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ArribaAbajo- II -

Los Babeles



I

Residencia: Molino de Viento, 32 duplicado, cuarto que llamaban segundo con efectividad de quinto, escalera sucia y menos obscura de noche que de día, casa nueva, de estas que a los diez años de construidas parecen pedir que las derriben. El interior resultaba digno molde de la inverosímil familia, porque al entrar lo primero que daba el quién vive era la cocina. La sala hacía de comedor, y el comedor de alcoba, y una de las alcobas habría parecido despensa si tuviera víveres.

Jefe supremo de la casa de Babel: D. SIMÓN GARCÍA BABEL, nacido en Madrid, del 20 al 23, y criado en humildes pañales, bien conservadito en sus sesenta y pico de años, de rostro más simpático que venerable, bigote militar prolongado, como el del general León, de insinuante palabra, y muy dispuesto a familiarizarse con toda persona con quien trabase conocimiento; tan expansivo y pegajoso en sociedad, que a veces había que huir de él como de la peste; excomisionado de apremios, ex investigador del subsidio industrial y del timbre, ex delegado de policía; hombre de ideas extremadas en todos sentidos, hacia atrás y hacia adelante según los casos, y el mayor fantasmón que han visto los siglos.

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Esposa: DOÑA CATALINA DE ALENCASTRE, descendiente en línea recta, pero muy recta, de un hermano de la reina doña Catalina, mujer de D. Enrique III de Castilla, de dulce memoria... Aquí surge el temor de que esto no ha de creerlo nadie; más presentado el caso en otra forma se entenderá mejor. El verdadero apellido de doña Catalina era Alonso Castro, y había nacido la tal señora de padres hidalgos en Vargas, pueblo de la provincia de Toledo. En su casa hubo mucho trigo, pero mucho, y dieciséis pares de mulas empleadas en la labranza. Además poseía su padre dos molinos, y una cantidad de cabezas de ganado que variaba según el estado psíquico de doña Catalina en el momento de contarlo. Cómo pasó de tantas grandezas a la mezquindad de su entroncamiento con García Babel es cosa que se ignora. Lo cierto es que cuando pasó de los cuarenta y cinco, y sus hijos fueron hombres y sus hijas mujeres, doña Catalina mostró una lamentable propensión a chiflarse, lo que ocurría en ocasiones de disgusto grave o de altercado, es decir, casi todos los días del año. Entrábale a la buena señora una vibración epiléptica, un impulso de risas con lágrimas, y un braceo y un bailoteo tales que parecía la estampa del movimiento continuo. Siempre que D. Simón le llevaba la contraria, estallaba el trueno gordo entre marido y mujer, y después de tirarse recíprocamente a la cabeza lo que más a mano habían, fuese copa o tijeras, zapatilla o tubo de quinqué, Babel salía bufando por un lado, y doña Catalina saltaba con su manía nobiliaria, echando con gritos desaforados el siguiente pregón: «Yo soy descendiente de Reyes; yo me llamo   —50→   doña Catalina de Alencastre, y mi tía está enterrada en la capilla de Reyes Nuevos, al lado del tío Enrique y otros tales, coronados. ¡Qué mengua para mi linaje haberme casado contigo, que eres un pelele, un sopla-ollas, un méndigo... Zape de aquí, mequetrefe, que me apestas la casa...» Dicho esto, doña Catalina solía ponerse una toquilla encarnada por la cabeza, del modo más carnavalesco, y salía de refilón por los pasillos, chillando y braceando, hasta que sus hijas la volvían a la razón haciéndole tomar tila y dándole friegas por el lomo.

Añádase que doña Catalina había sido una real moza, y conservaba en su edad madura rasgos de belleza y aún de cierta distinción nativa. En Toledo tenía parientes, y desmantelados restos de hacienda, ruinas de castillos, alcázares, o cosa por el estilo, y todo su afán era que destinaran a D. Simón a la ciudad imperial para trasladarse a ella con toda la familia, y ver de reconstruir el patrimonio de los Alencastres. Acompañada de alguno de sus hijos, solía pasar allí breve temporada al amparo de parientes que no nadaban en la abundancia, pero que a los ojos exaltados de doña Catalina eran poco menos que príncipes y princesas de una dinastía cesante. Reíase don Simón de los disparates de su consorte sin caer en la cuenta de que los suyos no eran de inferior calibre, pues cuando estaba de vena solía decir: «Si no es por mí, no llama la Reina a O'Donnell el 56... porque, verán ustedes... Estábamos Escosura y yo en Gobernación, cuando...» y en seguida lo contaba, si había cristiano con bastante paciencia para oírlo.

Hijos: I. ARÍSTIDES, primogénito, de treinta y seis   —51→   años en la época a que refiriéndome voy, bien parecido, de tipo noble, que era, aunque parezca mentira, el tipo de toda la familia. De muchacho, su perfil fue comparado por alguien al de un heraldo de los que se ven en los escudos de la casa de Austria, o en los monumentos de la época Isabelina, entre yugos y flechas. Envejecido antes de tiempo, peinaba canas en la barba y pelo, y habría llevado el hábito de Calatrava o de Santiago mejor que muchos que lo ostentan como si se cubrieran con una sábana. Que la vida de este hombre fue siempre algo misteriosa, vida de aventurero y de frustradas ambiciones, revelábase en su rostro, marcado con un sello de melancolía y cansancio, como de quien ha consumido sus fuerzas en estériles batallas. Contrastes horribles dejaba ver a cada instante en su ser moral o intelectual, pues si a veces desplegaba en la conversación entendimiento soberano y un ingenio agudísimo, de repente caía en las mayores simplezas y estulticias que es dado imaginar. Su juventud sería sin duda materia curiosa para quien pudiera estudiarla con datos seguros, porque otra más accidentada, más movida y dramática no creo que exista. Sin oficio, profesión ni carrera, obedeciendo en esto a la ley de todos los Babeles de tres generaciones, que siempre hicieron ascos al estudio, había huido muy joven de la casa paterna, afiliándose a una compañía de cómicos; volvió inopinadamente titulándose Contratista de forrajes para la caballería portuguesa. Obtuvo un empleo, fue a Cuba, se casó y enviudó a los cinco meses; huyó por causa de un desfalco, y ha poco fundaba un periódico en Costa Rica. Sus alternativas de riqueza y miseria   —52→   fueron extremadas: una vez se presentó en Madrid poseyendo valiosísimas alhajas; otra tuvo que salir perseguido por la justicia, a causa de haber cedido en Bolsa una letra, que resultó ser más falsa que Judas. Como detalle revelador de la vanidad heredada de su madre, conviene indicar que en Costa Rica usó tarjetas que decían textualmente:

ARÍSTIDES GARCÍA BABELLI

Barón de Lancaster.

Existe la muestra, y al que no crea esto, se le restregará en los hocicos la cartulina. Hay más, en el periódico que tuvo por allá solía firmar: D. García de Lancaster.

II. FAUSTO, de tipo un poco menos noble que su hermano mayor, pero más fino, es decir, más afilado, tirando algo al hocico del zorro, muy inteligente, aunque sin puntos de vista generales, como Arístides, sino concretando, ciñéndose a los hechos, observador sagaz, burlón en ocasiones, de mirada penetrante y oído muy sutil. Su juventud entrañaba también algún misterio. Había servido en Correos; pero le echaron por actos de infidencia. Los pormenores de esto eran muy conocidos; no así la causa de su cojera, semejante a la de Lord Byron, pues ni su familia ni sus amigos supieron nunca de dónde le vino aquella deformación del pie, ni él supo dar explicación razonable de ella, cuando le preguntaban. Durante breves temporadas vivió en Toledo oscuramente, o en Madrid, separado de sus padres, metido en trabajos de   —53→   caligrafía superior, que era su principal habilidad. Hacía ejecutorias de nobleza, diplomas y Mesas Revueltas, y remedaba con primor toda clase de caracteres, antiguos y modernos, de donde le vino su desgracia, porque un día le acusaron de haber desplegado sus talentos en la imitación de todos los perfiles y rúbricas de un billete de Banco, y el infeliz lo pasó muy mal, pues aunque nunca se le pudo probar el delito, ello es que por sí o por no estuvo a la sombra como unos tres años, y el sobreseimiento le dejó en situación harto dudosa. Desengañado de la industria caligráfica y con inclinaciones a otros ramos del saber, por ejemplo, la Química, empezó a estudiarla experimentalmente, pasando largas horas en descubrir reactivos que sirvieran para borrar lo escrito, dejando el papel como nuevo y virgen. De este modo daba realidad a su aborrecimiento de la escritura, causa de su deshonor y de los malos ratos que pasó en la cárcel. Últimamente se daba también a lo que podríamos llamar la cábala lotérica, o sea el cálculo de las probabilidades de premio, armando unos rompecabezas capaces de trastornar al Verbo.

Hijas: I. CESÁREA, muy guapa, inteligente, hacendosa. A los veinte años se cansó del desorden de su casa, de las estulticias hueras de su papá, de oír en boca de su madre la lista de los soberanos de que descendía y obedeciendo, aunque parezca fábula, a un secreto estímulo de formalidad y honradez, se fugó con un cochero, digo, con un joven, cuyos padres tenían el servicio de coches de Buitrago, y se casó con él, constituyendo una familia decente. Esposa fiel y madre de no sé cuantos chiquillos, se trataba con   —54→   sus padres lo menos posible. Figura poco en este relato.

II. DULCENOMBRE, más joven que Cesárea, y menos que Fausto, la más morena y la más flaca de los cuatro, pero acentuando muy bien en sus facciones el tipo noble, que, por un sarcasmo etnográfico, era el cuño de aquella singularísima raza. Doña Catalina, que siempre fue opuesta a que en su familia hubiese nombres vulgares, y aborrecía los Pepes y Juanes por su tufillo plebeyo, estuvo muchos días vacilando acerca del nombre que pondría a su hija. Ocurriósele Diana, Fedra, Berenice, Violante, sin decidirse por ninguno, hasta que, la noche anterior al día del bautismo, soñó que se le aparecía un ángel con borceguíes colorados, enaguas de encaje y dalmática con collarín, como los clérigos que cantan la epístola, y encarándose con ella de la manera más familiar, le recomendó que pusiera a la niña el Dulce Nombre de María. Doña Catalina no necesitó que se lo dijera dos veces, y con entusiasmo aceptó la idea, haciendo de las cuatro palabras una sola. En aquella época, la buena señora, tan inconstante como vehemente en sus aficiones, se había dado un poquitín a la religión, rezaba más de lo ordinario y leía vidas de santos. Muy satisfecha se quedó del nombre de su hija, el cual le parecía a un tiempo místico y romántico, nombre que por su sola virtud habría de traer felicidades mil a la persona que lo llevaba.



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II

Desde el día de su bautizo hasta que cumplió los veinte años, nada nos ofrece en su existencia Dulcenombre que digno sea de ser contado, salvo algunos accidentes de su educación. Tuvo la suerte de que la alcanzara, allá por los catorce o quince años, una de las etapas más florecientes de la carrera administrativa de D. Simón, quien, investigando el Timbre o el Subsidio Industrial, traía bastante dinero a casa; y gracias a esto la muchacha concurrió algún tiempo a la escuela de Institutrices, donde le enseñaron porción de cosas que no saben la generalidad de las niñas. Pero como las rachas favorables duraban poco, a lo mejor tenía que suspender sus estudios por no ser posible atender al gasto de libros y matrículas, ni tener traje y calzado con que presentarse en la clase. Por esto su saber era incompleto y de retazos; lástima grande, porque disposiciones no le faltaban, ni ganas de instruirse, con la noble ilusión de obtener título y procurarse algún día posición independiente y honrada.

Pero su torvo destino se gozó en echar por tierra aquella ilusión y pisotearla cruelmente, porque tras las breves temporadas de prosperidad vinieron otras larguísimas de miseria y angustia. Hubo meses de espantosa escasez, días de hambre Ugolina, horas terribles en que doña Catalina invocó bramando y corriendo por los pasillos, a todos los Reyes de su tronco dinástico. La familia navegaba por el mar de la vida en   —56→   medio de un deshecho huracán, y a cada instante tenía que arrojar al agua parte del contenido de la nave para que ésta no se hundiera. Tras de los muebles menos útiles, iban camas, colchones, sábanas, y tras la ropa de abrigo, la que sin serlo sirve para cubrirnos y diferenciarnos de los animales. Ofrecía la casa un cuadro de miseria y desastre, cuyas tintas siniestras y accidentes luctuosos traían a la memoria las ruinas de ciudades, las pestes y hambres épicas cantadas por la musa antigua, sin que faltaran, en medio de tan lúgubres episodios, rasgos cómicos de esos que hacen llorar. Llegaron días en los cuales, habiendo los Babeles vendido o empeñado hasta las camisas, ya no les restaba nada que empeñar o vender. En aquella progresión pavorosa, después de la última prenda de ropa, que por ser la última es la primera guardiana del pudor, ya no quedaba más que el pudor mismo. «Gran cosa es la honra» -pensaba en silencio D. Simón y doña Catalina, aunque no se comunicaban su atrevida idea-. Pero ante la materialidad del vivir, ante el terrible clamor de la sangre, de los huesos, del tejido, pidiendo nutrición, ¿qué significaba la ley aquella indecisa y cuestionable de la honra, adorno, lujo más bien, de las personas cuyos estómagos no están nunca vacíos?

Sucedió, pues, lo que por un fenómeno de gravedad tenía que suceder. Lo moral hubo de sucumbir ante lo físico. La egregia doña Catalina lloró mucho, justo es declararlo, el día en que no tuvo más remedio que acceder a ciertas proposiciones que se le hacían referentes a Dulce, y doliéndose con medio corazón de lo que ésta perdía, con el otro medio saboreaba   —57→   el alivio de sus angustias, pagando al panadero, a toca teja, tres meses de suministro, al carnicero cuatro, y rescatando algunas ropas cautivas.

Etapa de relativo desahogo. Emperegiladita con ropas tomadas a plazo, que poco a poco iban siendo suyas, Dulce salía de casa algunas tardes y noches, como quien va a su negocio, a veces con cara sombría, a veces contenta. La familia vivía, y la nutrición dejó de ser un concepto teórico en aquel grupo de seres infelices. Días hubo en que hasta se notaban en la casa señales de abundancia, porque, eso sí, los Babeles (era en ellos vicio constitutivo, incapaz de reforma), en cuanto tenían un respiro, echaban la casa por la ventana.

Imposible fijar lo que duraron estos tratos y estos trotes. Lo qué sí se sabe es que una noche entró don Simón en su casa con Ángel Guerra, el cual iba a tratar con él (no conociéndole todavía como le conoció más tarde) de ciertos detalles de conspiración, pues García Babel y su hijo Arístides hallábanse entonces muy metidos en la política rabiosa y desesperada, por no serles posible arrimarse a ninguna otra. Vio Guerra a Dulcenombre, y recíprocamente se agradaron; volvieron a verse a la noche siguiente en otra parte, y la simpatía recíproca se avivó más. El amor, como rara vez sucede, nació de la simiente del vicio, y a los dos días de conocimiento, Ángel propuso a Dulce irse con él, abandonando un modo de vivir que no cuadraba a su complexión moral. Propuesto y aceptado. La joven desapareció de la casa paterna con gran consternación de los Babeles, que la estuvieron buscando desatinados por todo Madrid durante   —58→   una semana. Por fin, la fugitiva, que al lado de Guerra tenía lo que puede llamarse una posición, tendió la mano a su familia; restableciose la cordialidad entre el raptor y los Babeles, gracias a lo cual éstos recibían los socorros indispensables para matar el gusanillo. Pasó un año en esta conformidad, y al cabo de él, a poco de mudarse los dos tórtolos de la calle de San Marcos a la de Santa Agueda, ocurrió la absurda intentona revolucionaria, la herida de Guerra, su reclusión, etc.... Adelante con los Babeles.




III

Rama segunda.

Hermano del D. Simón: DON PITO, hombre muy pasado por agua, más joven que su hermano, pero con apariencias de más viejo, por los grandes trabajos que sufrido había en empresas arriesgadas de mar y costa. Su nombre era Luis Agapito; pero nadie, ni aun su familia, le llamaba sino con la mitad del segunda nombre. A muy diferentes destinos parecían llamados Simón y Pito, porque ya desde el nacer se marcó en la vicia de ambos dirección distinta. Simón vio la luz en Madrid, Pito en Cádiz, en ocasión que fueron allá sus padres con objeto de establecer una pastelería. El uno, nacido al amparo de Cibeles, debía ser memorable en las cosas terrestres, el otro, encomendado al movible Neptuno, en las marítimas. Recogiole de corta edad un tío suyo que hacía viajes a América, y marino fue de vocación decidida y de gran resistencia física y moral para las fatigas de oficio tan rudo. No se ha escrito ni se escribirá la historia de sus hazañas   —59→   y sufrimientos como capitán de derrota en innumerables expediciones a las Américas, a las Áfricas y a las desparramadas islas de Oceanía, y tan hiperbólico era él como cronista de sí propio, que resultaba el mundo mayor de lo que es, y con un par de continentes más. Llena está, en efecto, su vida, de los veinte a los cincuenta, de hercúleos esfuerzos, de atrevimientos brutales, y también de inauditos contrastes pecuniarios. A poco de guardar las onzas en espuerta, D. Pito daba sablazos de media onza en el muelle de la Habana, contraste en verdad muy lógico, pues el tráfico a que se dedicaba tuvo su época feliz, y una decadencia ocasionada a grandes desastres. Ello fue que le cogieron de medio a medio los últimos tiempos de la trata, y en uno de aquellos paseítos que dio por el golfo de Guinea, me le atraparon los ingleses, le soplaron en la isla de Santa Elena, y en un tris estuvo que tuviera el honor de entregar la piel donde mismo la entregó Napoleón el Grande. Ya viejo, enseñaba con orgullo y fanfarronería las huellas que habían dejado en sus muñecas las esposas y en sus pies los grillos. Puesto en libertad, intentó alijar otro cargamento; pero se le averió el negocio, en la misma costa de Cuba, proporcionándole hospedaje por diez meses en la Cabaña. Después de esto, mandó vapores costeros y de altura durante quince años, al cabo de los cuales, por su mala cabeza, sus vicios y su informalidad, se encontró sin blanca; vino a España con su familia, y no pudiendo vivir en Cádiz, porque su reputación le perseguía con más crueldad que antes la justicia, se corrió a Madrid, donde le hallamos viejo, reumático, remolcando   —60→   la pierna derecha, maldiciendo su suerte, consolándose de la nostalgia de la mar con el dejo amargo y embriagador de sus trágicas aventuras.

Consigo trajo acá dos alhajas de hijos; pero no se tienen noticias claras de su mujer, pues hay quien la supone confitera, hay quien sostiene que fue tratante en carne, como su marido, aunque no negra, sino blanca y muy blanca. El uno importaba ébano y la otra marfil. También hubo dudas sobre si aquella señora vivía, y sobre si fue legítima esposa del gran don Pito, cuyos hijos, nacido el uno en Matanzas y el otro en Cádiz, no la nombraban nunca. En su triste vejez, lejos de su elemento, y viviendo de limosna, el asendereado capitán no tenía más propiedad que glorias nefandas y sus años achacosos. Todo lo había perdido, hasta su doble reputación, pues en Madrid no le conocía nadie, y se dice doble, porque en lo tocante a la marina fue muy celebrado por su pericia, valor y dotes de mando, mientras que en todo lo independiente de la mar y sus fatigas era el hombre más desconceptuado del mundo.

Hijos del precedente: I. MATÍAS, hombrachón que no cabía por la puerta, espeso, perezoso, tardo de lengua y más de pensamiento, de facciones correctas, pero inexpresivas y dormilonas, colores vivos en las mejillas, por lo cual y por su falta de agudeza y prontitud, desmentía la complexión característica de la raza Babélica. Sus primos le pusieron, en cuanto vino a Madrid, el mote de Naturaleza, y por Naturaleza se le conocía dentro y fuera de casa. De salud inalterable como la de un sillar de berroqueña, se pasaba en Vela un par de noches, si era menester, y después dormía   —61→   cuarenta horas de un tirón. Comía por cuatro, si había de qué, y no se enteraba de las funciones digestivas. Era maestro confitero, y su objeto al venir a Madrid fue montar un establecimiento de dulces a estilo gaditano; pero ya por falta de capital, o sobra de timidez, ya porque siempre llegaba tarde a todas partes, ni la confitería pasó de proyecto, ni logró que le dieran ocupación constante en parte alguna. Contados días trabajó en la especialidad de azucarillos o en la de merengues, ambas muy de su competencia; pero no sé qué maña se daba el maldito, que a poco de empezar le despedían a cajas destempladas. Todo lo hacía bien; pero se le paseaba el alma por el cuerpo, harto grande para tan pequeño inquilino, y a la hora señalada para concluir no se había decidido a comenzar. Naturaleza practicaba la filosofía de que lo mismo es ahora que después, y de que no conviene acelerar nuestra corta existencia, acumulando sobre los afanes de la hora actual los de la hora subsiguiente. Creía que una de las invenciones más tontas del ingenio humano es la de los relojes, que nos han traído las estúpidas ideas de temprano y tarde, quitando al tiempo su dulce indeterminación, y la vaguedad soñolienta que tanto le asemeja a su hermano el caos.

II. POLICARPO. El reverso de su hermano, ágil, resbaladizo, soñador más que durmiente, flexible de espinazo y de espíritu, Babel de marca fina, en una palabra. Alguien sostenía que éste y Matías no nacieron de una misma madre, pues en nada se parecían; y otros aseguraban lo contrario, es a saber, que a entrambos les llevó en su seno la desconocida señora de   —62→   don Pito, pero que éste no tenía culpa más que de Policarpo, y que Naturaleza fue sacado de la mente divina cuando el valeroso Argos andaba en tratos con los caciques de la costa de África. No son del caso estas averiguaciones, y adelante. Aunque sin oficio ni beneficio, tenía Poli habilidad y disposición para cualquier industria, especialmente para la cerrajería. Su primo le iniciaba en las artes de cábala y alquimia, y él, agradecido, enseñaba al otro los secretos de la mecánica recreativa. En la habitación, que bien podemos llamar laboratorio, atestada de frascos, piedras litográficas, buriles, prensas de mano, y un pequeño torno para metales, se encerraban los dos largas horas. Poli fabricaba una llave con facilidad suma, y hacía difíciles composturas de armas de fuego. A pesar de su holganza e informalidad, solía llevar dinero a casa y dárselo a su padre, dinero ganado no se sabe cómo. Lo único cierto es que frecuentaba garitos de mala especie, entre los peores galopines de Madrid. Pero como la tolerancia reinaba en aquella casa, D. Simón y doña Catalina, y el mismo D. Pito, perdonaban al muchacho su mala conducta en gracia de su buena sombra, pues era bien parecido, servicial, dicharachero y dispuesto para todo.

Cuando doña Catalina se hallaba en el último paroxismo del ahogo pecuniario, lo que sucedía todas las semanas; cuando no sabía la señora infeliz a quien volver sus atribulados ojos, el único de la familia que la confortaba, discurriendo sutiles arbitrios para recaudar fondos era Policarpo. Notábase por su habla andaluza con toda la afectación flamenca, propia de su vida callejera, tabernaria y disoluta, como hombre   —63→   de juergas de bebía, de los de mechón en oreja y faca en cinto.

Nota. Cuando D. Pito y sus hijos dejaron los muros gaditanos para establecerse en Madrid, los Babeles de acá recibiéronles con los brazos abiertos, sencillamente porque pensaban que traían monises. Doña Catalina temblaba de emoción al ver entrar en la casa un baúl grandísimo con flejes de hierro y reluciente clavazón dorada, y creyó, juzgando por el peso, que venía lleno de onzas. Pronto hubo de ver que no había más peluconas que los clavos dorados que el cofre ostentaba por fuera; mas al perder la buena señora, lo mismo que su marido, aquella ilusión, no se les ocurrió echar de su casa a la rama segunda, cuya pobreza igualaba o quizás excedía a la de la rama primera. Porque ha de saberse que los Babeles, en medio de sus garrafales defectos, tenían la cualidad de avenirse a todo, de conformarse con la suerte, y de prestarse mutuo auxilio en la adversidad dispuestos a partir los bienes si algunos hubiera. Pronto reinó entre las dos ramas venturosa concordia, y una comunidad de intereses positivos y negativos que era la bendición de Dios. Lo perteneciente a uno, a todos pertenecía, y aquello que a uno faltaba convertíase pronto en carencia total.




IV

Aquella noche, cuando Dulce entró en la guarida de los Babeles, la primera persona que vio fue su madre, que salía de la cocina, encendido el rostro, desgreñada la blanquecina crencha, y con todas las trazas   —64→   de haber padecido recientemente uno de aquellos arrechuchos que perturbaban su claro juicio. Alegrose la pobre señora de ver a su hija, más que por verla por recibir de ella el socorro que esperaba, y antes de que la joven acabara de sacarlo de su portamonedas, ya doña Catalina estaba echándole las uñas.

-¡Ay, hija de mi alma, qué a tiempo has venido! Estamos con el chocolatito de esta mañana... ¡Y ese fanfarrón, ese hombre ordinario, que no fue persona hasta que le casaron conmigo, se atreve a ponerme unos morros así, porque no le mantengo el pico!... ¿Pero de dónde he de sacarlo yo, si él no lo trae, el muy gandul?... Te digo que así no se puede vivir. Me puse muy mala, y todavía me duran los temblores... ¿ves? Lo que yo le digo: siendo él quien es, hijo de unos miserables pasteleros que tenían un tenducho ahí... ¿sabes? en la rinconada de la calle del Pez, gente tan desconceptuada que por allí no parecía un alma a comprar; siendo yo quien soy, y teniendo por parte de papá la parentela que todo el mundo conoce, tanto que me casaron por engaño, eso es sabido, aquellos infames tutores... en fin, ¿a qué recordar?... pues digo, que siendo cada cual quien es, debiera ese puerco echarme memoriales para dirigirme la palabra. Pues no señor. ¿Sabes lo que me ha llamado esta noche? Me ha llamado doña Urraca, la Reina de Bastos y qué sé yo... y ha dicho que ojalá me muera mañana... Allá están él y Pito arreglando el país con el vecino ese, D. José Bailón...

Desde el pasillo miró Dulce a la sala, que hacía de comedor, y oyó las voces de su padre y compañeros de tertulia; los tres gritando como demonios. Densa   —65→   y pestífera humareda de tabaco llenaba la habitación.

-No entres ahí, que te asfixiarás -le dijo su madre, conduciéndola a un gabinete próximo.

-Y Arístides, ¿está? -preguntó Dulce.

-¡Esperándote como agua de Mayo, el pobrecillo! Le prometiste darle siquiera para cigarros... ¡Pobre hijo, con tanto talento, tantísima disposición para todo... verle así, imposibilitado de brillar!... Como que podría ser gobernador, y hasta mayordomo de Palacio, si no estuviéramos dejados de la mano de Dios... Anda tan mal de ropa que ni se atreve a salir a la calle. Parte el corazón verle así... y considerar que hay tanto necio y tanto mamarracho con el dinero de sobra.

En el gabinete donde entró la joven, dos hombres yacían en sendos camastros. El uno, Arístides, se levantó súbitamente al verla. El otro continuó tendido, roncando panza arriba, la boca abierta, los mofletes encendidos y sudorosos; era el propio Naturaleza.

-Hola, Dulce -dijo Arístides abrazando a su hermana-. ¡Qué cara te vendes!

Entre tanto, doña Catalina trataba de despertar al otro durmiente, empleando tirones de orejas, pellizcos, bofetadas, y por último cosquillas. Se desperezó el coloso, bostezó abriendo un palmo de boca antes de abrir los ojos, estiró a un tiempo las cuatro patas, y por fin trató de ponerse vertical.

-Dromedario, levántate, que tienes que bajar a escape a la tienda. Mira, entérate bien, fíjate... Pagas estos dos duros a cuenta de lo que se debe, y te traes dos latas de sardinas, medio kilo de jamón, seis huevos,   —66→   cuatro panecillos, y de la taberna una botella de Valdepeñas, para que esos borrachones no tengan nada que decir... Anda, despabílate, que ya nos falta poco para dar las boqueadas.

ARÍSTIDES. -    (A su hermana, tomando lo que esta le dio y mirándolo a la luz de la lámpara.) ¡Cuánto te lo agradezco, chica! Me sacas de un gran conflicto. Dios te lo pague. No sé yo qué pasaría en esta casa si no hicieras tú en ella las veces de Providencia. Creo que nos devoraríamos los unos a los otros... Gracias, vuelvo a decirte. Pero espero de tu bondad que harás un esfuerzo para ponerme en situación de emprender algo... Ya ves... mi ropa en Peñíscola... Así no se puede intentar nada, ni pretender un empleo, ni siquiera acercarse a los que los dan.

-Por ahora no puedo, hijo: ten paciencia, y veremos.

-Ángel es rico.  (Clavando en su hermana una mirada penetrante.)  Si lo disimula contigo es por avaricia.

-No tenemos más que lo preciso para vivir.

-Porque él quiere... Su mamá es inmensamente rica... Pero ya sé que la madre y el hijo no se llevan bien. Como que la buena señora no le perdonará nunca su última barrabasada. Dile que toda precaución es poca, que le andan buscando, que han cogido a Mediavilla.

-Por falta de precauciones no será -replicó Dulce cautelosa-. Hemos dejado la casa en que vivíamos, y nos hemos ido a un tejar...

-¿Dónde?

-No digo las señas ni a Dios. Tengo miedo de toda el mundo, hasta de ti y de papá.

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-¡De mí! ¿Crees que yo...?

Doña Catalina, después que logró despachar a Naturaleza, avivó la luz de la lámpara, que estaba muy mustia, y las caras de Dulce y Arístides se iluminaron. En pie, junto a la cómoda, ambos revelaban cavilosa tristeza. La de Alencastre preguntó a su hija por Ángel, y ella repitió el embuste.

-¡Por Dios, iros a un tejar...! Estaréis muy mal; ¿Por qué no os venís aquí? Nadie le descubriría. -Toda precaución es poca, mamá... ¡Venirnos aquí!... ¿Para que Policarpo y el tío Pito salieran diciéndolo a todo el mundo? Pronto lo sabrían los periódicos, y me cogerían a mi pobre Ángel como en una ratonera.

Arístides empezó a preparar la ropa que había de ponerse para salir, y su cara, durante la operación de sacudirla y cepillarla, era como espejo en que se reflejaba la mala disposición de aquellas gastadas prendas.

-Mira qué cuello de este gabán -dijo a su hermana mostrando uno de color claro y muy raído-. Pues no tengo más remedio que apencar con esta miseria, mientras tú no me rescates el mío. Nada quiero decirte de este pantalón (también era claro, moldeado a las piernas y con flecos por abajo) que es todo rodillera, y en cuanto me siento se me sube a las canillas. Y gracias que me lo ha prestado Policarpo, que si no, tendría que salir como alma en pena.

Doña Catalina y su hija se miraban cambiando mudamente su amargura, y contestando con un suspiro a cada observación del desdichado barón de Lancaster. El cual se atusó barba y cabello, y al encajarse aquellas   —68→   vestimentas que el mismo Rastro desdeñaría, se miraba en un roto y deslucido espejo pendiente de la pared, consultando con él por rutinas de hombre que había sido elegante y que aún con tales andrajos no renunciaba totalmente a serlo.

-¡Lástima de figura, hijo, lástima de cara! -dijo con lamento jeremíaco doña Catalina-. ¡Tenerte Dios así, en esa desnudez, cuando podrías... qué sé yo...! Ministros hay que han llegado a serlo por lo bien apañaditos que van siempre, aunque rasos de talento. Verdad que tu padre y tú tenéis bien merecido lo que os pasa por vuestra mala cabeza. Todo el pelo que se puede echar en España con las revoluciones, lo echaron los del 68, y ya no hay más pelo que echar por ese lado. Los tiempos han cambiado: yo os lo digo. Emplead vuestro talento en hacer la felicidad del país, afianzando las instituciones, como dice D. José Bailón, y abrid la boca a ver si cogéis el higuí...

Arístides contestó a su madre con una sonrisa desdeñosa, y mirando a su hermana, que no chistaba, dijo gravemente:

-No parece, sino que podemos escoger el terreno en que nos toca luchar por la vida. No; cada uno pelea donde le ponen las circunstancias, y a mí me han puesto en el peor de todos los terrenos. ¿Es culpa mía? No. Tráiganme mi gabán, y seré otro. La ropa es el 75 por 100 del ser humano. Pero con esta facha, ¿creen ustedes posible que un español haga cosa de provecho? No está en mi carácter lanzarme a la calle trabuco en mano, en día de asonada. No sirvo para eso. Los tiros me ponen nervioso. Mi papel revolucionario está reducido a formar en los corros de la hojalatería   —69→   más imbécil, abrir la boca y exclamar: «¡cuándo vendrá!» y a profetizar triunfos que nunca llegan, y calcular todas las maravillas que haremos cuando vengamos... Vístame yo, y hablaremos. Ya me buscaré un terreno mejor, que los hay, vaya si los hay... ¿Creen ustedes que si yo tuviera ropa, como Guerra, iría a sacar los sargentos del cuartel, ofreciéndoles hacerles oficiales?... En fin, no hablemos más. Buenas noches.

Caló el sombrero hongo y se fue, sin hacer caso de las exhortaciones de su madre, que le instaba a quedarse para cenar de lo que Naturaleza traería pronto. No hacía medio minuto que hija y madre se habían quedado solas, cuando sonó un terrible estruendo en la sala próxima, y ambas corrieron asustadas a la puerta del gabinete para saber qué demonios ocurría. Don Simón, D. Pito y D. José Bailón, el cura renegado2, vecino de la casa, y el más asiduo concurrente a la tertulia de los Babeles, habían armado tal gresca, que daba miedo oírles. El jefe de la familia se había levantado de su asiento junto a la mesa, y cogiendo una silla, golpeaba con ella el suelo, vociferando como, un demente, mientras Bailón, sentado, acariciaba la botella de cerveza medio vacía, bufando de ira, rojo como un pimiento. Y D. Pito, repantigado en una silla, con las piernas estiradas sobre otra, y echando la cabeza atrás, increpaba al techo con expresiones burlescas y roncas, que en medio de la infernal bullanga de los otros dos apenas se entendían.

  —70→  

DON SIMÓN. -  Eso es una imbecilidad, eso es desconocer la historia; y los que tal sostengan están vendidos al oro borbónico.

DON JOSÉ. -  Sópleme usted esa mosca ¡pateta! Usted no sabe lo que dice, y se lo probaré... y le enseñaré lo que es una Constitución, que no lo sabe.

DON SIMÓN. -  Como no me enseñe usted las narices... ¡qué cuerno! Le digo a usted que no sabe dónde tiene la mano derecha.

DON PITO. -  ¡Carando!... por vida del tío Carando, y de la tía Yemas, yo sostengo que ninguno de los dos sabe una patata del asunto.

Dulce y doña Catalina, que entraron a poner paz, no pudieron enterarse de la causa del alboroto, la cual fue que el cura renegado sostuvo que, al triunfar la revolución, debían reunirse Cortes Constituyentes, y Babel se pronunció rabioso contra esta idea, afirmando que la Constituyente no era práctica, y que la transformación de la sociedad debía hacerse en la Gaceta, por simples decretos dictatoriales. Y la disputa se agrió, arrojándose uno a otro dardos envenenados, hasta llegar a un punto en que parecía inminente la colisión, y poco faltó para que la botella de cerveza saliera volando por los aires, al encuentro de una silla de Vitoria.



V

Dos cosas calmaron el coraje homérico de D. Simón García Babel: la presencia de su hija, que solía ser nuncio de una era de provisiones, y estas palabras de doña Catalina, que cayeron en medio del campo de   —71→   Agramante como una bomba de paz: «Ea, Simón y Pito, estúpidos, no os sofoquéis, que vamos a cenar». Esta frase sublime determinó en la cara del inválido marino una iluminación singular. El resplandor indeciso de sus ojos azules parecía llamarada de alcohol flotando sobre la aspereza del corcho insensible. Cara más áspera, más amojamada no se podía ver, comparable quizás, más que al alcornoque, a una esponja vieja y reseca, surcada de cortes y desgarraduras profundísimas. Era su frente cuarteada, como la piel del cocodrilo; su pescuezo como un manojo de raíces de droguería; sus manos, forzudas aún, revelaban parentesco con el cabo de filamento de coco; sus barbas blancas a trechos, a trechos verdosas, crecían entre las grietas de la piel como el escaramujo en un casco que ha navegado largo tiempo sin entrar en dique.

Don Simón, acariciando a su hija y desenojándose, súbitamente, le dijo: «¿Has visto ese majadero de Bailón? ¡Proponer que haya Cortes Constituyentes! Eso no se le ocurre ni al que asó la manteca».

Y el cura renegado, saludaba familiarmente a doña Catalina, diciéndole: «A su marido de usted, a ese chiflado, hidrófobo, hay que ponerle un bozal. ¡Defender la dictadura! Yo quiero que la ley vaya siempre delante, y que todo se haga conforme a derecho».

-Dulce, hija de mi alma -dijo D. Pito a su sobrina, sin abandonar su posición indolente; ven acá, da un abrazo a tu pobre tío, que está con el cigüeñal roto, los fuegos apagados... ¡Ay, no me puedo mover! La pierna de estribor no gobierna, chica, y el mamparo éste (la boca del estómago) parece que se me   —72→   quiere subir a la escotilla. Tú siempre tan simpática. ¿Nos traes auxilio? Si no fuera por ti, ¡qué sería de estos pobres cascos...! ¡Carando...! Cuéntame, ¿qué es de tu vida? ¿Y ese pobre Guerra...?»

La entrada de Naturaleza aplacó los ánimos irritados, y hasta D. Simón parecía transigir con que hubiera Cortes Constituyentes. Llegose a su amigo, y mediaron nobles explicaciones sobre los voquibles pronunciados en el hervor de la patriótica contienda. La de Alencastre fue a la cocina, mientras su hija ponía la mesa, entendiéndose por esto el tender un mantel de tres semanas y colocar sobre él unos cuantos platos y cubiertos, salero, y un perrito de porcelana, sin cabeza, en cuyo lomo se clavaban los palillos. Dulce era condescendiente y amable con todos, y el único a quien no tragaba era Bailón, porque en verdad no parecía bien que aquel gorronazo, que pasaba por rico en la vecindad, y prestaba dinero con usura, se convidase a cenar, consumiendo parte no floja de la exigua pitanza. La conversación se reanudó en tonos templadísimos, y las ideas de tolerancia y mutua consideración flotaban sobre la mesa, como las nubecillas de un cielo sereno sobre campo en que se ven señales de buena cosecha.

Don Simón tiene la palabra:

-Venga la revolución de cualquier manera, que es lo que importa. Tabla rasa, y después veremos. Yo le escribí a D. Manuel el mes pasado, a raíz del fracaso, y le decía: «No hay que desanimarse... Esto se derrumbará por sí solo, y se deshará como un azucarillo rociado con agua. Después, los que nos sabemos al dedillo las necesidades del país, por habernos quemado   —73→   las cejas estudiándolas, le daremos a usted los materiales para que los vaya mandando a la Gaceta. Nada de Parlamentos, ni discursos, ni vocinglería. Gaceta, Gaceta y Gaceta. En ocho días, España del revés, como se vuelve un calcetín». Y a vuelta de correo me contestó...

Aquí estuvo a punto de reproducirse la anterior tempestad, porque Bailón, soltando la carcajada, dejó al otro con la palabra entre los dientes. En un tris estuvo que el clerizonte le dijera: «No sea usted mamarracho. Ni usted ha escrito a D. Manuel, ni el D. Manuel ese le hace a usted maldito caso». Pero no quiso exacerbar a su amigo, y todo quedó en un tiroteo de frasecillas irónicas.

-Como quiera que sea, Simón -apuntó D. Pito-, arréglalo pronto, que más perdidos de lo que estamos no podemos estar. Soy modesto en mis aspiraciones. Me contento con una ayudantía de Marina en cualquier puerto de tercera clase.

-¡Pero qué simple es usted! -le dijo Bailón. ¿Cree que entonces habrá ayudantías, ni marina, ni siquiera puertos?

-Señor de Bailón -saltó Babel entre despreciativo y amenazador-, ¿usted qué sabe lo que habrá ni lo que no habrá? En otras manos está el pandero. Descuide usted, que hablará la Gaceta, y entonces sabrán todos cómo se corta el queso. Lo que puedo anticiparle, y usted me cree o no me cree, según le convenga, es que las Clases Pasivas se liquidarán con un papel que crearemos al efecto; que el ejército nuevo costará la décima parte que el antiguo; que las misas páguelas quien las oiga, y que no se permitirá retener   —74→   los sueldos de los empleados civiles ni militares... Por ahí le duele a usted. ¡Ah! por eso quiere Cortes Constituyentes, y discurseo, dictámenes y líos, y patetas, con el fin de empapelar la revolución, para que todo siga como ahora está.

-No, si yo no quiero nada, mi amigo señor don Simón -dijo el cura renegado echándose a reír-. Que haya orden y moralidad es mi único deseo.

-Moralidad, eso...-exclamó D. Pito dando puñetazos sobre la mesa.

-¡Moralidad, moralidad! -repitió Babel atusándose los bigotazos-. De eso se trata. Pues vea usted: yo sostengo que la revolución no hará la moralidad de golpe y como por ensalmo, pues en país tan corrupto como el nuestro, donde la máquina está oxidada, no es fácil limpiarlo todo en un día, ni en dos... pero ni en tres... Se hará lo que se pueda. ¿Cómo? ¡Ah! No lo debo decir.

-Lo primero que tenéis que hacer -propuso don Pito-, es colgar de una verga a tantísimo tunante y tantísimo ladrón. Que la paguen, que la paguen, y así los que vengan detrás aprenderán a andar derechos. Y yo pondría en cada oficina un contramaestre armado de un buen bejuco, y a rebencazo limpio les haría trabajar a esos gandules de empleados... Al que faltara o me hiciera algún chanchullo... a ver, trincarme a ese... un boca-abajo... doscientos palos, sal y vinagre en las heridas, y a otro... ¡Ah, qué administración tendría yo si me dejaran! Daría gusto verla, y el país agradecido me llamaría su padre, padre de la patria. Sí, no hay que reírse ¡yema!,Y a los diputados les haría andar más derechos que un palo macho. Al que dijera   —75→   algo contra la libertad, o al que me armara intrigas y enredos, ¡listo! codo con codo a las islas Marianas. Desengañaos, es el gran sistema. A la pillería de este país, no hay quien la baraje sino con la ley del componte. ¡Eh! Sr. Cánovas; o Sr. Castelar, o señor Sagasta: ¿qué me dice usted ahí? ¿Qué los derechos y qué la prerrogativa, y que sí y que no, y qué pateta? Póngase usted boca abajo, que le voy a explicar mis doctrinas constituyentes y el alma pastelera del tío Carando... Veríais cómo andaban todos derechos. Si no hay otra manera, desengáñense, no la hay. ¡Conozco a la humanidad, porque he bregado mucho con ella, y sé que es un animal feroz si no se le sabe domesticar!...

La conversación siguió en estos tonos, de grotesco humorismo. Servida la cena, toda la familia cayó sobre ella con alegre voracidad, no siendo el intruso Bailón el menos aplicado a despacharla.. Dulce fue a llamar a su hermano Fausto y a su primo Policarpo, que abstraídos en misteriosa faena, dentro de la estancia llamada laboratorio, no hacían caso de los repetidos llamamientos de doña Catalina para que fueran a cenar. Se habían encerrado por dentro, y Dulce tocó una y otra vez en la puerta, hasta que al fin abrieron; pero no pudo la joven satisfacer su curiosidad, pues antes de abrir ocultaron todo, cubriendo con periódico los objetos diversos que sobre la mesa tenían. El aposento era pequeño, con ventanas a un fétido patio, y de la pared pendían formas extrañas, figuras de Guiñol, de estúpida cara, una cabeza de toro disecada, un estantillo con varios frascos de reactivos y barnices; libros viejos y sucios; en el suelo   —76→   piedras litográficas, montones de periódicos, herramientas diversas, todo en el mayor desorden, mal oliente, pringoso, polvoriento.

-Pero ¿qué demonios hacéis? -les dijo Dulce, tapándose la nariz-. ¡Qué asco! No sé cómo respiráis en esta sentina.

El uno se restregaba los ojos, encendidos por la fatiga de un largo trabajo con luz artificial, y el otro limpiaba unas plumas, guardándolas cuidadosamente.

-Primita -dijo Policarpo con insinuante voz-, ¿por qué no te corres con un par de pesetillas? Ten compasión de estos esgalichaos.

-Pero, ¿qué hacéis? ¿en qué os ocupáis? decídmelo -replicó Dulce sacando su portamonedas.

-Se lo diremos para que no crea que es cosa mala -indicó Fausto, limpiándose las manos con un trapo más sucio que ellas-. Hemos hecho unas aleluyas políticas... cosa de gracia, y ahora estamos con el lapicero mágico, porque el juguetillo del gato y el ratón ya no hay quien lo compre. Fabricamos chucherías que se venden en la Puerta del Sol a perro chicó. Miseria, hija, miseria. Pero, verás, con el Cálculo infalible de las jugadas a la lotería que estoy inventando ahora, hemos de ganar muchísimo dinero.

Dulce les dio la limosna, que ellos agradecieron mucho. Por cierto que si se descuidan en ir a cenar, no encuentran más que los platos vacíos porque los manjares, a saber, tortilla, salchichas, jamón, arenques, etc.... volaban que era un gusto de los platos a las bocas, y los comensales semejaban maestros de prestidigitación, por la rapidez con que hacían desaparecer la comida. El general apetito mataba la plática,   —77→   y solo se oía el ruido de masticaciones diferentes, y el picoteo de los diestros tenedores, cogiendo la ración. Por derecho consuetudinario, la botella estaba bajo la jurisdicción y custodia de D. Pito, quien no escanciaba en los vasos sino raciones muy medidas, teniendo algo que rezongar cuando se le pedía parte de lo que él estimaba de su exclusiva pertenencia. Naturaleza, siempre humilde tomaba lo que le daban sin permitirse reclamar. Los desperdicios eran siempre para él, y es fama que en cierta ocasión se contentaba con los huesos de las aceitunas, aunque el caso no está comprobado. Fausto y Policarpo devoraban, el jefe de la familia cumplía como bueno, y doña Catalina no comía más que pan pringado, entreverando las degluciones con suspiros, que sacaban pedazos del alma, a medida que iban entrando pedazos de alimento.

Terminada la cena, despedíase Dulce de su madre en la puerta de la cocina, cuando vio venir por el pasillo adelante, arrastrando la pata derecha, al gran don Pito, auxiliado de un bastón, eructando y echando maldiciones contra el reuma. Al verla se regocijó, como siempre, y la invitó a pasar a su cuarto, donde la obsequiaría con una copa de lo que resucita a los muertos.

-Ya, ya van al aguardentazo -dijo doña Catalina furiosa-. No hay mayor perjuicio que dar de comer a estos borrachones, que no pueden digerir si no se llenan el cuerpo de esa ponzoña.

Don Simón apareció en seguimiento de su hermano, tarareando aquello de cuatro boqueroncitos, y al oír las expresiones de su cara mitad, tomó el tonillo   —78→   zumbón para decirle: «Prenda mía, ya sabes que yo no empino. Mi hermano es el que se encandila. Yo no lo cato, por no ofenderte, y aquí me tienes rendido, y dispuesto a besar tu real pata».

-Anda, gandul, mejor emplearas en trabajar ese talento, ese pesquis que maldito para qué te sirve.

-Camarera -gritó D. Pito entrando en su cuarto, próximo a la cocina-, no se incomode usted. Yo solo bebo, pero es para abrigarme por dentro, tapándole las rendijas al frío. Entra tu, Dulcenombre, y lo probarás.

-¿Yo? ¡qué asco!

El cuarto del capitán de barco no tenía más que el tamaño suficiente para una angosta cama, una percha, rinconera que hacía de mesa de noche, y lavabo de trípode de hierro, en cuya jofaina difícilmente cabía un azumbre de agua. Más que cuarto parecía camarote. Sobre un estantillo de mala muerte veíanse los planos arrollados y sucios, el sextante cubierto de cardenillo, y la caja vacía de los cronómetros; de un clavo pendía el capote de agua; el baúl claveteado, que hacía las veces de silla y de sofá, guardaba un aneroide roto, algunos libros de derrota y otros restos del ajuar del marino. Sentase éste en la cama, después de haber sacado de los bolsillos del capote de agua (que de alacena le servían) una botella y una copa, y allí, ante su sobrina y cuñada, se sirvió ración bastante para tumbar a cualquier cristiano. Pero el maldito tenía la cabeza hecha a las fuertes presiones, y sólo se ponía un poquitín alegre, y le entraba una especie de ternura humanitaria, perdonando a los que antes quería matar a latigazos. Su hermano se obsequió   —79→   con media copa, y tanto instaron ambos a la noble doña Catalina, que probó la ginebra, haciendo mil visajes, y carraspeando. Hasta el comedor donde Bailón preparaba el tablero de damas, llegó el olorcillo, y el clérigo acudió a las voces que le daba D. Pita: «Capellán, capellán, que estamos pasando la línea, y hay que remojarla». Y acudía el capellán para alumbrarse un poco, y como quisieran hacer lo mismo Policarpo y Fausto, su madre les despachaba con un bufido: «¿También vosotros? A la calle, bigardones. Harto hacemos con llenaros el buche». Salían ellos refunfuñando, y los demás se convocaban en la sala, con júbilo febril, dispuestos a charlar y disputar, riendo como locos hasta más de media noche. Doña Catalina se dormía como un cesto.

Salió Dulce de la leonera con el corazón oprimido, llorando mentalmente y presagiando desdichas, calamidades y tragedias.