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Aguafuertes madrileñas [Selección]

Roberto Arlt






ArribaAbajoEl café, institución madrileña. Primera parte1

Dificulto que en algún otro país del mundo haya alcanzado el café, la íntima suntuosidad que en Madrid asombra al viajero. En la capital de España, el café tiene las características de un adornado palco de ópera, destinado para el placer de escasos privilegiados. Sus asientos son divanes de peluche, sus muros están encristalados, o revestidos de repujados de cuero, o cubiertos de tapices, retablos, cristales. Sus parroquianos resultan sempiternos abonados a la misma mesa de la misma hora.

El café sudamericano carece de estilización. Cuando quieren hermosearle conceden la vastedad de un cuartel recargado de molduras doradas.

En cambio, en Madrid, el café ha sido instrumentado (permítaseme la frase) para halagar los sentidos de una burocracia erudita en el arte de permanecer inmóvil cuatro horas en el mismo paraje, y los ojos de mujeres que van a pasar íntegramente la tarde, en el rincón de estos saloncitos que cobran apariencias de bomboneras iluminadas de acuerdo a las más modernas técnicas de la fotometría actual.

Claro está que al escribir estas líneas no me refiero a los cafés-restaurantes de la Puerta del Sol, donde van paletos a merendar huevos fritos y en los que pulula un mundo trashumante de campesinos, viajantes catalanes y mocitas que se inician en la carrera que va de Pelayo a la Gran Vía.

No; el café al cual me refiero lo encontramos instalado en la calle Alcalá en la Gran Vía, y responde al nombre del Acuarium, Negresco, La Granja, Sahara, el Lido.

En algunos de ellos el refinamiento en lo que atañe a la selección de comodidades alcanza proporciones sibaríticas. En el Acuarium, por ejemplo, los asientos de la calle son mecedoras esterilladas. El feliz mortal que ocupa uno de estos sillones, en las noches de verano puede mecerse dulcemente, adormecerse. Todo el mundo respetará su sueño. Las mesas de la vereda están constantemente cubiertas de manteles. En el interior, las sillas, los paneles, han sido laqueados al rojo vivo. En los muros se han embutido vitrinas donde peces dorados viven una existencia funambulesca en torno de un surtidor de perlas verdes.

El café El Cocodrilo ha sido decorado con frescos africanos por Bagaría. La Granja, revestida de losetas rojas con dibujos de negro de humo y quinqués de cobre, reproduce en su patio interior la fresca rusticidad del cortijo andaluz.

Dichos establecimientos son frecuentados por un público constante, dividido en constelaciones de amigos, conocidos o contertulios, que se reúnen cotidianamente en la misma mesa y a la misma hora. A ningún desconocido se le ocurre ocupar una de estas mesas, aun cuando esté vacía, pues sabe que pertenece a una tribu que no consentiría su expoliación. Fenómeno que explica los elevadísimos precios del café, que alcanzan a un peso argentino en el valor adquisitivo de nuestra moneda, y la actitud de un ciudadano que se estanca de tres a cuatro horas en una mesa.

El café pone de relieve además, una modalidad del madrileño. No sé quién ha dicho que no existe español que no guarde en sus alforjas una obra de teatro, escrita por él. Con el mismo criterio puede afirmarse que no existe madrileño que no se conceptúe un hablista o un charlista. Sistemáticamente en cada madrileño tenemos un señor que pontifica con el beneplácito de otros cuatro. El que pontifica cumple la noble misión de distraer a sus acompañantes y de gozar escuchándose a sí mismo. Por otra parte, entre los cuatro hay uno que aspira a reemplazar al charlista oficial siempre que este se ausente, ya que las jerarquías se respetan voluntariamente.

No hay personaje oficial que no concurra al café después que renunció a su cargo, a revelar intimidades de la vida gubernativa. Claro está que con esa preciosa discreción, que es la más indiscreta de las indiscreciones. En los cafés circulan las pruebas de los artículos que la censura no permite publicar; así he leído el de un político que ningún periódico publicó, después que el autor renunció al cargo de ministro. En los cafés se chismorrea constantemente de política.

El burócrata siempre inficionado de aspiraciones literarias y políticas no juzga completa su personalidad si carece de la dote del charlista, del hombre que cuenta cosas del otro tiempo, del tiempo de La Cierva, de Maura, de Romanones. En el fondo, el español es un romántico que se pirra por la teatralidad de los grandes gestos. La mesa del café le ofrece la posibilidad de un escenario adecuado. No se da el caso de un concurrente que cuando toma la palabra no sea pulido de expresión e ingenioso de juicio.

De la importancia del café en la formación cultural del país, da la medida estas palabras que le oí decir a un ex ministro de la primera república:

En la España de antaño para ser un excelente diputado se necesitaba la dialéctica de un concurrente de casino. Todos los grandes ex ministros fueron ilustres conversadores de casino.



Café, casino, Parlamento, pocos matices diferencian estas instituciones queridas al hombre de café. Lo cierto es que en el casino y en el café, se observan más respetuosamente las reglas de convivencia social que en el Parlamento. Ningún extraño invade el rincón que habitualmente ocupan dos señoras y tres caballeros, o dos estudiantes y quince muchachos. Ningún concurrente se siente molesto porque un buen señor da voces en la cabecera de su mesa.

De hecho, el café ofrece más características de club que de establecimiento público. La concurrencia de mujeres jóvenes, honestas, semihonestas, que tejen, charlan, fuman y coquetean, transforman el café en un rincón de amorosa tibieza, donde no se puede menos de insertar esta reflexión: «Hombre, qué bien se está aquí».

Afuera en la calle sopla el viento, los proyectores de la Gran Vía iluminan los escalonados pisos de los rascacielos y en una callejuela iluminada por faroles de gas, entra un hombre embozado en su capa.




ArribaAbajoEl café, institución madrileña. Segunda parte2

Madrid es la ciudad de los extremos opuestos. A la vuelta de los rascacielos de la Gran Vía, encontramos callejuelas alumbradas a gas. Junto a los cafés de interiores que parecieran proyectados por un escenógrafo de Hollywood, con tubos de luz blanca en vastos lienzos de muro dulcemente gris y sillones de cuero con armaduras de acero cromado, hallamos el café antiguo, el café de la covachuelería y bohemia madrileña, porque en las capitales europeas el tercio de la bohemia cuenta aún con abundantes reclutas. En Madrid, la bohemia de garbanzuelos deshilachados, o sobretodo de sobrecuello de piel de conejo y el funcionario de bombín anacrónico y traje desmedrado, se refugian en el cafezuelo fementido, cueva oscura, enneblinada de humo de cigarros. Allí se malrespira un aire tan denso que se puede cortar con un cuchillo. Cuando se abren las puertas de estos antros, la atmósfera se aclara, luego el ambiente recobra la claridad agrisada por los vidrios esmerilados que velan el interior en las puertas de entrada.

Hallaréis estos cafés en la calle de la Angustia, en la calle de Carretas, en las glorietas de la Puerta del Sol, en las de Fuencarral, en los alrededores de la Moncloa, en la desolación proletaria de Cuatro Caminos, en las vecindades de la Plaza Mayor.

Estos antros se adornan algunas veces con dorados medallones de madera en las portadas pintadas de rojo; con cabezas de mujeres de cuyas orejas cuelgan cequíes con figuras de paganía, con nombres originarios de la geografía colonial. Entre los más famosos hállase el de Pombo, celebrado en nutridísimas páginas por Ramón Gómez de la Serna, el hombre que más meticulosamente en España ha mirado a Madrid. Un escritor, Pedro Répide, se titula a sí mismo cronista oficial de Madrid; pero a pesar de sus gruesos volúmenes, su significación es con respecto a Madrid tan inofensiva como la de nuestro Richard Lavalle lo fue a la historia argentina.

¡La cripta de Pombo! ¡O la caverna de Pombo! Imagínense ustedes un saloncito amarillo con plafón color de mostaza y panzudas columnas asirias, soportando los siete pisos de una casa de vecindad. Mirando al fondo, frente a cada una de las tres columnas, hay tres naves o tres cuevas, o tres criptas, con divanes de peluche gris floreado en negro. En la última cripta o nave de la izquierda, un horrendo óleo muestra a Ramón Gómez de la Serna disertando entre sus camaradas que se reúnen allí todos los sábados por la noche a despotricar sobre literatura. Mecheros de gas iluminan y se reflejan y multiplican en los espejos de marcos desdorados, y lo horroroso de estos muros es su leprosa hinchazón, el descascarillado de los bastoneaos dorados, que revelan el momificado fondo de yeso y masilla. En torno de los mármoles, viejas de pescuezos arrugados y mozas de cejas depiladas, frotan las mangas de sus tapados. Son vecinas del barrio, pensionistas, jubiladas, meretrices incipientes, que se pintan los labios o se peinan las crenchas o se cosen el forro del abrigo en un ambiente de desvencijada intimidad, con súbito crepitares de huevos que se fríen y vaharadas de chuletas al plato. Viejos funcionarios, calvos, pálidos como el sebo, casposos, treinta años de asiento en la butaca de la oficina y el café, codician sin asombro, mortecinamente, a sus jóvenes vecinas. También se encuentran jóvenes románticos, que van en busca del Amor (amor con A mayúscula) y se encuentran asimismo hombres que escriben interminables cuartillas en carpetas más negras y pringosas que los hules de los tricornios de la guardia civil.

En cambio, en la Puerta del Sol hallamos los cafés cuyas columnas doradas rematan en satánicas cabezas de luciferes de comedia, los paneles cargados de espejos, las gradas de las escaleras recargadas de espejos, y alternando con los espejos desazogados, estampas descomunales de Gracias clásicas, mujeronas de cabezas adornadas de laurel, la túnica arrollada hasta las rodillas. En la recargazón, el barroco desplazando los sarmientos de su vida hacia cada pulgada de espacio libre. Si se levanta la mirada al plafón, más espejos, más pasteles, más cornucopias derramando la botánica en redor. Los frisos no se han librado de este delirio decorativo. Por donde se fijan los ojos aparecen ánforas, trípodes humeantes, genios desnudos avanzando, tiesos, hacia patricios reclinados en triclinios, diosas más robustas que cargadoras desvanecidas ante cisnes descomunales; pavos reales entreabriendo el abanico de las colas, variolado de lentejas azules, oro y verde.

Acuden a estos cafés funcionarios de escasa remuneración, empleadas del Metro, viejas pensionistas del Ministerio de Correos, amojamadas viudas de oficiales de Filipinas y Cuba, usureras centenarias. Juegan a la baraja, al dominó. Los ladeos de terciopelo negro, atados al nervudo cuello recortan con su aro las herpes de polvo de arroz.

Es siempre la misma clientela, en los mismos rincones, a la misma hora. Cocotes de mirada dura y cruel, oxigenadas y hastiadas; republicanos que aspiran y dictan cátedra de estrategia revolucionaria; liberales que esquivan el juicio sobre la última crisis de gabinete; viejas que mueven las fichas de su dominó; ancianas que entreabren carteras gigantes, y como quien busca una aguja en un ropero, ellas buscan en el revoltijo sus cisnes o lápices. También son cónyuges tardíos, con una niña de siete años que apoya, pensativamente aburrida, el mentón en la manecita sonrosada y el codo en el mármol.

La presencia de un desconocido hace volver la cabeza a la gente de todas las tertulias; el camarero se os acerca con asombro y jovialidad; las mujeres os miran vivamente; las ancianas cuchichean o levantan sus catalejos. Habéis perturbado el ambiente encalmado, como una piedra la tersura de una melancólica charca.




ArribaAbajoLos domingos de Madrid3

Desdichado el forastero a quien el domingo sorprende en Madrid, sin tener amigos. No hallará mesa de café en que sentarse. Infortunado de él si por la mañana no tuvo la precaución de hacerse reservar una butaca en el teatro o en el cine. Únicamente conseguirá una platea en la primera fila de un cinematógrafo o un banco junto al cielorraso en un teatro. ¡Ah! y que no intente distraerse paseando por las calles de Madrid. Las multitudes en este día son tan compactas y le estrujarán con tal violencia, que maltrecho, irritado, solitario, tendrá que irse a refugiar sombríamente en su cuarto de pensión.

¿Multitudes madrileñas?

¿Existen estas multitudes o es que la angostura de las calles modela las masas de manera que la estrechez del encajonamiento invierte los términos?

Sin embargo, la Gran Vía es anchurosa. Y por la Gran Vía, si quiere uno adelantarse al ritmo lento de la multitud, es necesario caminar por los interespacios que dejan los automóviles en marcha. La calle Alcalá es ancha, y también lo es la Vía de San Jerónimo, pero por donde desemboca el caminante apresurado, siempre lo toma el océano de multitud, lo canaliza en su marcha sin prisa, y la mar de cabezas avanza tardía.

Multitudes estas más compactas que aquellas que pujan en nuestras calles en los días de fiestas sensacionales. Multitudes constantes. Filas largas ante las taquillas de los cines, desde por la mañana. Filas de trescientos metros de hombres, hoy, frente a las taquillas que expenden boletos para el match de fútbol entre Austria y España. Filas de trescientos metros de hombres y mujeres.

Pero no es tan sólo en el centro de Madrid. Vaya usted a Vallecas, a Cuatro Caminos, hacia la Puerta del Ángel. Por la vieja calle Toledo. Por Carretas, por Hortaleza, por Fuencarral. Siempre la multitud. Entre usted en los bares, en los bares de barrio. A las tres de la tarde. A las cuatro, a las seis, a las nueve. Multitudes de hombres, de mujeres, de niños abarrotan los salones; clanes, tribus, familias, con sus mujeres, sus hijos, sus chiquillos; los mayores jugando a la baraja con las mujeres, los párvulos trepando por los respaldares de las sillas, pegándose, llorando, gritando, sin que nadie proteste por esta algarabía infantil a la que ponen, por el momento, oportuno remedio un rarísimo par de livianas «bofetás».

Desdichado el extranjero en esta ciudad si no tiene amigos. No hallará mesa donde sentarse.

Cada ciudadano tiene en Madrid su peña de café, ya sea en los destartalados bares de Cuatro Caminos, ya en los suntuosos salones de Alcalá, y la Gran Vía. Peña que junto a una mesa dilata su círculo de sillas, a medida que van llegando. Cada bar tiene un «botones» que cuando le llaman a usted por teléfono cruza el salón, gritando a voz de cuello su nombre. Usted escucha, se levanta, le da una perra gorda al niño y va al teléfono. La costumbre es honorable y práctica.

Tampoco a nadie llama la atención que los domingos, acompañando a la familia y los críos, vayan las abuelas al café; las abuelas que junto a los muros, sobre los rojizos fondos de peluche de los sofás, forman hileras de gárgolas empolvadas, con moños de terciopelo negro al cuello, tiesas, reumáticas, catando gravemente su vaso de café con leche y las ultraclásicas arandelas de churros. Las abuelas conversan entre ellas, las señoras confidencian con las señoras, las niñas lanzan gorgoritos de risa mirando a los galanes y los párvulos escandalizan debajo de las mesas o entre los laberintos de sillas, mientras que las sesudas peñas de hombres solos, que disertan gravemente sobre el porvenir del país, avinagran el gesto cuando la amiga de algún amigo, so pretexto de buscarle a él, trata de infiltrar su presencia en la ascética rueda.

Describo con rigurosa autenticidad el provinciano Madrid dominical, a pesar de sus rascacielos. Cuando usted se larga a la calle, se le aproxima un hombre con un montón de papelitos misteriosos en la mano. Este papelito escrito a mano, es el diario de Madrid, el periódico dominical nocturno, que cuesta diez céntimos y contiene los resultados de los partidos de fútbol, pues Madrid, desde el domingo por la tarde, se queda sin diarios hasta el lunes a la noche.




ArribaAbajoEl parque del Retiro4

Inútil es que, poéticamente, me digan que entre sus árboles se paseó Larra y caviló Mesonero. Ni el fantasma de Larra ni el otro de Mesonero, tan amador de Madrid, le dan prestigio a su soledad invernal. Sin embargo, resulta extraordinario. Está a menos de mil quinientos metros de la Puerta del Sol, centro de toda referencia ciudadana. Parque del Retiro, en el corazón de Madrid tan pequeño, causa espanto con su dilatación asimétrica, con su gran lago de tres hectáreas y su arbolado de bosque. Antaño el Retiro era «el campo» donde se retiraban los reyes durante el verano. Se iba al Retiro como en Buenos Aires se va a Mar del Plata. Pero el Retiro está a menos de dos kilómetros del Palacio Real.

Una flotilla de botes pone en el estanque, antipoéticamente cuadrado, el chillido de sus numerosos chicos maniobrando las sesenta piraguas. Apoyado en una barandilla, hostil, un «guardabosque jurado» con ancha correa que le cruza el pecho y una corneta de bronce al costado (sí, señores, una corneta de bronce como la de los enanos de los castillos wagnerianos) escucha la algarabía acuática que riza el enorme lago con conatos de abordaje. Desde un alto pedestal de granito, a caballo, el rey juerguista, don Alfonso XII, dibuja un proyecto de héroe de maqueta.

Los árboles menudean tan espesos que, por momentos, el parque se transforma en bosque, como aquellos que nos maravillan a lo largo de los caminos de Asturias o Galicia. Una alfombra de hojas secas cubre el suelo de muelle tapiz; los bancos de mármol, oblicuos, semihundidos en el fango, están desiertos; un olor de quemazón puebla el aire helado; los troncos, como si tuvieran frío, se apretujan, exhiben torceduras como de tormento y muestran los blancos cortes de las recientes podas. A pesar del frío, el horizonte estaqueado por horquetas y ramas desnudas ofrece un aspecto de confín marroquí. Nubes azulencas se inmovilizan semejantes a zepelines.

El guardabosque jurado, con la corneta de bronce bajo el brazo, tiene una gótica apariencia de fantasmón.

Paseo. A pesar del ruido de los chicos en las piraguas, se escucha el silencio del bosque, que es una especie de voz vegetal.

Entre los árboles, en las encrucijadas, estatuas de reyes mutilados. Don Fruela II, más desgarrado que un inválido, huérfano de una mejilla, de medio brazo y media pierna; don Felipe III, barbilla desmochada, una mano volada... y ninguna pareja amorosa.

Entre los árboles, a la base de un declive, aparece un edificio de ladrillo, revestido de pájaros azules y amarillos, de mosaico. Es el antiguo edificio de la Exposición, levantado en el año 1884. Adornan los frisos, medallones de porcelana, amorcillos que tocan el violín o empastelan de colores una tela; los mosaicos llevan la firma de Daniel y Germán Zuloaga; las puertas y ventanas rematan en arcos en cuyas claves asoman cabezas de victorias o de tigres, perfiles de Velázquez o Juanelo el Divino. Y las guardas de mosaicos, con sus dragones enlazándose por la cola, son tan numerosas que uno no puede menos de decirse:

-¡Oh, este colorido español, este colorido amontonado y permanente, fijado en las maderas, en los ladrillos, en las piedras, en los suelos, en los artesones!

El pórtico principal parece la entrada de una Logia Masónica, con sus tres arcos al fondo de una gradinata de mármol defendida por leones alados, y una titánica puerta central pintada de verde puerro, y los paneles revestidos de mosaicos azafranados. ¡Oh, este color español, este color español!

Más allá, en una pequeña bahía que forma el lago, hay un pabellón morisco, y en las aguas se refleja la techumbre de vidrio de otro pabellón morisco y en las aguas se refleja la techumbre de vidrio de otro pabellón de la Exposición, con los muros compuestos de vidrios esmerilados. Nada más triste que estos mosaicos resquebrajados, que estos árboles mutilados y estos quioscos abandonados. Si se sigue caminando se tropieza con un hemiciclo de setenta y seis columnas de granito, tan circundado de leones gigantescos, guerreros, alegorías, relieves, frisos, grupos simbólicos, soldados y marinantes, que para dar cumplidamente cuenta de ellos, tres cantos de la Iliada serían insuficientes. El monumento está dedicado al rey juerguista, llamado El Pacificador.

Merodeo por senderos solitarios. De pronto, en un recodo, fijada en un pedestal, descubro una plancha de bronce con la cabeza de Irigoyen; me acerco sorprendido y leo:

LA COLECTIVIDAD ESPAÑOLA DE LA REPÚBLICA ARGENTINA AL PRESIDENTE DOCTOR DON HIPÓLITO IRIGOYEN, CREADOR DEL DÍA DE LA RAZA EN AMÉRICA. BUENOS AIRES, 4 DE OCTUBRE DE 1917.



Mucha agua ha corrido bajo todos los puentes de la tierra de entonces a ahora. En verdad, que lo que menos esperaba era encontrármelo al «doctor» aquí, en un invernal parque español.




ArribaEl paisaje de Toledo5

No entra en mis designios pintar una España negra. Bien consta por mis a veces hasta excesivamente minuciosas descripciones, cuán objetivamente quiero reflejar la tumultuosa estructura de este país, cada día más enigmático y fieramente hermoso en mi entendimiento. Llega a quererse a España como no se cree que se puede amar a un país con el cual no se guarda ningún nexo espiritual ni racial. Y es que a España, cuando se la quiere, es del mismo modo que a una mujer que nos esclaviza, disculpándole los defectos, interpretándolos amorosamente en nuestro favor.

Y Toledo...

Cuando se regresa de Toledo se permanece durante algunas horas adormecido por un aturdimiento postrador. Extraño estado, semejante al que sigue a una pesadilla, cuya insistencia nos ha dejado estampada en la materia gris la estructura de un paisaje diabólico edificado sobre las ruinas de una convulsión cósmica.

Toledo...

Imagínense una roca cortada a pico sobre un río taciturno que traza en torno de ella un círculo de agua hervorosa. Esta roca, allá arriba, se muestra empenachada de murallas de bloques cenicientos, de torreones finos, de almenas, de puentes, de arcos, cada vez más elevados y más, y las torres, las cúpulas, los cimborios, las agujas se eslabonan, ascienden... se mueven... suben...

Una fortaleza medioeval entre cielo y tierra.

En torno al eje calado, el paisaje volcánico, castigado por vientos humeantes. Ni llanura ni montaña; colinas, colinas rojizas, altozanos amarillos, ondulando tristemente hasta un próximo confín en el cual la tierra y el cielo se confunden en un desolado paño violeta.

Cuando las nubes pasan sobre la llanura montuosa, sus bordes blancos se recortan en sombras de tinta china en las tierras amarillas, y entonces se vuelve la cabeza para no mirar.

Al pie de la roca, serpentea el Tajo. Los declives bruscos le convierten en río salvaje, agrio, que rebota sus rodillos de cristal, quebrándolos en la base de la ciudadela medioeval. A gran altura, los arcos de los puentes góticos, finas pinceladas de ceniza, penetrando en las torres de almenas pulidas.

Tal es el paisaje. Semejante a un desierto espiritual. Sería en balde fatigar la mirada buscando un rincón de esparcimiento. Esta roca está cargada por los monumentos de la devoción judía, musulmana y católica. Las cúpulas y torres de sus templos ascienden en ardiente y dolida pretensión de horadar el cielo.

Si se sube por los caminos que conducen a la ciudadela, entre vientos que ululan silbos como jamás hemos soñado, se distingue la llanura manchada de verdes sembradíos, pero estos son verdes de terciopelo, espesos, semejantes a los que se nutren en los campos de batalla. Las rojizas desgarraduras de la tierra, tornan más triste la rala vegetación.

El Tajo desborda sus aguas en ciertos parajes de la llanura. El agua centellea como una balsa de alquitrán, entre las colinas bruscas, de filo cortado a pico, y que le conceden a la llanura una apariencia de paisaje lunar, ensombrecido por un sol de sangre. Raro es el espectador que no termina preguntando, despavorido, a su acompañante: «¿Cómo puede vivir la gente aquí?».

Es el yermo de los ascetas. Encinas retorcidas funambulescamente, aisladas en la cresta de un monte amarillo, barrancos de escarlatas muertos, la misma gama de los colores que tiñen los ropajes de los profetas místicos, apóstoles y Cristos del Greco, rojos de greda, platas de ceniza, amarillos salitrosos. Arriba, un cielo convulso por angélicas trasparencias de acuario, tiende su cristal azul sobre la ciudad, la guarece de herejías, y las nubes enlazan la ciudad y el cielo con la misma técnica que en los cuadros de El Greco, porque El Greco es Toledo, Toledo visto a través de la más extraordinaria sensibilidad de artista, que haya fijado en el planeta sus atentísimos ojos.

Abajo el río y la llanura del carbón y el aquelarre; arriba el altar de piedra de todas las oraciones. Asentada como diamante en preciosa montura, escribe Barrés; semejante a ladronera miserable, dice Galdós. Ladronera y diamante, simultáneamente. Torva y divina criatura de piedra, vestida de ceniza y estofas doradas. Tan antiquísima, que ignora la fecha de su fundación. Nido de águilas para las águilas romanas; nido de buitres góticos, las razas y las herejías pasan sobre ella en catastrófico aluvión. Por sus lonjas se pasean musulmanes pálidos y degolladores; judíos que amasan oro y meditan en la Torah; caballeros cristianos que degüellan y queman judíos y arden en piedad celestial; aquí la Sinagoga se eleva junto a la Mezquita, la Mezquita junto a la Catedral, hasta que el Santo Oficio amasa esta carne ardiente en sus potros y flagelos, y la funde definitivamente, reciamente, en una raza aceitunada de pálida, de ojos con pupilas de ceniza, eternamente vestida de luto, que eleva incansablemente al cielo sus oraciones. Desde la mañana a la noche. El Greco ha pintado tan apasionadamente, que se lamenta en Toledo la ausencia de un heraldo que desde sus murallas, con una gran trompeta de plata, adornada de paños negros, vocee:

-El Greco es Toledo; Toledo es El Greco.





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