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ArribaAbajo«Ariel» y las raíces del vuelo, entre «El que vendrá» y lo que no viene

por Hebert Benítez Pezzolano44



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¿Cuáles son las raíces de Ariel? Y más específicamente, ¿dónde arraiga la imagen de su vuelo? Un tipo de respuesta, válida por cierto, nos envía a Shakespeare, a Ernesto Renán, a diferentes manifestaciones del espiritualismo finisecular, incluso (como veremos más adelante) a unas páginas explícitas de Rubén Darío en las que el poeta nicaragüense despliega un modo y un momento de la conciencia americana. Naturalmente, pueden darse distintos grados de profundidad en la contextualización histórico-cultural de las consideraciones que conducen al despegue de Ariel, pero en suma se trata de la remisión a una serie de fuentes, antecedentes o tramas discursivas más o menos reconocibles con las que el texto de Rodó dialoga y se construye.

Ahora bien, existe otro modo de enfocar la pregunta, hundiendo su objeto en procesos no tan evidentes, especialmente en discursos que no recurren al aspecto continuo de esa historia simbólica (quiero decir a una historia de Ariel, Calibán, Próspero, Miranda) pero cuya gravitación es a mi entender capital a la hora de leer el Ariel rodoniano. Me refiero especialmente a la fuerte genealogía que en otros escritos Rodó establece en relación con los escritores e intelectuales románticos argentinos y orientales surgidos a partir de la década de 1830, cuyo debate de ideas va a resultarle no sólo fundamental sino, en gran medida, fundacional para la concepción del proyecto arielista. No vacilaré en sostener que la lectura que Rodó hace de los hombres de 1837 es una operación teleológica, según la cual, por decirlo apretada y metonímicamente, los ideales y las prácticas de «Juan María Gutiérrez y su época» conducen «naturalmente» al discurso de Próspero. No está de más introducir un dato anecdótico -nada inocente, por cierto- en el hecho de que desde su infancia el entonces pequeño José Enrique venía leyendo e imitando periódicos como El Iniciador, El Plata Científico y Literario y el Comercio del Plata, los cuales marcaron decisivamente su pensamiento, según señala Petit Muñoz, información recogida por Belén Castro en su «Introducción» a Ariel45.

Si quisiéramos anticipar un sentido al respecto, una aproximación a la raíz del vuelo de ese genio del aire que preside e iconiza el discurso de Próspero, podríamos aventurar la idea de que el instante del movimiento ascensional, «el gracioso arranque del vuelo»46, constituye el momento más refinado del desprendimiento de la barbarie, vale decir, el salto cualitativo más elevado del espíritu civilizatorio occidental. La representación de Ariel en la escultura es, ante todo, la representación de la energía de vuelo de Ariel. Conviene no olvidar que el dinamismo básico confiere una tensión óntica que termina por desafiar a la condición estatuaria, soporte y límite, entonces, de la significación del vuelo. El discurso de Próspero, ese taumaturgo de la palabra no sofística, es el despliegue de un volar que es belleza de por sí al tiempo que, indisociablemente, un imperativo del deber volar. Por lo demás, es interesante recordar una de las correcciones que Rodó hiciera en sus borradores, la cual remite al tercer párrafo de la obra. Allí donde había escrito «Ariel, genio del aire, representaba, en el simbolismo de la obra de Shakespeare, la parte noble y alada del espíritu», tacha el pretérito para entonces dejar «representa», con lo que la vigencia del simbolismo del autor de La tempestad se vuelve efectiva, presente, no vencida por Calibán ni por el tiempo, del mismo modo que se advierte la mentalidad de actualización hermenéutica (mediante el borramiento de la distancia histórica) de Rodó frente a una obra literaria.

En cierto modo, la barbarie calibanesca es lo que está del otro lado de la cultura y de los ideales políticos desinteresados, amasados, precisamente, a partir del modelo artístico como fundamento de la acción. Ariel conlleva una pugna de origen romántico que incluso puede rastrearse con facilidad en el Goethe del Ur-Faust, en los términos de las dos almas que cohabitan en el pecho de Fausto, la dicotomía básica que con tantas reescrituras se dejará trabajar. No se concibe a Ariel sin esa alteridad, así como Sarmiento no pudo concebir la idea de civilización sin resolver la de barbarie. Correlativamente, la concepción del arte como actividad desinteresada y opuesta a la sociedad mercantil también es de procedencia francamente romántica. Decir que dicha concepción es modélica en el pensamiento de Rodó ya es una buena introducción al idealismo arielista.




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Ya a esta altura del siglo XX, en su último año y justo cuando se cumplen cien de la publicación de Ariel, justo cuando el reino de este símbolo etéreo declara más que nunca su idealismo y las condiciones dominantes de la sociedad de mercado lo conminan al repliegue, es decir, cuando el discurso del maestro Próspero no parece prosperar sino en la medida de sus resonancias arqueológicas y el pragmatismo de la «solidaridad» global es una receta antagónica y antropofágica de todo humanismo, vale la pena tentar una relectura de José Enrique Rodó.

No me refiero aquí, por supuesto, a un tipo de lectura restauradora, cuya función sea la de velar por la vigencia de Rodó según cierta validación mecánica de sus enunciados de origen. Es decir que no estoy pensando, vaya como ejemplo, en cómo el capítulo de Ariel sobre la democracia y los Estados Unidos o las operaciones retóricas del maestro Próspero siguen vigentes en sus términos y en cómo aún hoy todo ello podría resultar tal cual una bandera de la intelectualidad latinoamericana. Mi interés radica, más bien, como indicaba al comienzo, en detenerme sobre algunas señales del discurso de Rodó, algunas constantes que delatan la ilación del pasado con su presente, en el sentido de una conciencia identitaria continental, la cual data, en sus textos, desde por lo menos 1895 y sobre la que Arturo Ardao ha dado cuenta en varios de sus escritos ineludibles sobre el tema47. Es necesario agregar que dicha postulación de conciencia, crecientemente tematizada, no siempre emerge bajo modalidades declarativas, centrales, acabadas, sino que afecta a su vez zonas más oblicuas que hacen al entramado del discurso rodoniano.

Ya se sabe que, dentro del contexto latinoamericano, arielismo y calibanismo han sido leídos en distintas épocas y desde diferentes perspectivas ideológicas. Sólo basta la mención de textos ya clásicos como el de Aníbal Ponce48 o los de Roberto Fernández Retamar49. Lo que me interesa constatar aquí es el carácter de un alegorismo que, después de Rodó, alcanzó intensa continuidad, al punto que orientaciones tan disímiles como las que acabo de mencionar han planteado sus diferencias críticas con respecto al idealismo del discurso arielista, es decir que en gran medida se han permitido pensar rearticulando casi necesariamente (es decir, sin querer renunciar a ellas) las bases figurales de Ariel. En efecto, Yamandú Acosta sostiene acertadamente que la perspectiva marxista de Aníbal Ponce imprime una «revolución copernicana» a la simbólica de La tempestad, según la cual, entre otras cosas, Calibán representa a las masas sufridas y Ariel pasa a ser el genio sin ataduras con la vida concreta, en otros términos, el humanismo burgués, que ha de ser resignificado con miras a un humanismo proletario50. Más que de resemantización, creo que si se siguiera la posición de Ponce debería hablarse de una perspectiva de antagonismo ideológico en torno a la apropiación de una trama simbólica, comprendida en el contexto continental e internacional de agudización de la lucha de clases. Roberto Fernández Retamar, que legitima en varios aspectos el discurso de Aníbal Ponce, critica en un ensayo de 1971 y luego en otro de 199251 las limitaciones de la dicotomía civilización-barbarie, invirtiendo la mirada de Rodó al reivindicar a Calibán como figuración de los pueblos mestizos latinoamericanos, es decir, a Calibán como actor fundamental de la descolonización emancipatoria.

A la distancia del materialismo dialéctico, hay en Rodó un sentido del tiempo histórico asociable a una gesta emancipadora del espíritu. El que vendrá, escrito en 1896, pregunta, aún manteniendo una tonalidad oracular diseñada desde una expectativa fuertemente estética que no oculta al intertexto simbolista, por la inminencia de un futuro, proponiendo así la presentación futura de lo que no se hace presente en el presente pero que otorga al presente un valor. El que vendrá es un ente dominado por los contornos del deseo y que exhibe la conciencia de una transición espiritual. Semejante transitar, producto de una crisis que conduce al ensimismamiento, al individualismo y a la nostalgia -de indisimulables resonancias románticas- de un ser colectivo magistralmente guiado, es apreciable en el siguiente pasaje que, entre varias cosas, es una estupenda descripción de una conciencia intelectual de fin de siglo:

El movimiento de las ideas tiende cada vez más al individualismo en la producción y aun en la doctrina, a la dispersión de voluntades y de fuerzas, a la variedad inarmónica, que es el signo característico de la transición. Ya no se profesa el culto de una misma Ley y la ambición de una labor colectiva, sino la fe del temperamento propio y la teoría de la propia genialidad [...] Las voces que concitan se pierden en la indiferencia. Los esfuerzos de clasificación resultan vanos o engañosos. Los imanes de las escuelas han perdido su fuerza de atracción, y son hoy hierro vulgar que se trabaja en el laboratorio de la crítica. Los cenáculos, como legiones sin armas, se disuelven; los maestros, como los dioses, se van...52


Poco después, la expresión de aislamiento, de exilio de lo colectivo, evoluciona hacia el sentimiento de separación entre lo decible y lo deseable, entre experiencia interior y código estético, y, lo que es más (una constante en Rodó, más allá de sus marcadas diferencias con el esteticismo), «la inadecuación -como ha escrito Ardao- entre la impersonalidad lógica del lenguaje y la subjetividad psicológica de la emoción, tanto como de la idea»53. No en vano, semejante concepción del lenguaje, resultante de su teoría de la razón vital, lo lleva a escribir en Motivos de Proteo54: «El lenguaje, instrumento de comunicación social, está formado de muchos estremecimientos cuya vibración no ha llegado aún a ningún labio, muchos dolores para los que el bálsamo nos es desconocido, muchas inquietudes para las que todavía no se ha inventado un nombre... Todas las torturas que se han ensayado sobre el verbo, todos los refinamientos desesperados del espíritu, no han bastado a aplacar la infinita sed de expansión del alma humana55.

Aquí se hace patente un Rodó cuya hiperestesia no guarda tanta distancia con el Rubén Darío de Prosas profanas y hasta con la Delmira Agustini de poemas como «Lo inefable». Sólo basta pensar en versos del poeta nicaragüense como «Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo, / botón de pensamiento que busca ser la rosa [...]». O en los del mencionado soneto de la creadora de Cantos de la mañana, cuyos cuartetos transcribo:


Yo muero extrañamente... No me mata la Vida,
No me mata la Muerte, no me mata el Amor;
Muero de un pensamiento mudo como una herida...
¿No habéis sentido nunca el extraño dolor
De un pensamiento inmenso que se arraiga en la vida
Devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor?
¿Nunca llevasteis dentro una estrella dormida
Que os abrasaba enteros y no daba un fulgor?

Sin embargo, cobran relieve en el Rodó de El que vendrá la espera y la esperanza de una palabra nueva, el logos magistral del que se tiene «una imagen vaga y misteriosa»56, al tiempo que «una nostalgia mezclada de remordimientos», nostalgia, en definitiva, del «nunciador de la futura fe, antes de que él [el guía profético] haya aparecido sobre la tierra»57. El que vendrá es la fuerza continua de una inminencia indefinida en sus términos pero definida en cuanto a la certeza del advenimiento. En dicho ensayo persiste una dimensión oscura y etérea, racional y mística, ética y estética a un tiempo, en un espacio que se resiste a la divisibilidad de estos términos culturales, lo cual explica, entre otras cosas, que la escritura construya una atmósfera de inefabilidad semánticamente más poderosa que los nexos argumentales. La misma no resulta tan alejada del lenguaje oracular de Stephane Mallarmé, de su poética de la no denominación y de la referencia oblicua, poética que tanto interpelara, por cierto, a los poetas modernistas (piénsese, sin ir más lejos, en Julio Herrera y Reissig). Semejante logos presentido resulta una realidad sin otra existencia que su entidad de porvenir. En el final del breve ensayo, «el viento de la tarde recoge de todos los labios el balbucir de un mismo anhelo infinito»58, para quienes lo que ha de venir «trae un rayo de esperanza». El final de Ariel permite proponer una analogía con el mismo, pero para mejor entablar una diferencia elemental y que deviene en salto cualitativo, producto del efecto de las palabras ya pronunciadas por el maestro Próspero:

Era la última hora de la tarde. Un rayo del moribundo sol atravesaba la estancia, en medio de discreta penumbra, y tocando la frente de bronce de la estatua parecía animar en los altivos ojos de Ariel la chispa inquieta de la vida. Prolongándose luego, el rayo hacía pensar en una larga mirada que el genio, prisionero en el bronce, enviase sobre el grupo en silencio. Al amparo de un recogimiento unánime se verificaba en el espíritu de todos ese fino destilar de la meditación, absorta en cosas graves, que un alma santa ha comparado exquisitamente a la caída lenta y tranquila del rocío sobre el vellón de un cordero.


Rodó: Ariel, o. cit., p. 230.                


Si bien en ambos pasajes leemos la declinación de la luz, en El que vendrá la misma proyecta el rayo de la esperanza amenazado por «las sombras de la Duda»59, presionadas por aquello que vendrá y que todavía no viene, mientras que en Ariel «el rayo» construye la reflexión, incluso en el sentido físico, incluso en el recurso a la comparación preciosista del repertorio modernista y connotaciones cristianas, de un despertar inducido por la palabra que produce la meditación. Son dos vibraciones diferentes y, en suma, dos estados e instancias del desenvolvimiento del espíritu rodoniano.




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La figuración de Ariel, el genio alado, no está sólo en lo que podríamos llamar la representación de Ariel, el genio alado a punto de alzar vuelo, sino en la plasmación de una escritura que se envuelve en lo etéreo, se realiza en ello, con sus problemas, por así llamarlos, referenciales, es decir, respondiendo a una dinámica interna según la cual la palabra estética que apunta al ideal no es ornatus accidental del logos, sino trazos de construcción de futuro sobre la base de una tradición reactualizada hasta la esencialización y, según afirmaciones como las de Ibáñez, hasta los niveles de una ontología. Por otra parte, Arturo Ardao ha observado que «el mensaje de Próspero tiene, del principio al fin, un marcado acento juvenilista y porvenirista», aunque apelando «al mismo tiempo a las inspiraciones del pasado cultural»60. Sin embargo, en El que vendrá Rodó todavía arroja el presente a la prehistoria: lo vuelve preámbulo en tanto que prefiguración de una espiritualidad por desarrollarse, de una cuasibarbarie, de una conciencia presente que, como en cambio escribiera más adelante en El camino de Paros, es «la tonificante energía de nuestra conciencia social»61, en tanto garantía de futuro, ya que América Latina es la que hunde raíces en la tradición y la proyecta, según palabras de Ardao, con «nueva libertad y nuevo espacio»62.

Justamente, en Rodó importa lo que el continente-espíritu es pero en la medida de lo que será. En otros términos, América Latina como promesa, como boceto de una Historia de salvación de Occidente, que resulta en todos los casos del autor de Motivos de Proteo, una Historia de la teleología de la latinidad (ver lo de Juan Mª Gutiérrez), al tiempo que constituye un momento decisivo para la redención espiritual. Dicha latinidad, que emerge a fines de siglo como forma fuerte del pensamiento identitario latinoamericano, procura revertir la «nordomanía» de la generación argentina de 1837, cuyas manifestaciones más enfáticas sobre el asunto, localizables tanto en Domingo Faustino Sarmiento como en Juan Bautista Alberdi, son resignificadas por cierta indisimulada anglofilia finisecular. Paradójicamente, será en los románticos del 37 (luego reagrupados, durante el exilio rosista, en la Asociación de Mayo del Montevideo de 1841), que Rodó buscará desde temprano las raíces de una tradición nacional y continental que conduzca a la propuesta del latinismo arielista. Es en el idealismo patriótico-político de la generación romántica argentina y uruguaya, en la evocación de figuras fundamentales como Marcos Sastre, Esteban Echeverría, Florencio Varela, Sarmiento, Alberdi, Andrés Lamas, Juan Carlos Gómez, Miguel Cané y, especialmente, Juan Mª Gutiérrez, que el montevideano percibe las raíces de un proyecto americanista. Si bien en sus comienzos Rodó se concentra en el carácter literario de dicha conciencia y su comportamiento básico es, precisamente, el de un crítico literario, después de Ariel, como ha señalado Emir Rodríguez Monegal, dicha actividad será desplazada por las exigencias del magisterio americanista y el crítico literario pasará a un segundo plano, aunque nunca desaparecerá por completo63.

No obstante, es de capital importancia acercarse al concepto de crítica manejado por Rodó. En la muy documentada «Introducción» a la última edición de Ariel que ya citáramos, Belén Castro sostiene que la crítica era para Rodó «la actividad moderna por excelencia, y sólo le parecía posible en los núcleos donde la cultura maduraba y se diversificaba como una estructura compleja», actividad que, por otra parte, agrega Castro, el montevideano entabló exigiendo «una crítica adecuada a la modernidad específica de Hispanoamérica, luchando, como también pediría el portavoz del Mundonovismo, el chileno Francisco Contreras, por "crear valores" originales más allá del paisajismo y del pintoresquismo románticos»64. Poco después, la investigadora española señala que este ejercicio del criterio «constituye una de las líneas más firmes y novedosas de Rodó como intelectual, ya que en paralelo a su exigencia de una literatura de ideas, buscaba crear otro tipo de crítica "ideologizada", estableciendo valores culturales»65. Es de particular relevancia el hecho de que Rodó manifestara hacia 1903, en el prólogo a un libro de Francisco García Calderón (el cual más tarde recogió en El Mirador de Próspero), que la crítica «es el más vasto y complejo de los géneros literarios [...] [en el que] se confunden el arte del historiador, la observación del psicólogo, la doctrina del sabio, la imaginación del novelista, el subjetivismo del poeta»66. Semejante concepción del género lo supone como un tipo discursivo de alta flexibilidad, adecuado a los intereses de abarcabilidad de un saber humanístico que se resiste a la hegemonía de la división del trabajo y que, en definitiva, reviste una condición naturalmente interdisciplinaria. Complementariamente, conviene insistir una vez más en que Rodó nunca abandonó la dimensión indisolublemente estética de su discurso de prédica humanista y americanista, por lo que, en buena medida, la mirada del crítico de obras literarias, así como la del escritor habitado por él, atravesaron y dominaron con intensidades diversas las distintas zonas y registros de un discurso visiblemente proteico, potenciado y protegido por las difusas fronteras del ensayo.

Ahora bien, resulta inocultable que a partir del espacio literario el joven crítico de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales comienza a postular los signos de una tradición y de un destino que ya exceden a la literatura, es decir, que envuelven su presente histórico en una teleología mayor de la cultura latinoamericana. Una de las pruebas más contundentes de la continuidad de sus planteos es la reelaboración a la que sometió uno de sus primeros ensayos, titulado «El americanismo literario», publicado en 1895 en la mencionada revista, refundido años más tarde con otros materiales y finalmente publicado en 1913 en El mirador de Próspero con el título de «Juan María Gutiérrez y su época». Como intentaba decir poco antes, Rodó hizo de los intelectuales de esa generación un pilar fundante de la tradición del humanismo liberal hispanoamericano, incorporando a su vez un sentido nacional y continental del pasado histórico para la orientación de su presente y la construcción del futuro. Indudablemente, Rodó es un idealista completamente moderno, modernidad que no rehúye, ni mucho menos, la incidencia filosófica del positivismo, mediante el trazado una línea sólida y ascendente de una Historia decididamente encaminada a la emancipación finalmente espiritual. Para Rodó, la huella original (y originante) de los hombres de 1840 tiene su nudo de fuerza en la postulación de la autonomía intelectual, cuyo impulso americanista entiende que llega hasta su propio tiempo.

Si bien no me detendré ahora en la figura de Juan Mª Gutiérrez, conviene subrayar que la notoria preferencia que Rodó le dispensa radica, por sobre todas las cosas, en las atribuciones de tolerancia, mesura crítica y amplitud de criterio. Pero es en las palabras finales del ensayo que el montevideano deja sentadas más claramente las razones. Gutiérrez es para él «uno de los nombres más puros y respetados entre cuantos se vinculan a la porfiada labor de la organización nacional argentina»67, al tiempo que mediante el desempeño de la función pública cumplió un rol protagónico en el desenvolvimiento cultural. El hecho de que Rodó admirara en Gutiérrez al «estudioso desinteresado, en una generación de combatientes y tribunos», al escritor comprometido (temprano colaborador de El Iniciador) «que se mantuvo fiel hasta morir al sueño literario, concebido antes de la juventud, inmune entre los afanes de la edad madura y acariciado todavía con el amor de la vejez»68, delata la identificación principista con un modelo estético sostenido e incorruptible en todos sus tiempos vitales. Hay un breve pasaje de este trabajo que establece un puente especular con Ariel, y es aquel en el que Rodó valora la función del periódico El Iniciador, el cual «representa para esa juventud como la última jornada del aprendizaje, como el último día del aula». Y en seguida agrega: «Después de él, las ideas literarias y sociales que, nuevas y débiles aún, le habían inspirado, se levantan con rápido vuelo a dirigir la actividad espiritual de la época [...]»69. Parece ostensible que la referencia al «último día del aula» y al «rápido vuelo» de las ideas propone una remisión textual a la última clase de Próspero en Ariel. Esto me parece gravitante en la medida en que el diálogo entre distintos textos no sólo crea un espacio de coherencia a través de la reescritura de Ariel en El mirador de Próspero, sino porque la operación de semejanza proyecta la vigencia del arielismo sobre la generación romántica, en la que a su vez Rodó encuentra su genealogía histórica. En cierto modo, puede decirse que El Iniciador es el Próspero de la generación de Juan María Gutiérrez, del mismo modo que el maestro del 900 construye su palabra presente como herencia de los mejores ideales de aquella época. Disolviendo la distancia histórica, Rodó consigue levantar un sólido edificio de homogeneidad espiritual y un sentido progresivo de la evolución.




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La quinta parte de Ariel, tan comentada desde distintos ángulos e intereses, se formula en cuanto diferencia de origen y finalidad con respecto a la ideología dominante del utilitarismo estadounidense, al tiempo que dicha crítica se repliega hacia adentro como autocrítica de alerta dirigida a la ya muy avanzada «nordomanía» inoculada en América Latina. Si bien no entraré en los diversos y complejos aspectos del tratamiento del tema por parte de Rodó, quiero sugerir que la ausencia de tradición es una de sus acusaciones radicales a la hora de definir el lado innegociable de la diferencia entre el ser estadounidense y el ser latinoamericano. Para él, los norteamericanos son un pueblo huérfano de tradiciones. El discurso de Rodó hace que esta falta de un pasado orientando al presente convierta a los norteamericanos en una nación de modernidad ciega, sin una filosofía de la historia, que se agota en la inmediatez de la utilidad, pese a que su propio relevo no esconde la relevancia de las que considera sus mejores virtudes. No obstante, este vivir en el presente, alimentando «la porfía de la expansión material en todas sus formas» -expresión que Rodó capitaliza de Spencer70-, deviene en una suerte de barbarie (cuyo desplazamiento hacia el norte civilizatorio implica una ruptura con el discurso de Sarmiento, como en efecto afirma Yamandú Acosta71) que termina siendo desarrollada por el cosmopolitismo disgregador que confunde las posibilidades de una conciencia nacional.

En un artículo de 1898 titulado «El triunfo de Calibán», publicado en mayo de ese año en El Tiempo de Buenos Aires y en octubre del mismo en El Cojo Ilustrado de Caracas, Rubén Darío carga las tintas sobre la barbarie yankee, en una recuperación desplazada de la dicotomía sarmientina análoga a la del escritor uruguayo, aunque manejando la retórica enfática de la indignación, de la afirmación de identidad latina en un contexto de fatalización del destino norteamericano72. Más allá de las limitaciones de su discurso antiimperialista (que incluso, para algunos, y sobre la contextualización del tema hay polémica, son afectadas hasta por la ausencia de la palabra «imperialismo»), no es desdeñable recordar que Rodó retomó la cuestión de los Estados Unidos en sucesivas ocasiones y, como ha puntualizado Roberto Ibáñez, «sin tanta resonancia pero en forma aun más explícita»73. No obstante, el humanismo burgués de Rodó no alcanzó a comprender, como dice Mabel Moraña, «las causas político-económicas del fenómeno imperialista» sino que se detuvo en una resistencia axiológica. Carlos Jáuregui hace extensiva esta limitación a la conciencia de Rubén Darío74.

Volviendo sobre el tema de la tradición, entiendo que, según Rodó, la medida de la nación como proyecto espiritual homogéneo remitido a un origen le es ajena a la nación norteamericana porque a su vez -y esto merece subrayarse- «no recibe en herencia ese instinto poético ancestral que brota, como surgente límpida, de la roca británica»75. La noción de creatividad y, para el caso, de poesía constituida en motor último de la tradición, conforma un factor romántico esencial de toda la trayectoria idealista de Rodó. La relación abierta con el pasado, que consigue su correlato sincrónico en la exhortación a la reciprocidad de influencias en lugar de a la imitación unilateral y servil, postula la condición del diálogo como constitutiva del ser.

El reconocimiento que Rodó otorga a los estadounidenses por mantenerse fieles a su origen es más una advertencia sobre el desdibujamiento de la identidad latinoamericana en el período imperialista posterior al 98 que una virtud propia de la nación del norte, ya que, en todo caso, esa fidelidad no reposaría sobre una tradición formativa. Cuando el autor de Ariel se refiere a la carencia de ocio, socavada por el culto del trabajo y de la producción material, está señalando la falta de trascendencia de un tipo de vida humana que no consigue sobrepasar las necesidades inmediatas. Rodó lo hace en el momento en que la amenaza de los valores del utilitarismo mercantilista promete más y más alienación, condenando a «el que vendrá» a la realidad de lo que no viene. Contrariamente, su apuesta es artística en la medida en que la dinámica de todo arte vive de desbordar el contexto pragmático de su producción, suspendiendo y trascendiendo la influencia inmediatamente utilitaria sobre dicho contexto de origen. Insistir en que la perspectiva del humanismo idealista de Rodó surge de una matriz artística quizás no resulte ya a esta altura tan novedoso, pero vale la pena meditar una vez más sobre su conquista, sus limitaciones y las potencialidades de su vigencia, si es que decidimos rearticularlas, tratando de no olvidar que este montevideano escribió, inevitablemente, desde una posición ideológica -que también comporta una estética- de y para su época, tan sujeto, en el sentido fuerte, como nosotros.






ArribaAbajoRodó: un liberal contra el jacobinismo

por Pablo da Silveira76


El presente ciclo está centrado en el Ariel y hay buenas razones para que así sea. No sólo estamos conmemorando el centenario de su publicación, sino que el Ariel es la obra de Rodó que tuvo mayor impacto a escala continental. No obstante, en esta exposición quisiera ocuparme de otro aspecto de su producción, que es la serie de artículos que escribió en el correr del año 1906 y que luego sería publicada bajo el título genérico de Liberalismo y jacobinismo77.

Creo que este alejamiento del tema central del ciclo se justifica por varios motivos. En primer lugar, porque nos ayuda a comprender algunos aspectos importantes del pensamiento político de Rodó, lo que a su vez puede permitirnos hacer una mejor lectura del Ariel. En segundo lugar, porque esos textos nos ayudan a relativizar la imagen de un Rodó esteticista y aislado del mundo, que es la que suele transmitirse en nuestros institutos de enseñanza. El Rodó de Liberalismo y jacobinismo aparece fuertemente comprometido con el debate político nacional y, sobre todo, aparece muy involucrado en el debate interno de la fuerza política a la que pertenecía: el Partido Colorado. Por último, y por razones que intentaré precisar al final, el Rodó de Liberalismo y jacobinismo se nos presenta como particularmente vigente, esto es, como un autor que tiene mucho que decir sobre la cultura política que hoy compartimos los uruguayos.


ArribaAbajo1. La polémica

Empecemos por recordar el contexto. En el año 1906, bajo la presidencia de José Batlle y Ordóñez, la Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública tomó la decisión de eliminar los crucifijos de las salas del Hospital de Caridad y de los demás establecimientos que estaban a su cargo. Esta medida fue presentada como un paso más en el proceso de secularización de la sociedad uruguaya y, en consecuencia, como el resultado de la natural expansión de las ideas liberales. Pero Rodó se declaró en desacuerdo con esta interpretación. El 5 de julio de 1906 publicó una carta en el diario La Razón en la que sostuvo que la eliminación de los crucifijos no era un acto propio de un régimen liberal sino de un régimen jacobino. El pasaje más recordado del texto dice así: «¿Liberalismo? No: digamos mejor "jacobinismo". Se trata, efectivamente, de un hecho de franca intolerancia y de estrecha incomprensión moral e histórica, absolutamente inconciliable con la idea de elevada equidad y de amplitud generosa que va incluida en toda legítima concepción del liberalismo, cualesquiera que sean los epítetos con que se refuerce o extreme la significación de esta palabra»78.

La carta de Rodó provocó un profundo malestar en el Centro Liberal, hasta el punto de que su directiva decidió darle una respuesta pública. Y el encargado de la tarea fue el doctor Pedro Díaz, que era en aquel entonces una de las voces más activas de la causa anticlerical. El doctor Díaz dictó su conferencia el 14 de julio de 1906 y la publicó poco después con el título: El crucifijo. Su retiro de las casas de beneficencia79. Es interesante comparar el uso de las palabras que se emplean en ambos títulos: mientras Rodó hablaba de expulsión de los crucifijos, Díaz empleaba el término más neutro de retiro.

Pero si el título de Díaz era más moderado que el de Rodó, lo contrario ocurría en el contenido. Rodó había intentado hacer una reflexión de carácter general, poco apasionada y cargada de matices. El texto de Díaz, en cambio, contiene una serie de ataques muy directos a Rodó, a quienes defendían la presencia de los crucifijos en los hospitales, a la Iglesia Católica y a la propia representación de Cristo crucificado. Esto llevó a que Rodó publicara, siempre en La Razón, una serie de artículos en los que intentaba reafirmar su punto de vista original y refutar las opiniones de Díaz. Este conjunto de nueve artículos, junto con la carta original, constituye lo esencial de ese pequeño volumen que se llama Liberalismo y jacobinismo y que durante mucho tiempo fue editado en forma conjunta con el Ariel.




ArribaAbajo2. La naturaleza de la argumentación de Rodó

El argumento principal de Rodó contra la eliminación de los crucifijos puede resumirse del siguiente modo: los hospitales públicos son por excelencia el lugar donde se institucionaliza la práctica de la caridad. Ahora bien, Jesús de Nazaret es desde el punto de vista histórico el «creador de la caridad», es decir, quien «la trajo al mundo como sentimiento y como doctrina»80. Por lo tanto, la decisión de eliminar su imagen de los hospitales equivale a expulsar al fundador de la caridad de los establecimientos típicamente destinados a practicarla. El esfuerzo secularizador habría conducido así a un acto de incomprensión respecto de nuestra propia historia y de nuestras prácticas morales compartidas.

Es importante observar que este argumento excluye toda apreciación de tipo confesional. Rodó no era creyente ni mucho menos clericalista, sino un colorado firmemente comprometido con el proceso de secularización de la sociedad. En su texto insiste en que su evaluación de la figura y de la doctrina de Jesús de Nazaret está desprovista de todo componente religioso: «Por lo que respecta a la personalidad y a la doctrina de Cristo [...] mi posición es, ahora como antes, en absoluto independiente, no estando unido a ellas por más vínculos que los de la admiración puramente humana, aunque altísima, y la adhesión racional a los fundamentos de una doctrina que tengo por la más verdadera y excelsa concepción del espíritu del hombre»81. En su primera réplica a Pedro Díaz, Rodó insiste en que, «libre de toda vinculación religiosa, defiendo una gran tradición humana y un alto concepto de la libertad»82.

Rodó no habla de Jesús de Nazaret como líder religioso sino como «reformador moral»83. Su argumento consiste en decir que la imagen de Cristo merece un lugar en las casas de caridad por razones que no tienen que ver con la teología sino con el papel que ese hombre desempeñó en la historia humana. La decisión de la Comisión es tan extraña, dice, como sería la de un profesor de filosofía que hiciera retirar del aula un busto de Sócrates, la de una academia de lengua española que eliminara el retrato de Cervantes o la de un círculo de impresores que se negara a sesionar bajo la imagen de Gutenberg. Todas estas decisiones «suscitarían sin duda nuestro asombro», y la misma extrañeza debería provocarnos el hecho de que «una Comisión de Caridad [expulse] del seno de las casas de caridad la imagen del creador de la caridad»84. En el momento en que el proceso de secularización llega a este punto, traspasa «la frontera que separa lo justo de lo injusto, lo lícito de lo abusivo»85.

Rodó está libre de toda sospecha de querer servirse del poder estatal para imponer ciertas convicciones religiosas a los ciudadanos. Pero la solidez de su argumento depende de dos supuestos que no tienen nada de evidente y que es necesario examinar. El primero de esos supuestos es una teoría general sobre el modo en que las doctrinas morales se encarnan en la historia. El segundo es la afirmación, estrictamente empírica, de que Jesús de Nazaret fue la persona que introdujo la caridad en el mundo o, al menos, en el mundo occidental. Y el problema es que, como Pedro Díaz se encargará de mostrar, estos dos supuestos son altamente controvertibles. Este es un problema serio para Rodó, porque si la solidez de su argumento depende de que se acepten estos dos supuestos, y si de hecho es imposible construir un consenso en torno a ellos, entonces será inevitable concluir que los crucifijos deben ser retirados. En este punto reside la principal debilidad de la argumentación de Rodó, de modo que conviene analizarla con cierto detalle.




ArribaAbajo3. La debilidad de la argumentación de Rodó

Empecemos por el primer presupuesto. Según Rodó, lo que hace que una doctrina moral sea algo más que letra muerta y llegue a influir en la vida de las sociedades es el impacto personal de su fundador. Por cierto, Rodó no lleva este punto de vista tan lejos como Carlyle. Ante las objeciones de Díaz, no tiene dificultades en admitir que toda acción individual va precedida de «un largo proceso de preparación lenta e insensible» y aun llega a hablar de «las fuerzas» que «preparan en su oscuro laboratorio los resultados ostensibles de la historia humana». Pero su punto es que todos los antecedentes y todas las condiciones favorables serían inútiles sin «la originalidad de las grandes personalidades que, con carácter de iniciadores y reformadores, aparecen personificando en determinado momento los impulsos enérgicos de la innovación»86.

Rodó ilustra este punto con una larga lista de ejemplos: muchas de las tesis avanzadas por Lutero (por ejemplo, el rechazo de la autoridad papal y el retorno a la sola scriptura) habían sido sostenidas por diversos movimientos religiosos en los siglos precedentes, pero sólo cuando Lutero entró en escena se produjo la Reforma; muchas figuras anteriores a Sócrates (por ejemplo, Tales, Pitágoras o los atomistas) habían impulsado la reflexión filosófica, pero sólo con la llegada de Sócrates la filosofía estuvo en condiciones de cambiar el pensamiento occidental87; muchos temas tratados por Shakespeare y aun muchos de sus versos reconocen antecedentes, pero sólo Shakespeare consiguió cambiar nuestra sensibilidad88. Las individualidades son siempre decisivas, y especialmente lo son cuando no se trata de difundir conocimientos teóricos sino de modificar la conciencia y el comportamiento de los hombres. «Lo que importa en el origen de las revoluciones morales es, ante todo, la personalidad real y viva del reformador: su personalidad y no, abstractamente, su doctrina»89. Las revoluciones morales son obra de aquellos que «no se satisfacen con revelar una idea y propagarla, sino que tienen como condición esencialísima suscitar un entusiasmo, una pasión, una fe, que cundiendo en el contagio psíquico de la simpatía, y manteniéndose triunfalmente en el tiempo, concluya por fijarse y consolidarse en hábitos, y renueve así la fisonomía moral de las generaciones»90.

No corresponde evaluar aquí las implicaciones profundas ni el mayor o menor grado de acierto de esta teoría sobre la innovación moral. Lo que importa es que, tal como Rodó plantea su argumento, es esencial que esta teoría sea aceptada para poder ver al crucifijo como la representación de aquel individuo que, por haber vivido como vivió y haber muerto como murió, introdujo el valor de la caridad en la sensibilidad moral de Occidente. Y el problema es que, tal como lo muestra la reacción de Pedro Díaz, esto es justamente lo que no ocurre en una sociedad plural.

Díaz hace en su conferencia una defensa del determinismo histórico en clave evolucionista. Lo que produce la aparición de las innovaciones (sean morales o de cualquier otro tipo) es el despliegue de fuerzas y de tendencias de largo aliento que escapan al control de todo individuo. Atribuir la innovación a la acción de una persona es una ilusión que ha sido definitivamente puesta en cuestión por el avance del conocimiento científico. Las sociedades evolucionan de modo similar a los seres vivos, y los individuos tienen posibilidades muy limitadas de influir sobre este proceso. «Ningún hombre -dice Díaz- puede por su sola acción producir esas profundas transformaciones sociales, ni ellas se desarrollan así, de improviso; el presente es hijo del pasado y padre del porvenir; todas las evoluciones y revoluciones de las sociedades humanas son el producto de fuerzas lentamente elaboradas en el seno de esas mismas sociedades. La Naturaleza no hace saltos. No hay efecto sin causa proporcionada»91.

La argumentación de Díaz se reduce a la enumeración de algunas ideas muy esquemáticas y muy convencionales para el positivismo de la época. Pero lo que importa no es eso, sino que la propia aparición de la discrepancia supone un golpe duro para la estrategia elegida por Rodó: si para aceptar la presencia de los crucifijos hay que admitir la importancia insustituible de las individualidades en la evolución de nuestra sensibilidad moral, alcanza con que aparezca una seria discrepancia al respecto para que no pueda construirse un consenso que justifique la permanencia de los crucifijos.

Este problema se agrava cuando pasamos al segundo presupuesto de la argumentación de Rodó, es decir, a la idea de que, desde el punto de vista empírico, Jesús de Nazaret fue ese hombre excepcional que, tanto por la doctrina que predicó como por la forma en que vivió, cumplió la tarea histórica de introducir la caridad en el mundo. Si la Comisión de Caridad intenta investigar de dónde surge su propio nombre, argumenta Rodó, «fácilmente encontrará el vocablo latino de donde inmediatamente toma origen; pero a buen seguro que, desentrañando la significación de este vocablo en el lenguaje de la grandeza romana, no hallará nada que se parezca a la íntima, a la sublime acepción que la palabra tiene en la civilización y los idiomas de los pueblos cristianos; porque para que este inefable sentido aparezca, para que el sentimiento nuevo a que él se refiere se infunda en la palabra que escogió, entre las que halló en labios de los hombres, y la haga significar lo que ella no había significado jamás, es necesario que se levante en la historia del mundo, dividiéndola en dos mitades -separando el pasado del porvenir con sus brazos abiertos-, esa imagen del mártir venerado que el impulso del jacobinismo acaba de abatir de las paredes del Hospital de Caridad. [...] La caridad es creación, verbo, irradiación del fundador del cristianismo»92.

Díaz atacará esta afirmación mediante la enumeración de una larga serie de antecedentes históricos con los que procura mostrar que la caridad ya estaba presente en el Antiguo Testamento, en las enseñanzas de Confucio y de Buda, en el culto a Zoroastro y los dioses egipcios, en la filosofía de Sócrates y en el pensamiento de los estoicos. Su visión general del asunto queda bien reflejada en este párrafo: «La Historia nos dice con la autoridad de mil pruebas, que el concepto y el sentimiento de la caridad, de la benevolencia, del amor al prójimo, que la doctrina y la práctica de esa virtud en formas admirables que no ceden, sino superan, al concepto, al sentimiento, a la práctica de la caridad en Cristo, son anteriores a Cristo, dogmas de las más viejas religiones y postulados de la filosofía pagana de la Grecia y de la antigua Roma»93. O, de manera todavía más contundente: «Ni Cristo es el creador de la caridad, ni fue él quien la trajo al mundo, ni como sentimiento, ni como doctrina. Más aún: la caridad de Cristo no es siquiera la forma más perfecta de la beneficencia»94.

Esta discrepancia da lugar a una serie de réplicas de Rodó en las que éste hace su propia evaluación de cada uno de los antecedentes mencionados por Díaz. En este punto la discusión pierde buena parte de su interés: tanto Rodó como Díaz dan la sensación de estar ordenando la evidencia del modo que más favorezca su propia tesis, en lugar de intentar una evaluación con profundidad de las figuras a las que aluden. Y si bien Rodó demuestra tener mucha más erudición histórica y bastante más fineza de juicio, la situación queda planteada en términos que no lo favorecen: aun suponiendo que se hubiera aceptado su teoría (en realidad controvertida) sobre el papel crucial de los reformadores morales, si el consenso acerca de que Jesús de Nazaret fue el reformador que introdujo la idea de caridad en Occidente es necesario para mantener los crucifijos, la conclusión casi inevitable es que habrá que eliminarlos. No es para nada seguro que, en una sociedad plural, ese consenso pueda ser construido.

Rodó intenta evitar esta conclusión mediante la apelación a un argumento que defiende de manera brillante: no hace falta que un individuo reciba la aprobación unánime de los miembros de la sociedad para que pueda ser objeto de homenaje público. «Los pueblos -dice- erigen estatuas, en parajes públicos, a sus grandes hombres. Entre los miles de viandantes que diariamente pasan frente a esas estatuas, forzosamente habrá muchos que, por su nacionalidad, o por sus doctrinas, o bien por circunstancias y caprichos exclusivamente personales, no participarán de la veneración que ha levantado esas estatuas, y acaso experimentarán ante ellas la mortificación del sentimiento herido, de la convicción contrariada. ¿Quién se atrevería a sostener que esto podría ser motivo para que la admiración y la gratitud de las colectividades humanas se condenasen a una ridícula abstención de toda forma pública, de todo homenaje ostensible?»95.

Pero lo que Rodó está defendiendo no es la idea de que pueda haber un recordatorio de Jesús de Nazaret en algún espacio público (como la cruz de bulevar Artigas, que convive en Montevideo con el monumento a Confucio o la imagen de lemanjá), sino que el crucifijo sea el único símbolo presente en las salas de los hospitales públicos. Y el éxito de Díaz consiste en mostrar que el argumento que Rodó propone para defender esta idea específica sólo puede ser aceptado por quienes piensen que los hospitales públicos existen porque existió Jesús de Nazaret.

Esto no quiere decir que la estrategia argumentativa de Rodó carezca de méritos. Es sin duda la estrategia de un hombre con amplitud de criterio que, pese a no ser cristiano, no tiene dificultades en verse a sí mismo como un heredero del cristianismo. Es además la perspectiva de un hombre culto, capaz de examinar la evidencia histórica con una actitud matizada y dialogante. Pero el origen de su debilidad está en que, para oponerse al retiro sistemático de los crucifijos, Rodó eligió una argumentación que deja absolutamente de lado el significado religioso del símbolo. «Un crucifijo sólo será signo religioso para quien crea en la divinidad de aquel a quien en él se representa. El que lo mire con los ojos de la razón -y sin las nubes de un odio que sería inconcebible, por lo absurdo- no tiene por qué ver en él otra cosa que la representación de un varón sublime, del más alto Maestro de la humanidad, figurado en el momento del martirio con que selló su apostolado y su gloria»96.

Esta decisión de dejar entre paréntesis la condición religiosa del crucifijo podía parecer en aquella época el camino más fácil para oponerse a su eliminación de los hospitales públicos. Pero en realidad no se trataba del camino más fácil sino del más difícil. Por una parte, implicaba negar un hecho empírico evidente. Pedro Díaz tenía toda la razón cuando afirmaba: «el hecho real [...] es que el crucifijo estaba en las casas de beneficencia como imagen religiosa»97. Por otro lado, una vez que se ha excluido toda referencia al carácter religioso del crucifijo, lo único que puede intentar Rodó para justificar su presencia en los hospitales es encontrarle un valor incontrovertido de carácter no religioso. Y el problema es que toda respuesta discrepante tiene el efecto de debilitar su punto de vista.

Es probable que la prédica de Rodó hubiera resultado más eficaz si hubiera empezado por reconocer que el crucifijo es importante precisamente porque es un símbolo religioso, es decir, porque representa creencias y valores que son decisivos para la vida de muchos ciudadanos. Que el Estado prive a esos individuos de la compañía de un crucifijo en el momento en que son golpeados por la enfermedad o ven aproximarse la muerte es una imposición tan objetable como que el Estado obligue a los ateos a contemplar un crucifijo en esos mismos momentos. Si Rodó hubiera optado por esta estrategia argumentativa, probablemente habría logrado mejores resultados, aun cuando hubiera debido admitir que otros símbolos (por ejemplo, la estrella de David) deberían ser igualmente aceptados. Pero tal vez sea demasiado pedirle que llegara a una conclusión semejante en el Uruguay de aquel tiempo.

Como sea, lo cierto es que Pedro Díaz fue muy agudo al detectar los implícitos de la argumentación rodoniana y que, al atacarlos, consiguió debilitar a su adversario. Nadie puede dudar que Galileo hizo aportes fundamentales a la ciencia, aun cuando no estemos de acuerdo en si al hacerlos dio un golpe de genio personal o actuó como emergente de una evolución social que de todos modos hubiera ocurrido. Por lo tanto, las sociedades que valoran el conocimiento científico tienen razones para colocar su imagen en los centros de investigación y de estudio. Pero no todos pensamos, dice Díaz, que Jesús de Nazaret haya hecho un aporte de importancia equivalente al desarrollo de nuestra sensibilidad moral, ni mucho menos que sean necesarias las individualidades excepcionales para que los hombres podamos llegar a practicar una virtud como la caridad. Por lo tanto, no hay motivos para colocar su imagen en los lugares donde la práctica de esta virtud se institucionaliza.




ArribaAbajo4. La fortaleza de la argumentación de Rodó (I): el jacobinismo como adversario

Hasta aquí me he centrado en la parte del debate en la que, a mi juicio, a Rodó le va peor. Sin embargo, y sean cuales sean las debilidades de su argumentación, la intuición de fondo que lo movía me parece extremadamente aguda: quienes decidieron eliminar los crucifijos de los hospitales uruguayos creían estar aplicando ideas liberales y, en consecuencia, creían estar haciendo avanzar al país por un camino que lo conduciría hacia un mayor liberalismo. Pero Rodó observa que esas ideas no son de inspiración liberal sino jacobina. Si Rodó tuviera razón en este punto, estaría haciendo una afirmación de gran trascendencia. Liberalismo y jacobinismo no son parientes cercanos, sino dos concepciones contrapuestas de la acción y de la convivencia políticas. Y lo decisivo es que Rodó puede tener razón en este diagnóstico aunque se haya equivocado en los medios que empleó para oponerse a la decisión de eliminar los crucifijos. Los dos núcleos conceptuales de su texto están relacionados, pero son independientes desde el punto de vista lógico.

Para intentar verificar lo bien fundado de la afirmación de Rodó, voy a proceder en tres pasos. En primer lugar, voy a precisar lo que normalmente se entiende por jacobinismo, es decir, a recordar el significado que se le da a esta palabra a partir de la experiencia histórica que le dio origen. En segundo lugar, voy a volver al texto de Pedro Díaz para mostrar que allí se encuentran todas las características propias de un discurso de inspiración jacobina. Por último, voy a mostrar cómo, pese a estar haciendo un discurso típicamente jacobino, Díaz cree ser la voz del liberalismo. Una vez concluida esta contrastación, voy a agregar una sección final en la que intentaré incluir algunas observaciones sobre la supervivencia del jacobinismo en Uruguay y sobre el impacto que sigue teniendo en nuestra cultura política.

Como se sabe, las palabras jacobino y jacobinismo surgieron en la Francia del siglo XVIII para referirse a un movimiento político que comenzó a organizarse en los inicios de la revolución y que tuvo una enorme gravitación hasta el momento de su disolución, en noviembre de 1794. Cuando hoy se vuelve a emplear uno de esos términos, usualmente se lo hace para decir que un actor o una iniciativa comparten los rasgos típicos de la concepción de la política que quedó expresada en aquella experiencia histórica. Esto no significa que esos rasgos no existieran antes del jacobinismo ni que luego hayan desaparecido. Pero la experiencia francesa tuvo tal nitidez que terminó por constituirse en el caso paradigmático contra el que se contrastan sus similares. Por eso importa recordar cuáles eran los rasgos esenciales de ese jacobinismo original, y para hacerlo voy a apoyarme (con cierta libertad) en la reconstrucción que hace el historiador Lucien Jaume en un libro aparecido cuando se cumplían doscientos años de la revolución98.

Una primera característica del jacobinismo, dice Jaume, es la apelación a la unidad monolítica del cuerpo social como condición indispensable para la supervivencia de la Nación y para el logro de la igualdad entre los ciudadanos. El protagonista de la política jacobina es el pueblo. Permanentemente se lo invoca y se lo emplea como criterio de evaluación. Una decisión política es buena si es reflejo de la voluntad del pueblo y es mala si expresa o conduce a su división99. El dirigente jacobino Billaud-Varenne lo decía con claridad en un discurso a la Convención pronunciado en 1794: «La República es la fusión de todas las voluntades, de todos los intereses, de todos los talentos, de todos los esfuerzos, para que cada uno encuentre en este conjunto de recursos comunes una porción de bienes igual a su aporte»100.

Es importante entender cuál es el tipo de unidad a que aspiran los jacobinos. No se trata simplemente de la convergencia política tal como puede expresarse en las mayorías electorales. Las mayorías son importantes, pero no son la última palabra. De lo que se trata es de lograr el tipo de mayoría en el que se expresa la voluntad general, y esto sólo ocurre cuando una mayoría contundente consigue pronunciarse sin tener en cuenta los intereses particulares de sus miembros. En otras palabras, la voluntad del pueblo se manifiesta cuando se logra un pronunciamiento ampliamente mayoritario en el que no se refleja ningún interés que no sea de todos. Esta es una idea que aparece con fuerza en los escritos de Rousseau, a quien los jacobinos siempre consideraron su principal referencia intelectual: «Cuando el nudo social empieza a soltarse y el Estado a debilitarse, cuando los intereses particulares empiezan a hacerse sentir y las pequeñas sociedades a influir sobre la grande, el interés común se altera y encuentra opositores; la unanimidad deja de reinar en los votos; la voluntad general deja de ser la voluntad de todos; se generan contradicciones, debates, y la mejor opinión no pasa sin disputas»101.

La unidad del pueblo es sinónimo de ejercicio de la voluntad general, y la voluntad general se expresa en mayorías contundentes que han conseguido neutralizar la influencia de los particularismos. De aquí se derivan otras dos características que son igualmente definitorias del jacobinismo.

La primera de ellas (segunda en el catálogo general) es su inmensa desconfianza hacia la sociedad civil o, dicho de manera más específica, hacia toda forma de asociación voluntaria que le dispute al Estado la lealtad de los ciudadanos. Si lo que impide que se manifieste la voluntad general es la presencia de intereses particulares y la adhesión a colectivos que no sean el gran cuerpo social, entonces hay que controlar esos intereses y esos colectivos en la medida necesaria para que cada ciudadano tenga como única referencia el bien de la sociedad. La diversidad de intereses y de fidelidades es una anomalía que debe ser superada. Lo normal es una convergencia que conduzca a la unidad. Si las discrepancias y los choques se hacen frecuentes es porque la voluntad de las organizaciones particulares se está imponiendo sobre la voluntad general. Es en este nivel donde debe librarse la batalla por la unidad del pueblo. En la época del apogeo jacobino, Saint-Just expresó esta idea en términos que le costaron la vida a mucha gente: «lo que constituye a la República es la destrucción total de todo aquello que se le opone»102.

La otra característica importante del jacobinismo, que también se deriva de su constante apelación a la voluntad unívoca del pueblo, es su tendencia a borrar los límites entre política y moral. Para los jacobinos, un pueblo sólo podrá tomar decisiones fundadas en la voluntad general si sus integrantes son capaces de dejar de lado sus intereses particulares y poner por encima los de la Nación. Esto significa que un pueblo sólo podrá tomar decisiones como tal si sus miembros practican un conjunto de virtudes entre las que se cuentan el renunciamiento y el autocontrol. A la unidad del pueblo se llega mediante el ejercicio de la virtud. La convergencia a la que se aspira no es solamente política sino también moral.

Esto explica por qué, desde la perspectiva jacobina, todo conflicto político tiende a ser visto como un enfrentamiento entre la parte sana y la parte corrupta de la sociedad. Robespierre decía que «no hay más que dos partidos en la República: el de los buenos y el de los malos ciudadanos; es decir, el del pueblo francés y el de los hombres ambiciosos y voraces»103. Observen cómo funciona la distinción: los honestos son aquellos cuyos intereses coinciden con los intereses comunes; todos los demás son «ambiciosos y voraces». Este tipo de oposición se aplicaba con asiduidad en la práctica política. Por ejemplo, algunas circulares del movimiento emitidas en el año 1793 llamaban a «defender la parte pura de la Convención», es decir, a aquellos miembros de la Convención que expresaban la auténtica voluntad del pueblo tal como era interpretada por los propios jacobinos104.

Hasta aquí he mencionado tres características típicas del jacobinismo: su percepción de la unidad como destino natural del pueblo (y la consiguiente percepción de la disidencia y el conflicto como anomalías que se deben superar), su desconfianza sistemática hacia la sociedad civil y su tendencia, también sistemática, a borrar los límites entre política y moral. Para terminar de conformar el retrato, quisiera agregar todavía otras dos características.

La primera de ellas (cuarta en el catálogo general) es la afirmación de la necesidad de contar con un actor político que sea capaz de cubrir el vacío que se abre entre las decisiones imperfectas del pueblo real y las decisiones verdaderamente representativas de la voluntad general, que serían aquellas tomadas por un pueblo que hubiera logrado extirpar todo particularismo. Las sociedades particulares, moviéndose con suficiente habilidad, pueden falsear los pronunciamientos populares. De hecho, algunos jacobinos no vacilan en referirse a la posibilidad de «una mayoría corrompida»105. Por lo tanto, hace falta alguien que rescate al pueblo de sus propios errores. Ese es el rol que los jacobinos se asignan a sí mismos. Los jacobinos se presentan como los únicos intérpretes de la voluntad general. Sólo ellos, que tienen el monopolio de la pureza moral, pueden gobernar en nombre del pueblo en su conjunto106.

Esta es otra idea que los jacobinos tomaron prestada de Rousseau, hasta el punto de repetirlo casi textualmente en sus escritos. Veamos sólo un ejemplo. En un pasaje del Contrato social, Rousseau dice que «la voluntad general siempre es recta y tiende a la utilidad pública; pero de esto no se sigue que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud. Siempre se quiere el propio bien, pero no siempre se lo ve; nunca se corrompe a un pueblo, pero frecuentemente se lo engaña, y sólo entonces éste parece querer lo que es malo»107. Algunas décadas más tarde, en una directiva enviada a todos los clubes jacobinos de Francia el 10 de octubre de 1790, se incluían las siguientes frases «El pueblo por sí mismo quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve: hay que guiarlo, esclarecer su juicio, protegerlo de la seducción de las voluntades particulares»108. Dado que el pueblo real todavía no es capaz de hablar el lenguaje de la voluntad general, hace falta un actor que, ignorando las preferencias actuales del pueblo, tome las decisiones correctas en su nombre.

La última característica que me importa resaltar se deriva directamente de las anteriores. Si lo que importa es que el pueblo llegue a hablar el lenguaje de la voluntad general, si para eso hace falta que sus integrantes alcancen la virtud, y si lo que impide ese acceso a la virtud es la acción de las sociedades particulares, entonces la acción política debe ser esencialmente concebida como una tarea de depuración. Lo que hace falta es eliminar aquellos componentes de la sociedad que impiden la manifestación de la voluntad general. La principal tarea política es un trabajo de extirpación: el pueblo debe limpiarse a sí mismo de los organismos nocivos que lo habitan.

Esto explica por qué el Terror no fue una experiencia histórica circunstancialmente asociada al predominio jacobino, sino una consecuencia directa de ese predominio. Esta no es una idea mía, sino una idea defendida por los propios jacobinos franceses. Robespierre decía que «el terror no es más que la justicia rápida, severa, inflexible; es entonces una emanación de la virtud; es menos un principio particular que una consecuencia del principio general de la democracia aplicado a las necesidades más acuciantes de la patria»109. La misma idea aparecerá de manera muy explícita en la moción votada en la Sociedad de los Jacobinos el 30 de setiembre de 1792, cuando se decide formalmente la aplicación sistemática del terror: «¡Que se ponga al terror en el orden del día! Es el único medio de despertar al pueblo y de forzarlo a salvarse a sí mismo!»110.

La percepción del terror como emanación e instrumento de la virtud explica por qué la denuncia y la delación fueron explícitamente alentadas por las principales figuras del movimiento. Un pueblo que tiene la unidad al alcance de la mano pero no la consigue a causa de sus componentes impuros no tiene mejor estrategia que apostar a la transparencia absoluta. Las intenciones divisionistas y los intereses particulares deben ser desenmascarados para que pierdan su eficacia. Depurar es desenmascarar. Denunciar las intenciones escondidas es velar por los intereses del pueblo. Y esta es una lucha que se da en todos los terrenos, desde la actividad pública hasta la vida privada. En términos históricos, esto condujo a una descalificación sistemática de toda forma de disidencia y, en última instancia, a una esterilización del debate público. Pero además desató una espiral de denuncias recíprocas donde no sólo se tenía en cuenta lo que los individuos hacían sino también lo que no hacían. La ausencia de pureza no sólo se detecta en el hecho de tomar ciertas posiciones políticas sino también en el hecho de no tomar las debidas. No queda la menor posibilidad de mantenerse al margen. Una circular de los jacobinos de abril de 1793 llama a expulsar a todos los «miembros infieles» de la Convención «que traicionaron su deber al no querer la muerte del tirano»111.




ArribaAbajo5. La fortaleza de la argumentación de Rodó (II): el jacobinismo como impulsor de la eliminación de los crucifijos

Volvamos ahora al debate entre José Enrique Rodó y Pedro Díaz. La carta inicial de Rodó tenía dos núcleos conceptuales. El primero consistía en la acusación general de confundir jacobinismo con liberalismo. El segundo contenía un argumento concreto para oponerse a la eliminación de los crucifijos. La exposición de Pedro Díaz se ajusta perfectamente a esta estructura. Por una parte, ataca la estrategia empleada por Rodó para defender la presencia de los crucifijos. Este es, como hemos visto, el tramo de la discusión donde Díaz sale mejor parado. Pero luego hacía falta responder a la acusación general lanzada por Rodó, es decir, había que argumentar por qué la eliminación de los crucifijos era una medida de inspiración liberal en lugar de ser una medida de inspiración jacobina. Y aquí es donde Díaz termina, sin quererlo, dándole la razón a su contrincante.

¿Qué es lo que justifica la eliminación de los crucifijos? Díaz empieza por declarar que se trata de una medida destinada a proteger la libertad de conciencia de los ciudadanos. Pero, curiosamente, apenas esboza esta idea y lo que efectivamente dice al respecto es muy insuficiente. El pasaje clave de su argumentación aparece en las siguientes líneas: «Ninguna creencia religiosa o filosófica debe imponerse a las conciencias; ninguna en particular debe sobreponerse a las otras: toda imagen religiosa debe ser por lo tanto suprimida»112.

Díaz parte de dos afirmaciones que difícilmente alguien discuta, pero de inmediato agrega una conclusión que no tiene vínculos evidentes con lo anterior: según él, la única manera de respetar la libertad de conciencia consiste en suprimir toda imagen religiosa del espacio público. Esta es una idea que no ha sido aceptada por algunos de los pueblos que más se han destacado por el respeto de la libertad de conciencia, al menos en lo que refiere a su política interior. Los ingleses no parecen creer que la libertad de conciencia sea incompatible con la identificación entre el Estado y la Iglesia Anglicana, y los estadounidenses no parecen creer que la libertad de conciencia sea incompatible con la presencia de una invocación a Dios en cada billete de su papel moneda. La preocupación por la libertad de conciencia está muy presente en esas sociedades, pero la condición exigida por Díaz no se cumple. Por lo tanto, o bien concluimos que las tradiciones institucionales británica y estadounidense se basan en un error conceptual de carácter trivial, o bien el doctor Díaz debería aportar algún argumento en favor de su conclusión en lugar de presentarla como una derivación evidente de las dos afirmaciones que toma como punto de partida.

Lo curioso es que Pedro Díaz no hace ninguna de las dos cosas. Ciertamente no intenta poner globalmente en cuestión las tradiciones institucionales de Inglaterra y los Estados Unidos, pero tampoco hace un intento serio por justificar su afirmación. A lo sumo dedica un par de párrafos a decir que la exposición de imágenes religiosas es especialmente perniciosa para la libertad de conciencia de las personas debilitadas por la enfermedad113, pero no queda claro si este es un argumento independiente o si es un caso particular de la afirmación general que queda sin fundamentar.

Cualquiera sea el lugar que le corresponda a este argumento específico, lo cierto es que Díaz piensa, de manera general, que la libertad de conciencia sólo quedará asegurada en el caso de que toda imagen religiosa sea eliminada del espacio público (trátese o no de un hospital). Y en el momento en que debe aportar argumentos en favor de esta idea, lo que hace es embarcarse en una larga diatriba contra los católicos, la Iglesia Católica y la imagen de Cristo crucificado, a los que presenta como enemigos que deben ser combatidos por toda sociedad que aspire a vivir civilizadamente. Si atendemos al modo en que administra su energía argumentativa, parece claro que la razón que Díaz considera más importante para eliminar los crucifijos no es que esta medida proteja la libertad de conciencia de los ciudadanos, sino que al tomar esta medida se está dando un golpe duro a un enemigo que es necesario derrotar.

Su punto de partida es una observación que, como hemos visto, ha conseguido asentar sólidamente: contra lo que pretende Rodó, el crucifijo no es el recordatorio de un reformador moral ni la representación de un valor puramente humano, sino un símbolo de carácter religioso. Pero según Díaz no se trata solamente de eso, sino de un símbolo al que no puede reconocérsele ninguna clase de valor. Veamos ahora por entero un pasaje que hace un momento cité por la mitad: «El hecho [...] es que el crucifijo estaba en las casas de beneficencia como imagen religiosa; más aun, como fetiche católico adorado con el grosero fanatismo de las reliquias»114.

Para Díaz, la fe católica no se cuenta entre las creencias a las que pueda dar su adhesión un individuo racional. Se trata más bien de una claudicación de la razón ante una institución que manipula las conciencias con el fin de impedir el progreso y el buen funcionamiento de las instituciones políticas. La Iglesia Católica es la «Enemiga de la Humanidad», que «se reviste con los atributos de la caridad y se presenta a los ojos de la turba ignorante como la dulce protectora de los desvalidos»115. Quien da su adhesión a una institución semejante no es alguien que haya incorporado una creencia razonable sino alguien que ha sido víctima de un engaño o de su propia perversión. «La Iglesia Católica se mantiene erguida en medio de la sociedad civil, en abierta rebeldía con la civilización moderna, maldiciendo la razón, persiguiendo la libertad y resistiendo al movimiento de las ciencias con todo el peso de la tradición que gravita sobre las conciencias sojuzgadas»116.

La Iglesia Católica es un enemigo interno, y combatirla es al mismo tiempo un deber político y moral. «La lucha contra el clericalismo es un esfuerzo en pro de los ideales de la verdad y de la justicia. La ignorancia, el fanatismo, la mentira, la explotación de la credulidad humana y la opresión de las conciencias son males profundos que afligen a nuestras sociedades y que tienen su encarnación en el clericalismo»117. Aquí reside la verdadera razón por la que se debe apoyar la medida de la Comisión de Caridad: la exposición pública de los crucifijos es uno de los medios de los que se sirve la Iglesia Católica para perpetuar su poder, y para extirpar ese poder hay que empezar por extirpar su símbolo. Vale la pena reproducir la parte sustancial del argumento:

El crucifijo -que no es Cristo- representa aquella tiranía brutal y sanguinaria que la Iglesia hizo pesar durante siglos sobre la humanidad y que alcanzó su mayor esplendor en las degradaciones tenebrosas de la Edad Media.

Los gloriosos asesinos de las Cruzadas vieron flotar el crucifijo sobre el lago rojo de la mezquita de Ornar cuando la sangre llegaba al pecho de los caballos; el crucifijo se ha erguido sobre las carnicerías de las guerras de religión que dieron abono y riego al suelo de Europa; las mujeres, los ancianos y los niños hugonotes vieron al fulgor de las antorchas en la noche siniestra de San Bartolomé, ese mismo crucifijo levantado en alto por el fraile que lo apuñaleaba, como lo vio Atahualpa en Cajamarca sirviendo en manos del fraile Valverde para dar la señal de la matanza; y cuando en las mazmorras de la Inquisición, el filósofo, con el cuerpo despedazado por la rueda crujiente del tormento, lanzaba expirante una última mirada de odio y de desprecio sobre sus verdugos, también veía un crucifijo «destacarse inmóvil sobre la pared desnuda», presidiendo impasible las deliberaciones del santo tribunal de los chacales.


Loc. cit., pp. 9-10.                


Esta larga tirada le sirve a Díaz como base para afirmar que «si odiar el crucifijo es fanatismo, yo me considero fanático: yo lo odio y lo desprecio; yo seré fanático, pero serán conmigo también fanáticas todas las conciencias libres»118.

Alguien podría pensar que estas afirmaciones no deben ser tomadas en sentido literal, porque simplemente se trata del lenguaje de quienes en aquella época no comulgaban con el catolicismo. Pero el propio intercambio con Rodó muestra que esto no era así. Rodó no era católico ni creyente, pero era mucho más matizado en su lenguaje y en sus juicios. «Para oponerse a los esfuerzos reaccionarios del clericalismo -dice-, no es preciso hacer tabla rasa de la gloria de las generaciones inspiradas por la idea católica»119. Sin duda es verdad que el crucifijo estuvo asociado a muchos episodios condenables, pero también es cierto que estuvo asociado a muchos momentos admirables de la historia humana, y una cosa no debería opacar la otra. «Si ha de entenderse que los grandes símbolos históricos pierden su significado original e intrínseco en manos de quienes los desnaturalizan y falsean [...] no habrá ninguno que quede limpio y puro». La misma bandera tricolor que flameó en los momentos más gloriosos de la revolución francesa «impulsaba, apenas nacida, el brazo del verdugo, y cobijaba en su sombra las bacanales sangrientas del Terror»120.

Rodó es especialmente duro con la visión de la historia esbozada por Díaz: «La denigración histórica de la Edad Media es un tema de declamaciones que han quedado, desde hace mucho tiempo, relegadas a los estudiantes de quince años en las clases de Historia Universal»121. Y un poco más adelante: «¿Imagina acaso el doctor Díaz que diez siglos de historia humana se tiran al medio de la calle bajo la denominación común de ignominia, ignorancia, crueldad, miseria, rebajamiento y servilismo? Los tiempos en los que él no ve más que un proceso de "degradaciones tenebrosas", son en realidad una esforzada lucha por rasgar, para los gérmenes soterrados de la civilización, la dura corteza de los aluviones bárbaros; y es sin duda en el transcurso de esa lucha cuando la acción histórica del cristianismo presenta títulos más incontestables a la gratitud de la posteridad»122.




ArribaAbajo6. La fortaleza de la argumentación de Rodó (III): un jacobinismo que se toma por liberalismo

La dureza del lenguaje de Díaz no es entonces un reflejo de época, sino el resultado de una toma de posición que no era unánime entre los no creyentes. Y es justamente esta observación la que termina fortaleciendo el punto de vista de su interlocutor. En los pasajes del debate analizados en primer término, Díaz había tenido éxito en mostrar la debilidad de la estrategia argumentativa elegida por Rodó para criticar la eliminación de los crucifijos. En ese punto su ventaja era clara y contundente. Pero ahora, al explicar las razones por las que cree que los crucifijos deben ser eliminados, la ventaja de Díaz no sólo desaparece sino que se revierte: los argumentos que presenta para justificar la eliminación de los crucifijos no son propios de un liberal preocupado por la libertad de conciencia, sino de un jacobino que ve a la Iglesia Católica como el enemigo interno que, mediante el engaño y la manipulación, impide que los pueblos alcancen lo que realmente es bueno para ellos. Contra esa Iglesia que se refugia en la sociedad civil hay que lanzar un combate que es al mismo tiempo político y moral. Y el actor privilegiado que debe cumplir esa tarea de saneamiento es el Estado, único en condiciones de rescatar a los ciudadanos del engaño en el que muchos han caído.

Todos los rasgos típicos del jacobinismo aparecen en esta argumentación. Está presente la idea de obstáculo que impide que el pueblo (y, en este caso, la Humanidad en su conjunto) alcance su unidad y su propio bien; están presentes la desconfianza hacia la sociedad civil, la desaparición de los límites entre política y moral, y la apuesta a un actor político que rescate al pueblo de sus propios errores. También está presente la concepción de la acción política como una tarea de depuración o extirpación. Y cuanto más insiste Pedro Díaz en afirmar su posición, más se fortalece la tesis de Rodó.

Esta última afirmación se hace especialmente sostenible cuando se observa que Díaz habla en todo momento como si fuera un portavoz del liberalismo. De hecho, el modo en que se plantea el debate es el de una confrontación entre dos defensores de las ideas liberales. Rodó insiste en que el liberalismo implica el rechazo de la intolerancia, a la que describe como «inepta para comprender otra posición de espíritu que la propia» e «incapaz de percibir la parte de verdad que se mezcla en toda convicción sincera»123. Por esta razón -agrega-, el liberalismo «abarca mucho más e implica algo mucho más alto que una simple obsesión antirreligiosa»124.

Para Díaz, en cambio, lo que propone Rodó es un «liberalismo pasivo» que «aconseja a sus adeptos el goce tranquilo y egoísta de la liberación de sus ideas» en lugar de comprometerse en la «lucha contra la influencia ilegítima de la Iglesia». Pero este «liberalismo pasivo, que no ataca las posiciones del error y del abuso, es una deserción; todo hombre consciente tiene, donde quiera que esté y donde quiera que vaya, un puesto de lucha por el progreso, en esa lucha que no cesa jamás y que parece ser la esencia misma de la vida. La tolerancia no justifica esa traición pasiva que deja indefensos a nuestros ideales frente a la saña tenaz de su enemigo secular»125. Y para rematar agrega: «Recuerden los liberales que la pasividad, la abstención aconsejada en nombre de la tolerancia, frente a la iniquidad o la mentira, frente a la injusticia o el error, son una forma negativa de traición. Los que predican el liberalismo pasivo, hacen un apostolado de la claudicación»126.

Díaz, en nombre del liberalismo, acusa a Rodó de traición. Rodó reacciona ante esa acusación y responde que lo de Díaz no es más que un «pseudo liberalismo, cuya psicología se identifica [...] con la psicología de las sectas: el mismo fondo dogmático; la misma aspiración al dominio exclusivo de la verdad; el mismo apego a la fórmula y la disciplina; el mismo menosprecio de la tolerancia, confundida con la indiferencia o la apostasía; la misma mezcla de compasión y de odio para el creyente o para el no creyente». Díaz se cree liberal, pero «no cabe duda de que la filiación directa de [su] escuela pseudoliberal se remonta a la filosofía revolucionaria del siglo XVIII, a la filosofía que fructificó en la terrible lógica aplicada del ensayo de fundación social del jacobinismo»127.

Vistas las cosas a casi un siglo de distancia y levantando la mirada respecto del contexto específico en que se produjo la discusión, parece difícil no darle la razón a Rodó en este punto. Si por liberalismo se entiende una corriente de pensamiento político que aparece típicamente representada en figuras como John Locke, Immanuel Kant y John Stuart Mill, o si por liberalismo se entiende la doctrina política que aparece expresada en las tradiciones institucionales de los países habitualmente llamados liberales, como Inglaterra o Estados Unidos, entonces es necesario concluir que el discurso del doctor Díaz no tiene nada de liberal. Los liberales ven el desacuerdo como la situación normal en política y el consenso como una excepción siempre transitoria; los liberales consideran legítimo que la gente tenga intereses particulares y asumen como normal que esos intereses den lugar a conflictos; los liberales no han sido antirreligiosos en ningún sentido del término, hasta el punto de que los Estados Unidos fueron fundados y gobernados durante mucho tiempo por personas profundamente religiosas que valoraban por encima de todo la libertad de cultos; los liberales no desconfían de la sociedad civil sino que la prefieren fuerte y autónoma, justamente porque desconfían de un Estado que pretenda ejercer algún tipo de tutela sobre los individuos.

Naturalmente, el que Pedro Díaz se viera a sí mismo como un liberal no era el resultado de una ocurrencia personal. El propio hecho de que estuviera hablando en nombre del Centro Liberal nos obliga a desechar esa hipótesis. Más bien, el uso que hace de las palabras es la prueba de un desplazamiento lingüístico que empezó en Francia y que, por vías que no estoy en condiciones de reconstruir en detalle, terminó teniendo una fuerte influencia en el mundo latino: una vez que la palabra jacobinismo se volvió inutilizable como medio para la autodefinición política, se empezó a usar un término proveniente de otro contexto (a saber, la palabra liberalismo) para seguir haciendo referencia al antiguo punto de vista.

Pedro Díaz se siente un heredero de la revolución francesa (período del Terror incluido) y no de la revolución americana. No por casualidad su discurso fue pronunciado un 14 de julio. Ni Locke, ni Kant, ni Stuart Mill son referencias importantes para su pensamiento. Cuando Díaz se define como un liberal, está usando la palabra con el sentido que adoptó en Francia durante el siglo XIX y que luego se difundió en otros países latinos. Pero debemos tener presente que ese uso difiere mucho del que encontramos de manera sistemática entre quienes son considerados los padres del liberalismo. Ni Kant, ni Madison, ni Stuart Mill, ni Benjamin Constant (uno de los pocos auténticos liberales que hubo en la Francia posrevolucionaria) habrían considerado a Pedro Díaz uno de los suyos.




ArribaAbajo7. La actualidad de la argumentación de Rodó: la persistencia de la influencia jacobina en la cultura política uruguaya

Hace un momento observé que el uso de las palabras que hace Pedro Díaz no es el resultado de una originalidad personal sino el reflejo de un uso lingüístico muy extendido. Ahora quisiera agregar que, tanto en lo que refiere a los usos lingüísticos como a las ideas políticas, quien estaba en una situación excepcional no era Díaz sino Rodó. Pedro Díaz no tenía que explicar cuál era el uso que hacía de la palabra liberalismo porque ese era el uso predominante en el país. Y en cuanto a sus ideas de fondo, todos tenemos claro que los crucifijos fueron efectivamente retirados y que el Uruguay se embarcó en una política de «laicización» que tiene pocos precedentes en el mundo. Las decisiones políticas se orientaron progresivamente en la dirección que reclama Díaz, lo que terminó entre otras cosas con la carrera política de Rodó.

Estas observaciones me sirven para introducir la idea con la que quisiera concluir. El debate entre Rodó y Díaz no es un episodio excepcional sino muy característico. Y la observación que hacía Rodó a propósito de los crucifijos no es una afirmación casual sino la aplicación a un caso particular de una verdad de alcance general: los uruguayos creemos vivir en un país con una fuerte tradición liberal, pero en realidad vivimos en un país con una fuerte tradición jacobina. La confusión se debe a que esa tradición se da a sí misma el nombre de liberalismo.

Naturalmente, esto no quiere decir que nuestra experiencia política sea idéntica a la francesa. Es claro que los uruguayos no hemos conocido nada parecido al Terror ni hemos tenido líderes políticos semejantes a Robespierre. Pero el punto es que, cuando atendemos a lo que en este país se ha llamado liberalismo, nos encontramos muy frecuentemente con las cinco características típicas del jacobinismo.

Esta es una afirmación que encuentra sustento en el examen de lo que ha sido nuestra propia trayectoria institucional. Por mencionar algunos ejemplos: el liberalismo apuesta a la libertad individual de cada miembro de la sociedad y desconfía de un Estado que adopte funciones de tutor; en cambio, los uruguayos hemos optado por un Estado que interviene permanentemente en la vida de los individuos, diciéndonos cómo debemos manejar nuestros ahorros o cómo debemos educar a nuestros hijos. El liberalismo respeta la diversidad de confesiones religiosas y de culturas, y admite que cada individuo viva en función de lo que ellas le dicten; nosotros, en cambio, hemos encerrado el fenómeno religioso dentro de los límites de la vida privada y hemos intentado homogeneizar las costumbres, las tradiciones y los hábitos lingüísticos. El liberalismo apuesta fuertemente a la sociedad civil para que allí se encuentren respuestas a muchas de las demandas que emergen de la sociedad; los uruguayos, en cambio, hemos optado por dirigir el grueso de las demandas hacia el Estado y nos hemos negado a medidas tan básicas como tener una buena ley de fundaciones.

Si miramos hacia atrás, vamos a descubrir que buena parte del camino que hemos recorrido estuvo regido por una lógica que se parece mucho a la jacobina y muy poco a la del liberalismo. Este es un punto de vista que puede aportar pistas interesantes para entender algunas particularidades de nuestra propia historia. Por ejemplo, puede ayudarnos a entender por qué en Uruguay (a diferencia de lo que pasa en otros países) los creyentes han sido tan masivamente antiliberales. Si Rodó tenía razón en su afirmación, los creyentes deberían concluir que se han equivocado de enemigo.

Pero lo que me importa antes de terminar es hacer una observación relativa al momento actual. Hay algunos indicios que sugieren que el viejo jacobinismo uruguayo está en retroceso. Pensemos, por ejemplo, en lo que ocurre en las relaciones entre el Estado y las prácticas religiosas. Hubo un largo período en el que fue sencillamente impensable que el Estado diera su apoyo a alguna manifestación de este tipo. Luego vino el episodio de la cruz del Papa, que no sólo dio lugar (cierto que después de muchas discusiones) a que la decisión de mantener la cruz fuera tomada, sino a que fuera tomada con el apoyo emblemático de un miembro de la familia Batlle. Esto puede ser visto como un punto de inflexión, pero todavía hubo otro quiebre que se produjo algunos años más tarde, cuando se inauguró una estatua a lemanjá sin que el asunto despertara mayores pasiones. La sociedad uruguaya parece estar volviéndose algo más tolerante a la exposición de signos religiosos en el espacio público.

Sin embargo, así como hay algunos síntomas de flexibilización, hay otros indicios que sugieren que los reflejos jacobinos están tan fuertes como siempre. Piénsese, por ejemplo, en las constantes apelaciones a la voluntad del pueblo que aparecen el discurso político o en las reacciones de indignación que suelen generar las propuestas de subvención a la educación privada. En este último aspecto seguimos diferenciándonos de lo que ocurre en todo el mundo democrático y aun sobrepasamos a la muy jacobina Francia128. Pero lo más llamativo es que no sólo hay indicios de la supervivencia de la cultura jacobina, sino también algunas pruebas de su relativo fortalecimiento. Voy a poner un único ejemplo.

Una idea típicamente jacobina (derivada directamente de las cinco características discutidas más arriba) es la desconfianza hacia la representación parlamentaria y el rechazo a la independencia de los representantes. Robespierre decía que «la fuente de todos nuestros males es la independencia absoluta en la que los representantes se pusieron a sí mismos respecto de la nación sin haberla consultado». Y también afirmaba que, si bien el pueblo se puede equivocar, «las probabilidades de error son aun más numerosas cuando el pueblo delega el ejercicio del poder legislativo en un pequeño número de individuos; es decir, cuando es solamente una ficción que la ley es la expresión de la voluntad general»129. En todo esto, naturalmente, los jacobinos seguían siendo herederos de Rousseau.

Esta idea típicamente jacobina nunca encontró demasiado eco en nuestra doctrina jurídica ni en nuestra práctica política. Durante mucho tiempo los uruguayos apostamos con convicción a la representación parlamentaria, lo que prueba que, si bien hemos estado influidos por el jacobinismo, también hemos recibido nuestras dosis de liberalismo. Pero en los últimos años hemos asistido a un fortalecimiento de la idea de democracia plebiscitaria. La noción de que la voluntad del pueblo debe expresarse directamente para corregir los desvíos de los parlamentarios ha ganado peso en el discurso político. Y la facilidad con la que ha sido aceptada por amplios sectores de la ciudadanía sugiere que había una sensibilidad bien dispuesta a recibirla. Esto es algo muy diferente a lo que ocurre en buena parte de los países de Europa, donde la idea de una democracia plebiscitaria es inmediatamente asociada a la experiencia nazifascista.

No quisiera profundizar en estas afirmaciones puramente impresionistas. Lo que me interesa sugerir es que, si nuestra historia política está cargada de elementos típicamente jacobinos, es probable que los vaivenes del presente sean un indicio de que oscuramente estamos empezando a revisar ese legado. Visiblemente tenemos dificultades para hacerlo, y es probable que parte de esas dificultades se deban a que tenemos un problema en la manera como nos vemos a nosotros mismos: nos creemos los herederos de una cultura política típicamente liberal, y en realidad hemos recibido una cultura fuertemente cargada de jacobinismo. Si esto llegara a ser cierto como verdad general, tarde o temprano deberemos admitir que la observación que hizo Rodó en 1906 fue extraordinariamente aguda. Más aun, deberemos admitir que, sólo por el hecho de haberla formulado, Rodó merece un lugar de honor en la historia de nuestro pensamiento político.






ArribaAbajoLa influencia de Rodó en la educación

por Helena Costábile130



ArribaAbajo1. ¿Cómo se determinan las influencias del pensamiento?

Si nos mantenemos en el nivel teórico, pensamiento sobre pensamiento, se trata de establecer la «geografía» de las ideas: tal como los ríos, los pensamientos van por distintos autores, cruzan países, forman meandros, aumentan su torrente, su fuerza, disminuyen, hasta parece que se secan y de nuevo se engruesan.

El método para seguir los hilos de pensamiento tiene dos condiciones fundamentales:

1. la comprensión cabal de las ideas que se consideren, para poder determinar si se trata de la misma idea o de una variación con base similar, para evitar postular una similitud donde sólo hay una apariencia de tal;

2. la investigación del efectivo contacto; un ejemplo: el análisis del aparato de citas de un autor; otro: la averiguación de los índices de las bibliotecas del Río de la Plata a comienzos del siglo XIX, que nos permite rastrear qué podían leer los intelectuales en ese momento; otro ejemplo: los libros que trajo Esteban Echevarría en su vuelta al Plata desde Europa en 1830, tomados como el inicio de la influencia romántica entre nosotros.

Más complejos son el problema y el método cuando lo que se pretende no es establecer una influencia lineal entre autores sino la influencia de las ideas de cierto autor en estados de conciencia colectivos o en planes y líneas de acción concretos, ya sea generales de una sociedad o particulares de cierta área o institución.

¿Qué deberíamos saber para contestar la pregunta acerca de la influencia de Rodó en nuestra educación?

1. Saber qué ideas de Rodó eran susceptibles, por su temática y alcances, de ser inspiradoras de hechos educativos. Este es un trabajo teórico: implica el conocimiento del pensador.

2. Determinar cómo pudieron haber llegado ideas de Rodó a la educación. En este caso las interpretaciones no son sólo de ideas, sino también acerca de los mecanismos de recepción de ideas en educación. El campo de investigación es aquí vastísimo y por lo menos tendría estas líneas:

- impacto de Rodó en la conciencia colectiva y por tanto en todos los aspectos de la vida social: educación, política, literatura, por ejemplo;

- puesto que Rodó no tuvo acción directa en el sistema educativo, rastrear alumnos, seguidores, afines, simpatizantes, lectores de Rodó que hubieran actuado en el ámbito educativo («educadores de inspiración rodoniana»); por ejemplo, Dardo Regules, Clemente Estable, Emilio Oribe, Eduardo de Salterain, quienes, si bien no reiteran o desarrollan el pensamiento de Rodó, lo leyeron y no fueron refractarios a él, de acuerdo con testimonios propios de los autores;

- presencia de Rodó en materiales de estudio de docentes y de alumnos; los adultos recordamos haber estudiado en el liceo o en la escuela alguna parábola de Rodó o alguna página de Ariel. Normalmente el material que se usa en clase está predeterminado por las sugerencias de los supervisores. Estas sugerencias suelen dejar algún rastro en los materiales bibliográficos del rubro Textos y del rubro Revistas de divulgación o apoyo docente. Los programas de estudio pueden ser en algunas ocasiones índices posibles de rastreo, pero no las listas de autores sugeridos; Rodó, de hecho, no ha desaparecido nunca de los programas de literatura de Secundaria, pero ¿se da? Lo mismo sucede en parte con los textos: se pueden rastrear en bibliotecas de centros docentes y ordenar cronológicamente, pero su existencia no acredita su uso.

Con este punteo de temas y métodos salimos a la búsqueda de la respuesta a la interrogante planteada. A medida que avanzábamos se iban delineando tesis, para algunas de las cuales obtuvimos una base de contrastación; para otras estamos aún en camino.




ArribaAbajo2. Cuatro tesis

Primera tesis: No hay una influencia específica de Rodó en la educación. Hay autores que tratan temas pedagógicos y ellos filtran la práctica educativa; por ejemplo, las ideas pedagógicas de Vaz Ferreira tuvieron su importante resonancia en la educación nacional. Rodó trató temas educativos en el marco filosófico general de su pensamiento y ello dificultó que sus inspiraciones tuvieran un cauce efectivo en las prácticas pedagógicas y en los diseños curriculares.

Segunda tesis: La influencia de Rodó en la educación se da en función de su influencia general en el pensamiento nacional, es decir, no por la vía de una asistencia al tema educativo, sino por el imperio difuso de lo que Oribe llamó la paideia rodoniana, el conjunto de ideales, la imagen modélica del hombre, algunos de cuyos elementos se trasvasaron a la mentalidad nacional en determinado período. La influencia de Rodó en la educación es, entonces, por derivación de su filosofía general.

Tercera tesis: Dentro del corpus rodoniano, las ideas que se filtraron son sólo algunas; hay toda otra zona de la obra que no fue asimilada ni impregnó de manera destacada la conciencia nacional.

Las ideas que sí influyeron fueron básicamente éstas:

  • el idealismo, opuesto al utilitarismo exclusivo;
  • una filosofía de la personalidad centrada en la interioridad y la vocación;
  • una moral abierta, de actitudes y no de órdenes normativos, una filosofía de la vida afirmativa, esperanzada, optimista;
  • el antinorteamericanismo.

El país quedó refractario a otras ideas de Rodó que son centrales en él:

  • rechazo de lo que el propio Rodó denomina jacobinismo;
  • el americanismo entendido como iberoamericanismo que descansa sobre los valores de la civilización cristiana;
  • la nota de fracaso y recomienzo en la historia humana.

Cuarta tesis: La influencia de Rodó no fue doctrinaria y persistente sino intuitiva y basada en un par de iluminaciones que de alguna manera están impresas en los sentimientos nacionales.




ArribaAbajo3. El impacto de Rodó en el Uruguay del 900

Para entender lo que significó el impacto de Rodó en la conciencia de su tiempo recurrimos al testimonio de dos jóvenes arielistas de la primera hora: Dardo Regules y Carlos Quijano.

Dardo Regules, en su libro Cinco discursos sobre nuestro tiempo, incluye una conferencia de la década del treinta referida a «El ideal de cultura de la generación anterior a la guerra» (se refiere a la primera guerra mundial). Regules se incluye en una generación de jóvenes entre 1900 y 1914 que, si hemos de seguir las precisiones numéricas del método de las generaciones, sería la generación del 15, que en realidad, y dando la razón a Regules, tiene sus primeras experiencias culturales, sus primeras vivencias juveniles entre 1900 y 1914.

Dice Regules que aquella generación «no tuvo más ideal que la cultura. A ello debió su estilo, su brillo... y su fracaso».

Para entender cómo surge este ideal de cultura, Regules pinta la situación espiritual del momento:

[...] ¿tenía algo que dar la Universidad en el orden vital de nuestra vida intelectual y espiritual? [...] En el orden de las esencias vitales -orden religioso y filosófico y social y artístico, categorías esenciales por las cuales se vive, y a veces se muere- la Universidad era el vacío total. Enfrentamos la hora del dogmatismo experimental y del encierro profesionalista.

[...] el clima de cultura correspondía al más definido positivismo. Spencer -un poco empequeñecido el mismo Spencer al través de una docencia prevenida contra toda filosofía del ser- estaba en su total señorío. Y el materialismo histórico empieza a establecer sus definiciones ineludibles en el orden social.

La Universidad -y al través de la Universidad, la clase dirigente del país- no conocía otras directivas. [...] Y maestros, alumnos, planes y libros tendieron, con espontánea disciplina, a un positivismo incondicionado, que negó todo el orden religioso y toda posibilidad metafísica [...].

Todos nos formamos en el más cerrado experimentalismo, e intelectualmente no pudimos ser otra cosa.

[...] y a falta de toda posición filosófica vital, la Universidad orientaba exclusivamente hacia sus fines profesionales utilitarios. Era el baldío total, para la integración de un ideal de cultura.

En este baldío aparecieron, entre otros, dos maestros: José E. Rodó y Carlos Vaz Ferreira.

Esto es todo lo que tuvimos: Una Universidad que nos asfixiaba con . su experimentalismo, y con su profesionalismo, y unos maestros que empezaban a romper la costra -horadando hacia arriba-, con los primeros movimientos por una nueva libertad de pensamiento. [...]

Rodó [...] nos dio dos conceptos esenciales: 1) La vocación, como centro de una valoración de las cosas del espíritu. 2) Una teoría de la tolerancia, a la que dio el vigor inmediato de su limpia experiencia personal.

[...] ¿Qué fue entonces y en concreto, [...] el ideal de cultura? [...] Fue, desde luego, un refugio de liberación de nosotros mismos, hacia la valoración -por sobre profesionalismos, y biologismos, y nivelaciones materiales- de nuestro propio yo, que Rodó revelaba cuando empezaba su Ariel con aquella frase: Sed los conscientes poseedores de esa fuerza inmortal que lleváis dentro de vosotros mismos.



Otro joven arielista, Carlos Quijano, en setiembre de 1919 celebraba la resolución del Consejo de Administración de proveer una partida para repatriar los restos de Rodó, en la Revista Ariel, en estos términos:

Nacidos al amparo nobilísimo de Ariel, no podíamos dejar de hablar, clara y juvenilmente, en defensa de quien supo ser caballero de la más alta idealidad. Toda nuestra obra, si algo vale, viene directamente de las páginas del Maestro; toda nuestra vida de estudiantes, si algo representa, tiene sabor de emoción, saber de ensueño, sabor de verdad, el sabor de las enseñanzas de Ariel.



El «nuevo estremecimiento» que trajo Ariel a los jóvenes fue el de la idealidad, en un ambiente intelectual que se caracterizaba por un dominio estrecho del interés y la utilidad.

Si se leen con rigor los textos de Rodó, se verá que hay un perfecto equilibrio en la visión de nuestro pensador, que todos los aspectos están integrados, hay un cuidadoso eclecticismo de la utilidad y el ideal, y que esta síntesis es constante ya desde el Ariel, y puede sintetizarse en su célebre frase: «sin el brazo que nivela y construye no tiene apoyo la noble frente que piensa». Como suele suceder, los jóvenes no leían más que aquello que anhelaban, y se interpretó el idealismo sobre el fondo del repudiado positivismo. Se formó entonces una cortina de humo en torno al Ariel que está en el origen del equívoco que permanentemente motiva críticas y anatemas por lo que Rodó no dijo ni pensó.

Situarlo históricamente tiende a poner las cosas en su lugar, a comprender a Rodó y a hacerle justicia. Y a comprender también a los arielistas.

Estos equívocos o malentendidos a propósito de Rodó son los epifenómenos de una desinteligencia más profunda de Rodó con las tendencias dominantes del país de su tiempo, y tiene que ver con la lógica conservadora del discurso de Rodó. Rodó fue, en mi apreciación, el más fino y profundo de nuestros conservadores, receptor de Burke a través de Tocqueville y Taine. Pero actuó en un tiempo y en un lugar que no se caracterizaron por el aprecio de los rasgos conservadores, y que estaban a las puertas de procesos de innovación transformadora en el orden político-social.

Situar ideológicamente a Rodó también tiende a comprender la lógica profunda de sus concepciones y a no exigirle que diera curso a pensamientos y posiciones que le eran ajenos. Esto naturalmente al margen de acuerdos o desacuerdos.

Si se lee la nómina de jóvenes del Centro Ariel y se sigue la trayectoria de la mayoría de ellos, se advierte que el liderazgo de Rodó en ese marco no podía ser un fenómeno duradero.




ArribaAbajo4. La educación en el pensamiento de Rodó

Siendo la filosofía de Rodó una filosofía de la personalidad, el tema educativo está profundamente imbricado en ella. Tenemos menciones de la cuestión en Ariel, partes II y III; en Motivos de Proteo, capítulos 2, 75, 79 y 148; en «De la enseñanza constitucional y cívica en los estudios secundarios», un artículo de prensa de 1902; en un pronunciamiento de 1915: «Contra la militarización de la escuela».

Vamos a organizar ese material en tres temas:

  • formación integral del espíritu;
  • énfasis en la educación estética;
  • la educación como motivación de la vocación, autoeducación y educación permanente.

La preocupación por la formación integral es característica de la teoría pedagógica nacional. Aquí confluyen varias voces: está la primigenia rodoniana, que marcó el norte en la segunda parte de Ariel, está también la de Vaz Ferreira y la militancia en el mismo sentido de Dardo Regules. Esto se concretó en el plan de estudios de Secundaria a partir de una discusión muy ríspida y trabajosa desde la ley de 1908, que reorganizó la Secundaria dentro aún de la Universidad. Este debate dejó muchas huellas en la historia pedagógica uruguaya; Vaz Ferreira lo analiza reiteradamente en sus volúmenes sobre Cuestiones pedagógicas, Dardo Regules, en su escrito sobre «Los rumbos de la segunda enseñanza» (en Idealidades de la enseñanza).

Si hay influencia rodoniana en este ideal, ella no explica totalmente el rumbo; lo decisivo en la conformación de nuestro liceo fue la influencia francesa, con inspiraciones de la política educativa de la tercera república.

Corresponde no sobrestimar la influencia de Rodó en el tema de la formación integral, pero sin duda existe, fue augural y proporcionó fórmulas de extensa recurrencia. El mediador mayor de esa influencia y el que en buena medida la hizo operativa fue: Dardo Regules, pero irradió libremente de sí misma con la lectura de Ariel.

El segundo tema, el de la educación estética, es una deuda impaga que tiene el sistema educativo uruguayo. Ella ha quedado reducida a la literatura. La música y las artes plásticas han sido cenicientas de nuestra enseñanza.

Rodó captó profundamente las posibilidades formativas de la educación estética en la tercera parte de Ariel, pero no podemos afirmar que su palabra haya sido tomada y que haya influido efectivamente en estructuras curriculares ni en tradiciones pedagógicas. Fue mayor en este sentido la influencia de Arte. Estética. Ideal de Figari, pensado en marcos filosóficos bien diferentes de los de Rodó y que, sin concretarse totalmente, tuvo su intento de operatividad en el ámbito de la Universidad del Trabajo.

Quien volvió a meditar el tema con sesgos rodonianos fue Emilio Oribe, en especial en su opúsculo de 1932, Hacia una escuela de belleza, en el que plantea la integración del hecho estético en la enseñanza primaria. Él mismo proyectó en este espíritu la Colonia de Vacaciones de Piriápolis, en su calidad de integrante del Consejo de Educación Primaria.

El tercero de los temas, la educación en clave de desenvolvimiento personal, es el que más honda fundamentación conceptual tiene en Rodó, y de allí pasó como ideal de la educación personal y es uno de los rasgos de nuestro humanismo pedagógico, aun cuando los esfuerzos por realizarlo han sido tan dispares y en los tiempos que corren parece haberse perdido de vista.

Hay también en este tema un pedagogo que lo trajo desde Rodó y lo convirtió en uno de los ejes de su propia teoría: Clemente Estable, en especial en sus desarrollos de El reino de las vocaciones.

Una frase del capítulo 148 de Motivos... resume la ubicación de la educación en el orden conceptual rodoniano: «¿Qué más es la educación, sino el arte de la transformación ordenada y progresiva de la personalidad, arte que después de radicar en potestad ajena, pasa al cuidado propio?».

Cuando ahondamos en la naturaleza de la personalidad en Rodó vemos que la forja de la personalidad coincide con el encuentro de la propia vocación, y que ello implica un bucear en las fuerzas y posibilidades creadoras que cada uno de nosotros tiene, para suscitarlas y concretarlas.

El docente aparece así como demiurgo vocacional, como aquel que debe motivar el descubrimiento de la riqueza interior, no meramente instruir o entrenar en competencias bien definidas, sino además (y no en vez de) tocar la clave de desarrollo de la persona.

Piensa Rodó que cada uno de nosotros tiene una vocación, un destino, una tarea a realizar en la vida, pero muchas veces ella no se manifiesta porque necesita ser movilizada por una motivación; la educación es la encargada de esa motivación y ese es su fin último. Dice Rodó en el capítulo 75 de Motivos...: «Aptitudes sin cuento, y entre ellas más de una superior, [...] se pierden ignoradas en la muchedumbre que sustrae a los estímulos de la cultura la aciaga ley de la desigualdad humana».

El capítulo 79 de Motivos... ejemplifica el saber de Rodó acerca de lo que puede hacer la educación y de lo que queda fuera de sus límites. La educación ha de atenerse a la aptitud innata que posea el espíritu del educando, pero debe ir a buscarla, desplegar el amplio espectro de sus recursos: «Y si no cabe producir artificiosamente la aptitud superior allí donde por naturaleza no existe, cabe despertarla cuando ella no es consciente de sí», formarla donde permanece incierta y desorganizada, robustecerla, dotarla de energía de voluntad con que venza los obstáculos del mundo, sustituirla si pierde su virtud, desarraigarla allí donde la aptitud no sea más que sombra ilusoria, suscitar amor por ella, cuando en el alma donde habita la esterilicen indiferencia o desvío, etcétera.

Esta conexión entre educación y vocación fue retomada con singular sabiduría por Clemente Estable cuando planteó, en trillo de linaje rodoniano, la sustitución de la «pedagogía de la presión normativa» por la «pedagogía de la personalidad y la vocación» (Enciclopedia de la educación, 3).




ArribaAbajo5. La educación en la labor parlamentaria de Rodó

Rodó no participó en debates públicos sobre temas pedagógicos; es notorio su total silencio sobre la ley universitaria de 1908 que reestructuró la enseñanza secundaria, debate en el que hubo muchas voces, las más destacadas Carlos Vaz Ferreira y Dardo Regules.

En su labor parlamentaria recogida en volumen editado por la Cámara de Senadores en 1972, José Enrique Rodó. Actuación parlamentaria, con recopilación, introducción y notas de Jorge Silva Cencio, la presencia del tema educativo en las intervenciones de Rodó es escasa, a pesar de haber integrado la Comisión de Instrucción Pública de la Cámara de Representantes.

Hay dos proyectos de ley en los que el volumen del Senado transcribe informes de Comisión, uno sobre el proyecto de creación de liceos departamentales de Enseñanza Secundaria en 1911 -la que luego sería la ley del 12- y otro por el cual se le otorgó una subvención a la Sociedad Amigos de la Educación Popular para construir un local para la «escuela de la naturaleza» del colegio Elbio Fernández.

Con respecto al primer proyecto, creación de liceos departamentales, Rodó fue miembro informante. De su informe se destaca la fundamentación de un agregado, el artículo 15, por el que se establece que, «con la frecuencia posible, se darán en los Liceos que se establezcan, conferencias públicas, de índole esencialmente popular con un fin de extensión de cultura»; como fundamento Rodó señala la importancia de que el Liceo irradie más allá de sus alumnos y «penetre en la masa del pueblo: objetivo tanto más necesario y oportuno en localidades donde la cultura general es deficiente y carece de órganos apropiados» (pp. 625 y ss. del referido volumen). En la sesión siguiente Rodó tiene un intercambio de ideas con el diputado Melián Lafinur; el núcleo de la discrepancia es que el proyecto prevé la creación paulatina de los 18 liceos «a medida que vayan siendo exigidos por las necesidades o las conveniencias de cada departamento». Melián Lafinur propone la creación inmediata de los 18 liceos, pero si a los seis meses se ve que no hay suficiente número de alumnos, se clausurarán. La respuesta de Rodó y la solución votada es la del proyecto original. Advertimos la responsabilidad de Rodó, no proclive a la demagogia. Propone manejarse juiciosamente con análisis de las circunstancias y viendo si existen posibilidades reales de asegurar la calidad educativa de sus profesores. «De no ser así, más vale no crearlos», dice Rodó.

Respecto del segundo proyecto, referido al Elbio Fernández, Silva Cencio fundamenta su inclusión en que el informe de la Comisión de Instrucción Pública tiene la firma de Rodó. Por mi parte sostengo que este informe no es de Rodó; de acuerdo con las prácticas parlamentarias es posible que haya sido redactado por el miembro informante de la Comisión, que en la oportunidad fue Alberto Zorrilla, y firmado por los demás miembros, porque es de estilo y porque ninguno de ellos, incluyendo al propio Rodó, tuvieron objeciones al proyecto de ley. Pero Rodó, que prefirió no hacer uso de la palabra -sobrio y respetuoso como era-, habría tenido sí algún complemento al informe que, al fundamentar el modelo de escuela a instalarse, con fuerte presencia e integración de la educación física a la manera de las norteamericanas, entraba en consideraciones respecto a lo utilitario y a los trabajos manuales y prevenía que el modelo no debía «desviarse por prejuicios de raza» (pp. 811 y ss.).




ArribaAbajo6. Intelectuales en los que se reconoce una huella rodoniana

Rodó no dejó escuela, no dejó continuadores que persistieran en el núcleo de sus ideas, aun con modificaciones. En las generaciones posteriores hubo «rodonianos» sólo en el sentido de autores que lo reconocieron, lo comprendieron, incorporaron algunas de sus inspiraciones. ¿Quiénes?

Una lista primaria en los que es posible encontrar huellas rodonianas tendría estos nombres:

  • Dardo Regules,
  • Eduardo Couture,
  • Gustavo Gallinal,
  • Emilio Oribe,
  • Clemente Estable,
  • Carlos Benvenuto,
  • Luis Gil Salguero,
  • Carlos Quijano,
  • Esther de Cáceres.

La mayoría de ellos tuvo alguna vinculación con la enseñanza, como profesores en algunos de sus niveles. Pero de ellos quienes tuvieron oportunidad de influir sobre las orientaciones de la enseñanza fueron Dardo Regules, respecto a la educación universitaria y a la secundaria, y Emilio Oribe y Clemente Estable en la educación primaria.

Todos estos intelectuales fueron sin duda una vía de llegada de Rodó a la educación: ya sea directamente, por su acción en la enseñanza, ya sea por su acción cultural, que siempre tiende a extenderse a la educación.




ArribaAbajo7. Rodó en el ámbito educativo

Hago una lista primaria de divulgadores y cuestionadores de Rodó en el ámbito educativo, a título de ejemplo de una investigación que deberá proseguirse:

  • Eduardo de Salterain,
  • Eugenio Petit Muñoz,
  • José Pedro Segundo,
  • José Pereira Rodríguez,
  • Jerónimo Zolesi,
  • Sebastián Morey Otero,
  • Luisa Luisi,
  • Adolfo Rodríguez Mallarini,
  • Blanca García Brunei.

La lista es incompleta porque resulta de un método de exploración cuyo nuevo empleo dará algunos nombres más. Es también de niveles intelectuales dispares, por cuanto se elaboró partiendo de bibliografía sobre Rodó del más amplio espectro (libros, revistas, folletos) y seleccionando nombres con estos criterios: afinidad del mencionado con el ámbito educativo y/o presencia efectiva de lo producido en material para la enseñanza. Hice un rastreo de material sobre Rodó en revistas pedagógicas. En el caso de primaria trabajé con los Anales de Instrucción Primaria y llegué hasta la década del cuarenta, cuando las menciones -que nunca fueron muchas- comienzan a desaparecer.

En el caso de secundaria revisé las dos colecciones de revistas que figuran en su Biblioteca Central: Revista de la Enseñanza Secundaria y Preparatoria, de comienzos de siglo, cuando aún integraba la Universidad, y los Anales de la Enseñanza Secundaria de la década del treinta.




ArribaAbajo8. Recepción de Rodó en revistas pedagógicas

En los Anales de Instrucción Primaria son pocas las menciones de Rodó. El material más significativo que encontramos son los artículos del «Curso de moral y Constitución» dictado para los maestros por Sebastián Morey Otero. Éste era un maestro de la promoción de 1910, la anterior a la de Clemente Estable y Enrique Rodriguez Fabregat; fue profesor de Filosofía, de Moral y Constitución y de Psicología y Pedagogía Experimental en el Instituto Normal, que también dirigió. Fue jefe de la Biblioteca Pedagógica. En 1931 hizo estudios de psicopedagogía en Europa, con Marañón y Mira y López en España y con Piéron en Francia, y a su vuelta fundó el Laboratorio Experimental de Psicopedagogía que lleva su nombre. En estos artículos -muy del tono de la moral laica que expandió en Francia la reforma de Jules Ferry- Morey recurre a Rodó y lo destaca. Sin ser un rodoniano utiliza la sugestión moral de sus parábolas. Por ejemplo, tomo un artículo del tomo 18 de los Anales, correspondiente a los meses de octubre, noviembre y diciembre de 1921; en la página 1253 cita a Rodó en el planteo sobre la omnipotencia de la voluntad; en la página 1269 refiere al carácter dinámico de la personalidad tal como lo concibe Rodó; en la página 1285 propone a los maestros trabajar sobre textos de Rodó (entre otros); la lista de libros recomendados comienza con Motivos de Proteo y Ariel.

Esta práctica de ejemplificar con las parábolas de Rodó fue adoptada por muchas generaciones de maestros, y si algo de Rodó queda en la conciencia nacional es por mediación de estos sensibilizadores.

En los Anales de febrero de 1921 se publica el discurso pronunciado por el maestro Fermín Garicoïts en oportunidad de descubrirse una placa de mármol y bronce en la entrada del Instituto Normal de Señoritas. Es una página bien expresiva de un sector de la sensibilidad de los educadores en torno a Rodó; dice que su discurso representa «las voces dispersas de los maestros que quieren llegar hasta Rodó» y al final expresa acerca de la obra de Rodó: «Dispersas al azar, sus palabras [...] encontrarán tal vez quienes las reciban en pleno corazón». Anoto la cita con la reiteración del adjetivo dispersas, porque me parece que caracteriza bien el tipo de presencia que Rodó tiene en la conciencia nacional: no es un icono omnipresente que se recomienda y se recuerda permanentemente, sino que tiene algo de marginalidad y de susurro; quien lo lee a conciencia se siente cautivado y le es fiel, más allá de los acuerdos o desacuerdos.

Garicoïts también señala la peripecia humana de Rodó: «Rodó pasó por la vida solitario, lejano y luminoso»; «desde la soledad y el silencio, arropado en la sombra»; «amargo destino de soledad y ostracismo».

Destaca del magisterio de Rodó:

  • sendero del amor y la virtud;
  • dirección de búsqueda dentro de sí;
  • serenidad de las ideas;
  • admirador de la Belleza eterna;
  • América una: patria grande y única.

Aclara Garicoïts el error que ya era lugar común en ese momento: «Se equivocan quienes le reprochan haber preconizado el divino ocio griego en tierras que han menester del gesto rudo de la acción. Estímulos a la meditación y al recogimiento y también a la acción fecunda y a la lucha renovadora».

Hemos revisado los cuatro tomos de la Revista de la Enseñanza Secundaria y Preparatoria correspondientes a los años 1917-1920, es decir, cuando Secundaria integraba la Universidad. Encontramos tres menciones a Rodó: en el tomo II página 414 los discursos del decano de Secundaria, doctor Enrique Cornú, y del profesor de Italiano Jerónimo Zolesi, quienes agradecen una placa a Rodó donada por la Sociedad Dante Alighieri. En el tomo III se transcribe una conferencia de Jerónimo Zolesi en el Ateneo de Montevideo sobre la obra de Rodó. Y en el tomo IV hay un breve artículo de un alumno.

También revisamos los Anales de la Enseñanza Secundaria de finales de la década del treinta (era entonces presidente del Consejo Eduardo de Salterain y Herrera y el redactor responsable de los Anales era el profesor Carlos Lacalle). Encontramos cuatro menciones en los tomos III (1938) y IV (1939). De ellas se destaca en el tomo III, entrega 4ª, un artículo del inspector José Pereira Rodríguez: «Escolios a una apasionada revisión de Rodó», en respuesta a un artículo anti-Rodó del peruano Andrés Rowsend Ezcurra en la revista Repertorio Americano. Los ataques se refieren a la referencia de Ariel a las razas latina y anglosajona.




ArribaAbajo9. La cuarta tesis

La cuarta tesis sostiene que la influencia de Rodó no fue doctrinaria y persistente sino intuitiva y basada en un par de iluminaciones que de alguna manera están impresas en los sentimientos nacionales. Tenemos compañía en esto.

Petit Muñoz, en su libro Camino. Etapas de una política educacional vivida, de 1932, decía:

Si las doctrinas de Rodó llegaron a plasmar, alguna vez, entre nosotros, en idea y sentimiento colectivos, ha sido sólo en pequeños círculos intelectuales, y sobre todo, en ciertos hermosos grupos de juventud rebelde, también, por desgracia, limitados. Fuera de ello, todo es incomprensión, disimulada apenas, por exteriores y decorativas inflazones de la vanidad nacional; y aquellos momentos, aun tan recientes, de apoteosis solemne, fueron sólo un deslumbramiento efímero, hijo de aquella gloria enlutada que se cernió un día de golpe en todos los espíritus y acaso los iluminó, de verdad, un instante, pero que no alcanza a labrar en lo hondo de las conciencias con huella capaz de transformarlas sustancialmente.



A su vez, en Retratos de una época, recopilación de artículos de Dardo Regules editada por la Cámara de Representantes en 1990, figura un artículo del 2 de mayo de 1928 en el que Regules dice (p. 315):

Por este triple aporte -vida interior, por la vocación; amplitud intelectual, por la tolerancia; y dignificación de los valores de la vida por la restauración idealista- por este triple aporte nos resulta inconmovible la obra de Rodó. [...] y cada vez que estas direcciones se afirmen y se definan, en la conquista consolidada habrá siempre algo de José Enrique Rodó.



Estos son componentes del patrimonio espiritual de la nación, no son ideas que se tengan por vigentes e inamovibles; no es un dogma en oposición con otros, es una predisposición a considerar la importancia de los valores espirituales, y esto constituye una de las láminas del suelo sedimentario nacional. Es un ancla, es una referencia, es una fuente de inspiración. Uno de los fuegos de nuestro magma cultural es la emoción rodoniana. Como Artigas, como Varela, como el mismo Batlle desprendido de su connotación partidaria, Rodó es uno de los queridos del pueblo, sigue originando veneración y respeto, aunque esto se siga de precisiones acerca del paso del tiempo en sus doctrinas. Contra todos los que mencioné ha habido anatemas hirientes, pero es difícil que suscite apoyo el rechazo del sentimiento artiguista de la libertad de los pueblos, del igualitarismo laico de Varela, de la lucha por la justicia social de Batlle, del lugar reservado para la libertad interior y los valores espirituales de Rodó.

Creo con fervor que Rodó tiene cobijo en el pueblo, ese mismo que él llamó, por encima de todas las incomprensiones que han sufrido nuestros grandes hombres, el «héroe no maculado» en esta página de 1902 (p. 1407):

Hemos discutido cruelmente todas nuestras fechas históricas; hemos visto lapidar por manos orientales la memoria de todos nuestros héroes; hemos puesto en tela de juicio la legitimidad de nuestros antecedentes nacionales; hemos dejado propagarse, sobre nuestros destinos del futuro, los más aciagos vaticinios. Pero a pesar de esa conspiración demoledora de la ligereza, el desencanto y la pasión, queda un héroe que nunca ha sido maculado ni discutido: el pueblo, el pueblo indomable y generoso que triunfaba en Las Piedras, en el Rincón, en Sarandí y caía en el Catalán y en India Muerta; y queda un hecho por el cual ha podido siempre vibrar más alto que todas las desconfianzas cobardes, el «quand meme» de la divisa histórica: la persistencia de la nacionalidad oriental, su consolidación y sus progresos, en medio de desastres capaces de aniquilar un organismo que no estuviera destinado a prevalecer y perdurar con gloria en el mundo.