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Más días toledanos



I

Era cosa infalible que D. Francisco Mancebo, terminado el coro de la tarde, o despachados los no muy grandes quehaceres de la Obra y Fábrica, diese un corto paseo por la ciudad en compañía de otro beneficiado, a la vuelta del cual paseo solía detenerse en casa de su amigo Gaspar Illán, el tendero de la esquina de la Obra Prima, y allí echaba grandes parolas con varios tertulios que asiduamente concurrían, gente por lo común más campesina que ciudadana.

Tiempo hacía que D. Francisco estaba de pésimo talante, como si todas las malas pulgas del orbe se dedicaran a picarle, aunque apenas le molestaba ya el alifafe aquel de la fluxión a los ojos que le obligó al uso constante de los desaforados vidrios. Y tal genio gastaba el bendito señor, que no se podía hablar con él, porque todo lo contradecía, y las cuestiones más inocentes se agriaban en su boca. Illán, que de muchos años le conocía y siempre vio en él benignidad y dulzura, se maravillaba del singular cambiazo. Por cualquier cosilla armaba camorra, por ejemplo: «¿A cómo ponéis ahora el bacalao? -A tanto». No se necesitaba más: «¡Ya no se puede vivir con este ladronicio! Toda la población civil, eclesiástica y militar se va a quedar en cueros vivos por enriqueceros   —222→   a vosotros... Todos esos dinerales que ganáis chupando la sangre del pobre os los echarán en la balanza cuando toquen la trompeta gorda, y veremos quién os saca del Infierno». Y si no era por el bacalao, era por cualquier noticia inocente que traían los periódicos, o por lo primero que saltaba, verbigracia, por si había mala o mediana cosecha de aceituna: «¿Qué cosechas ha de haber ¡zapa! si están esos cigarrales perdidos, si no los cuidan, si no se cultivan ni se abona; si no se administra?... Váyase viendo en qué manos han caído las mejores fincas: en manos que no lo entienden. Después se quejan de que las tierras se destruyen y no dan ni para los gastos. Que las pongan bajo la dirección de persona entendida, que sepa administrar, y allá te quiero ver. Yo sé de un cigarral, de los mejores de Toledo, que ogaño no produce ni para que vivan los lagartos, y podría ser un platal. ¿No quieren remediarlo?... pues allá ellos. Con su pan se lo coman. Y cuenta que se están perdiendo los mejores albaricoques, los más dulces, los más tiernos que hay en toda la provincia. ¿Es culpa mía? No; yo me lavo las manos... Abur, señores».

Se iba, dejando a sus amigos en la mayor confusión, porque nadie sacaba en limpio cosa alguna de aquella monserga del cigarral y los albaricoques. Algo de idea fija o maniática chochez veían en don Francisco los tertuliantes, y malicioso hubo allí que le pinchaba para oírle desbocarse con aquel tema ininteligible. Pero una tarde, al recalar el clérigo en su círculo, halló la tienda revuelta, a Gaspar Illán y a su hijo sofocados, coléricos, aturdidos, sin saber qué partido tomar ante un contratiempo grave que   —223→   se les había venido encima. ¿Qué era ello? Pues que aquel día se personó en la casa un inspector del Timbre, con objeto de examinar los libros y ver si en ellos se cumplía la ley, y como resultase que ni siquiera había libros en que la muy arrastrada ley cumplirse pudiera, anunció a los Illanes una multa como para ellos solos. Los pareceres eran varios. Este opinaba que cuando volviese el inspector con su auxiliar se le saludara con un buen pie de paliza; aquél que se le arrojara al pozo; otro más cauto propuso acudir al delegado de Hacienda que era amigo, y por fin, D. Francisco, oído el caso, tomó sesudamente la palabra y dijo: «Ya sé quién es el pájaro ese. Le llaman Babel, y tiene aterrorizado a todo el comercio menudo de la ciudad; reverendísimo farolón, que tiene por hijo a un pillete llamado Fausto, el cual no está en presidio porque aquí no hay justicia, y Ceuta se ha hecho para los tontos. Mi opinión es que no arméis un rebumbio de palos, porque va a resultar que os meten en la cárcel, pagáis la multa, y esos sinvergüenzas se quedan riendo de vosotros. ¡Vaya con el dichoso timbre! Milagro será que no vayan a la Catedral a ver si pegamos sellos de correo en todas las fojas de libros de coro... Pues a lo que iba: no te apures, Gaspar; eso se puede zanjar diplomáticamente. Lo sé por Saturio, el sastre de la calle de Belén, y por las niñas de Rebolledo, esas que han puesto en Zocodover tienda de sombreros para señoras. Ninguno de ellos tenía libros, ni los habían visto en su vida. Les arreó el bribón ese una multa feroz. ¿Tú la pagaste? Pues ellos tampoco. ¿Cómo se compuso? Como se componen todas las cosas en estos tiempos de tanta libertad, de   —224→   tanta democracia, de tanto sello móvil e inmóvil, y de tantísimo enjuague administrativo.

-A mí me han dicho -observó uno de los presentes, aldeano vestido de paño negro-, que esas goteras se cogen con cincuenta duros.

-¡Cincuenta duros! -exclamó Mancebo furioso-. Ni que tratáramos de tentarle la codicia a los Róchiles... ¡Me gusta! Cincuenta rabonazos de Satanás les daría yo. No, Gaspar, no te ahogues, no se necesita tanto; respira, hombre, respira, ensancha ese noble pecho, que yo te arreglaré el asunto esta misma tarde si haces lo que te digo.

El tendero esperaba suspenso y como embobado.

-A ver, Gaspar -prosiguió el clérigo-, abre ese cajón... Ya está abierto. Pues saca de él veinte duros. Eso es; mitad billete, mitad plata. Bien: venga acá. Ahora por mi corretaje, pues estas cosas son delicadas, ¿eh? por mi corretaje, mándame a casa un barrilito de aceitunas gordales. Vamos, hombre, ¿a qué pones esa cara de papamoscas? Asunto concluido. No pienses más en la multa, ni en ese espantapájaros de Babel que parece un general de mar y tierra, y es el bandido mayor que ha pasado el puente de Alcántara desde que lo fabricaron los moros. Señores, con Dios.

Fuese derecho a la posada de la Sillería, donde apenas estuvo tres minutos; dirigiose de allí como un cohete a la calle del Refugio, y entrando en una casa salió poco después acompañado de un clérigo tan conocido por su fealdad grotesca como por su agradable trato, y juntos fueron bastante a prisa hacia la Cuesta del Alcázar; metiéronse por un zaguán muy sucio, y al cuarto de hora salió D. Francisco sin compañía   —225→   y con cara de pascua, riéndose solo, como hombre satisfecho de sí mismo por haber dado con toda felicidad un arriesgado paso de importancia suma. En Zocodover vio a Pepito Illán, paseando con dos cadetes, y le llamó aparte para decirle: «A tu padre que aquello se hizo, que esté descuidado. Y que no le perdono el barrilito».

Y bien embozado en el manteo, porque anochecía y picaba el frío, tiró de nuevo hacia San Nicolás, penetrando en el callejón de los Dos Codos hasta una casa de malísimo aspecto, en cuya puerta llamó para dejar un recado que debía de ser cosa de interés: «A Fabián que se vaya por casa esta misma noche, pues tengo que hablarle». Y de allí hizo rumbo al Pozo Amargo, llegando un poco tarde a su domicilio, donde Justina, Roque, y hasta los chicos no tardaron en advertir el júbilo que pintado traía en su enjuto semblante, de lo que se alegraron todos, porque hacía ya más de una semana que no podían soportar al buen tío Providencia, de mal humorado y regañón.

Quedose en la salita baja, después de dar a Ildefonso el manteo y la teja para que los subiera y bajara el gorro. Allí se paseó de largo a largo, sin más compañía que la del monstruo, que dormitaba en el suelo sobre una estera, enroscado como un perro. Sobre el piano había un quinqué y el cajoncillo de costura de Justina, que, antes de ir a disponer la cena, estuvo allí cosiendo. Rascándose la barba y riéndose solo, Mancebo murmuraba, de este modo: «El que te la dé a ti, Francisco, muy listo tiene que ser... ¡Qué bien, qué bien se la has jugado a esos pillastres!

Sépase que el buen beneficiado había sido víctima   —226→   de una pequeña estafa, días antes, pues Fausto Babel consiguió hacerle tomar un juego de cartones del Cálculo lotérico. Como cayó en tan burdo lazo aquel hombre perspicaz y ladino es cosa que no se entiende. Él mismo, al despertar de la increíble alucinación, no comprendía cómo pudo incurrir en ella, siendo tan desconfiado y al mismo tiempo tan práctico, y se tiraba de los escasos pelos de su cabeza, teniéndose por el mayor zoquete del mundo. Pero la humanidad ofrece estos tropiezos inverosímiles, estas denegaciones o inconsecuencias de los caracteres más enteros, y no hay hombre, por hombre que sea, que no tenga algo de niño en alguna crítica ocasión de su vida. A los sinsabores que ya tenía sobre su alma, uniose éste para ponerle en el grado máximo de displicencia y de amargor bilioso. Ni los demás le podían aguantar, ni él se aguantaba a sí propio, pues continuamente se reñía y se despreciaba, tratándose sin la consideración que a su respetable personalidad y a sus setenta y tantos años se debía.

Llamáronle a cenar, y él mismo llevó la lámpara al comedor. A media cena, llegó Fabián, que también se asombró de ver a su amigo tan contento; pero éste no quería explicarle delante de la familia el motivo de su gozo, y el salmista esperaba, entreteniendo el tiempo con una conversación frívola sobre diversos asuntos. Era un hombre doblado y rechoncho, de complexión serrana, nariz trompuda y corva, rostro judaico, velludo y sanguíneo a estilo de sayón de los Pasos del Viernes Santo, buen hombre por lo demás, esposo y padre seglar, aunque no lo parecía por obligarle su oficio a raparse las barbas. ¡Qué variedades   —227→   d e orgullo ofrece la fecunda humanidad! El orgullo de aquel toledano consistía en ser bajo, no de cuerpo sino de voz, y se moría de pena si llegaba a entender que podía existir alguien más bajo que él. Su voz, en efecto, tenía cierto aire de familia con la campana gorda, y cuando soltaba los registros graves, parecía que temblaba la tierra, o que del seno de ella salían ronquidos de la substancia cósmica durmiente.

Pues señor; concluida la cena, llevole D. Francisco a la sala del fenómeno, y encerrándose con él, le dijo: «Fabián, te vas a reír, y a caerte de espalda cuando sepas que he logrado arrancar a esos pillos los cuatro duros que nos estafaron.  (Asombro del salmista.)  Sí, ya sé que no lo vas a creer. Pues es verdad. Di ahora si hay bajo el sol quien se me iguale en artimañas para recabar lo mío. ¿Verdad que parece cuento? El que me quite a mí un real, ¡zapa! ya puede llamarse emperador de los tramposos. Cree que no me dejaba vivir la idea de haber sido engañados tan estúpidamente. Porque, hay que confesarlo, tanto tú como yo fuimos los mayores zopencos y los más cándidos chiquillos del mundo. ¡Vaya, que tragarnos bola semejante!

-Don Francisco, yo dudaba; pero a usted se le alegraron al instante las pajarillas, y yo...

-No, hijo; tú fuiste quien me trastornó a mí el seso. Pero no disputemos sobre quién fue más mentecato, pues allá se iba Pedro con Juan. Total, que nos cegó la ambición, que se nos pusieron delante del sentido unas nieblas, unas cataratas que no nos dejaban ver la realidad. Como está uno siempre pensando en el recondenado problema de la manutención,   —228→   araña de aquí, rasguña de allá, ¡zapita! a veces se trastorna uno... Once bocas de familia no se tapan con obleas. Pero en fin, vas a saber cómo eché un garabato para sacar del bolsillo de los ladrones lo que nos habían robado, y te asombrarás.

-Y declararé que es usted el primer punto del siglo para estas cosas.

-No, no me alabes tanto  (Cayéndosele la baba.)  Hay que dar la parte principal a la Providencia, y a nuestra Santísima Virgen del Sagrario, a quien con el alma pedí que me diera ocasión de recobrar lo mío.

Contó en seguida prolijamente el caso de la inspección del Timbre, de la multa impuesta a Illán, por D. Simón Babel, del arbitrio empleado para aplacar las iras del farolón. Fabián, al comprender el juego de su amigo, lanzó un re soto-grave que hizo retemblar la habitación. Al profundo ruido despertose el monstruo; los dos amigos miraron al suelo, y vieron brillar dos ojos como ascuas, en medio del envoltorio de flácidos miembros y de pedazos de estera.

Pues oír contar el caso a Illán -prosiguió el beneficiado-, y entrarme en el cerebro un rayo de luz divina fue todo uno. Yo había oído en casa de Saturio el sastre y en casa de las Rebolledas que estas pejigueras de la inspección se liquidan con una corta cantidad. ¡Valientes peines! Yo no conocía a ese Babel más que de vista; pero conozco a Casiano, que es pariente de su mujer, y trato mucho a Casado, amigo de todos ellos. Fuime en busca del primero; no le encontré; vi a Casado; me acompañó, y, abreviando, lo arreglamos como yo quería, atizándole una onza al bribón ese. Padres e hijos todos son unos, y el que   —229→   nos estafó con la camama del cálculo lotérico, ese Fausto a quien no he visto nunca, ni ganas, probablemente irá a la parte con su papá, y éste le dará al hijo un tanto de lo que saca con los timos a los pobres tenderos. En fin, que aquí están los cuatro duros. No se los he quitado a Illán, sino a los Babeles. Mi conciencia está tranquila, ¿qué digo tranquila? satisfecha, porque ello me resulta obra de caridad, restituyendo al pobre lo que esos bandoleros le robaron, y realizando un triple beneficio, fíjate bien: contento yo, porque he recuperado lo mío; contento Babel, porque ha sacado la rajita, y contentísimo Illán, por quitarse de encima la multa...

-Y contentísimo yo, porque me llamo a la parte -dijo Fabián.

-Justo -replicó Mancebo, sacando del bolsillo dos duros-. Toma la mitad que te corresponde, puesto que en compañía hicimos aquella estupidez, y en compañía, por mediación tuya, nos dio ese tuno el gran sablazo. ¿Estás conforme? Pues ahora, con estos dos duros y los tres que me corresponden de la aproximación del otro día, reúno cinco, que me vienen como pedrada en ojo de boticario para echar medias suelas a toda la tropa menuda, que está con los dedos al aire. ¡Zapa! Pero hay tanta cosa a que atender y tanto agujero que tapar, que no sé yo cómo vamos tirando. La vida en estos tiempos es carga tremenda, y cuando uno se encuentra tío de familia, no le queda más recurso que gastarse los dedos de la mano contando el santísimo maravedí. ¿Y tú, qué tal andas? ¿Cómo te las compones con tanto hijo? ¿Cuántos tienes?

  —230→  

-¡Siete! -dijo Fabián echando un suspiro que valía por tres.

-¡Siete también! Entonces nada tengo que envidiarte, porque de siete consta también mi sobrinada, y además el padre, la madre y este fenómeno de Dios. Pero voy contento con tantas cruces a cuestas, con tal que no me falte para mantenerlos y sacarlos a todos adelante.

-Pues yo -indicó el salmista-, si no fuera por las lecciones de música, y el discípulo de piporro, ya estaría en el Asilo con toda mi traílla.

-¿Para qué te casaste?... Bien te lo dije.

-¿Y qué remedio ya? Con paciencia y patatas se va para adelante... Este maldito oficio eclesiástico da poco aceite... Porque créame usted, D. Francisco, si yo sigo el consejo que me dio Selva, el bajo del Teatro Real de Madrid, que me oyó y dijo que voz como la mía no la hay en toda Europa; si yo ahorco el maldito roquete, y me planto en Milán, y tomo lecciones de braceo, y me estreno en las tablas, y me contrato, a estas horas estaría ganando más que el Arzobispo. Pero ya es tarde, ¡me caso con la Dominica! con cuarenta años, costilla y siete de reata, no hay que pensar más que en morirse echando los bofes en ese infierno de coro, con perdón.

-Hombre, todavía... ¡quién sabe! procura ahorrar.

-¡Ahorrar yo! ¡como no ahorre música!

-Igual me pasa a mí. Por más que me devano los sesos, no puedo juntar arriba de ocho o nueve duretes, que en seguida se me escurren por entre los dedos... ¡Qué vida ésta! ¡Y qué poder el de los números, contra los cuales no prevalece nadie, ni la Virgen   —231→   del Sagrario! Si fuéramos unos granujas, como ese D. Simón. ¡Ay! todavía me parece que le tengo delante, con aquella cara de embajador o ministro... y aquella tiesura inflada como la de los gigantones... Tomó la onza como tomarías tú un pitillo. Y ni aun me dio las gracias el tunante. Al pobre Juanito Casado, la verdad, un color se le iba y otro se le venía, y yo de buena gana le habría dado un tirón de los bigotes al tío aquel hasta arrancárselos de raíz. Otra: la señora salió también a saludarme, y me echó mil finuras. Pues mira tú, la señora me agradó. Diome en la nariz que allí hay razón, buen juicio, formalidad. No deben de gustarle los líos que el mamarracho de su marido y el pillete del hijo traen entre manos. Y tienen también una hija guapa, esbelta, con aspecto de tísica pasada y un no sé qué en la manera de mirar. Según me indicó Juanito, a Casiano le hace tilín la moza esa, la cual me parece a mí que está tocada. ¡Qué familia! Yo, que he visto tanto mundo y en seguida calo a las personas, te aseguro que allí no discurre al derecho más que la mamá.




II

Esto no lo oyó Fabián, que sentándose al piano, había empezado a mascullar aires de zarzuela y ópera. Justina entró a la sazón y tras ella los chicos, que se enracimaron junto al cantor. En cuanto oyó el monstruo la música, se animó extraordinariamente; sus ojos echaban chispas, y llevando el compás con la cabeza, trataba de repetir lo que oía.

  —232→  

«¡Cómo te gusta, pobrecito! -dijo Mancebo cariñoso, tirándole de una oreja-. Toca, Fabián, toca, para que esta alma bestial sea por un instante alma de ser cristiano». Pero el músico, desesperado de la rebeldía del instrumento, que sonaba como una pandereta, lo abandonó, y en medio del cuarto se puso a entonar cánticos corales apianando la voz para no atronar la casa. Ildefonso le acompañaba, y a ratos podía creerse que el coro de la Santa Iglesia se había trasladado a la casa de Mancebo, el cual metía también su gori gori, siguiendo al unísono alguna frase de salmo o antífona. El fenómeno lanzó varias notas en perfecta armonía con las demás, y cuando Fabián, atento al efecto que su voz causaba en aquel ser rudimentario, rompió con el Dies irae litúrgico, en voz entera y con el aire vivo que usualmente se le da y lo hace tan patético, aconteció lo que nadie había visto nunca. El antropoide empezó a mover sus extremidades, que parecían las de un pulpo; las desarrollaba, las extendía, reptando con ellas, y lentamente se iba trasladando a lo largo del suelo, erguida la cabeza y en su boca una sonrisa tan de persona que más no podía ser. Todos, chicos y grandes, se maravillaron de aquel ensayo de movimiento que era una novedad en la infeliz criatura. Justina llamó a su marido para que viese lo que casi por milagro podía pasar. D. Francisco le seguía, inclinándose para verle mejor, y Fabián, ante el éxito de la salmodia, se iba inspirando más y dándole más hermosa expresión: Qui Mariam absolvisti... et latronem exaudisti... mihi quoque spem dedisti.

Más de una vara recorrió el hermano de Leré a impulso   —233→   del poderoso ritmo musical, al andamiento vivo del Dies irae, que parece una marcha bailable. Tan bailable era que los chicos se pusieron a dar brincos en parejas, marcando los tiempos de cada compás, y el monago seise danzaba frenético, cantando con argentina y dulce voz: Taba mira spargens sonum, etc....

Aquella noche, al recogerse D. Francisco a su madriguera, observó que hacía mucho tiempo que no se retiraba a dormir con el espíritu tan sosegado. El caso Illán-Babel podía mirarse como verdadero triunfo y ejemplo visible de la protección del Cielo. Cuando subió Justina a arreglarle la cama, preguntole su tío si se tenían noticias de Leré, a lo que contestó ella que por la mañana había estado en el Socorro. Como el beneficiado no le gustaba de hablar de Lorenza ni de la toma de hábito, la benignidad con que hizo la pregunta pareciole a Justina de feliz augurio. «La pobrecilla -se aventuró a decir-, está muy quejosa de usted, porque no ha ido a verla; y verdaderamente, tío, que nos guste más o menos su determinación no es motivo para que dejemos de quererla. Las hermanitas la adoran, tío, y están con ella a santo dónde te pondré».

-Iré a verla -dijo Mancebo, que aquella noche era todo alegría-. Cuando la santidad llega a tal extremo, no hay más remedio que... perdonarla, digo, acatarla.

Enlazando las ideas y las personas con viveza mujeril, Justina habló repentinamente a D. Paco de otro asunto.

-¿No sabe usted, tío, lo que me han dicho hoy? Me he quedado pasmada, y usted se pasmará también.

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Pues... no crea que es fábula; es el Evangelio; quien me lo ha dicho no miente... Pues el señor aquél, don Ángel, el amo de Lorenza, se ha vuelto beato... como usted lo oye. Se pasó ayer toda la mañana en San Lucas, oyendo misas pagadas por él.

-¡En San Lucas! ¡Sopla! Pues mira: algo de eso me habían dicho a mí; pero no lo quería creer. Dale que es tarde; tanto me lo repiten que lo iré tragando. ¿Y dices que en San Lucas? Si allí no hay misas ni quien las diga. Oí que le habían visto en Santiago del Arrabal. Es que se va lejos para ocultarse... Pero, en fin, si Dios le llama por ese camino, vaya bendito de... Era masón y ahora se da golpes de pecho. ¡Bien, magnífico, gran conquista! En cuanto le vea le daré mi enhorabuena.

-¿Pero no sabe lo más gordo, tío? Hoy lo dijeron a Roque... Mire usted que no me acuerdo quién se lo dijo. Paréceme que fue Teresa Pantoja... Pues ello es que D. Ángel va a cantar misa.

-¡Sopla!...  (Estupefacto.) 

-No... precisamente cantar misa no dijeron... Más bien que piensa hacerse religioso cartujo, y dar todito su caudal a los pobres.

-¡Justina!... no bromees... Justina.  (Con vivísima inquietud.)  ¡A los pobres! ¿Pero qué pobres son esos? ¡Zapa! No serán los que pordiosean por la calle... no serán los que ejercen la mendicidad como un oficio ¡zapa, contra zapa!,  (Furioso.)  y entre ellos conozco algunos que son unos solemnísimos bribones.

-No dijeron qué casta de pobres serían los que van a heredarle. ¿Y usted cree eso?

-Pues... ¿qué quieres que te diga?  (Calmándose.) 

  —235→  

Ejemplos hay de ese desprendimiento sublime. En estos tiempos de materialismo, he visto yo aquí dos o tres casos: sin ir más lejos, D. Evaristo Valcárcel, que dejó a la Beneficencia más de tres millones. En edades antiguas sí hubo ejemplos mil de ese desprecio de las riquezas, y ahí tienes las fundaciones que lo acreditan. De forma y manera que a mí me parece que eso que se cuenta de don Ángel es verdad. Qué sé yo... siempre me pareció que ese señor no regla bien de la jícara.  (Desdiciéndose.)  No, no es que yo critique... No quiero decir que esta caridad al por mayor sea locura: lo que sostengo es que siempre me pareció hombre de ideas exaltadas. ¡Ah, gran cosa, hermosísimo acto! ¡Dar toda su riqueza a los pobres! Hija mía, hay que quitarse el sombrero, hay que... Pero mira, más vale que esperemos a verlo para celebrarlo, porque en estas cosas de dar, qué sé yo... siempre he visto que la realidad no correspondía al bombo. Veremos y creeremos. Y hay que mirar también cómo reparte esos ríos de dinero, porque de repartirlos bien a repartirlos mal va mucha diferencia para su alma y para el objeto que se propone. Figúrate tú que empieza a soltar, a soltar a chorro libre y sin ningún criterio. Pues no hará más que fomentar la vagancia y los vicios.

-Ahora me acuerdo, tío. Dijéronle a Roque que don Ángel piensa fabricar un convento... no, convento no dijeron... un gran edificio, vamos, para corregir a la gente mala, amparar a los menesterosos, poner en cura a los enfermos, y tal y qué sé yo.

-¡Ah! bien, bien.  (Expansivamente.)  Esa sí que es brava idea. Pero, como toda idea grande, puede malograrse   —236→   si al llevarla a la práctica no se mira bien a la organización, y sobre todo, sobre todo, a qué clase de manos se encomienda el negocio. Porque imagínate tú que no se les ocurre poner al frente de ese instituto de caridad a un hombre entendido, del estado eclesiástico, de años y experiencia, y que sepa administrar bien, bien, pero bien... Pues todo lo tienes perdido, y lo que había de ser para Dios, cátate que es para el Diablo.

Al llegar a esto, D. Francisco, que ya había empezado a despojarse de las ropas exteriores para meterse en la cama, se las puso otra vez nervioso y excitado.

-Pero tío -le dijo su sobrina, queriendo retirarse-. ¿Qué hace usted? ¿Va a salir a la calle?

-Yo, no..., ¿por qué?

-Como se está usted vistiendo.

-¡Ah! no... Es que estaba distraído... No sé lo que me pasa.

Y empezó a desnudarse con tanta prisa, que Justina se tuvo que largar para no verle en paños menores. El buen D. Francisco, que había subido a su alcoba con el espíritu regocijado y sereno, viose acometido de pensamientos alborotadores, de esos que son para el sueño lo que sería para el órgano de la vista un puñado de arenillas arrojado en los ojos. El buen clérigo durmió mal, queriendo expulsar del caletre las ideas que lo tomaron por asalto, y a la mañana siguiente tempranito levantose derrengado y con el cuerpo lleno de dolores, cual si se hubiera caído por un precipicio, rodando entre piedras y zarzas. En la Catedral sus ideas se embarullaron considerablemente,   —237→   porque la flaca y voluble memoria no le ayudaba para ponerlas en orden. «Yo quiero recordar -se decía, quién diantres me contó que había visto aquí al madrileño oyendo misa con muchísima devoción, y no caigo, no caigo... ¿fue D. León Pintado Palomeque? Ni quién me lo dijo ni la capilla donde le vieron puedo recordar... Pero ¡quiá! aquí no viene él. Le daría vergüenza, tendría miedo a su propia piedad, porque el mundo es muy malo y ridiculiza a los que se vuelven a Dios, dando esquinazo a la masonería. Y hace mal el no venir aquí, porque la instruiríamos en mil cosas en que debe de estar poco fuerte; le pondríamos en guardia para que no mande decir misas a la buena de Dios... y mire mucho a quién se las encarga... En fin, él se lo pierde. A lo que iba: ni aun para convertirse y hacerse buenos tienen criterio estos señores masones. Hasta para salvarse han de hacer tonterías».

Nada ocurrió aquel día digno de perpetuarse en la historia; pero al siguiente, ¡María Sacratísima del Sagrario! celebraba D. Francisco Mancebo su misa en el altar de San Ildefonso, revestido de casulla verde, por ser el cuarto domingo después de la Epifanía, cuando al volverse para el pueblo con el Dóminus vobiscum en los labios, vio al madrileño de rodillas, pegadito al sepulcro del cardenal de Albornoz. «Ya pareció aquello» -dijo para sí en fugaz soliloquio el oficiante, procurando al punto volver sobre sí y no distraerse. Poco trabajo le costó concentrar toda su atención en la misa; pero a ratos sentíase cosquilleado de alguna idea intrusa y profana que quería colarse por los intersticios más angostos de la sesera. Él la expulsaba,   —238→   como si dijéramos, a zapatazos, y terminó la conmemoración del santo misterio sin dejar de ser dueño de sí ni un solo instante. Pudo observar que el neófito no mostraba afectación en su piedad; antes bien, ponía sus ojos en el preste con naturalidad y como la mayoría de los que cumplen el precepto, sin libro, sin demostraciones exageradas, como lo habría cumplido D. José Suárez, verbigracia, o cualquier otro ilustrado del tipo y cuño corriente. Podría creerse que aquel día despabiló Mancebo la misa más pronto que de costumbre, y eso que comúnmente la decía como para tropa, y se quitó las sacras vestiduras con mayor presteza todavía, ávido de salir para darle a su amigo un apretón de manos y mil para bienes. Pero ni visto ni oído. Por más que le buscó en la capilla y fuera de ella, no le pudo encontrar. Preguntó a varias personas de su conocimiento, despachó a Ildefonso para que registrara todos los rincones de la iglesia, y nada, velut umbra. La Catedral es tan grande, que buscar en ella un convertido es como buscar una aguja en un pajar.




III

Ángel, en cuanto D. Francisco dijo el ite misa est, salió de la capilla y de la Catedral, y tomó la dirección del Locum, como si fuera a su casa; pero luego hubo de variar de propósito, y por la calle de la Tripería subió hasta San Juan de la Penitencia, para entrar por la parte del Sur atravesando el patio, que es de los más característicos de Toledo, y metiéndose en   —239→   la sacristía, cuya puerta le abrió con muestras de respeto la mujer del sacristán. Allí estaba ya D. Tomé dispuesto para decir su misa. Todavía no había empezado a vestirse, y se paseaba en sotana a lo largo de la pieza, aguardando a que las señoras dieran la orden. No faltaban en la típica sacristía la cajonería de cuarterones, las cornucopias en aguamanil, las puertas pintadas de azul con vivos dorados, los sillones de vaqueta, el pedazo de alfombra antigua, ni los cuadros empolvados y ennegrecidos. El sacristán atizaba el brasero lleno de ascuas para cebar el incensario, y ya tenía el celebrante sus vestiduras y el cáliz sobre la cajonería. No hay que decir cuánto agradaban a Guerra la paz soñolienta y la tímida claridad de aquel recinto. Salió al fin el capellán al altar. La misa era cantada de un solo cura, y a la voz virginal y opaca del autor del Epítome, en quien Dios moraba, respondían las monjitas desde el coro con su salmodia compungida y catarrosa. ¡Qué diferencia entre la pobreza del culto en las olvidadas Franciscas y el esplendor aristocrático de las Bernardas de San Clemente! Pero aquel convento de San Juan había llegado a ser interesantísimo para Guerra, y más simpático y consolador que ninguno, porque el peregrino maridaje que ofrece de lo mudéjar y lo gótico, parecíale fiel espejo de la transición que en tales momentos era un hecho en su alma. En ésta la severidad y unción religiosas se combinaban también con las alharacas del mundano estilo. Durante la misa, a la que sólo asistían tres o cuatro personas, meditó mucho en su evolución o metamorfosis, la cual, después de iniciada, le resultaba menos difícil. Los primeros   —240→   pasos le habían producido bienestar, cierta alegría pueril y novelera de esa que el mundo compara a la del chiquillo con zapatos nuevos. Reconoció que en los comienzos el culto sólo hablaba a sus ojos y oídos; pero también hubo de notar que no tardaba en herir las fibras del sentimiento, tendiendo a invadir poco a poco los espacios de la razón. Para esto era preciso un método especial que instintivamente puso en práctica desde los primeros días. Del examen de sí propio había sacado en limpio que la oración no afluía de su mente con facilidad y desahogo cuando la practicaba de un modo abstracto, porque mil ideas profanas, confundiéndose con la idea regida por la voluntad, la distraían y embarazaban. Viose, pues, obligado a sujetar el pensamiento por medio de la contemplación sensorial de la imagen o símbolo, de donde vino a deducir la importancia y utilidad del arte en la vida religiosa. Así, cuando oraba encadenándose fuertemente con el símbolo por medio de los ojos, se defendía bien de las distracciones; pero no quedaba satisfecho de sí mismo, y aspiraba a educarse en el rezo metafísico y en las meditaciones abstractas y puras.

Otro fenómeno que en sí notaba era que la adoración de la Virgen érale más grata que otra cualquiera adoración, y que los rezos dirigidos a la madre de Dios le salían más fáciles y espontáneos. En cambio, la plegaria expedida directamente y sin intervención alguna hacia el centro de toda divinidad, no le resultaba, y cuando más pinitos hacía, sutilizando el pensamiento para que subiera, encontrábase abajo, sin haber podido remontarse ni el espacio de un dedo.   —241→   Por lo común, las devociones practicadas con los ojos puestos en alguna efigie del sexo masculino, no le salían bien, y si el santo era barbudo, de esos que leen o escriben en descomunal libro, como si estuvieran tomando apuntes, perdía completamente la ilusión. El Crucificado mismo, tan real y divino al propio tiempo, tan hombre y tan Dios, le sugería pensamientos más enlazados con los dolores efectivos de la Tierra que con las beatitudes incorpóreas del Cielo, le despertaba el humanitarismo igualitario con fines de reforma social, y si le infundía vigor y alientos para la lucha en pro de la perfección humana, no le transportaba a la región etérea y luminosa, como la Virgen, toda belleza ideal y lírica, toda piedad, indulgencia y dulzura. Con ésta si que se entendía bien; con ésta sí que se desprendía fácilmente de lo terrestre. ¡Y qué pronto hallaba en su meollo palabras escogidas para celebrarla o para pedirle apoyo y con suelo! Los términos de ternura, de congoja y esperanza no se le acababan nunca, ni tenía que discurrir para llevar a su corazón la confianza de ser escuchado y atendido.

Al concluir la misa, pasaron al locutorio y hablaron con las Franciscas, para quienes no había nada más sabroso que echar un parrafito con D. Tomé. ¡Qué olor a incienso, a ropa limpia, a canela y a humedad! ¡Qué conversación más inocente y qué ideas más apartadas de todo comercio mundano! Era en verdad aquél un mundo aparte, supralunar, sin más ideas que las elementales y primitivas, con no se qué quieto ambiente de puerilidad fúnebre. Las buenas señoras dieron las gracias a D. Ángel por su donativo para coger las   —242→   goteras que el crudo invierno les abrió en los tejados de la santa casa. «¡Ay, si el señor Cisneros levantara la cabeza y viera cómo está su fundación!», dijo la Priora, y siguió un coro de excitaciones a la paciencia, y luego, al despedirse tan amigos, la promesa de rezar mucho, mucho, por el señor de Guerra para que Dios le favoreciese.

Aquel día Teresa Pantoja vio entrar, conducidas de la procerosa sacristana de San Juan, dos desaforados platos de natillas que hicieron las delicias de Palomeque, Guerra y D. Tomé, después de comer, se fueron a pasear solos por la Vega, platicando sobre religión. El seráfico autor del Epítome le contaba al otro las entradas y salidas de la Bienaventuranza Eterna como si acabara de venir de allá, y Ángel, sin dar entero crédito al capellán, le oía con delectación.

Transcurrieron días (no se puede precisar cuántos), y el converso notaba que de uno en otro se le hacían más fáciles las prácticas de devoción. Peto apuntaba ya Febrerillo loco, y no había pasado aún de los actos puramente contemplativos, faltándole aún que apechugar con lo más áspero del camino, que era la confesión. Mejor que contar lo que le pasó, será reproducir los términos en que él hubo de referírselo a su divina consejera fue, sin duda, un caso interesante, con su granito de sal cómica, y la verdad impone la obligación de decir que Leré no pudo tener la risa al oír el relato. «Pues hallábamele -dijo-, a mi parecer, perfectamente dispuesto para acto tan grave... Examinada la conciencia desde la época de la niñez. Ya ves que había tela larga. No me faltaba   —243→   más que vencer la inercia moral, ahogar el falso pundonor que nos prohíbe humillarnos. Creyendo haberlo conseguido, ayer tarde me fui a la Catedral con propósito firme de confesarme. Hasta entonces todo iba bien; pero... aguárdate un poco. Animoso, aunque algo conmovido, me meto en la capilla de San Ildefonso, y desde la verja distingo el bulto del sacerdote dentro del confesonario, esperando penitente: «Allí está mi hombre -digo-, y sin pensarlo más me voy derecho a él, me acerco, doblo la rodilla y... No la había puesto en tierra cuando reconocí a don León Pintado, y me desconcerté, sintiendo un espantoso tumulto de protesta dentro de mí, el cual me obligó a dar media vuelta y huir como alma que lleva el diablo. Fue un verdadero pánico. La cobardía pudo más que todas mis resoluciones. Pasó lo que te cuento en pocos segundos, y no me di cuenta de la rapidez conque salí de la capilla. Recuerdo que en aquel breve instante de mi aparición ante el confesionario, Pintado me miró como si me reconociera. El pobre señor, se quedó con el alleluia, en la boca».

En el primer momento se rio Sor Lorenza, rindiendo tributo a la nota festiva del caso; pero luego se puso seria. Ángel le desarrugó el ceño con esta importante declaración: «No me riñas, que hoy por la mañana realicé con facilidad suma lo que anteayer me fue tan difícil o imposible».

-¿Con D. León Pintado?

-No, hija, esto no puede ser por ahora. No se me pidan de una vez esfuerzos tan extremados. Confesé con un desconocido, aquí en Santo Tomé. Creo que   —244→   el estar tan cerca de ti me daba una fuerza mental y un vigor de conciencia extraordinarios.

El gozo con que Leré recibió esta feliz noticia se revelaba en su rostro y en su empañada voz. «El primer paso está dado, amigo D. Ángel -le dijo-. Verá usted qué fáciles son ahora los que siguen. Dios le tiene ya por suyo. Satanás rechina los dientes. Déjele usted que rabie y eche veneno. Mucho cuidado con las trampas que ha de armar ahora, las cuales serán tan sutiles, que es menester andar con cien ojos para no caer en ellas. De fijo le arma a usted una tan sumamente hábil, tan sumamente ingeniosa, que por bien que se prepare contra ella no podrá evitar que le coja un poquito. Mire que es muy pillo ése, muy mañero, y sabe mucho».

-No, ya no me coge; no temas. Si él sabe, yo también sé, como pecador que he sido, y discípulo suyo de los más aplicados. No se atreverá conmigo.

-Invocar, invocar sin descanso a la Santísima Virgen, porque ésa es la que le mete en cintura y no le deja resollar, aplastándole la cabezota con aquel pie divino que sujeta la luna. Invocar, invocar a Nuestra Madre, para que si el bribón ese arma trampas ella se las desbarate con sólo mirarle; porque le mira, sí, y el infame, ante la mirada de la Reina, se queda tamañito, ruje, patea, se hace un ovillo y no se atreve ni a morder la orla del manto de la Señora, de aquel manto con que barre las estrellas.

-Invocaré, invocaré -contestó Ángel embelesado-. Ahí tienes una devoción que nunca me fue difícil, devoción dulcísima y consoladora sobre todo encarecimiento. Los gérmenes de ella existen en el   —245→   alma humana, y a poco que escarbes los encuentras donde mismo están las raíces del dolor.

-Bien, bien -dijo Leré reflejando aquel entusiasmo que de ella partió y a ella tornaba y multiplicado lo devolvía-. Si Nuestra Madre nos da la mano, adelante; un paso más, y triunfo seguro. ¡Gracia, salvación, eternidad!

El mismo ardor del entusiasmo produjo una pausa en que uno y otro meditaron. Por fin, la novicia le dijo que debía marcharse, y antes le dirigió una exhortación o consejo, que por el tono más bien mandato parecía. Fue lo siguiente: «No me gusta que ande usted escondiendo del mundo su religiosidad, como si fuera una falta. ¡Horrible contrasentido que el hombre se avergüence de ser bueno! Pase que la iniciación imponga cierta reserva; pero dados los primeros pasos, hay que levantar la frente delante del mundo, señor mío y humillarla públicamente delante de Dios. Se acabaron los tapujitos, D. Ángel. Si quiere tenerme contenta, sálgase del círculo apartado de las iglesias de escaso concurso, y... ¡cara al enemigo! ¡A la Catedral en las grandes solemnidades! ¿Cuáles son las parroquias más concurridas? La Magdalena, San Nicolás. Pues a ellas, a ellas mañana y tarde, para que el mundo se vaya enterando, y si critica, mejor, ¡mejor mil veces!




IV

Salió de la conferencia muy resuelto y animado, porque la fascinación de la divina hermana del Socorro ganaba cada día mayores espacios en su alma,   —246→   y sobre los atributos propios de su ser iba claveteando como una lámina de oro que los ahogaba y envolvía. Era como esas imágenes bizantinas forradas de chapa de metal precioso, que no permite ver la escultura interior.

En los días subsiguientes, pasó largas horas en la Catedral, donde Mancebo le pudo echar el lazo y cogerle prisionero, dedicándose a mostrarle con prolijidad de cicerone fastidioso las mil cosas reservadas que aquel soberbio Museo atesora en la Sacristía y Vestuario, en la casa del Tesorero, en el Ochavo y capilla de Canónigos, maravillas del arte suntuario que son otros tantos homenajes del humano ingenio a la idea religiosa. Guerra lo veía todo con grandísimo contento, pasmado de tanta riqueza, de tanta hermosura, y alabando la unidad y la fuerza de las sociedades que juntaban todas sus energías en un solo haz. La poesía y las riquezas, la industria y las artes liberales, la ciencia y la fuerza bruta, todo concurría con armónica conjunción a un solo fin. ¡Renovar aquella unidad dentro de las condiciones de la edad presente, qué triunfo, qué idea tan grande! ¿Pero quién era el guapo capaz de atreverse con ella?

Pon la mañana no perdía nunca la misa conventual, tan hermosa, tan solemne, en aquel Presbiterio que parece la expresión más poéticamente sensible de todo el dogmatismo cristiano. Y mañana y tarde, las horas de Prima, Tercia y Nona en el Coro le producían arrobamiento y emociones deliciosas, siguiendo en su libro la letra de las antífonas y salmos, impregnados de oriental melancolía. Mancebo no le dejaba a sol ni sombra, y después de ofrecer a su admiración   —247→   las preseas de la Virgen del Sagrario, que anonadan por su riqueza indostánica, hacen verosímiles los cuentos de hadas, y emulan con su verdad la mentira de los paraísos budistas, le espetaba lecciones de liturgia, explicándole el sentido simbólico de ésta y la otra ceremonia, de tal o cual vestidura o accesorio. Por no dejar nada sin registrar, hasta le encaramó a la torre, para visitar las campanas, refiriendo los nombres de cada una, su significación, su historia, los toques que daba; y por fin y remate de la visita artística, cuando ya no quedaron alhajas, ni telas, ni códices, ni cuadros, ni escondrijos que ver, concluyó presentándole los Gigantones y la Tarasca, que se apolillan en las Claverías.

En cuanto el convertido traspasaba la puerta Llana, Mancebo, que le acechaba las vueltas, le cogía en su zarpa poderosa, y ya no le soltaba a dos tirones. Su principal anhelo como hombre práctico que tenía que atender a tan graves problemas vitales, era estrechar sus relaciones con Ángel hasta la intimidad. «Veremos -se decía-, si me elige por su confesor de oficio, con cargo permanente. Bien podría hacerlo, porque nadie le aconsejaría mejor, así en lo espiritual como en lo temporal, pues en todo soy fuerte, gracias a Dios. Sé confesar y sé administrar. Gobierno un alma como el más pintado, y manejo los intereses que se me confíen, con una honradez y una puntualidad que ya quisieran más de cuatro. Si entiendo de pecados, también de números entiendo, pues para eso puso el señor en mí el don de arreglo económico. ¿Habrá otro que en aptitudes tan distintas se me iguale? No, no le hay. Por eso mi amigo no sabe la   —248→   que se pierde con no ponerse en estas manos para todo, para lo del alma y para esa otra teología del vivir material, que también es de Dios.

Pero nada le habló Guerra de donde el otro pudiese colegir que se pensaba en él para director espiritual ni para intendente. En cambio D. Francisco oyó de sus labios, cosas que a gloria le sonaron, verbigracia: que corría de su cuenta la educación de Ildefonso, y que por de pronto le pondría interno en un buen colegio; para que entrase después, si persistía en su vocación en la Academia de Infantería. Del segundo y de los demás se hablaría conforme fueran creciendo. Otrosí: el tío Providencia no tenía que afanarse por los piquillos supletorios que era costumbre mandar al pianista en ciertas épocas del año, pues Braulio, desde Madrid, acudía puntual a esta necesidad. Finalmente: la suma que Mancebo tenía en depósito para el dote de Lorenza, y que debía entregar a las Hermanitas cuando la joven profesara, se destinaba a las necesidades de la familia, pues Ángel se cuidaba de la dote y de otras formas de protección a la Hermandad del Socorro.

«Del mal el menos -decía el clérigo-, y véase por dónde, al fin, me ha caído la lotería. Nuestra Señora amantísima del Sagrario ha tenido compasión de este agobiado jefe de familia, y le permite comprar el titulito del 4 por 100, gracias a la esplendidez de ese bendito señor, que mil años viva. Bien venido sea la santidad si viene por estos caminos, y lo que yo me temo es que la cristianísima fundación esa de que se habla no obedezca a un criterio acertado y lógico. ¿Por qué no consultará conmigo, que podría ser su   —249→   asesor más desinteresado? Es mucho hombre éste con su misterio y sus secreticos. No me conoce; no sabe que si águila soy en lo moral, no lo soy menos en lo aritmético, y que sé administrar, cosa que ignoran muchos que viven y mueren en olor de santos. Él se lo pierde, y por no escuchar mi dictamen, puede que se salga con alguna pata de banco, con una fundación sin base económica, que luego resulte el mayor adefesio del mundo».

Una mañana, después de misa mayor, hallábase Ángel en la antesacristía con D. Francisco, cuando vieron pasar a Arístides y Fausto, acompañando a una familia forastera. Fabián, que por allí andaba también, se acercó al beneficiado y le dijo, apuntando con disimulo a Fausto: «ese es».

-¡Ese! -exclamó Mancebo mirándole, el terror pintado en su cara.

-Ahí tiene usted al sabio inventor del cálculo lotérico -dijo Guerra-, un desgraciado, más digno de lástima que de odio, víctima de la miseria y de las malas compañías.

Al decir esto, y cuando los Babeles y sus acompañantes pasaron a admirar el techo del salón de la sacristía y el cuadro del Expolio, Guerra clavaba sus ojos en Arístides, que pasó junto a él sin decirle nada, aunque bien reparó Ángel que su enemigo le había visto.

Creyeron todos que a Mancebo le daba un síncope al ver a Fausto. «¿Pero de veras es ese -decía-, ese que cojea?... ¿ese el de los cartones? Si yo le conozco, no se me despinta su cara; pero no sabía que era esa la cara del maldito algebrista, ¡zapa! Como yo no le   —250→   vi y fuiste tú quien con él se entendió cuando quiso darnos el sablazo... cuando nos lo dio, mejor dicho..., pues como yo no le vi, no pude decirte: «cuidado, Fabián, que ese es ladrón de los finos». ¡Bendito y alabado sea...  (Persignándose.)  ¿Pero es ese de veras el hijo de aquel señor de los bigotes, que anda viendo si ponen sellos a los libros? La Dulcísima Señora del Sagrario sea siempre conmigo, ahora y en la hora de mi muerte! ¡Si no vuelvo de mi asombro...! Los que no volvían de su asombro eran Guerra y Fabián, viendo al beneficiado hacer tales aspavientos.

-¡Buen par! -dijo Guerra, observándoles desde la antesacristía, mientras ellos admiraban el Expolio-. Aquel otro, espigado y de buen parecer, es su hermano Arístides.

-¡Sopla!, pues veo que también viene Casiano. Miradle: aquél, vestido de paño negro. ¡Pobre Casiano! Un hombre de bien entre tanto pillo. Y esa familia, ¿la conoces tú?

-Son sagreños -dijo Fabián-, y una de las señoras es tía de D. Juan Casado.

-¡Dios mío! -exclamó Mancebo, volviendo a trazar anchas cruces sobre su persona-. ¡Las cosas que en este mundo se ven! Pues van a saber ustedes de qué conozco la cara de ese tunante. Tengo que referir un grave suceso ocurrido en esta santa iglesia hace tres años, cuando...

Hizo un paréntesis para acudir a expresar una idea que saltó en su magín. «José -dijo a un sacristán que salía por la puerta que da al patio del Tesorero-; mira, di que no enseñen nada a esa tropa que está en el salón, que guarden todo bajo siete llaves, y vigilen   —251→   mucho las manos de algunos de esos. Hay uno en la partida que, si nos descuidamos, se lleva bajo la capa lo primero que encuentre. No abráis la verja del Ochavo, ni el vestuario, ni nada». El pobre señor revelaba en su voz y tono un miedo cerval. Llevó a los dos amigos al cuartito del agua, y allí con grandísimo secreto les dijo: «¿Te acuerdas tú, Fabián, de aquel sucedido, cuando vinieron dos tipos de Madrid a comprar una porción de material viejo de cobre, clavos, chapas de puertas, bisagras, candeleros inservibles, braseros y no sé qué más? ¿Recuerdas que todo ello estuvo en la cuadra baja del patio, y que se remató por disposición del Cabildo, siendo canónigo Obrero el Sr. Díaz? Pues a mí me comisionaron para la entrega, y los dos rematantes, el cojitranco ese y otro que no está ahí, me suplicaron que les enseñara el vestuario. Mil veces me oirías contar lo que pasó. Pues ese, tu amigo, el inventor, el cabalista, ese fue el que escamoteó la palmatoria de plata de las misas de pontifical, y se la llevaba debajo de la capa. Yo, que algo me maliciaba, sorprendí el bulto cuando los dos pájaros salían por la puerta esa del patio, que siempre está cerrada, y aquel día se abrió para que sacaran el cobre viejo y lo cargaran en un carro en la calle de la Tripería. Mire usted, D. Ángel, si mil años viviera, no olvidaría el momento aquél. Vi yo que el hombre ocultaba la palmatoria, y sin decirle nada me abalancé a él como un tigre, y grité: «So pillo, so...». Él, viéndose cogido, me dio un empujón, y yo a él otro, y en aquel zarandeo cayó al suelo la palmatoria, y uno de los mozos que estaban transportando el cobre arremetió al ladrón con un palo. El   —252→   compañero huyó como una exhalación, y no le volvimos a ver; pero éste cayó al suelo en medio de la puerta medio abierta, con todo el cuerpo fuera, menos los pies que quedaron dentro. ¿Qué hice yo? Cerrar y apretar, dejándole las patas cogidas como en un cepo, y tratando de sujetarle allí hasta que viniese la justicia. En efecto, apretábamos firme, y el bribón en el suelo chillando como un zorro cogido en el garlito. Por fin, pudo zafar un pie, y tiraba del otro echando unas maldiciones que daban horror. Bernardo Fraile, que era el mozo que me ayudaba en esta faena, dijo: «Voy corriendo por un hacha, y le cortamos la pata»... «Hombre, no -le dije-, eso me parece demasiado». Y en esta disputa sobre si usaríamos o no usaríamos el hacha, aflojamos un poco en el empuje de la puerta, y se nos escapó. Salimos tras él; pero ¡zapa! iba como el mismísimo viento. El cobre allí se lo dejaron, sin pagarlo, se entiende, y el Cabildo me dio las gracias de oficio por haber rescatado la palmatoria. Diose parte al juez; pero éste no encontró el rastro de aquel par de zorros, que debieron de tomar el tren cuando salieron de aquí. Con que ahí tenéis la historia, que a entrambos os maravillará: a ti, Fabián, que ya la sabías, por conocer ahora al personaje de ella; y a usted, D. Ángel, porque conociendo el santo, ahora se entera del milagro.

Asombráronse uno y otro de la interesante historia, y al salir de la antesacristía vieron que los forasteros, con Casiano y los dos Babeles, andaban entre el Coro y la Capilla Mayor, siguiendo los pasos y aguantando las eruditas jaquecas de uno de los cicerones más pegajosos que por entonces se ganaban la vida en la Catedral.

  —253→  

-Allí está el hombre -dijo D. Francisco-. Aproximémonos poquito a poco. Yo saludaré al bargueño. Fijarse en la cara que ha de poner el cojo cuando me vea, y en ella, como en un libro, leerán la confirmación de lo que acabo de contarles.

Así lo hizo. Cuando Casiano le estrechaba las manos, preguntándole a gritos por su salud, Fausto vio al anciano clérigo, y se volvió bruscamente, fingiendo poner toda su atención en la verja del Coro. Pero Mancebo, deseando examinarle bien para quitarse hasta el último escrúpulo de una equivocación, se dejó ir de aquel lado, y con mordaz acento le dijo: «Bonita verja, ¿eh?» El cojo le volvió la espalda, encaminándose a contemplar los púlpitos.

-El señor es artista... y de los finos -dijo Mancebo con sarcasmo, mirándole bien-. ¡Cómo le entusiasman las obras de valor que aquí tenemos!

En tanto, Guerra esperaba que Arístides le hablase. Proponíase callar como un muerto si le soltaba recriminación o injuriosa reticencia. Grande fue su sorpresa al ver que el barón se le acercaba en actitud que no parecía hostil... Momento de vacilación de ambos. Saludo recíproco con una inclinación de cabeza. Por fin Babel, ¡asombro de los asombros! le dirigió estas palabras, de cuyo sentido afectuoso no podía dudarse, aunque sí de su sinceridad: «Ángel, ¿hay paces o no?».

-Paces habrá -replicó Guerra, aprovechando las disposiciones conciliadoras de su enemigo.

-Yo reconozco -añadió Babel-, que en cierto modo provoqué el lance. Estuve impertinente. Lo que empezó mi ligereza lo remató tu brutalidad, de modo   —254→   que la culpa se reparte casi por igual entre los dos. Pero yo, que no soy soberbio, podría descargar mi conciencia de la parte de responsabilidad que me toca. No lo hago porque fui agredido. No es Ángel Guerra capaz de reconocer su falta como reconozco yo la mía.

Preparado como estaba el otro, no necesitó más para recibir tales palabras con verdadera efusión de concordia. Cierto que el avieso mirar de Arístides no correspondía, no, a la suavidad de las expresiones; pero esto, ¿qué le importaba? Estrechando la mano que Babel le tendía, no vaciló en decirle: «El culpable fui yo solo, y te ruego que me perdones».

Creyó por un instante que las últimas palabras se le atascaban, rebeldes a salir de los labios; pero con un ligero empuje salieron. Pausa, perplejidad. Uno frente a otro, no sabían que decirse. El grupo estaba disuelto, y mientras hacían dúos aparte, Casiano con don Francisco y Arístides con Guerra, los forasteros, que eran un matrimonio de la Magra y una señora madrileña de medio pelo, contemplaban, a instigación del erudito guía, el pendón de las Navas colgado en el triforium. Fausto no se hartaba de admirar los púlpitos, deplorando tal vez que por su magnitud no pudieran aquellas hermosas piezas meterse en un bolsillo.

-Perdonados recíprocamente -dijo al fin el barón mascullando las palabras como quien recita una lección mal aprendida-. Y es muy grato para mí decirlo ahora que han variado las terribles circunstancias que a los dos nos impulsaron a reñir y a sacudirnos el polvo en el Corralillo. ¡Vaya, que fuimos ambos impertinentes, tontos y brutales! Pero dejémoslo: pelillos   —255→   a la mar, y amigos otra vez. Lo que importa es que mi pobre hermana se ha curado de aquel horrible espasmo.

-¿Es de verdad? ¡Cuánto me alegro! -dijo Guerra con tanto asombro como júbilo, aunque, en rigor, Arístides no le merecía crédito, y sus palabras le sonaban a sarcasmo de lo más fino.

-Vete por allá y lo verás. ¡La pobrecilla, menudo temporal ha corrido! Dos días, chico, dos días entre la vida y la muerte. Pero salió, y al hacerle crisis la espantosa fiebre, hízola también aquella otra enfermedad diabólica que le pegó el tío Pito. Ya tenemos mujer. No la conocerás cuando la veas. Entre mamá y yo, y el buen médico que la asiste y un amigo sacerdote, hombre que hace primores en la medicina del espíritu, hemos realizado este milagro. No creí que nos saliera la campana como nos ha salido. ¿No lo crees? Pues date una vuelta por allá. Te digo que es otra mujer. Figúrate que ha tomado afición a la iglesia, y confiesa y comulga, y reza rosarios y letanías. No se puede dudar que la religión es un bálsamo, pero un señor bálsamo. La desgracia nos enseña lo que la felicidad y el ruido del mundo nos hacen olvidar.

No volvía Guerra de su asombro. ¡Dulce curada, Dulce religiosa, Dulce convertida! Necesitaba verlo para creerlo.

El enfadoso cicerone promovió la reconstitución del grupo, disponiendo la subida a la torre, y los forasteros se llevaron tras sí a Casiano y Arístides, pues el cojo, impulsado siempre de la fuerza centrífuga, se había ido a contemplar la colosal pintura de San Cristóbal,   —256→   y desde allí cautelosamente se unió a la partida por el trascoro.

Don Francisco, Guerra y Fabián volvieron a la antesacristía, y antes de llegar a la puerta, el beneficiado se persignó de hombro a hombro y de la frente a la cintura, diciendo al madrileño con escandalizada admiración: «¡Pero usted, Sr. D. Ángel, da la mano a ese hombre!».

-¿Por qué no?

-Vamos, vamos; ya no me queda nada que ver en este gracioso mundo. ¡A ése pillastre le da usted su mano!

-Y no sólo le doy la mano, sino que le he pedido perdón por una ofensa grave que le inferí.

-¡Perdón a ese tunante, zapa! Si es tan malo como su hermano, como no sea peor. Perdón, sí... con una vara de fresno.

-Cada cual mira estas cosas a su modo y según su conciencia.

Don Francisco volvió a persignarse y a invocar a la Virgen del Sagrario, mirando con profunda lástima a su amigo, el cual se despidió fríamente, saliendo por la puerta de los Leones, después de hacer genuflexión ante la Capilla Mayor. El clérigo y el salmista le miraban desde la puerta de la antesacristía, y antes de que saliera le pusieron su comentario.

-¡Cuando yo te digo, Fabián, que este D. Ángel o D. Diablo no rige, no rige bien!

-¡Anda, morena! ¿Pues y lo que dicen de que va a fundar una orden para hombres y mujeres de ambos sexos?

-Así saldrá ella. ¡Buena estará la orden, sí, buena,   —257→   buena! Apuesto que será para proteger a toda esta pillería, so pretexto de enmendarla y corregirla, o para poner a mesa y mantel a tantísimo holgazán. En cambio, los verdaderos necesitados, los que llevan a cuestas una familia numerosa, como tú y yo... no tocamos pito en esas magnas funciones de la caridad de teatro. Pero déjate estar, que allá nos lo dará Dios con creces, y cuando cerremos el ojo, nuestro rinconcito en la Bienaventuranza Eterna no hay quien nos lo quite. Anima super astra quiescit. Con que... consolarse: La una. Adiós, hijo mío; vámonos en demanda del sacrosanto puchero.