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Algunos homenajes a Miguel Hernández en el exilio republicano español de 1943

Manuel Aznar Soler

Para Cecilio Alonso

Miguel Hernández, cautivo y desarmado, fue en 1939 un vencido republicano que tuvo la desgracia de no poder exiliarse, es decir, de tratar de exiliarse por la frontera portuguesa. Devuelto por la policía del dictador Oliveira Solazar a la policía franquista1, el 4 de mayo de 1939 se inicia la geografía carcelaria del poeta hasta su muerte, ocurrida el 28 de marzo de 1942 en la prisión del Reformatorio de Adultos de Alicante.

La muerte de Miguel Hernández fue valorada por el exilio republicano como la muerte de un poeta que, como Federico García Lorca o Antonio Machado, se convirtió inmediatamente en símbolo antifranquista. Porque, en efecto, si el asesinato de García Lorca el 19 de agosto de 1936 había constituido la imagen más negra de la barbarie fascista durante la guerra civil y si Antonio Machado había fallecido el 22 de febrero de 1939 en su exilio francés de Collioure, enfermo de amargura y de derrota, la muerte de Miguel Hernández en 1942 representó la muerte de un poeta leal a los valores éticos y políticos por los cuales medio millón de republicanos españoles, para escapar a la cárcel o el fusilamiento, habían tenido que exiliarse. Así, García Lorca, Machado y Hernández, tres poetas mártires, iban a constituirse en tres símbolos luminosos de la memoria tricolor, en tres santos de la religión laica republicana.

La personalidad literaria de Miguel Hernández ha merecido lógicamente la atención crítica y el homenaje poético de buena parte de nuestros mejores escritores en el exilio, desde Rafael Alberti a María Zambrano, sin olvidar, entre otros, a Manuel Altolaguirre, Antonio Aparicio, Max Aub, Luis Cernuda, Juan Chabás, Manuel Durán, Juan Gil-Albert, Jacinto-Luis Guereña, Jorge Guillén, José Herrera Petere, Ángel Lázaro, María Teresa León, Jorge Luzuriaga, Pascual Pla y Beltrán, Juan Rejano, José Rubia Barcia, Antonio Sánchez Barbudo, Adolfo Sánchez Vázquez o Arturo Serrano Plaja2. Con motivo de su muerte, silenciada por la prensa franquista, el exilio republicano español organizó homenajes a su memoria en la inmensa mayoría de países de acogida. Pero creo que, además del de La Habana, el celebrado en la República Dominicana es uno de los menos conocidos y, por ello, vale la pena, con las limitaciones de rigor, salvarlo del olvido.

La noticia de la muerte del poeta en una cárcel franquista conmocionó obviamente al exilio republicano español. Sirva como ejemplo la nota anónima que, a modo de introducción a un poema de Francisco Giner de los Ríos sobre Miguel Hernández, publicó entonces la revista Cuadernos Americanos, testimonio de la dura acusación política que merecieron los responsables de la misma:

Miguel Hernández, joven poeta español, murió, hoy se sabe, en una cárcel franquista. Luchador republicano, como sus hermanos los creadores todos, fue condenado a muerte en cuanto terminó la mal llamada guerra civil. Sin embargo, la intervención de una elevadísima autoridad eclesiástica -no española- logró que Miguel Hernández fuera libertado a los pocos días3. Por corto tiempo. Lo que dejó escapar la mano derecha fue aprehendido sin tardanza por la siniestra. Y para evitar nuevas intervenciones fue esta vez condenado a cadena perpetua, «solamente».

En el presidio de Ocaña, Miguel Hernández padeció a fines del año pasado una fiebre tifoidea que la fortaleza de su organismo logró vencer. Gracias, según parece, a la recomendación de la embajada de Chile, fue posteriormente trasladado a la cárcel de Alicante. Mas debido al desgaste causado en su naturaleza por las penalidades sufridas primero durante la guerra, luego en presidio, y sobre todo a la falta de tratamiento adecuado, Miguel Hernández fue víctima de una violenta tuberculosis. Nuevamente la Embajada de Chile -que una vez más se ha hecho acreedora a la gratitud de los españoles bien nacidos- solicitó que Miguel Hernández fuera trasladado a un sanatorio. De este modo intentaba salvar la vida del poeta joven que, por representar más auténticamente que ningún otro la elocuencia lírica del verdadero pueblo español, permitía cifrar en su porvenir particulares esperanzas. No se le hizo caso. La enfermedad protegida por los metódicos carceleros, pudo, pues, cebarse a su sabor en aquel organismo antes robusto, hasta consumar el 28 de marzo el estrago apetecido. Los que dieron muerte a Federico García Lorca han podido ante el cadáver de Miguel Hernández, nueva edición del poeta asesinado, alzar las manos diciendo: «Conste que no hemos sido nosotros...».

En vano. La alevosía oficialmente controlada con que se ha procurado la muerte de Miguel Hernández vuelve a condenar, con mayor severidad que nunca, a los asesinos de García Lorca. Monstruosa situación política que, ufanándose de una mentida hispanidad, así extermina a los más puros representantes del verbo español: sus poetas4.


Con motivo de su muerte, en la inmensa mayoría de los países de acogida se sucedieron los homenajes al poeta por parte de los exiliados republicanos españoles, tanto en Europa como en América. Y, en este sentido, los años 1942 y 1943 fueron obviamente los más importantes. En efecto, «un hermoso acto en homenaje a la memoria de Miguel Hernández, el gran poeta español muerto en una cárcel franquista», se celebró el 20 de enero de 1943 «en el salón de recepciones del Municipio de La Habana», organizado por «el Frente Nacional Antifascista y el Comité de Homenaje a Miguel Hernández». En este homenaje, participaron los exiliados republicanos españoles Juan Chabás y Félix Montiel, así como los cubanos Nicolás Guillén, Juan Marinello y Enrique Serpa:

Estuvieron presentes las misiones diplomáticas de Chile, México y el Perú en las personas de los escritores Manuel Eduardo Hubner, José Gorostiza y Pablo Abril de Vivero. La Banda Municipal ejecutó los himnos Nacional y de Riego. Leyeron estudios sobre Miguel Hernández, tres escritores cubanos: Nicolás Guillén, Enrique Serpa y Juan Marinello; a nombre de los escritores españoles habló Félix Montiel, diputado de la República y profesor universitario. Paquita Peyró declamó ejemplarmente algunos poemas del poeta-soldado. Después de una cálida adhesión de Hubner en nombre de su tierra, Alejo Carpentier prologó con atinadas palabras la audición de un disco tomado por él de la voz de Miguel Hernández, que el numeroso público escuchó de pie con silenciosa y profunda emoción.


Aquí recogemos el testimonio de aquel acto, para prolongarlo en la relativa perennidad de la letra impresa: las palabras de Guillén y Serpa, de Montiel y de Marinello; unas cuartillas enviadas por Juan Chabás para ser leídas en el homenaje, otras escritas expresamente para este folleto, por José Antonio Portuondo, y un hermoso poema de Ángel Augier. Todos dicen de la devoción cubana hacia la vida y la obra del gran poeta de Viento del pueblo5. Vale la pena comentar brevemente los textos de los dos exiliados republicanos españoles que participaron en este homenaje cubano, Félix Montiel y Juan Chabás, ambos militantes comunistas. Naturalmente, en todos estos homenajes en caliente que el exilio republicano organizó en 1942 y 1943 al poeta recién muerto, con el telón de fondo de la II Guerra Mundial en la que se estaban enfrentando fascismo internacional y democracia, predomina un tono que, más que a la reflexión crítica sobre su obra, se orienta a una exaltación ética y estética del compromiso de Miguel Hernández con su pueblo en la lucha por la libertad.

Así, «Un poeta víctima del terror franquista», el título que dio a su intervención Félix Montiel, expresa con absoluta claridad el tono de dura acusación política contra los asesinos del poeta, contra «la Falange asesina y antiespañola»:

Nos reúne aquí el sentido universal de la poesía, y el sentido universal de la cultura, y el sentido universal de la lucha que hoy sostenemos unidos -por la cultura y por la libertad- los hombres de toda la tierra.

Poetas como Miguel Hernández sólo se dan en el seno del pueblo y al calor de una lucha emancipadora como la nuestra. Miguel Hernández, soldado y poeta español, es un hijo del pueblo, y un hijo de su pueblo.


Montiel menciona a Ludwig Renn, «escritor alemán y soldado alemán», como ejemplo de internacionalismo militante en la medida en que combatió en la I Guerra Mundial como tal soldado alemán, pero luchó durante la guerra civil española como soldado voluntario en las brigadas internacionales. Y, además de Renn, precisamente en La Habana, no puede dejar de elogiar Montiel a «un joven escritor de Cuba [...], admirable ejemplo de valentía y de sacrificio por la causa de la libertad, vuestro Pablo de la Torriente, vuestro y nuestro también». El concepto gramsciano de tradición nacional-popular le sirve a Montiel para insertar la poesía de Miguel Hernández en la tradición del Romancero popular español -«Sus versos son los nuevos cantares de gesta de la independencia española»- y, con la memoria del asesinato de Federico García Lorca, para acusar políticamente a los verdugos del poeta de Viento del pueblo:

La muerte de Miguel Hernández descubre ante la conciencia del mundo el cuadro sangriento de crimen y de terror en que Franco y la Falange han sumido a nuestra Patria.

La guerra de España comienza con la muerte de un poeta y termina con la muerte de otro. Uno de nuestros más grandes poetas españoles, el poeta de Granada Federico García Lorca, cae asesinado al iniciarse la guerra. Otro gran poeta español, poeta andaluz y castellano al mismo tiempo, don Antonio Machado, cae -podríamos decir también, asesinado- al final de la guerra.

Ahora, Miguel Hernández.


La muerte de Miguel Hernández, sin embargo, es una muerte fecundante -«El nombre de Miguel Hernández debe unirnos, y recordarnos el deber de salvar a tantos miles de hombres de la amenaza de muerte que pesa sobre ellos»-, porque el poeta se ha convertido ya en un símbolo antifascista que ni ha sido olvidado en el presente ni va a poder olvidarse en el futuro, un símbolo de la lucha antifascista que sigue vivo en la memoria y en la conciencia del pueblo. Y la mejor manera de honrar su memoria, sostiene Monfiel, consiste en continuar su lucha contra el fascismo internacional en defensa de la cultura y de la libertad:

En realidad, Miguel Hernández no ha muerto. Miguel Hernández es su lucha y su poesía. Si hubiera muerto no tendría sentido este acto. Los hombres no se reúnen para recordar a los que mueren. Los hombres recuerdan a los que no mueren.

Miguel Hernández vive porque su lucha y su poesía viven en nosotros, en cada hombre que atiza el mismo fuego que encendieron sus versos y su vida de soldado. Esa nueva vida de Miguel Hernández -como la vida de todos los hombres eternos- depende de nosotros. [...] Luchemos para que la poesía, la cultura, la libertad, no perezcan en esta oleada de crimen y terror. Salvemos unidos la libertad y la cultura6.


Juan Chabás, narrador, poeta, crítico literario y teatral, ensayista e historiador literario, envió un texto que se leyó en el homenaje de La Habana porque ese mismo día 20 de enero de 1943 tenía que pronunciar una conferencia sobre Miguel Hernández en la ciudad cubana de Trinidad. Chabás, escritor y miliciano combatiente, coincidió con Miguel Hernández durante la guerra y por ello evoca en el inicio de su texto su último encuentro con el poeta:

Le vi, por última vez, hace siete años. [...] Vi por última vez a Miguel Hernández el día 7 de enero de 1937. Hacía seis madrugadas que mi batallón había reconquistado Adamuz, la clara y antigua ciudad andaluza. [...] Es un paisaje sereno y sencillo; pero yo no podré recordarlo nunca con sosiego. Contra el tronco de uno de esos olivos, el cuerpo de una mujer joven, muerta y en pie, desnudo, estaba clavado por una espada. [...] Aquel muerto silencioso tenía más fuerza que todo clamor: porque estaba clamando y gritando un horror más fuerte y espantoso que aquella muerte. Estaba gritando el horror de un niño, muerto, asesinado como la mujer, sostenido contra el pecho de la mujer por la misma espada. El crimen fue cometido por un oficial del Ejército de Franco. Lo denunciaba la espada, en cuya empuñadura se anudaban los alamares de teniente.

Miguel Hernández llegó al frente de Córdoba, hasta Adamuz, por esa carretera. Yo le mostré la sepultura de aquella mujer y aquel niño, labrada por soldados del batallón Villafranca. Le relaté cómo había encontrado sus cuerpos.

Cuando yo recuerdo ahora a Miguel Hernández, siempre le veo con los ojos muy abiertos ante mí, nublándosele poco a poco el azul tan claro de su mirada. Estuvo un momento muy quieto, silencioso, apretando con rabia entre los labios su silencio. De pronto, levantó ambos brazos, cerró fuertemente los puños y gritó: ¡Canallas!

La muerte de Miguel Hernández exclama para siempre esas palabras contra los asesinos falangistas.


El horror de la barbarie fascista se evidencia con ese doble asesinato de madre e hijo en el pueblo andaluz de Adamuz, un asesinato perpetrado con inhumana sangre fría por un teniente canalla. Y Chabás se apresura a calificar la muerte del poeta en una cárcel franquista como otra nueva canallada, como un nuevo capítulo de la cruel y sistemática represión contra los republicanos vencidos, porque «este crimen que hoy condenamos al evocar la muerte de Miguel, es un episodio más del crimen fascista, falangista, contra la poesía, contra la cultura, contra el hombre»:

¡De Federico García Lorca a Miguel Hernández (dos voces profundas de España, de la España creadora y popular, de nuestra España eterna), qué inmensa desgarradura de vidas, qué aciaga y bestial sembradura de muerte sobre España!

No dejemos que la sangre de esta sembradura de muerte se haga barro. ¡Que se encienda en llama, que arde y abrase a los asesinos! Esa llama debe ser encendida y avivada por nuestra lucha contra el terror, cada día creciente en España porque él es el arma fascista con la cual quiere Franco arrastrar a nuestra Patria a la muerte en la guerra hitleriana. [...]

Impidamos nosotros que Miguel Hernández, voz de España, caído por España y por la poesía, se quede en la muerte. Hagamos que salte por encima de la muerte. Que esa muerte sea para nosotros un mandato. El mandato de unirnos, por salvación de los hijos de España, por la vida de España, de esa España inmortal y verdadera, profunda y nuestra que supieron contener, expresar, iluminar y llevar en el corazón García Lorca y Miguel Hernández, los dos grandes corazones asesinados de la poesía de España7.


Una carga pasional, entre literatura y política y con el telón de fondo de la II Guerra Mundial, impregnó las palabras y los corazones de todos los asistentes a aquel homenaje cubano al poeta Miguel Hernández. Y la misma carga de emotividad colectiva y la misma temperatura pasional debió tener, sin duda, el homenaje que el 22 de mayo de 1943 se celebró en el Ateneo Dominicano, homenaje que la revista Democracia comentó con estas palabras:

El sábado día 22 de mayo, se celebró en los Salones del Ateneo Dominicano, gentilmente cedidos por la Directiva de dicho centro cultural para este fin, el homenaje que un grupo de intelectuales dominicanos y españoles tributó al joven poeta Miguel Hernández, uno de los más positivos valores de la joven poesía española, fallecido hace varios meses en una cárcel de Alicante (España).


Actos análogos al celebrado en Ciudad Trujillo tuvieron efecto en las más importantes capitales hispanoamericanas. En Buenos Aires, La Habana, México, Santiago de Chile, etc. Los intelectuales españoles, calurosamente apoyados por los intelectuales de cada uno de los mencionados países, rindieron sentidos tributos de admiración al poeta español Miguel Hernández.

En el Ateneo Dominicano, cuya amplia sala de conferencias se encontraba totalmente llena de público, hicieron uso de la palabra los poetas Luis Scheker8 y Jesús Poveda y los escritores Manuel Valldeperes y Vicente Llorens, habiendo declamado varias poesías de Miguel Hernández, Ruddy del Moral9, actualmente profesor de declamación del Conservatorio Nacional.

A partir de este número -y no pudiéndolo hacer simultáneamente, por carencia de espacio- comenzamos la publicación íntegra de los trabajos leídos en el referido acto10.

Aclaremos que Democracia fue un «semanario hispanoamericano» cuyo primer número apareció el sábado 31 de enero de 1942 en la capital de la República Dominicana -llamada entonces Ciudad Trujillo y hoy Santo Domingo-, revista que Vicente Llorens afirma que «representaba a republicanos y socialistas» y que «más que otros periódicos Democracia ofrecía abundantes informaciones sobre las actividades de los emigrados en Santo Domingo publicando entrevistas, reseñas de sus libros, conferencias y exposiciones. En este sentido constituye una de las mejores crónicas de la emigración, avalorada por la parte gráfica»11.

No es de extrañar, por tanto, que este homenaje a Miguel Hernández mereciera una atención particular por parte de Democracia, revista en la que se publicaron en dos entregas los textos íntegros de las intervenciones de los exiliados republicanos españoles Jesús Poveda, Vicente Llorens y Manuel Valldeperes, así como un poema del poeta dominicano Luis Scheker. Vale la pena transcribir, siquiera fragmentariamente estos textos en el mismo orden en que aparecen en Democracia, pero por razones obvias de espacio voy a limitarme únicamente a los dos primeros.

Jesús Poveda Mellado, nacido en Murcia en 1912 pero que vivió en Orihuela desde 1914, fue unos de los editores en este pueblo alicantino de una revista titulada Silbo, de la que llegarían a imprimirse sus dos primeros números, fechados en Orihuela en mayo y junio de 1936: «una hoja de poesía en colores verde-azul-amarillo-rosa, que llevaría siempre trabajos inéditos de los mejores poetas de España, de lo cual se encargaría desde Madrid nuestro hermano Miguel»12. En su exilio mexicano, Jesús Poveda publicó un libro sobre el poeta, fechado en diciembre de 1974 en Cuernavaca que, en rigor, no son sino sus memorias, vinculadas siempre a la evocación de su amistad con Miguel Hernández en aquella Orihuela de la que hubo de exiliarse. Voluntario en un batallón de milicias en Madrid y miembro activo de la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura, conoció en su sede madrileña a algunos escritores amigos de Miguel Hernández13 y, en este sentido, resulta muy significativo que se publiquen poemas suyos en Nueva Cultura, órgano de expresión de la Aliança valenciana14. Tras ser testigo de la boda civil entre Miguel Hernández y Josefina Manresa, se incorporó en Alicante al Ejército Popular, siendo destinado a la XV Brigada Mixta. Su división, tras la derrota en la batalla del Ebro, se retiró hasta Figueres y atravesó la frontera francesa en febrero de 1939. Internado en el campo de concentración de Saint-Cyprien, gracias a la intervención del Comité Británico para Ayuda a los Refugiados Españoles consiguió trasladarse a Perpignan y, posteriormente, a Toulouse. Meses después, ya «en plena Segunda Guerra Mundial, emprendimos mi mujer y yo el viaje hacia esta América desde Burdeos, en la cubierta del vapor francés Cuba»15. Un barco que le llevaría junto a su mujer, Josefina Fenoll -hermana de Carlos Fenoll y exnovia de Ramón Sijé-, a la República Dominicana, donde publicó en 1940 un libro poético titulado Sobre la misma tierra. Poveda permaneció exiliado en la capital dominicana hasta 1944, fecha en la que se trasladó junto a su familia a México. Tras su regreso a una España ya democrática, murió en 1998 en la localidad alicantina de Torrevieja, aunque fue enterrado en Orihuela.

Una vez reconstruida, con la brevedad debida, la biografía del exiliado republicano Jesús Poveda, vale la pena transcribir fragmentariamente su texto, que proporciona datos biográficos de primera mano sobre Miguel Hernández:

El año de 1911 [sic], en la ciudad de Orihuela, provincia de Alicante (España), nació el poeta Miguel Hernández Gilabert. Este poeta, cuyo recuerdo os traemos ahora, fue tan humilde en la vida como grande en el amor a nuestra Patria. Muchos son los que han dejado de vivir desde julio de 1936 hasta nuestra hora, llevándose a España en su corazón. Miguel Hernández, que ha muerto tuberculoso en una cárcel levantina, tengo para mí que, entre sus últimos suspiros, habrá dado también aquel con que finalizara, con dos estupendos versos, uno de sus más sentidos y maravillosos romances de guerra:

¡Ay, España de mi vida!

¡Ay, España de mi muerte!16


El poeta Miguel Hernández era hijo de una vieja familia de cabreros, laboriosos, humildes, honrados, a la manera tradicional con que en España se tiene a gala la laboriosidad y la honradez. La casa en que nació está pegada a la sierra de Orihuela...[...].

Hacia finales del año 33 marchó a Madrid, no a su gusto, sino instigado por nosotros. José Bergamín, que a la sazón dirigía la revista literaria Cruz y Raya, le publicó el auto sacramental titulado Quién te ha visto y quién te ve o sombra de lo que eras. Y en esta Revista, y con este trabajo poético, se dio a conocer Miguel Hernández en la capital de España. Llamó la atención su poesía, y a los que le conocieron les sorprendió no poco la humildad y sencillez del poeta, tímido como un chiquillo y noble y bueno de sentimientos. El maestro Juan Ramón Jiménez, con frase magistral que le distingue y le distinguió en seguida de entre los demás jóvenes poetas españoles, le llamó, cuando se lo presentaron, «el sorprendente muchacho de Orihuela». El poeta que evocamos esta noche fue eso en la capital de España: un muchachote sorprendente, que más bien inspiraba sospechas de que fuera o no un poeta ciertamente. Perdonad que os cuente esta anécdota de su vida, que os dará idea de lo que os digo: Se hallaban una tarde a orillas del río Manzanares la pintora Maruja Mallo y nuestro poeta. Aquélla dibujaba y éste esbozaba una escena para su obra teatral, en verso, El labrador de más aire. Se les presentó la Guardia Civil y los sometieron a un desagradable interrogatorio, porque dudaban de si eran o no gente de orden... Y se convencieron, en efecto, de que Maruja Mallo era dibujante, pero no de que aquel muchachote con aires de campesino era en verdad «un» poeta. La Benemérita ojeó las cuartillas que llevaba escritas Miguel Hernández, y como leyeran lo que se pone en toda obra de teatro, es decir, «interior de una habitación..., a un lado una mesa, a otro, una silla; aquí una ventana; allá una puerta», no había duda, lo tomaron por un vulgar ladronzuelo y, tras de darle una enorme paliza, lo condujeron de mala manera al cuartelillo. La prensa madrileña, al día siguiente, publicó una enérgica protesta suscrita por poetas, escritores, artistas y otros intelectuales de prestigio17.

Antes de la guerra civil española, publicó Miguel Hernández su libro de sonetos El rayo que no cesa. Este nuevo libro que, a mi entender, es la mejor obra que nos dejó el poeta, le valió el reconocimiento absoluto de la crítica y de los hombres de letras. Don José Ortega y Gasset, director de la Revista de Occidente, pidió por carta colaboración a Miguel Hernández para la Revista. Asimismo, recibió por entonces el ofrecimiento del gran periódico madrileño El Sol. Pablo Neruda, el poeta chileno que hacía de cónsul en Madrid, amigo íntimo de Hernández, le publicó en Caballo Verde su poema -el único que existe de él en verso libre- «Vecino de la muerte»18. Y hasta el popularísimo doctor Marañón, que hace escapadas con mucha frecuencia al mundo de las letras, se dignó escribir a Miguel Hernández ofreciéndole su amistad incondicional y felicitándole por su maravilloso libro de sonetos, del cual le dijo además «que se lo había leído de un tirón y que le había producido verdadero gozo». Con lo cual, a nosotros, humildes compañeros suyos en «Oleza», nos dijo en una carta llena de entusiasmo que «hasta los sabios se le habían ofrecido»...

Hijo del pueblo, este poeta de la hermosa y fecunda vega de Orihuela, se manifestó mucho antes de nuestra guerra civil como hombre liberal que odiaba profundamente al fascismo. Y así le vimos, apenas estallada la lucha entre pueblo y fascistas, irse con los suyos, con los de su casta, que son y serán más grandes de corazón y más puros españoles. Peleó desde el primer momento en los frentes de Madrid. Como poeta, se distinguió en la guerra más que ningún otro. Sus romances y poemas inspirados en la lucha se hicieron conocer pronto en todos los frentes de batalla y él mismo los recitó hasta en las propias trincheras. Más de una vez estuvo a punto de perder la vida. Hallándose presente en la célebre resistencia que hizo el enemigo en el histórico santuario de la Virgen de la Cabeza, en Andújar, dejó los versos y empuñó el fusil, con ganas y entusiasmo de vivir o morir en la contienda.

Miguel Hernández fue el poeta encendido de fe, de entusiasmo verdadero, de amor a los humildes y a su España. Fue el poeta, repito, que más se hizo apreciar de los soldados republicanos por su poesía y su gran arrojo. Los poemas que escribió durante la guerra son de una vehemencia ilimitada; él era apasionado hasta el colmo, berroqueño, pero humano y varonil. Se distingue de sus coetáneos por su lenguaje sencillo, sin amaneramiento, y porque la forma de construir el verso, no sólo en la medida sino en el tono, tiene en él esa voluntariosa influencia de nuestros clásicos. Respetaba la rima y odiaba lo afectado y cursi.

Miguel Hernández, joven poeta español que ha desaparecido en España en situación harto dolorosa, joven amigo muerto a los 31 años de vida, habrá muerto, sí, humillado, pero no vencido. Su espíritu está en pie de lucha, que es su recuerdo eterno y su amistad verdadera a través del tiempo y de la poesía que nos deja.

Tierra era él de su tierra y sangre de su sangre.

Exclamemos también nosotros, al evocarle:

¡Ay, España de mi vida!

¡Ay, España de mi muerte!19



El exiliado republicano Vicente Llorens, el mejor historiador de nuestros exilios culturales españoles20, profesor entonces de la Universidad de Santo Domingo y autor además de un libro de memorias en que relata aquellos años de su exilio dominicano21, fue otro de los participantes españoles en este homenaje a Miguel Hernández. Discípulo de Pedro Salinas en el Centro de Estudios Históricos de Madrid22, su intervención, lejos del biografismo, la reivindicación política o las anécdotas personales, se centra en la reflexión sobre el sentido que la imagen de la sangre tiene en los versos del poeta. Vale la pena transcribir, también fragmentariamente, este texto de Vicente Llorens, olvidado hasta ahora igualmente por los investigadores y estudiosos:

Una de las notas más características de la poesía de Miguel Hernández es, sin duda alguna, la frecuente presencia de la sangre. Y no tan sólo en el poema que lleva significativamente el título de «Sino sangriento». Por dondequiera, los versos de Hernández rezuman sangre: sangre que fluye a borbotones, corre violenta y se desborda impetuosa.

Lo más sorprendente, sin embargo, no es la propia abundancia de lo sangriento, sino su peculiar significación, su valor como imagen dentro de la tradición poética. Pues la sangre como elemento o motivo poético es tan antigua como la misma poesía. Y si exploramos nuestra literatura moderna, encontraremos que desde el romanticismo -desde la «sangrienta lágrima de fuego» esproncediana, que tanto entusiasmaba a Federico García Lorca- hasta nuestros días, existe toda una poesía española teñida de sangre. El propio García Lorca nos ofrece ejemplos poéticamente espléndidos, desde la sangre vertida por sus gitanos a orillas del Guadalquivir, hasta la que empapa el cuerpo agonizante de Ignacio Sánchez Mejías; para no hablar de sus obras dramáticas. Pero toda ésta es una sangre natural, sin otra significación que la corriente: la líquida materia, roja y densa, que circula por nuestras venas o que brota del cuerpo herido. Y si poéticamente ha sido representada de modo nada natural, sino muy metafórico, ya como púrpura, ya como clavel, no por eso pierde en la mayoría de los casos su concreción material.

De ella tenemos ejemplo en Miguel Hernández, en sus poemas de guerra principalmente. Pero hay en su poesía otra sangre diversa. Hablando en términos literarios diríamos que esa sangre no es épica ni dramática, sino esencialmente lírica. Ni necesita verterse. Lo sangriento se hace más bien sanguíneo, y además se desmaterializa cobrando más profunda significación. [...].

Éste es precisamente el sentido poético que encontramos desarrollado en Miguel Hernández cuando exclama en su evocación de Garcilaso:

Hay en su sangre fértil y distante

un enjambre de heridas:

diez de soldado y las demás de amante23


bien claro se ve que el vocablo ha sufrido una esencial alteración en su significado. Aquí no es la sangre la que brota de la herida, sino que, por el contrario, las heridas han sido hechas a la propia sangre. ¿Qué significa esto? No hay duda: esa sangre ha perdido una de sus cualidades esenciales: ha dejado de ser líquida y se ha convertido en carne. El poeta nos lo confirma con este otro ejemplo:

Un edificio soy de sangre y yeso

que se derriba él mismo y se levanta

sobre andamios de hueso24


Carne, pues; pero tan palpitante y viva que ya no representa nada material y corpóreo opuesto al espíritu. Más bien es ese mismo espíritu, ese hálito vivificador del cuerpo precisamente, lo que no es simple yeso. La poesía romántica, al contraponer a lo racional lo afectivo, había desgastado excesivamente la palabra corazón. Ahora la vemos substituida por la de la sangre. Una sangre que en la poesía tradicional era anuncio de muerte y expresión de dolor, y que en los nuevos poetas es palpitación de vida, aunque el dolor persista.

Este concepto poético que de la sangre tiene Hernández reaparece también en su visión de la naturaleza. Hernández fue auténtico hombre del campo. Hay en sus versos un vocabulario rústico y un sabor campestre de matices muy diversos a los de otros poetas penetrados igualmente de savia campesina. Pero lo más notable es que a su campo le falta un elemento esencial. Es un campo sin agua.

El agua ha sido siempre uno de los elementos esenciales en toda imagen poética de la naturaleza. En cualesquiera de sus formas: mar, río, lago, fuente o lluvia. La predilección por una u otra de esas formas es ya un indicio de diferente sensibilidad. Desde las fontanas de Petrarca y las riberas renacentistas hasta los lagos románticos y la lluvia sentimental de Verlaine hay toda una compleja evolución poética. Dentro del sentimiento moderno de la naturaleza, el agua adquiere significación profunda. Para Unamuno es como el alma, como la conciencia del paisaje.

Si el paisaje de Hernández carece de agua no es tampoco porque sea un paisaje de tierras desoladas y áridas. Su campo, sin rocas ni arenales, no es seco, sino jugoso. Lo que ocurre es que en él el agua ha sido sustituida por la sangre.

Los torrentes y los ríos que corren por ese campo son de sangre.

Para Hernández el agua es sangre porque tiene para la tierra la misma función vivificadora que la sangre para el cuerpo. En él, también el agua sigue siendo el alma del paisaje, mas no por lo que haya en ella de misterioso y de profundo, sino por lo que tiene de sustancia fecundadora. Por eso precisamente se ha transformado en sangre.

Ésta es una visión de verdadero hombre del campo, y concretamente de aquellas tierras del sudeste español donde el agua nutre y fertiliza el campo a través de acequias, que son sus arterias, y se pierde en él regándolo profundamente, como la sangre riega nuestro organismo. Si hay en Miguel Hernández algunos giros o expresiones que delatan su procedencia comarcal, no menos lo declara esa su visión campesina de la naturaleza.

Si queremos destacar mejor esa y otras notas de su poesía, recordemos el paisaje de su admirado y admirable Garcilaso, cuya influencia en él y en gran parte de los poetas de su generación es manifiesta. En el paisaje de Garcilaso, estilizado y sereno, los valles, los árboles y los prados se reflejan límpidos en la suave corriente que les sirve de espejo. En él hay, no obstante, ciertas reminiscencias literarias, la nitidez de las altas y escuetas tierras castellanas. El paisaje de Hernández es de tierras bajas y abundosas, cuyas aguas fluyen densas y turbias, y donde los prados tersos se han transformado en sucia grama. Las aguas no corren aquí serenas, sino agitadas y febrilmente; el arroyo se ha hecho torrente y el río inundación. El agua de Garcilaso, que con su idealización renacentista no es sino puro cristal, en Hernández se ha convertido del todo en sangre rugiente y apasionada25.


El poeta Miguel Hernández, militante comunista26, fue uno más de aquellos poetas «leales»27 que mantuvieron sus convicciones republicanas hasta la muerte. Y por ello, el poeta Miguel Hernández se convirtió, desde el 28 de marzo de 1942, en un símbolo de la resistencia antifranquista no solo para todo el exilio republicano español de 1939, sino también para todo vencido republicano en el «insilio» de la España interior, sin distinción de ideologías: para socialistas y anarquistas, republicanos, comunistas, trotskistas y, en definitiva, para todos los antifascistas del mundo, más allá de fronteras28 y de lenguas29.