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Antología poética Javier Heraud
La vida baja como un ancho río.
1 Yo soy un río,
voy bajando por
las piedras anchas,
voy bajando por
las rocas duras,
por el sendero
dibujado por el
viento.
Hay árboles a mi
alrededor sombreados
por la lluvia.
Yo soy un río,
bajo cada vez más
furiosamente,
más violentamente
bajo
cada vez que un
puente me refleja
en sus arcos.
2 Yo soy un río
un río
un río
cristalino en la
mañana.
A veces soy
tierno y
bondadoso. Me
deslizo suavemente
por los valles fértiles,
doy de beber miles de veces
al ganado, a la gente dócil.
Los niños se me acercan de
día,
y
de noche trémulos amantes
apoyan sus ojos en los míos,
y hunden sus brazos
en la oscura claridad
de mis aguas fantasmales.
3 Yo soy el río.
Pero a veces soy
bravo
y
fuerte
pero a veces
no respeto ni a
la vida ni a la
muerte.
Bajo por las
atropelladas cascadas,
bajo con furia y con
rencor,
golpeo contra las
piedras más y más,
las hago una
a una pedazos
interminables.
Los animales
huyen,
huyen huyendo
cuando me desbordo
por los campos,
cuando siembro de
piedras pequeñas las
laderas,
cuando
inundo
las casas y los pastos,
cuando
inundo
las puertas y sus
corazones,
los cuerpos y
sus
corazones.
4 Y es aquí cuando
más me precipito.
Cuando puedo llegar
a los corazones,
cuando puedo
cogerlos por la
sangre,
cuando puedo
mirarlos desde
adentro.
Y mi furia se
torna apacible,
y me vuelvo
árbol,
y me estanco
como un árbol,
y me silencio
como una piedra,
y callo como una
rosa sin espinas.
5 Yo soy un río.
Yo soy el río
eterno de la
dicha. Ya siento
las brisas cercanas,
ya siento el viento
en mis mejillas,
y mi viaje a través
de montes, ríos,
lagos y praderas
se torna inacabable.
6 Yo soy el río que viaja en las riberas,
árbol o piedra seca
yo soy el río que viaja en las orillas,
puerta o corazón abierto
yo soy el río que viaja por los pastos,
flor o rosa cortada
yo soy el río que viaja por las calles,
tierra o cielo mojado
yo soy el río que viaja por los montes,
roca o sal quemada
yo soy el río que viaja por las casas,
mesa o silla colgada
yo soy el río que viaja dentro de los hombres,
árbol fruta
rosa piedra
mesa corazón
corazón y puerta
retornados.
7 Yo soy el río que canta
al mediodía y a los
hombres,
que canta ante sus
tumbas,
el que vuelve su rostro
ante los cauces sagrados.
8 Yo soy el río anochecido.
Ya bajo por las hondas
quebradas,
por los ignotos pueblos
olvidados,
por las ciudades
atestadas de público
en las vitrinas.
Yo soy el río,
ya voy por las praderas,
hay árboles a mi alrededor
cubiertos de palomas,
los árboles cantan con
el río,
los árboles cantan
con mi corazón de pájaro,
los ríos cantan con mis
brazos.
9 Llegará la hora
en que tendré que
desembocar en los
océanos,
que mezclar mis
aguas limpias con sus
aguas turbias,
que tendré que
silenciar mi canto
luminoso,
que tendré que acallar
mis gritos furiosos al
alba de todos los días,
que clarear mis ojos
con el mar.
El día llegará,
y en los mares inmensos
no veré más mis campos
fértiles,
no veré mis árboles
verdes,
mi viento cercano,
mi cielo claro,
mi lago oscuro,
mi sol,
mis nubes,
ni veré nada,
nada,
únicamente el
cielo azul,
inmenso,
y
todo se disolverá en
una llanura de agua,
en donde un canto o un poema más
sólo serán ríos pequeños que bajan,
ríos caudalosos que bajan a juntarse
en mis nuevas aguas luminosas,
en mis nuevas
aguas
apagadas.
Piedra fría,
solemne piedra,
¡si pudieras hablar
en mi costado,
si pudieras cantar en
tu vertiente!
Si desembocaras en un
ancho río,
y trajeras la paz al
mundo entero,
al cantarte en tus
aguas destiladas,
alma serías en mi
frente oscura,
brazo serías
de mi antigua
cabellera.
En las montañas o el mar
sentirme solo, aire, viento,
árbol, cosecha estéril.
Sonrisa, rostro, cielo y
silencio, en el Sur, o en
el Este, o en el nacimiento
de un nuevo río.
Lluvia, viento, frío
y azota.
Costa, relámpago, esperanza,
en las montañas o en el
mar.
Solo, solo,
sólo tu sola risa,
sólo mi solo espíritu,
sólo
mi soledad
y
su
silencio.
1 Mi cuarto es una
manzana,
con sus
libros,
con su
cáscara,
con su cama
tierna para
la noche dura.
Mi cuarto es el
de todos
es decir,
con su
lamparín que
me permite reír
al lado de Vallejo,
que me permite ver
la luz eterna de
Neruda.
Mi cuarto, en
fin,
es una
manzana,
con sus libros,
sus papeles,
conmigo,
con su
corazón.
2 Por mi ventana nace
el sol casi todas
las mañanas.
Y en mi cara,
en mis manos,
en el dulce
clamor de la luz pura,
abro mis ojos entre la
noche muerta,
entre la tierna
esperanza de
quedar vivo un
día más,
un nuevo día,
para
abrir los
ojos ante la
luz eterna.
Mariposas, árboles
calles angostas y
venideras, ¡cómo decirles
que a la hora del crespúsculo
sus ramas vivideras volverán
a crujir en la tormenta!
Si en la noche
remontaran
el más ancho río,
¡cómo negarles su candor
sangriento,
su pecho claro
esclarecido!
Mariposas, árboles en la
tormenta, en el río claro
merced vuestras alas al
ruidoso viento
que entre los dos saldrá
la madrugada.
He dejado descansar tristemente mi cabeza
en esta sombra que cae del ruido de tus pasos
vuelta a la otra margen
grandiosa como la noche para negarte
he dejado mis albas y los árboles arraigados en mi garganta
he dejado hasta la estrella que corría entre mis huesos
he abandonado mi cuerpo
El deseo Qusiera descansar
todo un año,
y volver mis ojos
al mar,
y contemplar el río
crecer y crecer
como un cauce,
como una enorme
herida abierta
en mi pecho.
Levantarme,
sentarme,
recostarme en
las vertientes
o
en las orillas
de los mares,
recostarme en
las crecientes,
acomodarme
suavemente en
las aguas
o
en
los
manantiales.
El poema 1 He dormido todo
un año,
o tal vez he muerto
sólo un tiempo,
no lo sé.
Pero sé que un año
he estado ausente,
sé que un año he
descansado,
sé que en ese tiempo
las moras y las frutas
secaban sus raíces
triturándolas
de sabor y regocijo.
Yo descansé
en la sierra,
y felizmente mi
corazón no se secó
con la humedad
del llanto,
no sollozó,
no reclamó tristezas
pasadas.
Todo sucedía como
siempre:
y yo descansaba
descansando,
los trenes aún
pesaban sus rieles,
los barcos naufragaban
tarde y noche,
muchos peces
agotábanse en el mar.
3 Hoy he vuelto
mis caminos.
Partí hace ya
un año.
Todo podría negarlo
ahora:
no sé si he nacido,
no sé si he leído
alguna vez un libro.
Habré tal vez hojeado
un verso de Salinas
que hoy quiero olvidar.
Un año nunca es suficiente
cuando se desea el descanso.
Si he nacido
es porque he de acabar
con mis huesos
en el mar:
(el mar lo lava todo,
el mar cubre
las hierbas y los pastos,
él llena los corazones
de sal y de tinieblas).
Pero yo acaso ya he
muerto,
un año es siempre un año,
realmente no he
descansado nada,
¿o es que quiero
volver a recostarme
en el lecho
del descanso, en donde
en sueños escuchaba
el rumor
de las vertientes
del otoño?
5 He estado un largo
año tendido en
la hierba del olvido,
cubierto por
las hojas del amor y
del otoño.
Ya he descansado
un poco, lo confieso,
yo partí sin despedirme,
pero es que en mi corazón
no cabían ya mis flores,
en mi corazón no entraba
ya el duro secreto de la vida.
8 He vuelto. Dormí un
largo año, descansé
y estuve muerto, pero
gocé de abril
y de las flores blancas.
Una vez terminado
el año,
procedo a recoger
mis cosas nuevas,
procedo a reclamar
papeles viejos,
hago al compás
de charlas amistosas
el recuento del año,
el recuento de mis
365 días pasados:
todo se fue
rápidamente,
no hubo tiempo
para la cosecha,
ni para
sembrar el trigo
en los maizales.
Los días volaron
raudamente,
estuve sentado,
leyendo,
o alguna vez
escribiendo
hasta la noche.
No tuve miedo
de la muerte,
no pude sembrar
el amor como
quería,
recogí algunas
frutas caídas
y supuse que
al final moriría
alguna tarde
entre pájaros
y árboles.
No estoy muerto.
Sin embargo,
entre tarde y tarde
cuando vibran
los soplos
del silencio,
abro mi corazón
al conjuro
del viento
y la palabra,
y construyo
casas,
tierras,
mares,
nuevos albores,
nuevas tristezas,
y callo al final
(como siempre
recordando y
recordando).
1 No derrumben mi casa
vieja, había dicho.
No derrumben mi casa.
2 Teníamos nuestra pérgola,
y dos puertas a la calle,
un jardín a la entrada,
pequeño pero grande,
un manzano que yace seco
ahora por el grito
y el cemento.
El durazno y el naranjo
habían muerto anteriormente,
pero teníamos también
(¡cómo olvidarlo!)
un árbol de granadas.
Granadas que salían
de su tronco,
rojas,
verdes,
el árbol se mezclaba
con el muro,
y al lado,
en la calle,
un tronco que
daba moras
cada año,
que llenaba de hojas
en otoño las puertas
de mi casa.
3 No derrumben mi vieja casa,
había dicho,
dejen al menos mis
granadas
y mis moras,
mis manzanas y mis
rejas.
4 Todo esto contenía
mi pequeño jardín.
Era un pedazo de
tierra custodiado
día y tarde por una
verja,
una reja castaña y alta
que
los niños a la salida
del colegio
saltaban fácilmente
llevándose las manzanas
y las moras,
las granadas
y las flores,
5 Es cierto, no lo niego,
las paredes se caían
y las puertas no cerraban
totalmente.
Pero mataron mi casa,
mi dormitorio con su
alta ventana mañanera.
Y no quedó nada
del granado,
las moras ya no
ensucian mis zapatos,
del manzano sólo veo
hoy día,
un triste tronco que
llora sus manzanas
y sus niños.
6 Mi corazón se quedó
con mi casa muerta.
Es difícil rescatar
un poco de alegría,
yo he vivido entre
carros y cemento,
yo he vivido siempre
entre camiones
y oficinas,
yo he vivido entre
ruinas todo el tiempo,
y cambiar un poco
de árbol y de pasto,
una palmera antigua
con columpios,
una granada roja
disparada en la batalla,
una mora caída con un niño,
por un poco
de pintura
y de granizo,
es
cambiar
también algo
de alegría
y de tristeza,
es cambiar también
un poco de mi vida,
es llamar también
un poco aquí a la muerte
(que me acompañaba
todas las tardes
en mi vieja casa,
en mi casa muerta).
Tú quisiste descansar
en tierra muerta y en olvido.
Creías poder vivir solo
en el mar, o en los montes.
Luego supiste que la vida
es soledad entre los hombres
y soledad entre los valles.
Que los días que circulaban
en tu pecho sólo eran muestras
de dolor entre tu llanto. Pobre
amigo. No sabías nada ni llorabas nada.
Yo nunca me río
de la muerte.
Simplemente
sucede que
no tengo
miedo
de
morir
entre
pájaros y árboles.
Yo no me río de la muerte.
Pero a veces tengo sed
y pido un poco de vida,
a veces tengo sed y pregunto
diariamente, y como siempre
sucede que no hallo respuestas
sino una carcajada profunda
y negra. Ya lo dije, nunca
suelo reír de la muerte,
pero sí conozco su blanco
rostro, su tétrica vestimenta.
Yo no me río de la muerte.
Sin embargo conozco su
blanca casa, conozco su
blanca vestimenta, conozco
su humedad y su silencio.
Claro está, la muerte no
me ha visitado todavía,
conoces? No conozco nada.
Es cierto también eso.
Empero, sé que al llegar
ella yo estaré esperando,
yo estaré esperando de pie
o tal vez desayunando.
La miraré blandamente
(no se vaya a asustar)
y como jamás he reído
de su túnica, la acompañaré
solitario y solitario.
Solo soy
un hombre triste
que agota sus palabras.
Cojo mi verde libro de Machado y me pongo a llorar sobre la fuente
I La tierra dura y seca de Castilla
alimenta las sombras y los días.
En la tarde que viene,
veo a Machado
caminar entre los bosques,
alto y tierno,
seco y duro
como los campos planos y redondos.
Sí,
te conozco Antonio,
alegre y claro,
cantando
a Alvargonzález,
leyendo a Virgilio
entre los días
o conversando con Martín,
Abel,
Mairena.
(Si en el arenal de Andalucía
o en los patios de Sevilla
(al pie del limonero)
me encuentran
sentado ante la mesa
de Machado,
no pregunten por mí
y callen al escuchar los gallos de la aurora).
Sí,
te conozco Antonio,
con tu torpe aliño indumentario
y el verbo de tu boca como
un manantial helado.
II Yo no soy el poeta que ustedes
nombraron.
Soy sólo el caminante solitario
que recoge las semillas del camino.
¡Ah, caminos del exilio y de la muerte!
¡Caminos de la huerta y de la fuente!
No importan los caminos:
la sal es siempre igual
y el azúcar amarga en cada pueblo.
Pero yo no soy el poeta que ustedes
nombraron,
soy sólo el caminante que despidieron
entre risas y sollozos y dejaron vagar
inútilmente por los senderos de la tarde.
Requebrando mi guitarra y soltándola
entre risas y recuerdos,
abandonando mi cuerpo al reflejo de las olas
sacudo las hojas de los árboles,
reniego de las noches, de las lunas,
desprecio los llamados subterráneos,
me despido de los sueños y las muertes
y de un solo tajo acabo para siempre
con esta poesía.
¡Ah, poesía de la flor y la palabra,
poesía del viento y de las mieses!
¿Por qué me acechas de este modo poesía?
¿Por qué me persigues insistentemente?
Bien sabes tú que nunca te he llamado
y menos ahora en que espero el otoño
sentado entre pardas bancas de marzo.
¿Pero qué sabes tú de las cosas?
Nada te puedo explicar.
Si te he amado y poseído entre las noches
ha sido porque tú me lo pedías
y porque venías hacia mí, no te buscaba.
Sí, lo sé, no me lo digas,
yo accedí blandamente a tus llamados
y entre tus manos era un títere
ridículo y viejo
sumergido en las montañas y en los mares.
Nunca te he buscado, poesía,
ya no te busco,
te siento ahora en mi garganta.
Ya no puedo librarme de ti,
y no es que esto me haga llorar,
ay,
pero sucede que te vuelves excluyente
y ya no puedo poseer a la noche ni a la luna,
ya no puedo poseer a los ríos ni a los mares
como los poseía de niño:
acariciándolos y dejándolos partir.
Hoy los retienes entre tus finas manos,
y cada noche,
y cada luna,
y cada río,
y cada monte,
es diferente al que grabaste en los árboles,
diferente al que escribiste,
diferente al que ahora imaginamos.
Y es así como llenas centenares
de páginas sobre el invierno,
o sobre la primavera,
o contra el verano
o a favor del otoño.
Y siempre repito los mismos mares,
los mismos ríos, las noches,
pero que nunca son iguales para mí.
(Para otros pueden ser idénticos
las lunas o las noches,
o los días del otoño y del verano).
En estos días, por ejemplo,
nos hemos sentado calladamente
a cantar el advenimiento del otoño.
Y qué se va a hacer,
el canto ya está escrito
y no puedo ahogarlo ni destruirlo,
porque contra ti, poesía, nada puedo,
porque contra ti nunca he podido,
porque contra ti nunca podré.
Quiero que salgan dos
geranios de mis ojos, de
mi frente dos rosas blancas,
y de mi boca
(por donde salen
mis palabras)
un cedro fuerte y perenne,
que me dé sombra cuando
arda por dentro y por fuera,
que me dé viento cuando la lluvia
desparrame mis huesos.
Echadme agua todas las
mañanas, fresca y del río
cercano,
que yo seré el abono de
mis propios vegetales.
He vuelto a ser el mismo de antes. El que cantaba en las ventanas, el que se regocijaba con las lluvias, el que admiraba a los árboles cuando caen, en pleno otoño.
Yo, que esperaba ansiosamente el advenimiento del otoño, yo que salía maldiciendo del verano, de pronto, con los primeros fríos, quedeme paralizado. No sé cómo explicarlo. Pero sucede que las sillas se caían y yo como si nada; los pájaros pasaban hacia el sur y yo sin notarlo; las gentes entraban al cinema, salían de la Iglesia reíanse en los circos y yo alejado, sin estar con ellos como siempre.
Y ahora, que estoy sentado en la puerta del invierno, comprendo que aquel no fue un tiempo perdido. Estuve en otros sitios, caminé por otras plazas, otras arenas pisé, vi otros árboles, pareme en las ruinas de otros tiempos.
Y en vez de buscar un tiempo no perdido, contaré viajes no sucedidos, viajes imaginarios.
Otro tiempo estuve dormido. Viajé incansablemente por el país de los sueños, pero ahora nada recuerdo sino el despertar. (Todo me parecía diferente, preguntaba a las cosas por sus nombres, no sabía la hora, ignoraba el sentido del lugar en que me hallaba).
Pero tuve que levantarme, dejar mi cama y volver a pasear por el rostro de la ciudad, que ya conozco.
Hay calles hermosas como cántaros de agua. (Hay que saber pesarlas, hay que saberles extraer toda el agua que llevan consigo).
Últimamente he estado caminando por ellas. Todas son iguales, y aún recuerdo (¡oh! cómo se me parecen) la calle sin árboles de mi casa, y la pequeña calle sin salda de Barranco, y aquella otra calle ascendente, de Chauvinillo.
Luego de este viaje inútil, a veces, me entran ganas de empezar otra vez. Aún quedan otras calles por conocer, mis pies no han tocado todas las calles del mundo. Días hay en que se me acumulan los deseos, y anhelo partir, dejar todo abandonado y seguir caminando. Pero me debo decir: ¡aguarda! Otras calles vendrán. Alguna hermosa calle de Venecia, otra más bella aún en Londres, en Sidney, o en Yungay, o en barrio en donde vivo.
Pero cuando diariamente regreso a la calle de mi casa, me digo que el tiempo de partir definitivamente ya debe acercarse. Estas tristes veredas me son insuficientes y aún no he acabado de romper todos los cántaros del mundo.
Ensayo a dos voces , con César Calvo (1961, póstumo)Ha llegado la hora
de volver.
Hoy los ríos
destruyen
las cosechas,
y ha quedado sin nadie
la alegría.
Es necesario (entonces)
correr, gritar un poco,
saludar el retorno
de los días,
(necesita sus alas
la tristeza)
y recibir
el canto del rocío
desde los labios
dulces
de la hierba.
Ni el olvido
sabrá de este regreso.
Apenas si el aroma
de las tardes,
al esculpir sus rosas
en el viento,
hablará de nosotros.
Y desde nuestras solas
soledades, seguirán
extrañándonos los ecos.
L: ¿Dónde está Combray?
J: En el jardín de Swann, en otoño.
Son hojas que recogí del jardín de Swann
un ocho de octubre en Combray o Illiers,
da lo mismo.
Habíamos tomado el tren hacia Chartes
Lucho, Rachel, yo y Amaranta.
Allí hacía mucho frío,
pero nos consoló una lluvia
que nos obligó a tomar unos coñacs.
Claro, y también estaba la catedral
mostrándonos claras estampas,
sucios laberintos y blancos campesinos.
(no pagamos nada por ellas y aún las conservo.)
No había tren para Illiers
pero estaba el autobús esperándonos.
Y mucho frío también en Combray,
pero había un hotel de la imagen
con cuartos perfectos y edredones de plumas.
Y la paloma aquella que comimos,
y el vino tinto de la aldea,
y el queso natural que allí fabrican,
y el claro pan y el postre de manzana.
Sí, son hojas que recogí del jardín de Swann,
sobre una colina, sobre un puente pequeño
y un arroyo navegable,
pero Lucho se mareaba en la barca y no subimos.
No sé si el pueblo era hermoso,
pero allí estaba la casa de Marcel,
y la magdalena de la tía Leonie,
y la foto de Francisca la dulce,
y el acostumbrado libro de Ruskin,
y Enrique el olvidadizo de Prusia.
¿Qué más había?
Tal vez un retrato de Proust,
tal vez una ventana con vidrios de colores,
tal vez una azucena, un huerto,
un rosal, algunas cosas y estas hojas.
Si acaso me preguntan
dónde estuve
y si insistentes, quieren
averiguar los sitios que he pisado,
les diré:
«Tres meses son tres años,
tres años son tres días,
tres días son tres horas,
y en verdad, en verdad hablando
sólo salí a dar una vuelta
por el parque,
entré al cinema
me tropecé con otras gentes en otras
partes.
Y ya estoy aquí,
nada le ha pasado a nadie,
yo sigo como siempre
admirando los ríos del otoño,
yo sigo como siempre
esperando al verano para maldecirlo,
y conversando con mis viejos
objetos adorados:
y no pregunten más,
que de mí no habrá ya más respuestas».
Bien, yo deberé decirles
a mis amigos «lo he hecho.
Estuve en Moscú.
Aquella vez que volví a casa
me sentí muy derrotado».
Porque mi patria es hermosa
como una espada en el aire,
y más grande ahora y aun
más hermosa todavía,
yo hablo y la defiendo
con mi vida.
No me importa lo que digan
los traidores,
hemos cerrado el pasado
con gruesas lágrimas de acero.
El cielo es nuestro,
nuestro el pan de cada día,
hemos sembrado y cosechado
el trigo y la tierra,
y el trigo y la tierra
son nuestros,
y para siempre nos pertenecen
el mar
las montañas y los pájaros.
A estas horas, en estos días,
estuve en Moscú,
y desde mi piso 23 del hotel Ucraína
vi al río Moscú de noche
y a una ciudad de noche
que vive y duerme en la paz
de sus auroras.
A estas horas, Arturo y Mario
pasearán Moscú.
Pero es diferente.
Ellos hablarán con Marcos Ana,
hablarán de España,
verán en los ojos más abiertos
de su pueblo
el renacer y la esperanza.
(Pero es diferente
estamos en 1962
Nicolaiev y Popóvich
suman más de 100 vueltas).
Ellos caminarán por la Plaza Roja,
hablarán de mí entre adoquines.
Yo también quisiera hablar
con Marcos Ana,
contarle de mi pueblo y de su lucha.
Pero ahora
(no es demagógico decirlo)
hay otras luchas que hacer,
y Arturo y Mario hablarán por mí
con las palomas.
Partir por mi patria sometida
Un día me alejé de casa.
Dejé a mi madre en la puerta
con su adiós mordiéndome los ojos.
(Mi hermano, el pequeño,
no comprendía nada y creía
que volvería pronto).
Yo sabía que ese viaje era
para mucho
y por eso abracé bastante
a mi padre y saludé
futuros matrimonios de mis hermanas.
El carro ya partía, me fui, me marche, me largué
rápido de casa,
cumpliendo amenazas pasadas
que yo profería.
No quise despedirme de Amaranta
porque «el tiempo del amor no vuelve más».
Yo lo sabía,
y así entre amargura y desconsuelo,
me marché una tarde,
abandoné todo,
mi patria, mi país, mi casa,
«el mundo que a escondidas miro».
Y así llegué a La Habana,
recordando episodios transcurridos
entre cantos y risas.
En verdad, en verdad hablando,
la poesía es un trabajo difícil
que se pierde o se gana
al compás de los años otoñales.
(Cuando uno es joven
y las flores que caen no se recogen
uno escribe y escribe entre las noches,
y a veces se llenan cientos y cientos
de cuartillas inservibles.
Uno puede alardear y decir
«yo escribo y no corrijo,
los poemas salen de mi mano
como la primavera que derrumbaron
los viejos cipreses de mi calle»).
Pero conforme pasa el tiempo
y los años se filtran entre las sienes,
la poesía se va haciendo
trabajo de alfarero,
arcilla que se cuece entre las manos,
arcilla que moldean fuegos rápidos.
Y la poesía es
un relámpago maravilloso,
una lluvia de palabras silenciosas,
un bosque de latidos y esperanzas,
el canto de los pueblos oprimidos,
el nuevo canto de los pueblos liberados.
Y la poesía es entonces,
el amor, la muerte,
la redención del hombre.
Madrid, 1961 La Habana, 1962
4 Me dicen:
Alfonso ha muerto.
(Sencillamente,
como un poema
abandonado dulcemente en la orilla
del mar me lo
han dicho)
Alfonso, Alfonso, no sé
si estás mirándome,
no hay ya planos
implacables ni moradas,
Alfonso,
los jamases y los siempres
los repetiste tú bajo la
lluvia,
enturbiando tu dulce corazón.
6 El poema destruido que encontré,
-¡hase muerto Alfonso!-
ahora sé que era de él
no Alfonso de Silva,
ni Alfonso el Sabio,
ni Alfonso el Grande,
sino simplemente
Alfonso,
el que todos conocimos
en nuestro viaje
hacia la muerte,
solamente Alfonso,
únicamente alfonso
(el que imitaba,
el que reía,
el que bromeaba,
el que fumaba,
el que lloraba)
Alfonso el Sabio,
de Silva, el Grande
todos los alfonsos
y el Alfonso el
único.