en algunos casos especialísimamente- con el habla de los antiguos y famosos arbitristas del tiempo de los Felipes, y lo compulsaron con el estilo de los mejores economistas del siglo XVIII. Por este camino voluntarioso ha nacido -mejor: renacido- ante nuestros ojos todo un lenguaje financiero, con sus recovecos y secretillos, con todos sus valores aquilatados y comunicativos. Ese lenguaje, llevado por documentos, balances, cuentas, memorias, etc., al resto del mundo hispánico, ha puesto de manifiesto la gran realidad de la comunidad hispánica. Porque en todas partes los economistas de habla española, satisfechos del tino con que fue comportándose el nuevo léxico (tan viejo en ocasiones), de su acierto y claridad expresivas, lo han aceptado y lo usan en todas sus manifestaciones importantes y trascendentes. No sé en este instante en qué estado se encuentra en realidad, palpablemente, esta cuestión. Pero hay que citar con noble y total elogio, sin reservas, el aliento que informó semejante tarea20.

Vemos cómo la lengua tiene en su entraña recursos admirables y cómo la gran unidad, la perfecta cohesión del español, incluso en el terreno tan sujeto a influjos extraños del comercio, puede volver por su más honda verdad. Se trata de una de esas parcelas del vivir hispánico donde menos se podía esperar una autodefensa total y triunfadora. Y, sin embargo, se ha obtenido. Se ha obtenido -aprendamos   —50→   la lección- por el esfuerzo aunado y consciente de dos grandes corrientes: una clara, decidida voluntad de futuro y una eficaz tradición.

Me he detenido en este aspecto más de lo que parecía oportuno, porque de él se deduce algo muy importante: la llamada de la Historia. El ayer pesa, y el anteayer, y todas las largas jornadas de un quehacer histórico, que operan, inevitablemente, inexorablemente, sobre el hoy ajetreado. Incluso esos arbitristas, motivo de fácil broma, vuelven a funcionar en geografías que ellos no podían ni sospechar siquiera. Pero considerábamos hace pocas líneas «dos grandes evidencias». Una era ésta: la del papel económico y social que los países de Hispanoamérica tienen por delante. La otra evidencia, para mí la más importante, aunque en determinados períodos históricos pueda aparecer desdeñada, la acabo de insinuar: he señalado que una de las causas que han hecho posible la reanudación de una forma común de vida que estaba amenazada, reanudación con nuevos ángulos y desde una parcela bien limitada del idioma, ha sido la presencia de una eficaz tradición. Ahí está la palabra, que a tantas gentes asusta por su frecuente mal uso: tradición. Nos encontramos ante una lengua con un nobilísimo acervo vital, transmitido, tradicional. Una lengua portadora de un estilo de vida espiritual verdaderamente extraordinario, que ha volcado, en moldes artísticos, criaturas incomparables. De todas las literaturas modernas quizá la única auténticamente creadora de mitos de universal valía. Sí, el español ha sido el vehículo de una deslumbrante literatura. ¿Es que no bastará con esto, tan evidente, para que gastemos algo de nuestro tiempo, nuestro acotado tiempo, pensando despacito sobre nuestro español? Hay que decirlo una vez y otra, y repetirlo a todos los vientos,   —51→   y en todos los oídos: España, el español, posee una literatura de acusado relieve, de honda trascendencia y significación. Un abrumador caudal de sueños repletos de sentido.

No voy a caer en la ingenuidad de comparar, de comenzar a hacer paralelos con otras lenguas y otras literaturas. Ya se ha hecho muchas veces, y con varia fortuna. Y siempre la conclusión ha sido, si se ha buscado sin prejuicios, parecida. La literatura española es, de todas las literaturas de los pueblos modernos, la más identificada con las gentes de su lengua. En ninguna parte podremos encontrar un cuerpo de poesía tan colectivo y nacional como el Romancero, ni tan dotado de delgadísimos matices como el Cancionero tradicional, ni un teatro nacional, sangre y voz del pueblo que lo vive, como el de Lope de Vega. Es indudable que la lengua que ha producido estos admirables fenómenos, dispersándose sobre la cara entera del mundo conocido sin haber sufrido grave mengua en su tradición, es indudable, repito, que esa lengua aún tiene mucho que decir en el mundo.

Un nuevo ideal de lengua

He citado tres ejemplos (el Romancero, el Cancionero tradicional, el teatro de Lope de Vega), pero podría citar muchos más. La Celestina, las «continuaciones» de multitud de obras capitales (Quijote, Lazarillo, Guzmán), en las que el sentido de propiedad común, de algo que nos pertenece a todos por igual y en lo que todos podemos poner las manos pecadoras so pretexto de perfección, es bien notorio. No se trata de plagios en el sentido actual, ni de robos, ni de insensata inconsciencia, ni de ninguna   —52→   otra de las zarandajas que la crítica moderna acostumbra a lanzar dogmática y condenatoriamente, sino de estrechísima comunión espiritual entre los hablantes y la criatura literaria. Eso se llama, sin más, unidad cultural, férrea, compacta cohesión de actitud espiritual, patente y sonora hoy en que el viejo romance se cante y recite con idéntico estremecimiento en las tierras altas del Duero soriano o burgalés, y en rincones apartados del altiplano sudamericano, o en la infinitud de las pampas argentinas, o en las perdidizas manchas del español sefardí. La tradición, el ayer y el anteayer que explican el hoy, son los mismos en España y en América. La época de madurez del idioma y de todas sus manifestaciones de literatura son ya también propiedad de todo hispanohablante, cualquiera que fuere su patria nueva o sus intereses momentáneos. A todo hombre que tenga la lengua española en lo más entrañable de su quehacer, le interesa sobremanera, a la vista de estos supuestos, cultivar, conocer, fomentar el ideal artístico de la lengua. Hay que pasar por encima de las posibles diversidades localistas y de la irreflexiva imitación de un determinado grupo de hablantes. Nada más fácil, en la selva de manuales de gramática o de pronunciación de uno y otro lado del mar, o en el localismo exaltado -a veces agresivo- de muchos hispanohablantes, que el intentar destacar un ideal de lengua porque sí, porque nos gusta en esa ocasión individualmente, o por puro orgullo de campanario. No, las cosas han cambiado mucho. En los primeros años del siglo XVI, el ideal de lengua estaba en la corte, en el habla pulida de los cortesanos, y era Toledo la ciudad que se llevaba la palma del buen hablar. Pero leoneses y aragoneses hablaban también y escribían castellano, su castellano, independientemente de su matiz   —53→   de origen, y contribuyeron con su aliento al todo común, e incluso al brillo de la literatura. Algo más tarde, Herrera, andaluz, rechaza el uso estrictamente cortesano. En fin, ya en los Siglos de Oro la diversidad de corrientes que operan sobre el español es muy copiosa y enérgica. No, no se trata de hablas locales. Cervantes matizó agudamente la cuestión. Es un problema de disciplina y de educación, de conciencia respetuosa y aquilatada: el buen hablar, dice Cervantes, es el «del discreto cortesano, aunque haya nacido en Majalahonda». En este ejemplo ilustre y esclarecedor sobre manera, debemos poner el máximo interés sobre discreto y no sobre cortesano. Cortesano supone cultura, aseo mental, conocimientos. Pero en tiempo de Cervantes lo mismo que hoy, sabemos que no es esa formación compañera obligada de la discreción. La ciencia y el pulimento no bastan si no están cimentados sobre un natural prestigio y unas cualidades permanentes. Y la alusión al lugar de nacimiento nos indica que no podemos pensar en la hegemonía de las hablas locales. No, no se trata de eso, ni tampoco de variedades cultivadas o matizadas agudamente por el lugar de origen, por un vano prurito ostentoso de aparentar personalidad a toda costa, sino que es ya el ideal artístico de la lengua, del que ha de salir fortalecida la unidad idiomática21. Este rasgo, este problema (saber qué se prefiere) es hoy más agudo en el español que en ningún otro idioma, debido a la gran variedad local que la inmensa geografía ha impuesto, y a los diversos influjos externos que pueden operar sobre la koiné, precisamente como consecuencia también allegadiza a la enorme extensión de sus movimientos. La lengua común está constantemente amenazada de roces, choques, interferencias, entradas insidiosas, fruto de la dejadez, la comodidad o la ignorancia.   —54→   El ideal artístico de la lengua es necesario, y ya ha producido frutos representativos e inmarchitables. Unos ejemplos darán a entender con claridad de qué estoy hablando.

En esos años de tránsito entre los siglos XIX y XX han caído por Madrid, el Madrid desgarbado y torpón de la Regencia de María Cristina de Habsburgo, unos cuantos provincianos: vascos, como Unamuno y Baroja; levantinos, como, Azorín y Gabriel Miró; andaluces, como los hermanos Machado; un gallego, don Ramón del Valle-Inclán. También hay asturianos y de otras procedencias. Algunos, por su categoría dialectal, casi los podríamos considerar como no poseedores del castellano como lengua materna. Unamuno siempre nos dará una sensación imprecisa (a veces angustiosa) de emplear una lengua demasiado rígida, demasiado filológica, es decir, libresca, aprendida, descubierta a cada instante. En Valle-Inclán, el gallego ocupa todo el trasfondo de sueños y supersticiones, de alucinación y de trasmundo en que se mueven muchos de sus personajes, vivo hasta en la típica entonación del noroeste. Pues bien, todos esos hombres han puesto en el telar del más noble español que se ha escrito en mucho tiempo, todo su esfuerzo y vocación, logrando un brillantísimo resurgir de la literatura nacional. El localismo posible fue ahogado ante la norma eficaz del ideal superior de la lengua (ideal en este caso aceptado en América, ya que el influjo de este fruto ha sido enorme en toda la América hispana), en el que, no hay que decirlo, Castilla no ha desempeñado, como entidad parcial, el papel principal ni el exclusivo. Fue un ahincado análisis, un enamorado observar de cuanto de valioso había en el habla viva, capaz de expresar deseos, ayudándose también del habla muerta en los libros, haciendo expediciones a los dialectos,   —55→   a los cotos cerrados del habla perdida en los medios rurales e iliterarios, o en las viejas y claudicantes artesanías. Toda esa resurrección espléndida del trabajo lingüístico de Azorín, de Unamuno, de Miró, o la impasible percepción del habla urbana de Baroja, han hecho posible el español medio que hoy se habla en círculos cultos, es decir, ha iniciado una nueva etapa en la historia del español. Y de todo este múltiple laboreo interesa destacar que tiene en su raíz la voz de un americano, Rubén Darío, que llega a España con una obra ya madura y plena, abierta a horizontes apenas entrevistos en la propia España. El criterio purista de reforma y permanencia lingüística del siglo XIX había sido relegado a su misión de modesta policía verbal. El ideal artístico de la lengua se había impuesto por sí solo. En este caso, vemos, además, cómo Castilla, la norma castellana solamente puede ser rectora del idioma en tanto que tenga razones para serlo. Es decir, también pueden venir razones orientadoras de tierras no castellanas. Lo importante estará en que el ideal vivo de Castilla pueda estar en condiciones de comprender esa guía que le devuelven o imponen sus viejas tuteladas, sea cual fuere la marca que lo nuevo traiga, ya peninsular, ya extrapeninsular.

Este problema de la nivelación hispánica se plantea exactamente igual en cuanto nos hacemos cuestión de él, aunque el fiel, el nudo de sus extremos se haya trasladado geográficamente. Lo que he señalado como reunión y obra de acarreo por parte de varios españoles procedentes de distintas zonas de la península, se puede plantear de igual modo con partícipes de ambas riberas del Atlántico. De un lado tenemos a los escritores peninsulares, bien anclados en su circunstancia; del otro, a los hispanoamericanos (hablo, claro está, de los hispanoamericanos   —56→   conscientes y sabedores de su auténtico papel), con su balcón abierto a todos los vientos de fuera. La coincidencia, esta vez, no puede ser en Madrid (en aquel Madrid en que habían coincidido los hombres egregios que he citado antes), sino que ha de hacerse inespacialmente, a lomos del libro, de la radio, del cine, etc. El área de las exigencias del español ha crecido en pocos años de forma casi mítica. A esa gran convocatoria ya no acuden solamente vascos, levantinos, andaluces o gallegos, como en el caso que antes recordé. Acuden chilenos (Pablo Neruda, Eduardo Barrios, el eco todavía cálido de Gabriela Mistral), argentinos (Molinari, Borges, Mallea), uruguayos (Juana de Ibarbourou, Sara de Ibáñez), peruanos (Ciro Alegría), mejicanos (Azuela, Muñoz, Carlos Fuentes, Juan Rulfo), guatemaltecos (Miguel Ángel Asturias), venezolanos (Rómulo Gallegos), etcétera, y acude todo el español de la península, lozano y cimentado en su milenaria sabiduría, y acude el español de los escritores exiliados después de la guerra civil de 1936-39, matizado por lo americano y nexo vivo con lo peninsular de hace unos años, lleno de frescura noventayochista, es decir, tradicional y auténtica. Y todos ellos acuden a la cita en nombre de su español. A todos se les ha de plantear, agudamente, la necesidad de ir desnudando de localismos inútiles su habla (el localismo entorpecedor y lleno de lastre, sin vuelo ni significado general), para vestirla de universalidad. Solamente así, curado el aldeanismo lingüístico, será leído y obedecido su mensaje en todo el mundo hispánico. Una voluntad de entendimiento, premisa forzosa e inexcusable en todo quehacer humano, puede lograrlo con relativa facilidad.

¿Cómo será el español que surja de ahí? ¡Quién podría decirlo! Sé que tendrá una dimensión más   —57→   honda y más ancha, más llena de resonancias, donde el viejo idioma de Castilla, sin dejar de ser el mismo, sin perder su característica precisión, adquiriría nuevos matices. Intentos de agrupación total no han faltado por parte de algunos escritores. Tirano Banderas (1926), la prodigiosa novelita de Ramón del Valle-Inclán, y, en nuestros días, La Catira (1955), de Camilo José Cela, son buena prueba de esa actitud espiritual. Pero quizá no esté ahí el camino. Ese camino, aparte de la genialidad del artista, lleva fácilmente al pastiche, a la grotesca deformación. Será más bien una lenta sedimentación, un espontáneo, cotidiano y habitual depurarse, en cada uno de los hablantes y de los escritores, para hacerse entender más y más cada día. Corresponde al lector y al escritor en español saber discernir muy bien lo terruñero y glebal de lo que adquiere categoría artística y general, aunque haya salido, en un origen no importa dónde ni cómo, de lo más local y diminuto del idioma. Estamos asistiendo hace ya más de veinte años a una americanización del español de España (los viajes frecuentes, la radio, las no muy felices traducciones) y a una rehispanización del español americano (los libros, la radio, los viajes frecuentes, la emigración, especialmente la colectiva). El contacto, tan asiduo, ha ido puliendo asperezas, haciendo una nivelación exigida por la natural necesidad de acercamiento. Negar esta realidad sería estúpido, obcecación patente. Solamente es de desear que la nivelación no se haga en lo externo y facilón (palabras con sentido cómico o con resonancias obscenas, etcétera), sino sometida a una superior norma.

En fin, por todas partes brota una consecuencia: nivelación artística, nada de raseros sencillos. Nivelación artística que supone depuración, adelgazamiento, nueva toma de conciencia, irrefrenable selección   —58→   de habla y de pensamiento. En este sentido, el camino recorrido por el español americano ha sido verdaderamente impresionante. A ningún argentino culto se le ocurriría hoy hablar o escribir como el Martín Fierro refleja, y a ningún argentino culto se le plantea duda alguna sobre la verdad literaria del Martín Fierro y de la creación gauchesca en general. Ahí está la tarea de Jorge Luis Borges para demostrarlo. Algo parecido vemos en el camino que arrancando de Ricardo Palma lleva a César Vallejo. Lo académico allá, la revolución más audaz en éste, en Vallejo, tan palabra nueva y temblorosa. O la ruta que va de los novelistas de la revolución mexicana a Carlos Fuentes, creador, ante todo. Importa ver los estratos idiomáticos con claridad y situarlos a cierta altura: hoy, el achulamiento madrileño solamente vale en el tono menor del sainete y del genero chico, pero a ningún madrileño se le ocurriría tomar en serio semejante aluvión de ramplonería, de ineducación, de falta de categoría artística, en una palabra.

Una común tradición

No nos debemos, pues, desentender de lo nuevo. Pero pongámoslo en cuarentena, observemos sus méritos y sus atributos antes de concederle beligerancia. Y miremos siempre a la tradición más auténtica, al pegujal común. De allí saldrá la ayuda y la claridad. Después de todo lo citado atrás, ya es una apostilla forzosa recordar lo que solamente cegueras voluntarias se obstinan en no ver. La historia española, la aventura de la gente española sobre la tierra se ha hecho en español. Españoles son Don Quijote, Don Juan, los místicos, el teatro de Calderón   —59→   de la Barca. En español se fue fraguando la nacionalidad creciente, en el lento fluir de los siglos medievales, donde la vida, enajenada, alucinada, perdió sus fronteras entre cielo y tierra y fue a parar a un Estado donde también la vida política confundió sus límites con la creencia. No pretendo al recordar esto si fue mejor o peor tal resultado: no valoro, solamente enuncio o subrayo una cualidad: diferente. Esto es lo que quizá explica la tardía floración de los místicos, cuando ya no quedaban preocupaciones de ese tipo en Europa. Figuras como Santa Teresa o San Juan de la Cruz, cima de lírica entre las cimas, no sólo justifican, sino que exigen el estudio universitario del español. Algo muy parecido ocurre con el teatro de Calderón. A nadie se le ocurrirá tacharme de chauvinista si digo que la novela moderna, esa criatura de arte que tanto nos ocupa y preocupa a los europeos con sus múltiples problemas y derivaciones, ha sido posible porque un español, no sabemos su nombre ni su origen, escribió, un buen día del siglo XVI, el Lazarillo de Tormes, breves páginas donde nace para la literatura moderna el hombre de carne y hueso, el hombre que pasea por una ciudad de nombre y de topografía conocidos y familiares, el hambre, la desnudez, la desesperación y la resignación cansada, a vueltas con el frío, el desamparo, la hipocresía de las normas sociales. Es el hombre que adquiere validez universal cincuenta años después con Don Quijote. Mucho ha llovido desde entonces, pero el aliento y los valores espirituales que semejante invención conlleva están ahí. Poco importa que los derroteros cientificistas de la cultura contemporánea puedan olvidarse momentáneamente de su mensaje. Aquellos valores están ahí, vivos, operantes, en la voz de los muchos millones de hombres que hablan español, comunicándose   —60→   a cuantos, sea cual fuere su origen o creencia, puedan leer sus creaciones inmarchitables. El español sigue siendo una de las más felices (y arriesgadas, por qué no) empresas a que puede entregarse el humano conocer. Démonos a ella, propios y extraños. Detrás de la capa sonora del español como lengua viva, nos espera una de las tradiciones más nobles de la Humanidad, la Literatura más insospechada, el porvenir más risueño. No, no saldremos defraudados de esa expedición. En nuestros días, Albert Camus, en su traducción de El caballero de Olmedo, de Lope de Vega, destacaba la ejemplaridad que la grandeza lopesca tiene todavía para la Europa en ruinas.

Sentiría muchísimo que alguien viera aquí vana charlatanería apologética, de exaltación circunstancial. Estamos, por fortuna, en un giro muy distinto del que produjo las situaciones imperialistas del Renacimiento, en los albores de los Estados modernos. De las consignas del siglo XVI queda vigente la de «enriquecer e ilustrar» la lengua que hablamos, pero convencidos ahora de la enorme importancia de la lengua española como vehículo de la más voluminosa comunidad cultural, espiritual y artística del mundo moderno, comunidad en constante crecimiento y en vías de un prodigioso porvenir.

En el siglo XVII, Gonzalo Correas, profesor de Salamanca, podía decir, exaltando la importancia de su lengua: «Su extensión es sin comparación más que la latina, porque fue y es común nuestra castellana-española a toda España, que es mayor de un tercio que Italia. Y hase extendido sumamente en estos ciento veinte años por aquellas muy grandes provincias del Nuevo Mundo de las Indias Occidentales, adonde dominan los españoles, que casi no queda nada del Orbe Universo donde no haya llegado la   —61→   noticia de la lengua y gente españolas». Del mismo modo, hoy podemos nosotros afirmar que el orbe de la lengua española sigue creciendo sumamente; díganlo esos millones de hispanohablantes de origen eslavo, o japonés, o italiano, que, sin haber alterado en nada esencial la andadura interior de la lengua, se han incorporado a la koiné española. Hemos de empezar a hablar de una lengua hispánica. A lo largo de los siglos XVI y XVII, y aún después, en el área del español se discutía bizantinamente y con buena fe si la lengua común debería llamarse castellana, o española, o castellana española, como hemos visto que decía el ilustre humanista de Salamanca. Hoy, esa discusión, eliminada por una razón de coincidencia cultural, se ha quedado aldeana y reducida. Hay que pensar en una lengua hispánica. Una lengua en la que bajo la férrea unidad espiritual del idioma puedan cobijarse las variedades concretas que tengan más digna representación en la circunstancia histórica y espiritual que las justifica. La voz de Castilla será el fermento, la levadura de este enorme bullir de las innúmeras Españas.

Final

En fin, por todas partes, irrestañablemente, nos asaltan argumentos valiosísimos, intuiciones fecundas que nos hablan de la inmarchitable juventud del idioma español. En el concierto del mundo próximo, el español debe volver a sonar por imperativo indiscutible de su contenido espiritual, por la cifra ascendente de los hombres que lo hablan, por el prestigio incomparable de su literatura, por el eco emocionante de su Historia -que es ridículo y necio desoír o ignorar partidistamente-. Pronto, en la   —62→   asamblea de los pueblos libres deberán repetirse las palabras del emperador Carlos I, en su famoso discurso ante el Papa, los cardenales y los embajadores extranjeros. Como el representante francés, obispo de Maçon, se quejara de no comprenderle, el César explicó: «Señor obispo, entiéndame si quiere y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda gente cristiana». Nos corresponde a los hispanohablantes conseguir la oportunidad necesaria. Y solamente la lograremos aplicándonos con esmero y dedicación al yunque de la lengua, olvidándonos de las fáciles improvisaciones, de la vacua oratoria, y acercándonos a nuestro propio hablar con respeto, con decidida voluntad de artística superación. Y así lograremos que el español sea de nuevo una lengua universal por él mismo, sin achaques ni concesiones ajenas, sino por su propia verdad. Verdad que será nuestra, otra verdad artística, más verdadera que todas las verdades reunidas.



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ArribaAbajoUna mirada al hablar madrileño

No se puede hablar de madrileño como podemos hacerlo de andaluz o leonés. El habla típica de la capital no tiene la jerarquía lingüística (histórica o étnica) que poseen los otros núcleos dialectales de la Península. Se trata más bien de una serie limitada de rasgos del hablante medio de la ciudad, que han sido exagerados, cultivados incluso, con un aire de superioridad a veces ingenuo, ya que con ellos se pretende destacar la cualidad «capital» frente a la cualidad «provincia». Claro es que semejante actitud espiritual se ha forjado a lo largo del siglo XIX (con claras raíces en el XVIII), cuando los niveles de vida material aparecían más desequilibrados a favor de las ciudades y coincidiendo con el rápido crecimiento de éstas y su sobrevaloración administrativa.

Estos rasgos fueron, como digo, exagerados, especialmente por cierta literatura dramática que intentaba reflejar la vida oscura de las clases populares, en la encrucijada del siglo pasado y del actual, acentuando la valía de unos cuantos sentimientos nobilísimos (la honradez, el espíritu de trabajo, el amor, etc.) en contraste con los apuros que las transformaciones económicas iban provocando. De ahí ha nacido este conjunto confuso y variado que llamamos madrileño, y que, en la actualidad, por la   —64→   enorme nivelación idiomática (el cine, la radio, la televisión, el más alto nivel medio cultural, etc.), va relegándose a manifestaciones cada vez más localizadas, y, desde luego, sin la aguda punzada con que aparecían aún no hace muchos años. Sin embargo, sobrenada una serie de caracteres que voy a intentar analizar.

Típico del habla madrileña, y ya general en todas las capas sociales de la ciudad, es el yeísmo. Madrid no articula la ll lateral, sino que la confunde con la y. Además, por su prestigio de capitalidad, provoca imitaciones que generalizan por todo el país la confusión de esos sonidos. El madrileño pronuncia silla, caballo, lo mismo que ayer, mayo. Y en capas de hablantes populares esa y resultante de la confusión se articula con mayor tensión y zumbido de las cuerdas vocales, produciendo una consonante muy representativa del pronunciar vulgar madrileño. Es la que percibimos en el tranvía o en el metro, o en la conversación descuidada de un bar o de un espectáculo, al oír formas como anda ya, hombre, anda ya. Esa y de ya, más tensa que de ordinario, se enuncia con marcado énfasis y puede llegar a ser lo que los fonetistas llaman una consonante africada (muy cerca de la ch)22. Ante la pronunciación correcta de la ll el madrileño tiene la impresión (si es que la tiene, que ya ni siquiera lo observa) de estar escuchando a un norteño, nunca a un local. En los años de mi niñez, la escuela pretendía diferenciarla al dictar, al hablar con esmero. Hoy solamente un tenaz esfuerzo voluntarioso logra, y no siempre, hacer esta ll lateral. Algunas veces, esta articulación, generalmente en contacto con la vocal e, se pierde: se trata de un fenómeno corriente en las hablas vulgares de todo el dominio hispánico, y es lo que oímos en Madrid tan frecuentemente:   —65→   la ca'e Maldonadas, la ca'e Alcalá (o la cá Alcalá). Cambio usual en el habla madrileña (y que se encuentra aisladamente en hablantes de cultura superior) es la aspiración de -s final de grupo o sílaba. Si aguzamos el oído en cualquier aglomeración humana, especialmente en los barrios extremos, notaremos enseguida pronunciaciones como do pare, «dos pares»; ehtaremo, «estaremos»; ahaorrao, ajjaorrao, «has ahorrado», etc. La aspiración de esta -s ha crecido copiosamente en los últimos años y sigue, al parecer, pujante. Se trata de un cambio fonético de aire meridional, que progresa hacia el norte. Así como en los orígenes del conjunto idiomático peninsular los fenómenos han ido descendiendo de norte a sur, hoy pasa lo contrario. (Por otra parte, no hay que olvidar que Madrid ha estado siempre en una zona de viejas aspiraciones, hoy dialectales). También es de aire meridional la pérdida de algunas consonantes, como ocurre con la -d- intervocálica. Pronunciaciones como llegao, dao, apartao, etc., pertenecen ya a la lengua corriente, pero el habla madrileña extrema la tendencia y lleva la pérdida a los casos -ada (gofetá, «bofetada»; machacá, «machacada») y, en algunas ocasiones, a las terminaciones en -ido (aterecío, aburrío), coincidiendo así con el andaluz. A diferencia de algunas pronunciaciones rurales, donde se exagera la marcha del diptongo resultante hacia au (llegáu, machacáu) el madrileño carga todo el énfasis sobre la a y casi elimina la o final: yas yegáa-o, yá, «ya has llegado, ya», lleva una a tónica alargada, que casi anula a la -o. Otras consonantes que se eliminan en el habla madrileña funcionan lo mismo que en toda el habla vulgar hispánica. No es exclusivo del madrileño decir tiés o pués («tienes» o «puedes»), o miá este, «mira, éste», etc.

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En todos estos casos, insisto, el fenómeno está muy relacionado con otros muchos de las hablas populares o rurales y probablemente supone la capa idiomática más honda, sobre la que descansa el habla de la ciudad, dentro del complejo dialectal que forma el castellano medio. Lo que le da cierto matiz de personalidad a su pronunciación local es el indudable énfasis con que se presenta. Énfasis que produce lo que, a mi juicio, es el más claro índice de madrileñismo: articulación muy tensa de las consonantes que perviven en la palabra, a veces con cierto aire de geminación: pperombbre, «pero, hombre»; anddayya, «anda ya». También se produce por igual causa una labialización, o por lo menos un adelanto de la articulación. Frases como ¡pero tú qué te has creído, hombre!, casi un rictus lingüístico en el habla madrileña, pronunciada con «casticismo local», es un rápido y duro golpeteo de consonantes: pperotúkketáas kkreíddómbre. Y una viva labialización es fácilmente perceptible en cuanto el habla pretende exagerar algo. Nunca el , sino , con una especie de ü francesa. Y así en frases como buöno, «¡bueno!»; taluögo, «¡hasta luego!», etc.

Hay en el habla madrileña otros caracteres representativos, algunos de los cuales han alcanzado a niveles de cultura elevada. Esto ocurre principalmente con el abundantísimo uso de uno llevando la frase a tercera persona, cuando, en realidad, se refiere al propio hablante, es decir, «yo»: Uno no puede por menos de... Uno es un despistado... («Yo no puedo por menos de...» «Yo soy un despistado»). Este machaconeo del uno, sobre todo narrativo, ha sido arrollado en frecuencia, en los últimos años, por la frasecilla o sea, dicha sin ton ni son, un verdadero tic: He venido a las siete, o sea, que estoy harto; No te asomes, o sea, que el tren va de prisa. Los ejemplos   —67→   que recojo indican cómo la igualdad que esperaríamos al emplear o sea no se produce. O sea..., o sea..., o sea... Toda la conversación se salpica de este giro, abrumadoramente, muchas veces acompañado de un ligero chasquido de la lengua, que revela el salto mental de la charla. O sea va llegando a todos los niveles y aparece colocado en las situaciones más anómalas e inesperadas, con verdadero demérito de la capacidad expresiva. Muy madrileño es también el uso del verbo ir, en la forma va; precediendo o sirviendo de introductor a multitud de verbos: Y va entonces y le pega, y va y le dice, y va y se pone23, va y se marcha, etc. También falto de su tradicional papel gramatical aparece el relativo lo cual: Ha venido Fulanita, lo cual que está muy enfadá; perdí el reló, lo cual que lo siento, que me lo habían regalao; voy al cine, lo cual que es continua. Patente de madrileñismo expide fulminantemente el uso de u, conjunción, por o, colmando de énfasis la vocal (énfasis a veces insultante): Aquí, este señor, u lo que sea; ¿te rajas u qué?

Se podrían citar otros signos sintácticos o morfológicos cercanos a los señalados, también abundantes en el habla madrileña (cito un poco a borbotones, a los saltos de la memoria). Serían, por ejemplo: el uso de algunos adverbios: ¡Propiamente un talento!, hablando de alguien con elogio. Talmente y mayormente son los más socorridos. Los diminutivos se emplean en ocasiones desprovistos de sus valores normales, con valor ponderativo o negativo: ¡Vaya faenita!, o para contestar denegando: ¡Igualito! También reconocemos al madrileño popular en el uso de los artículos ante nombres de persona: el Antonio, el Fede, la Rosa, o el empleo de cacho sin preposición: ¡Cacho animal!, ¡cacho besugo!, y en la viva tendencia a reducir algunos nombres, envolviéndolos   —68→   así en un clima de suficiencia y de sabiduría, de gesto apicarado. Ocurre al enunciar ciertos barrios de la ciudad con una complicidad críptica: La Bombi, «La Bombilla»; El Puente, «El Puente de Vallecas»; El Campi, «El Campillo del Mundo Nuevo». El tratamiento señá, «señora», lucha curiosamente, en los últimos años, con la generalización de doña, usado con notorias afectación y facilidad, signo quizá de la más activa intervención de la mujer en la vida pública, o fruto de una moda que ha considerado a señá (el señá de los sainetes) como inelegante o poco digno.

El léxico acusa asimismo aristas de madrileñismo. Un léxico no muy rico, sino restringido, como ocurre por lo general con el vocabulario urbano, matizado aún por un retintín de prosapia teatral, de los sainetes y del género chico, traspasado de gitanismos y de afortunadas creaciones momentáneas, en las que volvemos de nuevo a tropezarnos con el aire meridional. El madrileño típico hablará de sí diciendo menda o mi menda; no dirá pagar, sino que procurará, con el adecuado gesto de ojos y dedos, sustituirlo por retratarse o apoquinar, este último mucho más perentorio que el primero. Considera más expresivo decir guipar que ver, sobre todo si añade la idea de «sorprender, agarrar a alguien en algo». Disimula su burgués terror a la muerte con eufemismos como palmar o diñarla. Para la idea de «huir, escapar, marcharse», guillárselas nos exhibe claramente el origen del hablante. Un madrileño «castizo» designará a su esposa, familiarmente y en ausencia de ella, como la parienta, y cuando se vea obligado a hablar mal de una mujer, por cualquier causa, dirá la prójima. Se expresará con muchos respetos, refiriéndose a una señora a la que cede el asiento en un tranvía, y dirá que lo hace porque está   —69→   muy adelantada («embarazo avanzado»). Y cuando quiera aludir a cierta desenvoltura de procederes, dirá que ella es una chica que azmite. (Ella, a su vez, dirá que él es un hombre de poca lacha.) Si tiene que denegar algo rotundamente, no recurrirá jamás a matices evasivos, sino que dirá simplemente: ¡magras!, lo que provoca el final del diálogo con exacta precisión. No le gusta a este madrileño que le llamen charrán, ni que le den achares, para así evitar ponerse mosca o mosquearse, o, ya con claro influjo de la reiteración de los periódicos, ponerse moscovita.

Sobre este vocabulario, sometido como el de toda gran ciudad a los pesos de diversos estadios culturales, flotan algunas voces aprendidas literariamente, es decir, a través de determinados impresos u oídas en ciertos círculos a los que se imita por su gracia personal o por su ascendiente social. Así ocurre con expresiones como estar apré («sin un céntimo»), hacer el paripé (dar coba, bailar el agua, etcétera), o el randigú («hacer excesivas cortesías»), en las que no es difícil reconocer fórmulas ajenas. De aire gitano -o de magia falazmente andaluza- son palabras como jamar, gachó, jindama, manú, andova. Todas pueden oírse sin esfuerzo en cualquier cola del autobús o en las apreturas del metro. Muy madrileñas son chanchi, chipén, fetén, todas ellas con claros valores elogiosos. (Siempre resulta curiosa esta predilección del madrileño por lo andaluz o sureño en general -llamo así a este andalucismo soterraño y difuso-, junto a la frialdad a veces hostil con se escuchan los rasgos del norte: gallego, asturiano, catalán, etc.)

Frente a las voces que se van olvidando por desaparecer las cosas que designaban, como corambre o frasca (¡la inconfundible frasca de las tascas madrileñas!),   —70→   se emplean cultismos disimulados, que reflejan el ambiente leguleyo de la ciudad burocrática, fruto del centralismo. En bocas nada cultas podemos oír la susodicha («la chica de que estoy hablando»), estar a las resultas («atenerse a las consecuencias»), endosar una paliza, etc. Algo de reminiscencia de los sacros latines tienen los frecuentes de bóbilis bóbilis, hacer algo de ocultis y hasta ser un finolis. En la universal mieditis está la presencia médica de apendicitis, bronquitis y análogas. Este cultismo o semicultismo lo vemos asomar irrestañable en los alegatos grotescos de las pequeñas discusiones callejeras. Alguien dirá de su contrincante que es un majareta; pero ante la reacción, quizá violenta, del aludido, se pasará al otro extremo de las categorías lingüísticas, y le llamará demente. Todo menos un equilibrado y normal loco, no saber lo que dice, está ofuscado, se equivoca, etc. Cualquiera de las innúmeras maneras de hacerlo. El léxico va de extremo a extremo, a bandazos, en oscilaciones marchosas, también de sainete. Idéntico espíritu refleja la expresión ser un potentado, aplicada a quien, sin medio alguno de fortuna, paladea el transitorio goce de una caña de cerveza o de un voluminoso cigarro. En esta dirección hay que colocar el hábito madrileño de designar a los colegas de infortunio económico o social con el nombre de destacados miembros de la aristocracia, la política o las finanzas: ¡Ay, tú, Fulano!, ¡Y que lo digas, Fulano! Y detrás de este «Fulano» léase el nombre de algún personaje conocidísimo (alcaldes, generales, actrices, millonarios, etc.). Ya en los sainetes de fin de siglo se saludaban los desharrapados con un ¿Qué cuentas, Vega Armijo?

Expresiones, frases hechas, esguinces de la charla en los que se reconoce al madrileño como reconocemos   —71→   el timbre de voz de una persona amiga o el gesto familiar de unas manos. Lo menos importante está en esas, generales ya, importarle a uno algo un pimiento, para «despreocuparse», o decir, para censurar hiperbólicamente a una muchacha, que es un pingo, o que se pone demasiados moños; ni en dar el pego por «engañar», ni en el ya totalmente hispánico faltar, por «ofender». Lo verdaderamente representativo está en esas otras que inevitablemente suenan con determinados armónicos, moviéndose en un paisaje que remonta, acezando, los desmontes del río, hacia el aseado centro de la ciudad. Son frasecillas como pongo por caso, «por ejemplo»; por un casual, «por casualidad, a lo mejor»; dar un julepe, «dar una paliza»; ¡naturaca!, «naturalmente»; estar de incónito, «no enterarse de algo, no querer ver a algo o a alguien». Otra característica de meridionalismo en el habla popular madrileña está en la facilidad con que se acuñan nuevas palabras que pueden llegar a ser permanentes. Así ocurrió con las perras, «monedas», o, después, con las leandras o las rubias, «pesetas». Algunas creaciones de éstas desaparecen una vez pasado el aliento que las provocó. Por ejemplo, a la plaza de Bilbao, durante la guerra, se le dio el nombre de El guá, por la frecuencia con que caían en su perímetro los proyectiles. La imagen se extrajo del juego infantil de las canicas o bolas. Cuando se implantaron las nuevas normas de circulación, era una verdadera aventura cruzar la plazuela de Antón Martín. Las multas eran muy frecuentes, y la imaginación popular designó a la plazuela con el nombre de La bien pagá, recordando un cuplé andalucista de moda. De este cariz son las socorridas tener algo en Peña-randa, «empeñada alguna cosa en el Monte de Piedad», o las frecuentes comparaciones con la lata de Cascorro. Si hoy podemos seguir y conocer   —72→   muy bien la existencia de frases como ¡Que tiés madre!, sacada de La verbena de la Paloma, no podemos profetizar qué le espera a ¡La repanocha!, o al tan frecuente ahora ¡Fenómeno!, estupendo remediavagos para la admiración. ¿Quién se acuerda ya de las carabas, las monedas de níquel de veinticinco céntimos?24

Sí, mucho de esto se va perdiendo. Vuelvo a decirlo: la nivelación idiomática de la radio, el cine, la televisión, la lejanía de cierta literatura fomentadora de esos rasgos, etc., lo van relegando a un impreciso regusto de casta, de orgullo local. Por otra parte, el crecimiento de la ciudad, con gentes de todas partes (Madrid, «remolino de España, rompeolas/de las cuarenta y nueve provincias españolas», que decía Antonio Machado), va dejando en el habla madrileña un sedimento peninsular, crisol de miles de variantes, armonizadas por la unidad espiritual de la lengua. En su resultante, el difuso «madrileñismo», algunos rasgos fonéticos se van perpetuando, mientras el léxico Y la sintaxis, ricos, fluyentes, cambiantes, se transforman, dejan nuevos portillos a la creación y a la expresividad, procurando ver con gracejo creciente el ángulo grotesco o cordial de las cosas y los avatares, empeñado el madrileño en mantener viva la universal fama de su simpatía y su desgarro, flaco el bolsillo, anchos el gesto y la acogida. Dada la incalculable irradiación que el prestigio de Madrid ejerce sobre toda la comunidad hispanohablante, nos urge a los madrileños cuidar al máximo de nuestra lengua, incorporándonos todo lo que, cualquiera que fuere su origen regional o local, tenga una evidente calidad artística, expresiva o emocionada, y desligarnos aprisa y decididos de engañosos tipismos. Sólo así el meridiano de la lengua pasará por Madrid.





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ArribaAbajo- III -

La encrucijada de los siglos XIX y XX


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ArribaAbajoReleyendo a Galdós

Una lectura sosegada de Galdós -que vuelve a ocupar un puesto preeminente en nuestras estimaciones literarias- enseña muchas cosas. Empieza por ser una excelente guía de economía literaria: Galdós escribe fluyentemente, sin pararse, en absoluto, a releer ni a pulir. No selecciona -o no selecciona lo suficiente, o como nos gustaría seleccionar a nosotros, por lo menos- y de ahí el caudal fatigoso de muchas de sus páginas, asaetadas de palabras ociosas, de situaciones fácilmente eliminables. Pero termina por ser un inigualable maestro de la observación, cualidad sin la que no es posible el novelista. Galdós ha narrado la realidad circundante y ha sabido sacar de ella lo más representativo y permanente. No ha estudiado ni analizado hechos aislados, sino la reacción de las gentes ante esos hechos, ocasionales o dogmáticos. Y de ahí el colosal desfile de tipos que su novela nos brinda. Sí, Galdós estará siempre en el fondo y el trasfondo de la novela española, con su mirada aguda y limpia. Una mirada de sus ojos penetrantes, profundos, mirada implacable y dotada de una curiosidad sin orillas, sensible cámara donde la vida española de fines del siglo XIX, desordenada y en tumulto, ha quedado estéticamente perfilada, definida.

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Detengámonos hoy sobre una parcela de la obra galdosiana: el Madrid de Fortunata y Jacinta. Madrid crece y se transforma rápidamente, alocadamente. Por desgracia, sin el menor respeto a sus hondas y propias tradiciones. No es Madrid una ciudad sobrada de vestigios monumentales (aunque los tenga, y magníficos), y por eso es tanto más de lamentar su transformación inoportuna y exagerada. Y resulta que, entre el bullicio chillón de lo nuevo, el Madrid de Fortunata y Jacinta es aún muy reconocible. Todavía la cuesta de la calle de Toledo se lanza orillada de soportales desde la Plaza Mayor hacia la Catedral. Tenderetes ambulantes exhiben al sol mañanero su quincalla, joyas falsas, cinturones, puntillas, perfumes, ropas de niño, herramientas, modestos juguetes de madera, bolsos, cestos, churros y ensaimadas, libros usados, quizá alguna mañana, en una revuelta de la acera, se oye el ciego del romance o la adivinadora de ojos vendados, o está silbando, loco y sin pauta, el pajarillo que escoge el porvenir con el pico. Todavía, a lo largo de esa calle, quedan tiendas oscuras, de maderas pintadas, desteñidas, reboticas que van sobreviviéndose, agarrándose a la encrucijada de la Colegiata, de la Concepción Jerónima, de los Estudios, de las Cavas. Aún se ve el trajinar de los cuberos, los esparteros, los talabarteros, afanándose en una tiendecilla olorosa al oficio, a madera agria y curada, a esparto y a cueros, y surgen las posadas de nombre arcaico y modales súbitamente internacionales, una difusa simpatía escoltándolas, comercios, calles y tabernas donde se detiene, azorado, el pueblo rural de la provincia, que llega a Madrid por algo, para algo, ya el cansancio asomando en el gesto, antes de haber iniciado las gestiones. Y todavía la calle Imperial sigue remontando en ese la cuesta de la vieja plazuela de la Leña, coronada   —79→   por la antigua cárcel de Corte, y esconde, remanso, seguro en su alboroto, la Casa del Fiel Contraste, trasera de la Plaza Mayor. Todavía las calles conservan sus nombres viejos y significativos, asombrosa pervivencia en la veleidad municipal: Latoneros, Tintoreros, Cuchilleros, Botoneras, Coloreros, Bordadores, Herradores... Aún el Arco de Cuchilleros taladra el gran caserón de la Plaza Mayor, donde el delfín, Juanito Santa Cruz, vio por primera vez a Fortunata -quien en la escalera se sorbía un huevo crudo-. No hace muchos años eran familiares, por las portezuelas bajas de la Cava de San Miguel, los residuos de aves, los jaulones de pollos y gallinas, las plumas sueltas y volando, el olor de corral y la alarma de cacareos espantados. Con una sonrisa nostálgica leemos aquel trozo donde se nos dice que aquella casa era de lo más alto de Madrid: «No existen en Madrid alturas mayores, y para vencer aquéllas -[siete pisos, quizá como diez o doce de los actuales, lo que no estaba mal para un caserón de mil seiscientos y pico]- era forzoso apechugar con ciento veinte escalones, todos de piedra, como decía Plácido [Estupiñá] con orgullo, no pudiendo ponderar otra cosa de su domicilio»25. En los alrededores de este caserón, la sombra galdosiana disimula con su esmerado recuerdo los desconchados de las fachadas, la tristeza rugosa de los paredones envejecidos: Las Platerías (cuna de Lope de Vega, la antigua puerta de Guadalajara, donde estaba la tienda de tirador de oro, de los Rubín), los soportales de la plaza de Santa Cruz, el vocinglero rincón de la posada del Peine, o de la fuente de Pontejos, y, en especial, la hora tibia, adormilada, de la mañana primaveral, cuando Bárbara Arnáiz cruza el callejón de San Cristóbal, y la calle de Postas, y baja por la travesía del Arenal a la plaza del Celenque para ir a   —80→   misa a San Ginés. Al regreso, los colores de los hábitos, Santa Rita, Nazareno, la Dolorosa, el Carmen, se ordenarían despacio a la puerta de las tiendas de tejidos en la calle de Postas, una dulce niebla levantándose. Y queda todavía el encanto de esos mismos lugares en los días finales del año, cuando los puestecillos de musgo y nacimientos invaden las calles, noche de diciembre arriba, y la ciudad toda, precipitada soledad de Nochebuena, se amontona fugazmente en sus aceras.

El panorama de Madrid en Fortunata y Jacinta despierta muchas sugerencias. No sale de una alta burguesía, de comerciantes adinerados, entre los que se deslizan, alguna que otra vez, personajes de aire aristocrático, pero muy pegadizos, y, en cambio, se detiene morosamente en las gentes humildes, en esas gentes que ya podemos llamar, sin temor a equívocos, barojianas. Se regala con las calles estrechas, empinadas y sinuosas del Madrid que se desploma hacia el río, cuesta del Ave María abajo (donde estaba la farmacia de Samaniego), la Magdalena, los callejones sombríos del Humilladero, Mediodía Grande, la Arganzuela, la Fuentecilla, ese hervidero infatigable donde vive una humanidad apretujada, casi espectral, y, sin embargo, sonriente. Y los desmontes de las Injurias, del paseo de las Acacias, de los bajos de la ribera de Curtidores. Un Madrid que ya va teniendo mucho del que puso en circulación la literatura noventayochista, con su mugre, con su desolación de arrabal hambriento y desheredado. Para que no falte nada en el parangón con La lucha por la vida -o con la azoriniana La voluntad, desangrándose la tarde dorada por las cercanías de los cementerios- también en Fortunata y Jacinta el paisaje de las afueras madrileñas se expone cumplidamente, luminosamente (sintiéndolo, no describiéndolo),   —81→   por ejemplo, las veces que Maximiliano Rubín pasea anónimamente, calle de Santa Engracia arriba, por los alrededores de las Micaelas, donde está encerrada Fortunata. El paisaje ya se oye. Hay un golpeteo de canteros incrustándose en el silencio del campo, y el zumbido insistente de un molinillo para elevar agua. El paisaje vive, se estremece. No es el paisaje apelmazado, de matemática y fórmulas consagradas de los realistas, fotográfico, sino que está lleno de su propia emoción. Estas páginas galdosianas sobre un Madrid que ya era fondo lejano al acercarse a los andurriales de Chamberí, anuncian cálidamente mucho de lo que será la novela española del siglo XX. La pincelada de los montes, azules y blancos -«la vista de la sierra lejana suspendía su atención y le encantaba un momento con aquellos brochazos de azul intensísimo y sus toques de nieve»26-, la compañía de los merenderos ruinosos, de los barrancos, de las escombreras, de los árboles canijos creciendo sobre letreros industriales de manchado yeso, pregonan ya las descripciones de La busca. Incluso la indecisión del personaje, esclavo de su lógica especialísima, apartándose de los caminos auténticos -«se echaba afuera, metiéndose otra vez por el campo»27-, empieza a presagiar el ritmo vital de la novela posterior, novela como la vida, novela que se ha de ir haciendo como saliere, sin previo orden ni reglamento, sino así, al vivir, fluyendo, mansamente unas veces, torrencialmente otras.

En un Madrid que se movía aún en el cogollo de la ciudad de los Austrias, entre la plaza de Santa Cruz y el Palacio Real, entre la Fuentecilla, las Descalzas Reales y la iglesia de San Sebastián (la iglesia donde Nina, la heroína de Misericordia, va a pedir limosna para alimentar a su señora, como una reencarnación del Lazarillo y del hidalgo), colocó Galdós   —82→   lo mejor de sus novelas madrileñas, especialmente Fortunata y Jacinta. Son sintomáticos los intentos de vida nueva de los personajes que se lanzan hacia el ensanche, también nuevo, del Norte, discretamente joven entonces: calle de Fuencarral arriba, Pelayo, las Micaelas. Así, todo el Madrid de su tiempo es galdosiano, por obra y gracia de su mirar penetrante, detenido, adivinador. La villa se va desnudando de sus anquilosados rasgos -«Madrid... era un payo con casaca de gentilhombre y la camisa desgarrada y sucia»28- para hacerse otro, pero perpetuando en incomparable criatura literaria uno de los momentos más importantes de su historia: el del tránsito del lugarón sucio y maloliente a la gran ciudad. También el cambio está cuidadosamente perseguido por Galdós, al estudiar la evolución del comercio de paños en las familias Arnáiz y Santa Cruz. No faltan alusiones a la crisis social y económica de la industrialización europea, ni a la llegada de las primeras máquinas textiles a España, ni el trastorno que en la rutina secular produjeron los ferrocarriles, etc. Pero prefiere, con su acertada visión del acaecer, engarzar todas estas noticias con los recuerdos de los personajes, recuerdos que van desde los de Estupiñá, que ha visto -«como le estoy viendo a usted»29- a José Primero, a O'Donnell, a Canterac, hasta los de Isabel Cordero, madre de Jacinta, quien tuvo uno de sus muchos hijos «el mismo día que se inauguró la traída de aguas», y otro nació cuando la tropa carlista llegó hasta las tapias de Madrid, y un tercero vino al mundo el mismo día en que el cura Merino apuñaló a la reina30.

Madrid, «remolino de España, rompeolas / de las cuarenta y nueve provincias españolas», todo el Madrid del siglo XIX es el gran personaje de Galdós. Nadie como él, en nuestra literatura, ha sabido mirarle   —83→   con tan amplia y generosa vigilia, y, después de entendido, trasmitírnoslo. A la gran ciudad de ficción, creada capital del Imperio por Felipe II, le faltaba una dimensión literaria de universal valía: esa es la que logra con la novela galdosiana, sereno bucear en sus raíces más hondas y angustioso desvivirse en su penar cotidiano. Leamos y releamos a Galdós con clara voluntad de entendimiento, a Benito Pérez Galdós, gran maestro de la vida misma.



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ArribaAbajoUn rescoldo galdosiano

En Madrid, como en todas las grandes ciudades, esas ciudades que, víctimas de su propia desmesura, se hacen y deshacen constantemente, se pueden entrever las huellas de diversos estilos vitales, arruinados en el fluir del tiempo. Hay un Madrid morisco, el de las torres antiguas y airosas sobre plazuelas llenas de niños y callejero enrevesado y tortuoso. Es el Madrid de la Morería, de los alrededores del Palacio Real, el Madrid de los viejos nombres sugerentes y las grandes espaldas de conventos. Queda el Madrid del centro, la ciudad que fue el ensanche de los Austrias, oprimida, cada vez más oprimida, entre el Prado y Recoletos por un lado y el viejo camino de la muralla por el otro. Ciudad que hizo grandes calles de los caminos que de ella salían: calle de Toledo, de Segovia, de Hortaleza, de Fuencarral, de Alcalá. La ciudad de Lope de Vega, de Tirso de Molina, de Rojas Zorrilla y de Quevedo, de Cervantes y de Calderón. Calles largas, estrechas, empinadas, bulliciosas, donde todavía se debate la ciudad de hoy, ahogada en ruidos y en humos, ese innumerable clamor de tiendas, cines, cafeterías, que transforman, sañudamente casi, lo viejo soterrado. Ciudad cambiante en la superficie, y, tan hondamente ceñida a su ayer, que aún resiste a retazos la vieja   —86→   nomenclatura (Cuchilleros, Cedaceros, Latoneros, Tintoreros, Botoneras, Curtidores), donde aún se aúpa un estallido de silencio en el inesperado compás de un monasterio, en el relámpago de una noble fachada o de un oratorio diminuto. Y queda el Madrid del siglo XVIII, superpuesto, un aliento que intentó poner orden, majestuoso orden, sobre el caos del siglo XVII, cuando el lugarcillo morisco se encaramó a ciudad de primer orden. Ese Madrid del XVIII casi no se ve hoy, hoy que la prisa no permite mirar su geometría y hace que pasemos por él alocadamente, por el único Madrid por donde se puede ir aprisa, el Madrid de severas fuentes y grandes avenidas sombreadas. Y hay, claro está, los sucesivos, el del XIX (un atroz garaje de dos inacabables filas paralelas), y el del XX, jovenzuelo aún, abrumador, presuntuoso, rascacielito va, rascacielito viene.

Por todos ellos el rastro del vivir va notándose, se va actualizando su fisonomía. Pero van quedando, rezagados, escondidos entre el tráfago de la circulación, algunos rinconcillos de vívido arcaísmo, conmovedores en su dejadez callada, ajenos a todo, rincones acariciados de una aseadita vejez. No es ya, naturalmente, la ciudad morisca, saturada de nuevos paradores, mesones, albergues, donde el turista medio escandaliza y exhibe, complacido, su natural ingenuidad, ni tampoco en los barrios céntricos, donde la renovación o las concienzudas restauraciones hacen todo vigente y sangrante. No. Es en cuatro, cinco calles escondidas, olvidadas, ceñidas por un cinturón de autobuses veloces. Calles de Pelayo, de Belén, de Regueros, San Lucas y Santo Tomé, calle de Válgame Dios, alrededores de las Góngoras y de los Escolapios de San Antón. Calles estrechas, una cinta de cielo en lo alto, balcones anónimos, ropas a secar, tiestos olorosos, la jaula de un pájaro alborotador.   —87→   Gozo de la tarde madura por esas callecitas silenciosas, vagamente entristecidas. Se van sucediendo las tiendas modestitas, recoletas, puertas de hojas con cuarterones, mal pintadas, un olor mana de su oscura rebotica, droguerías, farmacias humildes con un artilugio sonoro en el dintel para avisar la llegada de los parroquianos, esparterías. Prodigio del hombre que al borde de la acera hace persianas verdes, susurrantes al plegarse, arrollándolas con parsimonia, acariciándolas. De vez en cuando se levanta de su silla de enea -está cojo-, recoge mimosamente sus muletas, penetra en el interior de su tienda y rebusca entre los instrumentos del trabajo -las cuerdas, las pinzas, la lezna, los botes de pintura, los rollos encerados-, coge algo, regresa de nuevo a su quehacer, canturreando. Y enfrente, diálogo en voz alta, está el que hace cestos de esparto y escobas, la pleita apoyada con el pie en el umbral, vueltas y vueltas, y charlan animadamente de la última corrida, y quizá son rivales en su estimación por un equipo de fútbol y piensan en ir juntos luego a tomar un chato, para matar el gusanillo y Dios dirá, luego, cuando se cierre el comercio, esta esclavitud del comercio, Señor... Y un bordillo pesaroso les asalta al recordar las tiendas desaparecidas, el cliente que se mudó de barrio y no ha vuelto nunca por allí, el niño que no pudo con su delgadez encima y se murió ya a fines del invierno, el niño que les traía fritos con el tirador, la pelota, los petardos. Y hay horchaterías con deje valenciano en el letrero, La setabense, El Grao, La mejor de La Plana, donde se venden helados en todo tiempo, ese contrasentido violento de la nevera americana donde se guardan los napolitanos, al lado de la heladora mecánica de corcho y zinc, helados a mano, el hielo menudo rebosando por los bordes, mientras   —88→   los vecinos saludan al Chés e ignoran su nombre, la horchatería donde muchas tardes acuden señoras de otros barrios a sentarse un rato, gorguerilla negra al cuello, gran bolso deslucido, innumerables preocupaciones a hombros, que si los presupuestos, el encarecimiento, las rebajas en los grandes almacenes, las estridencias de la moda. Y de vez en cuando aparece una tienda de antigüedades, muy pulcra y brillante, revoltijo de muebles rancios y lustrosos, de piezas de armaduras bien pulidas, cornucopias, tejidos viejos, un cuadro ya indescifrable por lo renegrido, santos mutilados, un retablito tosco y tocado de gracia escondido detrás de una pila de libros... En la puerta, el cartel, escrito a mano, bailotea con la brisa cobarde: «Se compran toda clase de objetos. Pagamos bien». Una música chillona sale por una ventana abierta, música de película americana, gesticulante. En la quietud de la calle, nadie hace caso de ese estrépito. El portero, un antiguo jubilado, fuma calladamente su pipa, mira de reojo a la ventana algunas veces, o da grandes chupadas al tabaco. Pasa un motocarro escoltado de ladridos de un perro, se oye un lejano campaneo indeciso, apocado. Una muchacha joven sale ruidosamente a un balcón lleno de sol, se estira, canta, se queda quieta, los ojos cerrados, frente al sol, entusiásticamente entregada a almacenar salud. Una travesía: súbita invasión de los ruidos de la calle paralela, atestada de coches, autobuses, motocicletas, alguna sirena. Otra vez el silencio, acera adelante. El amplio escaparate de un herbolario. Entran y salen mujercitas temblorosas, enlutadas, algunas con mantón y pañuelo de pico a la cabeza, y hombres con aire rural, la pana resudada y brillante. Reclamo venturoso de las plantas olorosas, poleo, yerbabuena, salvia, yerbaluisa, salicaria, ruda, menta, manzanilla, cantueso.   —89→   Una ordenada procesión de milagros contra todos los males escondidos, contra la tristeza, los hechizos y el mal de ojo, y contra las hernias infantiles. Y aparece el taller de un escultor religioso, militarmente formados los Sagrados Corazones aún sin pintar, fríos, despoblados, apenas visible la llama del pecho, acariciados los pliegues de los mantos con una leve despreocupación, todos tan igualitos, tan sosos desde su blancura. Y una cacharrería, apilada la loza brillante, los botijos, las fuentes y tazones, y las vasijas de aire popular, imitación de un ramo de flores, de frutas opulentas o de animales caseros, la hucha que es un cerdo, un gato, un gallo, mil colorines, ese olor indefinible de los nombres que ya se nos habían olvidado, Asperón en el reclamo deslucido, lejías, estropajos, sosa cáustica, líquidos para limpiar picaportes y cerraduras, una arqueología repentinamente despierta que nos trae a los labios el sabor de años infantiles con recortables de cartulina, aleluyas y sobres sorpresa con escenas de la batalla de Verdún, o pliegos de cordel con romances de crímenes y hechos heroicos. Y nos escurrimos silenciosos al abrigo del muro de un convento, susurro de un órgano, un cimbalillo que suena entrecortado y devotas que salen y entran de la iglesia, inevitable luto, rosario en la mano y suspiro en la boca, Ay Dios mío, y se alejan despacito y renqueando, todas viejas, todas lentas, arruinadas, todas aún con un brillo suavísimo en los ojos, una caricia adormecida en las manos temblonas. Rescoldo galdosiano de fontaneros, paragüeros, ebanistas, horticultores, vaquerías, modestas casas de huéspedes, herbolarios, talabarterías, anticuarios, quizá en esa casa de aire deslucido vive algún prestamista. Una multitud ya arrinconada, ahí, al margen de la vida. Una polvorienta desazón nos acosa ante una casa medio hundida,   —90→   vacía, donde aún se pueden leer los carteles de lo que fue tienda de su planta baja: Chocolates a brazo. Y en el hueco apuntalado del portal, apedreada por los chicos de los atardeceres, queda todavía legible una porcelana: «Angustias Martín. Sombrerera». Un trozo de siglo XIX, prodigiosa decoración a Fortunata y Jacinta, a La de Bringas, un Episodio Nacional no escrito todavía, pero palpitante, deshaciéndose sin lamento y sin pena en nuestras manos. Al llegar a la calle extrema, turbulenta, cafeterías, anuncios, un almacén de aparatos eléctricos, neveras, calentadores, aspiradoras, pregona su exagerada petulancia brillante y nos hace repetir el paseo a esa porción de ciudad detenida, donde aún suenan campanas, y la siesta se deja taladrar de voces juveniles y alegres, definitivamente sonreídas.



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ArribaAbajoEl género chico levanta la cabeza

Desde hace algunos años atraviesa por la sensibilidad colectiva española un escalofrío de fáciles añoranzas: el reinado de Alfonso XII, con su secuela de romance infantil y lirismo seudorromántico; la exhumación del cuplé; la historia acumulada de los venerables teatros, representada fugazmente en las dos horas reglamentarias del espectáculo, etc. Se puede ver en todo este retorno al anteayer una mirada de nostalgia, de regreso a una época más feliz y pausada, hecho con tonos de elegía (y a veces con sus ribetes de negocio), tonos que van desde el elogio del liberalismo (en algún ensayo de Gregorio Marañón, por ejemplo) hasta la literatura ocasional y llana con motivo de la muerte de Raquel Meller. Es una España que se marcha irremediablemente, viva aún en la mente detenida de los más viejos, y ya espectral en los que la hemos visto a través del gesto admirado de nuestros padres y nuestros abuelos. Rendida ojeada hacia el pasado, que, por el hecho de estar lejos, se ve más risueño que el presente perentorio, pero, escapada, al fin y al cabo, inoperante, fugaz entrega a la melancolía, evasión más o menos valiosa ante la inaplazable exigencia del hoy, preñado de mañanas.

Dentro del desentierro mental de un tiempo no   —92→   muy lejano, está la empresa de la editorial Taurus, llevada a cabo por Antonio Valencia31, de recoger en un volumen las obras más significativas del género chico. Apretados, en haz fascinante, se nos ofrecen ahora los títulos más representados, los que quizá cantamos insensiblemente, aquellos de los que sin poner atención concreta conocemos algún personaje. Musiquillas relegadas a una sintonía en la radio, a un aire verbenero, es decir, ambiente casi arqueológico. Con este libro en la mano vemos reunida, abrigada por los títulos tantas veces entrevistos en carteleras y conversaciones, la pequeña historia de arrabal o de casa de vecinos donde nacieron las frasecillas que han pasado a la lengua general: el ¡Julián, que tiés madre!, de La verbena de la Paloma; el canto de los ratas en La Gran Vía (una Gran Vía que no es la actual), las jotas de Gigantes y cabezudos, los pregones de Agua, azucarillos y aguardiente... Tantas y tantas situaciones aún vivas en el trasfondo de una multitud que, incluso sin ser madrileña, gusta de exagerar el localismo de la capital, ese localismo que, por fortuna, desaparece aprisa, abatido por nuevas exigencias y diversos estímulos.

Todo el Madrid de la Restauración y la Regencia se entrevé en esta literatura de tono menor y plebeyo. El lugarón creciente, que lucha por imponer normas cortesanas a una masa rústica, acumulada en la urgencia de la gran ciudad. La más usual opinión sobre esta literatura habla de crítica. No, no creo que sea crítica lo que llevan dentro. En el fondo, todo el mundo que allí se agita estaba contento. El signo de la época era la conformidad o la fatiga. El tabernero se sabe tabernero y bautizador de sus vinos, y el pobretón que bebe para matar el gusanillo sabe que ese vino está aguado, se conforma y se lo bebe, ayudándose de una habanera o de un chotis picarón. La   —93→   criada y la señora saben que, en sus discusiones, todo es palabrería sin consecuencias; don Hilarión es inofensivo ante la coquetería ingenua de la Casta y la Susana, y la marcha de Cádiz no podía engañar a nadie en materia de heroísmos. No, no conviene exagerar esa parcela del vivir nacional, cuyo signo fue de corto aliento. Impulso claramente aldeano, del que los hombres del 98 supieron desprenderse enérgicamente. Esto no quiere decir que ahora hayamos de despreciarle. Tenemos la adecuada distancia y la paz de espíritu suficiente para ponerle en su exacto lugar, con sus virtudes y sus defectos. Hecho en una circunstancia, se impone el conocerle y mirarle con hondura y voluntad de entendimiento, reconocer lo que tiene de flor de historia y aprender su lección para aprovecharla, pero no debemos considerar sus frutos como una excelsa representación de la vida española, desmesura a que puede conducir la nostalgia cariñosa. Es, sí, representación de un gran sector de la vida colectiva, si se quiere hasta de la mayoría, pero no es una creación que se eleve sobre la particular anécdota a calidades de poética trascendencia, sino que juega falazmente con las debilidades y los caprichos de la mayoría, muy poco exigente por lo general.

Fueron muchos los años del dominio del género chico (1880-1898) en los escenarios. Su vigencia se prolonga durante los primeros veinte años de este siglo. (Como a otras muchas cosas, la primera Gran Guerra, liquidación general, le dio el golpe de muerte al despertar nueva problemática.) Son, reconozcámoslo, muchos años de vigencia: el paso de varias generaciones. Por lo menos, tres, tres generaciones, especialmente madrileñas o madrileño-pegadizas (lo que no mejora el término), que se acostumbraron a sobrevalorar el papel de «habitante de la capital», a   —94→   considerarse superiores. Meta que se perseguía no exaltando las virtudes del madrileño, sino destacando los desaciertos del provinciano. De ahí esa nutrida procesión de gallegos, asturianos, catalanes, aragoneses, isidros, que salen entre los no muy acicalados versos, para hacer reír al auditorio a base de estúpidos prejuicios. Lugareños de todas partes lucen su asombro y su torpeza ante las maravillas de un Madrid que, digámoslo aprisa, no era tan maravilloso. La gracia personal se aumenta y se prestigia y se convierte en noble mercadería, colocándola en una pendiente que conduce a la chocarrería y al desafuero. La majeza y la simpatía humana se acoplan demasiado cerca. El influjo de esta falsedad ha sido tal, que aún se encuentran, si bien esporádicamente, manifestaciones de ella. La más importante, quizá, ese falso madrileñismo del hablar. Adelantemos que tal habla, tan reconocida como madrileña, no es otra cosa que avulgaramiento meditado, por lo que no puede ser considerada jamás como norma. Los escritores del género chico cargaron la mano sobre la deformación saineteril, los giros locales, la prevaricación idiomática, etc., manifestaciones muy apartadas del ideal artístico de la lengua. Y esas son las que todavía se reconocen cuando el género chico asoma por cualquier parte.

Ha sido un gran acierto reunir estos textos. La recolección ha sido dificultosa, ya que tampoco hay rigor en la publicación contemporánea. Dada su gran boga, y entre medios iletrados, corrían el riesgo de una permanente reelaboración. Al tenerlos juntos, con el máximo de fidelidad editorial exigible, vemos claras las huellas de un habla que, a fuerza de querer imitar lo popular, llegó a ser imitada en los medios populares, gentes que se sentían oscuramente elogiadas detrás de aquellos conflictos. El género   —95→   chico y la multitud que lo aplaudía hicieron, desde otro ángulo, el doble juego de la tradición y el poeta popularista: tal Lope de Vega y su público, o García Lorca y el suyo, ese público que canta canciones lorquianas sin saberlo. También el pueblo madrileño hablaba en sainete sin saber lo que hacía. En este sentido, el género chico supuso una estructura lingüística importante, que ha de ser tenida en cuenta y valorada en el capítulo oportuno de nuestra historia literaria. Pero, insisto, ya historia, ya puesto allí, quietecito entre las ordenadas galerías de la memoria, conscientes de su fundamental limitación. Aprenderemos, leyendo sus frágiles maquinaciones dramáticas (salvando las naturales distancias, el género chico equivale al cine comercial de hoy), aprenderemos, repito, la enorme nivelación idiomática que se ha verificado en estos años del siglo. A principios del 900, en oposición al engolamiento académico y vacuo de los medios cultivados, la mayoría de la población aún empleaba voces típicas de la lengua clásica, hoy olvidadas o relegadas al arcaísmo (mochacho, parola, «palabrería, charloteo», patas, «estar empatados, tener igual resultado en un juego»); estaba llena de vulgarismos que ya lo eran en el tiempo de Lope y de Cervantes, y ya dejaba asomar esos grotescos cultismos con que se pulía el habla de la capital: de ocultis, de vobilis vobilis, etc. La lengua ha corrido mucho desde entonces, y el aliento de superación ha dado frutos admirables.

Otra de las necesarias lecciones a deducir del género chico es la situación literaria. Leyéndolo ahora, lejos de su acompañamiento musical y cantable, vemos la hondura de una revolución como la que lleva a cabo Rubén Darío32. Palpamos en carne viva cuál era la chatura de que él se declaraba enemigo, y se nos agiganta increíblemente el esfuerzo de policía   —96→   idiomática que supone, en 1902, un libro como Soledades, de Antonio Machado. Sobre un clima de vulgaridad en prosa o en verso coloquiales, voluntariamente relegados al eco de un patio de vecindad en el madrileño arrabal en cuesta, se deja oír la voz de Unamuno. 1895 es la fecha de En torno al casticismo; un año antes, 1894, había nacido La verbena de la Paloma, cumbre del ademán artístico del género chico. Todo este teatro efusivo es la engañifa amable de una sociedad que había visto en crisis los valores hasta entonces aristocráticos y pretendía alimentarse con las virtudes domésticas, cotidianas, nobles, sí, qué duda cabe, pero caseras y nada trascendentes. Conocer bien el género chico es tarea previa para distinguir el desperezo de la literatura española del siglo XX, otro verdadero Siglo de Oro. Entre tanto, devolvamos el género chico a su música, a la voz de Chueca, de Chapí, de Bretón, de Fernández Caballero, y dejémosle feliz en su hueco de fin de siglo, oloroso a pacholí, crujiente de tontillos de raso y amplios mantones alfombrados, con su orla de penurias cacareadas a los cuatro vientos, sin un gesto auténtico para remediarlas. Verbena y aguaducho, prestamistas y chulapos, serenos nocturnos y viejos verdes, mozas de trapío y guardias bonachones, todos juntos, con música y sin ella, nos producen hoy el efecto de una vieja fotografía, deslucidamente inmóvil, una insidiosa pena orillando su intocable valor de documento.



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ArribaAbajoSolana pintor, Solana escritor

No es frecuente encontrarse en la cotidiana charla literaria con la figura de José Gutiérrez Solana, el ilustre pintor muerto en 1945. La fuerte personalidad de su pintura y su copiosa manifestación han dejado aparte su producción escrita, conocida solamente de sus contemporáneos y amigos y de un reducido círculo de leales. Esta obra no muy extensa (media docena de libros), publicada de 1913 a 1926, comenzó a ser exhumada con el inevitable recuento elegíaca vista atrás, que se produjo a la muerte de Solana. Poco tiempo después mereció los honores de ser estudiada por Camilo José Cela, quien le dedicó su Discurso de entrada en la Real Academia Española33. Desaparecidos totalmente del mercado los primeros ejemplares, la editorial madrileña Taurus, en un loable esfuerzo, nos da ahora, reunidos en un solo volumen, todos los escritos del pintor. Esta circunstancia vuelve a poner sobre nuestra mesa y entre los afanes diarios la voz, definitivamente acallada, del extraordinario observador que fue José Gutiérrez Solana y nos permite oírla desde un nuevo ángulo con ecos distintos.

Lo primero que salta a la vista de hoy es su aire asediante, circular. Solana da vueltas y vueltas en torno a la vida ordinaria y no entra en ella apenas.   —100→   Se queda siempre en la periferia, en un paisaje de suburbio, de arrabal sucio y desgreñado. Y esto, lo mismo cuando se ocupa de Madrid -su gran tema- que cuando pasea en fugaces excursiones por los pueblos o los campos. De ahí su grande, su genial superchería: una realidad que no es la realidad misma, ni siquiera una parte de la realidad en su sentido más cercano. Se detiene en ciertas aristas de la realidad, empeñosamente destacadas, puestas en evidente exaltación ante nosotros. ¿Caricatura? No, tampoco. Ni caricatura ni esperpento, ya que todo lo que Solana nos dice se queda inmóvil, paralítico -pintado, para entendernos- desde el instante mismo en que lo escribe. Los personajes no fluyen, no se transforman, no viven. Por mucho que gesticulen y lancen berridos frenéticos, se están quietos, asesinándose. De ahí el enorme valor que alcanzan en su pintura los numerosos desfiles de esqueletos, maniquíes y figuras de cera, esa desazonante carnavalada de gente que se empeña en vivir de espaldas a una autenticidad, disimulándose, disfrazándose, haciendo más angustiada y doliente la eterna sensación de vacío que la rodea. Todo -pintura, letras- es la corteza, con su vigor y su frescura plásticas, pero camino del ajamiento, dispuestas a rellenar sus huecos con polvo de días, anuncio de la ceniza total.

La literatura de Solana se me antoja ahora, al releerla después de muchos años, como el envés del 98. Todo, en uno y otros, es pueblo. «Chapuzarse de pueblo...», pregonaba Unamuno en los últimos años del siglo XIX. Y al pueblo volvieron las mentes alerta de la época, y aún se sigue mirando ese pueblo, la verdad de la intrahistoria, por muy diversos caminos. Pueblo en Baroja, en Azorín, en las Comedias bárbaras de Valle-Inclán. Pueblo creador en el trasfondo de la tradición lírica o épica, tan admirablemente estudiada   —101→   por Menéndez Pidal. Y pueblo, más pueblo en la literatura de Solana. Admira ahora ver la fuerte cohesión de esa época histórica, la filigrana común vital sobre la que se ha ensamblado -y sigue descansando- la realidad espiritual española de hoy. Una comunidad básica de principios, de estimaciones, sostenedora, como es natural, de muy diversas decisiones o estilos de vida y de arte. A esto quería aludir al presentar a Solana como el envés del 98. Todo es pueblo en uno y otros, repito, pero, ¡qué diferente interpretación! No busquemos en Solana hidalgos de mirar enjuto, ahilados, nobles, con sus casonas alhajadas de viejos muebles y brillantes cuadros; nada de herencias literarias o religiosas, nada de nombres evocadores o plásticos, ni de viejos oficios, ni las arcaicas ciudades decrépitas, con un halo de campanas. No, nada de eso. Más bien, la burda capa de miseria, de trampa y roñosería que se arrastra al margen del vivir esperanzado. Frente a los viejecitos simpáticos, pulcros, que hablan despaciosamente, resignadamente, o los labriegos de estoica mirada, nos encontramos aquí con una plebe tosca, desgreñada, atiborrada de pústulas y lacras, que grita, gesticula y blasfema y lanza sobre el papel la entonación típica del arrabal, de la cueva o del tugurio donde habita, entre desperdicios e inmundicias. Frente a las evocaciones literarias o religiosas, la pincelada de lo que hasta ese momento ha sido iliterario: el matadero, las pudrideces de los camposantos, las posadas sucias e incómodas, la ignorancia agresiva, los nombres de guerra, del hampa o del barrio. Al otro polo de los viejos gremios, perailes, cardadores, chicarreros, regatones, anacalos, percoceros, Solana nos habla de traperos, de los chulos de figón y aguaducho, de las mujeres monstruosas de las ferias, los charlatanes, borrachos, ladronzuelos,   —102→   torerillos maletas, rameras, matones, toda la nutrida gama de los embaucadores y tramposos. Nada en sus libros nos recuerda las ciudades diminutas de Castilla -y eso que Solana se detiene más de una vez sobre el paisaje castellano y destaca su austeridad y desolación-, donde una gloria de campanas monacales hace el aire más tierno y la vida más lenta. No, en esa ciudad no se ve más que el pecado fácil, nauseabundo, la porquería, la sordidez, las costras de los años y la estulticia. La vieja ciudad noventayochista, entre libresca y soñada, llena de cultos prelados y de hidalgos conquistadores, es aquí el ejido extramuros, con barracas de feria, donde la engañifa y la hipocresía andan de la mano. Es un mundo que atenaza a la ciudad aseada y pulida, invadiéndola, disimuladamente, por las cuestas del río, el Rastro o la Arganzuela arriba, o acercándose a las plazas de toros a chillotear su cólera anónima, o se para, despectivo, en las esquinas, para escuchar al ciego de los romances o contemplar el cartelón del crimen, o acompañar el cuplé de moda. Boquiabierto ante el sacamuelas, el vendedor de destinos que se ayuda con pájaros amaestrados, ese mundo mal vestido y desamparado se acerca, ungido de milagro, al corro donde está, centrada y extática, la adivinadora de ojos vendados. Y al lado, y rodeándola, el ir y venir de las gentes y las cosas, emperejiladas, ocultándose en ropas y afeites el ajamiento de sus almas estériles, participación en un carnaval llevadero, oficialmente tolerado y mantenido: el desvivirse de cada día.

El comparar dos trozos afines nos destacará este haz y envés de la circunstancia española. Por ejemplo, recordemos la tarde en que Azorín, en La voluntad, pasea por el camino del cementerio madrileño, y recordemos la tarde en que Solana hace un   —103→   recorrido análogo. (Madrid callejero, Un domingo en las Ventas.) Para Azorín, la belleza melancólica de la tarde larga, dorada, pensativa, lo es todo. Pasan y vuelven a pasar los coches fúnebres, y el contraste se le agolpa en la garganta, mientras los ojos descansan en la línea azul de los montes lejanos. En Solana la mirada se detiene muy a ras del suelo. Los merenderos malolientes, la gente ahíta de vino y de lujuria, el espectáculo mohoso de una plebe que se agarra, frenética, a la vida. Eso es lo que en último término nos queda en claro. Ni una sola meditación, ni una sola efusión al margen, sino el apunte, el esquema. Otra vez la literatura pintada. Incluso en esos sutiles, avergonzados casi, desperezos de ternura, el color y la deformidad chillones se destacan violentos. Así acontece con esa súbita escapada al futuro ausente, cuando Solana, al contemplar, mirándolos, a los azacaneados dependientes de un confuso comercio de comestibles, adivina que «pronto, por el frío, se les llenarán las orejas, las manos y los dedos de sabañones como unas morcillas».

Pero, y vuelvo a la premisa de que antes partí, todo esto es también España. Es parte de la presencia española, puesta en evidencia. Nada más lejos de la fotografía, e incluso del mero descripcionismo. Es una España, sin serlo. Como no es una mujer la mujer-araña de la barraca, ni es un pie el pie de la pobre basurera, pie con elefantiasis, más grande que la cadera, colocado, grotescamente, encima de un cajón, para que no veamos otra cosa. Pero de todas estas minucias está hecha la realidad global y entera. Solana se complacía en ellas y nos las va enseñando, con un gesto repetido, infatigable a lo largo de sus páginas, detrás del que suena y resuena solamente una invitación: «Mira, mirad, etc.» Es decir, otra vez su idioma de pintor, de hombre que vive   —104→   con los ojos. Las anotaciones de tipo ambiental, que son frecuentes en sus textos, las recordamos de inmediato en alguno de sus cuadros: la capea desangrándose, la res abierta en canal en el desolladero; los esqueletos medio desvencijados de los pudrideros; la gente apiñada en monumental danza de la muerte; la seriedad de unos cuantos homúnculos, muñecos muy colocaditos en la penumbra de una rebotica; etc., etc. Y, encima, un cielo anubarrado, de grandes sombras macizas, trágico, forzoso techo al gran ruedo de la vida española. Sí, todo en el estilo de Solana está pendiente de un «lo veo, es así», como en el cuadro. Y no se hace más, no se pretende hacer más. El resto, interpretación o acomodación o exégesis, son cosas del lector.

Sería muy fácil caer en las «constantes» y pensar en Valdés Leal, en la España negra y sus temas literarios, e incluso en Quevedo. Naturalmente, sin la caricaturización, sin el proceso intelectual preciso para darle una dimensión universal. Valdés Leal se nos presenta en la memoria cuando Solana ve las carroñas en el cementerio de Colmenar Viejo, bullente gusanera. Literariamente, ya desde el Arcipreste podríamos encontrar remotos vínculos, y, hoy, le vemos como el camino que lleva al apunte carpetovetónico de Camilo José Cela. (Sin la amarga ternura, sin la pasión del ridículo que tienen los escritos de este último.) Pero, repitamos: Solana es, ante todo, pintor. Ha sido un gran acierto reeditar a Solana para que, ya perdido mucho de lo que él vio, podamos volver a actualizarlo. En realidad, leyendo a Solana, nos parece que sus cuadros adquieren algo semejante a una banda sonora que los dotara de pasajera y eficaz palpitación.

Después de todo esto, no puede extrañar a nadie su estilo, tan brusco y directo, ni su vocabulario, sin   —105→   selección alguna, ni su construcción de las frases, coloquial siempre e ilógica. Son trazos que se superponen, se enmiendan o se complementan, como las líneas de un boceto. Una blasfemia es elemento fundamental de un paisaje, como la nube sobre el pueblo en fiestas o como la brisa que, al ahuecar el capote, entorpece la faena brillante. Detrás de este escueto narrar, asoma en ocasiones la auténtica emoción, el eco estremecido de la condición humana del escritor. Destacarla, nos llevaría muy lejos. (Pero reconozcamos que es atrayente en extremo: el niño que llevan a enterrar sin ataúd, en Lagartera, o el anciano buhonero de Tembleque.) No vale la pena. En fin de cuentas, tendríamos que refugiarnos en el Solana que habla por cuenta propia, asombrado ante el mecánico desfile de la vida. (Digamos que cuando pretende hacer «literatura», lo que ocurre pocas veces, sus líneas desmerecen y caen en lugares comunes: por ejemplo, sus ensueños en el castillo de la Mota, en Medina del Campo, con condenados y guerreros andantes, o sus reiterados bosquejos de la vida monacal.) Sí, lo propio de Solana es lo directo, sin rodeos ni esguinces, aprisionando las cosas implacablemente, con trazos valientes, decididos, entre los que se insinúan delicados perfiles. Es un gran acierto, repito, haber reeditado a Solana, y tenerle aquí, al lado, otra vez en carne viva su exigencia de verdad y de conocimiento34.