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Antonio Di Benedetto periodista: palabras peligrosas

Natalia Gelós

En él convivieron el periodista y el escritor. Allí, bajo el cobijo del manto andino, Antonio Di Benedetto desarrolló la mayor parte de una obra que hoy lo ubica entre las mejores plumas de la literatura latinoamericana. Fue escritor. Fue periodista. Muchas veces, el primero opacó al segundo. La historia de este Di Benedetto periodista tiene sombras ocasionadas por la propia luz del escritor, aunque ese oficio fue el que definió el rumbo que tomó su vida hasta el final. Tras líneas y líneas de análisis y críticas literarias, han quedado dos cuestiones olvidadas: la estrecha relación de Di Benedetto con el periodismo -es injusto pensarlo separado de su oficio- y la incidencia que tuvo la profesión aquella noche de 1976 en la que un grupo de militares irrumpió en el diario Los Andes y dio comienzo a la pesadilla que nunca lo abandonaría.

La sombra del escritor opacó a lo largo de su historia al periodista que, con ideales forjados en el liberalismo tradicional, mantendría una ética que lo llevaría a enfrentar al poder de turno.

Primeras tensiones entre ficción y realidad

«Le prometo, señor, quiero decir, le aseguro, que no lo he soñado: Dejé de ser niño y me hice periodista».

(Sombras, nada más...)



Era un día teñido por la excitación que producía un eclipse de sol que sería total. Las maestras explicaban a los alumnos lo que eso significaba y trataban de abordar el tema desde diferentes ángulos. El niño Antonio escuchaba y pensaba. Una pregunta lo invadió: ¿Cómo se comportarían los animales ante la falta momentánea del sol? No se conformó con asomarse por la ventana. Quiso saber qué pasaba en realidad y se empeñó en disipar su intriga. Ya adulto, Di Benedetto recordó aquella experiencia:

Me dirigí al Jardín Zoológico de Mendoza. Pedí hablar con el director y le pedí que me autorizara para estar unas dos o tres horas dentro del zoológico, observando a ver si los animales percibían la disminución de la intensidad solar y si mostraban miedo, que era lo que quería saber yo. Me autorizaron. Algunos de mis compañeros, que estaban al tanto de mi experiencia, me esperaron a la salida del zoológico para preguntarme cómo habían reaccionado. Y yo, según quién me lo preguntaba, tuve dos versiones. Para los que tenían más confianza, les decía: «Prácticamente no pasó nada, ni se dieron cuenta. Para ellos, no hubo eclipse». Pero para los más cándidos, a los que yo reputaba de inferiores mentales, les inventé historias. Les conté que el mono había hecho tal o cual cosa con la mona, que el león había bostezado y que el tigre se había abalanzado sobre su enemigo sin necesidad del eclipse porque él se consideraba importante y por lo tanto atacaba con mucha frecuencia1.


La cita es rica en varios sentidos. El Di Benedetto adulto reconstruye un pasado en el que el periodismo y la literatura, la tensión entre ficción y realidad, se hacen presentes. Muestra a alguien que se debate en presentar los hechos tal y como habían ocurridos, respetando así el requisito indispensable del oficio periodístico, o internarse en el juego de la ficción. Con humor -y cierta malicia-, ese niño que Di Benedetto recuerda asume los dos caminos y juega con el poder que le otorga una audiencia cautiva. Subyacen en esa historia la curiosidad del periodista, el goce por la inventiva, por el juego con la realidad, y la manipulación, presente esta en ambas formas de relato.

Hacia la cima

Comenzó a ejercer el oficio de joven, a los dieciséis años. Sus comienzos habían sido en pequeños periódicos de la provincia, La Semana, La Libertad y, en poco tiempo, consiguió colaborar en medios capitalinos. Su experiencia más importante, por aquellos años, fue la cobertura del terremoto de San Juan, en 19442. Las notas fueron publicadas en La Prensa. Lo que él mismo llamó su «primera gran nota» daba la noticia de la muerte de unas 1200 personas.

El fantasma de la muerte lo acompañó desde su infancia, ya desde su primer respiro, un 2 de noviembre, fecha en que se celebra el Día de los Muertos. A los diez años, falleció su padre y las sospechas de suicidio lo atormentaron hasta que, a los 25 años, decidió despejar esa duda. Nunca llegó a comprobarlo, pero esa pregunta quedó abierta para siempre3. La idea de suicidio, y, a su vez, el miedo a la muerte, merodeaban, en estado latente, en su espíritu. Ese verano de 1944, Di Benedetto se encontró con calles pobladas de cuerpos tan destrozados como la ciudad que la tierra se tragaba. La muerte, esa vieja amiga, lo saludaba una vez más. En esa oportunidad, le abría camino para mostrar su calidad periodística, para darle notoriedad en el periodismo gráfico, lo que él llamó «el empellón definitivo al oficio»4.

Uno año después, Di Benedetto ingresó al diario Los Andes. Se casó con Luz Bono. Publicó en 1953 su libro de cuentos Mundo animal y, en 1955, organizó la filial de Mendoza de la Sociedad Argentina de Escritores. Ese mismo año se publicó El pentágono. Un año después llegó Zama y con ella abrió para siempre su lugar en la literatura. También en 1956, fue nombrado supervisor en Cuyo del diario La Prensa, del que era corresponsal. También incursionó en la enseñanza del periodismo. Cerca de cinco años estuvo al frente de la cátedra de Redacción Periodística en la Escuela Superior de Periodismo de Mendoza. Los Andes era un diario tradicional que había sido fundado en 1882 por Adolfo Calle y que había mantenido una línea editorial de corte conservadurista. Institución con peso en la región cuyana, el medio se hacía fuerte en la provincia y entrar allí era a lo máximo que se podía aspirar en cuanto a magnitud editorial de la región.

Las cosas marcharon en orden. Una frondosa actividad literaria le permitió publicar ficción y viajar por el mundo: Francia, Inglaterra, Italia. Fue así como asistió a la entrega de los Oscars en 1965. Su cobertura se publicó en el suplemento «Artes y Espectáculos» que él dirigía.

Para entonces, había producido una obra literaria sólida, con reconocimiento en el exterior. Mundo animal (1953), Grot (1957 -luego reeditada como Cuentos claros), Declinación y Ángel (1958), El cariño de los tontos (1961) y El silenciero (1963) se apilaban con su firma. Luego de una década de experiencia en el periodismo, dirigía el suplemento de cultura y espectáculos del diario Los Andes.

Ese 1967, Di Benedetto lo comenzó, entonces, con una consolidada posición como periodista y escritor. Había recorrido el mundo a través de becas y, como enviado especial, había viajado a Europa, África, Estados Unidos. Gozaba de renombre en la sociedad mendocina. En 1957 había ganado el concurso para la realización del guion de la fiesta de la Vendimia y lo presentó al año siguiente junto a Abelardo Vázquez y Alberto Rodríguez (h). De su matrimonio con Luz Bono, había nacido Luz, que ya tenía siete años. Tenía amigos, pocos pero selectos; una casa hecha a medida en una esquina mendocina. Su vida se veía próspera, se anunciaba sin sobresaltos. Aquellos primeros pasos en el oficio quedaban atrás. Consolidado en lo suyo, no imaginaba que un giro inesperado aguardaba el pie para entrar en escena. No lo sospechaba aún pero cuando asumía la subdirección de Los Andes, Di Benedetto comenzaba una etapa de su vida que, sin desvíos, lo conducía a su final.

El hombre pequeño que asustaba

El Di Benedetto previo al 24 de marzo de 1976 era un hombre de pequeña estatura y una delgadez gallarda que contrastaba con una personalidad que dejó una marca en quienes lo conocieron.

Nunca he hecho política de ninguna especie. Y aunque era esencialmente antiperonista, no dejaba traslucir esas convicciones al periódico que conducía. Mi antiperonismo era una cosa latente, una cuestión casi borgeana, bastante inofensiva. De ahí a adherir a grupos de fuerza hay un gran trecho5.


Antiperonista y opuesto a todo dogma, como lo describe su amigo Emilio Fluixá, Di Benedetto decía intentar que esa actitud -casi utópica- de objetividad se mantuviera en el periodismo que ejercía.

Alberto Atienza habló por primera vez con Di Benedetto cuando rindió ante él su prueba de ingreso para el diario Los Andes. Hablaron de literatura y el aspirante pasó el examen. A lo largo de los años, Atienza adhirió cariño a la admiración que tenía por él.

Antipático y simpático a la par -recuerda-. Era terminante. Si algún periodista descendía del escalafón en que él lo situaba (o si se hallaba en un puesto bajo en el que él lo colocó en un principio) su trato con ese colega era frío y distante. En cambio, si uno ganaba su aprobación, luego del tema laboral iniciaba conversaciones amables. Desplegaba su sentido del humor6.


La voz de Di Benedetto se recupera a partir de ciertos pasajes de Sombras, nada más..., su último libro. Una mezcla de ficción y realidad del que más de una vez el autor definió como autobiográfica por excelencia7. Ciertos pasajes coinciden con testimonios brindados por la gente que lo conoció o por sus propias palabras, en entrevistas que dio a distintos medios.

Di Benedetto se sentía más cómodo con los jóvenes. Si eran, según su criterio, competentes, les brindaba posibilidades a los que ingresaban al diario y fomentaba el crecimiento de quienes él consideraba que lo merecían. Manuel Corominola se acuerda también de su examen ante Di Benedetto. El subdirector lo envió a hacer una nota como prueba. «Por aquellos años se empezaba a usar la minifalda -cuenta- y los colectiveros usaban unos espejitos diminutos que apuntaban desde abajo, para poder verle la ropa interior a las chicas. Hice un artículo sobre eso». Con la nota en la mano temblorosa, llegó ante Di Benedetto. El subdirector la leyó en silencio y mandó un fotógrafo para que graficara lo que al otro día saldría publicado en el diario y armaría un gran revuelo.

Rodolfo Braceli trabajó en la misma oficina que Di Benedetto desde 1960 a 1965, en la sección «Artes y Espectáculos».

Como jefe era, digamos, complejo. Por mí tuvo enorme afecto y apostó por mi futuro como sólo puede hacerlo un padre o un hermano mayor. Naturalmente, uno con un padre, discute mucho. Controlaba especialmente las notas de opinión. Prefería un periodismo lejano a la opinión y a la polémica. En este punto no coincidíamos para nada. Digamos que lo hice rabiar mucho. Pero conmigo se planteó de entrada un código: si había que cortar, porque yo era bastante opinante, directamente la nota no salía.


Fue en la cotidianeidad de una redacción que la muerte golpeó una vez más la puerta de Di Benedetto. Atienza recuerda que en El Andino (periódico vespertino de los Calle, también dirigido por Di Benedetto) trabajaba un joven solitario, parco, que cierta vez le anunció al subdirector que iba a suicidarse. Di Benedetto no le creyó. El joven murió bajo las ruedas de un micro. Tiempo después de que eso ocurriera, Di Benedetto le pidió a Atienza, que era jefe de policiales en el vespertino, y a Rafael Morán, jefe de policiales de Los Andes, que prepararan informes sobre suicidios. «Algo así como crónicas subjetivas, pareceres, detalles, sensaciones», dice Atienza. Di Benedetto había quedado devastado por la muerte de ese joven. Al mismo tiempo, tomaba forma Los suicidas. Años después, Di Benedetto volvió sobre esa amenaza que no tomó en serio; la enfrentó en Sombras, nada más..., la exorcizó a través de Maldoror, un joven que llega a la redacción y mantiene una relación filosa con Emanuel, protagonista de la novela. Maldoror termina con sus días al arrojarse a las ruedas de un autobús. Emanuel, entonces, se cuestiona el no haber hecho nada para impedirlo. «Repasa (Emanuel), como acometido por una punzada, la muerte de Maldoror, que él posiblemente pudo haber impedido»8.

La actriz Ana María Giunta conoció a Di Benedetto cuando este era Jefe de sección de «Artes y Espectáculos». Ella formaba parte de la Sociedad Argentina de Escritores, era secretaria, e integraba grupos de literatura de jóvenes. Para promocionar sus actividades, visitaba el diario con frecuencia. Giunta recuerda a Di Benedetto como un hombre melancólico, que escondía su tristeza tras la máscara de la distancia:

Se sentaba en un sillón, en su escritorio, y ponía todo en penumbras. Sólo a él le daba la luz. Creo que jugaba a ese personaje de hermético. Él parecía soberbio, pero era un nostálgico, un melancólico. Y ponía distancias porque le costaba mucho lo social. Era muy cuidadoso de su privacidad. Cuando yo le preguntaba por cuestiones del diario, él me agarraba la perilla y me decía: «A usted no le importa». Tenía siempre una infinita tristeza9.


Poder, mujeres, inteligencia y una actitud introvertida, alejada de las actividades sociales, volvían a Di Benedetto una persona tan querida como odiada. En 1969, durante el lanzamiento de Los suicidas, Di Benedetto fue entrevistado por un canal de televisión y dijo sobre la obra: «En una de sus lecturas, puede ser considerada como un manual de suicidios».

Otros rencores respondían a desacuerdos políticos o ese muro inviolable que levantaba. El periodista reconoce que Di Benedetto no era una figura de su agrado: «Sentía mucha tirria por él. No le gustaba la idea del Sindicato de Prensa. Prefería seguir en el Círculo de Periodistas, donde no se mezclaba con quienes no lo eran», dice. Sin embargo, el día menos pensado Abalo y Di Benedetto se sentaron a beber ron como dos amigos. Fue en 1975, cuando el presidente del Banco de Mendoza, que anunciaba su retiro, dio un discurso en el que atacaba una nota publicada en Los Andes unos días antes. Abalo cuenta que Di Benedetto estaba presente y se acercó furioso al orador. «El encontronazo continuó afuera -dice-. La situación se ponía cada vez más violenta. En un momento, sólo quedamos él, un compañero y yo. "Tomémonos un ron", nos dijo. Dos cosas me llamaron la atención: su enojo y la invitación».

El absurdo no pide permiso

Ese Di Benedetto que llegaba a la subdirección del diario Los Andes ignoraba que poco antes de cumplir sus diez años en ese puesto acabaría preso de una dictadura militar que haría trizas todo aquello que había logrado. Nada le inducía a pensar que el mismo 24 de marzo de 1976, a horas de instaurado el golpe militar, comenzaría una estadía en el infierno que duraría 526 días, con traslado a La Plata, torturas, humillaciones y simulacros de fusilamientos. Un infierno obstinado que lo acompañaría por el resto de su vida.

Fue detenido, para sorpresa de todos, y la pregunta se planteó para siempre: ¿Por qué? Las respuestas a lo largo de los años rondaron el mito y las especulaciones. Nada cercano a una respuesta realista que, quizá, tampoco habría que esperar. Esa herida instaurada por esa pregunta imposible se arraigó en la vida de Di Benedetto y nunca más cicatrizó.

En 1977, al quedar en libertad luego de que personalidades de la cultura pidieran por él y que la escultora Adelma Petroni encabezara, incansable, la lucha por su liberación, sobrevino el exilio europeo. Trató como pudo de rehacer su vida. Como a todos los exiliados, no le fue fácil. Arrancar desde cero en lo económico y en lo profesional a los cincuenta y cinco años, con las humillaciones que había vivido, con ese desbarajuste descomunal que produce el golpe de lo inesperado, fue una ardua tarea. Consiguió colaborar en medios españoles.

El exilio y su posterior retorno, en 1984, también estuvieron marcados por su actividad periodística. En el exterior, el oficio fue el que le permitió reponerse -en la medida de lo posible- a ese Di Benedetto desvencijado física y anímicamente. Su retorno al país fue cubierto ampliamente por la prensa nacional, que lo recibió con honores y elogios que, luego de su muerte, se volvieron reproches por esa figura que, decían, había sido olvidada durante años. El periodismo local había bordado para él la imagen de la víctima inocente de la dictadura. Poco tiempo después de su regreso, Di Benedetto murió. Era octubre de 1986. En vida, y pese al miedo que se había arraigado en él, Di Benedetto había recorrido distintas oficinas gubernamentales para conocer los motivos de su detención. Nunca obtuvo la respuesta. Nunca halló la explicación lógica a lo que había vivido. A su muerte, los medios lo presentaron como «la víctima del olvido».

Palabras peligrosas

Las decisiones editoriales que tomó en los meses previos a su detención y los testimonios de quienes compartían con él aquellos días refuerzan la idea de que el férreo compromiso con la libertad de expresión, con la convicción en objetividad periodística, lo movieron a publicar noticias que, sin dudas, afectaban al poder de turno.

Di Benedetto no militaba en ninguna agrupación, no creía en verticalismos políticos, pero estaba comprometido con el ejercicio del periodismo. Y ciertos gestos y decisiones editoriales que tomó desde su puesto de subdirector lo ubicaron en un lugar que podría verse como «fastidioso» ante los intereses imperantes en la primera mitad de los años setenta, cuando la Triple A se hacía fuerte y preparaba el camino para el último golpe militar que sufrió el país. Una serie de notas en especial lo demuestran. Son historias que se cierran y que lo tienen a él como último responsable.

A medida que la Triple A aumentaba su sistema represivo, el diario Los Andes denunció persecuciones, detenciones y asesinatos a militantes políticos e intelectuales. Algunos casos se destacan por la repercusión que luego tuvieron. Una portada del vespertino El Andino (recordemos, también dirigido por Di Benedetto), del 25 de febrero de 1976, se constituyó en la prueba suficiente para demostrar que un grupo de detenidos había sido trasladado ilegalmente desde el D2 (centro de detención clandestino) hasta la Penitenciaría provincial. Una madre encontró a su hijo, uno de esos detenidos, gracias a esa tapa, donde se daban nombres y el lugar en el que estaban cautivos.

Otra de las decisiones editoriales que pusieron a Di Benedetto en boca de militares y diarios del mundo fue la publicación de la noticia que destapó las maniobras de la agrupación de derecha chilena Patria y Libertad, que se organizaba para atentar contra el entonces presidente Salvador Allende en mayo de 1973. Estos habían sido dados por muertos, en lo que se describió como un accidente aéreo, y Di Benedetto dio vía libre para publicar la noticia que desmoronaba esa mentira.

Además, en la era dibenedettiana de Los Andes, se publicaron periódicamente noticias que revelaban desapariciones o muertes que tenían a los militares como últimos responsables.

Los porqués de su detención son esquivos. Hay mucho de leyenda que con el tiempo se anquilosa. Como ocurrió con muchos casos de detenciones y desapariciones en la Argentina durante la última dictadura militar, es difícil encontrar algún documento que eche luz sobre la detención de Di Benedetto. Si bien se sabe que el gobierno militar llevaba burocratizado su accionar represivo, se sospecha que en 1983, antes de su partida, microfilmaron documentos y los enviaron al exterior. El decreto 2726/83 fue el que permitió esa extracción. No hay aún explicaciones firmes sobre las razones de su encierro. Sin embargo, luego de un repaso por su actividad periodística es posible afirmar que Di Benedetto fue detenido por ejercer el oficio, «por periodista» -como muchas veces él mismo arriesgó.

La pluma, entre periodismo y literatura

«Conseguí ser periodista. Persevero», decía en la autobiografía -gastada ya de tanta cita- que el autor escribió en 1968 para una publicación alemana10. En sucesivas entrevistas, Di Benedetto reflexionó sobre la profesión. A menudo se encargaba de diferenciarla de la literatura y definía a los periodistas como «una especie de pequeños héroes miserables al servicio de los demás»11. Pero su oficio estaba sin dudas aferrado a su prosa fina y precisa y a su habilidad para manejar la tensión y crear climas con intensidad dramática; herramientas todas en directa relación con su literatura. Las coberturas para el diario La Prensa en 1964, cuando viajó a Bolivia, fueron, como señala Jorge Enrique Oviedo12, una clara muestra de esa prosa afilada, que destilaba experiencia.

En noviembre de 1964, Di Benedetto viajó como enviado especial a cubrir la llegada al poder del general René Barrientos, luego de un golpe de estado en Bolivia. En esas entrevistas y crónicas se evidencia la calidad periodística de Di Benedetto: por su valor documental, por su aguda mirada de la realidad que le tocaba cubrir, y por el valor de su prosa periodística. Narrados en primera persona, los artículos dejan ver a un periodista seguro, que se mueve firme en el terreno que le toca atravesar.

También por esos días describió escenarios, reprodujo diálogos, que quedaron perpetuados en las páginas del diario La Prensa. Situaciones variadas que sucedían en Bolivia y que a diario se publicaron en la sección de noticias internacionales.

Ya con una abierta fusión entre periodismo y literatura, en «Silencio y ternura»13, para Clarín, Di Benedetto abordó el texto periodístico desde una perspectiva literaria. La nota hizo eje en la vida de Antuco, un niño peruano, y su madre, Martiria, que emigraron del campo a la ciudad luego de la muerte de su padre. Una situación que, pese a las grandes diferencias generales, el escritor ya había vivido.

Allí, Di Benedetto recurrió a la construcción de escenas, a la reproducción de diálogos y a la profundización en el armado de personajes. Periodismo narrativo en estado puro. La justa aplicación de lo definido por Tom Wolfe en esos años: punto de vista en tercera persona, construcción escena por escena, diálogo realista, descripción significativa, esas eran las características que el escritor norteamericano proponía como parte del ADN de eso que comenzaban a llamar «nuevo periodismo».

La prosa impecable del Di Benedetto periodista se fundía con su ética formada bajo el concepto liberal del periodismo que utiliza la libertad de expresión como punta de lanza, pero que se aleja de posiciones expresamente partidarias.

En una época de fuerte politización de los intelectuales, la de Antonio Di Benedetto fue una postura alternativa. Lejos de la militancia, pero con un fuerte compromiso por la libertad de expresión y por la denuncia de los «excesos» de poder Antonio Di Benedetto pasó a ser una más de las víctimas en ese mar de absurdo que lo inundó todo en la década del 70, cuando el poder represivo estuvo en manos de la Triple A, de la organización paramilitar de Mendoza llamada Comando Anticomunista de Mendoza y, del gobierno militar que asumió luego del Golpe de Estado. Frente a otros escritores-periodistas, también víctimas de la represión durante la última dictadura militar, Di Benedetto se presentó desde el no-lugar en la participación política. Lejano ya de su cercanía con el socialismo de Alfredo Palacios, que lo cautivó en su juventud, el periodista y escritor fue, sobre todo, un existencialista. Su existencialismo, sin embargo, se revelaba contra los poderes, desafiaba -o ignoraba- la censura, y hacía explotar la noticia ante los ojos de quienes intentaban ocultarla.

No se ubicó en el lugar de periodista militante y estuvo lejos del compromiso asumido por otros, como Rodolfo Walsh y Francisco Urondo. Sin embargo, desde su posición cumplió con su objetivo de perro guardián, de vigía en medio de las mentiras que forja el poder. Lo demostró a través una sistemática publicación de los crímenes producidos por las agrupaciones parapoliciales durante los primeros años de su accionar. El suyo fue un periodismo firme en épocas donde los hacedores de palabras eran, para el poder, más amenazantes que un arma.

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