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ArribaAbajoEl doble fracaso de León Roch a la luz de sus sueños212

Gisele Feal


Entre los críticos que escribieron sobre La Familia de León Roch, José F. Montesinos es el único en ver fallos en la personalidad de León, el protagonista principal. En general se ve en León Roch un caballero irreprochable, y el fracaso de su matrimonio se atribuye al fanatismo religioso de María, su esposa.213 Montesinos, en cambio, escribe: «La desventura del pobre León [...] no deriva de que su mujer sea o deje de ser una beata embrutecida por devociones sin sentido; más bien éstas se nos aparecen como consecuencia de que León tampoco es el marido que ella necesita [...]».214 El intento de este estudio es desentrañar las causas internas del fracaso de León con María y con la segunda mujer que entra luego en su vida, Pepa.

En la primera parte de la novela, León y María forman una pareja de recién casados intensamente enamorados. Quizá para el hombre metódico que es León, deseoso -según proclama- de controlar su vida como un químico controla un experimento científico, excesivamente enamorados: «[...] León empezó a creer que se prolongaba más de lo regular la ternura apasionada, inquieta y quisquillosa de su mujer».215 El ideal conyugal de León es, cosa curiosa en un agnóstico, muy próximo al ideal cristiano. La pareja debe estar unida por intereses, si no religiosos, por lo menos superiores. León «se encariñó desde su temprana juventud con un ideal para la vida, y era éste una existencia sosegada, virtuosa, formada del amor y del estudio [...] Pasada la época de los afanes escolásticos, soñaba con buscar y encontrar aquel ideal en un matrimonio bien realizado, del cual nacería una familia» (página 85). Los afectos deben verterse, más que del hombre a la mujer, hacia los hijos inocentes: «vivir por ellos y atender a las necesidades de aquel grupo encantador, en cuyo centro la esposa y la madre parecería la imagen de la Providencia derramando sus dones [...]» (p. 85). Si la mujer no llega a cobrar los rasgos de una virgen, como en el ideal cristiano, se le atribuye sin embargo, bajo una apariencia pagana, un papel de madre; es decir, en gran parte, un papel desexualizado. La similitud con el ideal cristiano se expresa en un detalle significativo; la habitación preferida de León es el despacho donde reunió sus libros y sus instrumentos científicos; un personaje secundario exclama: «¡Siempre aquí, siempre en este bendito despacho, que parece la celda de un prior [...]!» (p. 65).

León, más adelante y no sin razón, acusará a María de haber transformado su casa en un sitio helado, vacío de todo afecto. Pero si se mira atentamente, se descubre que León se complace en un mundo muerto. En su despacho-celda se rodea de seres que su curiosidad científica ha matado: «En la mesa veíanse flores abiertas en canal, mostrando sus ovarios misteriosos; insectos rotos en estado de autopsia; ejemplares conquiliológicos aserrados   —120→   por la mitad [...]» (p. 66). Su jardín es un sitio donde la necesidad de simetría ha destruido la naturaleza (p. 75). En la casa descrita como tibia de presencias humanas, León, a los pocos meses de casado, se siente desesperadamente solo; «solo con ella» (p. 86), dice el novelista para expresar la distancia que va separando a los esposos. Como si la causa de la soledad no fuera tanto la situación real como el sustraerse León al calor que allí reina. Él atribuye su aislamiento a la mediocridad espiritual de María -quien se complace en la lectura de los libros de rezo más vulgares- mediocridad que la aleja del intelectual refinado que es su marido. Pero el párrafo siguiente indica que la raíz del mal está más bien en León: en su temor a abandonarse a la pasión que le inspira María. León recuerda: «Él, que había pasado su juventud conteniendo la imaginación, habíale soltado un día las riendas sin darse cuenta de ello, y se dejó arrastrar por una ilusión impropia de hombre tan serio» (p. 87). Aún dentro del marco bien definido del matrimonio, León querría sentimientos más manejables que el ardor (p. 87), manifestado por María y temido por él en cuanto imagen del ardor propio: querría la confianza, la ternura, el amor ligeramente espiritual (p. 88). Llega a describir su matrimonio como un concubinato (p. 90) y a su mujer como una odalisca mojigata (p. 97). León Roch quisiera ser viejo antes de tiempo. El adjetivo aburrido (p. 89) que le aplica Galdós en un momento en que María se muestra expansiva, expresa un verdadero rechazo. La pared de hielo (p. 87) que se levanta entre los esposos es León, en parte, quien la construye: lo separa del «campo turbulento de la fisiología» (p. 89), lo protege de los arrebatos pasionales. El paralelismo de las aspiraciones de León con el ideal cristiano tiene base profunda: a la odalisca mojigata se opone la esposa cristiana (página 97).

Los testigos de las primeras dificultades conyugales de León lo acusan vivamente: «[...] tuya será la culpa [...]» (p. 69), dice su suegro; y su cufiado: «Ella no tiene culpa ninguna, ¡tú la tienes toda, tú, toda!» (p. 80). La verdad es que los acusadores, llevados de su propia intolerancia, se refieren a la discrepancia religiosa de los esposos, y el lector no tiene por qué creer a los parientes, forzosamente parciales en favor de María. Sin embargo, hay algo más. Por voluntad del novelista, León es sistemáticamente presentado de una manera indirecta, a través de la visión que tienen de él los personajes secundarios de la novela. Hasta el punto de que, en las conversaciones, generalmente no se reproducen las palabras de León. «León dijo algo» (p. 68), es una frase que, literalmente o con variantes, se repite con insistencia a lo largo de los trece primeros capítulos de la novela. La impresión así creada es que la exposición inicial de las ideas de León -ideas cuya base krausista estudió López Morillas216- es suficiente para caracterizar su vida interior, como si su personalidad pudiera reducirse al aspecto intelectual. El empleo del procedimiento cesa cuando León reconoce que su talento, su espíritu de crítica y sus grandes hábitos de análisis (p. 86) no le sirvieron de nada en la elección de la esposa. «Y sin embargo..., me equivoqué» (página 86), exclama. El reconocimiento de su error -es decir, de las limitaciones de la capacidad intelectual para dirigir la vida- humaniza a León lo bastante para que su vida interior tenga en adelante interés para el lector: Galdós le cede la palabra.

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La actitud de León no carece, sin embargo, de fundamento. Cierto es que María, cuya belleza «tomó desarrollo admirable después de la boda» (página 49), conoce entonces un momento de plenitud. Pero esa plenitud nos resulta precaria. María, en efecto, recibió una formación muy especial. De niña vivió en la austera Ávila una infancia marcada por afanes místicos, junto a Luis, su hermano gemelo, que llega a ser un auténtico asceta animado de un «santo odio a sí mismo» (p. 118). Luego María pasó a vivir, en compañía de sus padres y sus otros dos hermanos, en el mundo de la aristocracia madrileña cuya corrupción Galdós describe con pormenores. María tuvo por modelos dos extremos antagonistas: la santidad de Luis, los vicios del resto de la familia. Puede temer inconscientemente que, si no adopta el ejemplo del santo, ha de caer en la inmoralidad absoluta. Expresa la alternativa en términos de religiosidad; se dirige a León: «¿Crees tú que yo me abrazaría tan fuertemente a la Cruz si no estuviera casada contigo, es decir, con un ateo; si no estuviera, como estoy, en peligro de ser contaminada de tu doctrina por el trato diario contigo y por el mucho amor que te tengo?» (página 92). Pero posteriormente comparará la pureza del amor a Dios con una implícita visión negativa del amor humano: «[...] se encendió entonces mi alma con un fuego celestial, puro, muy distinto, por cierto, de estos nuestros amores!» (p. 167). María indica así que el mencionado peligro de ver contaminada su fe religiosa es, más profundamente, peligro de ser arrastrada por el amor a un mundo impuro. Cuando, fracasado su matrimonio, se propone reconquistar a su marido, su propósito le parece pecaminoso: ¿Cortesana? (p. 265) se titula el capítulo que describe sus preparativos. En el violento enfrentamiento de los esposos que resulta de la tentativa de María, la oscilación del personaje entre los dos polos de su ser se traduce en un episodio único. María, después de comprender que León se ha apartado de ella definitivamente, se arrepiente de haberse olvidado de su Dios vistiéndose con «asquerosos trapos de mujeres públicas con el infame objeto de agradar» a León (p. 285). Presa de repulsión por su conducta, se desgarra el elegante traje; comenta su ademán implorando el perdón divino. Pero, al mismo tiempo, en un último y delirante intento de seducción, descubre su cuerpo: «[...] la gran desgarradura mostraba desnudo el busto» (p. 286). Un detalle confirma el segundo valor de la actitud de María: al inclinarse para socorrerla León «se sintió estrechado por un abrazo epiléptico, y sintió en su cara los labios ardientes de su mujer [...]» (p. 286).

La actitud de León -su desconfianza hacía las formas apasionadas del amor- es decisiva en la evolución de María porque, confirmando temores secretos, se ejerce sobre un terreno predispuesto. Sintiendo rechazado uno de los aspectos de su personalidad, María se va a dedicar a hacer triunfar el otro; no sin una lucha tan desgarradora que la llevará a la muerte.

La beatería de María, sin embargo, no la incita a renunciar a su amor por León. Pero sí lo transforma. Si, víctima de la tradicional asociación de amor y pecado, María no puede disfrutar plenamente de sus sentimientos hacia León, por lo menos afirmará su derecho a poseer totalmente al esposo. Al principio del matrimonio, esta actitud se traduce por el deseo de hacerse dueña de la única parte de León que se le escapa: el intelecto. Todas las cualidades que, antes de casarse, León creía descubrir en María concurrían   —122→   a un mismo fin: hacer de ella un ser dúctil, sumiso a la influencia del marido. La reacción de María frente al marido pedagogo (p. 47), según la expresión burlona de un amigo de León, es fácil de imaginar: resiste. Y no sólo resiste sino que, con el «carácter formado y duro» (p. 56) que va revelando, quiere a su vez dominar. «[...] Podré hacerla a mi imagen y semejanza» (p. 44), decía León. Irónicamente María emplea el mismo lenguaje: conquistaré tu juicio «haciéndote a mi imagen y semejanza» (p. 56). Para conseguir este fin, María usa el único instrumento disponible para una mujer que recibió una educación como la suya: la religión. Tratará de atraer a León a las prácticas devotas; luego cubrirá al ateo de duros reproches; finalmente fingirá ignorarlo.

La disensión religiosa encubre, pues, un conflicto más profundo. La resistencia de León a dejarse dominar ideológicamente lleva a María a modificar su estrategia inconsciente: si no puede poseer totalmente a León, lo poseerá exclusivamente. De ahí la excesiva propensión de María a los celos. En los momentos de lucidez que preceden su muerte, el personaje, asociando acertadamente su dificultad de amar y los celos, reconoce: los celos «son en mí mi manera de amar» (p. 376). Un episodio del delirio de María muestra que su afán de posesión puede, en la fantasía, llevar a un deseo de destrucción. María imagina a León en el infierno al que lo condena su ateísmo:

Entre los muchos condenados por imperdonables picardías, vio a uno que parecía tener grandes merecimientos pecaminosos según lo mucho que le atendían los incansables y feísimos diablos, y aun las asquerosas diablesas. Era León. María vio cómo se apoderaban de él, cómo le estrujaban entre las horribles manos pringosas, cómo le revolvían en cazuelas hirvientes [...]. Entonces María sacó de su pecho un grito, alargó el brazo, la mano [...] brazo y mano que tenía una lengua [...].

-¡No, no; a ése no...; es mío!


[p. 297]                


El afán de posesión se expresa positivamente en el grito destinado a salvar al amado. Pero tiene también una forma negativa. Las diablesas que atormentan físicamente a los ateos, como María persigue moralmente a León, son dobles de María. Sus manos pringosas recuerdan las manos que, por deseo de mortificación, María dejó de lavarse (p. 161). La lengua, que inesperadamente surge en la mano de María, sólo se puede explicar refiriéndose a un momento anterior de la pesadilla: «A otros [condenados] que habían hablado mal de cosas sagradas, le estiraban la lengua unas diablas muy feas, y juntándolas todas [...] las ponían al torno para torcerlas y hacer una soga [...]» (p. 296). Una de las lenguas impías se ha pegado a la mano de María, que queda así asimilada a una diabla. El grito final de protesta viene a negar el deseo de destrucción expresado por la pesadilla. En un episodio no ya soñado sino real, y por consiguiente de tono mucho más rebajado, María adopta el mismo papel de juez y de verdugo físico que asumen las diablesas imaginarias:

Entonces oyó León repeticiones de las impertinentes homilías caseras que tanto le mortificaron en épocas anteriores [...] si bien estas duras acusaciones eran suavizadas en el orden material por la hermosa mano de María, acariciando la barba del heterodoxo [...] o cogiendo entre sus finos dedos la piel del cuello con tanta fuerza, que se oía la voz del marido:

-¡Oh!, que me haces daño.


[p. 346]                


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Frente al afán de posesión que existe en María, la resistencia de León a sumirse en el mundo de los afectos es, en parte, defensiva: se trata de no dejarse absorber por María. A su vez, la resistencia afectiva de León exaspera la actitud de María hasta llevar a un conflicto irreductible entre los esposos.

En Pepa, la segunda mujer en la vida de León, no hay ninguna justificación externa a la actitud masculina fundamentalmente idéntica. Pepa ha sido la amiga de infancia de León y su novia de la adolescencia. Después del matrimonio de León con María, Pepa, por despecho de verse ignorada, se casó con el primer pretendiente que se le presentó, el depravado Federico, y tuvo una hija: Monina. Cuando León reanuda sus relaciones con Pepa, su amor por ella llega -según ha visto la crítica- mediatizado por el cariño que la niña le inspira.217 La madre ejemplar que es Pepa corresponde plenamente al ideal de León. Gustavo Correa describe la situación del protagonista: «Su adherencia casi vegetal a esta pequeñísima criatura [...] no es otra cosa que la identificación espontánea con su verdadera consorte, según el orden natural de las cosas».218 Sin embargo, aquí también hay reticencias. De su inocente cariño por Monina, León dice: «Paréceme una aberración, una locura» (p. 183). En cuanto a su amor por Pepa, sólo es capaz de confesarlo habiendo previamente decidido marcharse del país (p. 223).

Si Pepa era la consorte natural de León, ¿por qué no la reconoció como tal antes de casarse con María?, ¿por qué despreció entonces su cariño? La explicación racional es el carácter caprichoso de la muchacha que era Pepa. Pero León parecía percibir más allá de esa superficie: «¡Pobre Pepa, tan rica y tan sola!» (p. 37), decía. ¿No podría ser que León ignoró a Pepa cuando era soltera precisamente porque era libre, y que la descubre más tarde porque la existencia de un marido pone entre ellos un obstáculo que sirve de justificación a su inconsciente temor a amar?

Tendríamos entonces una propensión edípica del personaje; su visión de la mujer ideal como una madre encajaría bien aquí. Las pesadillas, o visiones, de León parecen indicarlo. La realidad sirve de base a la fantasía. El personaje evocado en la primera visión es Luis, el hermano gemelo de María. Gravemente enfermo, Luis emplea sus últimas fuerzas en convencer a María de que olvide el mundo y siga su santo ejemplo. Para León es, por consiguiente, un enemigo que pretende arrebatarle el cariño de la esposa. Su imaginación reduce al cuñado a un despreciable insecto al que da muerte:

León, poseído de una cólera delirante, le apretaba más, y la víctima menguaba entre sus brazos: ya no era más que un negro manojo de zancas secas, de manos estrujadas y el caparazón roto como el juguete de papel en manos de un niño [...]. Pero de pronto las estrellas prorrumpen en espantosa risa y huyen, buscando cada cual su sitio en el cielo; el desbaratado cuerpecillo se deshace de los brazos asesinos, se transfigura [...]; vésele alzarse y elevar la frente rodeada de luz, extender de su cuerpo negro alas esplendorosas, alzar del suelo los pies blancos y desnudos [...] y levantar el brazo formidable y musculoso, cuya mano empuña una espada de fuego.

León echa mano del cinto. También él tiene su espada de fuego y la saca, blandiéndola en el aire con amenazadora presteza.

-Menguado, ¿crees que te amo?

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-¡Atrás, impío!

Y entre los dos, iluminado su bello rostro por el resplandor de las espadas, apareció María, mundanamente bella, mal veladas sus gracias voluptuosas [...].

-¡Colegial, déjamela! ¿No ves que es mía, no ves que la amo?

-¡Atrás, impío!


[pp. 138-139]                


El insecto estrujado se transforma en un formidable arcángel. El objeto de la lucha aparece a las claras: María. La pesadilla tiene un carácter edípico; es decir que la rivalidad de León con Luis por el amor de María despierta en el marido el antiguo conflicto vivido por el niño que quiere desplazar al padre en el cariño de la madre. Varios detalles lo muestran. A través de la comparación del insecto con un juguete de papel, León, aunque provisionalmente vencedor, es equiparado a un niño. El rival un momento derrotado resucita para adoptar las proporciones gigantescas que tiene el adulto a los ojos del niño («el brazo formidable y musculoso»). La espada de fuego es un símbolo fálico que, lo mismo que la caracterización voluptuosa de María, apunta al carácter sexual de la lucha.219 El cielo en que se produce el encuentro de los rivales es el lugar representativo de la intimidad del niño con la madre, escenario simbólico de momentos placenteros que el padre, al que se debiera amar -«¿crees que te amo?»-, puede interrumpir. Es significativo que los dos personajes masculinos hayan poco antes evocado el cielo: Luis, el cielo místico cuyas puertas van a abrírsele gracias a su muerte ejemplar (p. 130); León, un cielo entre científico y mitológico, cuya contemplación le sirvió de refugio220 En este contexto, el nombre de María suena a nombre de madre; el adverbio mundanamente que sirve para caracterizar su belleza la hace asociarse, por contraste, con la divinamente bella María Inmaculada que habitaba el cielo de Luis (p. 130).

Luis muere algo después. Pero su influencia sobre María se ejerce más allá de la muerte. Es además reforzada por la actuación del padre Paoletti, el confesor de María, que empuja a ésta en la misma dirección. Para León, Paoletti es una prolongación del cuñado enemigo, otro arcángel no menos formidable que el primero. He aquí su reacción al encararse con una prueba de la familiaridad espiritual de María con su confesor: «Fue aquel un momento de los más tristes para su espíritu, porque vio cara a cara la fuerza abrumadora con que había querido luchar durante los batalladores años de su matrimonio» (p. 331). León acaba vencido por el ángel (p. 139): al morirse, María pide que la entierren junto a su hermano (p. 386). Como para marcar el valor sicológico del triunfo de la religión en el alma de María, el padre Paoletti aplica a León derrotado la imagen que éste aplicaba a su rival: «¡Pobre insecto!» (p. 339).

En la segunda visión de León Roch, el objeto de la lucha es Pepa, el rival es su marido, Federico. Varios detalles recuerdan el episodio anterior. Luis era un insecto; Federico es un execrable animal, dañino (p. 401). El insecto moría acogotado; León se abalanza sobre Federico cogiéndolo por el cuello (p. 401). El furor que anima a León es «semejante al que despierto había sentido por la mañana de aquel día contra su hermano político» (página 401); la expresión hermano político designa a Gustavo, otro hermano de María con quien León ha tenido un violento altercado; pero podría aplicarse al difunto Luis, subrayando así la similitud de las dos visiones.

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A esta luz, un elemento de la novela, que resultaría desagradablemente folletinesco, adquiere una dimensión sicológica. Es la falsa noticia de la muerte de Federico en un naufragio. En el intervalo que separa el anuncio de esa muerte y su negación posterior, León parece dispuesto a abandonar su actitud reticente frente al amor. Se instala en una casita próxima al palacio de Pepa. Cierto es que reconstituye allí, a modo de refugio contra las tormentas afectivas, la atmósfera de su despacho madrileño: «La habitación de León era una gran pieza que parecía la celda de un prior [...]» (p. 201). Pero no consigue aislarse totalmente: la hija de Pepa penetra en la celda tranquila y hace un espantoso estrago (pp. 204-206). Lejos de enfadarse y de echar a la culpable, León se enternece y se deja tirar por ella de la barba. Como para materializar el lazo afectivo que el hombre admite, la niña, enardecida, declara que León es su padre. A la descripción del caos ocasionado por la niña en el despacho de León sigue inmediatamente la descripción de otro caos, más grave: los excesos de la familia de María han llevado a la catástrofe económica. Acorralado por los acreedores, el marqués de Tellería, suegro de León Roch, viene a solicitar ayuda. León, cansado de pagar las deudas de su familia política, se limita a ofrecer una pensión vitalicia. El suegro se siente ofendido y reprocha a León su ruptura con María. Sigue una escena violenta en que León estalla, acusando a su suegro -y a la sociedad española en general- de corrupción (p. 218). ¿Esa explosión involuntaria asusta a León? El caos en el despacho, el caos en la sociedad, ¿son imágenes del caos afectivo que amenaza al individuo que se abandona a sus sentimientos? Lo cierto es que el personaje da marcha atrás: Razón frente a pasión (p. 220) se titula el capítulo siguiente, en que León decide resistir a su amor por Pepa. Para justificarse, invoca las normas sociales y el temor al escándalo. Sin embargo, en otras circunstancias, León sabe encararse al escándalo con serenidad. Así lo demuestra después de la muerte de María, al recibir el pésame de la sociedad madrileña en la misma casa donde murió la esposa, es decir en el palacio de Pepa que la opinión pública proclama amante de León: «Sí -decide- afrontaría con valor la implacable embestida de la curiosidad y de la novelería» (p. 413). Además, incluso en el breve momento en que, muerta María y desaparecido Federico, León y Pepa se creen libres, el hombre vacila: «[...] gustaba de atarse otra vez la cadena rota. Creía honrarse apartando de sí toda idea de su propio bien, aunque éste fuera legítimo, y quería que su fantasía procediera noblemente, no imaginando nada lisonjero en aquella luctuosa noche» (p. 394). El cariño por María ha muerto, las circunstancias parecen propicias, pero las reticencias afectivas hacia Pepa permanecen: como una materialización de esas reticencias, Federico vuelve a aparecer.

Para León, el obstáculo interior al amor es tan fuerte como el externo. En el caso de Pepa, el obstáculo externo se nos aparece como una imagen del obstáculo interno. Lo cual explicaría que León no reparara seriamente en Pepa cuando era soltera. En el caso de María, la actitud de León favoreció la aparición del obstáculo representado por la religiosidad excesiva de María que se encarna, para León, en Luis, su rival. Casi tanto como el temor a tener un rival, las dos visiones de León expresan el deseo de tenerlo, justificando así el alejamiento afectivo al que, inconscientemente, aspira.221

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No nos sorprenderá, por consiguiente, que el final de la novela pinte el triunfo de los obstáculos. León rechaza la idea de fuga que Pepa propone. Aunque la conducta de Federico diera pie a que su mujer solicitara una separación legal, esta solución es imposible porque supone el uso de unos documentos que, al inculpar a Federico, inculparían también al padre de Pepa, su cómplice en negocios de rectitud dudosa. Se adopta una transacción: León renuncia a Pepa, con lo cual el marido, satisfecho, abandona sus derechos sobre ella. Es interesante que sea el marqués de Fúcar, padre de Pepa, quien organice la relativa reconciliación de los esposos; es decir quien quite Pepa a León, creando una situación semejante a la fantasía de la primera visión de León, en que el rival se transformaba en figura paterna. La asociación del rival y del padre ya estaba presente en el hecho de que, en el asunto de los negocios, la complicidad de Federico y del marqués hacía imposible inculpar al uno sin el otro. El consejo de familia que se celebra para sellar el acuerdo muestra el triunfo de la moralidad y del orden social; León explica: «Bajo esta frialdad que razona, bullen en mí no sé qué fuerzas tumultuosas que protestan aspirando a suprimir violentamente los obstáculos; pero me espanto al reconocerme incapaz de fundar nada sólido, ni justo, ni moral sobre el atropello y la sangre. Me amparo a mi conciencia, y en ella me embarco para huir de ti» (p. 434). También triunfan los valores espirituales que el inconsciente asocia generalmente con la figura paterna.222 A pesar de su «recóndita vocación del homicidio» (p. 434), León no ha sido capaz del parricidio sicológico que marca el momento en que el hijo, identificándose con el padre, ocupa su lugar y, bastante fuerte para vivir a solas con ella su atracción por la mujer, es capaz de considerarla al margen de una relación triangular. El consejo de familia termina con la entrada intempestiva de Federico. En presencia de la mujer objeto de lucha, los dos hombres se enfrentan:

-¿Has traído arma?

-Sí -dijo, lúgubremente, Federico [...].

Entonces pareció que de aquel ser abyecto, verdadero cadáver con prestada existencia, brotaba súbitamente [...] un chispazo de decoro, de energía, de dignidad. Fuese derecho a su rival, la mano armada, la voz rugiente, la mirada amenazante. León le esperó con calma.


[p. 438]                


Federico se engrandece como el insecto de la primera visión. León vive en la realidad, como si siempre hubiera aspirado a ello, el contenido de sus fantasías. Los testigos separan a los adversarios y se llevan a Federico a la fuerza. León se retira:

Con tanta firmeza como dolor salió León por la otra puerta. Acompañole Fúcar hasta la sala japonesa, donde lo dejó arrojado en un diván como cuerpo sin vida.

-Vete, vete de una vez y acaben estos afanes -dijo, corriendo a donde había quedado su hija.


[p. 438]                


León se inclina frente al rival. Federico, el adversario inmediato, también está excluido. Pero el adversario profundo, la figura paterna, triunfa: Pepa queda a manos del padre.

Suny College at Buffalo





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