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«Era Barrio y Mier un espíritu sereno y ecuánime, un carácter sin esquinas ni repliegues, suave de formas; un hombre bueno y un gran trabajador. Carlista cien por cien, puro, sin mezclas, me distinguió desde el primer día con su sincero aprecio, aprecio que a la larga había de convertirse en deferente amistad. Su manera de ser se armonizaba perfectamente con mi afán de entenderme con los colegas todos que sintieran la Universidad. Pensaba yo entonces que al carlista y al liberal, sin abdicación alguna, le quedaban terrenos amplísimos donde entenderse, colaborar y hasta coincidir». Posada, Fragmentos de mis memorias, pág. 191.

 

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Catedrático de Derecho penal en la Universidad de Oviedo, pronunció en la apertura del curso 1881-1882 un discurso sobre El origen de la ciencia jurídica penal. En 1886 pasó a ocupar la cátedra de Literatura y Bibliografía jurídica, transformada luego en la de Historia de la literatura jurídica española, en el Doctorado de la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid. Su infatigable labor de estudio y edición de las fuentes histórico jurídicas -desde la legislación gótico-hispana hasta los fueros medievales-, cuajó al fin en la espléndida iniciativa del Museo-laboratorio de la Facultad de Derecho de dicha Universidad. Su extensa bibliografía se recoge en la Revista de Ciencias Jurídicas y Sociales, XIII, 1930, págs. I-LV. Vid. C. Petit, La prensa en la Universidad: Rafael de Ureña y la Revista de Ciencias Jurídicas y Sociales (1918-1936), en Quaderni Fiorentini, XXIV, 1995, págs. 199-302.

 

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«Y añádanse a estos nombre de provincianos con vistas a Europa y América... al mundo, algunos más: los de Barrio y Mier, que con sentimiento de todos nos dejó un día; Rafael Altamira, un asturianazo; Enrique Urios, el químico; el naturalista Rioja y ese grupo de grandes trabajadores que formó, años andando, el profesorado de la naciente Facultad de Ciencias que con enorme entusiasmo y eficacia nos ayudaron en las tareas de "Extensión Universitaria" y de acercamiento de la Universidad a los obreros que realizó la Escuela de Oviedo». Posada, Fragmentos de mis memorias, pág. 178.

 

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S. Melón Fernández, «Un capítulo en la Historia de la Universidad de Oviedo», en Estudios sobre la Universidad de Oviedo, (Universidad de Oviedo, 1998), págs. 37-46.

 

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Ibídem, pág. 225.

 

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«Asistían a las reuniones de la Escuela, renovándose curso tras curso, diez y seis o diez y ocho alumnos. ¡Cómo se trabajó allí! ¡Con qué entusiasmo! Realizose entonces de un modo positivo y fecundo el anhelado régimen de colaboración científica al margen de la ciencia, con las excursiones por los campos asturianos y en los juegos al aire libre». Posada, Ibídem, pág. 206. Durante doce o catorce cursos, según su testimonio, se reunió y funcionó esta Escuela en la biblioteca especial de la Facultad, iniciada por Fermín Canella, una «labor heroica, porque entonces no se disponía de una peseta para servicio tan esencial». Allí había logrado reunir Canella unos centenares de volúmenes, cuya custodia y dirección encomendó a Posada a poco de llegar a su cátedra de Oviedo. En 1904, al dejar éste la biblioteca para atender su nuevo destino profesional en el Instituto de Reformas Sociales, eran más de seis mil (pág. 205).

 

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S. Melón, «El conflicto universitario de 1884 en la Universidad de Oviedo», en Estudios, cit., págs. 175-204. Incluye el escrito dirigido por Canella a José Posada y Herrera de 21 de enero de 1885, muy útil para comprender las raíces político-académicas del conflicto que, al cabo, desembocó en un episodio de cerrado compañerismo contra el ingrato Arango, el tumbón mayor del Claustro. Como recuerda Posada, estaba en juego la dignidad y la autonomía científica y moral de la Universidad, «conquistadas por ella sin luchar contra nadie, venciendo la indiferencia circundante y ejerciendo con máxima seriedad y serenidad su función docente». Fragmentos, pág. 223.

 

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«En su casa, admirablemente tenida, y en su biblioteca o en su huerta, excelentemente cuidada, nos reuníamos con gran frecuencia para tomar una taza de té todos los compañeros de la Universidad, todos menos uno (el rector Arango), en aquel largo período de luchas de la Universidad contra Alejandro Pidal». Posada, Fragmentos, págs. 202-203. El episodio del roce con Clarín por la presunta figuración literaria de su persona y el elogio posterior de su libro La unidad católica. Estudio histórico canónico, en donde Clarín encontraba «la flor y el fruto de una fe noble, entera, incólume: espectáculo cada día más raro y para mí agradabilísimo, lleno de ternura, de una ciencia cristiana no anticuada y manida, sino fresca y viva...», ibídem, págs. 203-204.

 

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«La cordialidad extradocente tuvo su órgano específico de condensación en los banquetes -¡oh, Platón!- que celebrábamos en la gran sala de la biblioteca universitaria. No dialogábamos en aquellas inolvidables reuniones, verdad eras fiestas, sobre temas tan hondos como el que entretenía a los interlocutores de El Banquete. Pero si en nuestros banquetes no se discutía un tema dado, lo que sí se derrochaba era ingenio y se debatían alegremente lo temporal y lo eterno, las cosas divinas y humanas..., sin norma ni medida y sin molestias para nadie: todo en broma, una que otra vez pesada para algún comensal. Había en los banquetes sus víctimas por excitación, obra de los vinos y del aturdimiento de quien perdía la noción, o como hoy diríamos, el control. Estrada y Alas sentían más que todos los efectos del champagne. Estrada perdía entonces su serena ecuanimidad y charlaba graciosamente hasta que, satisfecho y gozoso, caía rendido adormilándose sin despertar hasta que Canella y yo lo conducíamos cogido a nuestros brazos a su domicilio. A Alas lo llevaban Aramburu y Buylla a tomar el fresco al Campo de San Francisco o, si el tiempo lo impedía, al Casino». Posada, Fragmentos, págs. 224-225.

 

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«Las tareas docentes y las reuniones de carácter más o menos académico, en las que reinó siempre la más animadora armonía y el más simpático y alentador buen humor, eran prueba de la cordialidad que reinaba en la Universidad. Nuestras juntas claustrales estaban desprovistas de todo aparato o solemnidad y no había para que pedir en ellas la palabra en pro o en contra. Se despachaban todos los asuntos dialogando familiarmente y resolviendo lo que entendíamos más oportuno con acuerdos que, por decirlo así, surgían espontáneamente en las conversaciones. El secretario levantaba su acta. Y no recuerdo que el acta se leyera al comenzar la reunión siguiente: se daba por leída... La intriga no se practicó jamás en aquellos días de mis años de trabajo». Posada, Fragmentos, pág. 224.

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