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ArribaAbajo- VI -

Bálsamo contra bálsamo



I

Consistió la enfermedad de Dulcenombre en una fiebre altísima, que sólo duró dos días, como racha ciclónica que con la violencia de su propio girar se aleja más pronto, y la remisión brusca la dejó en pocas horas en despejada convalecencia, aturdida y sin fuerzas, con el vago conocimiento de haber escapado a un grave peligro. En su interior reinaba la grata impresión de una crisis o prueba decisiva pasada felizmente, durante la cual estuvo la naturaleza titubeando entre decretar la muerte o la vida. Alegrábase la infeliz joven de vivir, pues hasta entonces, ni en sus mayores angustias había sufrido nunca las nostalgias del otro barrio, ni jamás pensó en ser Parca de sí misma. Al despertar de aquella lúgubre somnolencia, vio y sintió que la vida es buena, mejor dicho, la bondad de la vida se estampaba en su alma con la categórica lucidez de los conocimientos primordiales. Al propio tiempo, su memoria no le daba noticia clara de todo lo que había hecho y sentido en aquel turbulento período de vida toledana, cuya duración no le era fácil apreciar. De algunas cosas conservaba la impresión inmutable, como si aún las estuviese viendo; pero otras se le borraban y obscurecían, rebeldes a su propia investigación. Figurábase   —259→   a veces que aquella crisis había sido como una infancia, y las reminiscencias de lo acontecido resultábanle como las memorias de la edad primera, que unas se conservan clarísimas y otras se desvanecen, quedando sólo de ellas sombra, mancha o perfil indefinibles.

La tarde aquella de la visita de Guerra y de la colisión entre éste y Arístides, Dulcenombre se hallaba en el período culminante de su desatino, del cual pasó a una especie de estado tetánico, y se llevo dos días en una pura convulsión, con tan horrible traqueteo que toda la familia junta no la podía sujetar. Al ver a su hija en tal situación y a su primogénito descalabrado (porque resbaló en el borde del Corralillo y fue rodando por el cerro abajo, etcétera...); al ver tanto desastre y desdichas tantas, doña Catalina se llenó de consternación, y no sabiendo a quién volverse, pues su marido no era hombre para las grandes adversidades (ni para las pequeñas), elevó sus ojos al Cielo, y con grandísima aflicción pidió a la Virgen bendita que la amparase.

Porque conviene notar que la buena señora, tan propensa a chiflarse por cualquier tontería, en las ocasiones graves conservaba el juicio claro, como si su entendimiento, que se destemplaba con las contrariedades chicas, se templara y robusteciera con las gordas. De estas compensaciones ofrece mil ejemplos la mamá Naturaleza. Así, en aquellos días de amargura en que parecía que el Cielo irritado se desplomaba sobre la familia de Babel, doña Catalina no tomó ni una vez siquiera en boca los reyes de la casa de Trastamara, ni mentó ningún castillo, ni reclamó   —260→   para sí y sus sucesores los caserones de la calle de la Plata. Razonable y diligente, a todo atendía, de todo cuidaba, proponía los remedios más acertados, y si hubiera tenido otro Rey Consorte, las dificultades no habrían sido tantas. Pero Simón no puso nunca en los asuntos de familia más que una atención distraída, como hombre de Estado, cuya inteligencia reclaman mil negocios extradomésticos de importancia nacional y europea.

Una de las ideas más substanciosas que surgieron en la mente de doña Catalina fue que toda aquella cáfila de desventuras era consecuencia de lo mucho que ofendían a Dios su marido y sus hijos, el uno dando el timo a los contribuyentes, los otros inventando mil diabluras para desvalijar al que cogían por delante. Como en aquella temporada, por fortuna (que tantos males alguna compensación habían de tener), Simón barría para dentro, llevando bastante dinerito a casa, la de Alencastre discurrió que parte de los fondos malamente adquiridos debía ella emplearla en aplacar la cólera celeste. Pero no le satisfizo la idea pagana de desarrugar con ofrendas el ceño de los dioses; no se contentó con mandar aceite y velas al Cristo de las Aguas y encargar misas a don Juan Casado, sino que solicitó la intercesión de éste para que le trajese a su casa los consuelos el Cristianismo. No se hizo de rogar el cura feo, hombre muy aficionado a componer desarreglos y enderezar torceduras. Desde que doña Catalina le mandó aquel recadito que decía: «por Dios, D. Juan, venga usted a casa, que parece que se nos cae el cielo encima», fue el clérigo allá y entró diciendo: «Aquí estoy, señora   —261→   mía, y aquí estaré al pie de sus desgracias; pero con la condición de que no ha de sacar a relucir su regia parentela, porque en cuanto la saque, me marcho».

-Déjese usted de reyes, D. Juan de mis pecados. Ni qué me importan a mí las injusticias cometidas en mi persona, pues habiéndome quitado...

-Alto, alto ahí, señora, que se resbala.

-Pues alto, y vamos a lo que importa. Mi hija se muere.

-Verá usted cómo no. Ánimo, valor y miedo. Nadie se muere aquí sin mi permiso. ¿Han llamado al médico que les recomendé?

-Sí; ha venido esta mañana. Aquí está la receta que dejó. Volverá esta tarde... Y mi príncipe de Asturias hecho un Ecce Homo. ¿Se ha enterado usted? Cayose por el cerro abajo, y si no es porque se engancha la ropa...

-Tampoco se morirá. No apurarse.

-¡Ay, usted me vuelve el alma al cuerpo! No es como Simón, que me aflige con sus augurios.

Era el tal presbítero (vulgarmente llamado Juanito Casado) joven y dispuesto, natural de Cabañas de la Sagra, donde había heredado recientemente haciendas, molinos y rebaños. Pasábase la vida entre campo y ciudad, atento a sus intereses, y cuidándose de lo temporal, como un buen burgués cargado de familia. La de Juanito se componía de una hermana viuda sin hijos, de varias primas monjas, de dos o tres sobrinas (las de Rebolledo) modistas de sombreros, un sobrino cadete y otros parientes lejanos. Todos recibían de él algún auxilio. La riqueza   —262→   le había matado la ambición eclesiástica, y al poco tiempo de heredar, su fama de buen teólogo y los laureles ganados en el púlpito le importaban tanto como las coplas de Calaínos. Llegó a comprender que valen más algunas fanegas de buena tierra labrantía que una prebenda de oficio en el coro toledano, y que es más bonito y hasta más cómodo sentarse en la cocina de una casa de labor entre los trabajadores, hablando de las faenas del día, que repantigarse en las sillas de Berruguete, asombro de las artes. Con tales ideas, renunció al ideal de su juventud, que era oponerse a la Lectoral o Doctoral cuando vacasen, y aunque el Arzobispo, conocedor de sus singulares dotes, le quiso atraer ofreciéndole montes y morenas, Casado no cayó en la trampa, y prefirió la libertad y alegría de su castañar. En su desviación de los antiguos gustos, llegó a encontrar más hermoso un buen corral de gallinas que una función solemne de seis capas, y el canto de los pajarillos le embelesaba más que el órgano, y la Capilla Mayor con todas sus magnificencias y la Summa de Santo Tomás con toda su miga teológica le parecían menos interesantes que un campo de trigo bien espigado.

Había sido coadjutor en la Magdalena y en San Nicolás, distinguiéndose como confesor de moda en aquellas parroquias de tanta y tan buena feligresía. Pero a semejantes glorias renunció también, trocándolas por el positivismo bucólico, pues tiene mucho más chiste, dígase lo que se quiera, contemplar en el campo la sabiduría infinita que estarse todo el santo día dentro de una caja oyendo pecados y secretos vergonzosos. Tantas y tan variadas eran sus relaciones   —263→   en Toledo, que por mucho que el campo le llamase no podía desprenderse completamente de la ciudad, y repartía su existencia dando a ésta los días y meses de mal tiempo, y los buenos a Cabañas de la Sagra. En una de sus cortas invernadas cogiéronle los Babeles por su cuenta para que les ayudase en la grande empresa de la corrección de su hija.

Antes de la tremenda crisis D. Juan había tratado de reducir a Dulce con persuasivas amonestaciones y chuscas parábolas; pero el resultado no correspondió a sus buenos deseos. Hubo escenas lastimosas y hasta repugnantes, pues Arístides intentaba someter a su hermana por la violencia, a lo que se opuso el cura. La trastornada joven cayó después en abatimiento profundísimo, y su quebranto era tal que Casado, de acuerdo con el médico, permitió que doña Catalina levantara la prohibición absoluta de bebidas espirituosas. La enferma, tomó con gusto porciones muy tasadas, hasta que al iniciarse el período de nervioso desquiciamiento, con altísima fiebre, le entró tal repugnancia de la bebida, que, habiendo recetado la facultad medicamentos con preparación alcohólica, costó mucho trabajo hacérselos tomar. En su delirio, la infeliz profería blasfemias horribles y expresiones soeces, que oyó con paciencia el presbítero, murmurando: «ya te lo diré yo luego», y doña Catalina, consternada, se llevaba las manos a la cabeza y decía mirando al techo: «¡Pero cómo ha de tener Dios lástima de nosotros oyendo estas atrocidades!»

-No afligirse, madama -replicaba D. Juan-, que arriba ya están hechos a oírlo, y a las cabezas tras tornadas no se les hace caso.

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Pasó la fiebre. El médico continuaba prescribiendo los estimulantes, y la paciente entró en un período de franca sedación, el ánimo abatido, la memoria deslabazada, pero con destellos de inteligencia que cada día iban siendo más vivos. Doña Catalina respiraba llena de esperanzas; pero temía que a lo mejor saltase la enferma con nuevas querencias del maldito trinquis a que debía su mal. D. Juan no era de esta opinión, y alegaba algún ejemplo, por él visto, de persona radicalmente curada del vicio después de una crisis semejante. Hicieron la prueba ofreciendo a Dulce una copita de licor fuerte; pero ni a tiros la quiso tomar. Sólo de olerlo se le revolvía el estómago, y de probarlo sólo vomitaba.

-¿Pero será verdad -dijo al cura feo, recogiendo en su memoria retazos y jirones de los acontecimientos pasados-, será verdad que yo...? Me parece que lo recuerdo, o que lo he soñado, o que alguien me lo ha dicho... ¿Será verdad que he perdido el juicio por...? Tengo una idea de haberme quedado dormida después de... y de haber bajado a la calle desmelenada y en chancletas diciendo palabras inmundas. No me queda duda de que en Madrid salí de mi casa con el tío, y él empeñado en que habíamos de ir a ver la mar. Después en Toledo... creo que... no sé... paréceme que algunas tardes...

Revolviendo sus ojos atontados de una parte a otra, interrogaba con ellos a su madre y a D. Juan. Doña Catalina, limpiándose las lágrimas con la punta del pañuelo, acudió a quitarle de la cabeza aquellas ideas. «No, hija mía, es figuración tuya; restos del delirio febril que te quedan entre ceja y ceja».

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-No, no, voy recordando, y... me gustaba, me gustaba lo que ahora me repugna -dijo Dulce reclinando su cabeza en la almohada y mirando fijamente a D. Juan.

-Lo pasado, pasado, niña. No pienses en eso -replicó el clérigo, que tutear solía a las personas con quienes hablaba tres veces-. Todo fue que te pusiste un poquitín alegre. Esto no tiene nada de particular, y proponiéndote no repetir, estamos de la otra parte. Lo mismo que el decir porquerías y ofender de palabra al Santísimo Sacramento. Claro, lo has hecho con el juicio trastornado; pues no siendo así, ¿cómo habías tú de decir que la Virgen es una acá y una allá, y que los santos son unos tales y unos cuales?

-¡Yo... yo he dicho eso! -exclamó la joven espantada.

-Sí lo dijiste. ¿Y qué? No te aflijas -indicó el clérigo-. Cuando yo tuve las viruelas, me puse tan malo de la cabeza, que delirando dije que me casaba con el señor Cardenal. Los enfermos tienen bula de disparates. Lo que has de hacer ahora es ir a pedirle perdón a la Virgen Santísima de las perrerías que has hablado de ella.

Dulce calló, mirando al techo. Doña Catalina metió enseguida la cucharada: «Sí, hija, ahora que el Señor te ha hecho el beneficio de ponerte buena, tienes que reconciliarte con Él, y dejarte de esos piques con Su Divina Majestad. ¿Qué culpa tiene Dios de lo que a ti te ha pasado? Porque hayas sufrido algún contratiempo, ¿vas a dejar de creer lo que el dogma nos enseña? Porque sí, sepa usted, D. Juan, que hace muchísimo tiempo que no pone los pies en la iglesia,   —266→   y que se las echa de descreída y de librecultista y qué sé yo qué...

-¿De veras? -dijo Casado haciendo ademán de pegar a la enferma, que mirándole se sonreía-. Ya verás cómo te pongo yo las peras a cuarto. Déjate estar. Conmigo no hay descreimiento que valga. El diablo me conoce, perro maldito, y cuando me ve entrar en una vivienda, ya está él recogiendo sus bártulos para largarse. A más de la tirria que me tiene porque soy yo más feo que él, no me puede ver ni escrito, por que le sacudo de firme siempre que puedo. Y el muy sinvergüenza no queda cosa que no inventa para fastidiarme: que el reuma, que los callos, que las muelas. Pero yo impávido, dándole cada piña que el crujido se oye en el último infierno... Sí, sí, esta crisis va ser saludable para tu cuerpo y para tu alma, porque ahora que se va el médico entro yo... y te advierto que soy pesadito de veras, que al que cojo, le mareo, le vuelvo loco, y que quiera que no quiera le hago vomitar todo el ateísmo y toda la librepensaduría...

Ya desde aquella noche empezó D. Juan a catequizarla, conociendo que su alma necesitaba de enérgica medicina. Y la verdad, no encontró grandes resistencias, porqué la infeliz joven padecía entonces principalmente de un desmayo de la voluntad, como quien habiendo agotado su fuerza en descomunal lucha, cae postrado y sin aliento; todas las iniciativas y erguimientos de su carácter habían cedido, y se entregaba, exánime y desangrada, para que hicieran de ella lo que quisiesen.

Con gran contento de doña Catalina, y aun de don   —267→   Simón, que en su lucrativo puesto oficial abogaba porque se rindiese culto a las venerandas creencias de nuestros padres, Juanito se pasaba dos o tres horas del día al lado de Dulcenombre, departiendo con ella, y no siempre de religión, pues entre los temas serios metía mil hojarascas graciosas, cuentos y hasta chascarrillos, descripciones amenísimas de la vida del campo y de las costumbres sagreñas.

-No crea usted -le dijo Dulce-, que yo he sido jamás atea. Lo decía, y hasta llegaba a creérmelo yo misma a fuerza de decirlo. Es que del despecho y de la rabia que me entraron cuando ese me dejó, yo no sabía por qué registro salir, y salí por ese. Luego, al saber que él se convertía, me entraron a mí ganas de irme con Satanás; pero no me iba, no, a pesar de que se me salían de la boca aquellas estupideces. Era el reconcomio, el torcedor que tenía dentro. Pero yo creo en Dios y en la Virgen, y me pesa haberles ultrajado.

-Basta, no es necesario más. Si ahora te propones perdonar de todo corazón a los que te han ofendido, y lo consigues, pero de todo corazón, sin farsa, ¿entiendes? habremos puesto una piquita en Flandes. Perdona, o en otros términos, arroja de ti todo ese asiento corrupto que llevas en el espíritu, y pronto te daré de alta...

Dulce masculló la respuesta. Decía que no y que sí, y el tal perdón se le atravesaba en la garganta como una píldora gruesa y pestífera difícil de pasar.



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II

«Bajo el punto de vista de la representación social», como hinchadamente decía el inspector del Timbre, los Babeles habían ganado mucho en Toledo, pues alternaban con familias decentes de empleados en la Delegación de Hacienda, y con otras toledanas, ya del comercio, ya del señorío mediocre. Como no les conocían, y el D. Simón era hombre que con su coram vobis daba un chasco al lucero del alba, fácilmente hicieron amigos, y doña Catalina recibió y pagó visitas de esposas de capitanes, de hermanas de canónigos, de tenderas de la calle del Comercio, de patronas de huéspedes y de otras señoras honestísimas, cuyos maridos se ocupaban en tráficos menudos o tenían labranza en la provincia.

Para darse más lustre y apersonarse más, D. Simón iba con su cara mitad, oficialmente, a la misa de doce de la Magdalena, muy favorecida del señorío civil y militar. Allí se codeaban con el brigadier y su señora, con todo el profesorado de la Academia, con la oficialidad de la Comandancia general, y con multitud de señoras y señoritas elegantes. A la salida, daban unas vueltas en Zocodover con ese pasear reposado y solemne de las personas distinguidas, y veían pasar el batallón de cadetes con su música; de vuelta de la misa de tropa en San Juan Bautista... Animado y alegre está Zocodover a semejante hora, pues al gentío que sale de la Magdalena, en el cual se destaca mucho sombrero de señorita, mucho ros y teresiana de militares, únese pronto el aluvión de alumnos,   —269→   que al volver de San Juan, rompen filas en la Academia, y se lanzan hacia la plaza en bulliciosos grupos. Poco antes han llegado los coches de la estación soltando los viajeros del tren de las once, y el famélico cicerone acosa y embiste a los forasteros. La gorra inglesa de viaje con orejeras, sobre cabeza masculina o femenina, véase muy a menudo entre la multitud, en la cual no faltan moños de picaporte, sombreros de veludillo y refajos verdes y rojos, para hacerla más abigarrada y pintoresca.

Don Simón, de gabán un poco raído y muy estrecho, por datar de una fecha en que su dueño era de menos carnes, guantes nuevecitos y chistera atrasada en dos modas y pico, solía irse con su compañero de inspección o con el comisario de policía a tomar un tente-en-pie en casa de Granullaque, establecimiento que a tal hora rebosaba de consumidores, cadetes, forasteros de los que van a prisa, con billete de ida y vuelta, y alguna pareja de curas de pueblo, de balandrán con esclavina, paraguas y teja corta, los cuales han ido a las Sinodales. En tanto que don Simón se arreglaba el estómago con un bartolillo y una copa, quitándose sólo un guante, doña Catalina daba vueltas en la plaza con sus amigas, y los ojos se le iban tras los cadetes, admirando su desenvuelto y gentil porte. «¡Es un dolor -pensaba la buena señora-, que mis hijos no sean así! ¡Ay, si hubieran tenido otro padre, que desde chiquitos les hubiera encarrilado por la senda del estudio y la formalidad, hoy serían generales lo menos! Da gozo ver estos chiquillos tan salados, tan caballeretes, con su espada al cinto, lo que prueba que tienen que mirar por el honor».

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Dulcenombre no acompañaba jamás a sus padres en esta exhibición dominguera y fantasiosa, primero porque su delirio y enfermedad se lo impidieron, después de curada porque sentía indecible vergüenza de presentarse en paraje tan público. El primo Casiano continuaba fiel al cariño con que la distinguía, pero sus viajes a Toledo eran menos frecuentes a causa de las ocupaciones de labranza que le retenían en el pueblo, lo que doña Catalina y Babel vieron con satisfacción, porque les aterraba que se enterase de las evaporaciones de la niña. Alguna vez que fue allá el bargueño en ocasión que Dulce estaba muy tocada, pasaron marido y mujer las de Caín por ocultarle la triste realidad, inventando mil fábulas, que el confiado optimismo del hidalgo labriego tomaba por artículo de fe. Pero no les llegaba la camisa al cuerpo, porque, naturalmente, temían que D. Juan, aunque por el pronto se prestase a favorecer a los padres en su campaña de corregir a Dulce, abriera después los ojos de su amigo y le quitara de la cabeza la idea que tanto a los Babeles agradaba. Pocas esperanzas tenían, pues, de cazar pájaro tan gordo; pero mientras Casado no les derribase de golpe el bien armado artificio, en él persistían hasta que saliese lo que Dios quisiera. Por fin, gracias a Dios, en su convalecencia y mejoría no presentaba la joven ningún síntoma sospechoso, y los padres, gozosos de no tener que representar las comedias de antes, recibían con palio al buen bargueño. El cual no iba nunca con las manos vacías, y se descolgaba por allí cada lunes y cada martes llevando a su pretendida regalitos de caza o pesca, bien la media docena de perdices,   —271→   bien anguilas que parecían boas por lo grandes y gruesas, ya la pareja de palomas pechugonas, de irisado cuello y patas rojas, ya una caterva de pollos bien gordos, que doña Catalina soltaba en el patio para hacerse la ilusión de que tenía granja, y oírles cacarear antes de retorcerles el pescuezo.

Lo que a D. Simón disgustaba en el asunto de Casiano, hombre para él, como para todo el mundo, estimabilísimo, era el traje. «La única tacha -dijo a su mujer-, que ponerse puede a este hombre de pasta de ángeles y de hojaldre de caballeros, es que se vista como se viste. Porque mira tú que ese pantalón a la rodilla y esas polainas y todo ese pergenio parecen cosa de comedia. Francamente, cuando sale conmigo paso un mal rato... Me da vergüenza de que la gente me vea con él».

Doña Catalina la chiflada, sin duda por serlo en grado sumo, saltó con una furiosa crítica del traje moderno, diciendo que los hombres del día son, bajo el punto de vista de la ropa, unos horribles monigotes. «Mira tú que esos pantalones hasta abajo, que no te dejan lucir tu buena pierna, y ese tubo de chimenea que lleváis en la cabeza y el suplicio de esos cuellos almidonados, y el gabán que parece prenda inventada para que parezcáis osos en dos pies, sin cintura, sin talle ni aire de caderas, son de lo más ridículo y prosaico que se puede inventar. Y no puede tener más defensa que la igualdad, quiero decir, impedir que los hombres de buenas formas como tú las luzcan, para no dar dentera a los mal formados. El traje de Casiano favorece la belleza corporal, y hace bien en preferirlo a vuestros vestidos de mamarracho. Debéis   —272→   adoptarlo, para lo cual sería conveniente que la nueva moda viniese de arriba, principiando los ministros y los diputados y senadores por vestirse a la bargueña, y luego la chusma iría entrando por el aro».

Don Simón se reía, y D. Juan Casado que estaba presente apoyó, quizás por seguir la broma, las opiniones indumentarias de la rica-hembra, diciendo que también los clérigos debían aspirar a ser menos feos que actualmente lo son, presumiendo un poquitín y dejándose bigote y perilla como Lope y Solís, y melenas a lo Calderón.

En cuanto Dulce pudo valerse, su madre y Casado la llevaron a la Magdalena, la hicieron asistir al rosario por las tardes, por las mañanas a misa, y a los pocos días confesó y comulgó, hallándose después de esto con una tranquilidad de espíritu que no había conocido en mucho tiempo. Su característica en aquella temporada era el decaimiento de la voluntad, y si conforme la condujeron a la iglesia, la hubieran metido en un sitio de escándalo y corrupción, su pasividad habría sido quizás la misma. Pero a los pocos días de religioso ejercicio, ya ponía algo más de energía propia en él, y por este camino, pasito a paso, llegó a tomar gusto a lo que al principio fue desabrido manjar, concluyendo por encontrarlo substancioso y dulce.

Largas horas pasaba en la hermosa capilla de Nuestra Señora de la Consolación, la cual por el nombre empezó a cautivarla, y con sincero fervor pedía consuelos a la Virgen. Pero la imagen que más hondamente hablaba a su espíritu era la del Cristo de las Aguas, que frente al de la Virgen tiene su altar, efigie   —273→   de mucha devoción en Toledo por la interesante leyenda de su aparición en las ondas del Tajo, y por ser abogado predilecto de la ciudad en tiempo de sequía y calamidades públicas. Dulcenombre simpatizó (no hay más remedio que decirlo así), con aquel Cristo desde la primera vez que le vio, y al poco tiempo de rezarle ya le tuvo por su protector, y le revistió en su mente de todos los atributos de la divinidad tutelar y misericordiosa. «Porque yo, Señor -le decía la Babel-, no aspiro a la perfección ni mucho menos: sé que he de ser siempre pecadora y lo que te pido es que me pongas en condiciones de vivir sin ofenderte en cosa mayor, para lo cual lo primero es que me arranques la ley que todavía le tengo a ese pillo, pues mientras tenga dentro de mí esa ley, dispuesta estoy a dispararme y hacer cualquier desatino. ¿Pues no soñé la otra noche... y no sé si lo soñé o lo pensaba en vela... que me agradaría que mis hermanos le matasen? No, Señor, esto no ha sido más que una idea que pasó, como pájaro que vuela, como sombra de una nube que corre por allá arriba. Yo no quiero nada de muerte; pero si no serenas mi corazón, el mejor día salgo con una pitada muy gorda... Yo me conozco, sé que soy atroz en mis quereres, y reconozco que la sangre de familia que llevo en mis venas no es de lo mejorcito».

En el altar del Cristo ardía siempre una vela suya, y Dulce cuidaba de que nunca dejase de lucir, pues su preocupación supersticiosa llegaba al extremo de barruntar desdichas, si se apagaba. Con ella y otras que distintos fieles ponían allí, el dorado altar y sus exvotos de cera, entre lazos y cintas, se rodeaban de   —274→   esplendor fúnebre. El amarillo cuerpo de la santa imagen reproducía con su patinoso barniz antiguo las llamas rojizas, y el cárdeno rostro, el perfil hebreo, la expresión cadavérica adquirían un terrible acento de verdad. La cabellera de mujer que le cuelga en mechones por entre las espinas, velando en parte el rostro, en parte cayendo hasta el costado, le hacía más lúgubre, más muerto, más lastimoso. Ante él, sentía Dulce inefables esperanzas en la misericordia celeste, y de todo corazón le encomendaba su cuita. Representando la imagen al divino Jesús después de muerto, no dejaba de tener para la penitente misterioso lenguaje, reflexión de las propias ideas de ella y de las irradiaciones de su alma. Algunas tardes creía verle más adusto que de ordinario, otras benigno y hasta risueño. Figurábase a veces que los agarrotados dedos no permanecían en mortuoria quietud, y no siempre veía en la misma cabeza el mismo grado de inclinación sobre el pecho. Rara vez estaba sola la capilla; siempre había en ella algún afligido suspirón, madre atribulada o incurable enfermo. No sonaba allí un aliento humano que no expresara algún dolor terrible.

Una tarde tuvo que entrar Dulce en la sacristía, no en la de la capilla, sino en la general de la parroquia, y al volver, atravesando la nave lateral de la epístola, vio en un confesionario a un hombre de rodillas, medio cuerpo metido dentro de la caja, como penitente que con gana lo toma. Aunque no le vio el rostro, creía reconocer a una persona muy de su intimidad en otros tiempos. «No hay duda -se dijo suspensa-; son sus pies... Reconozco también la ropa. Lo que no reconozco y me parece inverosímil es su postura,   —275→   esa actitud de penitente compungido que parece se quiere comer al confesor. Ya sabía yo que andaba hecho un beato, pero no creí que a tanto llegase». Volviose a la capilla, y desde allí, por entre los hierros de la verja, miraba trémula y sin sosiego. Sensaciones extrañas tras de las cuales vinieron sentimientos más extraños todavía, la distrajeron de su devoción al Cristo, que en aquel rato desapareció a sus ojos, como si le hubieran sacado en procesión por las calles.

Deseando cerciorarse, detuvo al sacristán de la capilla, que por allí pasaba, y pidiole informes: «Dime, ¿conoces tú a ese caballero que está confesando?

-Ya lo creo: es D. Ángel... buena persona.

El que de este modo hablaba era un ser de voz atiplada y modales femeninos, de rostro simioso, viejo adolescente o joven caduco, según se le mirase. Llamábanle Entre todas las mujeres, sin duda por su oficiosidad relamida con el bello sexo en el servicio de la capilla de la Consolación, tan frecuentada de hembras de todas las clases sociales. Fuera de la iglesia solía servir de diversión a los chicos por su braceo afeminado y sus andares poco varoniles. Dentro, les empeñaba sus funciones con increíble actividad, acomodando en buenos asientos a las señoras de viso y desplegando una especial destreza escurridiza y reptante al pasar entre tantísima falda, en días de gran lleno, para encender velas o acudir con el cepillo de la colecta. Era o había sido también un poco sastre; se cosía primorosamente su ropa, y en su calidad de mariquita negra salía en la procesión de Viernes Santo con el grupo que representa a los escribas y fariseos. Dulce le conocía y le trataba con cierta intimidad   —276→   porque eran vecinos; pues Entre todas moraba con su madre, sastra de curas, en un desván de la casa habitada por los Babeles.

-¿Con que D. Ángel? ¿Y hace mucho que viene por aquí?

-Todas las mañanas le tiene usted a la primera misa; ¡ay, Jesús!, pues no es poco puntual; y paga tres, si no me engaño.

-Dime, ¿confiesa con D. Juan Casado?

-No, señora; con D. Atanagildo.

-¿Qué disparates dices?

-¿Pero no sabe la señorita que llamamos D. Atanagildo a D. Atanasio Gil? Es broma, y él no se enfada. Pues ese caballero dicen que era de la piel de Barrabás, ¡ay, Dios mío!, masón, republicano y de la común, disoluto y de malas pulgas, y ahora le tiene usted convertido y como una malva, con una devoción que da gusto. Es muy corriente, y el sábado me dio una moneda de cinco duros. ¡Ay, hija, es la única que he visto en mi vida!

-¡Qué gracioso! -dijo Dulce riendo de un modo poco adecuado a la santidad del lugar.

-Pues estás en grande, Entre todas, con semejantes parroquianos.

No pasó de aquí el diálogo. La Babel se fue a su casa, y aquella noche observáronla sus padres más contenta, más decidora que de costumbre. Al otro día fue a misa con su madre, y vio a Guerra oyendo devotamente la de D. Juan Casado, de rodillas, libro en mano, con un recogimiento y una atención que rara vez en hombres de su clase se ve. Doña Catalina no reparó en el antiguo amante de su hija. Ésta no le   —277→   quitaba los ojos: al salir le perdió de vista; pero a la tarde, en el momento de pasar a la sacristía parroquial, se le encontró de manos a boca. Aunque la iglesia no estaba muy clara, ambos se vieron, y Ángel fue quien primero le dirigió la palabra, con familiar modo, como si el encuentro no le afectara poco ni mucho.

-Dulce, ¿tú por aquí? Sabrás que me alegro de verte. Por tu hermano supe que has estado mala. ¡Cuánto lo sentí! Tenía pensamiento de ir a visitarte un día de estos.

-Sí -dijo ella con naturalidad-. He tenido un mal de nervios, cosa tremenda; pero ya estoy bien, gracias a Dios.

-¿Sabes que me complace mucho verte aquí? Hija, ¡qué transformaciones, qué mudanzas en tan corto tiempo!

-¡Ya lo veo... ¡Quién lo hubiera dicho! Mira cómo al fin, arrieritos los dos, nos hemos encontrado en este caminito. Tenemos que hablar. ¿Irás por casa? Puedes ir, que allí no nos comemos la gente.

-Yo lo creo que iré. Hablaremos, sí. Y tus hermanos ¿buenos?

-Buenísimos... queriéndote mucho, como todos en casa. ¿Irás, irás por allí?

-Mañana sin falta, a la hora que tú me indiques, me tienes allá.

Díjole Dulce la hora, y se separaron. Él salió a la calle, algo soliviantado por la irónica amargura que notar creía en el tono de su antigua esposa ilegal, y ella se fue a contar el caso a su amigo el Cristo de las Aguas.



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III

Puntual a la cita, Ángel penetró en el antro Babélico a las tres de la tarde. Recibiéronle Dulce y doña Catalina, que se creyó en el deber de poner unos morros de a cuarta, temerosa de nuevas complicaciones. Pero la buena señora, que ya había observado en su hija cierta tranquilidad al dar cuenta del encuentro en la parroquia y de la anunciada visita, notó con asombro que la recibía sin visible alteración. A poco de cambiarse las fórmulas de urbanidad y las primeras manifestaciones referentes a la salud, Dulcenombre, con perfecto aplomo y semblante risueño, se dejó decir esto: «Ya estoy curada, curada de todo, de todo; fíjate bien. El Santísimo Cristo de las Aguas se ha portado conmigo como un caballero, concediéndome lo que con tanta devoción le pedí».

-Me alegro mucho -dijo Guerra-. Dios no abandona a quien con fe y amor se pone en sus manos.

-Justo; y buen ejemplo soy yo, que no hace mucho sentía una pena, un ahogo, que no me dejaban respirar, y ya... como con la mano. Conviene decir las cosas claras, para no dar lugar a malas interpretaciones. Yo padecía, yo llevaba un puñal clavado en el pecho; pero desde que te vi convertido en beato baboso, con medio cuerpo dentro del confesonario; desde que te vi de rodillas hociqueando en el libro como se ponen los hipócritas, me desilusioné, hijo; ¡pero de qué modo!, y el cuchillo se me desclavó, creo que para siempre. Ha sido como un milagro. Verte yo en tales posturas y quitárseme la ley que te tenía,   —279→   como si me limpiaran el alma de toda aquella broza, fue todo uno. Lo estaba yo sintiendo y me parecía mentira. ¡Pero si no puede ser de otro modo! ¿El querer es pecado? A saber... Puede que lo sea, porque yo no concibo enamorarse de un hombre que hace en las iglesias los desplantes que tú. El Señor me perdone; pero no es culpa mía si el amor humano y la devoción de veras no hacen buenas migas. En una mujer todo eso es natural y hasta bonito, ¡pero en un hombre...!, quita allá...

No supo Guerra qué contestar por el momento, pues las ideas se le obscurecieron con aquella salida brusca de la que fue su amante; mas no tardó en rehacerse, repeliendo el amor propio, que sin duda quería salir con alguna botaratada, y acudiendo a sus recientes convicciones en busca de una respuesta airosa.

-Yo me alegro mucho -dijo al fin-, y nada tengo que oponer a eso de que la piedad ardiente desilusiona del amor mundano. Bien podrá ser. Hay casos... me parece a mí... en que tal vez suceda lo contrario. Cada cual ve estas cosas a su manera. Lo que yo deduzco claramente de lo que acabas de decirme, es que hay cierta incompatibilidad entre el cumplimiento exacto, a la letra, de nuestras obligaciones religiosas y el actual convencionalismo de las opiniones humanas. Y siendo obra imposible el poner de acuerdo una cosa con otra, lo mejor es decidirse por la verdad, desdeñando esa falsa ley de estética social que ha establecido la ridiculez del seglar piadoso; lo mejor, digo, es seguir el camino de Dios, sin mirar atrás para ver quién se ríe y quién no se ríe, ni hacer caso del vano juicio de mujeres.

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A pesar de la entereza que revelaban estas palabras, el converso no las tenía todas consigo, y tocaba a somatén dentro de sí para convocar fuerzas esparcidas, reunirlas y poder triunfar de los sofismas de Dulce. La cual, sintiéndose fuerte, se echó a reír, trasteando a su amigo con cierta saña, como si después de tener el vencido a sus pies, quisiera patearle.

«¿Y todo eso parará en meterte a cura a fraile? Tal piensa tu amigo Entre todas; pero yo no lo creeré hasta que tú no me lo confirmes».

-Resoluciones de esa naturaleza- dijo Guerra mordiendo el látigo-, no son para confiadas a quien no podría juzgarlas sin frivolidad.

-No, si yo no lo censuro -agregó ella, dueña del campo-. Pues no faltaba más. Al contrario, puesto a ello, debes ir hasta el fin. O santidad a punta de lanza, o nada. Si Dios te llama por ese camino, aféitate, ponte la falda negra, y ¡hala!, al altar. Más vale eso que no hacer el beato con pantalones, que no pegan, no pegan, no, a tal género de vida. Por supuesto, si te ordenas, no seré yo quien te oiga la misa. ¡Dios mío, que horror!  (Tapándose la cara.)  Hay cosas que parecen delirios de la fiebre... y sin embargo son verdad.

Doña Catalina, que había escuchado el anterior diálogo con atento mutismo, se escandalizó como Dulce, y haciendo también de su mano máscara para cubrir el rostro, dijo así:

-¡Jesús, oírle misa a este hombre! Hay cosas que no están en el orden natural, y que si suceden han de traer un cataclismo.

-Pues si es así -afirmó Dulce, muy seria, apoderándose   —281→   de un elevado pensamiento-, sea en buen hora. Véase por dónde han tenido conclusión feliz cosas, ¡ay!, que parecían no poder tenerla nunca. ¡Sacerdote!, el decirlo me causa asombro y al mismo tiempo me da una gran tranquilidad. Háceme el efecto de que te moriste diez años ha. Tú, clérigo, no eres la persona que yo conocí. Resultas otro, y como es para mí de absoluta imposibilidad querer a un cura, como eso no cabe en mi natural, como lo rechazo y lo repugno lo mismo que repugnaría y rechazaría el tener por marido a un toro o un caballo, me encuentro regenerada, libre de grandísimo peso. ¡Ay!, yo también soy religiosa a mi modo, a lo chiquito, a lo pecador; aspiro a portarme bien y a ser perdonada y a ganarme cuando me muera un huequecillo del Cielo, de los menos visibles, allá por donde están los que fueron más imperfectos y se salvaron por la muchísima misericordia de Dios. Sí, yo soy también algo piadosa, y desde que pasé aquella crisis he rezado mucho al Cristo de las Aguas, no ofreciéndole lo que me sería difícil cumplir, no metiéndome en muchas honduras, sino contentándome con el triste papel de persona afligida que quiere ver calmados sus dolores. Y el Señor me consolaba y me decía: «no seas tonta; no te apures; ten paciencia, que ya se te quitará eso». Yo, sin ser santa ni mucho menos, tuve paciencia y esperé; y mira por qué camino tan imprevisto me trajo el divino Jesús el remedio que yo le pedía. Estoy curada, y bien curada. El señor me ha dicho: «levántate y échate a correr».

No se puede garantizar que fuera cierto en todas sus partes lo que Dulce afirmó; pero de algo que efectivamente   —282→   existía en su alma y de otro poco añadido por ella con vigorosa voluntad, resultaba una situación moral bastante aproximada a lo expuesto. El tiempo completaría la desilusión, y bastante triunfo era ya sentirla clara y terminante, como la sedación de un dolor antiguo. Ángel beato era un ser bien distinto del Ángel demagogo, cismático y en pugna con todo el orden social. Aquél fue su encanto; éste se le indigestaba. El primero con sus propias imperfecciones la cautivó; el segundo con su perfección no le servía ya. ¡Contrasentidos de la naturaleza humana, que prueban quizás cuán extensa es por estos barrios la jurisdicción de Luzbel!

Arístides, que arrimado a la puerta había oído parte del diálogo anterior, entró a saludar a Guerra en el momento de salir doña Catalina a echar de comer a sus pollos. Ocupó el hijo la silla de la madre, y con seriedad campanuda endilgó a su enemigo esta felicitación:

«Mi enhorabuena, querido Ángel, por esa determinación. Si ya se sabe, si es de dominio público que te retiras al yermo. ¡Quién pudiera hacer otro tanto!

-Este danzante quiere tomarme el pelo -dijo el converso para sí, tragando quina-. Paciencia: le dejaremos que diga lo que quiera. Vengo preparado a todas las humillaciones posibles.

-¡Dichoso tú que eres dueño de tu conducta, y puedes dar el gran esquinazo a esta farsa en que vivimos! ¿Es cierto que fundas una gran casa para asilo de menesterosos y corrección de criminales? Si es verdad, oh varón santo, acuérdate de mí, que por los dos conceptos puedo pedirte plaza. Soy pobre y no   —283→   soy bueno. ¿Qué más quieres? Seré uno de los mejores casos que se te presenten, y te aseguro que entraré en tu iglesia con el corazón bien dispuesto. Quizás quizás obre tu amparo en mí tan eficazmente que al poco tiempo de estar allí te sirva para discípulo.

-No siendo yo maestro, mal puedo tener discípulos -replicó el otro.

-O de criado.

-Yo estoy para servir a los demás, no para que me sirvan a mí.

Ángel sintió sobre sí la ironía maleante del primogénito de Babel; pero se había propuesto humillarse, y se humillaba.

-Lo que funde o lo que deje de fundar -dijo Dulce, al quite de su amigo-, es cosa reservada, y ni a ti ni a mí nos lo ha de contar. No te metas en lo que no te importa. Cuando sea lo veremos, y ello ha de resultar cosa seria y de importancia.

Arístides calló, poniéndose a contemplar la estera; y por un ratito no se oyó más que la voz de doña Catalina que en la ventana de la galería llamaba a sus gallinas y polluelos, cacareando tan bien y con tanto furor que parecía que iba a poner huevo.

¿No sabes -dijo bruscamente el barón mirando a Guerra de hito en hito-, que me he quedado con el Circo de verano para la temporada próxima? El local es malísimo, allá en los Agustinos Recoletos; pero les voy a traer a estos brutos una compañía acrobática como no la han visto en toda su vida.

-Me alegro mucho -replicó Ángel, gozoso de que se variara la conversación-; te deseo buenas entradas.

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-Te mandaré billetes... Pero ¡ay! no, ¡qué disparate he dicho! ¡Tú en un circo de caballos viendo clowns y amazonas!... Perdóname... es que no me acordaba.

-No hay por qué perdonar. No me escandalizo de nada.

-A éstos -indicó Dulce con desdén-, les ha entrado la manía de las empresas de espectáculos. Mi primo Poli parece que se queda con la Plaza de Toros.

-Sí -agregó Arístides-, pero perderá la camisa. No tiene quien le fíe dos pesetas; sin dinero no podrá traer más que cuadrillas de invierno, y la grita se oirá en Jerusalén. Mi circo es otra cosa. Mañana me voy a Madrid a ultimar los contratos con el representante de una compañía que está en Lisboa. ¿No se te ofrece nada para la Villa y Corte?

-Nada.

-¿No quieres que te traiga algún breviario, algún...?

-Lo tengo. Gracias.

-¿Algún silicio, disciplinas...?

-Los tengo también.

-Pero de seguro que no tienes correa.

-También la tengo -dijo el convertido enfrenándose; y para sí añadió-: Me escarnece, porque me ve moralmente desarmado. Paciencia, y aguantar.

-Veo que nada te falta. ¡Ah! la chapita de Carlos Siete.

-Esa para ti: yo no gasto chapas de nadie.

-Sí, hombre. Aquella que dice Libertad, Igualdad, Fraternidad, grabándole encima un bonete.

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Guerra ya no podía más; pero su propósito de no alterarse, de sufrir era tan fuerte y poderoso que abrazándose a él, como a un lábaro santo, se salvó del peligro de la ira. No obstante, temiendo que si allí continuaba llegaría su paciencia a la máxima tensión, no contestó al último escarnio de Babel más que con una sonrisa, y se levantó para retirarse, dando la mano a Dulce y diciéndole sencillamente: «adiós, hija».

Dulce le contestó: «hijo, adiós», con un suspiro que era el último aleteo de su ilusión expirante. Dio Guerra también la mano al primogénito, que se la estrechó con afectación, diciéndole en un rapto de brutal sarcasmo: «Abur, maestro. Acuérdate de mí cuando estés en el Paraíso».

Ángel tuvo en la punta de la lengua la respuesta: «Ni yo soy maestro, ni tú buen ladrón»; pero se la tragó con muchísima saliva, más amarga que la hiel.

En esto apareció Fausto con risa convulsiva, y cuando el visitante llegaba al ángulo del corredor donde arranca la escalera, le acometió por la espalda con estas injuriosas palabras: «¡Hipócrita, chupacirios, catamonjas, ¿a quién quieres engañar con tales arrumacos?».

Al instante se echó Arístides sobre su hermano, poniéndole la mano en la boca; pero aún pudieron salir de ella, a pedazos, algunas expresiones que declaraban su iracundia frenética: «¡Puño, si debiéramos cobrarle las perradas que nos ha hecho...!»

Volose Dulce con la salvajada de su hermano, y le dijo: «So bruto, ¿no ves que no quiere reñir con vosotros,   —286→   que no reñirá aunque le llaméis perro judío? Dejadle... Es hombre muerto».

El hombre muerto salió, atravesando tranquilo el patio sin honrar con una mirada a los Babeles, que desde la ventana de la galería alta le vieron salir y disputaban sobre si se le debía insultar o no. Iba decidido hasta a dejarse pegar, o por lo menos hasta sostenerse frente a tal canalla en la actitud más pasiva que posible fuera dentro de lo humano. Pareciole que los pollos de doña Catalina le miraban con desprecio, y salió a la calle contento de sí mismo, orgulloso de aquella grande y decisiva victoria sobre su enemigo mayor,   —287→   su carácter.