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Algunos modos de vivir o de morir


Mariano Sánchez Soler



«Choosin' the way to die makes no difference.
Choosin' how to live, that's the hard part» .


ROBERT RYAN
en Colorado Jim, de Anthony Mann
               







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Alguien tiene que hacerlo

Desde el cuello y a través del pecho, las virutas de sudor resbalaron con parsimoniosa lentitud. Trabajaba a destajo, respirando aquel ambiente empalagoso y narcótico, refrescado por la humedad de los grifos y el helor de las cámaras frigoríficas. «No es un oficio agradable», se dijo.

Para llegar hasta allí, como cada día, había atravesado la ciudad en Metro y surcado un remolino de pasillos jalonados de goteras. Con el periódico bajo el brazo buscaba siempre los asientos Reservados para Caballeros Mutilados. De inmediato, desplegaba las páginas deportivas y, sin mostrar emoción, leía los titulares con ojos apaciblemente cansados. «Van a recibir lo que se merecen: les haremos que mastiquen el césped». De vez en cuando, zarandeado por el vaivén del tren, alzaba la mirada para observar, con expresión melancólica, a la muchacha más cercana que apenas se fijaba en él. Entonces, se limpiaba las uñas mecánicamente y repasaba aquellas manos suyas, abiertas y fornidas, tan adecuadas para un trabajo semejante.

Cada mañana su delantal blanco cambiaba de color, hasta quedar totalmente tintado en rojo. «Ser matarife no es un oficio agradable -se repetía, melancólico-, pero alguien tiene que hacerlo». Dentro del modernizado Matadero Municipal, en las naves electrónicas de reciente construcción, los nuevos matarifes como él separaban miembros al ritmo de estratégicas rumbas flamencas y bajo arreglos orquestales de caducas sinfonías. Con la Crisis, era preciso descuartizar a demasiadas personas.




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Safari

Para Ana Paula.



Con la sintonía final, los pajarracos nocturnos éramos obligados a desalojar el Nuevo Café, un antro remozado que, de puro milagro, no se había convertido en una hamburguesería de McDonalds. Las sillas repintadas descansaban ya encima de las mesas, sobre un mármol limpio de huellas dactilares o inmaculado de penas. Nosotros, los últimos, mostrábamos un cansancio rebelde al desmoronamiento, aunque las ojeras y el destello sudoroso fueran el escaparate de nuestros rostros; la prueba de que, con el alcohol metido entre pecho y espalda, habíamos hablado demasiado de nosotros mismos y casi nada de la Humanidad. En esencia, el único desplomado era yo.

-¡Vamos a un sitio donde ponen música africana! -propusisteis con entusiasmo.

-¿Ahora? -inquirí contrariado.

-Sólo un rato, hasta que cierren.

El gran reloj marcaba las cinco de la madrugada y, ante su trágica visión, quise resistirme girando los brazos como si fueran las aspas de un molino. Pero mis sagitas escaparon de su eje y se clavaron en las baldosas del suelo recién fregado. Entre protestas, como quien envuelve un paquete, me dejé llevar. Realmente, no pretendía ni mucho menos convenceros de que era mejor irse a la cama y llegué a la conclusión, sobre la marcha, de que valía la pena hipotecar mi sueño para ganar vuestra amistad.

-¡Es como entrar en África! ¡Ya veréis!

Y no era preciso andar demasiado. África estaba cerca, oliendo a mar, entre las calle del barrio. OKUME. Bajo aquel rótulo luminoso nada denotaba qué safaris podía depararnos un sótano. ¿Qué misterios exóticos podía guardar? El portero, lejos de los atuendos bantúes, era un señor uniformado que, al saludarnos, desplegó un marcado acento gallego. Su piel era blanca y sus jarreteras tan doradas como las de un general prusiano. Fue vuestra primera decepción que, por una vez, no compartí en absoluto. Mientras descendíamos por unas escaleras alfombradas de rojo mórbido, yo reía ante cualquier comentario jocoso. Con mis ojos muy abiertos, agudizando el oído para sentir el aleteo de las aves huidizas o las malezas agitadas por algún depredador, bajé al Continente Negro con la sabia precaución que me caracteriza. Las verdes colinas de África, tus besos que son montañas como elefantes blancos, el tam-tam... ¡Sí, era el tam-tam enlatado por la energía eléctrica, las luces tintineantes y la ginebra de garrafa! Allí estaban las sucias planicies de la General Motors, la sabana de Tergal, los leones de papel-aluminio y la música intercontinental del trasvase Zimbaue-Nueva York. Un Africa de música disco, salsitas, mambos y boleros.

«Al menos -pensé- los clientes son de ébano, antracita, lignito y hulla. Bailan muchísimo y sus dientes brillan como luciérnagas de marfil».

OKUME, donde la blancura epidérmica danzaba en la pista como lunares de leche dentro de un agitado solaje de café.

Dejamos atrás nuestro primer aire cohibido y nos acomodamos en unos butacones de skay granate. El camarero negro, vestido con una impecable camisa blanca, puso sobre nuestra mesa los típicos brebajes metropolitanos: gin-tonics y cuba-libres. Mis ojos se detuvieron en las paredes cubiertas por una brusca arpillera y las cañas marrones de improvisadas chozas fabricadas en Callosa. La voz del disc jockey, tan diferente a los mágicos brujos, nos garantizaba, sin ritos ni conjuros, que aquel rectángulo luminoso era África en Alicante.

-¿Y por qué no? -susurré.

Regresaron las luces tartamudas que siempre tiritan al ritmo de la percusión imparable, y comencé a bailar con alegría y movimientos sinuosos.

Por una vez, nuestros rostros se libraban de la cuerda floja en la que danzábamos constantemente. Traspuesto, bailando con el freno de mano, desengrasé un suspiro amoroso al pensar en ti. Porque te quiero desde aquel año en que te resistías a contagiarte con mi amor. Para mí, eres África de carne y hueso; la de los valles inmensos y vitales por donde corretean libres los más impetuosos deseos de gacela, los rugientes leopardos, los amables leones de tus ojos, esa manera tan tuya de alcanzar las nubes con una simple sonrisa sin águilas. Desde luego, bailando así dancé con mi tristeza. Estabas demasiado lejos de mí, aunque te supiera en El Campello y escuchar tu voz fuera tan simple como marcar un sencillo número de teléfono. Como el Kilimanjaro... mis pensamientos se hallaban de safari por los paraísos perdidos en ti.

-¡Estás en otra galaxia! ¡Vamos, tú! ¡mueve el esqueleto!

Pero volví a sentarme en un rincón y, sabiéndome sólo, dibujé una tenue sonrisa. Exterminé de un trago mi gin-tonic y, con los ojos entornados, me perdí de nuevo en los encantos idiomáticos del suajili.




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Batalla perdida

Con el saxo, sin utilizar palabras ni doctrinas, Sonny Rollins explicaba que una casa no es precisamente un hogar. Y su disertación cálida, de una soledad trasnochadora, lo amortiguaba todo y nos cubría con un barniz brillante, invisible, como la aureola de un santo.

Buscando el rincón más anónimo, me oculté en un extremo de la barra y pedí un cubata de Larios. Tres dedos transparentes y una cascada de Coca-cola estallaron desde la botella de litro. Después lo bebí a sorbos, con una degustación sincera y agradecida.

Todos estaban a mi alrededor, pero el bar seguía vacío. El bullicio no podía romper un silencio interior que me ahogaba en una íntima y turbadora nostalgia a la que Rollins había puesto música. Las puertas de madera, con sus visillos de encaje y su barniz bermellón, estaban presas de un movimiento incesante, un tráfico de cuerpos inquietos.

Sombrío, saqué la cartera con la intención de pagar. Mi vaso estaba ya vacío. «Me hundiré por las empinadas callejuelas del Barrio, entre los gatos escaldados, los geranios y las bolsas de basura». Iba ya a marcharme, cuando su voz me detuvo.

-¡Cuánto tiempo!

-Casi dos años.

Guardé la cartera y miré a la muchacha, esplendorosa y bella como pocas mujeres que había conocido. Su cabello era rubio como las hogueras ardientes. Su rostro preciso y pálido había conducido a que mis antiguos amigos la compararan con la Venus de Botticelli.

-Estás hermosa. Como siempre.

Bebimos dos cervezas con granadina y charlamos del pasado. Con el corazón acelerado vi cómo renacían los viejos fantasmas imprevistos. El alcohol remató los escollos.

-Te voy a decir algo, pero no quiero que lo malinterpretes, -al decir estas palabras, sus ojos tintinearon como los fanales de una barca-. Yo... estaba enamorada de ti; desde pequeña, cuando tú hacías el bachillerato. Fuiste mi primer amor.

Yo la escuchaba boquiabierto, sin dar crédito a mis oídos.

-Pero tú no te enterabas -prosiguió-. Cuando venías a mi casa, sólo pensabas en comer. Cuando salíamos con otras gentes, tú les declarabas la guerra ideológica. ¡Era tan divertida tu ferocidad! Pero en el fondo no te dabas cuenta de nada. Para ti el mundo se acababa en la punta de tus dedos, estaba ensimismado y lo que había más allá no existía.

Murmuré una pequeña maldición al recordar que, entonces, mi vida real era clandestina, peligrosa, comprometida.

-Años después, comenzaste a elaborar esos rollos sobre el capitalismo, la no-moral, la revolución... Yo, sin embargo, tenía una mente soñadora y romántica; creía en la justicia. Tenía diecisiete años. Tú, claro, eras ya un materialista, un positivista encabronado que hablaba de pisar a demasiados hijos de puta.

Tragué saliva mientras ella proseguía su declaración:

-Te fuiste sin darme una oportunidad, sin abrirme las puertas. Yo te quise mucho, aunque tú pasaras de mí como un tractor. Eh, y te aclaro que no quiero reanudar nada. Simplemente deseaba contártelo y como ahora estoy medio borracha...

Apuré la cerveza y mascullé tímidamente sombrío:

-Mujer, la vida a veces...

- Me dejaste pasar.

Bajé la mirada para que no pudiera ver mis pupilas y murmuré para mis adentros: «¡Joder! Tarde o temprano siempre te pasan el recibo».

La música de Sonny Rollins sonó por última vez aquella noche. Las copas huecas y abandonadas se amontonaban junto al fregadero de la barra.

-Un beso.

Ella regresó con su amigo, un barbudo que la esperaba en una mesa próxima, y comenzó una discusión incomprensible desde la distancia. Yo me quedé sólo, envuelto en una neblina de cigarros fumados. Algo tan punzante como un cuchillo de cocina atravesó mi garganta y se me pusieron los ojos vidriosos. Casi dos lágrimas. Entonces maldije a ese tiempo revanchista que nos rinde cuentas a contramano. Pagué y me fui sin decir adiós. «Qué soledad», repetí mientras atravesaba las calles sombrías, junto a los gatos negros, los perros pachones y los cubos de basura. De nuevo en casa, desplegué la tristeza necesaria para sentirme un ser humano. No me importó dejar a mi paso todas las luces encendidas, porque una casa no es siempre un hogar.




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El escritor caníbal

«La primera vez que vi a Terry Lennox, éste estaba borracho, en un Rolls Royce Silver Wraith, frente a la terraza de The Dancers». Cambiando Terry Lennox por Ramón Blau y Los Ángeles por Benidorm... Aquella noche el escritor se dispuso a plagiar. Lo que fuera, incluso a sí mismo si no encontraba nada mejor. Él sabía que aquel cambalache se había convertido en la actividad de moda. Comercial y fructífera para los que robaban palabras escritas por otros. «Plagiaré -se dijo, decidido-, copiaré hasta la última coma. O cómo dicen los artistas pretenciosos, haré un homenaje palabra tras palabra a mis libros favoritos».

Sin perder ni un instante, dejó a un lado El Largo adiós de Raymond Chandler y se lanzó sobre su poblada biblioteca. Tomó en sus manos el ejemplar más vetusto y comenzó a buscar entre sus páginas. Extraería las frases más interesantes, las introduciría en la coctelera del ordenador, camufladas entre hábiles morcillas literarias, y... un corte aquí, un añadido allá... ¿Quién iba a descubrirlo? ¿Quién lee los libros que compra? ¿Cuántos van más allá del texto de contraportada, donde se ofrecen suficientes claves para quedar bien en la tertulia y pontificar sin haber leído? O mejor aún: ¿quién compra libros en este país de analfabetos funcionales?

El escritor comenzó a copiar con ahínco. Aquel párrafo de Cavanilles le venía muy requetebién para ponerlo en boca de un viejo archivero municipal: «Los moradores de Alicante tienen recursos poderosos... El trato familiar y continuo con hombres de todas las regiones de Europa que frecuentan el puerto ha comunicado a los alicantinos trajes y costumbres que apenas se conocen en lo interior del Reyno».

«¿Lo interior del Reyno? -se repitió-. Esto habrá que cambiarlo, y habrá que quitar lo de las regiones». Inmediatamente, ni corto ni perezoso siguió tecleando. Estos pasajes quedaban bien para describir la ciudad de Alicante en las épocas pasadas, pero necesitaba alguna referencia actual, ambiental, que glorificara el paisaje en el que sus personajes perpetrarían un crimen pasional. Abrió un libro tras otro y no tardó en hallar lo que buscaba en una novela de Jean Genet: «Entreabierto, el nombre de Alicante me revelaba el Oriente, y a eso del amanecer tuve la revelación del misterio de la ciudad y el nombre. Al borde de un mar tranquilo y, hundiéndose en él, unas montañas blancas, unas cuantas palmeras, algunas casas, el puerto y, en el sol naciente, un aire luminoso y fresco».

«¡Bien!», -exclamó el nervioso escritor. «¡Por ahí va la cosa!». Después de haber creado cinco novelas, tres poemarios premiados, siete ensayos de historia actual e infinidad de artículos periodísticos, había comprendido de repente que oír fin estaba en el buen camino. Tantas noches sin dormir, tanto esfuerzo, tanto estudio, tantas horas de creación, de compromiso con la literatura, de dedicación plena a una actividad que más que un oficio es una manera de vivir, y ahora bastaba con plagiar, con ser un tiburón de la palabra intertextual.

Respiró hondo, puso los pies encima de su mesa de trabajo y miró aquellos libros de éxito, editados en tapa dura, que estaban a punto de cambiar su vida. También apiló aquellas grandes novelas subrayadas de puro virtuosismo. Frases enteras de Chandler, Hammett, Thompson, Cervantes, Rulfo, Marsé; de cuentistas sublimes como Calders, Borges, Aldecoa; de periodistas afilados como Mailer; de pensadores críticos a la altura de Chomsky, Marvin Harris, Bobbio, Enzensberger, Castoriadis; de guionistas cinematográficos tan contundentes como Trumbo, Nichols, Milius, Nugent...

«-Mac, ¿has estado enamorado alguna vez?».

«-No. Yo durante toda mi vida he sido un camarero».

Si aquellos destacados personajes públicos, tocados por la fama y el poder, lo habían hecho y, a pesar de haber sido descubiertos, no se les caía la cara de vergüenza, ¿por qué no iba a recurrir al mismo método una persona que, como él, vivía humildemente de la escritura y tenía en sus libros y artículos su única fuente de ingresos? ¿Quién iba a descubrir que impunemente estaba copiando párrafos enteros de autores tan muertos como Genet y Antonio Josef Cavanilles? «¿No estamos en el país que menos lee de Europa? Pues ya sería mala suerte que me descubrieran», concluyó, convencido de que los libros se estaban convirtiendo en instrumentos de intereses totalmente ajenos al placer de la palabra y la literatura. «No hay nada que no tenga solución con un whisky con soda».

Apuró el bourbon a palo seco y puso cara de póquer. Las últimas experiencias plagiarias demostraban que en caso de ser descubierto tampoco iba a pasar nada. Alzó el vaso vacío y brindó a la salud de los grandes maestros plagiarios: una famosísima estrella de la Televisión, un poderosísimo secretario de Estado de Cultura del Gobierno de España, el flamante director de la Biblioteca Nacional, un Molt Honorable presidente autonómico... Intrusos, hipócritas exultantes, mentirosos transparentes... Y copió: «Nunca volví a ver a ninguno de ellos... excepto a los policías. A éstos todavía no se ha inventado la forma de decirles adiós». Palabra de Philip Marlowe.




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El gran cazador blanco

Mármol como marfil moteado, escaleras mecánicas más lentas que los rituales guerreros. De noche, junto al silencio fluorescente, los viajeros esperaban la llegada del siguiente convoy. Aproximándose a los lejos, un retumbar de cascos machacaban los raíles. «Las cebras -pensé-, si no me diera vergüenza, me agacharía para escuchar sus pisadas turbias, pero estos imbéciles acabarían burlándose de mí. Bah, son infelices como estatuas. Será el calor, este maldito bochorno tropical que nos deshidrata el cerebro».

Escondí el libro en el bolsillo de la gabardina. En estas latitudes jamás puede predecirse cuándo lloverá. Somos bajo tierra y el atardecer es para nosotros como si alguien hubiera hecho estallar un depósito de agua sobre nuestras cabezas. Bueno, pues el tren con sus dos ojos luminosos irrumpió desde el túnel. «No corras tanto quise gritarle, que esta es la estación final y las vías se acaban». El conductor estaba enterado de ese detalle porque frenó sin brusquedades, con una precisión milimétrica. Las fauces del hipopótamo perezoso se abrieron con desgana y aburrimiento. Entrad, parecía decirnos, tengo hambre. Éramos cinco viajeros para todo el vagón.

«¡En marcha! ¡Sí, bwana!». Creía que en cualquier momento, al equivocarme de trasbordo y surcar un pasillo desconocido, hallaría la respuesta al misterio de mis últimos años. Quizá en los recovecos del pasadizo Acacias Embajadores, o al descender al fondo de los Cuatro Caminos. Algún día, esta miserable y recóndita ciudad suburbana demostraría que, entre escupitajos y billetes rotos, no todo está contenido por las bóvedas y el cemento.

En Prosperidad terminaron las comodidades. Una marabunta de viajeros lo cubrieron todo como un líquido aceitoso, empujándose para no quedar en el embarcadero abandonados a su suerte. «¡Estos aborígenes!, mascullé agazapado en mi asiento. Yo defendía mi territorio sintiendo una melancólica e inoportuna soledad. Ni siquiera los mosquitos se dignaban a fijarse en mí porque preferían picar a las guapas muchachas azoradas, que pedían socorro con tristeza de sardinas en lata. Y en aquel instante tumultuoso, precisamente entonces, fue cuando vi sus patillas plateadas y su pelo lacio con dos diminutas calvicies laterales de inequívoca madurez. ¡Oh, su perfecta nariz aguileña y clásica como las monedas antiguas! ¡Era él, sin duda!

Arrastrado por la emoción, me incorporé de un salto. A mi espalda, una anciana medio las gracias mientras se sentaba en mi lugar. «No hay de qué», respondí con la más autómata de las sinceridades, absorto y ajeno a los cumplidos. ¡Él era Steward Granger, el Gran Cazador Blanco! ¡Y estaba milagrosamente aquí!

Con todo el descaro de que soy capaz, me coloqué a su lado y le dije:

- Yo a usted le conozco.

- Hombre... -titubeó al descubrir mis ojos afilados-, pues su cara no me suena, como no sea usted de Dragados...

-Perdone la indiscreción, mister... -añadí-. Con todos los respetos, ¿qué ocurrió con la señorita Déborah? Después del beso final no quedó demasiado claro.

-¿Déborah? ¿qué Déborah? -exclamó- ¡oiga, que yo estoy casado desde hace quince años con...!

-¡Hay que ver cuanto tiempo desde que murió su primera esposa en Inglaterra?

-¿En Inglaterra? ¡Usted está mochales!

Sin duda quería zafarse de mí, tratarme como si fuera un vulgar batusi.

Con la descarga de pasajeros en la siguiente estación de Delicias, pude verle a mis anchas. Al fruncir el ceño arqueaba sus pobladas cejas de una manera tan exquisita.

-Perdone si le importuno -volví a la carga-. Sé quién es usted aunque venga sin sombrero.

Perplejo, echó mano a la bolsa blanca en la que estaba grabada la inscripción «NAIROBI 2004». ¡Era él, aunque tratara de negarlo! ¡Demasiados indicios desvelaban su verdadera identidad!

Las mandíbulas del hipopótamo se abrieron definitivamente en el apeadero de Acacias-Embajadores. «¡Ya sé lo que busca!». De improviso, con un pequeño salto que no le hizo perder su atlética compostura, Granger descendió del vagón. Cuando me abalancé tras él, las fauces estuvieron a punto de atraparme y un faldón de mi camisa se quedó enganchado hasta romperse.

Corrí descontrolado, pero al doblar el primer recodo me detuve en seco al verle a caminando apresuradamente. Reacomodé mi paso y respeté la corta distancia que nos separaba. En varias ocasiones, con mirada de pocos amigos, me dedicó una mueca despectiva y varios aspavientos. Angustiado, llegué incluso a pensar que se detendría para romperme la crisma. Yo entendí a perfectamente sus razones. Los dos sabíamos que en algún rincón de aquel pasadizo se hallaba la entrada secreta que nos convertiría en los tipos más ricos de La Tierra. Allí estaban los diamantes del Rey Salomón, las auténticas minas.

Por eso, a la carrera, le corté el paso, me detuve frente a él y exclamé con emoción: -¿Y si buscamos juntos?




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Todo el mundo habla

Desperté cuando el magnetófono dejó de sonar y se mantuvo así como por arte de magia. Mis tímpanos zumbaban como moscas desesperadas contra un cristal. Era inaguantable aquella quietud eléctrica que asaltaba mi casa y se deslizaba a través del edificio en forma de cripta vertical y mustia. Siempre que me invadía con su amenazante vacío, yo saltaba de mi postración y conectaba el tocadiscos para que las musicales palabras intrascendentes, acompañadas por innobles rasgueos de guitarra, impregnaran mis fibras más ocultas.

«Un poco más y no lo cuento», me dije.

Al sonreír bajo tantos arpegios repetidos, recobré también el color, el retumbar desbocado de mi corazón, el pulso desquiciado, la presión arterial... La música se relevaba a sí misma, desde la complicada sinfonía moderna hasta la balada monocorde. Cada media hora, los informativos hablaban de terrorismos, de dineros, de policías que se extralimitaban en sus funciones, de nuevos esclavos llegados allende los mares, de vascos soberanistas... las noticias se convertían en anuncios de desodorantes y los predicadores tertulianos cobraban sus sueldos en función de su calidad apocalíptica. «¡Y el quinto jinete...!».

Salí a la calle después de obsequiar a mis vecinos con un sonoro portazo que rebotó en las otras puertas. «¡Gracias! ¡Nosotros tampoco te dejaremos dormir!».

Sobre el asfalto recalentados chirriaba el caucho de los neumáticos. Aquel volvía a ser, por fortuna, un sonoro día surcado por la ventolera salvaje que dicta mil incoherencias. ¡Oh la infernal sinfonía de cada cláxon! ¡Cuánta belleza!». La circulación no permitiría la más mínima laguna sobre el asfalto. Los motores no callarían y estaríamos a salvo del enmudecimiento angustioso, ese universo sin sonidos que tanto nos aterra imaginar.

Todos hablaban sin tregua mientras recorrían las aceras, cuando pisaban las cafeterías o al desaparecer por las bocas del Metro sin árboles. A simple vista, nadie cesaba de mover los labios, y sus voces se mezclaban sin misericordia. Algunos incluso gritaban bajo bufandas clandestinas, contra los teléfonos indescriptibles, en los andenes y en los autobuses. Jóvenes trajeados dialogaban con las ventanillas o sobre los escaparates, donde sus imágenes se reflejaban como en un mal espejo. Los ciegos entonaban sus ya clásicas cantinelas, pero ¿y los mudos? ¿Cómo conseguían integrarse en esta pirámide ruidosa de palabras huecas y sonidos incesantes?

-¿Y los...?

-¿Los mudos? Están muertos, ciudadano -me dijo un policía del pensamiento-. Los mudos están muertos. No hay nadie en este mundo que no suelte palabra.




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Vino de mesa humilde

A Walter Canevaro.

Bajo la luz amarillenta de una farola, su garganta se rompe con Gardel, en palabras de Cátulo y Discépolo; con nostalgias de Manzi, de Eladia Blázquez, de Troilo. No tiene la garganta arenosa del polaco Goyeneche, ni la bella voz de Fiorentino, pero irradia verdad y clava sus uñas negras en las cuerdas desafinadas de una guitarra magullada y rota.

Las arrugas de su rostro son tajos de añoranza, surcos profundos en tierra baldía, amaneceres, arrabales, esquinas y tientos epidérmicos; fachadas húmedas, barro, pampa, seda y percal. Para su desgracia, Alicante jamás tendrá la luz porteña, aunque todas las ciudades arrastren tristezas parecidas y él las lleve consigo. «Total pa que sirvo si mi alma está herida...».

Con gesto golfo, ladea su sombrero de ala ancha veraniega y sacude el polvo gris que impregna su traje blanco desgastado. Mientras canta, su estrecha corbata plateada brilla sobre una camisa ennegrecida en el cuello y los puños con un extraño efecto fosforescente.

La noche es cálida e inquietante bajo la vigilancia de una Luna de miércoles, vulgar, ignorada, cuyos rayos son incapaces de platear el Barrio. Noche laboral en la que los barrenderos deambulan sobre las baldosas como si anduvieran de puntillas, difuminados en las sombras, temerosos al eco de sus propias pisadas. Sólo nosotros estamos dispuestos a corear las interpretaciones turbias del viejo tanguista.

-Che, pibe -me dice-, ¿tenés alpiste para humedecer la garganta?

-Toma, acábatela. Es la última botella.

Sin rechistar, da un sorbo sincero y se limpia los labios con la manga antes de cantar:


«...el alcohol nos ha embriagado.
Qué me importa que se rían
y nos llamen los mareados».

A nosotros nos basta con ese vino pasajero; vino blanco de mesa humilde, comunal, viajante en nuestras entrañas sin temor al apareamiento obligatorio con los jugos gástricos. Ese vino nuestro es también un vagón hacia la muerte, extinguido como fuego líquido, como el inquilino de una fuga eterna, siempre con la casa a cuestas. Y con él llegan las palabras desenfrenadas, abiertas por la certeza de saber que vivimos en un mundo reducido a cambalache, donde se regresa siempre con la frente marchita y se añora un sur de paredones y tristezas suburbanas. No queremos reconocer que la vida nos ha maltratado levemente; que varearon nuestros sueños con un pértiga sutil y los hicieron caer uno tras otro, precipitados como frutos amargos sobre una red de circunstancias, de intereses pequeños, de mentiras muy cómodas a cambio de seguridades de bolsillo. Un simple viento en contra, suave como la brisa que jamás arriesga, ¡y zas!, bastó para derribar nuestras ilusiones.

De repente, el viejo cantor de tangos detiene sus muecas, aplasta la guitarra contra su pecho y mirándonos fijamente, cambia de verso y casi balbucea con ademán de náufrago: «Quereme así, piantao, piantao, piantao. Subete a esta ternura de loco que hay en mí...». Como la marioneta más olvidada del mundo, llora y ríe ruidosamente. «¡Vení, volá, vení!». Se limpia las lágrimas y, tras buscarnos con la mirada, se dirige a la muchacha rubia del piercing en la ceja y le pregunta:

-¿Vos querés bailar un tango, pibeta?

Pero la chica de pómulos sonrosados no está para esos trotes y se aleja con vergüenza bajo la Luna llena, mientras la piel de tanguista suda con el perfume alcohólico de la farolas, inmóvil, aunque sus caderas imiten el brinco de un felino viejo y sus labios ejecuten el canto definitivo hacia la nada.




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La ciudad casi intacta

A Enrique Chueca y Jordi Gordon



De alguna manera estábamos cuidadosamente depositados en aquellas mugrientas baldosas de la glorieta de Bilbao. La cita se consumó ante la puerta giratoria del Café Comercial mientras el cielo, esa boina negra donde la tiza no tiene ningún futuro, se poblaba de luces con los neones de una publicidad metropolitana sólo posible en una ciudad como ésta.

A nuestro paso sin prisa, se abrían algunas puertas de bares y chiringuitos. Desde las máquinas-tocadiscos, el cantante de rocanrol nos aseguraba, por cinco duros, que nosotros éramos la auténtica «generación límite». Quizás. «Eso mismo piensan todas las generaciones», sentencié. Al fin y al cabo también heredamos el conflicto, aunque se ponga ropa nueva o lo desnudemos.

Tras los saludos eufóricos, los abrazos sentidos y los apretones jubilosos, habíamos decidido pasear por las mismas calles de antaño. Lo que minutos antes había sido para muchos un rápido trayecto hacia el refugio del hogar, bajo las tapaderas de todas las ollas exprés, ahora se convertía en un pausado vagabundeo por las callejas estrechas de Malasaña, el barrio que se extingue cada día.

Ante el Drugstore, mortalmente cerrado, recordamos sonriendo los libros que conseguimos «expropiar» en él: Burroughs, Bataille... incluso Lukaks y Lenin. Jordi apenas abrió la boca. Siempre había sido en apariencia un hombre de palabras escuetas y no le agradaba exteriorizar sus tormentos. Sin duda lo estaba pasando francamente mal y atravesaba un periodo de arenas movedizas. Sin su guitarra, él era poco más que silencio: un mutismo de soldado que vela las armas mientras desea romper con su destino forzado. Al menos eso transmitía en sus ojos y en su manera de renunciar momentáneamente a la alegría.

Por el contrario, Quique era un torbellino; un mar agitado, jubiloso y dicharachero. Mientras hablaba de los viejos momentos y disfrutaba con los recuerdos, moví a sus largos cabellos rubios y sacaba la nariz hacia adelante, como un avestruz al corretear. En su boca, los nombres de Mendi, el Romántico, la Exótica, el Lobo y tantos otros recuperaban su latido aunque ya no significaran nada en absoluto.

Más que a mis propios recuerdos, yo estaba atento a la melancolía de Jordi, aunque, con la cabeza hecha un lío, veía fotografiado en imágenes todo cuanto Quique relataba. Y no podía evitar una cierta gripe sentimental, una epidemia descorazonada. Tan sólo ochocientos días atrás habíamos sido tres tipos inseparables; partícipes en las mil historias colectivas de los años setenta; uña y carne con la música agonizante de Lou Reed, entre cantautores dispuestos a concienciarnos. Estábamos entonces preparados para salir a la calle ante cualquier convocatoria conocida. Compartíamos además aquella casa nuestra de la calle de La Palma, en el primer piso izquierda del número 16, con sus ocho habitaciones frías y destartaladas que logramos acondicionar como si se tratara de una epopeya bíblica.

Podemos resumirlo como en un álbum de fotos: los colchones provisionales recogidos de la basura, el temple húmedo semiblanqueando las paredes, los boquetes en el suelo de la cocina, el humo de la chimenea con vino blanco mientras Pink Floyd nos daban su Wellcome to the machine; las poses de Marilyn desnuda, el techo descorchado como una gran botella, las veladas guitarreras con sabor a Brincos; tu forma de interpretar el Tomorrow is tomorrow de King Crimson; la vieja mendiga que recogí a cartones, las pizzas del Ku Damm, las descoloridas cuestas de Noviciado, la simpatía por el Diablo de Mick Jagger...

Nos quisimos detener en la Plaza del Dos de Mayo, bulliciosa y cubierta por cuerpos itinerantes, móviles inventores del laberinto. Los bancos públicos estaban ocupados y, sobre una tierra sin jardines, se tumbaban los últimos pantalones vaqueros; seudohippies que habían perdido el tren de Katmandú por un retraso de varios años; punkies dispuestos aparecer ingleses; roqueros de fin de semana engalanados con cadenas del mismo modo que otros se cuelgan medallas; progres del sábado noche, marginados antiguos, reclutas sin uniforme y pasotas de lujo...

Mientras explorábamos la plaza, Jordi ejercitaba mecánicamente sus dedos y presionaba sus nudillos entumecidos. Quizás pensaba en su guitarra con las cuerdas rotas, arrinconada en una habitación de piso realquilado.

Junto a los puestos de los bocadillos, unos tipos vendían un caballo adulterado con estricnina y pernicioso para la salud. Nosotros, más tradicionales, preferimos comprarnos un pastel en La Oriental. Como antes. Después, prosiguiendo el rito, cenamos en El Maragato para comprobar que sus dueños, a pesar de la boyante clientela, seguían siendo los mismos viejos avaros y miserables de siempre.

-Demasiadas cosas han cambiado en el barrio -suspiró Jordi-. Demasiadas.

Incluso nosotros ya no éramos aquellos tres pardillos ilusionados por cualquier tontería. Nos habíamos transformado en unos tíos reflexivos: la vida se nos había mostrado de una forma muy distinta a la soñada. «La vida, qué disparate!», pensé mientras nos sentábamos en el suelo.

Aquel ya no era nuestro barrio y sufríamos tal evidencia desaprobando el espectáculo que desfilaba ante nuestros ojos. A la naranja de nuestras vidas le habían extirpado un gajo significativo y ciertos tenderos psicodélicos estaban comerciando con su jugo. Nos creíamos robados.

Tampoco nos fue bien con los encuentros. Los antiguos colegas, los pioneros de Malasaña, estaban cautivos en la misma locura nihilista de los inquilinos recién llegados. La nada y el cinismo. Acomodados, adaptados a la nueva situación, ellos habían cambiado su inquietud anterior por una balsa de aceite con apenas dos muecas de vinagre.

Decidí que no volvería más. La realidad siempre es más complicada que cualquier deseo. Pero en aquel instante estábamos allí, en nuestro anterior teatro de operaciones, para tomar unos vinos y echar una partida a los bólidos electrónicos de los Billares Drusgstore. Se acercaba la medianoche, había que darse prisa. Mientras ascendíamos por la Cuesta de Ruíz, los nuevos pubs nos invitaban a que gastáramos en ellos nuestro dinero escaso. Entramos en los billares y nos topamos con una selva de máquinas tragaperras. Los bólidos habían dejado de existir para siempre. Tanto como nosotros tres, que ya ni compartíamos las calles de Malasaña. Junto a nuestra desilusión, sin poder evitarlo, regresó el silencio. Era preciso cerrar definitivamente el grifo, ya no había nada que hacer. Con la desesperación del náufrago, Quique desplegó su agilidad de saltimbanqui y recogió del suelo la página rota de una revista que le había llamado la atención.

Sin ningún miramiento, leyó en voz alta:

«-En ocasiones, un volcán ha destruido una ciudad entera, como ocurrió con el Vesubio y la ciudad de Pompeya, recubriéndola de lava y cenizas, lo que ha permitido sin embargo encontrar, tras una excavación, la ciudad casi intacta».

-Sólo casi -murmuré.




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Soledad, terrible Titánic

En la tarde irremediable, sentado frente al televisor, pienso: corremos como velocistas sin una meta definida, a diez de fondo, y en momentos como éste hay que saber detenerse y falsear los balances sobre tus correrías. Introspección, para los listos sin prisa. Parada y fonda, para los impetuosos. ¡Qué tormento! ¡Cuántos años besando las estatuas, perdiendo incluso cuando no se tiene nada que perder; sufriendo amores tan cotidianos como la lluvia en el desierto! En el verano, dedico varios minutos al naufragio. Soy así. Apenas tomo el sol y prefiero verme a mí mismo durante algunos horas, sin ventanas ni ventiladores, en una sauna espiritual de libros y cachivaches. ¿Será posible? ¡Quita de ahí! Con el tiempo has perdido la costumbre. Desde el rectángulo luminoso, Matías Prats explica el artístico toreo de Espartaco vestido de luces. «La Policía en la televisión es la Policía en casa», escribió alguien en mayo del 68. No se parece a Kirk Douglas. Bien mirado, ni Kubrik ni Anthony Mann contratarían el atildado bigote del incombustible Prats para encarnar al esclavo que rompió sus cadenas. ¿Deliro? Es preciso apagar el televisor, desterrar el partido de fútbol, zanjar la corrida de toros; cerrar el transistor para dejar de oír los escalofriantes éxitos musicales. ¡Es tan necesario! Ya calmado, te veo sobre la cama diciéndome: «¡Odio esa forma tuya de vivir a ras de tierra! ¿Me oyes? ¡El ser humano es mucho más profundo que tu realidad!». Mojaste mi almohada con tus mejores lágrimas y me sentenciaste: «¡No te quiero ver nunca más! ¡Nunca!». Luego, a las seis de la madrugada, te dejé sola en un Opel ajeno, a través de una larga carretera sin retorno. Y al acostarme abandonado, en una cama que no conoce de artillerías, he querido abrazarte, pero mis manos se han quedado dibujando piruetas en el aire, como tontas. ¡Soledad, terrible Titánic! Brasil golea por dos veces a la República Argentina y el delantero centro, entre llantos y nervios impotentes, rubrica su derrota pateando a un jugador brasileño. ¡Qué mundo tan salvaje sin salir de casa! El señorito tenista quiere ganar en Wimbledon con insultos. ¡El pitón izquierdo! ¡el pitón izquierdo! ¡Mejor los dos en el muslo! Clamor sincronizado por el gota a gota de un enfermo colectivo. Necesito tus besos, aunque el all-i-oli haga estragos en nuestros alientos tras una paella descomunal en Altea. Y es bueno detenerse para dar cuartelillo a la tristeza. Oh, desolación, nunca has estado tan mentida como ahora. A pesar de las burlas, trataba de ganar algún dinero para seguir tirando. ¿Estás tonto? ¿Te crees que eso vale? Aunque disponga de una habitación vacía, yo tengo reservado un cuarto trastero donde soy el rey. De poco sirve cerrar la puerta: las paredes oyen. Te quiero, definitivamente. Han pasado varias horas desde que te fuiste y ya no puedo soportar tu ausencia. En vilo, el toro, el corazón. La ganadería ha recibido el halago por mediación del público. ¿El balance? Dar una plaza ¡y olé! Comienzo a comprender que la melancolía compró mi cuerpo en una extraña oferta de verano. Contigo el torbellino estallaba muy bravamente. Y me desato de mí mismo, apartado de tu sonrisa tan amplia e indagadora. Es el espacio físico del amor deshilado en el recuerdo. ¡Nos sentimos tan solos cuando el público acude con generosidad a los estadios, a las plazas de toros, a los recitales del Rock and Roll! Y me atrevo a dictar la feroz pregunta... Bueno... quizás... como ese valentísimo torero. Ahora, tras la retransmisión, cuando llegue el momento oportuno, nos trasladaremos al Estadio Santiago Bernabéu, donde nuestra selección jugará contra su destino. Hasta entonces devolvemos la conexión a nuestros estudios.




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Panegírico

Sois hermosos. Incluso bajo la tierra, en los túneles, recorriendo apresuradamente los pasadizos. Os amo. Reconozco lo difícil que para mí ha resultado trasladar tanto amor. Pero su fuerza imparable lo impregna todo: los andenes cubiertos de gente o solitarios, las escaleras mecánicas que nunca funcionan cuando marchas cansado, las colas como maravillosas víboras del tiempo, venenosas de una longitud inevitable... Os amo. Quiero ser el pájaro que anida en los túneles. Oh, el amor inalterable a las personas y a la vida, inconmensurable, inarrugable. Esa forma de mentir goteando cuan lánguido rocío mientras me destrozáis los pies con vuestros pisotones, cuando me aplastáis dentro del vagón en la hora punta o, al tomarme la delantera, me hincáis el codo en el pecho con involuntaria mala fe. Todos somos un único cuerpo, un sólo corazón ciudadano. Pero a veces pienso, asaltado por el escepticismo de la época, que en el reparto a mí me han correspondido únicamente los microbios, los virus, las bacterias, las migajas, el trabajo de burro de carga, el hastío y el desprecio camuflado de anonimato. Os molesta mi espiritualidad luminosa, mi persistente gesto de bondad; que ceda el asiento a las señoras y dé limosna a los poderosos. Os perjudica esa pulcritud con la que miro el culo de las muchachas casaderas. ¡Oh, hermanos, pero sois tan bellos! Orad y ahuyentaréis la tentación de pensar que vuestros relojes siguen parados y que viví s en tiempos sombríos. Yo os ofrendo mi humilde opinión sobre vuestra belleza; contra los malditos del mundo que sólo saben ver miseria, insolidaridad, anonimato, estupro, corrupción, hambre, crueldad, silencio, consumismo, manipulación... Ya lo dijo el hereje Darwin: «Que la belleza no es universal tiene que ser admitido por todo el que fije su atención en algunas serpientes venenosas, en algunos peces y ciertos asquerosos murciélagos que tienen una monstruosa semejanza con la cara humana». Porque vosotros, oh magníficos murciélagos sumisos a través de la oscura caverna del Metropolitano. Vosotros, eslabones últimos de la Cuenta atrás, números primos, viajeros exiliados, transeúntes, paseantes transportados, hijos del nido y de la gruta. Vosotros sois la Belleza. De lo contrario, ¿quién podría serlo sin rubor?




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Nieve de primavera

Rodeados por la última oscuridad de la madrugada, los coches ahogaban el rumor de la nieve al caer. Los copos blanquísimos eran del tamaño de un puño infantil y las nubes belicosas ametrallaban el suelo de antracita mientras, a través de la gran avenida, el tráfico intenso impedía que el asfalto se vistiera de novia.

«¡Asombroso!», exclamé, «¡Un invierno de fuego deja paso a una primavera de hielo!».

Sin encender la luz, recorrí el pasillo gélido y me hice fuerte en la cocina, bajo la sucia luminosidad del tubo fluorescente, tras una barricada de comida vieja, aceites requemados, tomates descompuestos y una dejadez jamás vencida. Viví a en aquella casa gracias a Beloqui y a Jimmy, dos amigos altruistas nacidos con los malos tiempos. No pagaba alquiler, sólo los gastos, y me sentía como un okupa no inscrito en ninguna tribu urbana.

Con el dedo índice quité el vaho del cristal de la ventana y, sin saber por qué, dibujé un corazón. Desde las ramas de la higuera hasta el tejado del gallinero, el pequeño corral estaba cubierto por la inesperada blancura. Aquel día, el gallo peleón no me había despertado con su puntual quiquiriquí triunfalista; tampoco maullaban los gatos que habitaban los solares plagados de escombros. Aquel trozo de campo auténtico, robado a la devoradora ciudad, recibí a los estragos invernales en plena primavera.

«Incoherencias de nuestro tiempo», argumenté con los ojos embriagados de blanco.

Arrebatado y en pantuflas, quise salvar las macetas del exterior. Con los pies helados, comprendí la suprema sabiduría de la Naturaleza y la estupidez urbana de mi razonamiento.

«¡Estoy plastificado! -cavilé- ¡Claro, paso el día metido en los cines, en el metro, en los bares; jugando con las maquinitas, alternando en los pubs! ¡Y qué menos! ¡Me desborda cualquier brote de tempestuosidad natural! ¿Qué sería de mí sin la luz eléctrica, los voltios y los watios, la estufa de butano, el transistor y la linterna? ¡Moriría! ¡No me cabe duda!»

Agité el Nescafé en un vaso casi limpio y vertí la leche condensada. El primer sorbo me supo sencillamente repugnante. La radio sólo hablaba del tiempo. Por lo demás, las canciones eran las mismas de días anteriores. It's only rock and roll but I like it... Después, me calé la gorra hasta las orejas, bajé al portalón y me aproximé a la verdosa entrada de carruajes. Palmado había perdido un cuerno y adiviné su desesperación. César Girón, el diestro mejicano, lo había matado en La Maestranza de Sevilla, durante una corrida primaveral de 1954. Por avatares del destino, aquella cabeza disecada, grandiosa y brava había terminado en semejante pared. Quise colocar el asta en su sitio, pero desistí.

Casi de puntillas, abrí la portezuela y salí a la civilización, que es un decir. El día anterior, un domingo de sábanas floreadas, no se había marchado por completo. Las farolas de luz calabaza alumbraban mi paso torvo hasta el Metro de Canillejas. Eché mano al bolsillo: trece monedas. Recurrí a mi cerebro: una nebulosa.

La bruma se había disipado despacio y un frío blanco deseaba colarse por las mangas de mi cazadora de falso cuero negro. ¡Las seis de la madrugada! Los policías. Las calles, si mal no recuerdo, antes no estaban puestas para mí.

Decidí perder varios minutos en El Torrero, un bar de paso desde donde podía divisarse la pista de Barajas. Un café con leche en taza mediana y cuatro porras: un desayuno auténtico. A mi lado, ellos tomaban su pelotazo para comenzar la jornada y entrar en calor: coñac, anís del Mono, Chinchón, Sol y sombra... Comentarios de nieve y burlas contra el viejo y encorvado sereno, a quien habían robado en su casa mientras él comprobaba la cerradura de las calles.

Después me deslicé hasta el interior de la gruta, como cada mañana. En el vagón podréis verme, aunque no os llamaré la atención porque soy uno más; un viajero de ida y vuelta que se deja conducir agobiado. ¿Acaso no hay salida?. Porque a veces me recorre el ímpetu de una violencia poética. Hay que luchar demasiado para convertir el amor confortable en una pasión tormentosa. De poco valen los impermeables de la lógica. Nada sirve contra tu amor, que ha entrado en mi vida de improviso y a destiempo, como nieve de primavera.




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Ámala locamente

Ella es un imán y yo una limadura de hierro erotizado sin remisión. La última vez, ya entrada la noche, desvestía una minifalda llameante y su cabello irradiaba mechones ligeramente plateados. Se trata de alguna diosa grecorromana, pensé, porque su piernas eran dos columnas esbeltas que culminaban en un capitel corintio de volutas multiformes como enjambres ensortijados. ¡Ay -he repetido para mis adentros tantas veces-, quien te alcanzara como el indígena trepador sube al cocotero, como el lunático soñador se atalaya en las nubes! ¡Ay! Cuando la pienso y la imagino, galopo en las viejas cuadrigas de caballos blancos y mis dedos temblorosos erupcionan como un vesubio taxidermista, disecando la Historia. Cualquier Pompeya. ¡Magmas como labios candentes! Pero tales imágenes algo rebuscadas y cultas eran producto de mi realidad sedentaria, de mi existencia junto al mar como un caracol acústico en sonido estereofónico y flou en las fotos y los recuerdos. Por eso viajé a la metrópoli buscando su proximidad, con la intención de alcanzar mi sueño. Poseerla. No. Fundirme con ella, romper las reglas de la aritmética. ¡Uno más uno igual a uno! Supe, ay, lo que es el hambre, las privaciones, la súplica. Conocí lo que siente una persona cuando le mueven la tierra que pisa y, en vez de baldosas, tiene bajo sus pies el abismo. Sin un duro en el bolsillo, sin un amigo al que llorarle mis penas, sin una casa propia donde apilar mis contados libros. Pero todo lo estaba haciendo por ella. Había dado portazo a mi antigua existencia, abandoné el trabajo gris de la oficina y olvidé en casa de mis padres todo cuanto resultara accesorio. Con una pesada maleta crucé los umbrales, cerré las puertas y marché a perseguirla. ¡Era preciso! Ya me encontraba en su misma ciudad, respirando el mismo cóctel atmosférico. Es decir: varios centímetros cúbicos de oxígeno, mucho anhídrido carbónico y oscuros monóxidos en cantidades industriales. Para comer y sobrellevar su búsqueda, abandoné mis veleidades idealistas y puse, por primera vez en veinte años, mis pies definitivamente sobre el asfalto. Hoy, amigo, trabajo en una gran factoría donde junto palabras como rimas interminables de un falso poema épico sin sentido. Mis compañeros dicen que parezco ausente y que soy un tío raro porque, mientras escribo, la veo a ella en la fundición, en las naves, en el chapado de los coches, en la cadena de montaje... Ella es un imán y yo una limadura de hierro erotizado implacablemente. Porque yo, en mi actual ignorancia, la reconozco tal cual es, en cada turbina de la fábrica de sueños, en los émbolos que suben y bajan, que entran y salen derramando vapor; en las prospecciones de los pozos petrolíferos, en el martillo y la broca, en la taladradora, en el ajuste de las tuberías, en...




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Hay labio

No fue Charlton Heston besando a Eleanor Parker tras el rugido de la marabunta; tampoco Clark Gable aleteando las orejas ante los ardientes apretones de Scarlett O`Hara, ¡pero tuvo tal grandiosidad! Y un impulso mayor pues cada lengua invadía la boca del otro y el placer auténtico se multiplicaba sin contoneos. ¡Y de qué manera! Siempre nos dicen que sólo los bellos tienen el estético derecho de sacar el amor al aire libre. Es mentira, porque, sin ser de terciopelo, esta pareja inmortal, totalmente ajena a los pudores que abastecen las despensas vacías, ejecutó un beso tan largo y verdadero que cortó de cuajo la respiración de la ciudad, las humaredas.




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Pequeño desahucio


No tinc casa,
no tinc llit,
no tic pàtria.


VICENT ANDRÉS ESTELLÉS                


Con el deseo de que las aguas volvieran a su cauce de inmediato, decidí abandonar la casa, marcharme y dormir por un tiempo donde fuera. «Tengo amigos -creí-, servirá cualquier rincón donde caerme muerto; donde quepa un a cama plegable, una colchoneta en el suelo, un saco de dormir en el pasillo de la primera mazmorra... quizá en ese diminuto cuarto trastero sin ventanas que apesta muchísimo a Polil; o colgado de una percha dentro de un armario empotrado. Seré inseparable de las cajas, la ropa olvidada y las minipimers destartaladas que merecen una suerte mejor». On the road versión postmoderna. Sin duda. Y bien mirado, no parecí a tan malo. Cualquier casa, cualquier cama, cualquier patria. Ante mis ojos se abría un frondoso camino de inestabilidades, meses de errabundaje y abandono. Sin dinero ni posibilidades de conseguirlo, sin techo ni trabajo, el panorama se presentaba tenebroso y lleno de bruma. Chaparrones de pobreza sin amor.

Me levanté cuando el sol depositaba sus mejores rayos sobre mi última cama. Tendría que despedirme de su calor enemigo de los despertadores y desprenderme de los objetos necesarios. Empleé toda la mañana en hacer una voluminosa maleta que me vería obligado a empujar. Demasiado peso para mi cuerpecillo gitano. Por eso, tras largas horas de incertidumbre, decidí reducirlo a una bolsa de viaje, a la que até mi saco de dormir enfundado en plástico y varios fardos pendencieros. Demasiados bultos para tan poco estibador.

El reloj marcó a traición las dos de la tarde. Faltaba poco más de una hora para que la vieja me acosara de nuevo. Me derrumbé en la cama con la intención de reposar durante algunos minutos y tomar aliento. Ya sentí a nostalgia por aquella casa y por los grandes acontecimientos que se quedaban entre aquellas paredes blancas y transparentes. Mis anteriores amigos morían con ella de alguna manera, pronto olvidaría sus nombres y el misterio de su traición. Abrí la puerta sigilosamente, miré hacia todos los lados como un explorador prudente. Atrás dejé las llaves, junto a una nota explicativa escrita de mi puño y letra que advertía: « Porque el destino no puede ser detenido, he abandonado mi casa, espléndida, para refugiarme en las nubes (Poema japonés anónimo)». Y dije adiós a la pulcra luminosidad y al suelo de parquet. «Te llevo en el corazón».

Luego, bajé las escaleras con torpeza, chocando contra la barandilla. Derribé una maceta y choqué ruidosamente contra la puerta acristalada de la calle. Ya en el exterior, con el sudor esforzado y frío, creí que si me dirigía hacia el río evitaría los malos encuentros.

Con sorprendente agilidad, crucé la avenida como un torpedo y me oculté durante unos segundos tan largos como siglos. A pesar del invierno, me deshidrataba con total crueldad. Arrastraba mi cruz a la carrera hasta desaparecer como un ladrón. ¿Hacia dónde iría? Difícil pregunta. Los fardos, la maleta, mis pensamientos pesaban ligeros como kilos de hierro. «No tengo casa, no tengo cama, no tengo patria». ¡Eh, bienvenido seas a los descampados!




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Golpe de inspiración

Escribía sin deparar en las estaciones transcurridas. Alcé la mirada y leí aquel rótulo: AMÉRICA. Era la lujosa línea Siete. Me esperaban diez estaciones y casi veinte minutos de viaje. Por fortuna, estaba milagrosamente sentado. En aquellos momentos escribí a las primeras frases de una historia empapada de sangre. Al redactar, incentivado por un suculento concurso literario, luchaba contra la palabra desmedida, contra el encadenamiento de letras salvajes, impropias e indeseables. CONCEPCIÓN. Para mi desgracia no hallaba el término exacto, el mensaje capaz de generar la maquinaria de la violencia, con su estallido de las turbinas rompevenas. Ya estaba a punto de darme por vencido y abandonar el empeño cuando mis piernas, extendidas en el pasillo del vagón, chocaron contra los pies de un hombre que se detuvo instantáneamente. ASCAO. Retiré con celeridad las piernas mientras mi garganta musitaba una disculpa distraída. No sirvió de nada. Al mirarle, distinguí sus ojos afilados, de hielo. Aunque pudo esquivarme o saltar por encima con indiferencia, él se mantuvo allí, quieto, clavándome la mirada durante unos segundos que detuvieron el tiempo. Todo estaba escrito en sus pupilas. Y entonces, inesperadamente, fluyeron en mí las palabras apropiadas.




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Casi de fábula futura

Cuando el sol se introdujo en su nido inalcanzable y turbio, la luz cubrió su indignidad con un velo de sombra. Todos quedaron maravillados. En las alturas brillaban dos lunas gemelas, perfectas, pero con un algo intangible que las diferenciaba por completo. ¡Qué fenómeno tan extraordinario! ¡Lo nunca visto! Los callejeros ilustrados gritaban sus hipótesis, pero nadie encontraba una respuesta satisfactoria.

A la mañana siguiente, poco antes del mediodía, un árbol fosforescente surgió de improviso en la cima del edificio más alto del mundo, sobre aquella ciudad de muerte y en las azoteas de todos los centros comerciales del planeta aparecieron millones de antenas fosforescentes, camufladas como árboles de navidad. Fue la señal, porque los pinos y los chopos comenzaron a morir en los parques, los alamares se secaban, las nubes desaparecían dejando un cielo irremediablemente azul; los perros eran atropellados por los automovilistas y las montañas se allanaban corroí das por un fenómeno inexplicable; el viento, transportando un olor característico, ya no encontraba obstáculos para chocar; La Muerte encalaba los cuerpos de los envejecidos; los quicios sin puertas chirriaban de soledad; aunque el agua manaba todavía y los pájaros habían aprendido a vivir en madrigueras, el mar se retiraba, empequeñecido, camino del charco. Pero, he aquí que cuando nadie oía ya las canciones de cuna que duermen a los niños, ante la sorpresa de todos, los parques se poblaron de nuevo, las nubes volvieron a viajar, los perros ladraron y las cordilleras de antaño abrieron grietas y afilaron sus nevadas cimas de cuchillo. Y todo renació, aunque las nubes, los pinos, los animales y las montañas poseían un impensable color artificial de calabaza mustia.

Desde aquel instante, al perdurar el latido de la máquina, una nueva humanidad, brillante como plástico, amaría y odiaría para siempre, venciendo al Tiempo, sin fin. La Primera Luna, primitiva y amada, se deshiló despacio, como una piedra de arena que se derrite al chocar contra un muro. El Universo apenas se inmutó, y nadie mostró excesiva tristeza. Tan sólo algunos poetas agonizantes, programados para la ocasión, le quisieron entonar un réquiem.

En el cielo, la Segunda Luna, redonda y matemática, seguía reflejando el Sol. Y no se desteñía, porque su materia era inmortal. Con suficiente antelación a la prevista demolición del satélite, habían decidido emprender el más caro y secreto de los proyectos espaciales: la construcción de una Luna que no pudiera desaparecer jamás. Nunca hubieran sospechado entonces las consecuencias de su acto delirante. Porque ahora la nueva Luna irradiaba la luz solar potenciándola. Así, la superficie plástica lunar absorbió los rayos y se hizo incandescente como una nueva estrella diminuta que lo iluminaba todo. Y en La Tierra, la humanidad de plástico, la raza inmortal, perdió para siempre la noche.




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Superplatinum

Al precipitarse escaleras abajo, tuvo el sentimiento de que jamás volvería. En su casa dejaba el tocadiscos, aún caliente, junto a libros ordenadamente revueltos y folios esparcidos por doquier, adrede. Varios obreros y una inmensa apisonadora asfaltaban la antigua senda de las traperías -con su potente almacén de ratas, escarabajos y arañas- sin comprender que todo era ya inútil. Cuesta arriba, los pinos mostraban su previsible tristeza. El verde luminoso de ayer había cobrado un tono sombrío y agonizante, acorde con los últimos acontecimientos, cuando, muerta la clorofila, queda un marrón inerte en la copa de los árboles. Contra la ciudad, el dragón metálico derribó paulatinamente las construcciones anteriores, las ermitas, los parques diminutos... y clavó sus garras en el subsuelo. Debieron ser hermosas todas estas calles, pero la doncella del cuento había sido devorada una vez más.

Y aquí, rodeado por anuncios de Coca-Cola y pasta dentífrica, en una playa sucia de bolsas de plástico y envases al vacío, había tomado una decisión. Era el único agobio que pensaba soportar. Jamás le venderían sus latas de basura y su cieno colamalteado. «Lo siento», se dijo. «No conseguí aislarme a tiempo, navegué sin corazas y ahora he reducido mi vida a un tedioso spot publicitario».

El mar redujo entonces el volumen de su rumor cotidiano. Fue un bonito detalle por su parte. El Sol dio muestras de querer levantarse tras los rascacielos como un curioso melocotón sideral que os invita, entre daikiris, a la tonta alineación de querer ser felices.

Con la cuchilla superplatinum entre sus dedos, apuró certeramente el afeitado de sus venas y despacio, con pasos cortos, sumergió sus pies en el agua caliente. Pero se detuvo, paralizado, como todos los amantes del mar, cuando el altavoz playero le advirtió con voz cavernosa y enérgica:

-¡Estamos aquí para terminar con la barbarie! ¡Nunca podrás escapar! Es una gentileza de Almacenes...








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