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Antonio Machado y el exilio de la vida

James Whiston

Bajo el título «Literatura y exilio» el sitio de red Google nos da cerca de 2 millones de entradas, y si se podría dudar de que hubiese tanto número de vías para explorarlo, es innegable el inmenso perfil que el tema del exilio tiene en la literatura creativa y crítica en el mundo de hoy. Sin duda España ha contribuido significativamente a ello, sobre todo por el éxodo republicano después de la Guerra Civil española y el prolongado régimen franquista. Entre aquella salida forzada se contaban Antonio Machado y su madre, exilio que solo duró unas cuantas semanas, por la muerte de ambos en febrero de 1939. Pero hay otro aspecto del tema del exilio que atañe a Machado, debido en parte a las circunstancias de su propia vida, y que le hacía ver el mundo como lugar de exilio: la conciencia humana subjetiva que marca forzosamente una diferencia profunda entre la persona y sus semejantes. En cuanto a las circunstancias vitales de Machado, podemos resumirlas en los siguientes términos breves y generales. Machado era republicano en un país que carecía casi enteramente de una tradición republicana; pensador progresista en una España caracterizada por una oligarquía política regresiva, incluso hasta la dictadura militar; y liberal en un país dominado por la autoridad de una Iglesia Católica ultraconservadora. Era poeta que no tenía simpatía por las abstracciones de la estética «deshumanizada» contemporánea. Ejerció de profesor de francés por las provincias de España durante gran parte de su carrera, alejado del centro español de cultura y política que era el Madrid de su tiempo. También fue viudo de por vida después de solo tres años de matrimonio, teniendo que sufrir el indecible tormento de asistir a la muerte de su joven esposa con tan solo 18 años de vida, lo que exageraba su tendencia a llevar una vida aislada e interiorizada, al que por temperamento se sentía atraído1. Se verá, pues, por qué el título de este breve trabajo invierte la sintáctica normal de la frase «La vida del exilio» a «Exilio de la vida». El poeta expresó escuetamente sentimientos análogos en un poema corto publicado en 1925:

«Tengo a mis amigos

en mi soledad;

cuando estoy con ellos

¡qué lejos están!»2.


En otra pieza titulada «Las cinco formas de la objetividad», Machado propone una nueva manera de alcanzar un auténtico conocimiento de lo que nos rodea. Rechaza las pretensiones, entre otras, de la ciencia («mundo de puras relaciones cuantitativas») por demasiado positivista, y de la religión («el conocimiento, considerado como problema infinito») por ingenuamente idealista, de lograr el conocimiento objetivo de cosas y personas (Macrì, II, p. 674). Termina postulando la paradoja de que el medio más eficaz de lograr la objetividad es el amor, generalmente considerado como forma subjetiva sine qua non de la comunicación. Así se puede ver que Machado era escéptico en torno a la posibilidad de que el ser humano pudiese llegar a cruzar las fronteras de su conciencia para encontrarse en una comunión (sin hablar de comunicación) con sus semejantes, o diferentes, a la vez que mantenía su fe en la capacidad de la persona de conocer verdaderamente lo que ve y siente. La ruta que había que tomar, sin embargo, la del amor, sugiere que Machado veía poco provecho en los métodos consagrados de comunicación propuestos por la civilización histórica europea. Resumiendo todo esto en una frase, se podría decir que toda la obra de Machado giraba alrededor del eje de la soledad y solidaridad humanas, y los caminos multitudinarios de búsqueda, contacto y pérdida que la experiencia humana labra a través de su conciencia existencial de sí mismo y de otros.

Antes de entrar concretamente en nuestro tema, y para ver lo arraigado que estaba su pensamiento sobre el exilio de la vida, quiero recordar una anécdota muy conocida de la muerte de Machado narrada por su hermano José3. En Colliure este encontró en un trocito de papel entre la ropa de Antonio el verso alejandrino «Estos días azules y este sol de la infancia».

Aun en el exilio, la preocupación de Machado no era simplemente la de su memoria del lugar sevillano de su nacimiento y su observación del brillante día del Mediterráneo francés, sino en acercar la distancia entre él, viejo ya, por lo menos en cuanto a su estado de salud, y su niñez, ambos estados unidos por la repetición de los adjetivos demostrativos. Es decir, no es el exilio político lo que le preocupaba en ese momento decisivo sino el exilio existencial entre su vejez e infancia, unidas en su conciencia pero separadas por el tiempo transcurrido.

Para los propósitos de este breve trabajo he escogido tres poemas, cada uno de una de las tres colecciones más conocidas de Machado, Soledades. Galerías. Otros poemas (SGOP) (1907), Campos de Castilla (1912), y Poesías Completas (1917), aunque habría que matizar, como advierte Ribbans4, que nuestro primer poema apareció por primera vez en la edición de 1912 de Campos de Castilla, pasando a SGOP en la edición de Poesías Completas de 1917. La razón más probable del cambio reside en las imágenes de la naturaleza utilizadas, que son más simbólicas o metonímicas que reales, y menos ancladas en el campo o paisaje castellano y soriano de Campos de Castilla de 1912:

«Eran ayer mis dolores

como gusanos de seda

que iban labrando capullos;

hoy son mariposas negras.

¡De cuántas flores amargas

he sacado blanca cera!

¡Oh, tiempo en que mis pesares

trabajaban como abejas!

Hoy son como avenas locas,

o cizaña en sementera,

como tizón en espiga,

como carcoma en madera.

¡Oh tiempo en que mis dolores

tenían lágrimas buenas,

y eran como agua de noria

que va regando una huerta!

Hoy son agua de torrente

que arranca el limo a la tierra.

Dolores que ayer hicieron

de mi corazón colmena,

hoy tratan mi corazón

como a una muralla vieja:

quieren derribarlo, y pronto,

al golpe de la piqueta».


(Macrì, I, pp. 483-484)



Como el poeta concienzudo que era, Machado reflexionaba a menudo sobre su quehacer poético, y lo hace aquí en estos 24 versos de un romance lírico-romántico estructurados en torno al contraste entre «ayer» y «hoy», con la forma repetitiva y paralela del romancero histórico, y una antítesis temática entre la productividad y la destrucción. Se notará que el «hoy» es el que recibe la mayor atención enfática por ser repetido varias veces, y siempre en la misma posición dominante al principio del verso. Solo tenemos la emoción de la narración: la anécdota sobre el porqué del dolor no entra en el poema, quedándonos con el sentimiento depurado del poeta. Lo que resulta de esto es que tampoco se nos da ninguna razón social por la desesperación del narrador, quien se imagina atacado no solo por fuerzas adversas de una naturaleza desbordante y descuidada, sino por otras causas que son activa y conscientemente hostiles, impidiéndole transformarlas metafóricamente en poesía. Así, al final, el sentido de seguridad que él tenía antes (expresado en la imagen de los capullos y de la colmena) se cambia instantáneamente en un símil de peligro mortal, empeorado por la insinuación de que la vida y obra del poeta no valen nada, y de que ya es tiempo de demolerlas, «y pronto». Sea este paralelismo simbólico una técnica buscada a sabiendas o no, el resultado para el lector del poema (y el próximo que comentaremos) es el de desconocer la causa concreta para el agudo dolor, podríamos decir patológico, y hasta paranoico, experimentado por el poeta, salvo que él ha perdido cualquier solidaridad social, y que es un auténtico exilado en la vida, divorciado de todo lo que sostenía a su obra poética, imaginada en «Eran ayer» por símbolos del cultivo de los frutos de la tierra, la seda, la cera, la sementera, el agua de regar, y de los productos humanos más corrientes y útiles, la madera y la piedra labrada.

«Noche de verano» apareció por primera vez en La Tribuna de marzo de 1912 y luego lo hizo en la edición de Campos de Castilla del mismo año. Tiene cierto parentesco existencial con «Eran ayer», pero Machado extrema la condición de la soledad hasta convertirla en un ambiente fantasmal e irreal, a pesar de las imágenes tan familiares y al parecer solidarias de gran parte del poema:

«Es una hermosa noche de verano.

Tienen las altas casas

abiertos los balcones

del viejo pueblo a la anchurosa plaza.

En el amplio rectángulo desierto,

bancos de piedra, evónimos y acacias

simétricos dibujan

sus negras sombras en la arena blanca.

En el cenit, la luna, y en la torre,

la esfera del reloj iluminada.

Yo en este viejo pueblo paseando

solo, como un fantasma».


(Macrì, II, pp. 510-511)



Conviene resaltar que en la fecha de su primera publicación, a la mujer de Machado solo le quedaban cuatro o cinco meses de vida. Así, se entiende el sentido de hondo desprendimiento de la voz narrativa en los últimos dos versos. Pero a este dolor hay que añadir el sentimiento de la falta de realidad corporal, que difícilmente podría atribuirse directamente a su pena conyugal. También se debe señalar que lo que vemos en el poema no es tan diferente de otros poemas suyos donde somos conscientes de la voz de Machado que está en desacuerdo con lo que ve, distanciada y casi ausente, y como él se describe en un poema de SGOP, «pobre hombre en sueños, siempre buscando a Dios entre la niebla», el sitio precisamente menos propicio para encontrar a quien buscaba. Aquí en nuestro poema hay un contraste completo entre el primer verso sobre la hermosura de una suave noche española y la irrealidad sentida por el narrador en el verso final, paseando por el pueblo como si su cuerpo estuviese en otro lugar. También llama la atención que en la descripción de sí mismo falta un verbo activo para fijar al narrador en un lugar concreto de observación, «paseando»: es decir, no «está paseando», lo que nos da la sensación de uno que no tiene el equilibrio corporal que él debía sentir como miembro de la comunidad que habitaba.

Como contraste principal con el desprendimiento irreal del narrador, las cosas en la plaza son las que cobran solidez, dotadas de las tres dimensiones de la realidad y actuando también como dueños activos de su entorno: las casas «tienen» abiertos los balcones, los bancos de piedra junto con los arbustos «dibujan» sombras sobre la plaza que forman un juego de luz blanca y sombra negra. La luna y el reloj de la torre tienen su función, la una para iluminar al segundo, que a su vez puede marcar visualmente el paso del tiempo, incluso de noche. Nuestro poeta, en cambio, parece no tener ni ocupación ni cualquier razón ni figura sociales en el pueblo. La descripción de los objetos en la plaza como figuras geométricas contribuye también a dotarlos de solidez tridimensional: así la misma plaza es un «rectángulo», los bancos y arbustos son «simétricos» y el reloj es una «esfera». Frente al narrador que carece de peso o sustancia corporal la plaza es «anchurosa» y «ampli[a]». Mientras tanto, las casas parecen estar dispuestas a dar la bienvenida al entorno por tener los balcones abiertos a la plaza. Habría que notar que el narrador es el único que no tiene ningún adjetivo que le describe: es como «un fantasma», a secas. En cambio, las casas son «altas», los balcones están «abiertos», el pueblo es «viejo», la plaza es «anchurosa» y como «amplio rectángulo», los objetos construidos y naturales son «simétricos», la arena es «blanca», el reloj «iluminad[o]».

Otra técnica que Machado emplea en el poema es la utilización de pares o de grupos de objetos, lo que viene a formar otro contraste con la figura solitaria del poeta. Así, las casas tienen sus balcones que se abren a la plaza; hay más de un banco en la plaza, y los arbustos forman una especie de pareja mientras están absortos en el juego de «dibujar» con sus sombras y junto con los bancos, formas geométricas de blanco y negro en la arena. El adjetivo «simétricos» ayuda a llamar la atención a la normalidad de los objetos, y que hay una simetría adecuada entre ellos. El aparejamiento es reforzado también por la estructura de los versos 9 y 10: «En el cenit, la luna, y en la torre, / la esfera del reloj iluminada».

La faz del reloj se denomina «esfera» para juntarla en su apariencia con la esfera de la luna. Todo este compañerismo de los objetos forma un fuerte contraste con la soledad del poeta, la cual se subraya en los principios de los dos versos finales y sus sendas palabras de inicio de dichos versos: «Yo / solo», donde el peso de la voz narrativa cae sobre ellas, dándoles un énfasis particular para lograr el contraste entre el aislado «yo» del poeta y la imaginada solidaridad de las cosas que le circundan. En su comentario sobre este poema Miguel Ángel Lozano Marco ha notado «esa sensación de acogedor ambiente» de la plaza5, y habría que resaltar también a este respecto el contraste irreal que ofrece el último verso con el resto del poema.

Volviendo al principio, ahora vemos que el primer verso, «Es una hermosa noche de verano» solo es verdad en apariencia, porque no lo es en la conciencia del poeta. Todo en los primeros once versos (de los doce versos en total) da la impresión de una normalidad abrumadora. Incluso en el uso de los adjetivos, en su mayoría los que Machado distinguía como adjetivos definidores; así, según Machado, son las «huecas» naves de Homero, porque las naves tienen que ser así para navegar en alta mar, y donde por ende el adjetivo viene delante del nombre para señalar su «esencialidad» (Macrì, III, p. 1637). Vemos, pues, en nuestro poema que es una «hermosa noche», que estamos en el «viejo pueblo» que tiene una «anchurosa plaza», que a su vez por la noche tiene «negras sombras»6. Todas las cosas están en su sitio, y solo el poeta está fuera del suyo. Y mientras continuamos leyendo, y sintiendo la confiada actividad descrita por medio de la personificación o de la presencia sólida de las cosas, lograda por medio de figuras de geometría, se llega inesperadamente a la situación del poeta, quien se siente excluido de toda esta solidaridad y actividad. La repetición de las palabras «viejo pueblo» desde el cuarto verso al penúltimo nos recuerda que sus casas, plaza y torre, sus balcones, bancos, arbustos y reloj, todo se une en un conjunto lógico e interdependiente que el poeta no puede compartir. Y lo mismo que «Eran ayer mis dolores» la voz narrativa no nos da ninguna explicación sobre el porqué de su aislamiento. Está claro que su falta de corporalidad es una metáfora para un estado de ánimo, porque si no estaríamos ante una situación patológica de locura psicótica. No obstante, la experiencia de sentirse «como un fantasma» andando por las noches en un pueblo de su país natal tiene que apuntar por lo menos hacia un estado de honda enajenación mental, pero convertido en poesía de la más alta categoría.

Que se trate en «Noche de verano» de un tema y técnica buscados adrede (y plenamente logrados) por el poeta, se ve en otro poema publicado un año después, «Caminos»:

«De la ciudad moruna

tras las murallas viejas,

yo contemplo la tarde silenciosa,

a solas con mi sombra y con mi pena.

El río va corriendo,

entre sombrías huertas

y grises olivares,

por los alegres campos de Baeza.

Tienen las vides pámpanos dorados

sobre las rojas cepas.

Guadalquivir, como un alfanje roto

y disperso, reluce y espejea.

Lejos, los montes duermen

envueltos en la niebla,

niebla de otoño, maternal; descansan

las rudas moles de su ser de piedra

en esta tibia tarde de noviembre,

tarde piadosa, cárdena y violeta.

El viento ha sacudido

los mustios olmos de la carretera,

levantando en rosados torbellinos

el polvo de la tierra.

La luna está subiendo

amoratada, jadeante y llena.

Los caminitos blancos

se cruzan y se alejan,

buscando los dispersos caseríos

del valle y de la sierra.

Caminos de los campos...

¡Ay, ya, no puedo caminar con ella!».


(Macrì, II, p. 545)



Este poema, entre otros, fue publicado por primera vez en La Lectura de 1913, con el epígrafe «Iam fuerit, nec post unquam revocare licebit» de Lucrecio, lo que traducido viene a decir: «Ya pasará, sin que sea posible hacerlo volver nunca». «Caminos» participa de este sentir doloroso por la incapacidad humana de hacer nuestra la experiencia de lo que nos rodea, y añade otra dosis de tormento al epígrafe lucreciano, porque lamenta no solo el paso inasequible de la experiencia cotidiana sino también el dolor de recordar tiempos pasados, felices o penosos. El poema en principio parece diferenciarse de los otros dos que hemos comentado, porque en él hay un fuerte sentido de lugar, con la mención del pueblo de Baeza y del río Guadalquivir que corre cerca, e incluso de un posible paseo que Machado solía tomar fuera del pueblo (y que hoy precisamente se denomina «Calle de Antonio Machado / Paseo de las Murallas»). Al comentar la primera estrofa de este poema, Francisco Carrillo escribe que «Fue el paso de su juventud modernista a lo personal de Machado»7. Conociendo la biografía del poeta sabemos que siempre se tuvo por andaluz, a pesar de haber pasado la mayor parte de su vida en Castilla. Ahora bien, Baeza no es Sevilla, su ciudad natal, ni tampoco Madrid, su ciudad adoptada, y se entiende que Machado se sintiese solo en un pueblo donde no congeniaba intelectualmente con sus paisanos ni con el ambiente social de Baeza, que él veía como atrasado.

De momento lo que quiero resaltar es la trayectoria topográfica de los tres poemas, porque en ellos hay una progresión desde la abstracción del primero, «Eran ayer mis dolores», pasando por un velado reconocimiento del lugar ambiente en «Noche de verano» hasta llegar a una aceptación completa de su condición de exiliado de la vida en «Caminos», a pesar de hallarse en su propia Andalucía. En el primer poema la nota abstracta se puede observar desde el principio, porque aun con la reiteración estructural de las palabras «ayer» y «hoy» es claro que se trata del empleo metafórico de estos adverbios, y que la estructura nos deja leerlos como sinónimos de «en el pasado» y «en mi vida actual» respectivamente, y en el resto del poema no hay ningún sentido del tiempo u hora concretos en que el poeta escribe sobre sus dolores. En «Noche de verano» el narrador se imagina mirando el reloj de la plaza, acercándonos al paso cronológico de las horas, e intuyendo que, ya que la luna está en su cenit, la hora gira alrededor de medianoche. En «Caminos» estamos en «otoño», en una «tibia tarde de noviembre» y el narrador se siente como prisionero solitario detrás de las murallas de Baeza, «contemplando la tarde silenciosa». ¿Se puede contemplar una tarde? Con esta expresión es probable que Machado quiera referirse a un período específico del día, que, una vez pasado, ya no volvería, pero que hay que aprovechar, fijando la experiencia del momento en lo posible en unos versos testimoniales sobre su vida en Baeza y su recuerdo intuitivo de Soria al final del poema.

Hasta cierto punto, la técnica empleada aquí es lo contrario de la de «Noche de verano» donde el «yo» del poema no entra hasta el verso penúltimo, y la referencia a su condición solitaria fantasmal llega en el último. Pero, como hemos visto, no se nos da ninguna razón por la experiencia del poeta en «Noche de verano». En «Caminos», sí que se nos da la explicación en el último verso. Desde otra perspectiva, es la misma técnica usada en «Noche de verano», en torno al contraste entre la soledad angustiosa del narrador y el aparente compañerismo, animado o tranquilo, de un entorno que él se imagina, encerrado en su parapeto y que no puede compartir. En cuanto al sentido de solidaridad entre las cosas, en «Caminos» Machado hace uso de varias preposiciones: el río va «entre» las huertas y olivares y «por» los campos; las vides tienen sus pámpanos «sobre» las cepas; los montes duermen envueltos «en» la niebla; el polvo se levanta «en» un torbellino color de rosa. La preposición más usada por el narrador para describir su propia situación es «con»: pero en las tres ocasiones se emplea en sentido negativo para significar lo opuesto de su usanza normal: está «a solas con» su sombra y sus memorias tristes, o «no pued[e] caminar con ella». Otra correspondencia con «Noche de verano» es que los objetos en «Caminos» son imaginados en pares, aquí: «ciudad» y «murallas», «huertas y olivares», «pámpanos» y «cepas», «montes y niebla», «moles» y «piedra», «viento» y «olmos», «del valle y de la sierra», «se cruzan y se alejan». Todo esto apunta hacia un compañerismo de los objetos vedado al poeta que solo tiene como compañía «mi sombra y mi pena».

Volviendo a «Eran ayer mis dolores»: en el último símil de ese poema notamos una correspondencia entre el principio de «Caminos» y el final del poema de SGOP, donde los dolores vienen a derribar su corazón, imaginado este a su vez como «muralla vieja». La carga negativa de la muralla (o murallas) se concibe por el hondo dique que esta pone entre el poeta y su entorno. Pero también el adjetivo «viejas» nos remite al epígrafe «Iam fuerit, nec post unquam revocare licebit»: por una especie de hipálage las viejas murallas y el supuesto hado fatalista conectado con esta «ciudad moruna» se han infiltrado en la conciencia del narrador para decirle que el recuerdo de su pasado no le va a traer más que penas y dolores. Y no es que la mención de la piedra de las murallas necesariamente tenga que significar la dureza incambiable de nuestras circunstancias vitales, porque también hay en «Caminos» la evocación de las glandes moles de piedra de los montes en lontananza, que son imaginadas como arrulladas por una niebla que es «maternal», y que por consiguiente da la bendición de descansar y dormir, vedada al poeta en la contemplación fatal de su existencia. Machado utiliza también la renombrada fertilidad de la cuenca del Guadalquivir cerca de Baeza para contrastar su propia sequedad con la abundancia frutal de la región, las huertas, los olivares y la vid. Aun cuando los ojos del poeta divagan desde los campos fértiles a los caminos y las carreteras empolvadas, puede sacar de su ingenio poético una imagen de la resurrección para describir cómo el viento sacude los olmos y levanta «el polvo de la tierra», como un nuevo Lázaro, ahora «rosado» y redivivo. El trabajoso camino por el cielo de la luna temprana se describe, también mediante la personificación, utilizada extensivamente a lo largo del poema, en formas como «alegres», «duermen», «maternal», «piadosa», «jadeante», y «buscando». La faz amoratada de una luna redonda y jadeante apunta aquí hacia su imaginado esfuerzo tremendo para en apariencia levantar su gran bulto de la tierra, formando otro contraste con la falta de energía del narrador, aplastado por un malestar fundamental que anula su movilidad física. A este respecto es de notar la descripción de la tarde como «silenciosa». En sus Soledades Machado había tenido muchos diálogos poéticos con la tarde, en la plaza de algún pueblo o ciudad de las tierras de España, y siempre recibía algún mensaje, siquiera de los más enigmáticos. Aquí, en cambio, solo percibe el silencio.

En la estrofa final la realidad topográfica de los caminos que circundan a Baeza se metaforiza en otra suerte de hipálage cuando los mismos caminos se metamorfosean haciéndose viajeros que van de visita, «buscando los dispersos caseríos» esparcidos por el campo. Esto le trae al recuerdo del narrador otros viajes hechos por él en Soria, aunque aquí el nombre de la ciudad es reemplazado por los puntos suspensivos del penúltimo verso, «Caminos de los campos...». La forma poética de la silva-romance viene al caso, forma querida por Machado con su mezcla de 11 y 7 sílabas (como también en «Noche de verano»), porque en la silva el poeta aparentemente podía pasar sin gran esfuerzo del verso heptasilábico al endecasílabo. En nuestro poema de treinta versos hay una proporción exacta de 15 versos para cada una de las dos formas silábicas. Lo que quiero resaltar en este contexto es el penúltimo verso heptasilábico, «Caminos de los campos...». Machado podía haber terminado la línea, cambiando la forma en endecasílaba y completando el sentido de ella, por ejemplo «Caminos de los campos de Baeza» (el nombre de la ciudad le ofrecía la rima en a/e utilizada en el poema); pero en un giro de verdadero genio poético Machado cambió bruscamente el rumbo del poema, en todos los sentidos, dejando la forma heptasilábica, no como descripción de lo que contemplaba, el campo de Baeza, sino como fruto de lo que recordaba, en la adición de los puntos suspensivos: «los caminos de los campos [de Soria]». Este cambio de rumbo le servía en el último verso como momento intuitivo de dolorosa explicación de su profunda parálisis física y mental, encarcelado entre los muros cerrados de su propia conciencia.

Lo que Machado podía hacer, poéticamente, de tal estado de enajenamiento es amplia prueba de su voluntad y vocación de poeta. Otro ejemplo difícil de mejorar en este contexto es el final del poema «Otro viaje», donde el poeta describe un viaje en tren hacia Jaén, recordando a la vez otro viaje en sentido opuesto «hacia las tierras del Duero». Por eso describe la «[¡]alegría / de viajar en compañía!», junto con el consiguiente contraste, donde el poeta se siente tan aislado que parece que su cuerpo y psique se han roto en pedazos, haciendo irreal el viaje por tren, porque no va en él sino en otro tren con muy otro rumbo:

«Soledad,

Sequedad.

Tan pobre me estoy quedando,

que ya ni siquiera estoy

conmigo, ni sé si voy

conmigo a solas viajando».


(Macrì, I, p. 552)



En su magistral biografía de Machado, Ian Gibson escogió para su título tres palabras del poema «Retrato», «ligero de equipaje»8. Pero igualmente podía haber escogido las últimas tres palabras de «Otro viaje», «a solas viajando». Con estas encontramos también al Machado, exiliado de la vida, compañero de «Este yo que vive y siente / dentro la carne mortal», pero a la vez, «¡ay! por saltar impaciente / las bardas de su corral» (Macrì, I, p. 558).