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América y la salvación del naufragio

Lisa Block de Behar



El número 1 del Año I, de la 2.ª época de MARTÍN FIERRO (15/5/24), ese «Periódico quincenal de arte y crítica libre», que fue la notable revista argentina, muestra una caricatura de «Montevideo según Vargas Vila». Así se titula la imagen; ocupa la mitad de la primera página y presenta a un conjunto de celebridades orientales rodeando el busto de Rodó que, emplazado al centro a manera monumental, luce la inscripción «Platón». El nombre rima con «Partenón» y la precisión aparece en un cartel con que el autor designa el Teatro Solis, una construcción de solemnidad neoclásica que se encuentra en plena Ciudad Vieja de Montevideo. Hay un texto al pie de la imagen donde se menciona a Pericles Batlle y Ordóñez, Safo de Ibarbourou, Herodoto de San Martín y otras quimeras onomásticas similares que asocian, en una doble reverencia, a excelsas figuras de la contemporaneidad literaria uruguaya de entonces con las glorias de la Antigüedad griega. A pesar del dedo didáctico que dirige Don Pepe a Rodó, en un gesto de advertencia casi recriminatoria, la caricatura es complaciente y la severidad irrisoria. Más que la sobriedad de las túnicas drapeadas, con corbata y moñita, o los peplos griegos y la máscara que huele un perrito, la distribución ceremonial de la escena no ironiza demasiado ni contrasta con el «Manifiesto del 'MARTÍN FIERRO'» que ocupa la segunda mitad de la página. Sólo citaré una afirmación de ese «Manifiesto» que, desde su perspectiva, fundamentaría la misma actitud que la imagen ilustra:

«martín fierro sabe que 'todo es nuevo bajo el sol' - y aparece entre comillas- si todo se mira con unas pupilas actuales y se expresa con un acento contemporáneo».








La «desleída» vigencia de Ariel: el vuelo paralelo de dos ángeles nuevos

¿Qué no se esperaba de Rodó?1


Carlos Real de Azúa.                


A más de cien años de la publicación de Ariel, el más conocido de los libros de José Enrique Rodó, una obra que orientó el pensamiento de América Latina durante décadas, seguimos celebrando conmemoraciones y olvidos a la par. ¿Corresponde a esta altura hablar de un ciclo de Ariel con una nostalgia similar con la que, después de siglos, se hace referencia al ciclo arturiano, narrando una vez más las aventuras heroicas del rey de los bretones? El siglo XX, que se inició en América bajo el signo de Ariel, ¿debió haber dado lugar a una «materia americana» de la misma manera que el ciclo del Rey Arturo dio lugar a la «matière celtique»? Si sólo por las letras que inician una palabra un poeta llegó a sospechar y anunciar la presencia de oro en oriente, esta aproximación literal entre sagas americanas y celtas, aparentemente tan distantes, se podría justificar sólo por la aliteración de ar- (Ariel, Arturo); sin embargo, más que la coincidencia algo aleatoria con que juegan las letras, bastaría comparar el empeño supremo que compromete la aspiración a alcanzar una superación espiritual en ambas figuras míticas para atenuar las diferencias. Entre mística y legendaria, por la búsqueda heroica del grial sagrado, en un caso, por la belleza del arte asociada al espíritu más noble, en el otro, por el ideal de pureza en ambos, las distancias se atenúan en honduras que desconocen diferentes medios y medidas. A partir de su estatuto ambiguo, entre ficción y convicción, son personajes semiliterarios o semidivinos, que profesan una doble fe que emblematiza la asunción de una misión trascendente e inspiran los fundamentos de una identidad nacional, continental o cultural, consolidando el fondo genealógico de la imaginación donde se reservan los recursos fundacionales a la vez que se multiplican mitos y leyendas.

Decía Rodó:

Hay veces en que las influencias contradictorias de lecturas igualmente intensas, que comparten la afición y el hábito, se entrecruzan en un espíritu, sin ceder las unas a las otras, y persisten en un vivo conflicto, determinando para la vida entera de aquél una especie de duplicidad2.


En efecto, entrecruzando las referencias, las voces resuenan más allá de los textos de origen; frente a esa multiplicidad en conflicto, hoy se hablaría de dialogismo, polifonías, transtextualidades, o de otros términos más o menos retóricos con que se reconoce la inevitabilidad de un discurso en discusión, o del diálogo deliberado o no, desconocido o no, que se entabla en la interioridad de un discurso y las lecturas que, en estratos de variado espesor y clivajes que los hienden, consienten.

Habría que preguntarse, una vez más, si Ariel sigue siendo actual, si la vigencia del libro depende de quienes lo leen o quieren leerlo o no, aun cuando esa distinción ya no se considere pertinente; si han perimido sus principios o fueron sus objetivos poco factibles, si su auge o su fracaso han incidido en las vicisitudes de la historia de América. ¿Fue Rodó quien se equivocó? ¿Fueron sus innúmeros lectores? ¿Fueron sus detractores? Sin embargo, siguen siendo actuales algunas de las aprensiones que exteriorizó: «la desunión crónica de América Latina, la creciente vulgarización de la vida democrática en nuestros países, los males del mercantilismo como doctrina económica impuesta desde fuera de estas tierras», el poderío de Estados Unidos. Es Emir Rodríguez Monegal3 quien insistía sobre la persistencia de esas interrogantes que tanto preocupaban a Rodó. Si este ensayista vislumbraba el destino de América a partir de los personajes de La Tempestad, ¿debió condenar «la apariencia seráfica y la levedad ideal de Ariel»4, debió retractarse de su fe en la vida y de su esperanza en la juventud, descartando el advenimiento de una integración armoniosa de América Latina unida en una gesta continental? ¿Debió, en cambio, encomiar la brutalidad de Calibán, adherir al personaje que reniega de las enseñanzas del maestro, que quiso conspirar contra él e intentó violar a Miranda? ¿Convenía más al continente iberoamericano que hubiera denostado las advertencias de Próspero?

A diferencia de la precaria «fortuna» de Ariel, que apenas se mantiene, aéreo, inasible, intangible aunque multiplicado por una herencia de frecuentes nombres de pila, amparados por el precedente de Rodó, de Shakespeare o, nada menos y en primer lugar, por el nombre de la ciudad de Jerusalem, a la que apela, poéticamente, el profeta5. En cambio, Calibán y Próspero -que intercambian y alternan sus blasones y poderes- no suelen compartir esta suerte onomástica. A veces uno de ellos es Estados Unidos, otras veces, su enemigo, una propensión a la definición abierta que es fatalidad del símbolo: cada época, cada tendencia, cada uno, lo cierra a su manera, lo repite para que otro le asigne su propia continuidad. ¿Qué se hizo del ideario de Ariel, de su credo americanista, de la milicia del espíritu, de su evangelio de la belleza, del culto perseverante del porvenir? ¿Qué simboliza Ariel hoy? Como si se hubiera perdido la otra mitad del símbolo, esa parte temporal y concreta que requiere el símbolo para existir, la idea de Ariel queda en idea, la idea del ideal, un metaideal en suspenso, esa doble abstracción que lo desmaterializa hasta el desvanecimiento. Y sin embargo, el insólito entusiasmo mesiánico que difundió el libro y la dignidad de sus principios diseñó el horizonte ideológico latinoamericano de su época como ninguna otra doctrina después. No extraña entonces que, aún participando de los enfrentamientos que agitaban las polémicas sociales y políticas de su tiempo, Rodó asumiera una responsabilidad espiritual que Real de Azúa abrevia en un reconocimiento no menos válido que vigente:

Hoy, en la perspectiva de los años, vemos que es uno de los últimos escritores que, heredero de la tradición romántica del intelectual como orientador de hombres y de multitudes, intentó ejercer un magisterio (y lo ejerció efectivamente) al margen de toda adscripción de partido o de ideología6.


En parte, el magisterio que proclama y propugna Ariel fue desplazado por una acción revolucionaria que contrajo su militancia en nomenclaturas partidarias o totalitarias y sus credos de justicia en aparatos de propaganda, pero esa es otra historia y, a esta altura, se cree o desea terminada.

Rodó da comienzo a Ariel describiendo la estatua de Ariel; al finalizar, es la voz de Próspero quien reclama: «Aun más que para mi palabra, yo exijo de vosotros un dulce e indeleble recuerdo para mi estatua de Ariel»7. Una mención y una tutela circular, al principio y al final, constituye una veneración a la estatua que no sorprende en Rodó, que escribe como quien oficia, observando una ceremonia, contra el tiempo, contra la fugacidad y la corrupción que su pasaje suscita. A dos puntas, respondiendo a las simetrías a las que tendía el pensamiento de Rodó, Ariel permanece, pero petrificado en el mármol de la memoria o, menos pálido, moldeado en el bronce que preside la sala. Una estatua que se repite, apostada en los umbrales del texto, induce ese espíritu de contemplación que preconiza la verdad-como-belleza que, de Platón a Rodó, atraviesa la filosofía occidental y consiste en ver la verdad o, gracias a la creación de una obra, recordar haberla visto. Una obstinación estética que, en esos mismos años, manifestaba Henry James o, más precisamente, uno de sus personajes, Adam Verver (otro nombre varias veces místico), protagonista de The Golden Bowl (¿una alusión al vaso sagrado, al cáliz dorado?) que comparte con el ensayista uruguayo el fervor como fe de verdad, la revelación de la belleza por el arte, que Arthur Danto reconocía recientemente en el «esprit ververien», un espíritu de museo8, y al que, sin haber llegado a concebirlo en esos términos, Rodó no es ajeno.

Sin embargo -y ya se dijo-, Ariel supo ser voz de resistencia, señaló los riesgos de la dependencia de la hegemonía norteamericana, de la democracia expuesta a los avances de prácticas demagógicas, de la vanidad del «éxito [cuando es] considerado la finalidad suprema de la vida», de la consagración de un progreso que sustituía ideales y hazañas por los logros de la tecnología, «la nivelación mesocrática» -son palabras de Ariel9- y la precaria intelectualidad que medra las moderaciones de una prudencia, «de cuyo seno no surgirán jamás ni la santidad ni el heroísmo»10.

En este sentido, los contenidos de la prédica arielista, más que el tono augusto con que se enuncian, parecen más actuales que nunca, pero son escasos los ecos de su resonancia, más paradójico su optimismo. A diferencia de las versiones de Próspero, las abundantes reescrituras de su espejo, más que del mirador, de sus libros, de sus complejos, poco se piensa en la nobleza desinteresada de Ariel; la delicadeza de su energía ni siquiera enciende la ficción. Calibán se ha establecido y sus afrentosas vulgaridades prevalecen, ya no se discute su legitimidad ni la de su herencia. Aunque no haya logrado violar a Miranda ni llegado a poblar de calibancitos la isla, su progenie prolifera como si la violación no se hubiera frustrado.

No era errada la convicción de Rodó cuando creía ser mal leído o no ser leído del todo. En verdad, no lo sería. Los acontecimientos fueron estremeciendo la historia y las metas de perfección, que no parecían tan remotas, o se olvidaron o sólo dieron lugar a un paisaje triste.

«En 1914 se entierra la belle époque en Europa» -dice Rodríguez Monegal-. «En América Latina dura un poco más. Pero Rodó fue de los primeros en percibir la sentencia de muerte escrita en todas las paredes del mundo occidental».

Emir entiende que se da en ese entierro de la belle époque y en las circunstancias de la muerte de Rodó, en las coincidencias que las fechas propician, un símbolo más. Por varias casualidades -por decirles de alguna manera- conviene recordar un texto suyo tan espléndido como poco conocido:

Era el 1.º de mayo de 1917. La fecha también resulta al cabo simbólica. Porque Rodó muere el día elegido para celebrar universalmente el movimiento obrero: ese día que marca la iniciación de un nuevo calendario. El mundo burgués, el mundo de la cultura de élite, al que había pertenecido Rodó será suplantado a partir de la primera guerra mundial por un mundo de revoluciones sociales, un mundo del despertar de los grandes continentes adormecidos por el colonialismo económico, como América Latina, o profundamente dormidos, como Asia, África, Oceanía. Por eso parece poéticamente justo que Rodó haya muerto en un 1.º de mayo. Él vio venir la gran marea obrera, él descubrió en el Montevideo finisecular que empezaba a examinar en los cafés y en los incipientes sindicatos los programas sociales traídos por inmigrantes italianos, él pudo ver las primeras huelgas, las primeras reivindicaciones proletarias, llegó a discutir en el Parlamento uruguayo las primeras reducciones de la jornada de trabajo. Vio el estallido de la Revolución Mexicana. Pero murió poco antes de iniciarse la Rusa. Murió antes de que Lenin fuera algo más que un agitador expatriado. Murió antes de que empezara realmente el siglo veinte11.


Un siglo atrasado, que empezó tarde, o antes de empezar, y terminó quebrado al medio. Las fechas son convencionales y, si el comienzo es discutible, también lo es el final, más de uno, igual. Emir supo anticipar, en sus propios términos, ese desajuste de las cronologías que, sin llegar a ver el esperado desmoronamiento del muro de Berlín ni el brutal atentado contra las torres de Nueva York, él tampoco alcanzó a verificar.

Se sabe que la gestión hermenéutica cuenta con la historia, con más de una. En primer término, parte del reconocimiento de la pertenencia de todo texto, del conjunto de obras del autor pero, al mismo tiempo, del conjunto de obras literarias de otros autores, del que procede o al que precede. Pero, sobre todo, como dice Gadamer «no es posible, ni necesario, ni deseable, que el lector se ponga a sí mismo entre paréntesis [...] ya que realizando esta actitud, se da al texto la posibilidad de aparecer en su diferencia y de manifestar su propia verdad»12. Más rotundo y mucho antes, escribía Rodó en una carta amistosa: «Yo reúno los datos y los ordeno a mi manera»13. Desde la perspectiva contemporánea, cada lectura recoge los fragmentos dispersos por su propia historia, intenta remitirlos a ese «lugar común», consolidando un lugar interior, que constituye uno de los espacios privilegiados del lector. Desde ese espacio extraterritorial de convergencias y coincidencias imprevisibles, a pesar de las distancias, sería posible asociar el angelismo americano de Ariel con el del «Angelus Novus», la figura tutelar de la que Walter Benjamin no se separó ni durante su exilio de Alemania. Seguramente, ni Rodó oyó hablar de Benjamin ni Benjamin de Rodó. Sin embargo, la estatua del ángel en Ariel14 no es demasiado diferente del ángel que describe Benjamin, sólo que el primero no supo de las catástrofes del siglo que, con candorosa esperanza, inicia, mientras que el segundo llegó a sobrevivir las atrocidades de una primera guerra atroz y no supo anticipar el horror de una peor que sobrevino después. Tal vez ambos pensadores, desde lugares tan distantes y situaciones distintas, hayan alimentado esas semejanzas con una imaginería angelológica tradicional que, desde la pintura mística hasta la iconografía popular, plasma una forma angélica convencional; sin embargo sorprende que una estupefacción común y diferente los mantenga en vilo suspendiendo la esperanza o el terror:

Desplegadas las alas; suelta y flotante la leve vestidura [...] erguida la amplia frente; entreabiertos los labios por serena sonrisa, todo en la actitud de Ariel acusaba admirablemente el gracioso arranque del vuelo15.


No hay que dejar de lado las «Influencias contradictorias de las lecturas»16, no es raro -decía Rodó- que el espíritu fluctúe entre dos centros de atracción que se refieran «a dos libros, que el azar juntó»17. Los efectos de sobreimpresión son inevitables; por encima de la descripción de Rodó, se filtra en filigrana la descripción que Benjamin realiza de la pintura del Angelus Novus que Paul Klee le regala y que, posteriormente, pasará a manos de Theodor Adorno. A diferencia del ánimo optimista de Ariel, en el cuadro de Klee, el ángel se detiene al iniciar un gesto similar, fijo, fija su mirada en la nada de un futuro que le espanta. Recordaré sólo algunas de las palabras de la novena de las «Tesis de filosofía de la historia»:

Hay un cuadro de Klee que se intitula Angelus Novus. Allí se encuentra un ángel que parece alejarse de algo en que fija la mirada. Tiene los ojos desmesuradamente abiertos, la boca abierta, las alas distendidas. [...] Una tempestad que procede del paraíso le obliga a mantener las alas abiertas, y es tan fuerte que no puede cerrarlas. [...] A esta tempestad, llamamos progreso18.


La tempestad que propició el descubrimiento del Nuevo Mundo salvó a Ariel y otra tempestad, de sedicente progreso, ahuyenta al ángel nuevo, lo aterra. Los ángeles tienden a desaparecer, como Ariel en el aire, invisibles. Son los riesgos de su condición ideal, angelical, que ni Shakespeare ni Ernest Renan ignoran19:

Guardemos a Calibán; tratemos de encontrar una forma de enterrar honorablemente a Próspero y de atar a Ariel a la vida, de manera que no se sienta tentado, por motivos fútiles, a morir pase lo que pase.





Una hipótesis de lectura: la página escrita como estrategia de visibilidad

Pero Ariel cede a esa tentación fúnebre y desaparece. Su desaparición ocurre entre otras desapariciones más trágicas, de las que la historia, contradictoriamente, da y no da cuenta, un dilema frente al que la propia historia queda sin palabras. De ahí que, entre tantas desapariciones inapelables, quisiera intentar un rescate, imaginar una figura, escribir (sobre) una palabra que falta. Bajo el signo de esa ausencia, es tiempo de dirigir la mirada hacia Miranda, la pequeña hija de Próspero quien, gracias a la magia de su padre, se salva del naufragio, se maravilla tanto ante su sabiduría como ante los portentos del descubrimiento, ante el nuevo continente y su gente; con ellos crece.

La figura de Miranda que deslumbra en La Tempestad es un espacio vacío, un trou, un gap, el hueco, se diría ahora, en la obra de Rodó. Es el único de los personajes protagonistas del drama de Shakespeare que Rodó jamás menciona. Atinaba Real de Azúa, en una de las escasas alusiones con que se refiere a esa omisión:

Con un espíritu dotado para el amor, pasó por misógino y ha habido que rastrear en su vida para encontrar nombres de mujer. No parece audaz sostener, a pesar de esto último, que no conoció esa pasión total que enriquece la personalidad, la trasciende y renueva20.



No le hizo falta decir más. Como de otros silencios, son infinitas las razones que podrían justificar en este caso la ausencia de cualquier mención a la joven. Por eso diría que Miranda revela el «revés silencioso»21 al que remite el discurso literario de Rodó, como todo discurso en «interdicción», su presencia en entredicho queda entre palabras -más que una prohibición, el lugar sin límite de la escritura. Entre los demás personajes, entre distintos libros, su estampa se forma a partir de los contornos de las figuras de los otros. La definición de esa figura no sólo cuenta retóricamente, Genette la definía así: «entre la letra y el sentido, entre lo que el poeta ha escrito y lo que ha pensado, se abre un espacio, y como todo espacio, este posee una forma. Esa forma se denomina una figura»22. En silencio, discreta, la figura sin rostro de Miranda se dibuja en la misma ausencia de palabras. Es probable que Rodó tuviera noticias del entusiasmo de Rubén Darío23:

¡Miranda preferirá siempre a Ariel; Miranda es la gracia del espíritu; y todas las montañas de piedras, de hierros, de oros y de tocinos, no bastarán para que mi alma se prostituya a Calibán!



Tratándose de un ensayista, de un pensador que teoriza y escribe a partir de la sutil y profunda especulación de ideas, llama la atención la constante referencia a la visión, a la mirada, en que insisten los escritos de Rodó. Entre las conclusiones que formula en el célebre prólogo a sus Obras Completas, Rodríguez Monegal señala al pasar «la naturaleza visual»24 de su pensamiento. Por eso también, hace un momento, me permití atribuir a Rodó ese «espíritu del museo», reconociendo su «esprit ververien»: la fervorosa fascinación de ver, aunque sea ver para leer, pero ver.

Amparándome en una práctica crítica que el propio Rodó habilita, no dudaría en ver a Miranda, o a su fantasma, como esa «aparecida» que en las historias de misterio viene o vuelve desde el Más Allá. Si bien no la nombra ni la insinúa ni una vez en toda su obra, esa figura de aparecida ofrece la posibilidad de vislumbrarla como una expectativa o, tal vez, de conjeturarla sólo en su condición de espectro. Según las formulaciones de una estética del vacío, la vacuidad no es la «falta» sino una parte necesaria de la identidad, parte de su constitución25. Sin comienzo ni fin, para esta imagen de la errancia que ronda la obra de Rodó, sería necesaria una definición negativa -como si se tratara de una teología negativa- y, paradójicamente, si falta la palabra, a partir de esa falta y, sobre todo, de su nombre, aventuraría una hipótesis sobre la debida visibilidad de Miranda. La invisibilidad no le sienta a Miranda, sería una contradicción en términos que podría resolver el lector, o la lectura, una conjetura a la vista que también se propone hacer visible lo invisible, legítimo por legible.

A fin de fundamentar esa hipótesis, no dudaría en trazar un círculo hermenéutico, a partir de la obra de Rodó, recurriendo a dos de sus ensayos. En uno, «La mancha de humedad»26, el narrador cuenta que, al mirar la mancha, sólo ve algo informe pero, gracias a un amigo que recorre con su índice la forma del contorno, hace suya una estampa de Shakespeare:

-¡Mira qué admirable cabeza para una bruja de Macbeth, si algún artista de esos que, cumpliendo el precepto de Leonardo, están atentos a estos caprichos de la casualidad, la viera y supiese hacerla suya!...



De la misma manera que el lector, una vez que ve esa figura secreta y la muestra, ya no será posible ignorarla:

¿Quién es el que descifrando, por ejemplo, uno de esos gráficos enigmas, en que se trata de encontrar una figura que se forma del blanco de las otras [...] no llega a discernir la figura secreta?



Por la interpretación amistosa, por «una lectura intensa y eficaz», en el lugar de la mancha sobreviene la bruja de Macbeth.

El otro ensayo es de Motivos de Proteo (CLIII), se titula «La voluntad colectiva. Un milagro del mapa». Rodó sugiere -sin decirlo- un país que no se nombra27.

Tal vez el nombre no cuenta, pero se lee e identifica por transparencia, «en creux», en el hueco que, notablemente, Rodó, adelantándose a los procedimientos y teorías más avanzadas del siglo, entreabre en la página.

De la misma manera que el hombre construye un país a partir de nada, nada más que con sus sueños y su voluntad, el lector vislumbra en el mapa una mancha -de tierra contra el agua-, otro blanco del texto del que la palabra sigue ausente. A partir de la nada, de la carencia del nombre, la imaginación del lector realiza la obra mayor, crea un mundo a su antojo, como quien construye un país, ganándole al mar, «mirando al mar».

Bajo ese título, «Un milagro del mapa», presenta un pequeño texto, un fragmento, una maravilla de la escritura que deja su espacio a la alegoría, al reconocimiento de ser otra cosa sin dejar de ser ella misma. Como la verdadera belleza, es secreta la belleza del texto de Rodó: el enigma no es sólo la falta del nombre sino la razón por la cual el nombre falta. Tal vez, en la condensada belleza de ese ensayo, Rodó no nombra el país para hacer posible la invocación de cualquier nombre que el lector quiera recordar: similar a las alegorías de la lectura, la voluntad del hombre visionario es capaz de construir un país a partir de su falta. La precisión del nombre propio clausuraría el sitio, limitando las expansiones de la alegoría, más aún, tal vez los desafueros del vacío accedan más allá, internándose en la silenciosa universalidad del arquetipo.

Si el ángel de Ariel en algo se parece al Ángel Nuevo, con más razón el cuadro que ve Rodó en el mapa se parecerá al que ve Bergotte, el personaje del escritor en la novela de Proust. Las reflexiones sobre esa contemplación dan lugar a uno de los pasajes más importantes de la voluminosa novela En busca del tiempo perdido, cuando ese escritor encuentra una mancha amarilla que no se define ni se nombra, la ofuscación ante un detalle luminoso, que hasta ahí no había advertido, revela al escritor el sentido último de la belleza, y muere. Los trámites literarios no dejan de sorprender: no es una palabra ni una metáfora ni un pasaje literario los que revelan al escritor la verdad, los que provocan su mayor perturbación, sino una mancha en un fragmento de un paisaje holandés pintado por Vermeer28. Las fechas descartan la posibilidad de que Rodó conociera esta revelación de La Recherche29. Sin embargo, atentas lecturas de Henri Bergson que, sin saberlo, tanto Marcel Proust como Rodó compartieron, o la incidencia de los influyentes escritos de John Ruskin en su visión crítica, justificarían esas afinidades. Por ejemplo, Proust tradujo Stones of Venice (Les pierres de Venise) de Ruskin; por su lado, Rodó afirma:

La prédica inspirada de Ruskin, que ha dado cuerpo al más original, al más ferviente, al más religioso entusiasmo por el arte, que en modernos tiempos se haya propagado en el mundo, es la palabra de un pintor30.



Más próximos, el vínculo podría haberse establecido por intermedio de Anatole France, quien es autor del prefacio de Les plaisir et les jours (1896)31 de Proust y a quien Rodó, a su paso por Montevideo, dedica un discurso de homenaje en el banquete realizado en el Club Uruguay (16/7/1909)32.

Las piezas del rompecabezas se ajustan, revelan la figura que se adivina entre los bordes. La bruja de Macbeth no se borrará de «La mancha de humedad». El país ya no desaparecerá de la cartografía milagrosa. Son espléndidas revelaciones de una admiración por la ausencia y su deseo de decirla. El milagro -miraculum- de la mirada redime la omisión, restituyendo, a partir de los fragmentos, una figura en fuga. En un texto de 1900, a propósito de las reivindicaciones donde reclama justicia para el trabajo obrero, una falta similar se hace visible: «La antigüedad nos dio en Antígona el tipo de la hija, en Cornelia el tipo de la madre...»33. Podría haber mencionado a Miranda ya que en La Tempestad, la piedad de Miranda y el afecto filial son tan evidentes como su belleza:


O! I have suffered
With those I saw suffer: A brave vessel
Dashed all to pieces...34



La joven sufre por el naufragio y se lamenta por quienes vio sufrir, por los destrozos de la tempestad y la dispersión de los restos de la nave. A partir de esos pedazos se enfrenta al Nuevo Mundo. Una valoración de los fragmentos, una recuperación sagrada por el milagro de la restitución de los signos de la escritura o de la lectura -es lo mismo- replican el gesto de admiración que propicia la maravilla, un mundo nuevo a partir de los fragmentos dispersos que su mirada reúne y restituye. En otro fragmento, donde concentra sus ideas recurrentes sobre la escritura, Rodó atribuye una virtud superior, anagógica, próxima a la contemplación de la bienaventuranza, a ese don de restitución:

Era costumbre de San Francisco de Asís recoger del suelo, con esmero piadoso, todo papel escrito que encontraba, aun cuando este papel fuese un desecho o una triza, y no contuviera sino una frase trivial, una palabra trunca, quizá una sola letra. [...] 'Dejadme reverenciar las letras, puesto que de esos signos se compone el nombre de Dios'. Trazados por torpe o maliciosa mano, alineados en significación de cosas fútiles o abyectas, o aislados sin sentido propio, los signos conservaban aún, para el mejor de los cristianos, su dignidad inmanente. Por el hecho de prestarse a nueva ordenación, de modo que contribuyeran a expresar el nombre divino; y respetando el pensamiento en lo esencial, añadamos nosotros; cualquier nombre benéfico, cualquier idea justa. Para el santo toda letra era amable35.




Una fragmentación necesaria

La índole fragmentaria que le atribuye Alfonso Reyes a la obra de Rodó36, esa actualidad en trozos que la estética del siglo impone en los mismos años o muy poco después, es propia de una pluralidad perceptiva expuesta a la simultaneidad que impone la vista en la pintura, o a la consecutividad que allí no tiene lugar.

A modo de figuración emblemática, el pintor suspende el tiempo para incluir desechos varios, fragmentos de diarios sobre la superficie de la tela: fragmentos de fragmentos, una fragmentación de segundo grado que «cita» textualmente la parcialización periodística y sus pedazos, al mismo tiempo que la contextualiza, en un espacio ajeno. Sin disimular las fracturas, sin repararlas, el artista yuxtapone las fracciones de un espejo roto.

«La estatua de Cesárea» de Rodó es una muestra magistral de esa restitución:

el orden renació entre ellos [los átomos de piedra] y, con el orden, la divina apariencia37.



Rodó aprecia la indeterminación de la «verdad» del texto, que nunca es única, de una interpretación fluctuante que habilita la duda haciendo posible más lecturas diferentes; no legitima las vaguedades de la incertidumbre sino la certeza de una verdad variable, supeditada a las circunstancias de la lectura o las orientaciones de una autoridad que depara, por la lectura, un segundo autor que también elabora el texto en cuestión.

No se trata de teorizar sobre una obra abierta anticipada, ni de anotar los esbozos de una teoría de la recepción, ni de las interpretaciones condicionadas por doctrinas de historicidad diversa sino del reconocimiento de una transformación del texto como un fenómeno natural, nunca igual a sí mismo, que, en el cambio, consagra su permanencia ¿Un libro del mar? ¿Un libro de arena? ¿Otro Quijote? La maravilla del mar en cambio permanente define su condición, con más firmeza que en la duración, que puede ser prolongación tanto como dureza, inflexibilidad o rigidez. Por eso, Rodó lo asimila a «ese otro mar, extraño y tornadizo, que es la multitud de los hombres»38.

Una modulación armoniosa o amorosa estremece las páginas de ese libro «modelador de hombres»39, o que los hombres modelan, haciendo de la hermenéutica de Rodó, de su crítica comprometida, una militancia tanto de la belleza como del espíritu. Sin presuntuosas formulaciones teóricas ni reivindicaciones de escuelas ni terminologías de técnicas abstrusas, el escritor entabla un diálogo con sus escritos y con los escritos de los demás.

La brevedad sentenciosa de sus líneas irradia una luz que, similar a la abducción, ilumina fugazmente una estampa de otros tiempos, de los tiempos que vendrán:

Hay el libro donde está presente el porvenir, la idea de lo que ha de trocarse en vida humana, en movimiento, en color y en piedra. Hay el libro que se transforma a la par de las generaciones; inmortalmente eficaz, mas nunca igual a sí mismo; el libro de que se puede preguntar: «¿Qué sentirán leyéndolo los hombres en los tiempos futuros?», como se puede decir: «Qué sentirán, aún no sentido por nosotros, ante una puesta de sol, o ante la sublimidad del mar y la montaña?». Hay el libro, cuyo nombre permanece significativo y arrebatador, como una bandera que ondea en las alturas, cuando ya pocos leen en él otra cosa que el nombre40.



De la misma manera que, según los dos sentidos del posesivo, es doble el descubrimiento de América o de Europa, Miranda admira y es admirada, «ad miranda» (quien debe ser admirada):

Admired Miranda, Indeed, The Top of admiration!41



Pero ya se sabe que Rodó no la nombra ni una vez. En los blancos de la página, Miranda es el blanco fulgurante del texto, el objetivo hacia el cual apuntan estas reflexiones de hoy. Como el doblemente querido país del mapa o la cabeza de la bruja, su aparición es obra de quien lee, de la mirada que dibuja en la mancha de humo o de humedad, su propia construcción; en la claridad de las aguas, la tierra. Un lector visionario trasciende los límites, se hunde en el mar para rescatar sus misterios, haciendo emerger de la nada o del naufragio, las maravillas de un mundo nuevo:


O wonder!
How many goodly creatures are there here!
How beautoeous mankind is! O brave new world,
That has such people in't42.



Un mundo maravilloso a la vista, pero Rodó es un pensador y como tal concilia sus anhelos visionarios con la severidad del pensamiento. Si bien prepondera la mirada en su escritura, la advertencia sensual aparece sometida a su meditación.

Es Miranda quien, salvada del naufragio, admira lo que ve pero, desde el hueco de la escritura, también es Medusa que, emergiendo de las olas, fija la mirada de quien la mira y, por esa fijación doble, medita. Ambas cifran la dualidad intelectual y sensorial inherente a la mirada, que es exterior e interior, es espejo y especulación, reflejo y reflexión, teatro y teoría.

En la intersección de ilusiones y conocimiento se cruzan las facultades de la creación y el ejercicio de la crítica emprendiendo una cruzada de imaginación y pensamiento que anima espectros en la pared o esperanzas en el mapa. La apreciación de la mirada que predomina en Rodó, más la elevación de Ariel, más los espacios claros que iluminan el texto, más la proximidad ambivalente del mar, origen del desastre y de la salvación, de la pérdida y la restitución, más el embeleso de Rodó. Así dice en «Mirando al mar». Esa embelesada mirada al mar, los espectros que rondan -Ariel en vías de desaparición, otras figuras que sobrevienen o sobreviven-, los huecos de textos inconclusos, propiciaron la formulación de esta hipótesis.

Se podría encontrar una justificación mayor, evocando una cita del prólogo de Carlos Real de Azúa a Ariel-Motivos de Proteo donde se refiere a Proteo recordando que esa divinidad era el mar en la imaginación de los antiguos:

Pero resulta más interesante rastrear qué impulsos, confesados o secretos, llevaron a Rodó, amante de los símbolos claros, a aferrarse al símbolo de lo inaferrable. [Se refiere a Proteo] Qué latencias, qué necesidades. Está, naturalmente, su doctrina (psicológica y moral) de la diversidad y la riqueza del hombre, pero la intención deliberada y la lección explícita no agotan las razones. La creación brota de otros estratos y la posibilidad de que en ellos yazga una de las claves de la intimidad, tan mal conocida, de Rodó justifica, por lo menos una hipótesis43.



El mar y la mirada se concilian en un acontecimiento mayor: «la mar queda»44 como un espacio primordial ordenado paradójicamente a partir de una tempestad -similar a la que Cristóbal Colón interpretó como signo de la Providencia para transformarse en pura humanidad. No asombraría que, una vez más, Proteo se sometiera a una nueva metamorfosis.




Las duplicidades del crítico

Alude al título de un ensayo de ese libro peculiar denominado Proteo, inconcluso, póstumo y de otros aspectos de la crítica que entrecruzan esa duplicidad. A tal fin, no sería posible evitar replicar la discontinuidad que imita los movimientos de la lectura, imitar las interrupciones que aseguran la felicidad de una lectura no reducida a la rigidez de un orden único.

El lector ejerce el derecho/obligación de elegir, el lector, elector es libre de elegir, por eso cada lector es otro lector, como cada lectura es otra escritura, ya que difícilmente se eligen los mismos pasajes y, aun así, ya leídos, los mismos pasajes no son los mismos. La sucesión de líneas marca un camino pero el lector traza su propio derrotero (la palabra designa tanto un camino en el mar como un libro de viaje), arma su propio libro como el espejo de un caleidoscopio, un rompecabezas, un modelo para armar. Inmóvil y a los saltos, el lector juega a la rayuela, da un salto primero, otro después y, en un momento de gloria, casi alcanza el Cielo, pero como ha sido sólo un juego, vuelve a tierra sin haberse movido. Sólo la mirada ha recorrido el espacio limitado, liso, homogéneo de la página y, sin levantarse, sin levantar la vista, entrevé los límites de una isla desconocida, la última. Como en un cuento, el sueño de la lectura reproduce otros sueños. Inclinado sobre la página, los ojos entrecerrados, entre sueños, el lector sabe que la alucinación no alcanza a mitigar la lucidez del juicio, sueña y piensa a la vez.

Para despejar esta dualidad, Rodó remite primero a Schopenhauer quien «se complacía en representarse a sí mismo su existencia como si fuese la de otro»45; en segundo lugar, evoca la concepción pagana por la que una «misma divinidad solía ser, sin mengua de su papel activo, espectadora de sus actos»46. Para ilustrarla, Rodó recuerda la pintura en una antigua cerámica que representa esa duplicidad. Representa el rapto de la ninfa Europa por Júpiter y observa que, en la misma pintura, el propio dios es espectador del rapto que él mismo comete. Rapto y observación forman parte de una misma aventura de la seducción. «Es un privilegio olímpico» dice Rodó y «esa duplicidad a veces atormentada, a veces voluptuosa» constituye «el secreto de la naturaleza específica del crítico», las dualidades de esa acción que es «soñar y mirarse soñar», como dice Rodó. La mirada crítica replica el juego de la interpretación, ejecutando ambas acciones a la vez: visión o división de la mirada; vigila y despierta, contempla y analiza.

Por eso, la cita de Rodó o con Rodó contrae también dos espacios o dos estados: «soñar y mirarse soñar» como instancias de una creación y recreación que no se confunden, el rapto de la creación y la lucidez de la contemplación, la razón impone sus razones sobre la elaboración espontánea de un autor que revela sus fantasmas y con ellos recupera el sentido que lo devuelve a la realidad. Un vaivén de la mirada fascinada a la mirada inquisitoria deja en suspenso el final de Ariel, casi al borde de la eternidad, donde es Enjolrás quien reconoce en la mirada esa misión divina:

-Mientras la muchedumbre pasa, yo observo que, aunque ella no mira el cielo, el cielo la mira47.



La naturaleza fragmentaria de los escritos de Rodó, los claros que va dejando, aclaran su texto a la par que lo interiorizan, iluminándolo con una luz interminable. Dice Rodó a manera de epígrafe de Motivos de Proteo:

Los claros de ese volumen serán el contenido del siguiente; y así en los sucesivos. [...] La índole del libro (si tal puede llamársele) consiente, en torno de un pensamiento capital, una vasta ramificación de ideas y motivos, que nada se opone a que haga de él lo que quiero que sea: un libro en perpetuo «devenir», un libro abierto sobre una perspectiva indefinida48.



Esa disposición literaria que Rodó define como «La facultad específica del crítico», aparece determinada por el género del ensayo, que el escritor supo consagrar entre nosotros y en el continente entero, y por un ejercicio periodístico que introduce, en la escritura del siglo XX, la brevedad como intensidad. De ahí las fracturas de una obra que se quiebra para habilitar no tanto la dispersión como el carácter discontinuo del pensamiento, adoptando la segmentación como forma de filtrar las luces desde diferentes ángulos.

La obra de Pascal -no es la única ni es su invención- se denomina Pensées, «pensamientos», una sucesión de pequeños o no tan pequeños pasajes que tratan sobre los temas de su reflexión. En los extremos de la historia, desde Heráclito nos llegan los suyos en breves sentencias aforísticas que han determinado la reflexión occidental, presentando una sucesión de formulaciones sucintas relativamente independientes. En el otro extremo, y elaborando farragosamente un material de citas, Roland Barthes es autor de Fragmentos de un discurso amoroso.

Siempre me llamó la atención esta tendencia del pensamiento a expresarse fragmentariamente y, a pesar de las grandes obras de la filosofía, me atrevería a reconocer en esa manifestación la forma arquetípica del pensamiento que tiene por origen una segmentación, recortes, una quiebra de la continuidad, las abstracciones donde el conocimiento se repliega.

Es recurrente en el imaginario latinoamericano el reconocimiento de la tempestad y sus mitos como origen de una cosmología continental. De manera que no sería irreverente transtextualizar el principio bíblico que habla del principio como un acontecimiento más temporal que verbal y afirmar que: «Al principio fue la tempestad».

Si, a partir de su drama, Shakespeare fue considerado un «historiador de la eternidad»49, no alteraría la felicidad de esa formulación contradictoria diciendo que Rodó, desde América, contribuyó a prolongarla con la ilusión de inventar un arquetipo más.







 
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