Antología poética1
Arturo Corcuera
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La gran jugada. Crónica deportiva que trata de Teófilo Cubillas y la Alianza, Lima (1974)
recibiendo Cubillas una prima de DOS MILLONES DE SOLES ORO por estampar su rúbrica (firma que se contorsiona en el papel como una chalaca) y DOSCIENTOS MIL SOLES ORO mensuales (país nuestro subdesarrollado cuyo ingreso per cápita es de...) Doscientos mil Soles Oro mensuales por seguir vistiendo con pundonor y estilo
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Puertas que van a dar al mar o al amar, puertas por donde se ingresa inexorablemente al olvido, puertas como ganzúas, puertas abiertas al vértigo de las pesadillas, puertas en abandono, enmohecidas, pesarosas, aguardando el día de la demolición, puertas en espera de la llave que jamás las ha de abrir, puertas por donde huyen estrellas y leones, puertas como labios incitando al peligro, puertas coronadas de enredaderas y silencio, puertas de una sola hoja en medio de la agonía del otoño, puertas tapiadas con piedras y fantasmas, puertas abatidas que ardieron vivas y sobrevivieron al incendio, puertas pintarrajeadas como las mujeres de la noche, puertas que conducen a ninguna puerta, puertas que enloquecen a quienes las trasponen, puertas sin centinelas, sin historia, a tientas, sin el ojo de la cerradura, puertas enfermas, contagiadas de los descalabros irreparables del amor, puertas sin dinteles ni ventanas, clausuradas en soledad como los párpados, los monasterios o las lápidas, puertas infinitas como túneles de rápidos espejos, puertas que enmudecieron para siempre como los torturados.
Rosa como mi Rosa de quebradizo talle, rosa como la que emperifollada se enseñorea en el jardín, rosa como la que abre su flor inmarchitable en el poema.
Y no podíamos olvidarnos del mar, ese mar que canta al corazón como las caracolas (y las sirenas), infinito y azul.
La rosa y el mar unidos alumbraron un sustantivo jardinero y marineramente bello, sonoroso y fragante.
Cuando fuimos, como buenos herejes, a bautizarla por cumplir con los ritos de la vida, el sacerdote fue muy directo en su negativa: «No existe una virgen, una santa, una sola beata milagrosa con este nombre: Rosamar».
Nací a orillas del mar, en un viejo puerto de cerro azul y casas de madera. Recuerdo a los ahogados tendidos en la arena, gordos y amoratados. Los pescadores que no volvían. Las olas encrespadas en mis sueños, engulléndose las estrellas.
Cuando muera (¿lejos del mar?) incinerar mi cuerpo, este madero inflamable que mientras tenga un aliento arderá en el amor, raudo navío de las tempestades.
Sacar mi ceniza a los caminos y esparcirla en el río, tal vez una tarde desde el Puente de los Ángeles.
Haría así, por última vez, el recorrido que tantas veces hice fatigado hasta Lima. Le diría, de paso, adiós a la Ciudad de los Reyes (el Rey de la Papa, el Rey del Pollo, el Rey de los Narcos) y proseguiría discurriendo en las aguas mi añorado viaje al mar, al encuentro de aquel viejo puerto de cerro azul y casas de madera, donde nací, crecí y fui dichoso en los esmirriados años de mi niñez.
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La abeja que madrugaa libar flores...
Luis de Góngora