Cuando me llegas con tu luz y
ordeno la gran copa caliente, tus cabellos,
tu novia mano de lebrel. Y acuesto
la carne junto a ti, dejado ciego
el ventanal con sol, todo el
silencio en sombra. Y se deslumbra el aposento
de un túnel sin color. O
bien tus dedos, arando mis mejillas con su lento
peregrinar -mirándome por
dentro como al olor- van a pastar sus ciervos
en el pómulo, alertan
nomadeos del corazón. Si oculto, llega el sueño
a sazonarse en el lugar y, hondero,
hace oficio del párpado con gesto
de tórtola. Y te duermes, y
un almendro florece en ti.
Si luego, ya despiertos,
te miro y nace el aire, abre un
espejo la mocedad, se sana el rostro enfermo
de la sábana. Y,
dócil, quema el trébol del labio su poder, se entrega
al fuego
la juventud. Y si, después,
volvemos, tal un jardín, a contemplar el cielo
con pájaros. Y cantas. Y en
el cuello sopla el alisio su esplendor, el cierzo
mueve la alcoba, anida así
un jilguero, otra vez en tu mano. Y ve el estruendo
devastarse ciudades de piel,
pueblos del tacto, sitios nobles y, a lo lejos,
arde un pinar,
entonces sé qué
cuerpo aventajado es mi vivienda, el centro
del amor. Y te amo.
Y sé del reino donde tengo
mi exilio. Y mi alimento.
Ola feliz
Suena este mar, tu corazón,
bajo la piel. Bello el reloj, se mueve.
Anda del seno tu lugar. Potro en la
nieve,
se hace nuca su belfo. Come de la
bandeja blanca de las sienes.
Muere
de delgadez. Y es ave,
relámpago concéntrico con peces
hechos música, luz, bolsa
obediente
del diapasón.
Feliz más que una playa,
acude al vientre.
Edifica del agua la esbeltez.
Allí te crece
como un inmenso pájaro. Y
distiende
alas de olor sobre el cantil, te
bebe
la piedra transparente
del cuerpo.
Después, yedra invisible,
baja hasta el pie. Jinete,
torre en el cuero juvenil, tambor
de lo turgente,
cede
su forma a la presión.
Sonoro resplandece.
Te late en las paredes
de la carne que beso. Se
convierte
en ruido de unos bosques, en
rostros de violines que pulsan de ese
alegre
sitio del sol.
Y así la noche emerge
solícita. A tus manos, que
hablan en la sombra su celeste
palabra. Su situación de
fiebre
y de jardín. Su fuerte
voz.
Y así, mientras conoce, la
boca vibra, enciende
su tacto. Llega al hombro con
presencia de río, pone caricia y redes
a la virtud. Transita entre los
sauces y el aire adolescente
que amo, fruto interior
silvestre.
Cuerpo tuyo que canta. Y aventa de
mis dedos respiración de mieses.
Música de saxo para dejar entre
las flores de Bowling Green
(New
York)
Recuerdo a Miss Gilmoore, preludio
de la nieve,
ébano solitario, violeta
lastimada,
con un pájaro loco bullendo
entre las manos
y en las tersas caderas un surtidor
de agua.
Recuerdo sus cabellos, sus ojos
infinitos
con un rumor de lumbres y selvas
africanas,
y una cinta de flores
llenándole los labios
de una fiel primavera de besos y de
magias.
Parece que está cerca, que
estoy tocando el fuego,
su cintura pequeña envidia
de las palmas,
o los negros alcores de su cuerpo
perdido
lleno de luces tibias y luces de
Manhattan.
Viajero de los mares, un jazz de
golondrinas
me acercó el imposible
perfil de las acacias.
Siento sus manos, oigo como una
lluvia triste,
como un gorrión herido
temblando en mis espaldas.
Fue una vez -¿hace siglos?-,
cuando el aire venía
indagando el secreto del polen de
las blancas.
Antes de ser recuerdo su boca de
azabache,
sus labios combatidos, magnolia
inexpugnada.
Y hoy perdida en el Este, subiendo
rascacielos,
llevando soles altos al nido de la
escarcha,
Miss Gilmoore imposible, postal de
un sueño apenas.
Perdida de mi cielo, turista de
galaxias.
Mester andalusí
Palabras para colgar de una ventana de
Rota
Este balcón da al mar. Toco
la espuma
viajera, inagotable, de la
orilla.
Sobre el balcón, volcado en
La Costilla,
mis ojos dan al mar.
Lejos, la bruma
dibuja un horizonte que navega
mi corazón.
Conozco cada grano
de esa arena, su nombre, su
verano,
su apellido. Y el agua se me
entrega
joven y dulce en la mañana.
Y canta
su septiembre de sol.
En los cristales
crece la flor de luz de los
corales,
ruge lo azul de la escolar
garganta
del día.
Y aquel niño, aquel
desvelo
que antaño fui, se asoma. Y
ve.
Y en Rota
esta ventana es mar. Y gaviota
que le devuelve lo mejor del
cielo.
Auto de fe
[Nada pervive. Puse los ojos en la
lumbre]
Nada pervive. Puse los ojos en la
lumbre
del cuerpo, en el exilio
que, tarde a tarde, muere tras un
besar de azogue.
Moví las aguas quietas del
estanque. Diversos
rostros felices. Hilos de juventud,
la urdimbre
de la inocencia. Nubes tejí
sobre la cúpula
celeste, sin amor.
Mas no he mentido.
Dónde
podré encontrar la antigua,
simétrica abundancia
del pelo. La salvaje
jungla de tu cabeza sin luz.
Árbol cetrino
con canas exteriores, viajeras
hacia el óvalo
perfecto. Dónde pueden los
sauces alumbrar
la congoja, verter su orvallo.
Oh nigromante
de cadáveres. Vivo
ciprés. Sol demolido.
Qué has visto al lago.
Qué avisas, di.
Qué brasas
elevan su edificio de sol, yacen en
nieve.
Qué símbolos se
ordenan. Qué respuestas dio Edipo.
Porque he visto semillas reptando
sobre un cráneo.
Nidos de esperma virgen que una
flor maltrataban.
Algunas florescencias donde el
cuervo mordía
la garganta del cisne
de la magnolia. El fruto letal del
androceo
hecho novio del oro. Las plumas de
un albatros
quemando el mar. Y peces sin
escamas. Los ánades
sin voz.
Tanto presagio, a qué
conduce.
Dónde
tañer las sombras.
Cómo podré encontrar la clave,
saber de tus augurios.
Cómo entender qué
cantas.
Trasmundo
(11 de noviembre, mañana)
Tú, que tienes el tiempo
sobre la mano y lloras
y piensas de mi vida que un astro
es apagado,
me ofreces una carne de
sueños y de esporas
y una larga abundancia desde el
lecho habitado.
No encuentro otro homenaje
más hermoso que verte.
Mirarte es entenderle su inocencia
al rocío.
Tu cuerpo es en la tarde como una
almena fuerte
donde hacerse una casa protegida
del frío.
Abeja de ti misma, libas de ti,
frecuentas
el calor que a la noche destinas y
desmayas.
Eres como una alcoba donde el aire
aposentas,
como una nube joven que enviudase
en las playas.
Solo un campo contiene soledad tan
desnuda.
Tiembla, frágil, la alondra
que en tus pechos anida.
Me miras y te ofreces desconsolada
y muda.
Vuelas como una lluvia que creciese
dormida.
Oculto anda en tus ojos un olivar
furtivo.
Por dentro de tus pechos se muere
un gladiolo.
Tus labios se hacen grandes y el
sol diminutivo.
Grita un corzo en tu cuello
desamparado y solo.
Detrás de tus mejillas un
pueblo hace su fiesta.
Tendida eres un lago que su vientre
inaugura.
Eres tu misma sombra, destronada y
depuesta,
que amanece gigante desde su
desventura.
(24 de noviembre)
Mirarme hoy es ponerse más
triste que una calle
a la que el viento hubiese dejado
sin visillos.
Es ser como una alcoba sin camas
habitables,
como un tejado roto que asustara
los nidos.
Me miras y te afliges y quieres
acercarle
la memoria a mis ojos de nuestro
tiempo vivo.
Hoy tengo la esperanza color de
algunos árboles,
de aquellos que en otoño se
mueren de amarillo.
No sé dónde ponerme
los huesos en la carne,
cómo esconderle al pecho su
largo pasadizo.
Mirarme hoy es ponerse más
triste que una clase
sin tiza y sin pupitres, donde no
hubiese niños.
Confieso que te quiero más
que nunca esta tarde,
hoy que tiemblas de miedo junto a
mi maleficio.
Tus ojos se me entregan como el
rostro de un parque
donde, nuevos, los sauces emigraran
de sitio.
Me miras y sostienes un
pájaro en el aire,
el cielo respirable que me ha sido
prohibido.
Tus manos me consuelan con su fruta
abundante,
van sanándome dentro
más despacio que un siglo.
Miras como ofreciendo tus ojos
inyectables,
tus ojos enfermeros frescos como un
racimo.
Mirarme hoy es ponerse más
triste que un paisaje
donde nunca las ramas despertaran
de mirlos.
Y yo, porque te amo, me oculto en
este traje
de sábanas que lavan su
muerte los domingos.
Me asomo a tus dos ojos como a dos
ventanales.
Confieso que te quiero como nadie
me quiso.
Porque tú, que me miras, ya
no encuentras a nadie.
Nadie que me conozca puede decir
que existo.
Acuden a mis ojos tus ojos a
llorarme.
Llegas a despedirte. Te has
mentido, amor mío.
Comentario de textos
Rubaiata
(Omar
Khayyám)
Si no sabéis dónde
encontrarme, nunca
os acerquéis a esa
ciudad.
Jamás allí
mis ojos volverán, se
harán sitio
entre calles tan sucias como
aquéllas;
entre el barro y el pan, tanta
basura
desconocida, shucran, de
occidente.
Una
vez sólo, y ya está
bien.
Ciudad
fétida y ocre. Vestida
allí de un aire
que huele a podre, a
sándalo, a cordero,
a cosas empozadas. Nunca a
vino.
Con apenas
ese don singular, inmerecido
acaso,
que es su cielo constante,
azul a su pesar, al que la noche
lava.
Los ojos en las ramas
Donde se cuenta, algo enfadado, de
cómo Arantxa nunca acaba de comer
«Era una vez un oso...»
(Arantxa empieza
a no comer. Se acerca la
cuchara
hasta la boca, y moja de su
cara
tan sólo el labio. Y, al
final, bosteza).
Arantxa, ¡come! (Y
vuelve la cabeza.
Tose. Se rasca. Juega con la
clara
del huevo frito. Hace que muerde, y
para.
Torna a empezar con gesto de
tristeza).
Arantxa, ¡come! (El
plato es aún doncello.
Lo mira. Se decide. Curva el
cuello.
Avanza. Frena. Embiste. Se
arrepiente).
Arantxa, ¡come! (Y
cerca de la cuatro,
dos horas de función en su
teatro,
dice que nones. Porque está
caliente).
De
la revelación que fue en tu cuna presagio de virtud dada a
las manos
Lo que tocas, el aire, se
modela.
Palpas la brisa, el talle del
vacío,
y tu dedo albañil, copia del
mío,
edifica la gracia, la cincela.
Debajo de tu pelo de canela,
donde brillan tus ojos color
río,
un ángel aprendiz de tu
rocío
manda a rizar sus alas a tu
escuela.
Y estás como estudioso,
atareado
en ese construir risas y
cosas,
plumas de cisne, cuellos de
claveles.
Tocas el aire. Y ya, recién
creado,
hay un olor a Emilia y otras
rosas
que envidian muchos ángeles
manueles.
Memoria amarga de mí
[Esta noche decido...]
Esta
noche decido tener contigo un libro. Comienzo en ti a engendrarlo
escribiendo estos versos que en tus labios he visto. Y que
así, su memoria, explique a quienes lean qué de amor
hubo en ello.
He
decidido, libre, pedirle a estos poemas sólo digan tu
nombre. Y, luego, he prometido más de ti enamorarme,
sabiendo de ambas cosas la segunda más fácil y las
dos muy difíciles.
Nacerá con tu gesto, con tu misma sonrisa, y un temblor en
los hombros donde alguna paloma se construya una casa. Pues
será sólo tuyo, tan a ti parecido que al mirarlo te
vean.
Igual
que si por dentro de ti multiplicases una lluvia gemela y, hermosa
y repetida, otra vez te alumbrases. Porque tú serás
sola las palabras que habiten este póstumo libro.
Porque
quiero que quede constancia de lo mucho ya vivido en tus ojos. Y
sepas cuántas horas, siendo infiel a tus brazos, he besado
en tu pecho la lumbre imaginada de una lámpara bella.
Su
historia será un vientre, sin final, avanzando. De mí
depende sólo ser espejo, el principio. Tú sabes que
eres parte, gran sustancia de esto. Y sabes necesito cada verso me
ayudes.
Además, he tomado tu mano hoy no furtiva y he sentido que
sólo tú mereces mi tiempo. Por eso, lo que quede de
mi vida ya es tuyo. Y nadie, ni tú misma, logrará
convencerme.
Los dos
hemos perdido varios siglos mirándonos. De haber antes
vivido, nuestro libro hoy tendría tamaño como un
árbol y un rostro parecido al que acercan tus pómulos
ya gestantes y aún tímidos.
Pero
sé es todavía la edad feliz, que aún puedes
llevar hasta la escuela nuestro libro, comprarle zapatos y vestidos
y decir al que pasa cómo al fin decidiste floreciera en tu
cuerpo.
Y, un
día no lejano, tal vez dirán tu nombre no
creyéndolo mío. Pues sabrán es de quienes sus
mitades le dimos. De las cuales la tuya será porción
más plena, pues tú sola lo escribes.
De
latrocinios y virginidades
[Es elocuente cuanto no te diga, pues
ninguna]
Es elocuente cuanto no te diga,
pues ninguna
palabra clarifica
como el silencio.
Decirte adiós es esta copa
larga
con un sabor a nunca. Sin
embargo,
perdido entre el alcohol, hay en su
fondo
un verso.
Ése es el tuyo.
Bébelo
no despacio, pero no tampoco
con la aceleración de quien
se marcha
y envenena el cristal. Deja que el
vaso
pueda hablar en tu boca. Y, aunque
al fin vacío,
mantenga su temblor. Ya que quien
ama
para siempre lo hace.
[Hueles como el verano. desde el calor,
lentísimas]
Hueles como el verano. Desde el
calor, lentísimas,
se me ofrecen las jaras y, en tus
hombros,
lo flexible del mimbre y el
lentisco. Tienes,
debajo de mis brazos, un herbazal
tranquilo,
olor a prado en celo y a retama de
un monte.
Parece que vinieras de una casa sin
nadie
con un carro de heno que asustara
en los labios.
Estás como entregando una
mensajería
de un lugar inconcreto que no sabe
su nombre.
Tu oficio más propenso es
hablarle a los tréboles
y hacer que en cada mano se haga
grande un arroyo.
Abrazarte es lo mismo que ir
oliendo una fábrica
donde el polen hubiese trabajado
descalzo.
A través de tu boca se ha
asomado una espiga
y hay un poco de mosto que va
abriéndose paso.
No existe sitio tuyo que no
ordene
mirar su procesión,
más infidelidades
a las cosas restantes que arde al
sol tu azotea.
Hueles a la corteza del pinsapo y
del álamo.
Desde ti suena el mundo como el
aire en las cañas
o el zorzal. Se despeñan los
párpados a verte
y, al rodar, te visitan regiones
augurales
que enloquecen en misa con su
fiesta de pronto.
No es posible explicarte sino
deletreándote
o enviando a la escuela la
emoción de uniforme,
con zapatos de párvulo y un
gran lazo en el cuello.
Amarte es despedirse
abrazándote a un campo
que huele a regadíos y a un
vellón trashumante
que hubiese ido de compras a una
tienda con flores.
Exhalan tus dos pechos una
jardinería
que asciende de las sábanas
con que heredas la nieve.
Y está tu olor tendido,
dentro de la hermosura,
con una piel tan blanca que te beso
esquiando.
Medio siglo, cien años
Reconstrucción del tango no
bailado con nadie
(Avenida
Corrientes)
La tarde todavía se escribe
con tu nombre,
con una luz de plata sobre un
bandoneón.
Se escribe en un cuaderno con hojas
amarillas,
grabando cada letra tu nombre en un
renglón.
Recuerdo que tenías dos ojos
que cantaban
y una tienda con flores en la
respiración.
La tarde se dolía de un beso
en la garganta,
de un tango que temblaba dormido en
un sillón.
Desde una voz con lluvia cruzaban
colegialas
sonando en sus carteras la
última lección.
Pasaban con la risa colgando de los
brazos
y el verbo amar en tiempo de
desconjugación.
Recuerdo en esa calle dos piernas
me miraron
y dejaron su firma sobre mi
corazón.
Gozarlas fue dolerse la mitad de
otro siglo,
metiéndole de ausencia su
fierro este malón.
Aún oigo cuando hablaban
llegando a la cintura,
su lumbre de allá arriba
bajando hasta el tacón.
No existe ya nostalgia como no oler
su cuerpo
ni andarle a sus caderas la joven
tentación.
Después de que pasaran mis
manos se murieron,
se me han difunto un hijo y un
verso en un jarrón.
El mundo tiene calles y bromas que
dan miedo
y no debés buscarle
más argumentación.
Recuerdo que tenías yuchanes
en los ojos
y un sabor a semillas y a
panificación.
Si dicen que te olvido,
reíte, sabés cómo
el sueño me ha enfermado tu
boca bermellón.
Sabés que sos mi luto que
nunca se termina,
que vos sos quien me arrima mi
desesperación.
Me va quemando un beso por dentro
de los labios
y dentro de otro beso se ve mi
inhumación.
Recuerdo que tenías dos
ceibos en los ojos
y un perfume de fruta casi en
germinación.
Recuerdo que tenías la
música por dentro,
sonando a lo incurable de mi
desolación.
Palabras al oído de quien no pudo
oírte
(Torre de los
Ingleses)
Cuando nos veamos
¿nos conoceremos?
¿Seré el mismo por
fuera,
tú la misma por dentro?
Cuando nos veamos
-si alguna vez nos vemos-,
¿seremos los que somos,
los que fuimos seremos?
Cuando nos veamos,
cansados ya de vernos,
¿seremos estos mismos
que han dejado de serlo?
Lectura de la nada
(Plaza
Dorrego)
Todo verso es final, es letra
última.
Es, por ello, un vacío
y una incomparecencia.
Aquí estás,
es tu nombre.
De tal maceración arde mi
mano
y obtiene, en ti, la exacta
perfección de esta nieve, el
volumen inscrito
por lo interno de un cero.
Nada, nunca, te ha dicho;
no podrá desdecirse.
La palabra en que eres lleva al
hielo su rostro.
Su destino,
fatal,
es licuarse.
Perversificaciones
[Me llevabas a calles que no iba]
Me llevabas a calles que no
iba
y, luego de andar mucho,
llegabas a un lugar que siempre
era
donde tú ya no estabas.
[A
ti, que ya has dejado de alegrarme]
A ti, que ya has dejado de
alegrarme
como lo hicieras en aquel
verano,
te vengo a ver las tardes de este
invierno
huidizo hasta tu casa de la
nieve.
Porque ya no te quiero. Así
que, cuando
solícita me obligas a
aceptarte
y accedo a lo que pides por el
frío,
no pienses que es mi amor el que a
ti acude.
[Has hecho bien en olvidarme.
Hubiera]
Has hecho bien en olvidarme.
Hubiera
apagado ese fuego aquella
noche
sólo dos veces más, y
sólo a ratos,
y tú pides el mar en cada
instante.
Así que has hecho bien. Mas
compadezco
a aquel que tendrá sitio ya
en tu hoguera,
pues no sabe el traidor qué
incendio el tuyo
cuando imagines que conmigo
yaces.
[De todos los lugares donde
hicimos]
De todos los lugares donde
hicimos
arder tu juventud, recuerdo
como
sitio nunca olvidable la
bañera,
a la cual me llevaste -yo tan
limpio
de cuerpo y corazón- con el
sigilo
de darme a conocer, líquido,
el fuego.
Y, en verdad, conocí
cuánta y distinta
puede la lava ser en los
volcanes.
Fue tan perfecta la ocasión
de amarnos
igual que los delfines en el
agua
-ahogándonos a ratos y
creciendo
por encima del mar: muslos
convictos,
senos en desazón, piel en
naufragio,
la hirviente red en la que el pez
moría-,
que, desde entonces, casi medio
año
-limpio de corazón y no de
cuerpo-,
no me he vuelto a bañar
por olvidarte.
[Ella no es joven. Mas las dos
estáis]
Ella no es joven. Mas las dos
estáis,
por dentro y fuera, hechas de la
misma
materia y proporción, cuerpo
con algas
donde olvidarse, pues tenéis
el mismo
espacio de la flor en que oler
mucho
por cuantas veces cada tiempo
exija.
Conoces bien que, de las dos,
tú eres
quien puede más. Que nadie
pone en hora
el reloj de mi amor como tú
haces
al llegar el verano.
Pero el año tiene
doce meses que son distancia
grande.
Y si ella cerca cuando tú
lejana,
¿que puedo hacer sino sufrir
paciente
su mucha caridad con tu
marido?
[Si los ojos dejaran sus
señales]
Si los ojos dejaran sus
señales
en aquello que miran, no
pudieras
moverte ni ya andar. Porque
tendrías
heridas y arañazos en las
piernas,
cicatrices de amor, rastros de
hambre,
mordiscos de jaguar bajo tus
medias.
[Cuando es la noche y, en mi cama, a
solas]
Cuando es la noche y, en mi cama, a
solas,
pasan los trigos con tu piel, tus
pechos
del tamaño del agua, las
cerezas
maduras que comí o el cuerpo
tuyo
que ha nacido perfecto; cuando
todo
huele a la noche que tu flor me
abriera,
no tengo otro consuelo que
abrasarme,
fingirme otra vez yo, darle a la
mano
lugar donde mentir lo que,
allí sido,
repite de tu amor lo que, ay, no
eres.
Territorios del puma
Un
coche a toda velocidad sólo es hermoso si te lleva donde
hacerle el amor a la Victoria de Samotracia
Íbamos en vehículo,
como las madreselvas
al llegar el verano. Parecía
que fuese
a quedar solitaria la ciudad.
Porque huíamos
millares de inocentes a encontrar
un domingo
donde al fin no escondernos, en
busca de la muerte
que se hallaba en el campo.
Tus piernas
comprendían
por qué al verlas cantaban
todas las autoescuelas
y también los
semáforos. Pues eran el prodigio
que iba dando a las ruedas el lugar
donde el tiempo
caminaba a ser joven. Y por ellas
andaba
el camino y el sitio al que yo
dirigía
mi insistencia y mi alma para
llegar temprano
al calor de esa tarde.
Corrías como loca,
como desesperándote. La
calle trasladaba
su sonido a tus ojos. Yo besaba tu
cuello,
que, al igual que una espiga,
volaba hasta esa frente
donde yo andaba oculto.
En la larga avenida
preguntaban quién era
aquella luz con gafas
que llevaba el volante.
Y el aire nos cegaba
sin poder distraernos. Ya que
tú conducías
apoyada en mis labios. Y al fondo
había un paseo
al que correr sin riesgos que no
fuesen la muerte
a que nos dirigíamos. Algo
así como un cuerpo
del que fue deseado, como un monte
no visto
que se fuese acercando a explicar
cuántos iban
a morir aquel día.
Porque el auto iba ardiendo
de los dos. Y los pinos estaban
situados
invisibles y adrede, para que
nuestras vidas
dejaran contra ellos lo que nos
desahuciaba.
O tal vez lo que entonces
simuló desahuciarnos
para no confundirnos.
Que no era cosa alguna
sino la carretera, las
urbanizaciones
por las que, rodeando, dimos
vueltas a nada.
O a la fuente sin agua que
bebió de nosotros
y compró en ti la
lluvia.
Lo cierto es que esa tarde
íbamos a matarnos
preguntándonos cómo
hallar el gran momento en el que
consumirnos.
Si mejor en los pinos o en tu
hoguera cercana,
junto a la gasolina. Porque al
fondo había un muro
que tú, la conductora, ya
habías colocado
sin saber que existía.
Por eso entendí era
el momento oportuno de intentar el
suicidio.
Y pedí desnudarte. Y fui
bajo tu blusa
descubriendo el verano.
Así que me di muerte
sin que me equivocara. Y me
maté de pronto,
pero muy despacito. Meditando en
que el golpe
fue mortal. Y tan grave que debe
repetirse
si quieres resucite de este estado
de muerto
del que vengo
muriéndome.
Porque sé desde
entonces
que he muerto en esas curvas que
llevaban al parque.
Aunque estés
indicándome con tus ojos de viernes
que no hay curvas ni parque, que es
tan sólo tu cuerpo.