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ArribaAbajoTres narradores en busca de un lector

Germán Gullón



I. Tormento, perteneciente a un ciclo

Ya en la primera línea de Tormento encontramos dos viejos conocidos de El doctor Centeno a quienes dejamos en la última página de esta novela: don José Ido del Sagrario y Felipe Centeno. Ha pasado algún tiempo. Enseguida sabremos lo que ha sucedido en el «interim». Los mismos personajes lo cuentan. Vemos así la intención del autor de tender un puente entre una novela y otra, de que la historia continúe. Robert Ricard afirma categóricamente que no se puede hablar de una continuación,44 lo cual no es del todo exacto. Preguntémonos por un momento ¿cuál es la base de la novela?, y para esto sigamos a E. M. Forster;45 observamos que lo básico es la fábula, y que ésta se desarrolle en el tiempo, es decir, que los episodios se sucedan. Estos dos elementos -tiempo y fábula-, amén de muchos otros, que hay en la novela, son fundamentales para que un ciclo de novelas sea considerado como tal; cada uno de sus componentes tiene que tener los elementos citados y algunos personajes comunes que establezcan la vinculación entre las diferentes partes del ciclo. En El doctor Centeno, Tormento y La de Bringas se pueden hallar no sólo la continuidad argumental, sino también la sucesión temporal, y la participación de unos entes ficticios que les son comunes.

A su vez, pueden ser leídas como novelas autónomas, pues la trama es diferente en cada una de ellas y la relación entre los elementos que componen la estructura es diferente en cada obra.

Tenemos así a Tormento, objeto de nuestro estudio de hoy, situada dentro de un ciclo y como novela independiente, con estructura propia.




II. Estructura de la obra

La estructura es enmarcada, y entiendo por «estructura enmarcada» aquélla en que la acción de la novela está situada entre fragmentos narrativos o dramáticos que son alusiones, comentarios o referencias a ella, pero que no la hacen progresar. En Tormento lo está de dos maneras relacionadas entre sí como uña y carne. Comienza la obra con el mencionado diálogo de Felipe Centeno y don José Ido del Sagrario, y se cierra con uno de los mismos y otro de Rosalía Bringas y su marido.

El primer diálogo no solamente tiene los mismos personajes que el último de El doctor Centeno sino que, como en aquél, uno de los temas es la presentación de Ido como novelista. De maestro pasa a poeta, y más concretamente a escritor o fabricante de folletines. «Yo he de hacer un ensayo en esta cosa bonita y cómoda de novelar. Ya tengo pensado un principio, que es lo que importa». A esta declaración de Ido responde Centeno ofreciéndole su cooperación para la tarea noveladora y precisamente para que escriba la novela de lo que le ha pasado a Miquis y a él, o sea, la misma novela que el lector acaba de leer.

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En el último diálogo entre los mencionados interlocutores todavía sigue Ido pensando en un final «poético», pero Centeno le desengaña sin andarse con rodeos: «No sea memo -le dice-. Todo sucede al revés de lo que se piensa.»

Entre estos diálogos, a quien oímos es al narrador, mientras que en ellos oímos al novelista mismo. El autor transcribe directamente los diálogos, presentándose como novelista omnisciente, que decide, por una parte, dar continuidad a su novela anterior, proyectándola en esta charla inicial entre Ido y Centeno, y por otra, cercar la novela con los diálogos que la configuran.

Conviene aclarar algunos de los términos utilizados en el párrafo anterior, puesto que al hacerlo daremos un paso más hacia la comprensión de la novela. Llamo novelista omnisciente al que desde algún punto del espacio recoge literalmente como transcritos de una cinta magnetofónica, los diálogos que sirven de marco, y además describe el modo, el tono y la intención con que hablan los interlocutores. Me parece que es obligado distinguir a este autor «real» del narrador «ficticio» que empieza a referir su historia en el capítulo segundo de la novela, y la da por conclusa al llegar al final del capítulo cuarenta. Parece probable que el autor ha querido distinguir entre narrador-cronista y novelista-omnisciente, no porque el primero sea, como con frecuencia ocurre en estas novelas, desmemoriado, distraído e inseguro,46 sino para dar más profundidad a la novela y multiplicar los puntos de vista.

De esta primera manera de enmarcar se deriva otra. Tres son las novelas manifiestas en la estructura. El novelista escribe una, de la que Ido es personaje; Ido escribe otra o la imagina, anticipándose a la tercera que, a su vez, va a redactar el narrador desmemoriado. Hay un centro de conciencia que es este narrador, pero la novela total incluye además los puntos de vista del folletinista y del novelista. De la novela de Ido sabemos gracias al novelista-omnisciente, que viene a ser una especie de super-narrador situado en una perspectiva que le permite ver, no sólo lo que él mismo cuenta, sino también lo que cuentan los demás. Vemos claro su papel cuando el narrador desmemoriado, que es también personaje, dice en el capítulo cuarenta que Ido y Centeno, en el cuarto inmediato al despacho de Agustín Caballero, «se comunicaban sus impresiones sobre los sucesos», interviene el novelista-omnisciente para transmitir como recogido por su «cámara-micrófono» la conversación enmarcadora a que antes nos referimos.




III. Función de la estructura y sentido de la distancia

Este tipo de estructura sirve para dar, mediante un rodeo, sensación de absoluta objetividad, porque la diversidad de puntos de vista es consecuencia de informar sobre los acontecimientos desde dentro -narrador-personaje-, desde el medio -Ido-, y desde fuera, en los diálogos enmarcadores -el novelista-. Limita el subjetivismo del creador omnisciente y permite al lector formarse idea de lo que está pasando y del porqué de cada cosa.

La conversión del narrador en narrador-personaje, al situarlo en el plano novelesco, hace que sus dichos se acepten como testimonios de quien por naturaleza es idéntico a los seres cuya crónica escribe: una ficción dentro de la ficción. Sus inseguridades ayudan a caracterizarle como testigo, no como hacedor. Y el resultado de la eliminación del subjetivismo es que los entes de ficción no sólo parecen más libres sino más convincentes, y con fuerza propia, como veremos luego ejemplificado en Centeno.

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Para restar subjetividad, este tipo de estructura tiene una función definitiva: situar al lector no sólo ante diferentes puntos de vista, sino a diferentes distancias de la novela.

El lector va siguiendo las narraciones que se le ofrecen y se ve situado a distintas distancias de lo narrado. El narrador participa de algún modo en la acción, como amigo de don Francisco de Bringas. Ido del Sagrario imagina su novela partiendo de los datos de la realidad, desde el punto de vista del folletinista profesional, pero no está dentro de la acción sino en su marco. El novelista omnisciente se encuentra a más distancia espiritual de lo narrado, pues no tiene ningún contacto sentimental con la acción; está más alejado de ésta que el narrador y el folletinista.

Si recordamos el ejemplo puesto por Ortega en La deshumanización del arte para explicar el concepto de distancia, ejemplo en donde una mujer, un médico, un reportero y un pintor asisten a la agonía del hombre ilustre, y lo comparamos con Tormento, sorprende la similitud entre las figuras galdosianas y las imaginadas por Ortega: el narrador, el folletinista y el novelista omnisciente se encuentran más o menos a la misma distancia de la fábula que el médico, el periodista y el pintor de la viñeta orteguiana. Es como si el autor de Tormento se hubiera adelantado en la práctica cuarenta años al teorista de La deshumanización del arte.

La diversidad de planos da la impresión de que la novela tiene huecos, procedentes de la diferencia en lo espacial que provocan los narradores al no contar todos desde el mismo plano. En algunas obras, estos huecos son puntos muertos, pero no en ésta, pues como veremos más adelante, los llena el lector. Ido le propone llevarlo muy lejos, lejísimos, a las nebulosas de su imaginación. Desde allí se puede ver una novela completa, que comienza en su diálogo con Felipe:

IDO DEL SAGRARIO: Como te decía, he puesto en tal obra dos niñas bonitas, pobres, se entiende, muy pobres, y que viven con más apuro que el último día de mes...


(p. 11)                


Se identificará a estas niñas con las que aparecen en la novela del narrador. En el mismo diálogo, leemos:

IDO DEL SAGRARIO: «Señoritas Amparo y Refugio». Si son mis vecinas, si son las dos niñas de Sánchez Emperador...

ARISTO [FELIPE]: ¿Las conoce usted?

IDO DEL SAGRARIO: ¡Si vivimos en la misma casa: Beatas, cuatro; yo, tercero; ellas, cuarto! ¡Si en esa parejita me inspiro para lo que escribo!... ¿Ves, ves? La realidad nos persigue. Yo escribo maravillas; la realidad me las plagia.


(p. 13)                


El narrador-personaje invitará al lector, a través de su memoria, a participar en una acción que sucedió hace dieciséis años (p. 15). En esta otra novela, «la novela realista»,47 es donde se cuenta el «caso» por entero. El lector tendrá una visión completamente diferente de la de Ido. Se pretende dar impresión de realidad, por contraste.

El novelista-omnisciente efectúa otro cambio en la distancia, y hace ver la acción principal como si estuviese sucediendo en el momento, por medio de los diálogos, que al ser leídos, dan la impresión de que se desarrollan en ese momento. Es la puesta en escena de la obra.



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IV. El lector y la ironía galdosiana

El lector es parte de las novelas de Galdós; se le incluye en ellas, dando por supuesto no sólo que está enterado de los acontecimientos, sino que se interesa en ellos y va formando juicio sobre lo que está pasando y sobre las consecuencias de lo que los personajes dicen o hacen. Por supuesto que esto no ocurre sólo en Tormento, sino en todas las obras de Galdós. Por citar un ejemplo, mencionaré el muy conocido de Fortunata y Jacinta, en donde el narrador recoge «la maliciosa versión» de que los tres hermanos Rubín pudieran ser hijos de diferentes padres. «Podía ser calumnia, podía no serlo, pero debe decirse para que el lector vaya formando juicio».48 Es corriente que el narrador galdosiano aclare la razón por la que se menciona tal o cual detalle que no sería imprescindible para la buena marcha de la narración, y así acontece en el mismo pasaje de Fortunata y Jacinta, donde después de dar los detalles característicos de los tres hermanos, advierte el narrador que lo hace «para que se les vaya distinguiendo».

El lector, por tanto, será el llamado a integrar los elementos diversos que componen la novela y a darle sentido. Por eso, los narradores dialogan con él, solicitan su aprobación o censura, por encima del hombro de los personajes. Se establece una curiosa asociación entre el novelista y el lector, producida probablemente por el paralelismo en las situaciones, vis à vis de la peripecia y de los personajes novelescos. A medida que lee y se entera de lo que está pasando, el lector es atraído por el novelista, y como invitado a sustituirlo, a ocupar su lugar y a ser él quien llene esos huecos, tiempos muertos, que no son tales, pues el lector suplirá imaginativamente lo que en ellos no se dice, influido por lo que los narradores han contado. Es decir, los huecos son prefabricados y el lector los llena, pero recordando lo dicho por los narradores; él será quien atando los cabos que el novelista le proporciona concluya o redondee la novela. Así dirá el narrador de Tormento: «La impresión que estas revelaciones hicieron en el confiado amante, pueden suponerla cuantos le conozcan por estas páginas». El novelista da cabida al lector para que «suponga» y con sus hipótesis, dé forma definitiva a la novela.

Y ¿cómo es la novela que se le ofrece al lector? Irónica. Ésta es una de las muestras más admirables de la ironía galdosiana.

La ironía viene dada por contraste entre lo que sucede y lo que va a ocurrir en cada una de las tres novelas. En la de Ido, primeramente vemos a Amparo y a Refugio como la encarnación de la «virtud triunfante», encastilladas en su casa, «una tacita de plata», y todo esto se dice en el primer diálogo, pero al final de la novela el folletinista ha cambiado de opinión: Amparo ha cometido «una gran falta» y en vez de «virtud triunfante» se habla de que «grande ha sido la falta» (p. 245), y la «tacita de plata» se ha convertido en «lupanar» (p. 245). Como siempre el cambio de metáfora está ofreciéndonos una diferente visión de la realidad.

El narrador-personaje también pondrá dos finales a la novela. Amparo toma un veneno; el lector cree realmente que lo ha ingerido, pero el diligente Felipe Centeno, sospechando lo que podía ocurrir, ha cambiado el veneno por agua con unos polvos para el dolor de muelas. Vemos cómo la muchacha fallece; el narrador llega a decir: «se desmaya, se duerme, se muere...» Continúa su novela, y creemos que Amparo ha muerto, pero no es así. Se descubre el engaño. El personaje, Felipe Centeno, el muchacho que ocupó la novela anterior de este ciclo, se ha convertido, por un momento,   —79→   en centro de la acción, el que dicta el destino de la protagonista. Al cambiar el veneno por unos polvos, impone un final de «rebote», que desorienta al narrador; éste cree a Amparo muerta, pero no es así. Un personaje, el bien intencionado Felipe, con su fuerza propia, hace que la novela tenga otro final, el que llamamos de «rebote», y el narrador se ve forzado a acabar con un final feliz. Agustín perdona a Amparo y ambos parten para Francia. «Un tren que parte es la cosa del mundo más semejante a un libro que se acaba. Cuando los trenes vuelvan, abríos, páginas nuevas» (p. 251).

Y para terminar, el doble epílogo del novelista-omnisciente. Acabamos de ver que el narrador ha simbolizado con la marcha del tren el final de la novela, pero no es así; aún queda el último diálogo enmarcador, y en él dos epílogos. En esta escena -la final- vemos cómo Francisco Bringas engaña a su mujer, diciéndola que se había indignado con su primo por su desvergüenza al marchar a Francia con Amparo. Nosotros sabemos que no actuó así. Este es el primer epílogo. Aún hay otro, el más irónico, que se desarrollará en la siguiente novela, La de Bringas; Rosalía, que tan indignada pareció por la fuga de Amparo y Agustín Caballero, trescientas páginas después, al final de su novela, caerá en la mayor de las indignidades: el adulterio por dinero.

¿Cómo surge la ironía? A cada novela se le ha puesto primeramente un final convencional. A la de Ido: «La virtud triunfante»; a la del narrador: el suicidio de Amparo; a la del novelista-omnisciente: la indignación de Bringas. Pero los dos finales y el epílogo son irónicos a la luz de lo que va a suceder. El de Ido porque ni hay virtud, ni triunfo posible de ella; el del narrador porque Amparo toma polvos para el dolor de muelas en vez de ingerir un veneno, y el del novelista, sobre todo, porque Rosalía Bringas, tan indignada por la inmoralidad de Amparo y Agustín, en la novela que lleva su nombre acabará paseando «majestuosamente» una inmoralidad mucho más grave. En la novela de Ido se pasa de ver la casa de Amparo como una «tacita de plata» a llamarla «lupanar». En la del narrador, con el final de «rebote», primero creemos que Amparo ha muerto y luego la vemos partir feliz con Agustín Caballero.

Los tres narradores con su ironía y sus finales convencionales buscan un lector que forme en la lectura la novela total, la novela Tormento. A cargo del lector queda recrear la ironía y el lenguaje imaginístico de la ficción, pues la imagen dice una cosa diferente al que la crea que al que la recrea. Lo que Cortázar busca en Rayuela (1963), un «lector activo», un «lector cómplice», ya lo estaba buscando Galdós desde -por lo menos- 1881, en La desheredada. En Tormento la cosa está muy clara, aunque las «guiñadas de ojo»49 de que se habla en la obra de Cortázar sean aquí menos descaradas. Lo que en Rayuela es ostensible y declarado, en Galdós se recata y va por dentro, disimulado entre el tono menor y lo conversacional de la narración. Después de todo, Morelli, el novelista de Rayuela, es un aspirante a genio, mientras que don José Ido no pasa de ser un folletinista de mala muerte (y de «mala» vida).

Pero no nos engañemos; la búsqueda de un lector activo es tan antigua como El libro de buen amor, pues ya Juan Ruiz, como indica María Rosa Lida,50 pensaba que el «libro no [era] un todo concluso entregado al lector activo, sino [un] texto cuya virtualidad total ha de realizar el lector mediante su esfuerzo activo».

Universidad de Texas





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