Bases y tópicos morales de los sainetes de Ramón de la Cruz
Josep Maria Sala Valldaura
Universidad de Barcelona
Al analizar la ideología de un escritor de sainetes, se corre el riesgo de confundir la «ideología» del sainete con la del autor. Es decir, tales piezas exigen por lo general la presencia de los males sociales sobre los que -sin ánimo de moralizar, o sea, sin pretensiones ideológicas- montar una intrascendente burla. Ramón de la Cruz, como veremos luego, se aparta de tan definitoria y esencial característica, salvo en los entremeses de «figuras». Se podría incluso enunciar que el entremés niega la ideología del autor, por cuanto la encorseta al ser una pieza breve, deliberadamente trivial, de estructura, personajes y temática casi dadas; el amaneramiento reemplaza muchas veces la originalidad, que el espectador no desea.
El papel del público respecto a la moral transmitida por el sainete no puede ser desdeñado: «no pocas veces se observa una subida repentina de las recaudaciones después de la mera sustitución del sainete que completa el programa» (Andioc, 1976, pág. 33). Al autor se le impide en consecuencia discrepar de los receptores de su producto (Sala, 1973), por lo que es frecuente que se inviertan los papeles y sean éstos quienes dicten el mensaje y el código del escritor.
Si se permite la
crítica de lo establecido, se debe sólo a que la
deformación, la superioridad del espectador sobre lo que
ocurre en el escenario y el compartido -por autor y público-
propósito de simple pasatiempo difuminan lo que muy
superficialmente parece una subversión o una puesta en duda
moral. «El entremés acepta
alegremente el caos del mundo, ya que su materia especial son las
lacras e imperfecciones de la sociedad coetánea y de las
mismas instituciones humanas»
(Asensio, 1965, pág.
39). El propósito inicial, la esencia del entremés,
el papel «fiscalizador» del público [...]
invalidaban la potencial crítica dialéctica de dichas
obritas. Y si algún «heterodoxo» cultivó
el sainete, la minoridad de este teatro no dejó translucir
aquella heterodoxia más que en escasa medida. De todos
modos, el entremés tenía abiertas sus puertas tanto
para quienes estaban interesados en el análisis moral de su
época (Cervantes, Quevedo) como para quienes, por no haber
escrito obras de más enjundia ideológica, no se
manifestaron a este respecto (Quiñones de Benavente).
A las dificultades
propias del subgénero (el amaneramiento, la
deformación ridiculizadora, la brevedad, y un largo
etcétera) y a las debidas a la relación entre el
texto y el espectador (la mera función de entretenimiento
a-moral), cabe añadir otra dificultad que concierne al
autor: su dificultad con los personajes, su actitud con ellos. No
profundiza en su interior, y por tanto -a la busca de lo
típico y con una visión totalmente externa- el
entremés observa al personaje «sin
más emoción que la que exhibe el coleccionista al
examinar sus lepidópteros»
(Bergman, 1970,
pág. 17). Bastante menos, probablemente.
Hay, con todo, una posible y leve objeción a esta frialdad. Las características que delimitan al entremés obligan a la búsqueda, por parte de sus autores, de lo que se aleje de la normalidad, de lo establecido. Esta necesidad introduce, por ejemplo, la figura del rufián que, por contraste, queda ensalzado al conducirse con sinceridad, valentía y libertad. Forzosamente, había de influir en la ideología de Cervantes y Quevedo el tipo que protagonizara algunos de sus más celebrados entremeses. (No se olvide, tampoco, que son los graciosos quienes interpretan, y a su manera, los papeles principales).
Objeción
plausible... pero excepcional. Una de las claves de esa ausencia de
ideología, o, en definitiva, de compromiso, está,
más allá de la definición y de la
tradición entremesiles, en una ausencia de lo subjetivo.
Recurramos nuevamente a Eugenio Asensio: «El Siglo de Oro ignora las dos modalidades
románticas: el costumbrismo nostálgico, que trata de
retener un mundo que se va, y el costumbrismo progresista, que,
condenando el atraso social, se dispara hacia un porvenir luminoso
y avanzado. Ignora igualmente el costumbrismo documental, la
saturación descriptiva del naturalismo, donde el ambiente, y
no el hombre, sirve de protagonista»
(pág. 140).
Quien desee establecer la ideología de un entremesista o de
un sainetero habrá, pues, de desbrozar mucho camino, limpiar
los presupuestos del género, los dictados del
público, la «frialdad» del oficio,
etcétera. Podrá servirse de los «entremeses de
figuras» si el autor que estudia los ha escrito; así
lo hemos hecho con Ramón de la Cruz, pero el panorama
ideológico tratado será siempre muy reducido: se
limitará a la crítica más o menos
tópica de las costumbres, y la lectura tendrá que
desandar lo andado, para ver si detrás de la burlesca
negación de unos comportamientos se esconde la
afirmación de sus contrarios. Tarea difícil, que
exige incluso tener presentes las estructuras formales del autor:
así, por ejemplo, siempre tendrá en Ramón de
la Cruz mayor importancia lo manifestado por ciertos personajes, lo
dicho o lo acaecido al final, etcétera.
La falta de problematización de la realidad en el teatro menor, lejos de disminuir, se acentuó en el siglo XVIII. El acercamiento del entremés, convertido en sainete, a la comedia según la definición moratiniana1 procede de la influencia del Neoclasicismo: el teatro ha de ser útil y moralizador. De todos modos, las bases del subgénero estaban trazadas y Ramón de la Cruz las aceptó en su mayor parte: entre ellas, por supuesto, la ridiculización de ciertos tipos (verbigracia, los payos). Esta ridiculización de modales, indumentaria, formas de hablar y de hacer, etc., interesa sobre todo cuando la sátira se centra en personajes no tradicionales: los petimetres, el cortejo, los abates... Burlándose de ellos, se reafirma la vieja moral. Se trata de oponer lo tradicional a lo moderno, lo castizo a lo extranjero. Y la majeza, aunque con algunos defectos, conservaba los antiguos valores españoles de la virilidad y la conciencia del propio valer (el honor), el sentido del ridículo y la pasión correcta, en la opinión de Ramón de la Cruz.
Su reaccionarismo xenófobo y misoneísta contribuyó, quizá paradójicamente, a la liberación del pueblo con respecto a las clases altas, o lo que viene a ser lo mismo: a cierta toma de conciencia social de las clases bajas urbanas. Dejando a un lado estas consideraciones sobre las consecuencias de la ideología de Ramón de la Cruz, lo cierto es que la segunda mitad del siglo XVIII fue escenario de una crisis de la moral tradicional, y en cierto modo de una renovación de las costumbres (del lujo, del concepto de honor, del sentido de la dignidad humana, del consumismo, ...) y que los escritores fueron testigos y parte de aquel proceso. Cabía un progresismo y una mirada de añoranza, un costumbrismo progresista y un costumbrismo nostálgico. Máxime cuando el periodismo abría una ventana a la contemplación de la vida diaria y seguía el sainete, heredero del viejo entremés, asomado a la realidad en busca de lo pintoresco. La crisis de costumbres contribuyó pues a aclarar y a aclararnos el ideario moral de Ramón de la Cruz, de su nostalgia y defensa de los valores nacionales.
A esta relativa claridad sobre la ideología de Ramón de la Cruz, iluminada por circunstancias históricas (influencia de la teoría neoclásica -moralización, utilidad-, nacimiento del periodismo, crisis de costumbres y consecuente toma de partido del escritor abocado a la vida cotidiana), se añade la voluntad pedagógica del escritor madrileño que tergiversa en bastantes ocasiones la esencia de lo que había sido hasta entonces el teatro breve. Ramón de la Cruz quiere moralizar e incurre en redundancias ideológicas difícilmente asimilables por la condición sociológica y sobre todo estructural del subgénero publicado, redundancias por lo demás innecesarias para la comunicación de su pensamiento. Sólo la elementalidad del sainete puede coayudar a esta redundancia: escena final como moraleja dialogada o conclusión didascálica a una anécdota típicamente representativa; cultivo del entremés «de figuras» en ataque xenófobo y reaccionario a las costumbres recién importadas; elección de tipos ridículos, enfermos de mal de moda, en detrimento de personajes más tradicionales (padres, maridos al modo «clásico», payos, etc.).
La moralidad del
autor de El hospital de la moda no es, como la que Asensio
da como característica del entremés, «accesoria e implícita»
(pág. 39). Hay un relativo compromiso entre creador y
criaturas, entre autor y personajes, una emoción mayor que
la del coleccionista de lepidópteros. Otro ataque de la
práctica de Ramón de la Cruz a la tradicional
teoría de la ecuación entre paso, entremés y
sainete. Para resumir: existe un cierto costumbrismo
nostálgico en su obra, una cierta
«dedicación» ideológica conservadora,
tradicionalista.
Una vez ha quedado planteada a modo de cuestión previa la relación entre las «ideas» del sainete y las del sainetista, para no caer en un determinismo excesivo que impida ver el margen de movilidad ideológica de cualquier escritor, incluso al servicio de su público, hay que tener presente el abanico de opciones que le ofrece su época. Se trata también de un análisis sobre el texto y el contexto, con que iluminar desde el campo general de las ideas ilustradas y tradicionalistas el terreno de las sátiras de Ramón de la Cruz. De este modo, podremos comprobar -o al menos ésta es mi esperanza- cómo el sainete y la literatura popularista no implican necesariamente una ideología nostálgica y tradicionalista, pese a decantarse a menudo hacia ella, y podremos, de este modo, abrir la posibilidad de saineteros liberales.
Convertida España en «el esqueleto de un gigante», para usar las palabras de Cadalso, dos opciones se presentan al intelectual del siglo XVIII: intentar erguir o siquiera mantener la debilitada columna vertebral, o procurar crear un nuevo cuerpo. El abanico de ideas ofrecido se extiende desde la nostálgica apología de la época imperial hasta el liberalismo extremo, casi antimonárquico (Abellán, 1984).
El abate Marchena,
«primer traductor del Emilio en
lengua española»
(Defourneaux, 1973, pág.
131n; cfr. Lafarga, 1983),
escribe en un Manifiesto a la nación
española de carácter prerrevolucionario:
«La España está a diez mil
leguas de Europa y a diez siglos del décimo
octavo»
(Elorza, 1971, pág. 38). Parecida idea
preside casi toda la obra inglesa de José María
Blanco White. El país ha cerrado con doble llave el sepulcro
del Cid; ante lo cual, otro «heterodoxo», León
de Arroyal, se expresa con sarcasmo: «Desprecia [España] como hasta aquí
las hablillas de los extranjeros envidiosos, abomina sus
máximas turbulentas; condena sus opiniones libres,
prohíbe sus libros que no han pasado por la tabla santa y
duerme descansada al agradable arrullo de los silbidos con que se
mofan de ti»
(«Pan y toros», ibid., pág. 31).
Estas ideas del
liberalismo antiabsolutista se reflejan -y es lo que mayor
interés tiene para nuestro estudio- en la crítica de
costumbres que desde la prensa2
o la poesía llevan a cabo los pensadores más
avanzados. Una lectura de El Censor nos permite conocer
cómo Cañuelo, en favor de los derechos de cada
ciudadano, critica las prerrogativas nobiliares y la pasividad de
clérigos y potentados; Antonio Elorza comenta el discurso
diecisiete de El Corresponsal del Censor, debido a Manuel
Rubín de Celis, en el que el liberal asturiano pide una
igualdad de trato fiscal. «Estamos
todavía -afirma Elorza (1970, págs. 229-230)- en el
momento en que la revolución burguesa se afirma con
carácter universal, más allá de los intereses
ideológicos de clase. No. A nuestro modo de ver no es otro
el sentido de las contraposiciones de Rubín de Celis que
culminan lógicamente en la idealización de las formas
de vida populares y el menosprecio de los poderosos entregados al
lujo»
. Tan buena disposición por las clases
útiles no podía sino ayudar al desarrollo de la
creatividad popular y popularista, a pesar del paternalismo con que
se ponía en práctica.
La opinión de Rubín de Celis coincide con la expresada por Meléndez Valdés en «La despedida del anciano»:
(Cueto, 1952, II, pág. 256) |
También Jovellanos, liberal más moderado, desea un cambio social y critica a la nobleza:
|
(Jovellanos, 1987, pág. 245) |
A esta frecuente crítica a la nobleza se unía, más veladamente por causa de la Inquisición, la dirigida al clero. Pero no se trataba, en el caso de los ilustrados españoles, de una crítica teológica, sino basada en la inercia científica de la escolástica y en la pervivencia de señoríos eclesiásticos (2591, amén de 1235 abadengos, en el Censo de 1797). Por esta razón, como Richard Herr ha demostrado (1975, págs. 166-194), los ataques por parte de los tradicionalistas al pretendido ateísmo o agnosticismo de nuestros ilustrados se perdían en el vacío de lo inútil, esfuerzo errado.
Fuera la
educación3
o la economía4
el eje motriz de la Ilustración, la mayor parte de quienes
se integraron en las sociedades económicas o lucharon por
las reformas en el campo político, no pensaba en una
revolución. La frase con que Sánchez Agesta define la
raíz del pensamiento de Jovellanos es, pues, aplicable a
casi todos sus compañeros: «Desde
las filas ilustradas del racionalismo reformador, Jovellanos no ha
dejado de identificar a España con su religión, su
constitución, sus leyes, sus costumbres, sus usos, en una
palabra, con su tradición»
(1953,
pág. 219). De ahí que, con la creencia en una
evolución de las estructuras políticas, hubiera
rechazado la solución revolucionaria: «Que nada bueno se puede esperar de las
revoluciones en el Gobierno[...] Pero sí, escarmentadas [las
naciones europeas], prefieren la paz y protegen las artes
pacíficas, y sobre todo, la agricultura (la única que
puede solidar su poder), evitarán su ruina»
(Jovellanos, 1967, pág. 116). (Esta generalizada repugnancia
de los liberales por la violencia podría explicar la actitud
antirrevolucionaria del sainetero gaditano González del
Castillo.
Simplemente, el
pensador liberal desea restringir los poderes nobiliar y
eclesiástico, con lo que garantizar la neutralidad estatal y
los derechos de todos y cada uno de los ciudadanos (Elorza, 1970,
pág. 41). La cultura no sólo iba a ser fuente de
felicidad pública y privada, sino que también iba a
dignificar el hombre, por ser instrumento de
fraternalización y prosperidad social (Sarrailh, 1954,
págs. 145-164). Naturalmente, reconocer como ciudadano a
quien hasta entonces no había sido más que vasallo
representa la «revisión del honor
social, uno de los más significativos exponentes del
pensamiento del siglo»
(Sánchez Agesta, 1953,
pág. 24), revisión que también queda
ejemplificada desde otro ángulo por los sainetes.
La «dignificación de los oficios» es, por consiguiente, fruto de un cambio en la perspectiva social de la segunda mitad del siglo XVIII, la traducción jurídica del interés por lo útil y de la animadversión por el ocio del clero alto y la clase rica e improductiva.
Dado el
carácter fundamentalmente agrícola de la
economía española, la preocupación social de
los ilustrados y de las sociedades económicas se pone
asimismo de relieve en el estudio de los problemas del campo y del
campesino. No sólo se redactan informes como el de la
Sociedad Económica de Madrid sobre la Ley Agraria, obra de
Jovellanos, sino que incluso el tema entra en la literatura de
creación: la epístola VI, «El filósofo
en el campo», de Juan Meléndez Valdés, escrita
entre 1785 y 1797, «compara la dura, pero
sana vida del campesino, con la muelle y decadente del
cortesano»
(Marco, 1969, pág. 19), quien concluye:
«Meléndez es tanto un poeta
anacreóntico, como un poeta didáctico-social,
preocupado por el problema del campo, que incorpora a su
poesía; un efectivo propagador de los problemas que se
planteaban en las Sociedades Económicas de Amigos del
País»
(pág. 26). Tales sociedades, en
efecto, desempeñaron un importante papel en el fomento de la
industria popular y la agricultura (Anes, 1969, págs.
11-41). Circunstancias personales, con el tópico del
«beatus ille», justifican
la afirmación de Emilio Palacios: en Meléndez
Valdés, «la naturaleza ya no
sólo es el gozo, sino el refugio frente a la
destrucción y agresividad de la Corte»
(Palacios,
1979, pág. 105). Mientras tanto, el sainete, género
literariamente conservador, continúa ofreciendo la imagen
tradicional del campesino rudo e ignorante.
Pero los ilustrados sólo constituían una minoría, aunque activa y en la cúspide de la sociedad, en el panorama ideológico de la segunda mitad del siglo XVIII. La ayuda real contribuyó a que sus programas fueran algo más que papel mojado, e incluso pudo influir en la aceptación personal, de todos modos muy relativa, de su puesta en práctica: leyes en favor de los trabajadores manuales y de los campesinos; introducción de nuevos métodos agrícolas; suspensión de los desahucios de tierras; etc., lo atestiguan.
El drama de las
dos Españas. José María Blanco White,
lúcido testigo de aquella herida, ve su causa en la lucha
entre una educación oscurantista y anacrónica y una
formación que intenta basarse en la crítica racional.
Así expone en 1831 el conflicto: «Si cualquiera de los dos bandos tuviese
suficiente poder para subyugar al otro, la fiebre intelectual del
país sería menos violenta y cabría esperar
alguna crisis en una fecha próxima; pero ni la Iglesia ni
los liberales (pues tales son en realidad las dos facciones
opuestas) tienen la posibilidad más remota de desarmar al
adversario. La contienda debe prolongarse desgraciadamente por un
tiempo indefinido, durante el cual los dos sistemas de
educación rivales que existen en el país están
condenados a proseguir su obra de convertir a la mitad de los
españoles en extranjeros y en enemigos de la otra
mitad»
(Blanco White, 1974, págs. 298-299). La
contienda había de ser ganada, forzosamente, por los
partidarios de la ilustración y del liberalismo, pero los
ultras conservaban entonces el arma del Santo Oficio, la
mayoría de las cátedras universitarias y la inercia e
ignorancia temerosas del pueblo.
Si en Europa se
intensifica el estudio de la geografía y de la historia
política, las ciencias naturales y las matemáticas
(Hazard, 1968, cap. VI,
esp. pág. 255), el
ejemplo dado por Feijoo apenas pudo abrirse camino en la
universidad; las páginas que Torres Villarroel le dedica son
de lo más revelador. El problema no era nuevo: «la identificación de la ciencia
tradicional (reducida a unos menguados restos de Peripato) con la
ortodoxia y la hispanidad, la sospecha de que lo extranjero, sobre
todo si era nórdico, debía ser anticatólico y
antiespañol, se fue forjando durante el siglo XVII, antes de
salir a luz en las polémicas del XVIII»
(Domínguez Ortiz, 1973, pág. 259). De ahí el
empeño con que los científicos racionalistas
españoles intentan deslindar religión y ciencia.
Francia representaba la heterodoxia política y científica, religiosa y moral. También literariamente, su influencia es rechazada por Forner en las Exequias a la lengua española y Tomás de Iriarte en Los literatos en Cuaresma. Nipho se esfuerza en hacer frente a las innovaciones desde la prensa. Valcárcel, Alcántara Castro, Ceballos... procuran rebatir las ideas antiescolásticas, el enciclopedismo y lo que denominan jansenismo. La Oración apologética por la España y su mérito literario (1786) se convierte en la biblia de los tradicionalistas y en el blanco de los liberales (Cañuelo escribe en el discurso 165 de El Censor una satírica Oración apologética por el África y su mérito literario); a España, según Juan Pablo Forner, se debe el correcto desarrollo de la ciencia y de la cultura en general.
Sin embargo, el
misoneísmo y la xenofobia, faltos quizá de una
sólida argumentación científica, se refugian
en terrenos más superficiales y cotidianos: la
«decadencia» de las costumbres, al abrigo de un
probablemente mal entendido celo religioso. La
generalización progresiva en los sectores altos, y en alguna
gente de la clase media por imitación, de la costumbre del
chichisveo, corre paralela al incremento en número e
intensidad de las voces contrarias a dicha boga. A pesar de que la
actitud del Santo Oficio, en opinión de Martín Gaite
(1972, págs. 181 ss.), fue la de echar tierra al asunto y
eludir el conflicto con la alta sociedad. Sirven como ejemplo de
tan constante crítica a la «corrupción»
las cartas del marqués de la Villa de San Andrés,
escritas a mediados del siglo; así se lamenta: «Mas ahora que no sólo el pie, sino mucho
más allá, a merced de las contradanzas y a favor de
los tontillos, ve el que tiene ojos; que la mano en los minuetes y
ambas manos coge, oprime y suelta el atrevido; que al tocador entra
todo pisaverde; que el pariente o conocido, si viene forastero,
abraza y en las mejillas (ahí es nada) besa; que todas las
deidades tragan vino [...]»
(Domínguez Ortiz,
1973, pág. 111).
Con todo, y aunque
en materia filosófica, religiosa, política,
científica y literaria, los apologetas del tradicionalismo y
los ilustrados disentían totalmente, con aparente paradoja
la sátira a los petimetres, a los abates eruditos a la
violeta, al cortejo, va a ser común. Puede que tal
coincidencia suponga cierta contradicción ideológica
por parte de los ilustrados5,
pero por lo general respondía a una convergencia de dos
actitudes: los tradicionalistas velaban por «aquella modestia y gravedad que era propio del
carácter de la nación»
; los ilustrados
criticaban el ocio inútil de la nobleza y grupos
miméticos o asimilados. La coincidencia final -distintos los
tratamientos de ambas críticas- abarca no sólo la
burla de cierto esnobismo sin base (irracional para unos; inmoral
para otros) sino la sátira a la nobleza, a ciertos conceptos
del honor y de los celos, e incluso, aunque más
forzadamente, a la crítica de la ignorancia de la sociedad
rural.
Si Nicolás Fernández de Moratín escribe La Petimetra o Cadalso toma por tema para sus octavas la descripción algo burlesca del traje de un currutaco, a Juan Pablo Forner se atribuyen estas dos definiciones:
|
|
(Cueto, 1952, II, pág. 319) |
Las diatribas de «El petimetre» de Iriarte censurándolo por su ociosa inutilidad son parecidas, e incluso en el final del soneto, este autor pone también en duda la racionalidad de tal comportamiento.
La comedia de magia y la de figurón, para ir descendiendo por los peldaños de la literatura poco considerada, zahieren de forma semejante, ya en El anillo de Giges, y el máxico rey de Lidia de José de Cañizares:
|
(Apud Caro Baroja, 1974, pág. 109) |
El figurón linajudo, procedente del Norte -como estudia el propio Baroja (pág. 410)-, es ridiculizado por su vanidad nobiliaria, su credulidad, su avaricia, desde mediados del siglo XVII, pero continúa dando lugar a comedias y sainetes a lo largo del todo el XVIII porque no pierde su vigencia o comicidad hasta avanzado el siglo XIX. Coinciden, pues, en el panorama de la segunda mitad del siglo de las Luces, la sátira ilustrada, la tradicional y aun la literariamente tópica.
Las conclusiones de tal convergencia crítica son de la mayor importancia para el presente estudio: el tema satírico de las nuevas costumbres, tan frecuente en los sainetes de Ramón de la Cruz y González del Castillo, no presupone una determinada ideología. Si el autor madrileño defiende, a trasmano de la raíz amoral del teatro que escribe, una moral tradicionalista, ello no obsta para que otro sainetero realice su sátira con unas bases distintas. Por tanto, la burla del cortejo y del petimetre no denota ni mentalidad conservadora ni mentalidad liberal. Sólo un análisis de la actitud que adopte el sainetero al tratar el tema detectará su ideología.
Afirmábamos
que el conservadurismo estético de los géneros
popularistas fomenta, sin imponerla, la ideología
tradicionalista y la simple repetición de una
manera, al amparo, además, de la escasa
ambición literaria de su público. Tal vez igual
efecto tiene el desprestigio moral del sainete (Palacios
Fernández, 1983, págs. 215-233). Lo mismo
ocurría con la literatura popular, y de ahí que
«viva marginalmente cualquier
transformación de la literatura culta, a menos que
ésta signifique una honda y amplísima
variación de gusto [...] El débil neoclasicismo
español no logra hacer mella ni en la temática ni en
los gustos populares, si exceptuamos los poemas de Cadalso, popular
por diversos motivos, aunque no por su neoclasicismo»
(Marco, 1977, I, pág. 245). Once días, por ejemplo,
duró tan sólo en el Príncipe de Madrid Los
menestrales, la más importante iniciativa teatral
neoclásica e ilustrada en pro de los artesanos... y, para
más inri, presentada por una loa de Ramón de la Cruz.
Por tanto, al reflexionar acerca de las bases y tópicos
morales de los sainetes popularistas del autor madrileño,
conviene indicar que la ridiculización con que presentaba a
los payos procedía de la tradición entremesil; que la
crítica a las clases media y alta se centraba en sus
costumbres (modo de comportarse, de hablar y de vestir) y en el
ataque a su maledicencia, hipocresía y esnobismo. No quiere
esto significar que Ramón de la Cruz deseara un cambio
social; abunda en lo mismo Nigel Glendinning (1973, págs.
173-174): «prefirió mantener la
disposición jerárquica de la sociedad española
como siempre había sido. Se critica menos el absentismo de
los propietarios de Las frioleras, por ejemplo, que los
nuevos ricos de los pueblos rurales y los egoístas
inmorales que no reconocían valores y no sentían
ninguna consideración hacia los demás»
.
A pesar de la no
aceptación de la fanfarronería, Ramón de la
Cruz encuentra entre los majos la continuidad de las virtudes de
nuestra época áurea (Caro Baroja, 1975, págs.
281-349). Se cumple en él el mismo rechazo al
«afeminamiento», rechazo que llevó a los majos a
exagerar su apariencia machista y a considerarse salvaguardadores
de la tradición. Así también lo debió
creer nuestro sainetero, y así lo expone Martín Gaite
(1972, págs. 63-64): «Los hombres
de los barrios bajos, como revancha a su miseria, se atrincheraron
en aquella xenofobia y acentuaron su desprecio hacia los petimetres
ricos. Se consideraban superiores a ellos, y llegaron a creerse
depositarios y genuinos representantes del espíritu
castellano en sus más puras esencias. Despreciaban
especialmente a la clase media [...], que era la principal culpable
de la degeneración caricaturesca de las nuevas
modas»
.
La opinión de Ramón de la Cruz quizá coincida con la del manchego que, después de su visita a Madrid, concluye:
|
(Cruz, 1985, Los usías contrahechos, pág. 199) |
Pero cuando prefiere moralizar -con una actitud, según hemos escrito, contraentremesil y didáctica, por influencia del neoclasicismo-, no recurre a los majos; don Ramón de la Cruz escoge como portavoz de sus ideas a un hombre acomodado, un hidalgo a la vieja usanza o un personaje simbólico. Prosigue, incluso, una escasa tradición: la del entremés de «figuras» (Asensio, 1965, págs. 77 ss.), para hacer desfilar una serie de entes ridículos ante los ojos de un caballero juicioso que muestra las ideas del autor. José-Francisco Gatti enumera los siguientes sainetes de «figuras» debidos a Ramón de la Cruz: La feria de la fortuna, El hospital de la moda, La academia del ocio, El hospital de los tontos y El almacén de las novias (De la Cruz, 1972, pág. 23). En La academia del ocio, Espejo indica el «sujeto» que está buscando:
|
||||||||||||||||
|
||||||||||||||||
|
(Cruz, 1915, I, pág. 58) |
En El
almacén de novias (entre las que figura, rara avis, una dama
estudiosa y erudita), el Pretendiente quiere hallar una mujer
«santa, noble, hermosa y rica»
(Cruz, 1928, II, pág. 404).
El buen juicio (o
la prudencia, o la honradez) y la santidad, para Ramón de la
Cruz, se han refugiado en quienes persisten en el camino de
«nuestros abuelos». Tal mención -o la de Forner:
«un tío viejo»
, en el
poema transcrito anteriormente- indica cuál es el punto de
partida del autor y, por esto, se le «lleva la pasión...»
:
|
(Cruz, 1915,1, pág. 52) |
Quien así
habla, un hidalgo, viste «a la
española antigua rigurosamente»
y funda El
hospital de la moda para curar afrancesados en el hablar, en
el vestir o en el escribir. Los majos, que emplean «su lengua»
y saben sólo
seguidillas y tonadas, están sanos y libres de todo
contagio.
La moda ha convertido el matrimonio en hazaña de valientes, pues la falta de medida de ciertas mujeres exige un cirineo (léase petimetre) que ayude económicamente; tal inmoralidad representa para Ramón de la Cruz el olvido del antiguo y legítimo honor, del recato de la dama y el de los celos.
El petimetre o el cortejo cifran su valía en la oportunidad de satisfacer un capricho de la dama, en conocer la moda, en vestir a la francesa y a la última, en aconsejar al perruquier, en saber dirigir un baile, etc. (véase, por ejemplo, La elección del cortejo). Ante la señora Moda, que «fomenta / el genio raro de las damas locas /con muchas batas y camisas pocas» (Cruz, 1915, La Academia del Ocio, I, pág. 57), ¿cuál ha de ser la actitud del marido?:
|
(Cruz, 1928, Sanar de repente, II, pág. 403) |
¿Cuál la del caballero honesto?:
|
(Cruz, 1972, El petimetre, págs. 72-73) |
Los finales moralizadores abundan en la obra de Ramón de la Cruz: a la postre sabemos que el marido hará valer su autoridad y, en muchos casos, que la esposa rechazará la extranjera e inmoral costumbre del cortejo. En la última escena de El marido discreto (repárese en el título el uso de un adjetivo tan propio de la edad de Oro), don Santos desea que
|
(Cruz, 1972, pág. 293) |
Los sainetes de Ramón de la Cruz permiten, sin embargo, una mayor hondura interpretativa. Creo que la causa de la corrupción de costumbres estaría, según la opinión del autor madrileño, en la mujer. Don Modesto, en El petimetre, así lo pone de manifiesto:
|
(Cruz, 1972, págs. 84-85) |
El dinero y su necesidad han contribuido decisivamente a este proceso de degradación. En La oposición a cortejo, sorprende a la ingenua y recatada Laura la mala crianza y educación de la gente bien vestida, cuando su madre le busca cortejo:
|
||||||||||
|
(Cruz, 1972, pág. 229) |
La sátira
al cortejo, los petimetres, abates, usías, poetas
afrancesados, peluqueros..., es, en el caso de Ramón de la
Cruz, reflejo de una moral tradicionalista. Sin embargo, la
caricaturización en el tratamiento de los tipos y la
coincidencia en diversas críticas morales a las clases media
y alta de tradicionalistas e ilustrados indujeron a Agustín
Duran (1843) a leer a Ramón de la Cruz como afecto a las
nuevas ideas, lo que también ha sido defendido más
recientemente: el sainetero madrileño «consiguió hacer llegar a esa gran masa
amorfa muchos de los principios de unos ilustrados, cuyos libros,
discursos y proclamas se veían la mayor parte de las veces
restringidos a estrechos círculos pertenecientes a las
clases más pudientes de la sociedad»
(Vilches de
Frutos, 1984, pág. 181 y Caldera, 1978). En realidad, cuando
el tema o el comportamiento no le exige una respuesta más
personal, es decir, cuando el sainete discurre parcial o totalmente
al margen de la sátira de las nuevas costumbres,
Ramón de la Cruz adopta la base tradicional literaria, la
propia de los entremeses; la ridiculización del hidalgo de
lugar en El peluquero soltero (como la del protagonista de
Los jugadores, de González del Castillo) puede
entroncarse con piezas cortas de Cervantes; las burlas del
médico disparatado y de la justicia mercenaria eran
frecuentes en el XVII; la figura del payo se remonta hasta casi el
más antiguo teatro castellano del que hay noticia; ... Desde
su particular apología tradicionalista, Ramón de la
Cruz se inquieta por algunos hábitos españoles pero,
sobre todo, por la adopción de nuevos hábitos, lo
cual confiere a su obra un especial didactismo, una rara -en el
sainete- inquietud:
|
||||||||||||||||||||||||||||||||||
|
(Cruz, 1972, El petimetre, págs. 67-68) |
Para mayor
abundamiento, los sainetes que abordan cuestiones teatrales (La
crítica o El poeta aburrido) o bien parodian
un género neoclásico (especialmente Manolo,
Inesilla la de Pinto y El Muñuelo) o
corroboran, desde el punto de vista estético y literario, lo
que acabamos de observar en el campo de la crítica de los
usos y costumbres. Como señala Luciano García Lorenzo
(1988, pág. 210), ninguna obra es «inocente»
, y las burlescas «persiguen, a través de la caricatura, de
la mascarada, de la pintura, grotesca, de tipos y situaciones,
ridiculizar unos gustos -una estética- determinados y
defender, a través de otra estética, el grupo social
que demanda en el escenario esas obras»
. También,
pues, por este camino paralelo Ramón de la Cruz sirve el
conservadurismo de su público. Por él revelará
cierta simpatía, aunque, por ejemplo, critique la rapidez
con que algunos gastan su jornal o la fanfarronería ociosa
de otros, mientras que desaprobará la clase media alta, que
ha perdido en aras de la mimesis y el afrancesamiento su
personalidad y españolismo. No interesa aquí
averiguar si Ramón de la Cruz generaliza en exceso, sino
poner punto final a esta aproximación a la ideología
de quien fuera maestro de los saineteros de finales del XVIII, con
la opinión de Arthur Hamilton (1926, pág. 366):
«A thorough reactionary,
he believed that in the past and only in the past, lay the
greatness of Spain, and therefore that all customs of that past
were excellent, and all changes and innovations of his own day
were, ipso facto, to be
condemned»
7.
Los sainetes de González del Castillo o acaso los de
Cornelia nos hubieran mostrado que el sainete puede servir en parte
como vehículo de un pensamiento más avanzado.
- ABELLÁN, José Luis. 1984. Historia crítica del pensamiento español, Madrid, Espasa-Calpe, t. III.
- ANDIOC, René. 1976. Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII, Madrid, Fundación Juan March / Castalia.
- ANES, Gonzalo. 1969. «Coyuntura económica e Ilustración: Las Sociedades de Amigos del País», Economía e «Ilustración» en la España del siglo XVIII, Barcelona, Ariel, págs. 11-41.
- ASENSIO, Eugenio. 1965. Itinerario del entremés, Madrid, Gredos.
- BERGMAN, Hannah E., ed. 1970. Ramillete de entremeses y bailes (siglo XVII), Madrid, Castalia.
- BLANCO WHITE, José María. 1974. Obra inglesa, Barcelona, Seix Barral.
- CALDERA, Ermanno. 1978. «Il riformismo iluminato nei Sainetes di Ramón de la Cruz», Letterature, 1, págs. 31-50.
- CARO BAROJA, Julio. 1974. Teatro popular y magia, Madrid, Revista de Occidente.
- ——. 1975. «Los majos», C. Ha. 299, págs. 281-349; recogido en Temas castizos, Madrid, Istmo, 1980, págs. 15-101.
- CRUZ, Ramón de la. 1915 y 1922. Sainetes (ed. E. COTARELO y MORI), Madrid, N. B. A. E. XXIII y XXVI, Bailly / Bailliere, ts. I (1915) y II (1922).
- ——. 1972. Doce sainetes (ed. José-Francisco GATTI), Barcelona, Labor.
- ——. 985. Sainetes (ed. Mireille COULON), Madrid, Taurus.
- CUETO, Leopoldo Augusto de, ed. 1952. Poetas líricos del siglo XVIII, Madrid, B. A. E. LXIII, Atlas, 1952, t. II.
- DEFOURNEAUX, Marcelin. 1973. Inquisición y censura de libros en la España del siglo XVIII, Madrid, Taurus.
- DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio. 1973. Hechos y figuras del siglo XVIII español, Madrid, Siglo XXI.
- DURAN, Agustín. 1843. «Discurso preliminar» a Colección de sainetes tanto impresos como inéditos de D. Ramón de la Cruz, Madrid, Imp. de Yenes.
- ELORZA, Antonio. 1970. La ideología liberal en la Ilustración española, Madrid, Tecnos.
- ——. ed. 1971. «Pan y toros» y otros papeles sediciosos de fines del siglo XVIII, Madrid, Ayuso.
- FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Leandro. 1830. Comedias originales, Madrid, Real Academia de la Historia, Imp. Aguado, t. II.
- GARCÍA LORENZO, Luciano. 1988. «Actitud neoclásica ante la parodia», Coloquio internacional sobre el teatro español del siglo XVIII. Bolonia, 15-18 de octubre de 1985, Abano Terme, Piovan, págs. 203-211.
- GLENDINNING, Nigel. 1973. El siglo XVIII, t. IV de Historia de la literatura española, Barcelona, Ariel.
- GÓMEZ MARÍN, José Antonio. 1969. «La reforma agraria y la mentalidad ilustrada», C. Ha. 229, págs. 151-161.
- HAMILTON, Arthur. 1926. A Study of Spanish manners 1750-1800 from the plays of Ramón de la Cruz, University of Illinois studies in Language and Literature, XI, 3.
- HAZARD, Paul. 1968. Pensamiento europeo en el siglo XVIII, Madrid, Guadarrama.
- HERR, Richard. 1975. España y la revolución del siglo XVIII, Madrid, Aguilar.
- JOVELLANOS, Gaspar Melchor de. 1967. Diarios, Madrid, Alianza.
- ——. 1987. Escritos literarios (ed. J. M. CASO GONZÁLEZ), Madrid, Espasa-Calpe.
- LAFARGA, Francisco. 1983. Las traducciones españolas del teatro francés (1700-1835), Barcelona, Universidad.
- MARCO, Joaquín. 1969. «El nuevo sentido del campo en la poesía de Meléndez Valdés», Escritos literarios, Barcelona, Taber, págs. 15-26.
- ——. 977. Literatura popular en España en los siglos XVIII y XIX, Madrid, Taurus, 2 ts.
- MARTÍN GAITE, Carmen. 1972. Usos amorosos del dieciocho en España, Madrid, Siglo XXI.
- MELÉNDEZ VALDÉS, Juan. 1979. Poesías (ed. Emilio PALACIOS), Barcelona, Alhambra.
- MENÉNDEZ PELA YO, Marcelino. 1923. Historia de las ideas estéticas en España, Madrid, Plus Ultra, t. VI.
- PALACIO ATARD, Vicente. 1964. Los españoles de la Ilustración, Madrid, Guadarrama.
- PALACIOS FERNÁNDEZ, Emilio. 1979. Vid. MELÉNDEZ VALDÉS, Juan. 1979.
- ——. 1983. «La descalificación moral del sainete dieciochesco», El teatro menor en España a partir del siglo XXI, Madrid, C. S. I. C., págs. 215-233.
- SALA, Josep Maria. 1973. «Ramón de la Cruz entre dos fuegos: literatura y público» C. Ha. 277-278, págs. 350-360.
- SÁNCHEZ AGESTA, Luis. 1953. El pensamiento político del despotismo ilustrado, Madrid, Instituto de Estudios Políticos.
- SARRAILH, Jean. 1954. L'Espagne éclairée de la seconde moitié du XVIIIème siècle, París, Imprimerie Nationale.
- VILCHES DE FRUTOS, María Francisca. 1984. «Los sainetes de don Ramón de la Cruz en la tradición literaria. Sus relaciones con la Ilustración», Segismundo, 39-40,