[Nota preliminar: Esta antología
está realizada en diciembre de 2005. Las modificaciones en
la textualidad de los poemas, su disposición en el interior
de cada libro o su pertenencia a los distintos títulos
respecto a Somos el tiempo que nos
queda (Seix Barral, 2003), recopilación de
poesías completas, y Manual
de infractores (Seix Barral, 2005), obedecen a
decisión del autor, que ha supervisado esta
selección.]
Las adivinaciones
Versículo del
Génesis
Por las ventanas, por los ojos
de cerraduras y raíces,
por orificios y rendijas
y por debajo de las puertas,
entra la noche.
Entra la noche como un trueno
por las rompientes de la vida,
recorre salas de hospitales,
habitaciones de
prostíbulos,
templos, alcobas, celdas,
chozos,
y en los rincones de la boca
entra también la noche.
Entra la noche como un bulto
de mar vacío y de
caverna,
se va esparciendo por los
bordes
del alcohol y del insomnio,
lame las manos del enfermo
y el corazón de los
cautivos,
y en la blancura de las
páginas
entra también la noche.
Entra la noche como un
vértigo
por la ciudad desprevenida,
rasga las sábanas más
tristes,
repta detrás de los
cobardes,
ciega la cal y los cuchillos
y en el fragor de las palabras
entra también la noche.
Entra la noche como un grito
entre el silencio de los
muros,
propaga espantos y vigilias,
late en lo hondo de las
piedras,
abre sus últimos
boquetes
entre los cuerpos que se aman,
y en el papel emborronado
entra también la noche.
Domingo
La veis un día domingo.
Lleva un cuerpo cansado, lleva un
traje cansado
(no lo podéis mirar),
un traje del que cuelgan trabajos,
tristes hilos,
pespuntes de temor, esperanzas
sobrantes
hechas verdad a fuerza de ir
remendando sueños,
de ir gastando semanas, hambres de
cada día,
en las estribaciones de un pan
dominical.
La veis venir acaso de un
afán desahuciado,
de una piedad con fábulas,
la veis
venir y ya sabéis que
está llamándose
lo mismo que la vida,
lo mismo que su traje hecho disfraz
de olvido,
hecho molde de engaño
comunal,
cortado a la medida de mensuales
lágrimas,
de quebrantos tejidos con la
última
hebra de la intemperie, con las
trizas
de ese telar de amor donde
entrevemos
la pobreza de todos que es un
cuerpo sin nadie.
Sucede que es un día
más bien canción que número,
más bien como una lluvia de
inclementes pestañas,
de humilde mano abierta
que volverá a vestir de
desnudez la vida.
Y entonces ya es mentira crecer
sobre raíces,
ya es mentira ese sueño
blandamente nocivo
que se nos va quedando arrendado en
la piel,
que se consume hasta perderse
en un mísero rastro de
caricia aterida,
hasta llegar a confundirse con un
domingo anónimo,
con un tiempo de nadie hilvanado de
lástima.
Y de pronto ese día, el
domingo,
ella viene llegando, corre, se nos
acerca
(todos la conocemos),
nos mira igual que un charco
de amor recién secado, nos
contagia
de todo cuanto es crédulo en
su espera siguiente,
porque está
consolándose con un jornal vacío,
porque está
desviviéndose
en una vana sucesión de
acopios para huir,
de ir contando los años por
tránsitos de trajes,
por memorias zurcidas, por
sueños arrancados
del retal de un domingo cegador e
ilusorio.
Nombre entregado
Tú te llamabas tercamente
Carmen
y era hermoso decir una a una tus
letras,
desnudarlas, mirarte en cada
una
como si fuesen rastros iguales de
alegría,
contiguos besos en mi boca
reunidos.
Era hermoso saberte con un
nombre
que ya me duele ahora entre los
labios,
me sangra entre los labios como el
moho de una fruta,
como algo que yo querría
nombrar constantemente
y me estuviese amordazando con su
olvido,
con su apremiante negación
de ser,
porque es inútil repetir lo
que termina en nada.
Es posible que ya no puedas
tú tener un nombre,
encerrar en un nombre tu
ternura,
tus verdes ojos dulces,
la dorada humedad de tu
cabello,
que ya no puedas responderme si te
llamo,
si te sigo llamando y nada me
devuelve
la ilusoria constancia de que
aún eres cierta.
Ahora es de noche y tú no
tienes nombre,
a nadie pertenecen tu voz, tus
adjetivos,
mientras cae la lluvia
mansamente y es más
frágil la vida
cuando al llamarte sé que ya
no tienes nombre.
¿Es verdad que te has ido
para siempre,
que no podremos ya mirar los
árboles mojados,
la lenta pesadumbre de las tardes
calladas,
el nocturno temor que a nuestro
amor se unía?
¿Es verdad que tu boca se
irá deshabitando
sin responder a nadie ni siquiera
en silencio,
que ya no cabré nunca en tu
mirada,
en tus manos que guardan mi latido
en su piel?
No puedo imaginar que alguien te
llame
allí por ese reino donde
ahora enmudeces
mordiéndote los labios como
entonces
y tú vuelvas los ojos para
ver si es posible
que tengas todavía un nombre
en que esconderte,
un nombre que estacione la vida
entre sus letras,
que sea vanamente igual que
Carmen,
porque ahora es de noche y
tú no tienes nombre.
Pero entonces he mirado la
luz,
los péndulos furtivos del
otoño,
los hombres que caminan y
caminan,
las aves del regreso, torpes ya con
el frío,
estos libros que ardieron con
nuestros ojos juntos,
mis padres, mis hermanos, con sus
sombras gemelas,
mi amigo Juan Valencia, que
está mi lado y no
me habla, y sé que estoy
viviendo,
he aprendido que son las cosas
quietas
las que evidencian mi razón
de cada día,
que eres tú quien te has ido
a una gran soledad,
quien no puedes volver con aquel
nombre tuyo,
con aquel cuerpo ajeno y
transeúnte que tenías,
con algo que no sea caricia o beso
o lágrima
y lo convoque todo en una historia
única
donde decir tu nombre equivalga
también a poseerte.
Porque es triste y es
también preciso
comprender que eso es vivir: ir
olvidando,
consistir en palabras que
están llamando a nadie,
saber que es una grieta
súbita
la que arrasa y corrompe la
más cierta esperanza,
saber que es el desamor
quien detrás de lo
más amado espera
para poder seguir viviendo
a pesar de la noche y tu nombre
entregado.
Memorias de poco tiempo
Espera
Y tú me dices
que tienes los pechos rendidos de
esperarme,
que te duelen los ojos de estar
siempre vacíos de mi cuerpo,
que has perdido hasta el tacto de
tus manos
de palpar esta ausencia por el
aire,
que olvidas el tamaño
caliente de mi boca.
Y tú me lo dices que
sabes
que me hice sangre en las palabras
de repetir tu nombre,
de lastimar mis labios con la sed
de tenerte,
de darle a mi memoria,
registrándola a ciegas,
una nueva manera de rescatarte en
vano
desde la soledad en la que
tú me gritas
que sigues esperándome.
Y tú me lo dices que
estás tan hecha
a esta deshabitada cerrazón
de la carne
que apenas si tu sombra se
delata,
que apenas si eres cierta
en esta oscuridad que la distancia
pone
entre tu cuerpo y el
mío.
Un cuerpo está esperando
Detrás de la cortina un
cuerpo espera.
Nada es verdad sino su
encarnizada
inminencia, esa insaciable
culpa
que a mí mismo me
absuelvo
aborreciéndome. Nada es
verdad:
un cuerpo está
esperando
tras el sordo estertor de la
cortina.
En la oquedad propicia del
instante
que mientras más deseo
más maldigo,
quiero amar ese cuerpo, que
él perviva
hasta que su orfandad se haya
cumplido.
Paredes jadeantes, sucio el
suelo
de mercenaria obstinación,
allí
nos conducimos mutuamente
al voraz simulacro de la vida.
(La amarra del amor nos hace
libres.)
Sólo yo estoy suspenso del
engaño:
reptante fiebre muda,
mi memoria confunde sus
fronteras
entre las turbias órdenes
del tiempo.
De todo cuanto amé, nada
logró
sobrevivir al cuerpo en que
persisto.
(La noche se agazapa entre las
telas
que un falaz movimiento hace
carnales.)
Una mentira solo está
esperando
detrás de la cortina.
Soy
otra vez mi cómplice:
consisto en mi deseo,
toco a ciegas la luz, me
reconozco
después de extraviarme,
despedazo
ese fúnebre espejo al que el
placer
se asoma, expío
con mi turno de amor mi propia
vida.
De un vértigo ritual
pendiente el cuerpo,
ya no es posible conjurar su
lastre.
Hijo de las tinieblas
Ayer,
por la vertiente de las tierras
fluviales,
ya en el último cerco
nocturno de la bruma,
te vi cruzar entre el adobe de los
muros caseros,
bordeando el declive suburbial del
arroyo,
con tu gesto de héroe
fugitivo y tu indolencia
de errante flor oscura, alegre al
parecer,
hijo mío,
patriarca de telas
destrozadas,
de luz a luz
buscándote,
de tiniebla en tiniebla
haciéndote más hombre,
defendiendo tu corazón
contra las brozas
que roían la vida en torno
tuyo.
Bernardo Ballester era tu nombre
impetuoso
como un bastión de barro y
de batallas,
y crecías cambiando tu
condición de inválido
por una duda al menos en que poder
creer,
por alguna ignorancia o
extravío de náufrago
donde fundamentar tu pecho tan
inerme.
Frente a ti yergo el filo
sonoro
de mi palabra como un herido
acero,
para que tú me oigas,
para que tú me vivas y me
hermanes,
acaso para nada o tal vez para el
sueño
que tienes enterrado debajo de ti
mismo,
solitario arrecife
con oleajes de combativa
herencia,
varón de pétalo y
metal,
agua mansa y turbulento
ácido
juntos entre el caudal de tu
ceguera.
Hoy,
después de ti,
después de haberte hablado,
me acuerdo de quién eres y
qué quieres,
me acuerdo de tu vida,
hijo mío.
(Te llamo y me haces falta, hijo
mío.)
Necesito mirar el desgarrón
culpable
que abre tu historia entre las
piedras de Castilla,
sentir cómo te hundes en tu
propia esperanza,
oír el golpear de tus
pinceles
contra el único amor,
palpando al mismo tiempo
su entraña de diamante
inflexible.
Entre los tuyos, entre el pan y el
vino
de los tuyos, eras
lo mismo que una llama de paciente
iracundia,
lo mismo que una herida
aminorada
con el ungüento de su propia
sangre,
toda tu casta junta en su nativo
horror,
muralla de concordias
arrasadas,
ilusoria materia de estrago
irreparable.
Igual que una pregunta que
resbala
por los tramos del odio y se
pronuncia casi
con temor de morir y vuelve
luego
a restaurar la nada de su
crédulo origen,
así tu hombría
intraducible,
tu encarnizada pugna contra
nadie,
tu libre mano párvula
que ahonda en lo más
frágil de cuanto fue creado,
tiembla sobre los fosos de la
vida
y toca el mundo y lo delata
y en páginas en blanco lo
convierte,
porque siempre estarás
luchando solo,
porque jamás podrás
ver claro,
hijo de las tinieblas,
hijo mío.
Anteo
Hija serás de nadie
(La soleá)
Me fui acercando hasta la
lúgubre
frontera de la llama,
todavía
reciente el maleficio. Dioses
en vez de hombres arrancaban
a la terrestre boca sus
rescoldos
de mísera epopeya.
Ebria
mejor que loca era la sed,
mientras las jadeantes llaves
del amor, la roja flor del
vino,
el nudoso gemir de la madera,
reducían la vida a un
estéril
fragor de insurrección.
Nunca fue
la omnipotencia concebida
con más proscritos
fueros
de humildad. Aquí
moría el tiempo
retumbando entre las sometidas
deserciones, fugaz la orilla
incrédula
del alma, inmortal su
corriente.
Pero la mordedura de lo negro,
¿tú también?,
repetía. Toca
mis azotados senos infecundos,
abre el furioso horno del
relámpago,
hunde tus manos hasta el fondo
de la estación del hambre,
en las sangrientas
volutas del recuerdo, por las
roncas
angosturas de un grito. Allí
verás
cómo se alza en errabunda
cólera
tu propia sumisión. Bebe
conmigo
el cuenco de la música, la
líquida
maraña del lamento,
fértil
amor tendido en la harapienta
majestad de la noche, menguando el
clamoroso
martirio de la luz.
Pero la mordedura
de lo negro, ¿tú
también?, repetía.
Hija serás de nadie,
laberinto
de infamantes asedios,
tributaria
consumación del llanto,
hija
serás de nadie, soleá
tan libérrima
que su arma es su yugo,
alimentada
de tierra, engendrada en la
tierra,
tanto más alta cuanto
más
caída, ¿tú
también?, como Anteo.
Semana Santa
(La saeta)
La cruenta memoria donde el
sueño
busca su alivio en vano, el
pedestal
sangriento de la noche, boca
de los dormidos, calla no
más
al borde del sollozo,
resonando
como el agua en el odre,
¿quién
despierta?, mientras va la
anarquía
del corazón vertiendo su
insaciable
razón mortificada.
Aquí se agrieta
el mundo, aquí la carne,
aquí
el demonio. Lucha, alma
mía,
cuerpo mío, demonio
mío, lucha
conmigo tú, mi
esclavizado
pueblo, reliquia funeral
del enemigo, tal la aciaga
tormenta
en la noche beatífica,
cuando el relámpago
profana
el cauteloso atrio de los
templos.
Batallas son de fe mientras
blasfeman
en la sombra, allí los
santuarios
portátiles, los cirios, el
capuz
insidioso, el rezo entre
requiebros.
¿Cómo huir del
ludibrio por las calles
nocturnas, a solas bajo el
cerco
de las tulipas y los
estandartes?
¿Cómo escapar de
todos, regresar
a todos y gritar ante ellos
la proclama más
crédula, su idioma
acongojado, dardo propiciatorio que
degrada
el hueco en que se hunde?
En otro tiempo
viví yo mismo aquella
idolatrada
trasmisión del prodigio,
cuando
hasta la herencia de verdad de un
hombre
era tomada como agravios y las
hogueras
que regían la fe se
propagaban
hasta la misma libertad del
justo,
restaurando en sus hijos
el castigo que nunca
merecieran.
Pero la dulce efigie, el
cándido cordero
del holocausto, en mercenarias
andas de impiedad, fueron
testigos
del incauto ofertorio de la
noche.
Y el ebrio aroma céreo, la
alquilada
carga del penitente, el
metálico chorro
de las candelerías, los
grumos
del incienso sordamente
sahumado,
la tiniebla del coro, iban
teniendo
la inercia de una patria
migratoria,
mientras la terca púrpura
intocable
aún vibraba a la luz de las
alegorías
sobre el civilizado rostro de la
historia.
Así la voz volvía a
guarecerse
en la querella, única
habitación
del oprimido labio alucinado,
y en tanto ya que las
antorchas
envolvían el oro de
crespones lívidos,
la palabra gemía
enmascarándose
con el suplicio de lo oscuro,
¿quién
despierta?, haciendo más
humana
su sagrada quejumbre, ya
triunfante
del solemne ritual de las
diademas.
Setenta veces siete, entre
sedientos
vítores, inválidas
culturas, fue la pompa
rindiendo pleitesía a la
indigente
reconstrucción de un grito,
divisoria
liturgia invulnerable, urna
de resignada tradición de
hastío
desde donde la noche va
gestando
su reconciliación con la
mañana.
Las horas muertas
Anamorfosis
Este olor a achicoria y a
orujo
y a crines de caballos y a
verdín
con salitre y a yerba de mi
infancia
frente a África, acaso
contribuya también a
perpetuar
en no sé qué recodo
del recuerdo
un equívoco lastre
de amor dilapidado y de
injusticia
que en contra de mí mismo
cometí,
y es como si de pronto
todo el furtivo flujo del
pretérito
convirtiera en rutina
la memoria que tengo de
mañana.
Suplantaciones
Unas palabras son inútiles y
otras
acabarán por serlo
mientras
elijo para amarte más
metódicamente
aquellas zonas de tu cuerpo
aisladas
por algún obstinado
depósito
de abulia, los recodos
quizá donde mejor se
encubre
ese rastro de hastío
que circula de pronto por tu
vientre,
y allí pongo mi boca y
hasta
la intempestiva cama acuden
las sombras venideras, se
interponen
entre nosotros, dejan
un barrunto de fiebre y como un
vaho
de exudación de
sueños
y otras esponjas vespertinas,
y ya en lo ambiguo de la noche
escucho
la predicción de la memoria:
dentro
de ti me aferro igual
que recordándote,
subsisto
como la espuma al borde de la
espuma,
mientras se activa entre los
cuerpos
la carcoma voraz de estar a
solas.
Un
libro, un vaso, nada
Todas las noches dejo
mi soledad entre los libros,
abro
la puerta a los
oráculos,
quemo mi alma con el fuego
del salmista.
Qué contraria
voluntad de peligros me
desvela,
quiebra la vigilante
sed de vivir de mi palabra.
Todas las noches junto
inútilmente
los residuos del día,
recupero
las horas muertas de la
indefensión,
consisto en lo que he sido.
(Una mano olvidada entre las
sábanas
rompe papeles, incinera
los escombros del
sueño.)
Oh posesión sin nadie,
¿para qué
tantas páginas vanas,
tantos
himnos vacíos? Mira
a tu alrededor, ¿qué
queda?
Solos
estamos: toda la ausencia cabe
entre la realidad y el
sueño. Aquí
mi obstinación es mi
alegría:
un libro, un vaso, nada.
Pliegos de cordel
Supervivencia
Musgo mefítico,
adherencia
matinal de lo inerte,
día
a día
arrastrándome
hacia un fondo de esponjas
oxidadas, broncas burbujas
balbucientes,
tentáculos
que en las marañas de la
noche
acechan.
Toco a ciegas
la luz, las alas
de las horas, escucho
cómo restallan los
cristales
de la mañana llameando
desde el centro
del sueño, desde el
centro.
Lentas ondas me emplazan
en lo opaco del día,
busco
la cajita de yerbas, el papel
ocasional de los recados.
Salto
por fin al borde de la vida.
Otra vez en lo oscuro
A veces, en la turbia
galería del sueño,
encendía la luz
y me quedaba oyendo los ruidos
de la noche: el rumor
de la ronda, el gotear
del grifo, la doméstica
respiración y como un
vago
acicate de vida
en la madera.
Trascendía
la casa a los durmientes
y todo era un recluso
depósito de miedo entre las
sábanas.
Pedía de beber por no
sentirme
solo, quizá por
parecerme
al acecho de alguien,
porque el roce de un cuerpo
me desvelara de vivir.
Y otra vez en lo oscuro iba
rastreando los pasos
de la calle, respiraba
el agrio aroma a cuero
del calzado reciente,
la sinuosa urdimbre del
almagre,
el impávido vaho del
tragaluz.
Dormía
vigilando las sombras,
la sucesión de
gérmenes del sueño,
entumeciéndome de fe, como
esperando
desde el rincón de reo de mi
infancia
que fuese libre para
despertar.
Hasta que el tiempo fue
reconstruido
Hasta que el tiempo fue
reconstruido
bajo tu propia vigilancia,
cuántas
residuales versiones de los
hechos
fueron depositando su
carroña
en papeles, en bocas, en
conciencias.
Hombres e ideas tenebrosamente
instalados en la mitología,
textos
que suplantaron con abyecta
máscara
el rostro de la historia,
allí
se conjuraban para hacerte
cómplice
de la maquinación contra el
fantasma
que recorrió tu
juventud
hasta que el tiempo fue
reconstruido.
¿Cómo escapar a
ciegas, desandar
el camino? ¿Quién que
no tú
lo haría, con qué
trámites
de acotadas lecciones,
testimonios
apócrifos, tenaces
simulacros?
Arduo oficio fue el tuyo e
inhumanas
las trampas de la vida. ¿Con
qué suerte
de antídotos, argucias,
imposturas
te preservaste del contagio,
mientras
a solas compartías las
ruinas
hasta que el tiempo fue
reconstruido?
Elegir no pudiste una verdad
distinta de la única,
algún medio
de subvertir el orden del
pasado,
dirimir lo proscrito, rechazar
el asedio.
Pero tú mismo fuiste
tu testigo: primero un libro,
una mano después, más
tarde
una palabra, luego un hombre
y luego otro y otro más, y
un año
y otro año, una
premonitoria
concurrencia de hombres y de
años,
y media vida que
concurriría
para que al fin y de tu propia
mano
otros nombres pusieras a la
historia
mientras que el tiempo fue
reconstruido.
Descrédito del héroe
Guárdate de Leteo
Defenderé el recuerdo que me
queda
de aquella calle
inhóspita
detrás de la estación
de Copenhague.
Defenderé contra mí
mismo
ese recuerdo, cuando
gastado ya el valor de una
experiencia
que la literatura prestigiara,
en frágiles nociones se
estaciona
la prefiguración de un mundo
torvo
que es del placer la copia menos
nítida.
No volver ya sino reconstruir
de lejos, por inercia, el
anhelante
derredor de la noche: los
difusos
cuerpos estacionados
en la acera, la luz de las
vitrinas
vibrando entre la bruma y el
grasiento
vaho adherido a los zaguanes
donde la identidad del sexo se
abolía.
Pero aquella emoción en
parte desglosada
de una historia banal,
actúa
como la remuneración de un
vicio solitario
en la distancia: ese recuerdo que
defenderé,
que me defenderá
contra la sordidez de la
virtud.
Renuevo de un ciclo alejandrino
Pos los feudos del río
Guadalete, ya en las cercas
de espinos del
cañaveral
del Charco, aún
subsisten
los ruinosos porches
de una casa de postas
convertida
hoy en mesón,
equívoco refugio
de yegüeros y gente
trashumante. Todos buscan
allí
lo que no falta nunca:
el mal vino del pago de
Aznalcóllar
y la inerte muchacha
que vende al transeúnte su
miseria.
En el pino terrado alquilan
una sucias yacijas, separadas
por trémulos tabiques de
latón
y arpillera. Y entre un denso
vaho de mazorcas y un hedor
inconsolable a cama, yace
la mercancía repartida
en dos bultos iguales de
letargo
esperando que suba el
comprador.
Desde el cubil se oyen
pasar a los que vuelven de la
escarda
o van de anochecida a rebuscar
espárragos. Llegan las
voces
de Joaquín, el del pies
ligeros, y de Onofre,
hábil
en el manejo de la hoz, y de
Ana,
la de ojos de novilla, y de
Miguel,
domador de caballos. Todos
acuden al señuelo de los
porches
antes de vadear las aguas
del Escamandro azul, del
Guadalete
de envinados reflejos, fijos
los ojos en las
cóncavas
manos, como abrumados
todavía
por la insaciable
cólera
del investido de poderes.
Y aquella última vez
hasta el sórdido cuarto
descendió,
semejante a la noche,
Constantino
Cavafis, el secreto hijo
de Calímaco, repitiendo
desde un lúbrico fondo de
algodón
y sangre, estas aladas
palabras:
en
todo el universo destruiste
cuanto has destruido
en
estas angosta esquina de la tierra.
Gestión de simulacros
es la verdad vivida: breve
como la fraudulenta desnudez
de la carne, centellea en lo
oscuro
el tálamo de Ítaca,
ya lejos
la taciturna orilla de
Aznalcóllar.
Mas no por rehacer impunemente
la infracción de una
historia, impuso
al maltratado cuerpo su
sentencia
el implacable oráculo,
sino
por rescatar el
heroísmo
de una epopeya oculta en un
tugurio,
pérfido rastro de
sustituciones
que ahora acude
y
permanece en el poema.
A
batallas de amor campo de pluma
Ningún vestigio tan
inconsolable
como el que deja un cuerpo
entre las sábanas
y más
cuando la lasitud de la
memoria
ocupa un espacio mayor
del que razonablemente le
corresponde.
Linda el amanecer con la
almohada
y algo jadea cerca, acaso un
último
estertor adherido
a la carne, la otra vez
adversaria
emanación del tedio
estacionándose
entre los utensilios volubles
de la noche.
Despierta, ya es de día,
mira los restos del naufragio
bruscamente esparcidos
en
la vidriosa linde del insomnio.
Sólo es un pacto a veces,
una tregua
ungida de sudor, la extenuante
reconstrucción del
sitio
donde estuvo asediando el
taciturno
material del deseo.
Rastros
hostiles reptan entre un
cúmulo
de trofeos y escorias,
amortiguan
la inerme acometida de los
cuerpos.
A batallas de amor campo de
pluma.
Laberinto de Fortuna
Super flumina Babylonis
Aquella impávida,
bellísima harapienta que merodeaba por el mercado de
Sanlúcar, tenía que ser sin duda la última
portadora aborigen del talismán. Pues nunca podría
ser aherrojada quien tan humildemente iba ofreciendo la
incorregible magnificencia de su vida. Fermentaban despacio los
zumos tórridos de las frutas y un dulce amago de miseria
envolvía los ambulantes puestos de la plaza. Pero ella
atravesaba incólume la densidad de los desperdicios: nada la
hacía tan superviviente como el contacto con lo perecedero.
Junto a la edénica antigüedad del gran río, era
la más joven desterrada del mundo. Parecía escapar
hacia ninguna parte, como buscando esa otra forma de
extravío que la conduciría al punto de partida.
También junto al gran río, lloraba la harapienta por
un perdido reino.
La
botella vacía se parece a mi alma
Solícito el silencio se
desliza por la mesa nocturna, rebasa el irrisorio contenido del
vaso. No beberé ya más hasta tan tarde: otra vez soy
el tiempo que me queda. Detrás de la penumbra yace un cuerpo
desnudo y hay un chorro de música hedionda dilatando las
burbujas del vidrio. Tan distante como mi juventud, pernocta entre
los muebles el amorfo, el tenaz y oxidado material del deseo.
Qué aviso más penúltimo amagando en las
puertas, los grifos, las cortinas. Qué terror de repente de
los timbres. La botella vacía se parece a mi alma.
Anochecer en Lluch-Alcari
Esa fracción de vida que he
perdido por ignorancia o negligencia, ¿podía haber
supuesto la felicidad? Y ese libro en rigor nunca leído,
¿qué me ha negado? Derivan las sospechas hacia el
turbio confín de la ensenada y busco el rumbo aquel tan
libertario donde cada respuesta irradia un nuevo cerco de
preguntas. Taciturna gestión de las balizas que me avisan ya
tarde del peligro: sólo podrá escapar quien logre ir
acogiéndose a una platónica ignorancia. Al borde de
la cala, por la mar de Deyà, brota la flor versátil
de la anfetamina. Qué palabra inhumana la palabra certeza:
lo que aún desconozco constituye el único argumento
de esta historia. Amaina la resaca igual que la demencia mientras
inútilmente me rehúye el falso instigador de la
sabiduría tratando de impedir que lo desenmascare. Mi oficio
es esta forma de imponerle al recuerdo una distinta
ambigüedad, este soberbio modo de hacer más seductora
una experiencia que habrá quien considere deleznable: cuanto
aquí dejo escrito legitima eso otro que nunca
escribiré .
Diario de Argónida
Biblioteca particular
(Jack London, The
Sea-Wolf)
Comparecen los libros en
lugares
anómalos, se juntan
con indolente
asimetría:
un tropel
de vestigios locuaces,
pendencieros, irresolutos,
lerdos.
He pugnado con ellos
durante muchos años: los he
visto nacer,
durar, languidecer. Han
resistido
intemperies, saqueos,
turbamultas.
Algunos llevan dentro
la ponderada prueba de mi
envidia,
los más el distintivo
incorregible de la
decepción.
Mi error fue abrir un día un
libro.
Nocturno con barcos
Siento pasar los barcos por
dentro
de la noche. Viene de un
taciturno
distrito del invierno y van a otra
interina
estación de argonautas,
esas rutas
quiméricas que rondan
los fascinantes puertos de la
imaginación.
Invisibles a veces, surcan
las cóncavas comarcas de la
niebla,
pertenecen a un mundo
despoblado,
a alguna procelosa
tradición
de vidrieras marchitas, se
parecen
a la emoción que queda
detrás de algunos sueños.
Llega hasta aquí el
empuje
respiratorio de las
máquinas, el empellón
del agua en las amuras,
y a veces
una sirena desenrosca
la disonante cinta de su
melancolía
por los opacos círculos del
aire.
La cifra de esos barcos es la
mía.
Con ellos cada noche se va
también mi alma.
Mestizaje
Reluce el mármol
veteado
entre la pomarrosa y el laurel
y algo como una suave gasa
malva
deja sobre los mates barnices de la
tarde
un voluptuoso amago de siesta
femenina.
Una mujer de grandes ojos
dulces
destaca entre los tórridos
difuminos del patio
con un lánguido gesto de
intimidada
por la inminencia de la
fotografía.
Erguido junto a ella hay un
niño
en cuyos tenues brazos zozobra una
fragata
y a su lado una negra de pechos
presurosos
sostiene una cesta de frutas
que parece ofrecer a algún
oculto rondador.
Es utensilio extraño la
memoria.
Evoco ahora lo que no he
vivido:
una estirpe de nombres lentamente
criollos
resonando en las ramas
prenatales.
Esa es la abuela Obdulia y ese es
mi padre
y esa es la casa familiar de
Camagüey,
adonde yo llegué una tarde
crédula
en busca de un ramal de mi
autobiografía
y sólo hallé la
cerrazón, el vestigio remoto
de un apellido apenas
registrado
en las municipales actas de la
infidelidad.
También yo estoy
allí, huelo a melaza
rancia y a sudor de machetes,
oigo las pulsaciones grasientas del
trapiche,
los encrespados filos de la
zafra,
siento la floración de un
mestizaje
que a mí también me
alía con mi propio deseo.
Cuánto pasado hay
en esa omnipresente estampa
familiar.
Mientras más envejezco
más me queda de vida.
Manual de infractores
Summa
vitae
De todo lo que amé en
días inconstantes
ya sólo van quedando
rastros,
marañas,
conjeturas,
pistas dudosas, vagas
informaciones:
por ejemplo, la lluvia en la
lucerna
de un cuarto triste de
París,
la sombra rosa de los
flamboyanes
engalanando a franjas la casa
familiar de Camagüey,
aquellos taciturnos rastros de
Babilonia
junto a los suntuosos barrizales
del Éufrates,
un arcaico crepúsculo en las
Islas Galápagos,
los prolijos fantasmas
de un memorable lupanar de
Cádiz,
una mañana sin errores
ante la tumba de Ibn' Arabi en un
suburbio de Damasco,
el cuerpo de Manuela tendido entre
los juncos de Doñana,
aquel café de
Bogotá
donde iba a menudo con amigos que
han muerto,
la gimiente tirantez del
velamen
en la bordada previa a aquel primer
naufragio...
Cosas así de simples y
soberbias.
Pero de todo eso
¿qué me importa
evocar, preservar después de
tan volubles
comparecencias del olvido?
Nada sino una sombra
cruzándose en la noche con
mi sombra.
Pasión de clandestino
De aquellas arduas
clandestinidades
tenazmente debidas
a causas nobles y amorosos
lances,
sólo te queda un
sedimento
entre feliz y melancólico,
la sensación
de haber perdido algo
inencontrable,
un decoro, una fe y algún
temor:
eso que fue sin duda
el rango más preciado de tu
vida.
Vertiginosos días de
lecciones
difíciles, de secretos
quehaceres y nocturnidades,