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Alcalá Galiano y la literatura dieciochesca: paradoja histórica y «visión filosófica»

Russell P. Sebold





«Nosotros designaremos las composiciones con los títulos de buenas o malas, sin curarnos mucho de si son clásicas o románticas, y éste es en nuestro entender el mejor partido que pueden tomar los hombres de juicio»


(Alberto Lista, Ensayos literarios y críticos [Sevilla, 1844], II, 43).                


Emprendí, después de veinte años, la relectura de la Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII. Lecciones pronunciadas en el Ateneo de Madrid (Madrid, 1845)1, del gaditano Antonio Alcalá Galiano (1789-1865), con la intención de dedicar unas páginas al análisis de la visión romántica de las letras setecentistas que recordaba haber notado en la obra indicada. La lectura atenta y crítica de los libros suele llevar a sorpresas. Pero ¿cuál podía ser mayor que la mía al darme cuenta de que el crítico cuya visión romántica de lo dieciochesco pensaba estudiar, el autor del supuesto manifiesto romántico español de 1834 -el célebre prólogo que Galiano puso a El moro expósito del Duque de Rivas-, no fue en el fondo lo que puede llamarse un romántico?

En mi ensayo «Contra los mitos antineoclásicos españoles» (1964), señalé que en el referido prólogo Alcalá Galiano se guía todavía por algún precepto neoclásico (después de todo, a comienzos de siglo, en la ruidosa polémica con Böhl de Faber, había defendido el punto de vista neoclásico). Pero -y la cosa vale más de los dos peros que ya le he puesto- he aquí que el mismo crítico quiere disociarse enteramente del movimiento romántico. Al aludir, en su historia de la literatura setecentista, a su prólogo de 1834, se inclina al entusiasmo por «el gusto llamado clásico... que prefiero a las extravagancias monstruosas de que he sido tal vez involuntario apóstol» (Lit. XVIII, p. 98). Quiere decirse que ya en vida del prologuista, merced a la falsa interpretación de sus páginas sobre el poema de Saavedra, se le atribuía un papel que él jamás quiso desempeñar.

No solamente no abandonó del todo Galiano las ideas neoclásicas en los años que mediaron entre la ya mencionada polémica y la composición de su «manifiesto», según se ha querido creer, sino que en el mismísimo año de 1834, en su otra obra Literature of the Nineteenth Century: Spain, publicada por entregas en cinco números de la revista londinense The Athenaeum, él recomienda al autor de El moro expósito el uso de la clásica lima de Horacio, o de la podadera, que viene a ser lo mismo: «La podadera podría aplicarse a menudo ventajosamente para reducir la exuberancia de su estilo y lenguaje» (Literatura española siglo XIX, trad. Vicente Lloréns, Madrid, 1969, p. 129)2. Pero le toca al lector sorprenderse una vez más, aunque, por otra parte, ya va haciéndose evidente que el supuesto manifestante romántico de 1834 todavía no se ha convertido al Romanticismo en 1845. En este año, en la obra objeto de este comentario, mientras habla del poeta André Chénier, Galiano afirma, con Horacio, que la naturaleza (aptitud o inspiración natural) y el arte (conocimientos de los buenos modelos y la preceptiva) contribuyen igualmente a la creación de poesía de la más alta calidad, o sea, que «con el talento, ayudado por buenos estudios, puede acertarse con el verdadero buen estilo, sin atender a las pretensiones de opuestas escuelas modernas» (Lit. XVIII, 368).

Galiano no se deja impresionar en absoluto por esos exagerados alardes de inspiración y originalidad de los románticos, esto es, de las «opuestas escuelas modernas»; y a mediados del siglo XIX sigue manteniendo esencialmente el mismo concepto del proceso creativo que neoclásicos como Tomás de Iriarte, cuya traducción de los versos 408-411 de la Epístola a los Pisones el gaditano seguramente conocería: «Dudan si el verso digno de alabanza / Del natural ingenio se deriva, / O bien del artificio y enseñanza. / Yo creo que el estudio nada alcanza / Sin la fecundidad de la inventiva; / Ni la imaginación inculta y ruda / Es capaz por sí sola del acierto; / Pues han de darse, unidas de concierto, / Naturaleza y arte mutua ayuda» (Iriarte, Obras, 2.ª ed., Madrid, 1805, IV, 57).

Notemos de paso -pues el paralelo es bien curioso- que la censura que el pretendido romántico Galiano lanza contra las exageraciones de las «opuestas escuelas modernas» es semejante a la del neoclásico Alberto Lista un año antes: «Hasta ahora los que más honor han hecho a la poesía la han considerado como un arte; y todos conocen la secta nueva de poetas, que ni aun como arte quiere considerarla; pues... no reconoce más principio de escribir en verso que lo que sus adeptos llaman inspiración, genio, entusiasmo, y algunos misión» («De la poesía considerada como ciencia», Ensayos literarios y críticos, Sevilla, 1844, I, 165). En realidad, Lista concede más importancia que Galiano a la inspiración, como se ve por el siguiente ensayo de aquél, en la misma colección, titulado «De la supuesta misión de los poetas», y no sería difícil allegar observaciones críticas de Lista de tono aparentemente más romántico que cualquiera de las contenidas en el famoso «manifiesto romántico» del gaditano.

A la vista de tales pasajes, tampoco es posible caracterizar a Alcalá Galiano echando mano de ese trillado término que se aplica a casi todos los escritores de los años 1830-1850 que no sean románticos exaltados: quiero decir, el adjetivo ecléctico. No es solamente que el antiguo contertuliano de Quintana se incline más en la dirección de lo neoclásico que de lo romántico. Es que en último término no le interesa a Galiano ninguna transacción limitada a sólo dos -ismos o escuelas literarias, por muchas características que contenga de la una o de la otra. Con el paso de los años, Galiano se fue acercando a la postura de su antiguo contrincante Böhl de Faber, según afirman la famosa hija de éste y casi todos; pero, evidentemente, no en el sentido de que se fuera haciendo cada vez más romántico, que es la interpretación que ha solido hacerse de tal afirmación. La postura de Böhl a la que en realidad se aproximó el antiguo emigrado fue la que, probablemente sin entera razón, Agustín Durán veía en el alemán, la de un hombre de gusto universal, un observador tranquilo e intérprete científico de todas las alteraciones literarias que la Historia trae a lo largo de su tortuoso curso. Pues, en el catálogo de documentos al final de su Romancero general, Durán alude en estos términos a la labor de antólogo del, por otra parte, archiconservador y muchas veces intransigente Böhl:

[...] sin renunciar a los instintos y a las leyes naturales del verdadero buen gusto, y penetrado de que para dar a conocer la literatura de una nación, es preciso presentarla y juzgarla cómo fue en todas las edades y bajo todas sus fases y aspectos, admitió en su antología todas las clases, géneros, especies y formas de la poesía castellana, empezando por la más próxima a la primitiva y popular, y acabando por la más elegante y artística


[citado por Guillermo Carnero en Los orígenes del romanticismo reaccionario español: el matrimonio Böhl de Faber, Valencia, 1978, p. 33].                


Actitud «filosófica» no muy diferente, en fin de cuentas, de la de un Alberto Lista (véase el epígrafe que encabeza estas páginas), a quien, según la historia literaria al uso, hay que ver como opuesto en todo a las ideas de un Böhl.

Ya se va preludiando semejante actitud en Galiano en su breve historia de la literatura española de los primeros decenios del ochocientos, donde se recomienda la emulación de la moderna literatura inglesa, caracterizada por un hondo respeto a la tradición, pero en la que es prácticamente desconocida la división facciosa en neoclásicos y románticos:

Los poetas de España -escribe el emigrado en 1834- debieran poner su mirada en horizontes más amplios que hasta ahora. Evitando la imitación de las extravagancias de la moderna escuela románica... y desdeñando las vagas diferencias entre clasicismo y romanticismo, debieran seguir los brillantes y juiciosos ejemplos de los ilustres poetas ingleses de los últimos años. Su historia nacional, sus tradiciones populares, la faz de su país [es decir, las de los españoles], están llenas de elementos poéticos y novelescos


[Lit. XIX, 133 y 134].                


Más arriba, en la misma obra, donde nuestro historiador resume la famosa querella calderoniana de Böhl y presenta a los adversarios de éste, hay ya una alusión a tal postura neutral, semejante a la inglesa:

Los que atacaron el teatro nacional fueron don José Joaquín de Mora y un amigo suyo [el propio Alcalá Galiano], más notorio desde entonces por su conducta política que por sus méritos literarios, el cual ha abjurado los principios que entonces profesaba, no para ponerse totalmente en favor de la causa de los románticos, sino adoptando las ideas más brillantes y justas de los poetas y críticos ingleses


[Lit. XIX, 114].                


(Por lo que hemos visto en los párrafos anteriores, queda claro que la abjuración de principios mencionada aquí se refiere a las ideas anticalderonianas, y no a la poética de abolengo grecolatino.) En el mismo año de 1834, en el Prólogo a El moro expósito, Galiano comenta así la actitud de Rivas al componer su largo poema: «No ha pretendido hacerlo ni clásico ni romántico, divisiones arbitrarias en cuya existencia no cree» (en Rivas, Romances, ed. Cipriano Rivas Cherif, Clás. cast., n.º 12, Madrid, 1953, II, 269)3; por lo cual, al decir el prologuista que el poeta señala con su obra «un género nuevo en la poesía castellana» (ibíd., 253), no quiere decir que éste se haya propuesto anunciar la llegada del Romanticismo a España (hiciéralo así de hecho o no), según ya se verá.

En otro importante pasaje de la historia de la literatura decimonónica, manteniendo la misma imparcialidad, pero aludiendo en términos más directos a la metodología de la crítica literaria, Galiano censura cierta historia literaria porque no muestra «nada que se acerque a una visión filosófica», y opina que los escritos de los españoles modernos debieran interesar al historiador de la literatura si fuera, como debe ser, «observador filosófico» (Lit. XIX, 70 y 71). Manifiesta el mismo interés metodológico en el Prólogo a El moro expósito, al expresar su entusiasmo por «la edad presente, tan rica en crítica sana y propia de una generación filosófica» y su asombro de que en los escritos de españoles modernos como Moratín y Martínez de la Rosa «no se haya dado cabida a los adelantos que el arte crítica ha tenido y está haciendo en otras naciones» (en Rivas, Rom., II, 263 y 264, 271).

Mas es en la Historia de la literatura... en el siglo XVIII, obra madura, en la que Galiano se propone «declarar los principios de la sana crítica tal como yo la alcanzo», asentando su completa conformidad con dos adelantos de la historiografía decimonónica, muy endeudada a este respecto con la Ilustración dieciochesca («la crítica floreció en el siglo XVIII -dice el mismo Antonio-, porque la crítica es hija de la filosofía»): el primero de tales adelantos es «nunca despreciar completamente lo pasado, aun cuando de ello algo o mucho desaprobemos y aun vituperemos, y el hacernos cargo de que, no siendo los tiempos iguales, y pensándose en unos muy diferentemente que en otros, fuerza es que los escritos se diferencien asimismo, por lo cual no es oportuno sino muy al revés, cuando se intenta dar a conocer cosas pasadas, borrar las diferencias que entre ellas y las actuales existen, en vez de dejarlas subsistir y aun ponerlas patentes», y el segundo es «notar la diversidad del gusto en varias épocas y atender a las causas que la producen», considerando a la vez «el mejor modo de acomodar lo antiguo a lo moderno» (Lit. XVIII, 15, 302 y 303, 466). (El «género nuevo» que, según Galiano, trae Saavedra no es sino un ejemplo del «mejor modo de acomodar lo antiguo a lo moderno»; pues entre quienes habían nacido en el siglo XVIII -recuérdense los admirables adelantos de la ciencia de la Historia en esa centuria- lo nuevo en la Literatura de la primera mitad del XIX no era tanto el llamado Romanticismo, fenómeno en el fondo psicológico, como la nueva orientación historicista de las obras de creación.)

Ahora bien, los párrafos siguientes se han escrito con el triple propósito de rastrear las fuentes (son casi siempre dieciochescas) de los «sanos principios filosóficos» de Alcalá Galiano, de dilucidar la aplicación de esos principios al estudio del setecientos, sobre todo en España, y de evaluar el éxito del distinguido político en su Historia de la literatura... en el siglo XVIII, que, junto con los Ensayos literarios (1844) de Lista, es una de las dos singulares obras críticas de la primera mitad del siglo XIX que urge reeditar y que -según decía de La poética de Luzán hace algunos años- ya habrían tenido ediciones modernas si pertenecieran a la literatura de cualquier otro país occidental.

Otra sorpresa para mí, al releer la crítica de Alcalá Galiano (la cual no lo será, sin embargo, para el lector del presente trabajo, después de lo ya dicho), fue la impresión mucho más positiva que me causó la segunda vez. Aunque de cuando en cuando injusta en sus apreciaciones de escritores individuales del siglo ilustrado, la Historia de la literatura... en el siglo XVIII me ha parecido esta vez ecuánime y juiciosa en la mayoría de sus aspectos y muy exacta en sus intuiciones históricas de tipo general. No me retractaré, empero, de nada de lo dicho sobre Galiano en mi ya mencionado trabajo «Contra los mitos antineoclásicos españoles», porque allí le cito principalmente para ejemplos de la absurda noción, muy extendida en España a principios del siglo XIX, de que la literatura nacional, así como la de algún otro país, llegaran a «afrancesarse» del todo durante los siglos XVII y XVIII.

Vistas las confusas lealtades políticas de muchos literatos en la época de Carlos IV, José Bonaparte y Fernando VII (causa principal de la conversión del término político afrancesado en término seudoliterario, según explico en el trabajo ya indicado), se entiende que abrazara la leyenda del afrancesamiento literario un crítico de juicio por otra parte sólido como Galiano, quien, por añadidura -cosa irónica-, era considerado como afrancesado en la ya aludida polémica calderoniana, y estampa, además, a la cabeza de su «manifiesto romántico» un epígrafe del poeta neoclásico supuestamente afrancesado Juan María Maury. Lo lamentable es que los lectores modernos tardásemos tanto en desvanecer esta confusión, natural en el momento de su origen, pero ridícula por su continua propagación en incontables obras de consulta, sin que se cuestionara siquiera hasta hace unos veinticinco años.

Ahora, en el admirable libro del hispanista francés François López, Juan Pablo Forner et la crise de la conscience espagnole au XVIIIe siècle (Burdeos, 1976), con argumentos y datos incontestables, se ha refutado una vez más la idea de que el afrancesamiento fuera la nota distintiva de la literatura setecentista española. Pero para mera ilustración de este fallo del juicio de Alcalá Galiano y para que el lector esté en guardia contra este aspecto de la crítica del escritor cuya Historia de la literatura... en el siglo XVIII estudiamos aquí, copiaré a continuación, de las tres obras ya citadas, algunos curiosos ejemplos que no aduje en mi trabajo anterior. Alguno de estos extravagantes asertos ha prosperado y parece familiar por las numerosas paráfrasis a que todos han dado lugar en los manuales. Frente a algunos de ellos es imposible no recordar a la vez el doloroso lamento de Iriarte de que España sea «la tierra donde creen / que el arte y sus preceptos verdaderos / son invención moderna de extranjeros» (BAE, 63, 26a).

España se convirtió en una Francia en miniatura


[Lit. XIX, 23].                


[...] al introducir el clasicismo francés los preceptistas del siglo XVIII lo forzaron todo: lengua, hábitos, ideas


[Pról. Moro expós., en Rivas, Rom., II, 262].                


Pero la sumisión e insipidez que hemos imputado a los escritores españoles de ese período, como copistas de originales franceses, es atribuible al código literario adoptado y mantenido oficialmente por el gobierno


[Lit. XIX, 23].                


Meléndez Valdés empezó a escribir poesía poco después de aquella revolución literaria en virtud de la cual el código de Francia se convirtió en la ley de España


[Lit. XIX, 73].                


Los restauradores de la literatura... todo lo tomaban del pueblo francés, su vecino


[Lit. XVIII, 317].                


[¿Restauradores? ¿Quiere decirse que también era afrancesada la literatura española del Siglo de Oro?]

El poeta madrileño [Cienfuegos], aun traduciendo a Horacio, es del siglo XVIII y francés


[Lit. XVIII, 454].                


Una secta que se llamaba de literatos a la francesa y de que formaban parte Dryden, Rochester y otros, dominaban en la literatura [inglesa]


[Lit. XVIII, 11].                


Pope... en una palabra, fue clásico francés


[Pról. Moro expós., en Rivas, Rom., II, 266].                


[...] en Inglaterra [existía]... a la par con la escuela francesa de Hume la [literatura] de otros insignes escritores de la escuela indígena anglosajona


[Lit. XVIII, 161].                


[...] todavía no me atreveré yo a decir que el insigne piamontés [Alfieri] fue quien con su ejemplo o con su crédito desafrancesó (si me es lícito usar de esta voz) la literatura de la península entera


[Lit. XVIII, 436].                


Mas, en otra página de la misma lección, Galiano observa que «Alfieri, reprobando el gusto francés, le siguió en gran parte, y sobre todo en las formas, que en el poema dramático influyen bastante en el alma de la composición» (Lit. XVIII, 429).

La contradicción y la aparente o casi contradicción -no siempre relativas al afrancesamiento- son constantes del punto de vista y estilo de Galiano; a veces cae en ellas llevado por su persistente deseo de ser objetivo -o «filosófico», según diría él- y de presentar todos los aspectos del tema estudiado. Por ejemplo, en un solo párrafo dice que Tomás de Iriarte posee «una de las imaginaciones más heladas que jamás se han conocido», pero, en cuanto a las Fábulas literarias, que «su invención es por lo común felicísima, teniendo las más veces el mérito de la novedad absoluta» (Lit. XVIII, 253); y sobre el estilo de su conmilitón en la polémica contra Böhl de Faber, José Joaquín de Mora, expresa el sorprendente juicio contradictorio que sigue: «su lenguaje, incorrecto casi siempre y plagado de barbarismos, es a veces, sin embargo, singularmente feliz; su estilo es elegante y su versificación fácil y melodiosa» (Lit. XIX, 104). Con todo, las contradicciones más frecuentes, completas e inconciliables suelen ser las provenidas de esa extraña galofobia que Antonio nunca consiguió arrojar, pese a varios intentos de mirar la cuestión en forma desapasionada, a los que ya aludiré.

Pero veamos antes, como último ejemplo de su actitud muchas veces irracional ante las relaciones entre lo francés y lo español, sus dos juicios sobre la tragedia Zaïre de Voltaire. Primero, juzgando ésta en sí misma como obra perteneciente a la literatura francesa, Galiano escribe:

[...] no puede negarse que hay en ella un patético tan sublime y que a pesar de todas sus inverosimilitudes, arrebata tanto, que es una de las tragedias que más conmueven aun leídas, y mucho más en la escena, de manera que si muchas tienen más mérito literario, pocas aventajan a Zaira en el placer dramático que causa en oyentes o lectores


[Lit. XVIII, 69 y 70].                


En cambio, cuando la misma obra se convierte en objeto de la traducción por un español (García de la Huerta), es ya el producto «de un clasicismo degenerado y bastardo, el de Voltaire, sólo acreedor al título que toma por su observancia de las unidades» (Lit. XVIII, 241). La aversión a todo posible afrancesamiento literario conduce a Galiano, en un caso extremo, a tildar de «árida materia» a la literatura patria del siglo XVIII (Lit. XVIII, 249); mas se verá, por todo lo que sigue, que en realidad no opinaba así.

En fin: la Historia de la literatura... en el siglo XVIII contiene, en varios lugares, el antídoto de estas antilogías gálicas, pero ha pasado desapercibido para la generalidad de los lectores, los cuales sobre todo en la época romántica y de reacción contra lo dieciochesco, por cierto no pecaron de cuidadosos, quedándose aquí aún más cortos que el mismo Galiano en el cumplimiento de su ideal «filosófico». Dicho antídoto lo busca en el hecho de que como en el setecientos todos los países de Occidente sufrieron la fuerte influencia cultural de Francia -fue el denominador común cultural de todas las naciones en esa época-, no importa tomar este fenómeno muy en cuenta al hablar de las literaturas de naciones individuales. «Italia -nos dice Galiano-... seguía los movimientos del gran planeta francés, que planeta puede llamarse aquél en cuya órbita giraban todos los estados» (Lit. XVIII, 9). En una lección posterior reitera que «el influjo francés, poderoso en la literatura de los demás pueblos desde los últimos años del siglo XVII, llegó a ser omnipotente en la Europa continental, y hasta a sentirse no poco en la Gran Bretaña en todo el siglo XVIII» (Lit. XVIII, 273).

Pasemos ahora a considerar en forma general la deuda de Galiano con el pensamiento filosófico y la poética del Siglo de las Luces, dejando para después el estudio de las fuentes concretas de su «visión filosófica» y la aplicación de ésta a los problemas de la historia de la literatura del XVIII. Nacido en 1789, Alcalá Galiano es todavía en la centuria nueva intelectualmente «un hombre de su siglo», según él mismo dice recurriendo a un concepto historiográfico dieciochesco al hablar de Fénelon (1651-1715), que también siguiera encarnando en un siglo nuevo las ideas del anterior (Lit. XVIII, 21). Para Galiano, el siglo en que vio la luz es «la época más importante quizá... en la historia de los progresos del humano entendimiento» (Lit. XVIII, 7). Feijoo en España -insiste en el tono retórico característico de sus lecciones- «hizo una gran cosa, que fue lo mismo que hicieron los filósofos franceses, pues introdujo en un país donde sólo se conocía la autoridad, la duda, la duda, señores, contra la cual se ha clamado mucho pero en vano, porque del dudar nace el saber» (Lit. XVIII, 35). Por ende, Galiano también concluía que el filósofo inglés Hume se guiaba por «aquellos principios, que en mi concepto son los únicos racionales... a saber, los principios de una duda profunda» (Lit. XVIII, 110).

Cree fervorosamente en la perfectibilidad del hombre a través de la Ilustración, que fuera el gran ideal de todos los filósofos del siglo XVIII: «con grave yerro nos olvidamos de que si en una u otra cosa está en decadencia el mundo -reconviene a sus contemporáneos-, en él se halla propagada y va difundiendo la Ilustración, y que con ella, digan cuanto quieran sus contrarios, vienen virtudes porque guiados por ella, pueden caminar los hombres a la perfección de su ser en lo moral, así como a los adelantamientos sociales y materiales» (Lit. XVIII, 178). Incluso las metáforas con que comunica su visión de la Historia española le vienen del setecientos. Describe así a la decrépita España del último Habsburgo, Carlos II el Hechizado: «nuestra vasta monarquía... era un grande edificio lleno de grietas, con las puertas y ventanas carcomidas y caídas» (Lit. XVIII, 21 y 22); pasaje que revela que Antonio era lector atento de Cadalso, pues en las Cartas marruecas ya se había pintado en forma similar a la España de Carlos II:

Se me figura España desde el fin de 1600 [es decir, desde fines del siglo XVII] como una casa grande que ha sido magnífica y sólida, pero que por el decurso de los siglos se va cayendo y cogiendo debajo a los habitantes. Aquí se desploma un pedazo del techo, allí se hunden dos paredes, más allá se rompen dos columnas, por esta parte faltó un cimiento, etc.


[Carta XLIV].                


En 1737, Luzán escribía: «se podrá definir la poesía imitación de la naturaleza en lo universal o en lo particular, hecha con versos, para utilidad o para deleite de los hombres, o para uno y otro juntamente» (La poética, ed. Russell P. Sebold, Barcelona, 1977, p. 161); y en lo esencial no variaron de esta definición otros legisladores neoclásicos setecentistas como el P. Antonio Burriel, en su Compendio del arte poética (Madrid, 1757, p. 11), y Santos Díez González, en sus Instituciones poéticas (Madrid, 1795, p. 2). Se halla en el pretendido manifiesto romántico de 1834 lo más cercano a una definición de la poesía que tenemos en palabras de Galiano, y si pensamos en la distinción vulgar entre lo romántico y lo clásico, no dejan de parecer muy románticas, frente a la definición luzanesca, las expresiones siguientes: «cuanto excita en nosotros recuerdos de emociones fuertes; todo ello, y no otra cosa, es la buena y castiza poesía» (en Rivas, Rom., II, 256). Mas siempre conviene matizar distinciones tan categóricas, sobre todo tratándose de dos tendencias tan íntimamente relacionadas por sus premisas filosóficas como el Neoclasicismo dieciochesco y el Romanticismo; y, por otra parte, las emociones fuertes no son privativas del Romanticismo. En otro neoclásico que está ya a caballo entre los dos siglos, Francisco Sánchez Barbero (1764-1819), se encuentra otra definición, y a la luz de ésta no parece tan radicalmente nueva la de Alcalá Galiano. «La poesía es el lenguaje del entusiasmo -explica Barbero- y la obra del genio. En su poder tiene las riquezas de la tierra y los resortes de las pasiones» (Principios de retórica y poética, Madrid, 1805, p. 145). Tampoco habría que olvidar que ochenta años antes, en el «Paralelo de las lenguas castellana y francesa», en el tomo primero del Teatro crítico, Feijoo afirmaba que «quien quiere que los poetas sean muy cuerdos, quiere que no haya poetas».

Ello es que en la poética, lo mismo que en el terreno del pensamiento y el progreso humanos, Antonio se inclina decididamente del lado de la mentalidad del siglo en que nació. Otro aspecto en el que Galiano podría parecer romántico es en casi haber llegado a proclamar la existencia de la poesía en prosa por consistir la esencia de lo poético, según creía él, en la belleza y el misterio, más bien que en el verso. Observa que Buffon, en su Histoire naturelle, al exponer su hipótesis sobre la formación del mundo, «la revistió de colores tan hermosos que hizo de ella un bello poema... Gloria es de un escritor en prosa haber igualado con altos modelos de poesía» (Lit. XVIII, 157-159). Mas no confía tal observación al papel sin haberse precavido antes con la expresión de cierta reserva:

[...] si bien no pretendo decir que son enteramente poetas los que escriben en prosa, sustento que gran parte, y muy principal de lo que constituye al poeta, son los vuelos de la fantasía y los afectos vivos, que son una reverberación de pensamientos altos y nobles

[Lit. XVIII, 156].                



Pues bien, he aquí en esta vacilación en renunciar al verso un claro indicio del enlace de Galiano con la centuria neoclásica. También Luzán, en una de las adiciones que puso a su Poética antes de morir en 1754, precisamente por el importante elemento constitutivo de la poesía que es el misterio, casi llegó a aceptar la posibilidad del poema en prosa, no obstante su inquebrantable respeto a la secular tradición de la forma métrica: «Si no fuera necesario el verso, yo no tendría dificultad alguna en llamar poesía a muchos pasajes de los grandes historiadores, particularmente cuando refieren cosas muy antiguas y oscuras y expresan circunstancias de que no hay memoria» (La poética, ed. cit., p. 163). (Merece la pena mencionar, siquiera de pasada, un curioso resultado de esta preocupación de Galiano por la relación de contenido y forma entre las obras en verso y prosa. Los formalistas y estructuralistas de nuestra época creen estar haciendo algo nuevo al hablar de lo que llaman la poética de los géneros narrativos en prosa. Pero en la página 175 de la obra de 1845 aquí estudiada se lee: «Los ingleses empezaron a escribir novelas y a señalarse en este género... aunque su fama no traspasa los límites de su poética».)

Al llegar a hablar de los últimos años de la centuria decimoctava, Galiano apunta esta idea: «Cuando iba terminando el siglo XVIII, el alma de la composición literaria había variado completamente; los preceptos muy poco» (Lit. XVIII, 358); palabras hondamente significativas, por cuanto revelan: 1) que su autor había observado en la literatura de fines del setecientos esa tendencia que ahora suele llamarse prerromántica; 2) que Antonio, a diferencia de los románticos exaltados, no veía la poética dieciochesca como un cuerpo de reglas absolutamente invariables (precisamente el XVIII, por considerar las reglas de los antiguos como derivadas de la observación de la infinita naturaleza y por concebir todas las disciplinas como basadas en la naturaleza, aceptó como reglas nuevas esas licencias felices que la inspiración natural y la naturaleza de los temas sugerían a los poetas, según he explicado en otros lugares); y 3) que los preceptos individuales, los antiguos y los nuevamente admitidos, eran para Galiano, a diferencia del cambiante conjunto de las reglas, de índole permanente. Pues desde hacía un siglo se venía manteniendo con razón, me parece, la opinión de que como las reglas no eran sino una descripción de las fundamentales y naturales operaciones mentales de todo homo scribens, tales preceptos, una vez demostrados, tenían que ser tan eternos y universales como, por ejemplo, cualesquiera verdades médicas relativas al hombre. Así pensaba Luzán al hacer esta adición a La poética de 1737:

Una es la poética y uno el arte de componer bien en verso, común y general para todas las naciones y para todos los tiempos; así como es una la oratoria en todas partes... De aquí es que sería empeño irregular y extravagante querer buscar en cada nación una oratoria y una poética distinta. Bien es verdad que en ciertas circunstancias accidentales puede hallarse, y se halla con efecto, alguna diferencia. El clima, las costumbres, los estudios, los genios influyen de ordinario hasta en los escritos y diversifican las obras y el estilo de una nación de los de otra [...] pero es una diferencia que sólo hiere en el modo con que cada nación o cada autor pone en práctica los preceptos de la oratoria o de la poética que en todas partes son, o a lo menos deben ser, unos mismos


[ed. cit., pp. 147 y 148].                


Este pasaje nos ayudará a identificar todavía otro detalle en el que Galiano se atiene a la poética neoclásica. Para el crítico gaditano, igual que para el zaragozano, en la práctica de la poética, un país occidental no se aparta de otro sino por «una diferencia que sólo hiere en el modo»; pues el historiador de la literatura setecentista asienta que «si hay principios externos de buen gusto, deben ser acomodativos, e irse adaptando a la sociedad; que en cada pueblo el gusto verdaderamente clásico varía, que asimismo en cada nación se altera según ella se muda» (Lit. XVIII, 281).

Insistiendo en el pulimento del estilo, la crítica neoclásica hacía consistir la perfección de las obras en la dificultad vencida -colocándose obstáculos delante del escritor se le hacía trabajar más y acababa por conseguir más-; y se creía, no sin mucha razón, que las frases más fáciles y gratas de leer son precisamente las más difíciles de escribir. (Todavía Anatole France, en su ensayo sobre el abate Prévost, en Le Génie latin, observaría que «ce qui est écrit vite n'est pas toujours ce qui se lit vite».) Y, en efecto, se refleja en el pensamiento de Galiano este mismo principio neoclásico, por ejemplo, cuando juzga que Voltaire «era modelo que parecía fácil de imitar, a pesar de que esta facilidad aparente era engañosa» (Lit. XVIII, 293).

En el siglo XVIII, en literatos como Feijoo, Cadalso, Iriarte y Jovellanos se acentúa el aspecto supranacional de la vieja idea de la república literaria: en ciertos momentos, tales cosmopolitas y «ciudadanos libres de la república literaria», según la frase del ilustrado benedictino, creen sentir más afinidad espiritual con sus compañeros de vocación en otros países europeos que con españoles de otros oficios y clases sociales. Se ve que este concepto de un país intelectual sin fronteras nacionales es todavía para Antonio un criterio vivo y útil: describe el yermo humanístico del Piamonte, donde resultó sorprendente la aparición de un gran talento como Alfieri, recordando que allí «pocos habían entonces cultivado las letras con aprovechamiento, o a lo menos alcanzado con su cultivo un puesto siquiera de mediana eminencia o nota en la región literaria del mundo todo» (Lit. XVIII, 426; la cursiva es mía).

En el ya mencionado artículo «Contra los mitos antineoclásicos españoles», en mi libro sobre Cadalso, en el Prólogo a mi edición de La poética de Luzán, en la Introducción a mi edición de El señorito mimado y La señorita malcriada de Iriarte, y en otros lugares, he demostrado con numerosos documentos que, dentro de la orientación hispánica natural en todo movimiento literario español, el Neoclasicismo fue profunda y característicamente cosmopolita (no afrancesado) en su manera de aprovechar los modelos e inspiraciones extranjeros. En la primera de las publicaciones que acabo de enumerar tomé nota de que, a despecho de sus confusas nociones en torno al afrancesamiento, Galiano no había dejado de reconocer el sesgo cosmopolita del neoclasicismo español, pues observa que «cuando se iba la literatura cada vez más afrancesando..., un tanto inglesando, y por la fama de Metastasio... italianizando, entonces mismo [los españoles] más que antes miraban por la gloria y la conservación de los criterios de los antiguos ingenios españoles» (Lit. XVIII, 251). Mas lo notable, sin duda, es la agudeza con que, por lo menos en una ocasión, logra aplicar esta percepción a un poeta individual del XVIII, y hay que tener en cuenta que al expresarse tal juicio todavía no se había hecho ninguna investigación sistemática de las fuentes de la poesía dieciochesca española, ni aun la del Marqués de Valmar (1869). En la siguiente observación sobre Meléndez Valdés, igual que en la general que acabamos de recoger, Galiano sólo se equivoca al subestimar la influencia inglesa: «Conocía bien los poetas franceses e italianos, y aun quizá algo los ingleses, y en todos ellos tenía puesta la mira, procurando hacer una amalgama de sus distintos méritos con los de los poetas antiguos de su patria» (Lit. XVIII, 380).

Teniendo en cuenta todas las coincidencias de Antonio con la teoría neoclásica que hemos descubierto desde las primeras líneas de este trabajo, no sorprende que él defendiera a Luzán frente a sus detractores (en el Prólogo a mi edición de La poética creo haber establecido de una vez para siempre que no hubo solución de continuidad entre la labor del heraldo del Neoclasicismo y la obra de los poetas de la generación de Meléndez): en fin, según el historiador gaditano de la literatura dieciochesca, el gran crítico zaragozano «no acabó con la literatura buena, sino con la mala que había en su tiempo» (Lit. XVIII, 40). Las expresiones de Galiano no pecan en este pasaje de entusiastas en el sentido normal de la palabra, mas habría que recordar que estamos leyendo a un cronista «ilustrado» que insiste en no tomar partido, en mantener su «imparcialidad», según diría un Cadalso, o su «visión filosófica», según diría él mismo.

Veamos ahora dos juicios de conjunto sobre todo el movimiento neoclásico formulados en el mismo tono; y luego miraremos otra serie de pasajes por los cuales se podrá apreciar quizá algo más fielmente el grado de simpatía subyacente que hay en Galiano en esos momentos en que parece juzgar con severidad a los poetas dieciochescos. Al mismo tiempo se verá que, aunque alguna vez Antonio se hacía eco de los prejuicios antineoclásicos entonces de moda, él comprendía la esencia del movimiento inaugurado por Luzán. El primero de los referidos juicios «filosóficos» se expresa cuando, al comienzo de la lección XV, Galiano pasa de hablar de otras literaturas dieciochescas a tratar de la española:

[...] si bien no puedo prometerme, como más de una vez he dicho, que sea fácil dar del estado de nuestra literatura una idea sumamente ventajosa. Sin embargo, estaba entonces progresando [...] se había adelantado en la tarea de sentar principios conformes a un mediano buen gusto. Pero el que reinaba, si bien acertado en cuanto encaminaba los espíritus a las fuentes de la belleza literaria y artística, pecaba en señalar para ir al objeto apetecido un camino harto estrecho


[Lit. XVIII, 227].                


El segundo de estos juicios muy considerados se interpola al final de la lección XXV, al anunciarse el tema de la XXVI y última, en la que el conferenciante disertará sobre las letras españolas durante los últimos años del setecientos:

No era del todo oscuro el horizonte de nuestra patria en los días a que voy a referirme. No brillaban en él grandes lumbreras; pero las había bastantes a dar una luz templada y agradable


[Lit. XVIII, 438].                


Ahora bien: ¿en qué descansaba este cauteloso entusiasmo?, ¿y qué motivos hay para sospechar que era mucho más vivo de lo que Galiano quería mostrar en tales pasajes? Contestaremos ambas preguntas confrontando la afectuosa descripción que Antonio hace del estilo clásico con su identificación de ciertos modelos que los neoclásicos se propusieron emular -esas ya aludidas «fuentes de la belleza literaria»-. En fin, por un lado, Galiano añora

[...] aquella sencillez que reluce en los verdaderos clásicos, que brilla en los autores griegos, que más apagada resplandece en los latinos, de que se encuentra un reflejo en los grandes escritores franceses del tiempo de Luis XIV, así como en los de Italia del siglo XVI, y en los de nuestro Siglo de Oro


[Lit. XVIII, 81].                


Por otro lado, se consuela quizá un poco al darse cuenta de que, por lo menos, en la segunda mitad del siglo XVIII se volvió a apreciar generalmente esa sencillez clásica y aun se restauró en parte. Las precisiones cronológicas relativas al Siglo de Oro que contiene el siguiente pasaje son significativas (los mismos neoclásicos daban todavía más preferencia que Galiano al quinientos, que llamaban «el buen siglo», según he hecho ver en mi Introducción a La poética de Luzán):

Al paso que el estudio de los [autores] extranjeros no se descuidaba, se volvía un tanto al de la antigua literatura española, poniendo la atención, no en los autores de fines del siglo XVII, sino en los poco antes olvidados modelos del XVI y principios del siguiente, que forman nuestra escuela clásica, y aun tal vez pasando a buscar e imitar una u otra perfección de edad más remota


[Lit. XVIII, 233].                


Según se desprende de estas últimas palabras, incluso ha percibido Galiano la importancia de la influencia medieval sobre el metro y la temática de ciertas obras neoclásicas; pero, en fin, lo que nos interesa más de momento es el hecho de que en uno de sus principales entusiasmos literarios -el siglo XVI- nuestro historiador coincide con los neoclásicos. Por esto digo que su actitud ante la centuria de Luzán debía de ser, en el fondo, mucho más admiradora de lo que su pose de «observador filosófico» y sus exageradas nociones relativas a la influencia francesa parecen indicar.

En varios lugares, a lo largo de los últimos veinticinco años, he llamado la atención sobre el hecho de que si no hubiese sido por el influjo de los neoclásicos en la reedición de antiguos textos españoles, tras más de cien años sin nuevas impresiones, muy posiblemente serían desconocidos hoy poetas tan importantes como Garcilaso, fray Luis de León, los Argensolas, Villegas, etc.; y más recientemente, en su ya mencionado libro sobre Forner, François López ha reiterado esta observación en relación con las ediciones de clásicos preparadas por Cerdá y Rico. Pues he aquí que Galiano se refiere a las imprentas de don Antonio de Sancha y don Joaquín Ibarra, que fueron las principales en ocuparse de la reimpresión de clásicos durante la época neoclásica (Lit. XVIII, 252). Anticipándose al mismo tiempo a las conclusiones de la historiografía moderna, el gaditano subraya la peligrosa escasez de ejemplares de muchos clásicos al rayar el siglo que vería aparecer a tan grandes artesanos como Sancha e Ibarra, pero, como tantas otras veces, le resulta imposible consignar datos tan favorables concernientes al papel histórico del Neoclasicismo sin acoplar a ellos uno de esos xenófobos estribillos suyos con que parece atribuirse la invención de las reglas aristotélicas a los franceses: «es de notar que muchos de nuestros autores clásicos, de los cuales casi no existían ediciones a principios del siglo XVIII, durante este siglo fueron reimpresos; si bien hasta al juzgarlos, la escuela seguida por los críticos era francesa pura» (Lit. XVIII, 42).

Ahora, sin abandonar del todo cuestiones de poética y Neoclasicismo, echemos una ojeada a las bases teóricas de esa «visión filosófica» cuyos efectos ya se han manifestado en los juicios de Galiano. Veremos que el pensamiento ilustrado influye tanto en su historiografía como la poética clásica en su concepto de la literatura. Antonio expresa la opinión de que en Inglaterra, en el reinado de la reina Ana, los escritores formaban una escuela «algo parecida» a la francesa de la época de Luis XIV, y luego sigue escribiendo:

[...] cuando digo parecida, señores, juzgo forzoso advertir que no debe confundirse la semejanza con la identidad. Hay en cada pueblo cierto carácter, peculiar, hijo de sus usos y costumbres, y hasta del clima en que habita, que impide, cuando se traslada el gusto literario de unos al de otros, que se haga la traslación sin que pronto y aun desde luego aparezcan notables alteraciones en lo trasladado


[Lit. XVIII, 390].                


En estas líneas se nos brinda otro indicio de que, a pesar de las apariencias, el concepto que Galiano tenía de la influencia francesa no era siempre totalmente descaminado; aquí hay a la vez otro reflejo de la idea luzanesca de que de un país a otro la poética varía por el «modo». Lo importante para la identificación del influjo ilustrado en Galiano, empero, es el hecho de que en este nuevo pasaje él atribuye ese «modo» diferencial a la acción del clima y las costumbres, igual precisamente que lo había hecho Luzán con las ya citadas palabras: «El clima, las costumbres, los estudios, los genios influyen de ordinario hasta en los escritos y diversifican las obras y el estilo de una nación de los de otra».

La teoría del clima y el terreno como determinantes de la conducta y la cultura humanas, aunque todavía muy en boga a lo largo del siglo XIX merced a pensadores como Hippolyte Taine, fue, desde luego, igualmente característica de la centuria anterior. Al principio de la primera parte de sus «Glorias de España» (Teatro crítico, IV, 1730), Feijoo escribe: «En el mismo clima vivimos, de las mismas influencias gozamos que nuestros antepasados. Luego cuanto es de parte de la naturaleza, la misma índole, igual habilidad, iguales fuerzas hay en nosotros que en ellos, y acaso superiores a las de otras naciones». En De l'Esprit des lois (1748), Montesquieu explica que nuestro medio ambiente influye en nosotros mediante las sensaciones que se nos forman al entrar en contacto con él, en lo que se hace eco de la doctrina de Locke relativa a las sensaciones; específicamente, dice que «c'est d'un nombre infini de petites sensations que dépendent l'imagination, le goût, la sensibilité, la vivacité» (lib. XIV, cap. II). El P. Isla también había sostenido que el mal gusto se comunica de un hombre a otro por las sensaciones:

Sólo hay una diferencia entre la peste y el mal gusto... aquélla cunde a ojos vistas, éste se propaga sin sentir; por lo demás, así como aquélla se dilata por la comunicación de los apestados, así ni más ni menos, se va extendiendo éste por el comercio de los que se sienten tocados del gusto epidémico


[Fray Gerundio de Campazas, ed. Russell P. Sebold, Clás. cast., n.º 149, Madrid, 1960-1964, II, 87-88; la cursiva es mía].                


Interesa notar que, ya antes de la obra estudiada aquí, se combinaron en la crítica de Galiano, en forma muy dieciochesca, el sensualismo lockiano y la teoría del clima y el terreno para dar nacimiento a un determinismo histórico aplicado a las artes. Sobre la poesía de los antiguos alemanes y las causas por las que difería de la de los griegos y romanos, Galiano dice en su Prólogo de 1834 a El moro expósito: «el cielo que los cubría, el suelo que pisaban, eran y son diferentes en un todo de los de Grecia y del Lacio; sus sensaciones hubieron de ser, por lo mismo, diversas, y sus asociaciones de ideas muy distintas de las que hacían impresión y reinaban en las cabezas de los antiguos griegos y romanos» (en Rivas, Rom., II, 255). En la misma página, el prologuista sigue así: «la imaginación del poeta, como su juicio, están formados y modificados por la lectura, por el trato diario y por mil circunstancias, en fin, de cuanto le rodea y hace efecto en sus sentidos» (la cursiva es mía).

Este último pasaje casi parece haberse inspirado conjuntamente en los dos de Montesquieu e Isla que vimos hace un momento. Nótese a la par, en el pasaje precedente, la frase asociaciones de ideas: el gran sensualista Locke es el que introdujo la frase association of ideas al dar un importante estímulo a la moderna psicología asociacionista. Locke fue, además, uno de los primeros en hacer depender el juicio y la imaginación de ideas y asociaciones de ideas derivadas de percepciones sensoriales. He hecho tanto hincapié en el fundamento sensualista de la historiografía literaria de Galiano porque el sensualismo también juega un papel de cierta relevancia en otros aspectos de su crítica que nos quedan por examinar.

Mas, por de pronto, para dar una idea del alcance de la «visión filosófica» de Galiano, quisiera remontarme al siglo que precede al de la Ilustración y el sensualismo. No creo que ningún otro crítico de la primera mitad del XIX tenga nociones tan modernas sobre las causas de esa decadencia literaria española que se va acusando cada vez más a partir de 1650, es decir, nociones que se anticipen tan completamente a las explicaciones que suele ofrecer la moderna historia intelectual. Citaré otro pasaje sugerente del referido prólogo de 1834, pero antes será útil tener a la vista un término de comparación.

En «Literatura» (1836), Larra escribe lo siguiente sobre los riesgos inherentes al sistema de valores literarios que imperaba en España en el seiscientos:

Influida por la metafísica religiosa, puédese asegurar que [nuestra literatura] había sido más brillante que sólida, más poética que positiva [...] reprimida y perseguida en España, [la Reforma] fijó entre nosotros el nec plus ultra que había de volvernos estacionarios [...] La España estaba más lejana del foco de las ideas nuevas; las que en otros países caducaban ya, eran nuevas todavía para ella [...] La muerte de la libertad nacional [...] añadió a la tiranía religiosa la tiranía política; y si por espacio de un siglo todavía conservamos la preponderancia literaria, ni esto fue más que el efecto necesario del impulso anterior, ni nuestra literatura tuvo un carácter sistemático investigador, filosófico; en una palabra, útil y progresivo. Imaginación toda, debía prestar más campo a los poetas que a los prosistas: así que aun en nuestro Siglo de Oro es cortísimo el número de escritores razonados que podemos citar [la cursiva es del propio Larra].


Larra todavía piensa con la mentalidad de un buen ilustrado del XVIII: su análisis se reduce a señalar la ausencia en la literatura aureosecular española de toda base de un progreso racionalista, útil, sólido y a la altura del de otras grandes naciones; la poesía no parece figurar en tales líneas sino como un obstáculo puesto delante del progreso (el gran ilustrado Jovellanos siempre miraba «la parte lírica de ella como poco digna de un hombre serio», según confiesa en la conocida carta a su hermano sobre sus «ocios juveniles»). En cambio, Galiano nos brinda una visión de conjunto del proceso histórico, dentro de la que se proponen unas vías muy adecuadas para la reconstrucción total del mundo intelectual español del siglo XVII (ya no se tratará meramente de achacar los males al sistema político o a la Contrarreforma). Además, la poesía no es ya obstáculo, sino el objeto principal del amplio enfoque histórico propuesto, pues el propósito de semejante estudio sería dilucidar la génesis de lo que ahora llamamos estilo barroco.

El contraste entre la visión simplista de Larra y el sentido histórico mucho más moderno de Galiano es, asimismo, observable por el hecho de que el primero no parece ver en la literatura ningún reflejo de la decadencia intelectual a lo largo de todo el segundo siglo áureo («por espacio de un siglo todavía conservamos la preponderancia literaria»), mientras que el segundo considera posible rastrear los antecedentes de las decadentes formas ultrabarrocas de fines del siglo XVII en las gloriosas obras de principios de la misma centuria, según veremos ahora mismo. En este último aspecto, uno de los más importantes pasajes para la ilustración del pensamiento de Galiano se halla, como queda indicado, en el Prólogo a El moro expósito, donde también se resume, quizá mejor que en cualquier otro sitio, el esquema de la amplia investigación de historia intelectual con la que, según el gaditano, podían descubrirse las primeras semillas del por fin ridículo barroco decadente con que Luzán «acabó». Galiano asevera, en 1834, que la corrupción estilística de los rimbombantes poetastros y escritorzuelos ultragongorinos de fines del seiscientos y principios del setecientos no fue tan nueva,

[...] que no se encuentre de ella rastro, hasta en autores de nuestro llamado Siglo de Oro, no tan exentos de faltas, ni de gusto tan acrisolado como suponen varios modernos, sus admiradores [...], y quien leyese con atención crítica y filosófica la Historia de España durante el siglo XVII y viere qué estudios se permitían entre nosotros, qué estímulos excitaban los ingenios y qué ideas andaban dominantes, encontrará allí la explicación de la barbarie en que vino a caer la nación española bajo los príncipes austríacos


[en Rivas, Rom., II, 259].                


Los admiradores modernos a quienes Galiano alude aquí son, sin duda, críticos como Juan Nicolás Böhl de Faber y Agustín Durán.

En sus conferencias de 1845, Antonio mantiene las mismas ideas en torno a la decadencia literaria que en el escrito de once años antes: esto es, que el entendimiento de los españoles sufrió grave daño debido a la pureza doctrinal que se les impuso a la fuerza, que mentalidad tan agarrotada no pudo menos de reflejarse en el estilo literario, y que quienes se limitan a ponderar las glorias de la Edad de Oro corren el riesgo de seguir a oscuras del sentido histórico de gran parte de aquello que admiran (Galiano, desde luego, realiza mucho mejor que Böhl el ideal de la imparcialidad ante la Historia); pero esta vez no sólo se opone a la postura de los románticos reaccionarios, sino que también tiene cuidado de aclarar que no comparte esa mentalidad ilustrada que mira toda la centuria decimoséptima con el mayor desprecio. En fin, en 1845, Galiano va concluyendo así sus reflexiones sobre la España intelectual y literaria del período que precede al que él investiga:

La tranquilidad que se consigue con el establecimiento de una sola fe, de una sola doctrina, perjudica al desarrollo del entendimiento humano. No soy yo, señores, de los que adulando las ideas del siglo pasado [es decir, el XVIII, el de la Ilustración], creen que todo cuanto hubo en España en aquellos antiguos tiempos; que aquella ardiente fe religiosa; que aquel entusiasmo; que aquellos pensamientos caballerosos; que aquellas virtudes españolas, que se conservan todavía, sobre todo en nuestra plebe [...]; que este conjunto de cosas, que dan a una nación un carácter particular y al mismo tiempo noble, debe menospreciarse [...], pero no por eso [...] vayamos a canonizar nuestros errores de entonces y a presentar la inmovilidad del entendimiento humano, que ha producido los males antiguos de nuestra patria, y quizá también los actuales, como la cosa más apetecible. No, señores; huyamos de los extremos [...] No era, cuando [la Inquisición] quemaba en nombre del cielo a los herejes, cuando hacía más daño, no. Cuando más dañaba, era cuando tenía perfectamente sujetos los pensamientos de los españoles, de suerte que el entendimiento humano en España a mediados del siglo XVII estaba como bajo nivel, como una llanura [...] ¿Qué había de suceder a una nación de imaginación viva? Lo que sucedió verdaderamente. No teniendo disputas religiosas, no teniendo disputas políticas; no gozando de libertad el pensamiento, [...] se dio a sutilizar las ideas comunes; de ahí nació el culteranismo [...] Éste fue el modo con que nuestra literatura poco a poco sin poder tomar ideas nuevas, fue perdiéndose [...] Vino a esterilizarse de tal modo el campo de nuestra literatura, que casi ninguna cosa se escribía


[Lit. XVIII, 18-20; la cursiva es mía].                


Se ve por el contexto que por culteranismo Galiano entiende lo mismo conceptismo que culteranismo, o sea, el conjunto de lo que en el XVIII es conocido como goticismo y hoy como barroquismo. Dudo que nadie que haya estudiado el final del llamado Siglo de Oro un poco a fondo se halle en desacuerdo con nada de lo dicho por Galiano. Ninguna mejor ilustración de lo apuntado en las líneas finales del pasaje que acabo de copiar, que repasar una tras otra las bibliografías anuales correspondientes a los últimos decenios del siglo XVII en el tomo V de la Historia de la lengua y literatura castellana de Cejador: el estilo de los mismos títulos de las obras se va retorciendo cada vez más, hasta que por fin, en el año 1700, no se produce prácticamente nada y se publica aún menos: «casi ninguna cosa se escribía».

Casi, casi llega Galiano a darse cuenta de que la influencia extranjera (francesa, etc.) que tan importante papel había de hacer en las reformas dieciochescas, se estimuló no por la llegada a España de los Borbones, sino, anteriormente, por el hondo sentido de agotamiento cultural experimentado por quienes vivían en esa tétrica España del último Habsburgo, como recientemente han ido mostrando las investigaciones metódicas sobre los «novatores» (o sea, la escasísima minoría de personas de orientación moderna y cosmopolita que había en la España de Carlos II), y como había anticipado Américo Castro en su libro Lengua, enseñanza y literatura (Madrid, 1924, p. 293). Por ejemplo, es significativa la siguiente observación de Galiano sobre Antonio de Zamora, gentilhombre de cámara de Carlos II y el último escenificador del Don Juan en la comedia clásica:

Zamora había leído sin duda los autores franceses y en su comedia El hechizado por fuerza se adivina el estudio que hizo de Molière, y se descubre en alguno de sus conceptos que Molière le ha servido de padre en cierto modo


[Lit. XVIII, 24].                


Pero volvamos ya al sensualismo filosófico; porque el concepto que Galiano tenía de su influjo sobre ciertas tendencias que ahora suelen llamarse prerrománticas es el último punto que podremos considerar. La portada de la obra reseñada aquí nos informa de que las lecciones de Galiano fueron «redactadas taquigráficamente por don Nemesio Fernández Cuesta, y corregidas por el autor». Pues bien, por un pasaje relacionado con el tema sensualista, se ve que el autor no fue infalible como corrector de pruebas y que el bueno de don Nemesio o el cajista debió de persignarse escandalizado ante algunas de las filosofías materialistas de que habla Antonio: en todo caso, por el texto de la página 59 parece que alguien trataría subconscientemente de convertir al sensualista Locke a otro punto de vista más santo: «Locke... ha sido el padre de la escuela sanjuanista [¡sic!] que reinó hasta hace poco tiempo».

En mi ensayo «Enlightenment Philosophy and the Emergence of Spanisch Romanticism» (en The Ibero-American Enlightenment, ed. A. O. Aldridge, Urbana, Illinois, 1971, pp. 111-140) y en mi versión española del mismo (en mi libro Trayectoria del romanticismo español, Barcelona, Crítica, 1983, pp. 75-108), así como en Cadalso: el primer romántico «europeo» de España (Madrid, Gredos, 1974, especialmente pp. 94-146), he explicado el papel central de la filosofía de Locke y sus seguidores en el nacimiento, durante el setecientos, de la moderna poesía descriptiva y, mediante ésta, del Romanticismo: cuando se le niega al hombre toda fuente de conocimientos que no sea la material de sus cinco sentidos, no sólo se hacen incalculablemente más importantes en la literatura los infinitos pequeños detalles de la realidad de los que nos informamos por las sensaciones, sino que, reducido a una identidad exclusivamente material en un mundo material, el hombre busca escaparse de su nuevo aislamiento espiritual relacionándose sentimentalmente con la naturaleza (parte restante del mundo material al que él pertenece) a través de esas múltiples facetas de la realidad que sus sentidos le han representado; y empieza ya a vislumbrarse la situación de ese solitario romántico que, retirado de la odiosa sociedad, confía a la «compasiva» naturaleza un dolor suficiente para enternecer al cosmos: fastidio universal, Weltschmerz, mal du siècle.

Aunque Galiano se ocupa del «género descriptivo» en relación con Meléndez Valdés, incluso aludiendo correctamente a influencias extranjeras concretas que se hicieron sentir en las descripciones de Batilo, como la del suizo Gessner (Lit. XVIII, 380, 382; por errata, el libro dice Gerner), es al comentar la poesía de los inventores del moderno género descriptivo detallista cuando ilustra más claramente su comprensión de la evolución filosófico-poética hacia el Romanticismo que bosquejé hace un momento. Los textos siguientes abarcan desde The Seasons (1726-1730), de James Thomson, en cuyo apellido Galiano siempre mete una p que no debe ir allí, hasta William Wordsworth (Lyrical Ballads, 1798) y sus contemporáneos; las cursivas. son mías.

En Thompson había fuego y más que fuego sensibilidad, ternura, y los objetos y las escenas de la naturaleza despertaban en su alma afectos análogos a ellos, por lo cual pintando las estaciones, describe bien sus caracteres y el efecto físico y moral que producen en los sentidos y en la mente humana, y despide rayos de la mejor poesía, esto es, de la más natural y espontánea, de la más sentida


[Lit. XVIII, 105].                


[...] sin afectar imaginación, [William Cowper, 1731-1800] la tiene arrebatada, y remonta más el vuelo como por natural instinto [...] Es poeta descriptivo y de los buenos... Una de sus obras de más mérito intitulada The Task [...] está principalmente destinada a la pintura de la vida campestre y abunda en descripciones bellas y fieles, donde se ve tomando parte el alma en todo cuanto el autor pinta, y en efectos vehementes e intensos donde reside la poesía de mejor ley


[Lit. XVIII, 393].                


Wordsworth, lleno de sensibilidad y ternura, se distingue por su pretensión de dar precio a lo que pasa por trivial y humilde... En todo cuanto escribió descubre ser un observador de la naturaleza tierno, apasionado y constante con pensamientos y afectos de un hombre para quien es todo la vida campestre y sencilla.


(Lit. XVIII, 399 y 400).                


[...] los poetas de los Lagos [Wordsworth, Coleridge y Southey], cuya sensibilidad es blanda, algo afeminada y como llorona.


(Lit. XVIII, 402).                


Es digno de notarse que, a lo largo de todos estos pasajes, Galiano destaca las dos notas 1) de la descripción detallista (realista) de lo humilde basada en la observación inmediata de la naturaleza, y 2) del lazo psicológico entre el alma del hombre solitario y la naturaleza. También merece la pena subrayar el paralelo que Galiano debió de ver entre «Thompson, en cuya alma se conoce que había cierto candoroso arrebato por lo que creía bueno y miraba con amor», y dos heraldos continentales del Romanticismo, Rousseau y Bernardin de Saint-Pierre, en quienes el crítico distinguía cierta

[...] afición a contemplar la naturaleza [...] con verdadera ternura naciendo de ello el descubrirse y cultivarse las relaciones que existen entre el mundo externo y los afectos del hombre; contemplación propia de las almas [...] viva y profunda y legítimamente sensibles


[Lit. XVIII, 105 y 106].                


Debido a los límites cronológicos de su libro, Galiano no llega en él al final de la trayectoria sensualismo-Romanticismo que queda señalada, mas por varias alusiones se ve que sus ideas sobre las últimas etapas de dicha evolución respondían admirablemente a la realidad de las cosas.

Galiano se hace cargo del enlace fundamental entre literatura ilustrada y literatura romántica al afirmar, hablando de Voltaire y Byron, que «la vena misma de que nació Cándido o el optimismo... es la de que emanan algunos de los buenos trozos de Don Juan y otras obras del insigne par de la Gran Bretaña». Las otras obras son aquéllas en que aparecen «el viajero Childe Harold y... el sublime Manfredo; personajes que llegan al alma del lector allí, donde es la sensibilidad más viva» (Lit. XVIII, 453). En la comédie larmoyante a lo Diderot y en la crítica de éste, Galiano ve con sobrada razón antecedentes del drama romántico y la crítica romántica (Lit. XVIII, 284, 359). (En libro reciente, una antigua alumna mía, Joan Lynne Pataky Kosove, ha establecido para España una deuda paralela entre The «Comedia Lacrimosa» and Spanish Romantic Drama 1773-1865 [Londres, 1977].) Junto con Chateaubriand, Galiano excluye al farragoso y pesado poeta, moralista y teólogo Edward Young de entre los auténticos representantes del sentimentalismo dieciochesco: el autor de Atala no encontraba el estilo de Young suficientemente personal, y el prologuista de El moro expósito no encontraba la melancolía de Young nada convincente -pecado imperdonable en la escuela a la que los eruditos arbitrariamente le han hecho pertenecer-: «en general, lejos de estar poseído de la melancolía que quiere aparentar, [Young] trata de lucir su ingenio y su imaginación a punto de dar a su melancolía trazas de no digna de otro título que del de grotesca» (Lit. XVIII, 107 y 108).

Si los juicios de Galiano sobre escritores individuales del XVIII son por la mayor parte justos, es porque se formulaban tomando en cuenta los valores universales (recuérdese esa «visión filosófica») a la par que las características particulares: «en el día -explica Antonio- no es posible examinar la literatura en sí misma solamente; que si los críticos de otro tiempo la contemplaban aparte de otras consideraciones, y no tomaban en cuenta el estado de la sociedad a que la misma literatura se acomodaba, no es éste el espíritu del presente siglo, en el cual el trascendentalismo, más osado que la crítica anterior, o en el cual la estética procura examinar el interior, el alma que anima a los escritos, queriendo tomar en cuenta todas las particularidades que forman las producciones del entendimiento» (Lit. XVIII, 8). Con el contenido y la terminología de este pasaje se subraya una vez más la modernidad del pensamiento de Galiano.

El texto de estética que tenemos delante es quizá el primero en lengua española. El alemán Baumgarten inventó el término ya en el moderno sentido de crítica del gusto o teoría de lo bello en su obra Aesthetica (Francfort del Oder, 1750-1758). Tardó esta voz hasta 1832 en introducirse en la lengua inglesa, según se ve por los pasajes fechados reproducidos en el Oxford English Dictionary. La palabra apareció por primera vez en francés en un texto de 1753 relativo a su invención tres años antes por Baumgarten: me refiero a las olvidadas Dissertations philosophiques (París, 1753), de Louis Beausobre, miembro de una familia de pastores protestantes franceses radicada en Berlín, en cuya página 163 se lee: «Cette science du beau, ou, si l'on veut, cette philosophie du sentiment que Baumgarten appela l'esthétique, est enseignée avec beaucoup d'importance et d'éclat dans les universités allemandes»; mas los primeros críticos franceses en generalizar su uso fueron Ernest Renan (1823-1892) e Hippolyte Taine (1828-1893), como se desprende de los ejemplos citados en las diversas versiones del Dictionnaire alphabétique et analogique de la langue française de Paul Robert. Joan Corominas, en su Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana, apunta que estético y sus derivados no se hallan registrados todavía en la edición de 1843 del diccionario académico y que se retarda su admisión oficial al léxico quizá hasta la edición de 1884, en la que, en todo caso, ya figuran. Después del ejemplo de 1845 de Alcalá Galiano, quizás sean los próximos los que se hallan en el título y el texto del libro Principios de estética, de Manuel Milá y Fontanals (Barcelona, Imprenta del Diario de Barcelona, 1857). Por todo lo cual se manifiesta en forma tan concreta como elocuente que, en la crítica literaria, Alcalá Galiano está completamente a la altura de su tiempo, y lo está merced en gran parte a esa postura filosófica que le capacita para vencer las estrechas parcialidades de las diversas escuelas literarias.





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