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Sin ánimo de ser exhaustivos podemos recordar los nombres de tratadistas andaluces como M. Anneo Séneca, Averroes, Ahmad-ben-Jusuf, Ebn Chacan, Ebn Aljatil, Abu-Bekr, San Isidoro, Sebastián Fox Morcillo, Alfonso García Matamoros, Arias Montano, Herrera, Juan de Robles, Argote de Molina, Juan de Mal Lara, Fray Luis de Granada, Bartolomé Jiménez Patón, Juan de la Cueva, Juan de Jáuregui, José Velázquez, Marqués de Valdeflores, Agustín Muñoz Álvarez, González de León, Blanco White, Félix Reinoso, Francisco Martínez de la Rosa, Alberto Lista, Narciso Campillo, J. Herrera Dávila, A. Alvear, Romualdo Alvarez Espino, Antonio de Góngora y Fernández, Salvador Arpa y López, Girón Severini, Nicolás Latorre y Pérez, Joaquín de los Reyes García Romero, y Prudencio Mudarra y Párraga, que es el que aquí vamos a estudiar.
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La obra está editada en los Talleres de Fernando de Santiago, de Sevilla. La cuarta edición, que es la que nosotros hemos manejado, apareció el año 1895.
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La tradición bíblica ve en el artista un don divino, aunque natural; un carisma dado mediante la naturaleza a un individuo, destinado al provecho de la comunidad. De esta convicción surge la responsabilidad del artista y su misión sagrada. En la tradición pagana -al menos en la Grecia Antigua- la inspiración poética fue concebida también como un don puntual de los dioses. La musa arrebataba o poseía al aedo o al poeta en el instante en que cantaba y componía su poema. Concebida, pues, durante tantos siglos, la creación artística como efecto de una intervención divina, no debe extrañarnos que se exija no sólo una coherencia, sino incluso una subordinación del contenido artístico al mensaje religioso.
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Podemos comparar
la anterior definición con algunas de las más usuales
de su tiempo. La de Canalejas, por ejemplo, es la siguiente:
«La Literatura es la
manifestación artística del pensamiento humano, por
medio de la palabra hablada o escrita»
, y la explica de
esta manera: «En esta acepción,
restringimos el concepto de la Literatura, con la condición
de artístico, que le imponemos a esta
manifestación del pensamiento humano; pero aun es más
extensa que la de muchos estéticos, que circunscriben la
denominación de arte a la poesía, excluyendo modos y
partes muy principales de la Literatura, como son la Oratoria, la
Historia y la Didáctica. Calificar de arte la Literatura o
apellidar artística la manifestación del pensamiento,
es prevenir de antemano al lector, de que tratamos de la belleza y
de la realización de la belleza, es decir, de aquella forma,
preceptible para el espíritu y para los sentidos, en que se
nos representa la belleza ideal, y gracias a la cual la
contemplamos en monumentos arquitectónicos, estatuas,
cuadros o tragedias»
(Fco.
de Paula Canalejas en Curso de Literatura General,
Imp. La Reforma. Madrid, 1868,
pág. 10).
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Ciertamente el
término Estética deriva de la palabra griega
aístesis, que significa «sensación». Kant
llama Estética trascendental a la «ciencia de todos los principios a priori de la
sensibilidad»
. En la Estética trascendental,
así entendida, considera Kant, en primer lugar, la
sensibilidad separada del entendimiento y, en segundo
término, separa de la intuición todo lo que pertenece
a la sensación, con el fin de quedarnos sólo con la
intuición pura y con la forma del fenómeno, que es lo
único que la sensibilidad puede dar a priori. La Estética
se opone a la Lógica trascendental, que examina los
principios del entendimiento puro, y poco tiene, por tanto, que ver
con lo que en la actualidad se llama estética, ciencia de lo
bello o filosofía del arte. Es en este último sentido
en el que lo empleó Alexander Baumgarten y desde entonces la
estética ha sido considerada como una disciplina
filosófica sin que ello excluya la existencia de reflexiones
y aun de sistemas estéticos en la anterior filosofía.
Para evitar la confusión del término e, incluso para
enmendar su evidente impropiedad, algunos autores propusieron otras
denominaciones como, por ejemplo, Kali-estética -que
insinúa Krause- tratando de unir el elemento objetivo
(calós) al subjetivo (aístetos) o Calología y
Caleología (de calós, bello, y logos, tratado), como
nuestro autor. Sin embargo, el nombre Estética, a
pesar de su impropiedad, es el que ha hecho fortuna y se ha
admitido universalmente.
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El problema capital de la estética en el sentido de Baumgarten es, en efecto, el de la esencia de lo bello. Según Baumgarten, la estética, en cuanto theoria liberalium artium, gnoseologia inferior, ars pulchre cogitandi, ars analogi rationis, es la scientia cognitionis sensitivae. Es decir, el fin de la estética es la perfectio cognitionis sensitivae, qua talis. Ahora bien, el problema mismo fue dilucidado en la Antigüedad por Platón, Aristóteles y Plotino, quienes, al lado de consideraciones estéticas puras, siguieron la antigua tendencia a la identificación de lo bello con lo bueno en la unidad de lo real perfecto y, por lo tanto, subordinaron en la mayor parte de los casos, al tratar de definir la esencia de lo bello y no simplemente de averiguar en detalle los problemas estéticos, el valor de la belleza a valores extraestéticos y particularmente a entidades metafísicas.
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La identificación de lo bueno con lo bello es propia, asimismo, de la filosofía inglesa del sentimiento moral, en particular de Shaftesbury, y se encuentra no menos decididamente en el idealismo romántico. En realidad, sólo desde hace relativamente poco tiempo se ha intentado erigir una estética verdaderamente independiente, alejada de toda unilateral consideración de tipo metafísico, lógico-formal, psicológico o gnoseológico. Los gérmenes de esta estética como disciplina independiente se encuentran ya en gran número de autores de la Antigüedad y de la Edad Media, pero han sido desarrollados sobre todo con la crítica kantiana del juicio que es, en parte, una delimitación de esferas axiológicas. Mientras para Baumgarten lo estético era sólo, siguiendo la tendencia general de la escuela de Leibnitz-Wolff, algo inferior y confuso frente a lo consciente y racional, convirtiéndose la Aestética en una scientia cognitionis sensitivae, Kant procura tratar el juicio estético al lado del teleológico como lo que hay de a priori en el sentimiento.
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A este razonamiento podemos oponer el que elabora Kant que, como hemos dicho, se apoya en un juicio reflexivo caracterizado por la finalidad, aunque hay que advertir que, mientras ésta es objetiva, en el juicio teleológico propiamente dicho, es subjetiva en el juicio estético, por cuanto la finalidad de la forma del objeto es adecuada en relación al sujeto. El juicio estético es, pues, un juicio de valor distinto no sólo de los juicios de existencia, sino también de los demás juicios axiológicos. Pero mientras en éstos hay satisfacción de un deseo o correspondencia con la voluntad moral, en la adecuación de lo bello con el sujeto, esto es, en el juicio estético por el cual encontramos algo bello, no hay satisfacción, sino agrado desinteresado. El desinterés caracteriza la actitud estética en el mismo sentido en que el juego es la actividad puramente desinteresada, la complacencia sin finalidad útil o moral.
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Para Taparelli es
bello «todo aquello cuyo aspecto nos
causa placer, deleite»
. La razón de este deleite
la encuentra en la proporción, o «en una especie de
semejanza que debe existir entre la potencia cognoscitiva y la
forma del objeto. Porque, «¿en
qué consiste -dice- el acto de la intuición del
conocimiento? Lo hemos dicho muchas veces; la potencia cognoscitiva
se transforma en la imagen ideal, o sea en la forma del objeto
conocido; si esta forma no fuese, como suele decirse,
homogénea; si no tuviese cierta proporción con la
facultad cognoscitiva, ¿cómo era posible que
ésta se aviniese con ella, que en ella reposara? El reposo
que hallara sería como el del cuerpo en las
espinas»
.
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G. Ephraim Lessing
(1729-1781) creemos que debe ser considerado antes que nada como un
crítico que acepta espontáneamente los principios
estéticos de la tradición. En su obra más
famosa, el Laocoonte, examina la verdad del «ut pictura
poiesis»
horaciano. Una observación
de Winckelmann sobre la superioridad del arte griego -el silencio y
serenidad de las estatuas griegas- y el recuerdo de los gritos y
lamentos de los héroes homéricos le hacen plantear la
tesis de que la poesía no es como las artes figurativas;
cada arte tiene sus signos expresivos propios y una naturaleza
especial. Es fundamental el hecho de que el poeta disponga de
tiempo para expresar lo que quiere, y el pintor o el escultor
tengan que buscar el «momento
pregnante»
, el momento de plenitud, la descripción
dinámica. En Lessing, la expresión es
conjugable con la forma bella mediante un nuevo concepto
de forma, a la que ahora se hace esencialmente dependiente del
medio expresivo empleado. Lessing afirma resueltamente la
primacía de la forma; la forma determina el fondo, pero ella
misma está determinada por el efecto que va a producir. En
muchos aspectos, Lessing es un hombre fiel a la tradición:
afirma el valor social del arte y nota el vínculo que debe
coordinarle con la moral. Defensor de los derechos de lo «natural»
y lo «característico»
, no predica la
liberación absoluta de las reglas, pero afirma que «el genio es la más alta conformidad con
las reglas»
.