Tampoco la
crítica europea permaneció dormida. Rica
Brown y su emocionada biografía
-Bécquer (1963)- se puede considerar la
culminación de toda una línea de investigación
en el ámbito anglosajón que jalonan estudios como los
de William Samuel Hendrix sobre
Las Rimas de Bécquer y la influencia de Byron (1931); John
E. Englekirk que analizó su relación
con el mundo fantástico en Edgar Allan Poe in
Hispanic Literature (1934); Edmund
King, Gustavo Adolfo Bécquer:From Painter to
Poet (1953), con un magistral análisis de la
relación de la poesía con otras artes; y otros
ensayos de carácter más englobador como los de
I. L. Mc Clelland, Gustavo
Adolfo Bécquer (1940), Clark
Gallagher, The predecessors of Bécquer in the
Fantastic Tale (1949) o Geoffrey Ribbans con estudios sobre
sus relaciones con Byron o escritores de su tiempo (1952).
En el
ámbito francés hay que mencionar a Robert Pageard que durante medio
siglo ha mantenido una tenaz búsqueda de datos becquerianos,
que han culminado en su indispensable biografía,
Bécquer. Leyenda y realidad (1990), que se debe
completar con sus estudios sobre la relación de
Bécquer con el romanticismo alemán y francés,
su recepción en Francia o sus traducciones al francés
de la obra becqueriana.
Los nuevos poetas
seguían reconociendo su magisterio. Leopoldo Panero, en
«El lenguaje de la poesía», dirá:
Evidentemente, la
poesía de Bécquer, de tan pura interioridad humana,
requiere una expresión anímica y misteriosamente
clara; voluntariamente pobre y desasida, directa y enteriza.
—215→
Bécquer cambia el ritmo y el tono, flexibiliza la
palabra y la hace descansar directamente sobre la intensidad del
sentimiento, devuelve naturalidad a la voz poética y al
mismo tiempo la cubre de gracia y misterio. Al descegar y restaurar
en su honda limpidez expresiva el lenguaje de la poesía,
Bécquer abre el nuevo y transparente camino de la
sensibilidad creadora.
En la
emblemática revista Espadaña (mayo 1944) se
constataba que Bécquer gustaba y no gustaba, pero Antonio
González de Lama acababa reclamando su herencia y en el
número cuatro de la revista Luis López Santos
aconsejaba:
Leed de nuevo a
Bécquer. Objetiva la belleza. Y nos dice: está
ahí: en la naturaleza, en el misterio, en el amor, en la
mujer, mientras eso exista, habrá poesía. Sí,
tiene razón...
Y los poetas
seguían acudiendo a la obra del sevillano buscando
inspiración y magisterio como prueba la encuesta publicada
ese mismo año en La Estafeta Literaria el 15 de
mayo: «Muchos votos para el acordeón
tocado por un ángel». Con opiniones, entre otros de
José María Alfaro, Leopoldo Panero, Luis Rosales,
Luis Felipe de Vivanco.
También los
exiliados procuraban no perder la estela becqueriana: Juan
Rejano en «La piedra solitaria de Bécquer»
(Romance, 15-VIII1940) hacía una encendida defensa de su
poesía:
Bécquer es
el más alto lírico español -estábamos
por decir el único- del XIX. Y de esa altura no lograron
hacerle descender ni la vulgaridad de la época, de su
época y de la posterior, ni la torpeza de sus imitadores.
Jamás poesía alguna se ha visto sometida
—216→
a tan terrible prueba. En el último tercio del siglo
pasado y en los comienzos de éste, la rimas de
Bécquer fueron el punto de apoyo, la obligada causa del
suspiro de todas las señoritas cursis y todos los galanes
empalagosos. Sin embargo, ahí están, intactas,
virginales, ahí está esa poesía como el
día mismo en que pasó angustiando, quemando, el
corazón de su creador.
Juan Rejano. Fotografía anónima.
Rejano, tras
realizar un recorrido por la trayectoria vital de Gustavo Adolfo,
venía a concluir que había sido un camino de
desengaños, que le condujeron a irse despojando «de sueños y galas», a añorar
una humilde tumba «En donde esté una
piedra solitaria / sin inscripción alguna, / donde habite el
olvido», según reza la célebre rima LXVI. Y
concluía:
La tumba de
Bécquer encontró paz, pero no olvido. A ella nos
acercamos hoy con la devoción más viva. Quizá
los que desearon sin pudor el ruido de los últimos
ditirambos han caído en el olvido para siempre. Él,
no. Su poesía, rodeada de soledad en su época,
más alta si más ignorada, está ahora entre
nosotros, vive en nuestra estimación, y por ella sabemos,
cómo en el XIX español no toda la lírica se
despeñó teatralmente y fue a parar al desierto. Por
ella sabemos cómo un poeta es fiel a su destino y, abrazado
a él, agota su corazón en el dolor propio y el amor a
los demás.
En poetas de todo
el arco ideológico continúa la fidelidad a
Bécquer. El poeta falangista Dionisio Ridruejo le
había dedicado ya una «Elegía a Gustavo
Adolfo» (El Debate, 1-III-1936), que no
recogió en libro y que resulta una bella combinación
de motivos 216 becquerianos:
—217→
No por tu muerte, apenas dulce
filo
de brisa hacia la mies de tu
agonía,
llora sus versos mi jardín
tranquilo.
Sino por esta vida que
traía
sangre de lirio a nuevas
primaveras
y en peces rotos descubrió a
tu día
seco el Guadalquivir de tus
riberas.
Ligera pluma de temblor en
nieve
a un aire de suspiros
entregada,
casi sin tactos a tu mundo
breve
y pronto por sus manos
desgarrada.
Saeta frágil sin saber
adónde,
que sin pico ni hierro fue
lanzada
al blanco infiel que su reposo
esconde.
Delgada voz del amoroso anhelo
en levedad de flor
estremecida.
Todas las aves en el alto
cielo
te hicieron sombra de su fresca
huida.
El lago verde te mintió sus
ojos,
el sol sus trenzas, y tu misma
herida
mintió los fuegos, de sus
labios rojos.
Rumor de besos y batir de alas
hicieron rama de tu tronco
helado,
fugaces trinos de tu voz sin
galas.
¡Oh, junco en aguas de tu sed
curvado!
¡Oh, siempre tibia del primer
latido
mejor que alondra del dolor
cantado,
cuenta segura del seguro
olvido!
¡Oh, claro aliento de la fiel
ternura,
Gustavo Adolfo, singular
desierto,
verso de llanto en poblada
altura.
Hoy, en rocíos del ameno
huerto
y respirando por el pecho
triste,
tornas al cielo del suspiro
muerto,
cielo del sueño donde
tú naciste.
Busca tus soledades en la
hiedra
y el último matiz de tu
lamento
en aguas resbaladas por la
piedra,
en hojas ignoradas por el
viento,
en pulsos de la carga
agonizante.
Y al hallarme tu lágrima la
siento
en el florido corazón,
diamante.
En sus años
adolescentes había encontrado en Bécquer
«la primera intuición del misterio
poético» y a él permaneció fiel,
reforzadas sus intuiciones primeras por las lecturas de Juan
Ramón Jiménez o Salinas. Después
vendrían Machado y otros muchos. En su primer libro
-Primer libro de amor (1936)-, Bécquer resuena, le
presta imágenes y un dolorido sentir que refuerza los
también permanentes —218→
ecos de Garcilaso y otros poetas clásicos. Da lugar a
poemas de esta textura:
Forma que yo no sé de mi
suspiro,
peso, ala y nombre que a mi ser le
falta
y a mi sueño le sobra si
ella exalta
como un pueblo la sangre en mi
retiro.
Sucesiva y falaz. La pienso y
miro
de muerte en muerte cuando el alma
asalta
como un tigre los cuerpos, y
más alta,
de vida en vida cuando la
deliro.
Todo en mí lo revuelve y
desordena
-equilibrio de mármol y de
pluma-
año tras año, como en
un desierto.
La siento por nacer, la viva y
plena
que ayer murió con la leve
espuma
y espera el corazón solo y
despierto.
Luis
Rosales consideraría también a «Bécquer maestro para siempre»
(ABC, 18-V-1961), prestando atención al estado del
Libro de los gorriones y a otros aspectos de su obra,
procurando explorar caminos sugeridos por sus rimas.
Los poetas de la
generación del 50 y otros más jóvenes que
buscaban su voz, encontraban en Bécquer una vez más
un modelo. Carlos Bousoño en Primavera de la muerte
(1946) incluía este poema de sutil trazado becqueriano: