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A hombros

Leopoldo de Luis

La mañana del 15 de diciembre, cuando sentí sobre mi hombro izquierdo el peso del ataúd, me di cuenta de que algo se cerraba definitivamente en Velintonia, que algo desaparecía del aire vivo de la poesía española y de mi vida misma acumulado en cuarenta años de quehacer poético. De pronto comprendí que no era yo, que no éramos nosotros quienes llevábamos a hombros al poeta, sino que más bien era él quien nos llevaba a todos sobre los suyos de maestro y de amigo hacia una sombra en que vamos a encontrarnos más solos.

La verdad es que Vicente Aleixandre ha llevado a hombros sesenta años de poesía española. No se puede entender este medio siglo largo sin esa figura de atlante. ¿Cómo hubiera sido la poesía contemporánea sin él? «Entre todos vosotros, con Vicente Aleixandre / y con Pablo Neruda, tomo silla en la tierra», escribió, ya en 1938, Miguel Hernández. Todos hemos tomado desde entonces silla en la tierra de la poesía con Aleixandre, y le vimos avanzar -a él, con fama de hombre en reposo físico- siempre por caminos nuevos y ejemplares, por caminos que van todos -estos sí- a la Roma inmarcesible de la poesía.

Es cierto que un gran poeta sobrevive en su obra, pero el dolor de verlo sustraído de entre nosotros es irreparable. En Vicente Aleixandre -y esto no es decir nada nuevo- coincidían el gran poeta y el ser humano de excepción. Al llevarnos a hombros a este último, no es aún bastante consuelo pensar en la otra supervivencia de la obra, aunque sea indudable. Y, no obstante, sabemos que no se saca a hombros sino al que logró burlar a la muerte: como al torero. Con su destreza, con su amor, con su poesía. Cuando Juan Ramón Jiménez dice «y yo me iré, y se quedarán los pájaros / cantando...», comprendemos que confiere calidad perdurable al canto, a ese ente singularísimo: el pajarocantando, el inmortal. También sabía que se salvaba en sus poemas don Miguel de Unamuno, sabía que ellos iban a hablarnos por él. Vicente Aleixandre dijo en un poema: «Yo no muero, yo canto». Y porque cantó, no ha muerto, pero sí nos lo hemos tenido que llevar a hombros fuera del ruedo de nuestra convivencia, sacándole a «una muerte reciennacida», cuando la música de su poesía suena con más emoción que antes, si cabe, pero cuando la armonía de su actitud, de su estar -era un ser armonioso espiritual y físicamente- ha «cuajado en hielo súbito», según otro poema de su mano.

Porque Aleixandre, que fue tan grave poeta del amor, fue no menos poeta de la muerte y vio en la madre tierra el «dulce espejo». Si sentimos la muerte esta mañana en nuestros hombros, él la sintió en el suyo como un transcurso de gentiles pájaros, y preguntó el secreto de un cuerpo sepultado, auscultando múltiples veces esa vida integrada en la sustancia telúrica. Sus definiciones se suceden: «la muerte es una contracción de una pupila vidriada»; es «la imposibilidad de agitar unos brazos, / de alzar un grito hasta un cielo al que herir». La muerte es «agitar torvamente una lengua no de hombre» y es «eterno nombre sin fecha». La vida misma es la muerte para el poeta, que afirma: «supe lo que es amar, porque morí a diario». Y recuerdo que otra definición de en qué consiste el morir aparece en el poema «Vida», de La destrucción o el amor: «Para morir basta un ruidillo, / el de otro corazón al callarse», y el poeta la transcribe íntegra en otros dos versos gemelos del poema «Cumple», de Poemas de la consumación. Treinta y tres años de distancia hermanan por esa definición los dos libros. Pero ¿quién sabe?, se interrogó el poeta en sus últimos años. Conocer o saber. ¿Dudaba? «Quien duda, existe», dijo. Y añadió: «Solo morir es ciencia».

Ciencia y conciencia, porque conciencia es, en último término, ciencia-con. En uno de sus diálogos del conocimiento que no se incluyó -¿por qué?- en el libro de tal título, «El suicida», dice, poniéndolo en boca de Larra (al que no cita, aunque lo alude al anotar un año clave: 1837) «este estuche de las pistolas en que guardo / finalmente un tesoro: la verdad». He aquí que muerte y verdad se identifican, lo que suena, en el fondo, a la liberación del absurdo del existencialismo.

Tres veces, que yo recuerde ahora, emerge el tema del suicidio en la poesía de Aleixandre. La primera fue en 1930, con el segundo poema de la cuarta parte de Espadas como labios (1932). «Están colgadas piernas / anidadas de pájaros». Un ahorcado se mece entre despiadados árboles. La segunda vez, en 1940, el poema va a instalarse en el índice de Sombra del paraíso (1944). Un destino trágico impulsa al suicida que se lanza al mar, y los ruiseñores del fondo -los más hermosos y patéticos ruiseñores de la poesía española- reciben con trinos alegres al cuerpo que va a fundirse con lo telúrico. La tercera vez, ya en los últimos años del poeta, es el aludido diálogo entre «El suicida» (Larra) y Dolores (su amante). Diálogo, como todos los de esta postrera época aleixandrina, de total incomunicación. El pistoletazo da acceso a la verdad. «Pero es triste saberlo, mejor dicho, ignorarlo», se autocorrige el poeta para añadir una de las paradojas habituales de su último estilo: «pues quien vivió conoce, y quien duerme es quien vela». El amor, la vida y la sociedad se funden en una misma tesitura angustiada. Lo que en el primer poema del ahorcado es casi contemplación de fría y desgarrada estética, lo que en el que se lanza al mar es arrebato cósmico y ciego impulso, es en la mano que dispara «helada lucidez», o «cabeza abstracta / desarraigada de la carne, y libre». Es, en definitiva, conciencia.

Si -una definición aleixandrina más- «morir es tener en los brazos un cuerpo / del que nunca salir se podrá como hombre», Vicente Aleixandre sale de este cuerpo que llevamos a hombros como poeta definitivo, como poeta intangible y cierto, permanente en su obra. Porque a hombros nos llevamos en la mañana del sábado 15 de diciembre, mientras caía tenue la lluvia, una de las aventuras poéticas más ricas y fecundas que se han cumplido en España. Una aventura que, como la medalla aludida por Federico, nunca se volverá a repetir.