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El mediador

Marcelo Cohen

La familia de personajes de ficción que se despegan del suelo es surtida y temperamental. Podemos elegir entre el estilita Simón de Luis Buñuel, que al modo español se pudre de aguantar a Dios, el Barón Rampante de Italo Calvino, que como buen italiano se apoya en un arrebato para hacer obras mayúsculas, o los levitadores melancólicos de las películas de Tarkovski; todos son gente de carácter. Pero también está la adusta rama de los jinetes, que en la América de las llanuras a veces se quedan pegados a la silla como para siempre, y si bajan es solamente para cumplir sentencia. Me acuerdo de Paul Munny, por ejemplo, el héroe estropeado Los imperdonables. Uno de los tres o cuatro regalos que le valdrán a Clint Eastwood la gratitud del cinéfilo es la invención de ese cowboy solemne, ceñudo y cainita que por dormir al raso como los buenos cowboys recibe un chaparrón y se resfría. Como quizá se recuerde, Munny, ex borrachín pendenciero y matador tramposo, fue convertido a granjero decente por una mujer amorosa que después lo dejó viudo. Munny cría cerdos y expía solitariamentre sus pecados, hasta que un día un amigo negro y un joven pistolero miope le cuentan que en el pueblo de Big Whiskey un peón deformó a navaja la cara de una prostituta, que las amigas de la muchacha ofrecen recompensa por vengarla, pero en el pueblo manda un sheriff cínico y traicionero que decide qué es el orden y a quién favorece. Si bien Munny no tiene la menor gana de reincidir, si bien está viejo y le duelen huesos, hay justicia que hacer, dinero útil para su granja en juego y un amigo con el que cabalgar otra vez; de modo que monta; y el despegue romántico de la tierra no impide que se agarre una pulmonía, ni la pulmonía le impide ejercer la justicia vengadora, incluso sin falsas limpiezas. Pero a estas alturas Munny ya está tanto más allá del satanismo como de la buena conciencia; ha purgado sus faltas, o más bien sabe que no purgará nunca y puede dejar que la fiebre lo consuma. Que la película sea una ensalada filosófica importa poco. Eastwood demuele el mito enhiesto del hombre de a caballo y con el mismo impulso lo restaura, pero en estado de ficción difusa, indefinida; es una de esas imágenes más inmortales porque, al contrario que los mitos, no organizan conductas. El cowboy de Imperdonables es un transunto de todos los jinetes solitarios del continente americano.

El otro día, yendo por el Paraná en una lancha de pasajeros, vi en un campo de San Pedro un peón que galopaba sobre un zaino, por entre el monte bajo y unas vacas adormecidas. Iba bordeando la orilla, curvado sobre la montura, seguido de una tropa de perritos. En la tarde azulada, ese jinete volvía a conjugar muchos opuestos: desplazamiento y fijeza, ingravidez y aplomo, soltura y esfuerzo, aire y tierra, tránsito fugaz y eternidad.

Así es Aballay, el gaucho purgador del cuento de Di Benedetto. Antes que estilita de la llanura americana es la leyenda languideciente del jinete vivificada por los detalles.

Y Aballay es un relato que no para de crecer y cambiar en la memoria. Cuando uno vuelve a leerlo después de años (al menos esto me pasó a mí), en la materia flaca de la historia encuentra poco en relación a lo que recordaba: un argumento agudo y lineal, media docena de anécdotas, un puñado de descripciones incomparables, reticencia y agilidad en el tratamiento de largos trechos de tiempo. Desde luego que esta escasez no es efecto de una avara poética defensiva sino un privilegio muy premeditadamente dado a la forma; es una parvedad de palabras y una sintaxis muy elástica, y en definitiva sirve a que el relato se amplifique en la memoria, porque es la manifestación del pensamiento severo de Aballay y de su modo de presentarse: «Un pobre». En términos cristianos, el pobre es el que está más cerca de lo ilimitado.

Y no hay por qué ir derecho al cristianismo. La sucesión cortante de escenas, la técnica de contrastes, acerca a Aballay a la historieta caricaturesca, una cercanía cuya prosapia literaria va por lo menos de los villanos hiperbólicos de Christopher Marlowe a los enredos negros de Kafka. Más todavía: la historia de Aballay bien puede contarse como un chiste. Algo que para mí parece confirmarlo, y a la vez confirma la evolución incesante del personaje en la mente, es que durante años me olvidé de cómo terminaba el cuento. No sé qué significa el lapsus. En todo caso, Aballay se deja resumir con facilidad.

En un impreciso pasado argentino, en el que Facundo es una presencia fabulosa y todavía hay indios sueltos, el paisano Aballay acude a una celebración de la Virgen en un cerro desolado y oye disertar al cura sobre unos anacoretas de la Edad Media, los estilitas, que se montaban de por vida a pilastras para alejarse de la tierra, acercarse al cielo, y en la incomodidad y la reducción expiar sus faltas o las de los semejantes. El huraño Aballay se atreve a preguntarle al cura sobre condiciones de la penitencia, constricciones, salvedades. No es que él quiera confesarse; solo necesita purgar, porque en una noche de alcohol mató a un hombre y ahora lleva grabada la mirada del hijito del muerto, que estaba ahí. Pero como en el llano no hay columnas que sobrevivan de templos antiguos, y Aballay no puede quedarse quieto con el remordimiento, opta por montarse en su alazán, no sin advertirle al caballo que «es para siempre». Empieza una vida de penurias y reorganización de los hábitos. Un día en un rancho lo convidan con achuras; por otros largos días pasa hambre. Enlaza un caballo cimarrón y lo usa para darle descanso al otro. Visita una pulpería, y tiene suerte en la taba pero no puede recoger la ganancia. Intenta cazar ñandúes, cuyas plumas le ofrece comprarle un buhonero. Hace fuego en desniveles del terreno. Se fríe una mulita en el caparazón. Pasa mucha sed. Sueña que está en una columna, que en la de al lado hay un viejo que despide agua por el pecho y se despierta en el barro, tumbado por la lluvia. Aguanta el solazo del verano y por poco no muere helado en invierno. Come con unos indios, ayuda una temporada a una carretera con hijos y un marido enfermo, pacta un armisticio con un comisario, despierta el respeto de un grupo de malandrines, cambia dos palabras con un grupo de indigentes vagabundos, otras dos con un caminante envidioso de su sobriedad. Con los años, muchos lo conocen «de mentas»: porque Aballay es el casi santo que lleva una cruz de palitos colgada al cuello y nunca, nunca se baja del caballo. Aprende a rezar hincado en la silla y a veces delira. Un día se le aparece un zaparrastroso y Aballay reconoce al hijo del hombre que él mató. Por toda defensa, contra el cuchillito del vengador Aballay empuña una caña «como de un metro»; pero en la refriega hiere al otro en la boca, lo ve sangrar mucho y piensa que dado el caso le está permitido desensillar. Cuando se acerca a ayudarlo, el otro le abre el vientre.

Aballay muere -esta es la última frase del cuento- «con una dolorosa sonrisa en los labios».

Es una sonrisa bastante enigmática. Tal vez se deba a que hasta el último momento Aballay se ve justificándose embarazosamente por haber infringido la penitencia. «Por causa de fuerza mayor, ha sido...» murmura el pobre echando los bofes. Después sonríe. Es que la disciplina que se impuso lo llevó a vivir apremiado por dilemas crueles, pero en el fondo enternecedores. ¿Cuán a menudo puede echar pie a tierra para evacuar? ¿Le está permitido lavarse? ¿Y si tiene que ayudar a gente en apuros? ¿No es de soberbio aceptar un bocado de caridad y comerlo mirando desde arriba? ¿Cómo se reza arrodillado en la silla? Si el que observa la conducta de Aballay no es una persona que crea en Dios, la explica transpolando causa y efecto y bordea la patafísica, como cuando los indios concluyen que Aballay es una síntesis de hombre y caballo. Pero lo que sobre todo produce el efecto de chiste es el aparato de maniobras, soluciones prácticas repetibles, tabúes y contorsiones de economía privada ambulante que desarrolla Aballay para cumplir su penitencia; un repertorio que, justificado en la necesidad, se reduce en unos aspectos pero aumenta en otros y evoluciona hacia la liturgia, como si además de ser un trabajo el ascetismo entrañara una administración. Claro que el carácter administrativo es habitual en el ascetismo encaminado a pagar deudas, y Aballay debe una muerte. Descolgarse por el flanco del animal, pendiendo de un solo estribo, para acercar la cara a flor del agua y beber. Buscar una falla del terreno para que el desnivel permita servirse de la parte alta como mesa o fogón. Arrimarse solo a las pulperías que tienen reja en el muro. Programar la mateada y el acrobático acto de evacuar, o adecuar la limpieza al régimen de lluvias para no abusar de la licencia de apearse. Gestionar las monedas de una rastra, calibrar la vía media entre lo que el otro aceptará como forma de fe o tomará como una payasada o una ofensa. Hasta el desprendimiento mayor, como cuando Aballay usa su última moneda para retribuir con unas chucherías la generosidad de la mujer de la carreta, entra en la serie de inversiones en el fondo del perdón. En la forma de ascetismo que es la penitencia no hay derroche ni aflojamiento. Como toda expiación de culpa, es gris y neurótica, y propende a lo interminable.

La sordidez de la culpa, por supuesto, abarca casi toda la obra de Di Benedetto. Por momentos alcanza una claridad culminante, casi ofensiva, como cuando en «El cariño de los tontos» Amaya promete que renunciará a tratar a Cataldo, su única fuente de alegría, si la hija cuya vigilancia ha descuidado por ver a ese hombre aparece viva, «aunque enferma, aunque herida, pero viva» -y la chica aparece, y Amaya renuncia a su amigo y se hunde más en una vida tenebrosa. Es un tema universal. El deudor organiza la vida en función del cumplimiento de la deuda -un cumplimiento que no solo es su salvoconducto a la salvación sino el fundamento de su identidad-, recela de todo lo que interfiere en un programa siempre urgente y en el extremo se vuelve fanático porque para él todo siervo de otro señor es un estorbo y un enemigo. En el fondo, el deudor no asimila que ha pecado; solo quiere cumplir. Y si el ascetismo del cuerpo y la renuncia al ruido y lo superfluo estimulan la lucidez, la organización de la vida en función de ganar la disculpa pone un velo en el mundo, obnubila. La culpa es el motor del deseo de mística pero también su obstáculo. Cuando el cura que habló de los estilitas le pregunta a Aballay si se le ha acercado porque quiere confesarse, Aballay le dice que todavía no. Confesarse lleva a la contrición, que es descarga auténtica. Pero claro que no. Hablar no va a dar alivio a Aballay. Él tiene que ganarse la salvación trabajando. Y hacer un cálculo tras otro, como cuando cae dormido a tierra, por culpa de un trueno, y decide que esa bajada no hay que ponerla en la cuenta. Entonces «admite que lo tiene agarrado un yugo que él mismo se echó».

Hoy cualquier hijo de vecino sabe que todos, al menos en el mundo del Dios único y parece que en muchos otros también, venimos de origen con una falta ya cometida, cuyo resumen sería la frase que Yahvé dispara a Job cuando Job le pide explicaciones por sus desgracias: Pero cómo te atreves. ¿Dónde estabas tú cuando yo creé el mundo? Como dejó bien patente Kafka, esa admonición y la condena que trae aparejada se realiza, fuera del Paraíso, en imágenes cada vez más gruesas. Todos tenemos un guri que nos está mirando y, regrese o no para vengarse, esa mirada azuza el arrepentimiento, el ansia de perdón y la necesidad sorda de penitencia. Todos vivimos entre la esperanza de ser y el miedo a no ser absueltos. Expiando, buscando la salud. Todos vivimos montados a caballo. Tomar conciencia del hecho podría alentar a hacer de esa difícil situación un arte. Y bueno: el deslumbrante juego de técnicas de presentación, la suma de torsiones de la lengua, exactitudes descriptivas, abundancia de nombres y contracción al silencio que Di Benedetto acomoda en un transporte de veinticinco páginas quizá fuese su manera de ir montado. Hay algo de tranco, trote o galope en muchos estilos, y uno de los rasgos definitorios del estilo de Di Benedetto es que se le oye el repique de los pasos. Y si toda rítmica tiende en el fondo a encantar al lector y al que escribe, incluso a extasiarlo, que el encanto suceda, que los dos se distraigan, es la prueba de que ha empezado a desvanecerse la pura obsesión de pagar. Como parece adivinarse al final de Aballay, todo se juega entre cada uno, las sonoras responsabilidades del mundo y el silencio basal de las cosas, más allá de la gloria y la ruindad, todo inefable por falta de creador y acreedor.

Pero mientras la obsesión no se desvanezca, el trabajo de salvarse requiere un lugar acotado: morada, domicilio, una lengua personalizada, un escritorio aislado; para el dispuesto al desprendimiento del mundo y el desapego de sí, la gruta del asceta, la columna del estilita. En Aballay el espacio lo crea el desplazamiento del caballo. El espacio en donde Aballay se retira es la vida, tan completa como pueda dársela cabalgar. Las maniobras, las técnicas vueltas rito, son las que ponen el tiempo, pero sobre el caballo el tiempo se espacializa. Que el tiempo se vuelva espacio es una liberación considerable, imprevista, facilitada por esa forma singular de renuncia. Y a lo largo de la historia el tiempo se desvanece más a medida que Aballay se va desprendiendo de las monedas de su rastra, y más todavía cuando Aballay, por no ridiculizarse descolgando el torso por el ijar del caballo, renuncia a recoger del suelo lo que ganó jugando a la taba. Junto con el dinero se pierde el tiempo.

Pienso que la figura íntegra de Aballay es un resarcimiento que el arte de Di Benedetto ofrece a la vida lúgubre, denodada, y la derrota neurálgica del protagonista de El silenciero. Me parece que la integridad de la figura de Aballay tiene una relación con el hecho de que crezca y cambie en la memoria. ¿En qué género entra Aballay? ¿Es un emblema, un precipitado total del gaucho? Las nervaduras se ven como en una hoja: el viraje en la serie de gauchos matreros, respeto por el cristianismo y parodia existencialista, traducción telúrica de la mística universal, Borges, Gutiérrez. Pero esa prosa medio xilográfica y medio conceptista que sienta insólitamente a la concentración descriptiva, esa pachorra eficaz, alumbra algo de cuño propio. Graciela Speranza ha observado que podría abordarse Aballay como Boris Eichenbaum abordó El capote, que según él tomaba procedimientos de la historieta oral rusa llamada skaz. Si Di Benedetto toma procedimientos y lengua del folletín gauchesco, pongamos, es antes que nada como base para inventarse una voz. En la enunciación que esa voz propicia aparece, como condensándola, la expresión «vivir montado», que ocupa el centro del relato. Quedan en segundo plano si se trata de regionalismo, parodia, naturalismo trágico, o de parábola, leyenda folklórica, lo que sea. Da la impresión de que de «vivir montado» salió todo.

Importa la montura pero también el vivir. Necesariamente Aballay está a la intemperie, y su desprotección lo prepara para la entrega a aquello que supera cualquier vida y da la muerte y da la vida sin cesar; eso que une a cualquiera con la eternidad, con solo que se preste la atención que exige; eso que para Plotino era el Absoluto y Kafka llamaba «lo indestructible». Aballay, como se ve al final del relato, no se defiende. Para el protagonista de El silenciero, un pseudo mártir de la lucha contra el ruido, el ruido, más el que irradian las personas que el que hacen las máquinas, es «un instrumento-de-no-dejar-ser», y aunque achaque este razonamiento a «una ráfaga de sinrazón», se le ve la hilacha existencialista de poner el infierno en los otros. Ese hombre se encierra y trata de escribir en una «piecita de estar solo» que «cabalga» la casa donde vive. Uno ve enseguida cuántas cosas representa el personaje de El silenciero. En cambio Aballay no representa nada. El personaje Aballay es más bien una fuga de la experiencia de la realidad hacia lo real ideal, dicho al modo de Proust.

Que ya antes del final del cuento Aballay empieza a volverse ilimitado se ve en que cuando reza no implora por su salud, en que «su rezo es como un pensamiento que continúa después que ha dicho las frases de la doctrina». De noche y con mucho frío, separado de la tierra por el caballo, nota las majestuosas pinturas del cielo. Aballay está ahí, en ese plano intermedio, y es como si quisiera escuchar el silencio. El silencio es intemporal, es el indicio de un vacío raro. El silencio parece imposible pero insiste en darse a sentir y, de la percepción de que hay un modo de contar que media entre lo que no habla pero es imborrable, abarcador, inexcusable, y la ilusión de sentido, Di Benedetto obtiene para su gaucho el poder de contagiarnos descubrimiento y congoja. Miren a Aballay de rodillas en el lomo de su cimarrón rezándole al cielo nocturno. No solo no quiere quejarse; presiente que no hay a quién alzar la queja. En ese momento ni se le ocurre esperar perdón. Por otra parte no va a haberlo. El silencio no dice nada, quizá porque aquello que hace silencio no es nada que pueda hablar. No es nada que tenga poderes. El poder del silencio, en el fondo, radica en su neutra impotencia. El silencio que escucha Aballay bajo el cielo nocturno no es una elección expresiva, como cuando alguien, por ejemplo, concede callando; es ese silencio que solo se revela a sí mismo. Aballay, el relato, hace evidente el poder del silencio porque está hecho de palabras que han intentado escucharlo y lo transmiten, palabras que, como un sacramento, hacen efectivo lo que afirman y por lo tanto cambian la realidad. Palabras que transportan a ese gaucho desde la falta, la culpa y la agotadora tarea de acallarla, no a la absolución, lo que sería una soberbia muy poco literaria, sino al desapego o a la valentía sin más, si se quiere a la indiferencia, discreto borde de lo inexpresable.

La tradición dice que el gaucho malo termina mal, y termina bastante pronto. ¿Pero por que Aballay muere «con una dolorosa sonrisa en los labios»? El dolor es porque acaban de abrirle el vientre, en principio. Y es posible que, sabiendo que muere porque ha transgredido la penitencia para ayudar a su némesis, sonría por sarcasmo. También es posible que sonría porque el acto de caridad que le cuesta la vida es la prueba de que ha sabido escuchar y ya está liberado; porque se alegra de que, desde la aparición del otro y el anuncio de que venía a pelearlo, él se limitó a hacer un gesto sereno de conformidad y ni abrió la boca. O tal vez sonría porque comprende que la recompensa por su acatamiento es no tener que ocuparse más de sí mismo, ni afanarse por un Aballay que pueda ser perdonado. Pero al cabo la sonrisa dolorosa se mantiene inmune a los abordajes, como si no tuviera contenido. Probablemente esto se deba a que, no bien Aballay se despega del suelo, el mundo intermedio donde transcurre el cuento es un mundo de lo no resuelto. Mejor dicho, el cuento mismo se transforma en un lugar de lo no resuelto. Pensándolo bien, debe de haber algo de ironía en esa sonrisa. Y una duda, que también es nuestra. Nada permite afirmar sin matices que las frases pasmosas, abisales de Di Benedetto sean únicamente indicios del vacío inefable o compromisos con la sentencia de Mateo: «Por vuestras palabras seréis juzgados». No, ni el silencio es el absoluto de la vida, ni el ruido es, como dice el silenciero, un instrumento de no-dejar-ser.

En el mismo pasaje de «Más allá del principio del placer» en que reconoce que la tendencia dominante de la vida psíquica, con su amor y su agresividad, con sus compromisos y sus repeticiones compulsivas, es la aspiración a aminorar o hacer cesar la tensión de las excitaciones internas -una tendencia que llama principio del Nirvana- Freud se sorprende de recurrir a Platón, al mito del sexo como afán de las criaturas por volver a un estado anterior de totalidad, para arriesgar que, cuando fue animada, la sustancia se dividió en partículas que desde entonces aspiran a reunirse. De modo que la aparición de la vida habría sido una violencia de la cual la materia no ha logrado reponerse, la profusa evolución y diversidad de los organismos un incesante esfuerzo por vencer las dificultades que presenta un medio lleno de excitaciones, y el instinto sexual y en general la libido, no solo una afirmación del placer que procura acallar la excitación, sino, y acaso preponderantemente, una díscola herramienta de la búsqueda de reposo, a la larga de muerte. La vida toda y cada vida serían, es decir, un largo y complejo rodeo hacia el Nirvana. Por supuesto, todo este aparato es irracional y ciego y, me parece que el mito de Freud tiende a decir algo muy parecido a lo que dice el Talmud que el rabí Tarfón advierte a los siervos de Yahvé: «El señor de la casa no exige que terminéis la obra, pero ninguno de vosotros es libre de abandonar el trabajo».

Si me alargo un poco en esto es, no solo para restituir cierta honra poética a la gris neurosis, sino porque en el nudo que forman la tendencia a la quietud, el placer compulsivo y la indefectible necesidad de generación viene de perillas para desvariar una vez más acerca de vida y literatura. Es decir: como la vida, la literatura sería un rodeo muy ornamentado y productivo con el fin de llegar a la quietud más quieta; solo que la literatura subsiste porque de vez en cuando acepta que el rodeo le importa más que la muerte. Que una palabra más la resarce del minuto menos. Y bien: si Aballay no deja de crecer en la memoria, si se transforma constantemente más allá de la página, es porque continúa traduciendo a la órbita verbal «gaucho» esa ambivalencia libidinosa, angustiosa y universal. La tierra hierve, prospera y llama; el cielo calla, cubre y perdura; el hombre que se ve entre una y otro se entrega a aquietar los ruidos mediante la palabra.

Por el fondo de los campos estaba subiendo el solpero Aballay no terminaba de despertarse. Helaba, y él se estaba helando. Lo poseían vagas sensaciones de vivir un asombro, y que se había vuelto quebradizo. No intentaba movimiento y lo ganaba una benigna modorra.

Mucho rato duró el letargo, ese orillar una muerte dulce, mas atinó a reaccionar su sangre a las primeras tibiezas de la atmósfera.


Buen parte de la obra de Di Benedetto es campo de una lucha entre nihilismo y expectativa de trascendencia. El choque se reproduce en otro, entre la desconfianza por las palabras -una cautela exasperada, casi un desaliento- y un cuidado tan peculiar de la enunciación que inevitablemente seduce. Di Benedetto habría concordado con Freud en que las dos tendencias surgían de la pulsión de muerte, pero saberlo no lo eximió de mantenerse en vilo entre la impotencia como marca humana y la voluntad porfiada de seguir escribiendo. Pocos escritores se han establecido mejor en esa incomodidad que Samuel Beckett. Como Beckett, a cierta altura Di Benedetto comprendió que su camino poético debía ser no la adición sino el empobrecimiento. Todas las antinomias que lo apretaban debieron de resumirse en una preponderante, entre el ser y la forma, y la tarea siempre inconclusa se ciñó a romper el orden formal del lenguaje, fraguador del pensamiento y el recuerdo, para ver qué quedaba. Beckett lo dijo así: «Y cada vez más mi lenguaje me parece un velo que debe ser rasgado para llegar a las cosas (o la Nada) que hay detrás... Abrir en el velo un agujero tras otro hasta que lo que se agita detrás, sea algo o nada, empiece a filtrarse. No concibo meta más alta para un escritor de hoy». Dos secuelas del propósito de abrir agujeros en el velo del lenguaje son, primero, que el escritor tiene que enfrentarse una y otra vez contra su facundia natural, si la tiene; y segundo, que debe aceptar que tras la superficie veladora del orden del lenguaje está, no solo el «ser», sino una verdad del ser a la cual se intenta llegar.

Muy a menudo uno ve que Di Benedetto, como Beckett, sabe que en el fondo toda palabra es una tergiversación, que lo indestructible es el silencio, que detrás del velo no hay nada, que por lo tanto, no solo la facundia es una inutilidad, sino que incluso abrir agujeros es una pasión inútil. Pero también ve que posterga el momento de aceptarlo del todo, que pide aún una moratoria al descubrimiento radical del vacío, y no solo porque no logra resignarse a que haya en la vida algo dispuesto a recibirlos, a acogerlos en la salud si han pagado debidamente, sino porque el trabajo de escribir para acallar la excitación puede ser enfermizo pero da mucho gusto. Qué nudo este, qué contrasentido. Robert Walser lo caracterizó como nadie: «El reposo se alegra de renovarse en la agitación», dijo. Desde el momento en que Aballay le dice al cura que no quiere confesarse todavía, el relato cuenta la postergación terca, laboriosa y fecunda del reconocimiento de la nada.

Lo cuenta con una musicalidad llamativa, irresistible.

La prosa, dice Agamben, es ese desarrollo del lenguaje en donde no hay oposición entre límite métrico y límite sintáctico, lo que en poesía se llama encabalgamiento, la continuación de una frase en el verso siguiente después de la saciedad rítmica del anterior. La prosa sobrelleva adustamente la discordia entre sonido y sentido, y la fatalidad de referir y hasta transmitir información, muy que le pese. La prosa de Di Benedetto toma de la música la proximidad con lo innominado, o al menos el cíclico, desasosegante recuerdo que siempre queda en la música de haber respondido una vez, al comienzo, al mudo llamado de la naturaleza.

Acechó al ñandú. No para faenar sus carnes (empresa imposible sin echar pie a tierra). No que quedara sin vida, quería Aballay, que quedara sin plumas.

Supo de pacientes vigilias, aplicó el ojo avizor, se sometió a la inmovilidad (por no someterse al zancudo).


En estos párrafos-estrofa de frases en staccato e identidad lábil, Aballay va pasando de los esfuerzos de ascesis a una paulatina desenvoltura. La rítmica versátil de Di Benedetto, la entonación dura y porosa, la sintaxis falta de patetismo, la designación llana lo preparan para desfallecer en el silencio. Ciertos místicos, Bataille entre ellos, recuerdan que la comunicación verdadera, entregada, se da de la herida que uno reconoce en sí mismo a la que ve en el otro. Aballay hiere al vengador en la boca, y rompe su penitencia por compasión. Después las sangres se mezclan, podemos suponer, pero no hay unión mística. Aballay puede dudar de haber obtenido la absolución, pero ha alcanzado la soltura: ha constatado que el sueño humano de ir más allá de la existencia es trágico, pero también un devaneo insignificante. Todos venimos heridos y salpicados de origen; como intento de paliarlo, todos vivimos haciendo maniobras más o menos aparatosas sobre un caballo. Nada hay que pueda conceder una redención ni el trabajo de obtenerla puede aspirar a justificarse. No había deuda que pagar, ni nadie que en efecto pudiera pagarla; solo palabras que decir, y ahora ya apenas queda quien las diga. Alborozada desilusión. Levedad. Todo esto trae la sonrisa dolorosa de Aballay, y es como si, librando a su gaucho de los lastres de gravedad, los ritos contractuales, las obligaciones interesadas del cristo-paganismo que prevalece en Latinoamérica, Di Benedetto aliviase las frases de muchos otros pesos muertos. Como si dijera que el fin de la penitencia, en los dos sentidos de la palabra fin, es la disipación del penitente en el silencio; que nihilismo y fe se neutralicen mutuamente en el cese de toda dualidad y tanto afán. Es muy tentador pensar que Aballay sonríe de contento, como los panzones budistas chinos, pero estas cuestiones son absorbentes, nada fáciles de asimilar para uno, y no está permitido afirmar gran cosa. Supongo que es por esto que durante muchos años, mientras Aballay me crecía en la mente, me olvidé de cómo terminaba el cuento. Aballay seguía ahí, sobre el caballo, como el gran mediador, señalando un vacío que calla pero impele, custodia, desengaña, anonada.

Sigue ahora, todavía. Piérdanse, susurra, que los espera el infinito.

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