—287→
Dejó pasar Casado el buen efecto que en los dos escuchantes produjeron las exaltadas razones de Guerra, y prosiguió luego su analítica información. «Pues ahora, mudémonos el sexo. Ya no soy quien soy: ni pordiosero de las calles, ni perdulario ni asesino, y me convierto en señora. Supongo que en lo fundamental regirá del lado de las mujeres la misma ley que del lado masculino. Vamos, que las hermanas viven en celdas, y abandonan su cuartito y su cama a la primera mujer que llega de la calle; que comen en un gran refectorio, cuyos puestos ocupan hasta que...
-Exactamente.
-Y del lado femenino habrá niños de pecho, otros ya crecidillos, y no faltarán biberones para los primeros y escuela para los segundos. Todo ello se cae de su peso. Pero vamos allá: figurémonos que yo soy una mujerona de rompe y rasga, que creyéndome arrepentida, o estándolo de veras, o fingiéndolo, me meto en la santa compañía de estas señoras; y una vez que me albergan y me llenan el buche, me sublevo, y empiezo a echar veneno de mi boca inmunda, y la emprendo —298→ a trastazos con las santísimas hermanas...
-Don Juan (Interrumpiéndole.) ¡Si hoy tiene usted congregaciones destinadas a domar mujeres de mala vida, y las monjas se desenvuelven muy bien de todos esos peligros! Empiece por tener en cuenta el efecto moral de la simple convivencia con personas que son la pureza misma. Claro que a lo mejor salta un disgusto... Hay hijas de muchas madres... Pero verá usted como no ocurren tragedias ni en el lado de los hombres ni en el de las mujeres, y que por un caso de ineficacia de los medios evangélicos, habrá mil de reconocido triunfo contra el mal. Lo único que debo añadir es que en esta Casa de Dios se prohíbe castigar al prójimo aun en defensa propia. El o la que recibe algún ultraje de palabra o de obra, se aguanta y espera más. Se ha dicho «no matarás», y hay que cumplirlo a la letra.
-No es que me parezca mal. Yo voy poniendo objeciones, para que usted, al contestármelas, presente rodeadas de claridad las ideas que constituyen su fundación. Soy aquí lo que se llama el abogado del diablo en las controversias o juicios contradictorios de canonización. Ya comprendo mejor el sentido genuinamente cristiano que ha de tener eso, que yo llamaría Domus Domini, si no se ha pensado en otro nombre mejor. ¿Qué tal? —299→ ¿Acepta el título? Me alegro. Alguna parte he de tener yo en obra tan grande. Y ya veo que por ley de retórica popular, van ustedes a llamarse doministas... En fin, bastante hemos hablado ya los del lado masculino. ¡Qué bien nos vendría que Sor Lorenza nos dijera su opinión! Porque ella, ahí donde usted la ve, con su boquita cerrada y su aire de angelical ignorancia, tiene mucho talento, y de fijo se calla muy buenas cosas. Pero no vale; las tiene que decir.
-¿Yo? D. Juan, (Con timidez graciosa.) ¿pero cómo quiere que yo hable delante de dos personas de tantísimo talento? Déjenme oír y callar y aprender, que mucho aprende quien poco sabe.
-Vamos, que no se atreve. Pero yo le adivino el pensamiento y voy a expresarlo por ella. La hermana Lorenza piensa que si Domus Domini se establece con la aprobación pontificia, y a falta de ella con la del superior inmediato, a las socorristas les faltará tiempo para convertirse en doministas, y ella será la primera que vaya. ¿Acierto?
-Sí señor.
-Pero Sor Lorenza cree que el proyecto es demasiado vasto, que abarca mucho...
-Un poquitito grande me parece -dijo Leré soltándose como con andadores-, pero eso no me quita las ganas de entrar. Ni el exceso —300→ de trabajo ni el peligro me acobardan... A mí no me asusta la grandeza más que por una cosa: porque sea un inconveniente para la aprobación; vamos, que a los superiores les parezca el dominismo demasiado largo de talle y digan: «a recortar, a simplificar», y en esto de si se recorta o no se recorta, se pase el tiempo y no se haga nada.
-No -dijo Guerra con gran vehemencia-, el miserable expedienteo no entorpecerá esta obra.
-Apláquese -indicó Casado, poniéndole la mano en el hombro-; la hermanita se ha expresado con grandísimo sentido; y ahora voy a permitirme declarar una cosa que la Sor tiene entre ceja y ceja, y que no se atreve a decir.
-Don Juan - manifestó Leré, soltando briosamente los andadores y lanzándose a la expresión animosa de sus ideas-, no se tome ese trabajo. Yo lo diré, pues nada importa que resulte un disparate.
-¡Ay, cómo se suelta la muy charlatana! Pues no quiero cederle la palabra, y yo seré quien lo diga, que derecho tengo a ello por el trabajo que me ha costado adivinarlo. Me llamo Juan Claridades. A la Sor le parece mal que los dos sexos vivan en un mismo edificio... y no venga usted con eso de que son alas... ¡qué alas ni qué música! ¿Dejarán de estar —301→ próximos, y de verse continuamente? Esas arcadas que según el arquitecto separan a las soresde los frates, me parecen a mí... vamos, no me atrevo a decirlo... Arcaditas, ¿eh? Usted no ha oído que entre santa y santo pared de cal y canto?
-Don Juan -dijo Guerra nervioso, mascándose el bigote-, si cree que debemos ser esclavos de la vulgaridad y de las rutinas...
-Pero hijo mío, si la vulgaridad y las rutinas son una segunda atmósfera dentro de la cual respiramos, fuera de la cual es casi segura la asfixia. Ya sé yo que en principio es hermosa la aproximación, la fraternidad entre caballeros cristianos y señoras cristianísimas. Pero usted no cuenta con la vocinglería del mundo, con eso que... Vamos, aquí sale también la realidad, que a usted le parece tan complaciente, y que yo tengo por persona de muchas esquinas, a quien hay que mirar mucho antes de meterse con ella.
-Mire, D. Ángel, venga acá, oiga -dijo Leré con las formas de persuasión más encantadoras-. A mí no me asusta que los hermanos estén tan cerca de nosotras, ni hago maldito caso de las arcadas. Ponga usted una muralla de la China o un hilo de seda; lo mismo me da. Pero el mundo es muy malicioso... Ya, ya le veo venir. Usted, con el no importa, lo resuelve todo. Tratándose de la —302→ conciencia, está bien el no importa. Yo digo: «que hablen de mí lo que quieran; no miro más que a Dios». Pero aquí se trata de dar forma a un edificio que al público pertenece, y que de él y de la confianza de todos ha de vivir después, y no podemos estrenarnos escandalizando a ese mismo público. ¿Qué necesidad tiene usted de que la gente desconfíe y se ría de los doministas, y haga mil catálogos? ¿No será lástima que por ese detalle le nieguen la aprobación, y se quede con sus proyectos muertos de risa, sin poder realizar todo el bien que traen consigo?
-Declaro -afirmó D. Juan con entusiasmo, batiendo palmas-, que esta Sor tiene más caletre que un concilio. ¡Qué bien dicho y con qué poquitas palabras!
Guerra, un tanto desconcertado, no sabía qué razones oponer a las de su amiga, la cual impávida prosiguió de esta suerte:
«Don Ángel, créame a mí. Modifique esa parte importante. No se alucine con la idea de la unidad: deje la unidad para lo esencial, y en la forma transija. Fuera esas alas y esas arquerías. En el edificio de Turleque y Guadalupe pónganos a nosotras solas. Encárguenos los ancianos y los niños, y los enfermos incurables; échenos todo el trabajo que quiera. Pero a los hermanos se los lleva usted lejos, cuanto más distantes mejor. ¿No tiene —303→ usted otra finca que llaman la Degollada, en el monte que fue de la Sisla? Pues allá planta usted su casa de varones, y establece en ella la regla dominista en la forma proyectada. Ellos en su casa, nosotras en la nuestra, y Dios en todas partes. De este modo el proyecto nace vivo. De la otra manera me temo que nazca muerto... o moribundo».
Conticuere omnes. El primero que rompió el largo silencio fue Casado, diciendo a su amigo con un poquito de sorna:
«¿Lo ve usted?... ¿se convence ahora?»
Ángel no se convencía; pero no hallaba en su mente ideas ni palabras para contradecir a la doctora. Porque ante los juicios de ella sus juicios enmudecían avergonzados, como el rústico que es llevado ante la majestad de un rey. Polemista valiente y flexible, habría destruido con facilidad tales objeciones si don Juan o el propio Concilio de Trento se las hicieran. Pero hechas por Leré, venían armadas de punta en blanco, revestidas de invulnerable coraza y con el estoque ondulado del arcángel. ¿Qué cristiano se les atrevería? Estaba de Dios que la opinión de quien decía no tener ninguna imperase siempre, y que la voluntad rectilínea del hombre cediese a la oblicua y soslayada de la mujer. No era nuevo el caso, pues se viene repitiendo en la humanidad de poco tiempo a esta parte, desde Adán y —304→ Eva nada menos; como que nuestra protoabuela fue la primera que se puso los pantalones.
A las excitaciones de Casado, contestó al fin: «¿Qué tengo que decir sino que se hará cuanto ella disponga? Construiremos la casa de varones al extremo oriental de la Sisla».
-Así, así -dijo Leré radiante de júbilo-, es como llegan a ser verdad las grandes ideas. Yo creo, como usted, que la realidad se presta a todo lo que quieran hacer de ella; creo también que es llegado el momento de encargarle a la realidad obras más grandes que estas menudencias que se estilan ahora. Pero hay que dárselas poquito a poco, para que no se asuste. Antes que transformar lo que ya existe, conviene hacerle creer que se le dejará como está, para que lo existente no chille y nos ahogue. Si quiere usted ir lejos, empiece por andar despacito, y siéntese de vez en cuando. El que a mucho aspira, debe ser parsimonioso y cauto. Que la gente no se entere de que es cosa muy grande lo que se va a establecer, porque resultará que no comprendiéndolo, lo creerá malo. Vale más que se diga: «esto no es nada, es lo mismo que ya conocemos», y así entrará la idea en los moldes de la realidad. Una vez dentro, lo que entró encogido, va creciendo, creciendo, y los moldes se ensanchan por sí o se rompen, y la realidad —305→ pone otros, sin asustarse de nada... ¿Qué, se ríen ustedes de los disparates que digo?
-¡Disparates, hija mía! -exclamó D. Juan gozoso-. Si habla usted con toda la sabiduría del amigo Salomón.
-Irán los varones a la Degollada -repitió Ángel meditabundo, pues aquella idea se le metió en el magín, atormentándole ya como idea fija-. ¿Qué más tienes que decir?
-Nada más. Yo no dispongo nada. Digo lo que se me ocurre, y usted hace después lo que cree más conveniente. Todo su plan me parece oro molido. Por lo que a nosotras toca, algunas de mis compañeras y yo nos prestamos gustosas a ayudarle, siempre que vaya por delante la conformidad de nuestros superiores. Iremos con el mismo hábito, con la misma regla. El exceso de trabajo no nos importa. Échenos usted viejos imposibilitados, enfermos corruptos, niños, mujeres de mala vida. Nos repartiremos los servicios, según los gustos y aptitudes de cada cual, para atender a todo. Que los asilados tengan libertad de salir cuando les plazca, a mí no me asusta. Que se prohíba el defenderse de los ultrajes, no es nuevo para mí. Que sea ley no temer el contagio de las enfermedades pegadizas, paréceme muy bien. Que nos hallemos a todas horas dispuestas a morir, es cosa de clavo pasado. Que estemos obligadas a dejar —306→ nuestra celda y nuestra cama a la menesterosa que llega, encaja perfectamente con la idea que tengo de la caridad. Que no tengamos puesto en la mesa sino cuando no haya ninguna mujer hambrienta que lo ocupe, también me agrada. ¿Qué más quiere que le diga? No se me ocurre más. Mis ideas son pocas y de escasa substancia. Estos señores, que tanto saben, perfilarán bien la labor, y nos darán una cosa que sea el asombro del mundo.
-Si algo resulta que sea admiración del mundo -afirmó Guerra fervoroso-, no será obra mía, sino de quien me abrió estos horizontes. Yo no soy nadie.
-¡Ay, Dios mío! -dijo Casado-. ¿Pero es esto un certamen de modestia?... Por de pronto las socorristas, piedra angular del gran edificio, han de influir poderosamente en los destinos y en el desarrollo de la Domus Dominis; y como ahora resultan dos casas, busquemos un plural más determinado que el Domus, y digamos Civitates Domini. ¿Qué tal? ¿Me luzco para encontrar títulos? Las Ciudades de Dios es lindo rótulo, D. Ángel. Ya me están entrando ganas a mí de hacerme ciudadano de esas místicas poblaciones. Sí señor, pediría plaza, si no me lo vedara el convencimiento de mi inutilidad.
-Don Juan, véngase -propuso Leré con entusiasmo-. Sea usted allí, como en el siglo —307→ el amigo y el consejero del fundador, que pronto, prontito, ha de vestir también el traje de sacerdote. ¿Cuándo será ello, D. Ángel? No olvide, con tanto pensar en la jaula, que es usted el primer pájaro que la tiene que habitar.
-Será... -manifestó Guerra algo confuso-, cuando este D. Juan me dé por bien preparado.
-Será... -indicó el sagreño-. No hay prisa. Digo, como prisa, alguna hay, y en todo el curso del presente año, tendremos el gusto de oírle al caballero de Turleque y Guadalupe la primera misa.
-Me dice el corazón -agregó la de los ojos temblones-, que el Señor ha de ponernos por delante un caminito de prosperidades.
-Amén -murmuró Casado, entornando los ojos, y pensando en el caminito de la Sagra.
-Y ahora, mis respetables señores D. Juan y D. Ángel -dijo Sor Lorenza poniéndose en pie-, me van ustedes a hacer un favorcito, que es tomar la puerta, porque tengo que ir a la capilla a rezar el rosario. Esto no quiere decir que yo les despida...
-Sino que nos manda a paseo... -dijo Casado riendo-. Es que al lado de Sor Salomona se nos pasan las horas insensiblemente. Adiós, hermana.
-Señores doministas, adiós.
—308→Ángel salió sin chistar, dejándose el alma entre las tocas de la inspirada socorrista.
Don Juan absorto y Guerra fascinado paráronse en la puerta de la calle, y se miraron. «Pero diga usted, D. Ángel, esta monjita ¿tiene en el cuerpo algún serafín con borla de doctor?»
-¡Dios mío!... tiene el Espíritu Santo, el Verbo, la Santísima Trinidad, o qué sé yo.
-Comprendo la atracción espiritual, la influencia... Mucho cuidado, amigo. ¿No teme usted el vértigo?
-Si no fuera, como es, la santidad misma, temería... Pero... Concluirá por hacer de mí un pedazo de santo. Ya no tengo ideas, ya no tengo planes. Ella se encarga de pensar por mí. En la esfera del pensamiento, yo no soy yo, soy ella. Ya lo ve usted: me da forma, como si yo fuera un líquido y ella el vaso que me contiene.
-¡Qué cosas! (Suspirando.) Y no es el primer caso. ¡Qué agudeza de mujer, qué suavidad para insinuarse! Parece que funda el amigo y quien funda es ella. ¡Canario con el sentido práctico de la niña! Yo me felicito de que por sugestión de esa hermana salomónica —309→ haya, usted salvado el mayor de los inconvenientes para la fundación. Ahora encontrará facilidades para todo, y las Civitates Domini podrán ser un hecho dentro de corto plazo. (Andando despacio hacia Santo Tomé.) Y en cuanto a ordenarse usted, insisto en que no nos precipitemos. Aguarde a que el expediente de la Congregación se resuelva en Palacio...
-Ahora mismo voy a ver al arquitecto. (Con resolución.) Hay que variar radicalmente...
-Sí, sí, los varones a la Degollada. Estarán allí muy bien. ¡Lástima que el proyecto no abrace también el fomento de la agricultura, porque en este caso, no les faltaría un hermano arador!
-También, también. Les pondré un gran trozo de huerta, para trabajar en el culto sagrado de la madre tierra.
-Calma, calma. Enfrene por Dios esa imaginación, que ya se dispara otra vez. Usted, cuando le recortan por un lado, se ensancha por otro. ¡Pícara iniciativa! Créame, sin el tío Paco de la hermanita, que es la que trae las mermas de la realidad, los proyectos de quien yo me sé no llegarían nunca a la prosa y vulgaridad del hecho.
-Bien implantadas mis ideas -dijo Guerra con profética seguridad-, aunque la implantación sea gradual, como quiere Leré, llegará —310→ día en que esta congregación ejerza una poderosa influencia en el mundo.
-No picar tan alto. Conténtese con favorecer a los desgraciados, y con practicar sin ruido las obras de misericordia.
-Pero practicadas las obras de misericordia estrictamente y a la letra, puede venir una grande y verdadera revolución social.
Detuviéronse. Anochecía ya. D. Juan le miró a la cara, y observó que los ojos del neófito despedían centellas.
-Déjese de revoluciones -le dijo con bondad-, y sea humilde en sus propósitos. Achíquese, si quiere ser grande.
-Don Juan, no sé cómo usted no lo comprende. La aplicación rigurosa de las leyes de caridad, que Cristo Nuestro Señor nos dio, aplicación que hasta el presente está a la mitad del camino entre las palabras y los hechos, traerá de fijo la reforma completa de la sociedad, esa renovación benéfica que en vano buscan la política y la filosofía... Pues qué, ¿hay quien se atreva a declarar perfecto el estado social, ni aún en las naciones cristianas, ni siquiera en las que obedecen al sucesor de San Pedro? ¿No estamos viendo que todo ello es un edifico caduco y vacilante que amenaza caer y cubrir de ruinas la tierra? La propiedad y la familia, los poderes públicos, la administración, la iglesia, la fuerza pública, —311→ todo, todo necesita ser deshecho y construido de nuevo.
-¡Don Ángel!... (Asustado.)
-¿Pues qué creía usted? ¿que los que tenemos algo en la cabeza podemos dejar de pensar en esto? Yo jamás pondré mano en la política. Dadas mis ideas y mis sentimientos de ahora, miro todo eso como un mundo microscópico; no me ocupo de él. Pero si no soy político, soy misionero, y arrojo una simiente... menudita, menudita, de la cual saldrá una planta cuyas raíces minarán toda la tierra.
-¡Don Ángel, D. Ángel...!
-Yo no pronunciaré discursos, yo no echaré mi voto en una urna, yo no emplearé un arma, ni aun la más inofensiva. Mi misión es practicar las obras de misericordia estrictamente, a la letra. Dentro de algunos años, verán si hay muchedumbres o no hay muchedumbres al lado mío. Y no me diga usted que la Iglesia... ya le veo venir. No, la Iglesia no practica la caridad más que en la parte que le conviene, para sostener su organización temporal. Yo me río de la organización temporal de la Iglesia, y mis ciudades son de una consistencia indestructible. Deje usted que pase tiempo, y verá. Tal vitalidad tiene esta idea, que si los que la establecemos morimos a manos de la envidia o de la estúpida intervención del Estado, los que la recojan después —312→ serán más fuertes. Yo no lo veré quizás. Pero otras generaciones de doministas se encontrarán dueñas de una inmensa fuerza espiritual, y sin quererlo, se les formará entre las manos, por pura ley física, la sociedad nueva.
-Don Ángel de mis pecados, si la hermana salomónica le oye a usted, le va a calentar las orejas.
-Pero sin aguardar a las generaciones futuras, (Con exaltación.) se verán en nuestro propio tiempo fenómenos que han de causar maravilla. Yo no pienso hacer propaganda directa de mi Congregación. Ella sola cundirá rápidamente por su natural propiedad difusiva. Verá usted cómo el estado eclesiástico se transforma. El clero catedral está llamado a morir y renacer en nosotros.
-Eh... poco a poco...
-No se asombre, D. Juan. La influencia social del ascetismo positivo y altruista será tan grande, que no pueda sostenerse aquel organismo caduco. El Estado no sabrá sustraerse a esta lógica inflexible, y dejar a que las Catedrales pasen a nuestras manos por endósmosis, amigo mío, por equilibrio. No desmerecerá por eso el culto, ni serán menores su magnificencia y poesía. Verá usted entonces... y no creo que esto tarde mucho... verá usted, digo, ocupados todos los asientos del soberbio coro; la capilla de música será lo que —313→ antes fue; las ropas y alhajas lucirán como en los tiempos más gloriosos de las artes, y el claustro no será un accesorio baldío, sino que contendrá escuelas, hospitales, talleres de industrias artístico-religiosas, y todo lo concerniente al grandioso instituto dominista.
-¡Don Ángel, por María Santísima! (Tentándole la cabeza.) ¡que se le afloja, que se le cae el tornillo!
-Delirio y sueño fueron los acontecimientos decisivos del mundo antes de convertirse en hechos naturales y corrientes. Pues qué, D. Juan amigo, ¿hemos de ser meros plagiarios de las Congregaciones extranjeras? ¿No tronamos juntos contra esa caterva de instituciones que sólo responden a fines de utilidad inmediata, y no entrañan este principio mío de entereza cristiana y de interpretación literal del Evangelio? Pues yo quiero renovar el carácter profundamente evangélico de las órdenes antiguas, y vaciarlo en los moldes de la vida contemporánea. Mi obra es genuinamente española. ¿No decía usted que estamos muertos, espiritualmente hablando, y que se nos concluyen las iniciativas religiosas? ¿No echaba de menos el nervio y la acción de nuestros ascetas y fundadores?
-Es cierto, sí, ¡qué diantre!... pero...
-Pues aquello no puede resucitar sino en la forma que propongo: el espiritualismo encarnado —314→ en las materialidades de la existencia, pues si Dios se hizo Hombre, su doctrina tiene que hacerse Sociedad. Verá usted, al poco tiempo de establecernos, qué energías formidables se concentran en nuestras manos. Ningún poder, de estos artificiosos y convencionales que ahora se estilan, tendrá consistencia para resistirnos. La atracción será de tal calidad que todo cuerpo chico se unirá forzosamente al cuerpo grande.
-Como idea pura, Sr. de Guerra, no me parece mal; pero yo dudo que los hechos sean tales como usted con tanto salero los pinta. Lo veremos, lo veremos; digo, lo verá el que viva, pues ello será cosa de siglos...
-No tanto quizás. (Disparado.) No tardará mucho en verificarse la absorción del clero catedral por el dominismo avasallador, y los provinciales de nuestro instituto serán jefes de cada diócesis, y el general vendrá a ser cabeza de toda la Iglesia española. Se reirá usted de mí, D. Juan, si le digo que, andando el tiempo, el Estado mismo se ha de subordinar a nosotros. ¿Cómo no, si el Estado quedará reducido para entonces a funciones de escasa importancia? Los pueblos se administrarán solos y repartirán libremente sus ingresos y gastos. La beneficencia, la enseñanza, la penitenciaría, las bellas artes, la agricultura, serán doministas. ¿Qué será el Estado? nada —315→ más que un ligador, un compulsador de energías y funciones extrañas. Fuera ejército. La constante práctica del dominismo ha demostrado su inutilidad. Fuera diplomacia, pues siendo universal el dominismo, él se basta y se sobra para mantener la concordia entre las grandes familias del Universo.
-Si no creyera -dijo D. Juan gravemente, poniéndose guapo de puro feo-, que habla usted sin saber lo que dice, amigo D. Ángel, pensaría que con toda su vocación religiosa y su misticismo, no ha dejado de ser tan revolucionario como cuando se desvivía por alterar el orden público, antes de venir a Toledo. Por mucho que se modifique externamente, entusiasmándose con el simbolismo católico y volviéndose tarumba con la poesía cristiana, detrás de todos estos fililíes está el temperamento de siempre, el hombre único, siempre igual a sí mismo. Pero como todo eso que ha de traernos el dominismo será para dentro de una docena de siglos, o, como si dijéramos, el día del Juicio por la tarde, no le hago caso, y si tan largo me lo fías, ya puede usted delirar todo lo que quiera.
-Yo no mido el tiempo futuro, no sostengo que sea tarde ni temprano. Señalo la idea y sus probables desarrollos. Ella misma se encargará de la cronología, imposible de apreciar por mí ni por nadie.
—316→-Dígame, ¿y todas esas cosas se las va a decir a la hermana Lorenza?
-No... sí, se las diré... no, (Confuso y sin saber por dónde salió.) . no es esto de su incumbencia. En nada se opone el vuelo del dominismo a la modestia y a la sencillez de los planes de Leré. Ella ve lo inmediato con claridad admirable: verá lo remoto cuando se encuentre en un punto de mira más elevado. ¿Qué hago yo más que sacar consecuencias de sus ideas acerca de la práctica absoluta de las obras de misericordia? Leré es la inspiración inicial, y si no se da cuenta hoy de los alcances de sus ideas, ¿qué importa? Dentro de su cerebro y en su corazón puro, todo amor a Dios y a la humanidad, existe la totalidad del dominismo, como existe el pájaro dentro del huevo. Allí está todo en substancia: no falta más que el aire exterior que amplificará las formas embrionarias... Observaría usted esta tarde que todo lo esencial le pareció muy bien. ¿Qué más sanción se quiere? Y créalo usted, el superior eclesiástico no puede menos de aprobar mi plan, que es la interpretación más ceñida y leal del dogma. La autoridad no se fijará en el probable desarrollo histórico de la institución, el cual yo solo veo claramente, de tanto meditar en él. Pero los demás no lo ven, no... la rutina les cría cataratas.
-Arraigo D. Ángel, (Tratando de aplacarle.) —317→ no se remonte; no desprecie la autoridad, a la cual tiene que someterse, si persiste en ser eclesiástico.
-Ya lo creo que persisto, y eclesiástico seré, y usted lo ha de ver. Me someto; pero tengo inteligencia, que debo a Dios, no al que me imponga la tonsura; pienso y siento con estímulos de mi alma, que de muy alto reciben su impulso inicial. No pienso ser nunca un organillo que se toca desde fuera con manubrio. No; mi música dentro de mí está. (Deteniéndose, obligados por el interés vivo del diálogo, y mirándose frente a frente.) Pues bien, le hablaré a usted con toda franqueza. Yo no entraré en la familia eclesiástica con miras cismáticas ni de rebeldía; yo seré uno de tantos en el orden canónico. Pero el dominismo está conmigo, planta magnífica que echará hojas y ramas, y pronto será un árbol corpulento. Yo no haré más que regarlo, y el dominismo crecerá y dará fruto. Vendrán las consecuencias naturales de toda idea: la lógica hará lo que ella tan bien sabe hacer. ¿Cree usted, hablando en confianza, que la actual unidad de la Iglesia podrá subsistir desde el momento en que el suelo de nuestra nación eche de sí un árbol tan hermoso como éste cuya semilla va a caer en tierra? No, diga usted que no. Veo para dentro de un plazo no muy largo... (Con inspiración.) veo, sí, como le estoy —318→ viendo a usted, la emancipación de la Iglesia española, la ruptura con esa Roma caduca, y el establecimiento del papado español.
Don Juan, como si le apuntaran con un revólver, dio un brinco hacia atrás, y se puso a cuatro varas de distancia.
-Don Ángel de todos los demonios... ¿qué es eso? ¡Hasta ahí podían llegar las bromas! No puede desprenderse de su levadura turbulenta y sediciosa...Vade retro. Si lo que ha dicho no es chanza, olvídese del santo de mi nombre. Allá se entienda con su dominismo y sus locuras. Yo no puedo, no puedo seguirle por esos caminos vitandos, y recojo velas, y me desligo de todo compromiso de padrinazgo... Entiéndase solo, y llévele esas monsergas cismáticas al señor Cardenal; verá qué órdenes le da, ¡canario!
-Amigo D. Juan, no hay que tomarlo por la tremenda. Ist
. Yo creí que usted no se asustaba de una apreciación histórica, de una profecía, pues todos somos algo profetas. Mi cisma es puramente especulativo. Sosiéguese y apadríneme sin ningún recelo, que no le daré ningún disgusto, ni antes ni después de las órdenes. Aprecie con un criterio elevado lo que le he dicho, y...
-Hombre, cada uno tiene su alma en su almario... No es que le falten a uno ideas sobre —319→ todas las cosas pretéritas y futuras. Yo no me asusto de nada que sea especulativo, y tengo manga ancha para las profecías. Pero quiero vivir en paz con la Iglesia, de la que soy hijo sumiso; vivo feliz en mi subordinación, y no gusto de buscarle tres pies al gato.
-Lo que dije fue apreciación pura de historiador o de filósofo, olvidándome del clérigo que apunta en mí. No, no renuncie a ser mi padrino, ni a instruirme en lo que aún ignoro. Pues qué, ¿nos hemos de arrancar la inteligencia?
-Hombre, no... pero... (Contemporizando.) Esas cosas son muy graves... y cuando se piensan, no se deben decir.
-En público no; pero entre amigos, entre hombres estudiosos...
-En ningún caso. (Parándose.) Déjese de profetizar nada contrario a la jerarquía inmutable y universal de la cabeza de la Iglesia. El tiempo traerá lo que quiera. ¿A qué nos metemos nosotros en eso? Si la historia pasada nos marea, la historia futura ¿qué hará si no volvernos locos? Dejemos al tiempo su oficio; vivamos en paz con lo vigente, que es nuestra segunda atmósfera, y no pretendamos quitarle a Dios su función sublime, que es alterar las cosas y ponerlas patas arriba, cuando le da la santa gana de hacerlo. Él es el gran reformador, el gran revolucionario: —320→ nosotros, pobres bichos imperceptibles, no debemos hacer más que vivir en la gota de agua donde nos pone, y ver y callar, alabándole siempre, y mirando con cuánta gracia y soltura lleva los siglos por delante hasta su consumación.
Nada contestó Guerra a estas sesudas palabras. Detuviéronse a la puerta de la casa del arquitecto, y se despidieron apretándose cariñosamente las manos, y deseándose una buena noche, pues ya se había puesto el sol, las calles se anegaban en sombra, y transpuntaba en el cielo la luna nueva como una hoz de plata.
-Eso; vea pronto al arquitecto -le dijo Casado-, y que le modifique las trazas. Los hombres lejos, lejos... No la encharquemos... Y váyase luego a Guadalupe, y descanse y procure dormir, que bien lo necesita.