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ArribaAbajo Antoine de Saint Exupéry. Otro centenario entrañable en el mundo de la literatura infantil

Aurora Díaz Plaja4


El año 2000 cumpliría 100 años el más admirado de los autores de un solo libro para niños: El pequeño príncipe, Antoine Saint-Exupéry nacido en 1900 pero fallecido en 1944 en combate aéreo, puesto que más que escritor era piloto.

Con un solo libro infantil entre muchos adultos -Correo del Sur, Vuelo nocturno, Tierra de hombres, Carta a mi rehén y Ciudadela-, alcanzó la fama insólita por El Principito, autobiográfico y traducido en varios idiomas incluso en catalán, cuyas ediciones no fallaban en ninguna biblioteca escolar ni familiar.

Con dibujos maravillosos empezando por el primero que casi sirve de base temática y filosófica sobre la fantasía del niño protagonista y la poca fantasía que tardará en descubrir el significado del dibujo infantil.

Antoine de Saint-Exupéry fue un aviador civil e incluso muy útil en el correo aéreo, pero su final fue realmente accidente laboral, imposible de descifrar, pues desapareció sin dejar rastro. Si por su desgraciadamente corta existencia no recordamos de su fantástico ingenio más que un libro infantil, debemos rendirle homenaje releyendo su delicioso Pequeño príncipe.

-Contestó el principito: «Si tuviera cincuenta y tres minutos iría despacio, despacito hacia una fuente».

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El hombre que escribió estas palabras puestas en boca de un delicioso principito, cuando el vendedor de píldoras para apagar la sed le dice que así se ahorran 53 minutos semanales que gastamos en beber, era aviador y conducía uno de los cinco aparatos más rápidos de la primera mitad del siglo XX. Podía volar para ganar muchos minutos en su profesión de piloto, pero cuando el poeta surgía sabía valorar la suave caminata que requiere acercarse a una fuente y saciarse la sed en la alegría líquida que brota del manantial.

Cuando una doble profesión convive en una misma persona con idéntica vocación, por distintas que aparentemente sean, se traslucen recíprocamente. Así, en la pequeña obra maestra de la literatura francesa que es El pequeño príncipe, el protagonista adulto es el aviador y el niño viene del espacio, mientras que en Vuelo nocturno, verdadero reportaje vivido de las horas en que el piloto está solo con su aparato por encima de la tierra, la poesía fluye en toda la obra.

Pasó su infancia en plena campiña, desarrollándose de forma santa y tímida. Era miedoso ante la grandeza de los árboles, ante los ruidos del bosque, en los anocheceres rurales. Pero a su lado estaba la amiga dulce y buena, la muchachita feliz que significaba todo para el pequeño Antoine: la seguridad y confianza, el valor y la firmeza que a él le fallaba.

No sabemos cómo se llamaba en la vida real, pero dentro de su obra Correo del Sur, Antoine de Saint-Exupéry la bautizó con el nombre de Geneviève, mientras que él se autollamaba Bernis, para describir autobiográficamente su propia infancia.

Desde pequeño, su gran obsesión era la huida. Huir de aquel mundo estrecho de su infancia hecho de prohibiciones y de rutina: las estaciones, la escuela, las vacaciones, las bodas, los entierros. Entre los adultos se sentía apocado y triste, los recuerda vestidos de oscuro y serios. Sólo cuando Geneviève aparecía entre los mayores, la luz de su cabellera iluminaba la estancia más tenebrosa. Para Bernis, el poder de esta luminosidad podía atravesar los más espesos muros porque Geneviève lo era todo: la madrecita, la amiga, el hada.

Por esto, en los recuerdos dolorosos de su vida, Antoine se lamenta de la muerte espiritual de Geneviève cuando supo que se había casado con un hombre vulgar y tortuoso que llega a acusar a Geneviève de ser mala madre al estar el hijo enfermo. Cuando el pequeño muere, Geneviève queda dolorosamente

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Il. de Antoine de Saint Exupéry para El Principito, de Antoine de Saint Exupéry (Buenos Aires: Emecé, 1951, p. 30)

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sola y únicamente piensa en el amigo de su infancia, Bernis, mejor dicho Antoine de Saint-Exupéry.

Si en el Correo del Sur el autor se identifica con Bernis, en otras obras suyas seguirá hablando del niño que fue, de la infancia que perdió. Pero es en El pequeño príncipe, este personajillo engendrado por el aviador solitario que se vio obligado a aterrizar en el Sahara, en donde plasma mejor toda la ternura que Saint-Exupéry adulto reserva para su niñez.

«Cuando tenía seis años, ante la descripción de un cuento sobre las serpientes boas que engullen enteras a sus víctimas, intenté hacer un dibujo con la obra en plena digestión. Enseñé el dibujo a la gente mayor preguntándoles si tenían miedo.

-¿Por qué ha de tener miedo un hombre?

Intenté repetir el dibujo con el interior de la boa transparente y un elefante dentro. Los mayores me aconsejaron no pensar más en boas ni elefantes y estudiar geografía. Tuve que dejar de dibujar y por esto aprendí otro oficio, a pilotar aviones».



Con este principio, nos introduce en el mundo mágico de su Pequeño príncipe. Tras este recuerdo infantil, se le aparece un niño, un extraño personajillo en medio de la soledad del desierto. Su voz le sorprendió:

-«Dibújame un cordero».



Se asusta, se lo hace repetir y enseguida recordó sus dos primeros dibujos que fueron los últimos. Intentó negarse diciendo que no sabía dibujar. Pero el niño insistió. Las tentativas fueron fatales: éste está enfermo, éste parece una cabra, éste es demasiado viejo. El aviador, cansado ya, dibuja una caja con tres agujeros y asegura:

-«El cordero está aquí dentro».



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Fue entonces cuando el principito aceptó el dibujo contento. Sólo preguntó si necesitaba mucha hierba para comer. Y luego exclamó:

-«Mira, se ha dormido».



Así fue como Antoine de Saint-Exupéry une su recuerdo infantil y su vivencia mágica en los años en que permanece en el Sahara y crea El pequeño príncipe, el poema clásico de nuestros días.


Su vida como aviador

Marie Antoine-Roger, pues tal era entero el nombre de pila, aunque familiarmente se le llamara Antoine o Saint-Ex, como le llamaban los amigos y colegas, procedía de una familia acomodada. Tanto los abuelos paternos como los maternos, poseían fincas y castillos en donde veraneaban los Saint-Exupéry en los años de la infancia de Antoine. Pero a partir de sus cinco años, en que murió el padre, el campo fue la residencia permanente de la viuda y de los cinco hermanos Saint-Exupéry. En el Instituto de Mans cursaron su bachillerato y, más tarde, Antoine y su hermano mayor fueron enviados a Suiza por causa de la delicada salud de este último, que murió poco después.

La tristeza de Antoine ante la muerte de su hermano, reflejada luego en sus obras, contribuyó a su indecisión por escoger carrera. Probó ingresar en la marina y fracasó. Tenía ganas de ser escritor, pero esto no daba para vivir. Finalmente fue llamado a filas cuando todavía no se había decidido. En 1921 hizo su servicio militar habiendo escogido el ejército del aire y obtuvo el título de piloto militar. Cuando se licenció, consiguió el carné de aviador civil y empezó a ejercer su profesión: en el transporte postal entre Europa y los otros continentes. Fue el pionero de los correos aéreos y supo cumplir con su deber civil, mucho más importante y personal que el de guerra. En 1927 organiza el correo regular entre Francia y Río de Oro, que quedará muy bien plasmado en su primera obra literaria titulada Correo del Sur.

En 1933 entra a formar parte de una compañía de navegación aérea y realiza el transporte postal entre Buenos Aires y París. Cuando esta empresa se disuelve Saint-Exupéry queda cesante. Contrae matrimonio y pasa unos años de actividad literaria en la capital de Francia. No le agrada la ciudad y aprovecha   —40→   su condición de colaborador en la prensa para dedicarse al periodismo que le ofrece nuevas oportunidades de viajar y conocer gentes de otras latitudes.

En 1937 viene a España como corresponsal. En la zona republicana es considerado sospechoso por unos milicianos; llevaba corbata y ésta era un signo de ser burgués que estaba mal visto. Antoine de Saint-Exupéry explica en sus Cartas a un rehén la experiencia de aquella noche en vela ante unos milicianos aburridos, sin entender lo que pretendían, aunque remiraban sus papeles y, sobre todo, su máquina fotográfica. De pronto se le ocurrió pedir un cigarrillo y uno de los guardianes no sólo se lo dio, sino que le sonrió. Y allí empezó el pequeño milagro. Poco después quedaba en libertad.

La segunda guerra mundial le hace incorporarse de nuevo a su profesión de piloto aéreo. Pero esta vez conduce su avión, que llevaba mensajes de paz y de amor, a efectuar misiones bélicas. En 1940, cuando en Francia estaban en plena oscuridad y bajo el dominio de los alemanes, Saint-Exupéry realiza un viaje a Portugal, quizás de huida. Llevaba ya nueve meses combatiendo en vuelos sobre Alemania, en donde había perdido el setenta y cinco por ciento de su tripulación. Ha dejado su país dolorido, amordazado ante los intereses «de color de ceniza» -como dirá en Cartas a un rehén para encontrarse con una capital como Lisboa, alegre y confiada, exhibiendo su luminosidad y buen humor. El aviador explica la angustia que sentía ante el derroche de lujo y ociosidad del Casino de Estoril.

Cerca de allí, los alemanes perseguían a todos cuantos querían: si no por comunistas, por católicos, por liberales o por judíos. Casi toda Europa estaba en plena guerra y en el Casino de Estoril se jugaba y se reía.

Tras esta estancia en Portugal, embarca hacia Norteamérica en donde ya adquirían fama sus obras literarias traducidas y le llenan de honores. Pero Antoine de Saint-Exupéry resiste poco tiempo el exilio y, a pesar de que le han permitido brillar en su profesión literaria, prefiere incorporarse en las fuerzas aliadas de Marruecos. No ama la guerra, pero cumple con su deber. Tiene ya 43 años y se siente viejo para piloto de caza. Se siente profundamente desgraciado por sus fallos como aviador y por el desespero de utilizar para matar el maravilloso invento que tantas horas de poesía le había proporcionado cuando hacía vuelos regulares en tiempo de paz e, incluso, cuando tuvo el casi fatal accidente del aterrizaje forzoso en el Sahara.

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Además, se descubre incapaz de lanzarse en paracaídas. De ahí que no es de extrañar que hallara la muerte en su tarea de piloto de guerra. Un año más tarde, en misión aérea por el Mediterráneo, desaparece el aviador Antoine de Saint-Exupéry.

Toda su vida de aviador se refleja en las obras literarias, casi todas autobiográficas. También en su Pequeño príncipe, que escribió en 1940, pero no se publicó hasta años más tarde, el aviador que es Antoine de Saint-Exupéry narra sus vivencias reales en aquellos momentos trágicos de soledad en el desierto.

Se inicia cuando el aviador está intentando arreglar la avería en el motor de su aparato. Está realizando pues, una tarea propia de su primera profesión: la de piloto aéreo. Si su cansancio físico y tristeza moral por las escasas posibilidades de salvación, tan lejos del mundo civilizado, engendra en él una visión poética en la forma del Pequeño príncipe, lo es por su ferviente deseo de satisfacer su sed material al mismo tiempo que la sed espiritual de amistad. El principito le otorgará la una y la otra, al final, enseñándole el pozo.

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Il. de Antoine de Saint Exupéry para El Principito, de Antoine de Saint Exupéry (Buenos Aires: Emecé, 1951, p. 67).

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Aunque el aterrizaje forzoso, que le hizo permanecer incomunicado de la civilización en pleno desierto del Sahara, ocurriera en sus años de aviador civil, la historia del Pequeño príncipe fue escrita en plena guerra, cuando la tristeza del aviador por la tragedia que azotaba a Europa tenía necesidad de ser convertida en verdad poética. Encontramos en sus obras de esta época, la melancolía de un ser pacífico que no soporta el desastre bélico.

Ante la guerra, el hombre se vuelve niño. Quisiera refugiarse de nuevo en el regazo de la madre; desearía sumergirse otra vez en los años de feliz inconsciencia. Antoine de Saint-Exupéry siente la desgracia de no ser niño como cuando estalló la primera contienda, la guerra europea de 1914-1918, en la que todavía pudo ser espectador. Pero la de los años cuarenta le sorprende en pleno ejercicio de su profesión técnica y ha de ponerse al servicio de la nación que toma parte en la contienda. Por primera vez subirá al avión con desgana: emprender un vuelo que siempre fue un placer en su vida civil, se volverá una amarga misión cuando debe cumplir órdenes de lucha y matanza.

«El capitán Saint-Exupéry debe presentarse al comandante» y Antoine obedecerá disciplinado con su otro yo en íntima protesta: tiene la dolorosa impresión de lo absurdo y cruel de la guerra.

Pero ante todo es un hombre recto y sabe que debe obedecer. No puede desertar y sólo desea refugiarse en la enfermería en donde «las monjas le darán tisanas azucaradas», como dice en Piloto de guerra, o en su infancia feliz en la que no se veía obligado a odiar a un enemigo. «He hecho mal en crecer -dirá en Piloto de guerra-; habría sido mejor quedarme en la infancia».




La muerte precoz

En la antigua mitología griega se decía: «Los preferidos de los Dioses suelen morir jóvenes». Según esta frase de la época helénica, Antoine de Saint-Exupéry debía ser objeto de grandes preferencias en el Olimpo. Su muerte fue prematura; le sorprendió en la cumbre de su doble carrera: piloto de prestigio, tanto en su época civil, como en sus momentos de piloto de guerra, y creador de bellas obras literarias publicadas a poco de escribirlas, pues el éxito de sus primeras obras fue instantáneo en el mundo editorial francés.

Un hombre de pasión y acción como Antoine de Saint-Exupéry, no podía morir en la cama como un hombre normal. La elevación de sus miras y la altura de sus poemas, unidas a la elevación física de su avión, le llevaban a volar con el cuerpo y con el espíritu. Pero tanto en uno como en otro aspecto, no podía concentrarse a una fecha, a una situación geográfica, a una realidad tangible, de un cadáver, de una ataúd, de una tumba.

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No, Antoine de Saint-Exupéry no llegó a sus contemporáneos, a sus amigos y admiradores o a desconocidos o indiferentes, la prueba palpable de su fallecimiento. Sólo una nebulosa noticia dio fe de su desaparición:

«Desde Córcega partió con su avión en misión de guerra, el 31 de julio de 1944. Un año antes de finalizar la contienda y un mes antes de que el mundo entero presenciara horrorizado la explosión de la bomba atómica, Dios quiso salvar a aquel hombre sensible del espectáculo tremendo que un colega suyo, siguiendo órdenes bélicas provocó».



¿Dónde se perdió aquel último apartado pilotado por el aviador-poeta? ¿En América del Sur, que tantas veces surcó por los aires y que le sirvió de anchuroso campo de aterrizaje? ¿En el desierto africano, donde se sintió solo, rodeado de arena inhóspita y donde tuvo que crear a su Pequeño príncipe para que le hiciera compañía espiritual? ¿En la bella España, que él conoció dolorosa y asolada por la tremenda guerra civil?

Nadie lo supo. Lo más verosímil es que el hombre que venció tantas veces el elemento atmosférico del aire, sucumbiera en otro elemento vital, mucho más azul que el fondo celeste, escenario de sus hazañas.

Si ante la incertidumbre que sembró su desaparición podemos deducir como lógica la caída al Mediterráneo tras alguna avería de su aparato, también nos podemos permitir el dejar volar la imaginación y sospechar íntimamente que Antoine de Saint-Exupéry, transformándose en su personaje adulto (el aviador que hizo amistad con el principito), fue atraído por éste a visitar su planeta.

Aquel planeta pequeñajo en el que sólo cabían los extraños amores del Pequeño príncipe y una rosa, tres volcanes, semillas de baobab y, desde que el aviador se lo pintó, un cordero. Aquel planeta que tanto trabajo daba al principito, puesto que tenía que regar la flor, taparla con una campana para que el aire no la estropeara, preocuparse porque el cordero pudiera comerse la rosa, limpiar los volcanes como si fueran braserillos domésticos...

También el autor y creador de su delicioso personaje cabría en aquel planeta, puesto que llegaron a quererse tras muchas horas de conversación. Y Antoine, no sólo no le daría trabajo al Pequeño príncipe, sino que le ayudaría en su tarea diaria, e incluso contemplarían juntos las muchas veces que podía verse la puesta del sol en tan diminuto planeta.

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Por esto, ante la muerte física de Antoine de Saint-Exupéry, que nadie pudo certificar, no podemos dejar de creer inconscientemente, que se fue a hacer compañía al Príncipe en su planeta o a recorrer con él los demás planetas: el del rey tan poderoso que, sin embargo, no sabía preparar una puesta del sol, o el del farolero con la consigna de encender y apagar el farol según fuera de día o de noche (pero el planeta es tan pequeño, que cada minuto cambiaba de día a noche, o de noche a día).

Sí, Antoine de Saint-Exupéry fue a reunirse con el misterioso niño que se le apareció como un espejismo espiritual en plena desesperación humana por el hambre, la sed y la impotencia ante el motor roto en pleno desierto.

Por esto, tal y como el autor de El pequeño príncipe termina su relato, deseando creer en un rayo de esperanza, cuando se le va el joven amigo hacia su planeta, concluiremos la glosa de su vida con sus mismas palabras:

«Sed gentiles, no me dejéis totalmente triste, escribidme enseguida, diciéndole que él ha vuelto».