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Luis Cernuda de quien ya he citado el carácter revelador e iniciático que tuvo para él la lectura de su poesía desde niño, radicalizará con el tiempo su acercamiento a Bécquer en el libro y en el ensayo, para rescatarlo de usos banales. Para él era el Garcilaso contemporáneo, iniciador de un lenguaje poético diferente apto para la expresión más conmovida y conmovedora de la intimidad y de sus zozobras. Cuando en 1932 busque un título para su libro de poemas donde cuenta su amor desengañado escogerá casi necesariamente un verso becqueriano: Donde habite el olvido.

Cernuda escribió que «Un agudo puñal de acerados filos, alegría y tormento, es el amor; no una almibarada queja artificiosa». La imagen es de procedencia inequívocamente becqueriana, en quien el hierro clavado en el pecho del amante da lugar a versos como éstos de la rima XXXVII:



Antes que tú me moriré: escondido
en las entrañas ya
el hierro llevo con que abrió tu mano
la ancha herida mortal.



Y en la rima XLVIII:


Como se arranca el hierro de una herida
su amor de las entrañas me arranqué,
¡aunque sentí al hacerlo que la vida
me arrancaba con él!



Sin salir de Donde habite el olvido volvemos a encontrar la imagen en Cernuda, que se desea:


En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
no esconda como acero
en mi pecho su ala,
sonriendo lleno de gracia mientras crece el tormento.



La presencia de Bécquer en Cernuda es siempre sutil y alcanza logros extraordinarios como el poema «Deseo» de Las nubes -según señaló José Luis Cano- donde vienen de Bécquer la forma estrófica, el suave hipérbaton, la selección léxica, la construcción del poema en el que se va desde la apreciación de un hecho de la Naturaleza, a la expresión de un deseo:

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Cernuda_Ronda

Luis Cernuda en Ronda, 1934 (Archivo de la Residencia de Estudiantes, Madrid).

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Por el campo tranquilo de septiembre,
del álamo amarillo alguna hoja,
como una estrella rota
girando al suelo viene.
¡Si así el alma inconsciente,
Señor de las estrellas y las hojas,
fuese, encendida sombra,
de la vida a la muerte!



Bécquer y Cernuda son dos poetas donde la línea de poesía andaluza seria, sobria, elegante, melancólica y pura alcanza cotas inolvidables; lo recalcó una y otra vez el fino lector de poesía que fue José Luis Cano.

Gerardo Diego igual que otros compañeros de generación se acogió a la benévola sombra de Gustavo Adolfo. Su huella se detecta ya en Manual de espumas (1925) y permanece en toda su trayectoria. Le dedicó numerosos artículos críticos, comentó una y otra vez sus rimas. Le homenajeó de continuo. Como muestras sirven un par de rimas. En el número V de la revista Horizonte publicó «Rima», que después sería recogida en Manual de espumas:


Tus ojos oxigenan los rizos de la lluvia
y cuando el sol se pone en tus mejillas
tus cabellos no mojan ni la tarde es ya rubia
Amor Apaga la luna
No bebas tus palabras
ni viertas en mi vaso tus orejas amargas
La mañana de verte se ha puesto morena.
Enciende el sol Amor
y mata la verbena.



«Rima penúltima», que rescato del número monográfico que dedicó a Bécquer El Debate el 1 de marzo de 1936 es un atractivo juego con imágenes becquerianas:


¿Por qué venís, decidme?
¿De dónde, extraños huéspedes?
Muecas, gestos sin límites
que en los aires se encienden;
suspiros que quisieran
sonreír y no pueden;
rastros de ala en las nubes,
huellas de oro en las nieves,
fantasmas delicados
del hambre y de la fiebre
-manos cortadas, ojos
desasidos, empeines,
hombros desnudos, lágrimas
sin sus dueños, ausentes-;
cabellos de arpa rubia
deshilachada y tenue,
—207→
que, heridos por las ráfagas,
en silencio se mecen;
santelmos que al naufragio
sus centellas sumergen;
fauna amputada, equívoca
del sueño adolescente;
árboles que se cierran,
espumas que se ofrecen,
abiertas en durísimas
corolas diente a diente;
propósitos de muda
conspiración ecuestre;
ecos, memorias, tránsitos,
insomnios, nieblas, pliegues
de sudarios, escalas
de abanicos celestes,
cúmulos de humaredas
que ascienden, palidecen,
que permanecen, duran,
flotando tristemente:
En vuestras brumas áureas
anegadme, envolvedme,
sepultadme en la cierta
trasrealidad satélite,
donde, al fulgor contrario
de ángeles y luzbeles,
cumplen siglos los puros
espíritus de aceite,
donde los sueños se hacen
luz y rima de Bécquer.



El recorrido podría continuar por los otros poetas y prosistas de la generación: José Moreno Villa, Manuel Altolaguirre, Emilio Prados... o Vicente Aleixandre, quien ya en el primer poema de Sombra del paraíso, «El poeta», aparece lleno de resonancias y vocabulario becqueriano: «pupilas», «párpado», «besos» de todas clases, una «playa donde la mar embiste con sus espumas rotas»... que nos llevan a una reexploración del poema «Yo sé un himno gigante y extraño...» La asunción de la dolorosa condición del poeta la encontraban personificada estos poetas en Gustavo Adolfo mejor que en ningún otro. Escribe Aleixandre en «El poeta»:


Sí, poeta: el amor y el dolor son tu reino.
Carne mortal la tuya, que, arrebatada por el espíritu,
arde en la noche o se eleva en el mediodía poderoso,
inmensa lengua profética que lamiendo los cielos
ilumina palabras que dan muerte a los hombres.



Como para tantos otros, el descubrimiento de Bécquer en su infancia había resultado decisivo en su dedicación a la poesía. Fue su abuelo,   —208→   que había conocido en su juventud a Gustavo Adolfo, quien le contó su relación con el poeta y un buen día, tras una de estas conversaciones, que Vicente Aleixandre recordó en su prólogo a la biografía que Rica Brown dedicó al poeta, se produjo el descubrimiento de su obra:

Mi abuelo se levantó y tomó un volumen de su biblioteca. «Aquí tienes las Leyendas. Cuando seas un poco mayor te entregaré las Rimas».

Pero no sería él quien me las había de dar a leer.



Lacónico y sobrio concluye así su relato de uno de los episodios que determinó su vida: el descubrimiento de las obras de Bécquer, que orienta decisivamente los gustos personales. Bécquer maestro de vida. Iniciador en el camino de la poesía. Es una situación que se repite generación tras generación entre los jóvenes españoles: leyendo a Bécquer sienten la comezón de la literatura más honda y no pocos quedan atrapados de por vida.

Entre los poetas que se incorporan en los años treinta, Miguel Hernández ocupa un lugar singular Autodidacta, con pocas lecturas hasta que se traslada a Madrid y entra en contacto con el mundo de la cultura. Durante los años 1935 y 1936 escribe algunos homenajes con motivo del cuarto centenario de la muerte de Garcilaso y el primero del nacimiento de Bécquer. A Garcilaso le dedicó «Égloga», al sevillano,




«El ahogado del Tajo (Gustavo Adolfo Bécquer)»


No, ni polvo ni tierra;
inacallable metal líquido eres.
Un flujo de campanas de bronce turbio y trémulo,
un galope de espadas de acero circulante jamás enmohecido,
te preservan del polvo.
Y en vano se descuelga de los cuadros
para invadirte: te defiende el agua;
y en vano está la tierra reclamando su presa
haciendo un hueco íntimo en la grama.
Guitarras y arpas, liras y sollozos,
sollozos y canciones te sumergen en música.
Ahogado estás, alimentando flautas
en los cañaverales.
Todo lo ves tras vidrios y ternuras
desde un Toledo de agua sin turismo
con cancelas y muros de especies luminosas.
¡Qué maitines te suenan en los huesos,
qué corros te rodean de llanto femenino,
qué ataúdes de luna acelerada
renuevan sus rebaños de espuma afectuosa a cada instante!
¿Te acuerdas de la vida,
compañero del sapo que humedece las aguas con su silbo?
¿Te acuerdas del amor que agrega corazón,
—209→
quita cabellos, cría toros fieros?
¿Te acuerdas que sufrías oyendo las campanas,
mirando los sepulcros y los bucles,
errando por las tardes de difuntos,
manando sangre y barro que un alfarero luego
recogió para hacer botijos y macetas?
Cuando la luna vierte su influencia
en las aguas, las venas y las frutas,
por su rayo atraído flotas entre dos aguas
cubierto por las ranas de verdes corazones.
Tu morada es el Tajo: ahí estás para siempre
dedicado a ser cisne por completo.
Las cosas no se nublan más en tu corazón;
tu corazón ya tiene la dirección del río;
los besos no se agolpan en tu boca
angustiada de tanto contenerlos;
eres todo de bronce navegable,
de infinitos carrizos custodiosos,
de acero dócil hacia el mar doblado
que lavará tu muerte toda una eternidad.



Retrato_Hernández

Antonio Buero Vallejo, Retrato de Miguel Hernández, 1940.

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Tras la fascinación que Góngora había ejercido sobre él y tras su asimilación del garcilasismo, Miguel Hernández escribe este poema de 43 versos libres y blancos. Comienza afirmando la muerte para todos los seres humanos, pero frente a ella se alza Bécquer que es música viva, «inacallable metal líquido». Su música (metal) y el agua lo preservan del olvido. En vano la tierra «reclama su presa». Estamos muy cerca del tono de la «Elegía a Ramón Sijé», pero ahora se canta a alguien que ha triunfado sobre la muerte y el olvido. Y Bécquer «ahogado» alimenta «flautas / en los cañaverales».

La tercera parte contiene una serie de preguntas sobre la vida, el amor y el sufrimiento para después pasar a presentarlo en su plenitud de cisne del Tajo -como un nuevo rayo de luna por su blancura-, hermanado con Garcilaso y hermanándose el mismo Miguel Hernández con él. El homenaje es un verdadero canto al poeta, fusionando imágenes becquerianas y las no menos sugestivas del poeta de Orihuela.

La guerra civil frustró en gran parte la celebración del centenario del nacimiento del poeta y sólo durante los primeros meses de 1936 se fueron publicando estudios y homenajes, interrumpidos con el levantamiento de los rebeldes. Dan prueba de cuán profundamente arraigada se encontraba su obra y cuán frustrante fue también en este aspecto la contienda. La fecha exacta del centenario era el 17 de febrero, el día siguiente del domingo de las elecciones que llevaron al poder al Frente de las Izquierdas. Apenas cinco meses después estallaría la guerra. No era un ambiente muy propicio para homenajes poéticos. Con todo, sus más tenaces defensores se habían adelantado ya con trabajos publicados en Cruz y Raya en 1934 y 1935. En octubre de 1934 se publicó una antología de textos becquerianos, «Música celestial de Gustavo Adolfo Bécquer», escogida por Luis F. Vivanco e ilustrada con imágenes de Gustavo Doré. Luis Cernuda, Dámaso Alonso y Joaquín Casalduero adelantaron sus fundamentales ensayos en estos meses mientras que después los actos sociales del centenario fueron muy limitados. Para la feria del libro del 23 de abril se editó una antología ilustrada por Emilio Ferrer y con una «Introducción» de A. Ramírez Tomé, que es un canto al poeta como ser «soñador e infortunado» y que «en igual medida que su débil naturaleza era atenazada por todas las miserias y todas las escaseces de una realidad cruel, su espíritu, desprendiéndose de las ligaduras de la materia ascendía hacia las regiones rosadas, para volar a sus anchas en el mundo de la ilusión creado por su fantasía». El ensayo completo es un ensartado de lugares comunes. Poco más dieron de sí las iniciativas oficiales para el centenario.

Y en febrero de 1936 se difundió la novelesca biografía del poeta escrita por Benjamín Jarnés, Doble agonía de Bécquer, en la que se insistía en cómo de una vida dolorida logró sacar su singular arte. Daba este retrato del poeta:

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Jarnés

Benjamín Jarnés, escritor aragonés, autor del ensayo biográfico Doble agonía de Bécquer (1936).

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