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Asturias y Neruda: dos visiones del siglo XX

Giuseppe Bellini

Universidad de Milán

1. Dominan la literatura hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX dos grandes figuras de artistas: en la narrativa el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, en la poesía el chileno Pablo Neruda, ambos Premios Nobel1. Es verdad que otras figuras señeras pueblan el panorama del período. Por supuesto nadie puede olvidar, por ejemplo, a Octavio Paz, ni a Jorge Luis Borges. Pero, los que con mayor participación han interpretado el mundo americano, en un largo momento de su pasión contemporánea, no cabe duda que han sido Neruda y Asturias. Curiosamente, dos artistas salidos de países rezagados en el continente, hundido el del primero en las lejanías del sur del Pacífico, el del otro como perdido en la fragmentación de las naciones centroamericanas: Chile con el prestigio todavía que a su gente indomable le dio Ercilla en La Araucana, Guatemala con el halo de una cultura indígena entonces casi desconocida, que tiene su texto sagrado en el Pol-Vuh y en los restos monumentales de la civilización maya.

Asturias y Neruda, dos temperamentos distintos, dos hombres que se hicieron amigos en el combate, con una historia personal fundamentalmente diversa. Neruda, en su juventud, casualmente «desterrado» en Asia, rescatado por España y la «Generación del 27», pronto poeta apreciado, admirado, celebrado hasta su muerte, propagandado y respaldado por un partido político entonces fuerte, el partido comunista; Asturias, hispanoamericano deslumbrado y tímido en el mundo cultural parisino de los «Années Folies»2, diplomático luego de su pequeño país, dimisionario por reacción a la pérdida de libertad de su tierra, voluntariamente exiliado, perseguido en Argentina, refugiado y poco a poco apreciado en Europa, sobre todo en Italia y Francia. Sin problemas económicos Neruda; siempre con grandes problemas de esta índole Asturias, sobrellevados en cada momento con gran dignidad.

Disgustos y fracasos los hermanaron en otras ocasiones: el repudio de los intelectuales cubanos por sus voces críticas, cuando el castrismo se transformó en dictadura; el aislamiento como consecuencia, sin mucho éxito con Neruda, siempre protegido por el partido, más eficaz contra Asturias, sobre todo después del auge de los narradores del «boom» y la polémica gratuita del guatemalteco contra García Márquez. Contra Asturias se cumplió una suerte de «patricidio», delito contra un padre sin cuya presencia poderosa muy distinta hubiera sido la historia de la narrativa hispanoamericana del Novecientos.

Como personas, a pesar de ser ambos de estatura y dimensión imponentes, solo en esto se parecían. Neruda siempre tuvo bien presente su categoría, su importancia; era afable con sus amigos, rehuía de los periodistas, que siempre le preguntaban por las esposas que había tenido. Asturias era naturalmente distinguido; una cara maya que había impresionado al profesor Georges Raynaud en la Sorbona, y tanto que se había llevado al joven a su casa para enseñárselo a su esposa3. El trato del guatemalteco fue siempre afectuoso, animaba a conversar, conservaba un humor agradable, aunque a veces se sumía en prolongados silencios, de los que salía con un improviso y placentero «vamos a conversar».

Han pasado muchos años desde mi frecuentación con los dos personajes y desde su muerte4. Sin embargo, frente al impiadoso paso del tiempo, pervive la huella de esta frecuentación. Sus nombres, y sus obras, quedan imperecederos en la historia de la literatura de América: dos clásicos ya del siglo apenas terminado.

2. La fama de Neruda superó desde el comienzo la de su amigo Asturias y todavía perdura. El poeta chileno ha vivido la historia del siglo XX con intensidad y pasión; se puede criticar al hombre por sus equivocaciones políticas, pero no se le puede desconocer el papel de intérprete de toda una época. A través de sus poemas el mundo de los vejados, las razas vencidas, lo pueblos oprimidos, han encontrado su voz. Cuando en el Canto General (1950) afirma «Yo estoy aquí para contar la historia»5, Neruda da la definición exacta de su razón de ser poeta. En el discurso pronunciado en Estocolmo, con la ocasión del Premio Nobel, recordando un verso de Rimbaud, «A l'aurore, armés d'une ardente patience, nous entrerons aux splendides Villes», él volvía a afirmar la razón que había dominado toda su actividad poética:

sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres. Así la poesía no habrá cantado en vano6.


Con tesonera constancia Neruda ha ido construyendo, «cose que cose el tiempo como una costurera»7, la esperanza en un utópico mundo mejor. Era precisamente esta, según él, la función del poeta, según lo había destacado en un libro de intenso dramatismo, Fin de mundo (1969), donde, considerando la muerte de un periodista aplastado por un tanque, cuando la invasión soviética de Praga, daba una advertencia quevedesca: «Preparémonos a morir / en mandíbulas maquinarias»8. Neruda estaba convencido de que la función del poeta era acompañar al hombre en su impervia residencia en la tierra, animándole siempre a creer que todo estaba destinado a cambiar, que llegarían la paz y la justicia y al final todos se encontrarían hermanos. A pesar de la cruel realidad que doquiera se le ofrecía, y que refleja dramáticamente en su poesía, proyectaba la utopía de un futuro feliz, la defendía con obstinación y ternura, cualidades primarias de su verso, ya destacadas por Lorca en su presentación del poeta en la Universidad de Madrid9.

Debido a estos motivos la poesía nerudiana tiene tanta resonancia en la intimidad del lector. Quien lee a Neruda libre de prejuicios supera fácilmente el malestar que provocan ciertos tributos pagados a la propaganda política, se adhiere al poeta profundo que, como Quevedo, pero no con ceño de dómine, sino con comprensión, nos hace cómplices de sus denuncias, en las que se reflejan nuestros problemas, nuestras angustias y nuestras esperanzas. Percibimos en su poesía la presencia constante de un hombre, en una nota autobiográfica que nos permite sentirlo cerca. Su compromiso, más allá de toda ideología, real o pegadiza, está relacionado con el pobre ser que lucha en la tierra. Despojada de toda exageración, de toda prolijidad, de la nota del partidarismo más chocante, la obra de Neruda es documento en todo momento de un gran sentir humano.

Un hombre atormentado, en vilo siempre entre la angustia y la esperanza, entre pesimismo y optimismo. En época lejana el poeta había afirmado su condición de hombre afortunado por haber conocido, durante la persecución en su patria, la fraternidad de los desconocidos, lo que le había dado una sensación extraordinaria, que ampliaba su concepto de la humanidad y abarcaba todas las vidas10 . Considerando estas afirmaciones aún más impresiona el momento infeliz en que ocurrió su muerte: la televisión se encargó de difundir la escena impresionante del velorio en su casa de Santiago saqueada por los militares golpistas. Rafael Alberti llamaría la atención del mundo sobre la iniquidad consumada, evocando los versos que el poeta chileno dedicó a España, la de la guerra civil, para concluir:

venid a ver su cuerpo allí caído,

su inmenso corazón allí volcado

sobre la escoria de sus sueños rotos,

mientras sigue corriendo la sangre por las calles11.



Escena que proyecta sobre toda la obra nerudiana colores sombríos, en realidad los que la dominaron desde un comienzo, en la trascendencia de los temas tratados: la condición desarmada del hombre frente a la sociedad del dinero, a la explotación del capital y a la muerte, tantas veces denunciada, y por contraste un obstinado reconstruir la esperanza.

Documentos fundamentales del pesimismo nerudiano en su visión del mundo son las Residencias en la tierra (1933, 1935, 1947), libros que a raíz de su conversión al marxismo Neruda había rechazado, pero que siempre debió de considerar de gran relevancia en la historia de su poesía, si ya en 1959, cuando yo estaba preparando una antología de sus versos, me instaba a que abundara en este sector12. En «Reunión bajo las nuevas banderas»13 el poeta parecía poner fin a su postura negativa, individuando en la lucha solidaria el camino hacia una nueva luz. En el Canto General (1950) su visión del futuro será optimísticamente vitalista: «Yo tengo frente a mí sólo semillas / desarrollos radiantes y dulzura»14.

El «día de los desventurados», el «día pálido», denunciado en «Walking Around»15, parece totalmente olvidado, superada la nota amarga de «Entierro en el Este»16, la macabra imagen de un cuerpo quemado «junto al turbio río», las cenizas dispersadas, últimos restos de tan aparentemente «poderosos viajeros / que hicieron arder algo sobre las negras aguas, y devoraron / un aliento desaparecido y un licor extremo».

La lengua destructora del polvo17, el desgaste provocado por el tiempo18, nota de raíz tan hondamente quevedesca, la muerte «vestida de Almirante», que espera al hombre al final de su viaje, alta sobre un único puerto19, parecen inquietudes lejanas. Y sin embargo vuelven pronto a dominar la problemática nerudiana. En el Memorial de Isla Negra (1954) Neruda afirma el valor perenne de la lección que recibió de su residencia en Asia: «Y si algo vi en mi vida fue una tarde / en la India, en las márgenes de un río, / arder una mujer de carne y hueso», y se insinúa en él la duda acerca del más allá: «y no sé si era el alma o era el humo / lo que del sarcófago salía»20.

Si bien lo consideramos, también el Canto general es un canto de muerte y desilusión. La historia de América no es alentadora; cuando Neruda busca la raíz del ser americano en el asombro de la geografía, debajo de las ruinas de las «Alturas de Macchu Picchu», solamente encuentra explotación y dolor21. Dolor y sangre dará toda la historia americana a la que el poeta pasa reseña, desde sus orígenes hasta las horripilantes dictaduras del siglo XX. Las mismas Odas, en los varios libros que las reúnen, a pesar de deslumbrantes valores cromáticos, no hacen más que poner de relieve, frente a lo imperturbables y eterno -el océano, las piedras, el tiempo- todo un universo destinado a la destrucción. Un memento bíblico domina la «Oda a unas flores amarillas»: «Polvo somos, seremos»22, volviendo a la lección aprendida en Quevedo, reconocida en el singular Viaje al corazón del poeta del siglo XVII23, pero con una angustia aun más profunda, denunciada por un interrogativo sin respuesta:

Hay una sola enfermedad que mata, y ésa es la vida. Hay un solo paso, y es el camino hacia la muerte. Hay una manera sola de gasto y de mortaja, es el paso arrastrador del tiempo que nos conduce. Nos conduce adónde?24


Después de las Residencias es Estravagario (1958) el libro que ofrece la dimensión más profunda de las preocupaciones nerudianas. Hay quien ha hablado a propósito de este poemario como de un alarde de humor25, cuando al contrario domina la más apremiante problemática existencial. El clima elegíaco, ya tan presente en las Odas, en el Canto general y las Residencias, y, ¿por qué no?, en los Veinte poemas de amor y una canción desesperada y El hondero entusiasta, llena en Estravagario hasta el canto del amor y difunde un clima de desolación. El poeta no se dedica a especulaciones metafísicas, pero desarrolla igualmente temas de gran momento: la indiferencia del océano y el tiempo frente al hombre26, el viaje con la muerte hacia lo desconocido, la infinitud del no ser27.

Inquietantes interrogativos se suceden en torno al porqué de la vida humana y su duración, al vacío que nos, o no nos espera, problema que se hace más apremiante en la plenitud del amor. En el último de los Cien sonetos de amor (1960), la preocupación del poeta encontrará en el panteísmo una solución provisional para la pareja amante:

En medio de la tierra apartaré

las esmeraldas para divisarte

y tú estarás copiando las espigas

con una pluma de agua mensajera28.



Continuamente Neruda vuelve al tema: en Canción de gesta (1960) será siempre la «agricultura de los huesos» a inquietarle29; en Las piedras de Chile (1961) los grandes protagonistas de la tragedia humana son el tiempo y la muerte; notas preocupadas dominan los Cantos ceremoniales (1961), a raíz de un gran terremoto que cambió parte de su país; tiempo y muerte dominan también Las manos del día (1968), con la tragedia de Vietnam y las invasiones soviéticas en la Europa oriental. Cada vez más Neruda es, como quiso definirse, poeta «otoñabundo», preocupado por los problemas fundamentales del hombre. Cuando en 1969 aparece Fin de mundo él nos ofrece la nota más dramática de sus preocupaciones: intérprete de su siglo, lo ve contradecir satánicamente las perspectivas del bien que había defendido con obstinación, cerrar definitivamente el camino a la realización de sus utopías. En su largo final el siglo XX se le presenta como una despiadada máquina de destrucción. Con la invasión de Hungría, con los tanques soviéticos en Praga se derrumban las últimas ilusiones del poeta. Neruda no se atreve a atacar directamente a Rusia, pero su honradez le impone denunciar la violencia: es esta la edad de la ceniza, escribe, de los inocentes quemados, «ensayos fríos del infierno»30. La perspectiva es lóbrega: preparémonos a morir, advierte, devorados por «mandíbulas maquinarias», «digeridos por un tanque»31.

La piedad nerudiana tiñe de trepidante ternura la condición trágica de la juventud inocente destruida por la guerra, y en la muñeca del Asia, que sobrevive a la muerte de su minúscula dueña, deja una imagen que no se puede olvidar:

Muñeca del Asia quemada

por los aéreos asesinos,

presenta tus ojos vacíos

sin la cintura de la niña

que los abandonó cuando ardía

bajo los muros incendiados

o en la muerte del arrozal32.



La muerte como insidia constante. Si Vallejo afirmaba que solo ella daba constancia de la existencia humana, de una vida nunca vivida33, Neruda la entiende como acecho y límite, a veces como liberación extrema, la «puerta» de los «últimos dolores»34.

Fin de mundo, según se expresó el mismo autor en una carta, es un texto «amargo, una especie de pesadilla sobre la crueldad y la maldad del siglo XX»35. Sin embargo, por encima de la angustia, de la amargura, de la constatación de la obstinada pervivencia del mal, Neruda vuelve una vez más a su deber fundamental, el de afirmar al «hombre infinito». «Mi deber -escribe- es vivir, morir, vivir»36.

Dividido entre este compromiso irrenunciable y la constatación de que el mal prevalece, suspendido entre la celebración, el canto del amor, y la denuncia del mal, incierto entre un más allá rechazado y el ansia de permanencia, insatisfecho con las pequeñas soluciones avanzadas, el poeta continúa de poema en poema, de libro en libro su búsqueda y su confesión, hasta darnos en La espada encendida (1970), imponiéndose al alucinante panorama de la destrucción atómica del mundo, una posible esperanza en la refundación de la humanidad. Lo movía en esta visión una nueva primavera del amor, postrema para el viejo y maltrecho poeta. Dicen los protagonistas: «Desde toda la muerte llegamos al comienzo de la vida»37. El trabajo será cimiento positivo para el porvenir.

Entre desalientos y obstinado optimismo, presentes en todos los libros poético, hasta en Incitación al nixonicidio (1973) y los poemarios póstumos, Neruda ha ido dejando el documento de un hombre dramáticamente partícipe del destino de su siglo. Su apego a la realidad campesina ha sido un ancla de salvación. La tierra se le ha presentado, hasta en los momentos peores, con función maternal: «Alabada sea la vieja tierra color de excremento», escribe en el póstumo 2000; la «antigua madre de las raíces» no solamente ha seguido atesorando en su seno para nosotros todas las riquezas minerales, sino que nos ha ido nutriendo a pesar de nuestras acciones criminales:

y cada día salió el pan a saludarnos

sin importarle la sangre y la muerte que vestimos los hombres,

la maldita progenie que hace la luz del mundo38.



La luz representa no solamente el significado del hombre, sino la esperanza en el futuro. Es como si constantemente Neruda hubiese caminado a través de un «oscuro esplendor», el que nos indica en el Canto general. La suya es una poesía de la luz que tiene que abrirse paso por entre las sombras. El pesimismo nerudiano, sin embargo, no logra realizar los «desarrollos radiantes» que celebra en el mismo Canto, pero el hecho de haber prospectado reiteradamente su realización ayuda a creer que «fruto a fruto llegará la paz», que el «árbol de la alegría» dispuesto para la celebración de un mundo nuevo existe. En su poesía percibimos vital el perfume de aguas y bosques, aceptamos, a pesar de todo, sus sueños, que son nuestros sueños.

3. Sueños, no realizaciones, interpretación sustancialmente negativa del mundo la de Neruda. No así la de Miguel Ángel Asturias. Su temperamento lo llevaba a ver, con las averías de la realidad, también su aspecto positivo, y a afirmar entre los hombres la preponderancia del bien. Una disposición natural al humor y la ironía le permitía transformar en ridículas, a veces, hasta las situaciones más dramáticas. Consciente de que la ironía representa la salvación del individuo, la ejercitaba positivamente incluso sobre sí. Sabía ciertamente lo que él valía como escritor, lo que representaba su figura en el mundo latinoamericano, pero bromeaba sobre sí con frecuencia. Recuerdo una carta en la que me anunciaba su llegada a Milán para dictar una conferencia en la universidad; había pensado en un primer momento seguir, con su esposa, a Francia, pero lo dejaba por lo engorroso del equipaje, y escribía:

Pensábamos ir y seguir de Milán a París, pero era cargar con un millón de valijas, porque nuestro equipaje abarca: biblioteca ambulante, farmacia de urgencia (hasta pequeña cirugía), vestuario de verano e invierno, recortes de periódico que acreditan mi «genio», como los toreros, recetas de cocina, calentador eléctrico y de gas, cafetera napolitana, café especial, y perchas de colgar ropa, así como de esas otras pinzas de colores para tender prendas íntimas39.


Admirador de la pintura de Miguel Ángel se firmaba a veces, con humor, en las cartas que me dirigía, «Miguel Ángel, el Bonarroti», y, pequeña debilidad, que confirma su natural sencillo, cuando fue premio Nobel, medio en broma, medio en serio, lo indicaba debajo de su firma. De todos modos una gran persona, rebosando humanidad. Su obra es el claro reflejo de esta humanidad, que le hacía mirar al individuo más humilde con comprensión y simpatía. Bromeaba acerca de los gordos -él lo era-, a quienes definía en El Papa verde «placenteros, barriga llena de corazón contento»40, oponiéndolos a los flacos, siempre de malas pulgas, de entrañas enrevesadas y mala digestión.

Su técnica contra los personajes negativos fue siempre la de destruirlos acudiendo al humor y al grotesco, en algunos casos a lo repugnante41. El todopoderoso Señor Presidente, las encías «sin dientes», los párpados «pellizcados», se nos presenta de entrada como un ser cadavérico, connotado solo por el gris de sus bigotes ralos, los carrillos «pellejudos» y el negro de su sombrero, «que nunca se quitaba»42. Lo encontramos por vez primera en la novela homónima, comiéndose una papas sin sabor, lo vemos más tarde halagado públicamente nada menos que por la «Lengua de Vaca», con un discurso deshilvanado, del cual el mandatario entiende solo, y negativamente, la definición que la mujer le aplica de «Hijo del pueblo». En ocasión de una fiesta en palacio la caída de un tambor hace que desaparezca rápidamente: lo que no se sabía era adonde se había escondido el Presidente. Un personaje a toda luz negativo.

Una verdadera escena maestra en el sentido destructivo es la que nos depara la novela Los ojos de los enterrados (1960) en la figura del polizonte que acompaña a la frontera mexicana al revolucionario cura Ferrusigfrido Fejú:

un tipo vestido de civil, que parpadeaba un ruidito de llovizna, única señal de vida de su cara de momia de labios descoloridos, nariz rabona, altos pómulos, grandes orejas y colmillos orificados, por coquetería gendarmeril, con sus manos recubiertas de sortijas, entre las que sobresalía un anillote con rubí de sangre43.


Sentado cerca del inquietante personaje el pobre cura se siente incómodo, procura distanciarse de sus posaderas; a cierto punto el policía siente removérsele el estómago, en el que, glotón salvaje, ha introducido abundantemente las maravillas frutales de la tierra, y corre al inodoro, donde vierte toda la preciosura qua ha devorado y que Asturias describe morosamente en su originaria belleza; improvisamente apremiado también por otra necesidad, el policía olvida bajarse los pantalones, de modo que, al final, justicia divina evidente para el curita, «Allí venía Parpaditos apeado de un caballo que le cabalgó en los intestinos y del que no traía sino el peso de algo así como el galápago pegado a las nalgas»44. Al darse cuenta de lo que le había ocurrido, el hombre volvió a meterse rápidamente en el water45.

Con la figura del polizonte el narrador destruye la falsa dignidad del sistema de gobierno al que este sirve, que es siempre la dictadura. Los ejemplos serían muchos, pero remito a la lectura directa, provechosa y divertida, de las novelas del escritor guatemalteco.

Lo que importa destacar aquí es la visión moral asturiana, que a pesar de estar centrada esencialmente en la realidad de Guatemala es de alcance universal. El que se nos presenta a través de su obra es un verdadero «teatro del mundo». A partir de El Señor Presidente (1946), mejor, de las Leyendas de Guatemala (1930), se manifiesta no solamente el amor del escritor por su país, sino su adhesión apasionada a la difícil condición humana contemporánea.

El mundo reflejado por Asturias en sus novelas tiene que luchar contra el poder político y económico, la tentación del dinero, la envidia de los hombres, la maldad. El demonio mueve y remueve negativamente este mundo, de por sí ámbito maravilloso frustrado: «País verde, verde, verde», lo describe en El espejo de Lida Sal (1967), sumido en una «Luz de encantamiento y esplendor»46, poblado, según lo pinta en El Papa verde (1950), de

Pájaros amarillos, rojos, azules, verdes, y otros sin color pero con la clamorosa alegría en sus gargantas, de cristal el cenzontle, de madera dormida el guardabarranca, de aguamiel el pito de agua, de meteorito sonando la calandria...47.


Reino de la maravilla, lo es también de la codicia, origen de todo desequilibrio, como demuestra en ese libro extraordinario que es Hombres de maíz (1949). El mundo real, como la capital sobre la que domina el Señor Presidente, es como una «plaza medieval sitiada», herida por la luz de los garitos, por el sonido de los clarines militares48; un universo cerrado a la vida, donde se ejercen el espionaje, la delación y reina el terror. Omnipresente, el dictador sigue informado acerca de todo lo que sucede en el país. Un árbol surreal de orejas comunica con el hombre que el pueblo imagina siempre presente y despierto, atento al menor ruido que llega a sus oídos, permitiéndole penetrar lo que pasa «en las vísceras más secretas de los ciudadanos»49.

Una serie de personajes equívocos rodea al mandatario: propietarios de casas, de burdeles, prestamistas, un ejército inútil y vendido, jueces crueles y obsequiosos ante el poder, policías de voz de «gallo gallina», con caras «de los que mataron a Cristo», intereses de compañías estadounidenses, alianzas entre trusts y tiranía. En Los ojos de los enterrados Asturias vuelve a denunciar abiertamente la intervención negativa del poder económico norteamericano en la vida del país:

La dictadura y la Compañía, [...] los trusts y las tiranías, para hacerlo más amplio, son inseparables, y si el plagio fuera permitido podría decirse que así como la nube lleva en su seno la tempestad, la Frutera lleva la dictadura50.


Por ello, la huelga, destruyendo el poder económico de las compañías bananeras, determina la caída del poder político, el derrumbe de la dictadura.

En las narraciones de Week-end en Guatemala (1956), libro de dolorosa experiencia para Asturias, el narrador denuncia las consecuencias sangrientas de la subversión extranjera, que arma ejércitos contra los gobiernos democráticos y reformistas -en este caso el de Arbenz-, para afirmar sus intereses económicos. El escritor acusa la codicia del capital, y lo hace especialmente en la trilogía bananera. En El Papa Verde nos presenta a un inquietante «felino orangután blanco, senador por Massachusset», el cual observa «con sus ojillos de confites rosados» el mapa del país, al que quisiera materialmente comerse. La codicia del personaje se manifiesta eficazmente a través de acertados detalles: el monóculo que emite una extraña luz verde, la lengua que asoma de entre los dientes, «temblorosa, granuda, como tomando aliento antes de hablar»51.

Figura inolvidable sobre el tema de la frustración del hombre del dinero es la del mismo Papa Verde, señor todopoderoso y sin piedad, en su casa de Chicago, la «puercópolis» del mundo como ciudad de la explotación. El famoso «señor de cheque y cuchillo, navegador en el sudor humano»52, ha llegado a viejo, está gravemente enfermo, próximo a su última hora; es «todo orejas y mandíbulas»53, «pelo muerto pegajoso; calavera, esqueleto fuera de las sábanas de seda»54. Su extraordinaria riqueza acumulada explotando a los demás, no le ayuda a superar el trance; los médicos le están clavando en la garganta «a martillazos» un tubo de platino55. Es un aguafuerte que tiene la fuerza de los de Goya y denuncia la impotencia del dinero frente a la miseria del hombre y a la muerte.

De manera distinta esta misma denuncia la vemos realizarse en Mulata de tal (1963), protagonista Celestino Yumí, el cual vende al diablo Tazol su mujer para llegar a ser rico, muy rico, y así «joder», es la palabra, a su compadre Timoteo Teo Timoteo. Una riqueza con finalidad negativa, que será por eso pasajera y originará infelicidad. Improvisamente todo esfuma, por haber Celestino rescatado su esposa; ya viejos, los dos vuelven a su antiguo pueblo, Quiavicús, donde nadie los reconoce, y de donde saldrán de nuevo más tarde para la mágica aventura de Tierrapaulita, la ciudad torcida del pecado. La conclusión es una lección de gran sabiduría: existe una única riqueza y es la vida, dice Celestino: «la buena vida es la vida y nada más, no hay vida mala, porque la vida en sí es lo mejor que tenemos»56.

A través de su narrativa se impone el fundamento filosófico de Asturias, su asimilación del mensaje de los antiguos textos maya, como el Popol Vuh, que descubrió durante su frecuentación de las clases del profesor Raynaud en la Sorbona. Filosofía que fue completándose a través de intensas lecturas de su autor preferido, Quevedo, de los Sueños sobre todo, cada vez más congeniales con su orientación, y también, con las meditaciones de La cuna y la sepultura, La constancia y paciencia de Job, La providencia de Dios, que le fueron de consuelo en los meses finales de su existencia57. Lo vemos en sus últimos textos, desde la magia triste de El Alhajadito, pasando por el caleidoscópico Espejo de Licia Sal, la singular epopeya de los Andes Verdes en Maladrón (1969), donde la técnica derrota a la magia cuando la conquista hispánica, la reflexión sobre la violencia y la muerte en Viernes de Dolores (1972), la historia personal y cósmica de Tres de cuatro soles (1971), las páginas del inconcluso Árbol de la Cruz (publicado póstumamente, en 1993), libro de reflexiones personales dominadas por el problema de un más allá desconocido. Sin olvidar el inquietante cuento de El hombre que lo tenía todo, todo, todo (1982), donde el protagonista acaba transformado en árbol: su aventura había transcurrido entre magias y maravillas y ahora «los dedos de los pies se alargaron como raíces, su cuerpo se endureció, convertido en tronco de madera, y de sus brazos salieron ramas»58.

El esplendor del mundo centroamericano, entre valles arcádicos, poblados de «árboles fragantes», recorridos por «riachuelos reidores», dominados por vuelos y gritos de aves de mil colores, desandar de luces y sombras, «ir y venir de lagartijas, ardillas, monos, mapaches»59, representa la salvación para el hombre que todo lo que tocaba lo transformaba en oro.

La presencia dominante de un paisaje exuberante, criatura viva según el animismo indio asimilado por Asturias, hace que la visión del mundo centroamericano encuentre en él una inagotable fuente de vida. El paisaje de Neruda, al contrario, es una fuente de agudas añoranzas, está sumido en una lluvia eterna, es bello y triste, provoca nostalgia y amargura, lo domina el olor de la madera, una madera sacrificada en los aserraderos: un paraíso perdido.

El mundo de Asturias es sustancialmente, a pesar de todo, un mundo solar, un paraíso donde dominan la sencillez y el amor y su paisaje alienta a vivir. Los protagonistas positivos del mundo asturiano no son héroes, sino gente que no se resigna, que aboga por la acción. Lo vemos en el joven prisionero que, al final de El Señor Presidente, rechaza la oración y se declara partidario de la lucha. Existe una fe en que de la situación más desesperada siempre puede nacer una flor: es lo que ocurre en el basurero donde está muriendo el Pelele. Y una moral instintiva niega el rescate a quien, como Cara de Ángel, el ex favorito del dictador, ha sido instrumento del mal.

Un imperativo ético se impone en la obra del escritor guatemalteco y no hay pesimismo en él, convencido siempre de que la justicia no puede dejar de poner remedio a todo desarreglo. Entre los dos grandes personajes del siglo XX, Neruda y Asturias, la diferencia en su visión del mundo, del cual no dejan de denunciar la avería, consiste en la diversa fe que ellos tienen en el futuro: solamente Asturias está realmente convencido, a pesar de todo, de que habrá un verdadero rescate para la condición humana. Neruda pierde progresivamente esta confianza. Al primero se le abren las puertas de una misteriosa sabiduría que lo fortalece hasta en sus últimas horas: «Penetraré en la puerta del comienzo» escribe en un poema60. Neruda también encuentra una puerta, ocultada por las malezas entre las rocas marinas, pero, entreabriendo los viejos y oxidados hierros percibe desde el fondo de una oscuridad amarilla un repetido lamento, «como si un violín enloquecido» le «despidiera llorando»61.