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Antonio Machado: poesía y vida nacional (1898-1917)

Juan Marichal

«The proof of a poet is that his country absorbs him as affectionately as he has absorbed it».

Walt Whitman



Casi toda la obra poética de Machado se escribe en las dos décadas españolas que median entre el asesinato de don Antonio Cánovas del Castillo (1897) y la huelga general del verano de 1917. En esos años del postcanovismo las llamadas familias parlamentarias rompieron sus pactos tácitos o explícitos y la política española osciló entre las maneras autoritarias de los mauristas y los modos zorreros de los romanonistas. Puede así decirse, sin arbitrariedad alguna, que fueron dos décadas de continuo declinar político de España, o más precisamente de una España, la del poder gubernamental. Porque en la historia intelectual de la España contemporánea -y de una manera general en la historia del vivir colectivo español- esas dos décadas marcan un despliegue ascendiente de energías creadoras, un extraordinario salto de nivel histórico. Hoy sabemos todos que el medio siglo 1886-1936, o sea el iniciado por la publicación de Fortunata y Jacinta y cerrado por la guerra civil última, es solo equiparable en la historia literaria de los pueblos de lengua castellana a las nueve décadas que transcurren entre Lepanto y la muerte de Velázquez. Ese medio siglo 1886-1936 se divide en cuatro fases o jornadas (1886-1898, 1898-1917, 1917-1927 y 1927-1936) y a la segunda corresponde el ascenso al poder intelectual de la generación de 1898, y la aparición también de la siguiente generación, la de 1914, la de Ortega. Mi propósito ahora es referirme a la significación histórica de la poesía de Antonio Machado en esas dos décadas entre 1897 y 1917, fecha esta de la publicación de la primera edición de sus Poesías completas.

Quizá sea una muy conocida verdad del maestro Perogrullo el afirmar que la literatura es siempre el espejo de una nación. En las dos acepciones de la palabra «espejo», retrato y modelo, expresión y norte. Espejo que refleja y espejo que guía. Un escritor español de nuestros días ha dicho que la historia del hombre es la suma de sus gestas y de sus sueños. O si se prefiere podríamos alterar la famosísima definición orteguiana -«Yo soy yo y mis circunstancias»- dándole la formulación siguiente: «El hombre es su circunstancia más sus designios». La literatura expresa, así, tanto el estar como el soñar del hombre. Y dentro de la literatura suele corresponder a la poesía ese designar humano, ese papel normativo de los sueños del hombre. Así, pese a los patentes progresos de las llamadas ciencias sociales o humanas, es la poesía el espejo histórico más fiel de los hombres y los tiempos idos. No solo porque la poesía como el amor ofrece el mejor yo del ser humano -el gesto más singular y más perdurable de su alma-, sino también porque la poesía en cuanto designio y norte ha sido siempre un factor creador de historia, una fuerza modificadora de hombres y naciones. A ese papel colectivo de la poesía me voy a referir ahora al considerar la poesía de Antonio Machado: o más precisamente, voy a intentar precisar el designio español del poeta Machado, aventurando una conclusión que ya adelanto: a la poesía del poeta Antonio Machado -y añadamos a la poesía del prosista José Martínez Ruiz- se debe una parte nada desdeñable de la curva ascendente de la España de las dos décadas inmediatamente anteriores a 1917.

Debo señalar que mi propósito tropieza con un obstáculo muy conocido para todo el que maneja ediciones de escritores españoles e hispanoamericanos: la falta de una precisa ordenación cronológica. El historiador de la España moderna que aspire a enlazar obras y circunstancias se encuentra con frecuencia ante una tarea siempre insegura: las ediciones, por ejemplo, de Unamuno y de Ortega son dos casos de ejemplar desorden cronológico. Lo que esbozo ahora es, por lo tanto, muy provisional: habría que comprobar muchas fechas y situar con mayor precisión algunos textos de verso y prosa. Voy, además, a limitarme casi exclusivamente a la relación epistolar de Machado con un compañero de generación, Unamuno, y con un poeta de la generación siguiente, Juan Ramón Jiménez. Esto nos permitirá precisar la cronología de los designios españoles de Machado.

En 1904, en Alma española, el 21 de febrero, publica un breve poema, «Luz», dedicado a Unamuno. Machado envió este poema a Unamuno con una carta que conocemos en parte gracias a la indiscreción muy deliberada del rector salmantino: porque la publicó, junto con fragmentos de cartas del joven Ortega, en un ensayo de mayo de 1904, «Almas de jóvenes». Escribía Machado a Unamuno:

Soy algo escéptico y me contradigo con frecuencia. ¿Por qué hemos de callarnos nuestras dudas y nuestras vacilaciones?... ¿Por qué hemos de dar [la apariencia] de hombres convencidos antes de estarlo?


Añadiendo esta primera definición de sus designios poéticos: «Yo veo la poesía como un yunque de constante actividad espiritual, no como un taller de fórmulas dogmáticas revestidas de imágenes más o menos brillantes». La finalidad de su hacer poético es muy clara: «todos nuestros esfuerzos deben tender hacia la luz, hacia la conciencia». Este debiera ser el lema de todos los españoles que aspiren a ser hombres mejores. De ahí la admiración por la obra de Unamuno:

Usted, con golpes de maza, ha roto, no cabe duda, la espesa costra de nuestra vanidad, de nuestra somnolencia. Yo, al menos, sería un ingrato si no reconociera que a usted debo el haber saltado las tapias de mi corral o de mi huerto.


Señala luego Machado a don Miguel cómo en la vida intelectual madrileña, hay ya un manifiesto «despertar», y concluye:

... hay algo que nos llevará a todos a unificar nuestros esfuerzos hacia un ideal que está más alto que nuestra vanidad. No cabe duda.


El año siguiente, 1905, publicó Unamuno su libro Vida de don Quijote y Sancho. Machado escribe el famoso poema «A don Miguel de Unamuno», poniendo en verso algunos de los conceptos e imágenes de su carta de 1904:

Y el alma desalmada de su raza

que bajo el golpe de su férrea maza

aún duerme, puede que despierte un día.

Quiere enseñar el ceño de la duda,

antes de que cabalgue, al caballero.



Pocos meses después, en septiembre de 1905, escribe unas «Divagaciones» en torno al libro de Unamuno. Reitera su admiración por la sinceridad de Unamuno:

[se atreve Unamuno] a exteriorizar estos momentos de profunda depresión de espíritu en que el hombre autoinspectivo llega casi a negarse a sí mismo.


Mas sobre todo, también reitera Machado, Unamuno es «como fragua encendida llena de laboriosos yunques». Predica la locura y esto, aunque parezca paradójico, es lo que España más necesita:

¿Necesita [acaso] maestros de cordura esta tierra de vividores, de fríos y discretos bellacones? Locos necesitamos que siembren para no cosechar.


En ese mismo texto Machado apunta un nuevo concepto: para él el letargo de España es más bien «sentimental» que «intelectual». Así escribe: «Nuestra miseria es y ha sido siempre sentimental». La poesía tiene, por lo tanto, una función colectiva, nacional. Es evidente además que las ideas no resisten tanto el paso del tiempo como el sentimiento o la imagen:

Sólo el sentimiento es creador. Las ideas se destruyen y pasan... Una idea no vale más que una metáfora; generalmente vale menos...


De ahí que Machado orientara su esfuerzo creador y su designio español hacia la elaboración y la difusión de una nueva sensibilidad. Esos designios fueron realizados en gran medida en sus dos libros de 1907 y de 1912, Soledades y Campos de Castilla. En 1913, tras la muerte de su mujer (murió, recuérdese, en agosto de 1912), empieza una nueva fase en su vida y en sus designios. Escribe a Unamuno al enviarle un artículo sobre su libro Contra esto y aquello, y vuelve al tema de la luz, al tema de 1904. Pero ahora Machado apunta hacia una ausencia de una específica sensibilidad en España: la religiosa. Así dice a Unamuno:

Cultura, sabiduría, ciencia, palabras son éstas que empiezan a molestarme. Si nuestra alma es incapaz de luz propia, si no queremos iluminarla por dentro, la barbarie y la iniquidad perdurarán. Ni Atenas, ni Koenigsberg, ni París, nos salvarán, si no nos proponemos salvarnos.


Se refiere directamente a unas palabras del original doctor Simarro -este había constatado alegremente que el sentimiento religioso estaba prácticamente muerto en España- haciendo Machado el siguiente comentario:

Si esto es verdad, medrados estamos, porque ¿cómo vamos a sacudir el lazo de hierro de la Iglesia católica que nos asfixia? Esta Iglesia... sólo puede ceder al embate de un impulso realmente religioso. El clericalismo español sólo puede indignar seriamente al que tenga un fondo cristiano.


El artículo sobre el libro de Unamuno fue publicado en La Lectura en el otoño de 1913, y es manifiesta la identificación con la posición de Unamuno:

Simpatizo profundamente con la aversión que profesa Unamuno, más que al jacobinismo anarquizante falto de toda espiritualidad, al no menos lamentable conservadurismo de esos neo-católicos...


Ese otoño de 1913 fue particularmente importante en la historia de dos generaciones, la de 1898 y la que sería de 1914. Escritores de esas dos generaciones se reunieron en Aranjuez el día 23 de noviembre para rendir homenaje a Azorín. Machado había escrito su poema «Desde mi rincón», dedicado a Azorín, con motivo de la publicación de su libro Castilla, que se lee en esa reunión. Antes lo había enviado a Juan Ramón Jiménez en una carta que estimo es de 1913. Es una carta clave en la formulación de los designios de Machado:

Creo que la conquista del porvenir sólo puede conseguirse por una suma de calidades. De otro modo el número nos ahogará. Si no formamos una sola corriente vital e impetuosa la inercia española triunfará.


Añade muy enérgicamente:

Hoy quiero trabajar, humildemente, es cierto, pero con eficacia, con verdad. Hay que defender a la España que surge del mar muerto de la España inerte...


Una España inerte que no es solo conservadora, o tradicionalista. Así al año siguiente, el de 1914, alude al espíritu inerte de la izquierda, al prologar un libro de poesías de su amigo el político republicano y poeta Manuel Hilario Ayuso. Recordemos, de paso, que Machado había dedicado una de las primeras poesías de sus libros al que él llamaba «venerable maestro», don Eduardo Benot, uno de los próceres de la Primera República Española (ministro de Fomento con Pi y Margall en 1873), autor de un libro sobre Prosodia castellana y versificación, y sobre todo del famoso Diccionario de ideas afines (1899), en el cual trabajó el mismo Machado.

Hablando de la labor política de Ayuso escribía Machado en el prólogo mencionado:

Yo tampoco podía comprender cómo este hombre culto, fino, artista, se complacía en agitar ante las multitudes la bandera mustia y descolorida del jacobinismo español. Nada más lamentable... que los tópicos de ordenanza con que los oradores políticos suelen obsequiar a las masas republicanas...


Aunque justificaba la coexistencia de política y poesía en Ayuso, diciendo que ningún poeta puede serlo «profesionalmente»: «una vida de poeta [es decir, como tal] no es absolutamente nada». El poeta tiene su vida de hombre como los demás, y solo en ella misma está la fuente de su poesía. En el otoño de ese año (1914), cuando publica el poema «España en paz», Machado parece sentir que ya se han realizado sus designios, o que podrían realizarse si la neutralidad española facilitara que hubiera «ojos que avizoran y un ceño que medita». Pocos meses más tarde, en el primer número de la revista fundada por Ortega y otros escritores de la generación de 1914, España, publica otro famoso poema, «Una España joven». Poema que es como la historia resumida de su generación, y en el cual proclama su fe en la nueva generación que empieza, pues esta inicia su acción «despierta y transparente a la divina lumbre». La luz ya está triunfando en España, parece decir Machado en 1915.

Podría, pues, afirmarse que la actividad poética en Antonio Machado tenía una finalidad colectiva, nacional. Como Azorín, Machado creía que el progreso humano se cifra ante todo en «un poquito más de sensibilidad»: y sus poemas eran uno de los instrumentos, uno de los yunques, donde podía fraguarse una nueva sensibilidad española. Que no consistía solo en sentir más intensamente unos paisajes, sino también en sentir más intensamente el misterio de la vida y esforzarse por mejorar diariamente lo que Azorín llamaba doloridamente «el presente trágico de España».

Mi conclusión es provisional, pero también terminante: el poeta Machado -tanto el de la «rabia y de la idea» como el de la «lira franciscana» (como él decía de Juan Ramón Jiménez)- hizo la nueva España que surgió entre 1898 y 1917. Conviene hoy recalcar este hecho histórico ya que la «nueva izquierda» española tiende a expresar su desdén por esa «lira franciscana» que pulsaba Machado tanto como Juan Ramón Jiménez o Azorín: véase como ejemplo de esta actitud el artículo anti-azorinista de Carlos Blanco Aguinaga en Ínsula (núm. 247, junio de 1967), quien evidentemente olvida que aquella lírica «franciscana», en cuanto nueva sensibilidad y también nueva inteligencia, le sustenta todavía y le facilita el articular su desprecio. El historiador de la España moderna (sobre todo si es liberal) no puede silenciar el factor transformador que fue esa lírica «franciscana», esa gran poesía española. Porque los hombres de la generación de 1898 y de 1914 hicieron bellos poemas, mas esos poemas hicieron a otros hombres nada desprovistos de impulsos transformadores de su país y tiempo. La poesía del poeta Antonio Machado como la del prosador José Martínez Ruiz hicieron esa realidad histórica perdurable que es la cultura española liberal del medio siglo 1886-1936.