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ArribaAbajoViaje a la Literatura Infantil Universal


ArribaAbajo La libertad, la muerte y la vida eterna en tres libros de Astrid Lindgren

Enrique Pérez15


Innumerables páginas se han llenado de elogios al quehacer literario y la trayectoria de Astrid Lindgren (Smaland, Suecia, 1907), la celebérrima creadora de Pippi Mediaslargas, «la niña más fuerte del mundo». No es ocioso, pues, que, refiriéndose a ella, numerosos teóricos del orbe aseguren que con la aparición del primer tomo de esta trilogía la escritora dio un vuelco notable a la Literatura Infantil universal, más que evidente si se atiende al hecho sistemático de que, antes de irrumpir Pippi en el contexto mundial de las letras para niños, se hacía un tipo de Literatura Infantil muy lejana por cierto al interés de los menores y luego de llegar la heroína pelirroja y anticonvencional con su demoledora conducta hacia el ámbito de las poses adultas, los niños no tendrían ya que conformarse solamente con las «migajas literarias que les dejaran los grandes», al decir certero del teórico Paul Hazard.

Como libro de postguerra que es -apareció en Suecia en 1945- Pippi representa un canto a la tolerancia y la paz, la autodeterminación infantil. En estos valores será precisamente donde se afiance la narrativa posterior de Astrid Lindgren, muy sustentada en un humanismo que toma al menor como centro de atención y le erige en emblema de los valores más caros al ser humano, dentro de un entorno que -lejos de ser idílico, paradisíaco, aleatorio- puede verse abatido por las penas y furias de este mundo.

Revisando la amplia bibliografía de la Lindgren -autora que comenzó a escribir en su madurez- se advierte de inmediato una intención evidente de   —16→   ubicar a la infancia, no aparte, sino precisamente en aquel imperfecto mundo adulto, en el cual deberán subsistir pese a las barreras que se les imponen. Este mundo que, evocado en sus recuerdos biográficos de niñez -Mi mundo perdido-, deviene plácido, amoroso, campestre y ya irreal a estas postrimerías finiseculares. En su obra puede vislumbrarse repentinamente roto por un agente externo que casi siempre estará representado por algún adulto opresor, ya sea un ladrón, preceptor, tirano, policía o un padre impositivo.

Si bien la obra de Astrid Lindgren se caracteriza en general por el optimismo, por un a veces disparatado humor que le permite situar a sus personajes en las situaciones más inverosímiles y jugar con ellos hasta la carcajada -y nuestra Pippi es quizás el mejor ejemplo-, en ocasiones la autora abandona esas tramas suaves, reconfortantes, para adentrarse en vericuetos de la conducta humana, asuntos trascendentes, preocupantes.

Existen varias, o más bien series -porque tal vez después del éxito experimentado con Pippi Astrid decidiera recurrir, también con buena fortuna, a los personajes episódicos- que discurren en un entorno placentero, diríase que bucólico pastoril, como es el caso de los conjuntos Kati en París, Italia y América, los tres libros sobre Miguel (Emil de Lonneberga), las aventuras del detective Blonkvist -muy emparentado a Pippi en su psicología-, los niños de Bullerby o Madita y Lisabeth.

Astrid Lindgren escribió, sin embargo, tres obras aisladas dentro de su producción y muy distantes en el tiempo, que resultan atípicas por completo en el universo infantil con que ha regalado a la infancia y -¿por qué no?- a los adultos del orbe.


Libertad, muerte y vida eterna

En 1954 la autora publica por AB Raben y Sjögren Bokförlag -una de las casas editoriales para niños veteranas en Suecia- su libro Mío, mi pequeño Mío (que sólo será traducido al castellano por Editorial Juventud, de España, en 1990). Mío presenta un argumento hoy típico para cualquier historia infantil, pero en el momento de su publicación se revelaba absolutamente renovador: cuenta la historia de Bo Wilhelm Olsson, huérfano recogido por sus desamorosos tíos y quien lleva una gris existencia de penurias y maltratos verbales en el aburrido entorno de la Upplandsgatan.

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El chico acaricia un sueño imposible: conocer al padre que nunca tuvo, viajar con él a un mundo de aventuras y encontrar en definitiva esa felicidad que le fue hurtada por la realidad y que, no obstante, él acaricia como una quimera. Para su suerte, un buen día intervendrá el elemento mágico de una manzana misteriosa que le permite llegar hasta el País de la Lejanía, donde habita un rey que deviene en su preciado y ausente padre.

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Ilus. Araceli Sanz para Ulrico y las puertas que hablan, de Carlo Frabetti, (Madrid: Alfaguara, 1996).

Cómo ambos se reconocen al instante de encontrarse es de esos misterios y licencias maravillosas que nos permite la literatura a los escritores,   —18→   sobre las cuales no conviene mucho abundar. Sencillamente, con este suceso, Astrid -entre líneas, en voz queda- dice, o más bien sugiere a los niños, que cuanto deseamos de veras, si nos va el alma en ello, lo podremos alcanzar, pues en la vida todo lo deseado se hace posible con la misma fuerza de la realidad.

Sin embargo, no basta con alcanzar un deseo. Es necesario estar siempre a la altura de él. Bo Wilhelm, que en esta dimensión del País de la Lejanía se nombra Mío y es un príncipe hermoso y querido, deberá luchar por el amor de su padre y por salvar a su reino amenazado de continuo por la pena y el llanto que provocan los tenebrosos pájaros encantados y el malvado caballero Kato con sus hostiles tropas.

Si al cambiar de universo Mío perdió a su querido amigo Benka -una especie de interlocutor y lo único bueno que le ofrecía su mundo anterior-, encontrará ahora el mejor compañero de aventuras en Yum-Yum y podrá así cumplir uno de sus mayores deseos al cabalgar sobre el brioso Míramis.

Mío deberá crecerse en sí mismo, espiritual y físicamente, en un combate contra la maldad, para el cual ha sido elegido incluso antes de su nacimiento.

En este libro la autora defiende la tesis del destino manifiesto, por demás ausente hasta el momento en su creación para niños, donde constantemente presenta niños independientes como Pippi, Emil, Madita y Lisabet o Kalle Blomkvist, capaces de jugar con su suerte a capricho. El elemento mágico -presente en capas que hacen invisible a su portador, espadas predestinadas sólo para un caudillo (como la del rey Arturo), cucharillas de la abundancia que nunca se agotan y otros enseres cotidianos dotados de poderes supremos- y la aparición de personajes de las sagas nórdicas o del folclor universal (como aquel herrero que, cual Vulcano, vive sepultado en las entrañas de una cordillera) aderezan el relato con un encanto, poesía y aventura sin igual.

Casi veinte años después de escribir Mío, mi pequeño Mío, Astrid recurrirá al mismo esquema narrativo en otra historia inmersa en un mundo arcaico que discurre por senderos similares de imaginería e intenciones éticas y humanas. Al publicar en 1973 Los hermanos Corazón de León, traducido a   —19→   nuestra lengua en 1986 también por Juventud, la autora revive la historia de Mío, esta vez en dos hermanos, Juan y Carlos Corazón de León, hijos de la pobre costurera Sigrid abandonados por su padre, que se fue de marinero años ha sin dejar huella.

El punto de vista del narrador vuelve a ser, como en Mío, la primera persona que seguramente a la autora le resultó más comunicativa, afectuosa y confidencial para contar a los niños de hoy, sus fieles lectores, esos avatares que vivirán los personajes en el largo y tortuoso camino hacia la felicidad.

Juan y Carlos son seres casi antagónicos que, sin embargo, se aman profundamente, con una vehemencia sin igual, sabedores tal vez cada uno de que poseen lo que al otro le falta. Carlos, el narrador participante, nos relata que morirá pronto, consumido por una penosa enfermedad, y que deberá decir adiós a su querido Juan, ídolo y a la vez dios tutelar para él. Para consolarle, el atractivo, simpático, fuerte y valeroso hermano le hablará de Nangijala, un bello país situado en el más allá, al cual todos debemos ir en algún momento de nuestra vida y del cual están desterrados el pesar y la desdicha. La muerte, que parece algo inevitable como un merecido castigo por desconocidas culpas de antaño, deviene para el niño una esperanza, quizás la liberación definitiva de sus penas.

La prodigiosa imaginación de la autora intervendrá ya en el segundo capítulo, cuando un incendio «providencial» hace que el hermano fuerte y viril salte desde un piso alto con el otro en brazos para salvarle del fuego que amenaza destruir el mísero apartamento. Mas, rescatando a su hermanito, Juan morirá aplastado contra el pavimento en uno de los momentos más tristes que se hayan escrito en historia infantil alguna.

¿Ha ido realmente a Nangijala?, se pregunta el inconsolable Carlos una y otra vez, cada vez más descontento de no haber sido él quien perezca y sin entender aún cómo la «justicia divina» resulta tan cruel y desacertada que lo separa de su bienamado hermano.

Cierto día vendrá una paloma blanca hasta su ventana y Carlos supone que, en efecto, Juan le espera en el más allá y se fue antes para allanarle el camino. Por eso también habrá llegado para él la hora de partir. Así, la muerte que fue tan temida, que se concibió luego como promisoria, resulta   —20→   ahora liberadora de penas, enfermedades y de un mundo donde las cosas no están nada bien.

Llegar a Nangijala es adentrarse en un entorno quimérico en principio como el de Mío. Astrid suple lo empobrecedor del mundo cotidiano actual con el exotismo de la antigüedad. Pero, a los pocos días de estar allí, advertirán los hermanos que en el mejor de los mundos posibles tampoco las cosas andan bien. Existe un pueblo que lucha contra el tirano Tengil quien, auxiliado por el fiero dragón Katla, esclaviza y divide al país en dos valles, uno de llanto, muerte y mazmorras, y otro de temor y desesperanza.

Ambos hermanos deberán combatir con las fuerzas a su alcance por la libertad de sus amigos que sueñan con vencer al opresor. Como en Mío, aparecen corceles redentores y vigorosos igual que el viento, una trompeta mágica que subordina al temible dragón Katla, la poderosa serpiente marina Karma, escondrijos tras los armarios, cuevas llenas de misterio, ansiedad y peligro para los cautivos y caracteres humanos de todo tipo. Como en Mío, la justicia y la verdad se impondrán a la postre pero, eso sí, al precio de la muerte. ¿La muerte nuevamente? ¿Esta vez al final del relato, cuando todo parecía concluir tan bien? Sí, pero también la promesa de una vida eterna, pues para la autora hay otro más allá aguardándonos, para redimirnos, otro paraíso de ensueño que esta vez se llama Nangilima y al cual -de mutuo acuerdo- parten los hermanos, nuevamente el fuerte Juan herido de muerte por el aliento letal de Katla y el indeciso Carlos Corazón de León quien, haciendo acopio del valor y la energía que no cree poseer, cargará con el otro hacia un suicidio simbólico en su realismo que los sepulta en las abismales aguas de una oscura catarata. ¡Hay que morir muchas veces para renacer de nuevo purificado, reverdecido, más perfecto y así poder aspirar a una forma superior de vida y espiritualidad!, parece decir la autora entre líneas.

En Ronja, la hija del bandolero -originariamente publicada en 1981 y traducida al castellano en 1985- Astrid Lindgren, además de entonar un canto a la libertad sin fronteras y el amor entre los humanos o la necesidad de ser tolerantes para convivir en el universo que nos corresponde, reflexiona sobre la vida y la muerte.

También en una era indeterminada, pero ciertamente remota, de castillos derruidos por el tiempo, de bandas a lo Robin Hood que asolan los   —21→   bosques y de seres mitológicos como las voraces y sanguinarias árpaves, los enanos grises y los gnomos culones, dos niños deberán enfrentarse con su destino, el karma inexorable al que les conducen sus padres: odiarse eternamente por la inquina entre familias milenariamente rivales. ¿Un remake de Romeo y Julieta? Ciertamente.

Ronja, la hija de los Borka, y Birk, el vástago de los Mattis, a la manera de Pippi y de otros tantos héroes de la Literatura Infantil contemporánea, deben imponer sus sentimientos por encima de la norma, convenciones absurdas, una moral plagada de intereses creados y esquemáticas posturas de sus progenitores.

El entorno, que en un primer momento se antoja casi edénico, por esos bosques llenos de verdor, la vida silvestre, plagada de banquetes, abundantes diversiones y el cariño de padres y bandoleros que en realidad forman una gran familia, súbitamente se verá alterado por la llegada de una banda rival. Aquí el enemigo no será tanto un extraño o algo sobrenatural, emblemático del mal -como lo fueran en Mío, mi pequeño Mío y Los hermanos Corazón de León aquellos arquetípicos tiranos Tengil y el Caballero Negro del alma de piedra-, sino que el oponente será el odio y el rencor que los protagonistas guardan dentro de sí mismos. A cada momento Ronja deberá elegir entre opciones dispares: ¿querer a Kirk aunque pertenezca a un clan rival?, ¿ayudarle a subsistir en la cueva, aun traicionando a los suyos?, ¿huir del padre al que tanto quiere aun cuando él amenace con el suicidio?, ¿escapar de la comodidad hogareña sólo por ser libre?

La eticidad de los personajes es uno de los asuntos centrales de esta obra en la cual Astrid varía de punto de vista narrativo. Ya no se trata de un relator participante, sino del omnisciente o tercera persona para hacer más objetivas y desprejuiciadas las situaciones.

Nuevamente la libertad, la muerte y la vida eterna -que ahora se evidencia en la fuerza liberadora del amor puro- son las constantes que se mueven durante la historia en el camino iniciático que deberán seguir ambos protagonistas, quienes, a la postre, hacen triunfar su verdad al rebelarse ante las disposiciones absurdas de sus seres más queridos, incluso aquel designio irrevocable que los destinaba a ser bandoleros en el futuro.

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Con Mío, mi pequeño Mío, Los hermanos Corazón de León y Ronja, la hija del bandolero, Astrid Lindgren regala obras ciertamente atípicas dentro de su creación, tres piezas maestras de la narrativa contemporánea para niños y jóvenes y, a la vez, valiosas joyas de esa otra literatura comprometida que busca decir algo más, que, amén de divertir, entretener y elevar la fantasía, se preocupa de sensibilizar sobre determinadas situaciones otrora escamoteadas en la Literatura Infantil universal.

Como diría otra autora sueca, María Gripe -también una aventajada en las historias difíciles con niños y para niños y con toda seguridad una de las mejores discípulas de Astrid Lindgren-: la vida tiene un alto precio, pero lo vale. La libertad, podría decirse ahora parafraseándola, puede tener un precio tan alto como la muerte, pero bien vale la pena pagarlo si el premio es alcanzar la vida eterna.