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Otro tanto cabría decir de José Asunción Silva, Manuel Gutiérrez Nájera o Julián del Casal por no salir de los grandes nombres. A la altura de 1913, Gonzalo Segovia contabilizaba nada menos que 378 ediciones de las Rimas en los países americanos de lengua española. Baste con un ejemplo de José Asunción Silva, «Estrellas fijas» de decantada andadura becqueriana:

  —169→  

Cuando ya de la vida
el alma tenga, con el cuerpo, rota,
y duerma en el sepulcro
esa noche más larga que las otras,
mis ojos, que en recuerdo
del infinito eterno de las cosas,
guardaron sólo, como de un ensueño
la tibia luz de tus miradas hondas,
al ir descomponiéndose
entre la oscura fosa,
verán, en lo ignorado de la muerte
tus ojos... destacándose en las sombras.



En la península sucedía otro tanto. Combinadas la lectura directa y la difusión de Rubén Darío, Bécquer se convirtió en uno de los modelos de la renovación poética finisecular como recordaba todavía muchos años después Juan Ramón Jiménez:

Rubén Darío, desde sus comienzos, Unamuno, luego, traían una relación visible y declarada con Gustavo Adolfo Bécquer, el poeta andaluz que concentró más delicada e idealmente la lírica en tiempos del llamado, con más o menos exactitud, «Romanticismo español». Esta relación de Unamuno y Darío con Bécquer es fundamental, y no hay que olvidarla nunca, porque es clave de muchos esclarecimientos futuros; ya que en realidad la poesía española contemporánea empieza sin duda alguna en Bécquer.



Ninguno de los grandes poetas españoles del cambio de siglo escapó a la fascinación becqueriana. Miguel de Unamuno lo frecuentó durante años y recurría a él como antídoto de ciertos lenguajes vanguardistas todavía en la «Presentación» de Teresa (1924) con una glosa irónica de la rima LIII:


Volverán las oscuras golondrinas...
¡vaya si volverán!
las románticas rimas becquerianas
gimiendo volverán,
[...] Mas los fríos refritos ultraístas,
hechos a puro afán,
los que nunca arrancaron una lágrima,
¡esos no volverán!



Había escrito no hacía mucho en «Releyendo las Rimas de Bécquer» (La Nación, 22-VII-1923), anunciando la edición de Teresa, libro que un supuesto poeta tísico -Rafael- fallecido no hacía mucho dedicaba a su amada Teresa:

Lo de Bécquer no nos sorprende. Conocemos a muchos que se burlan de Bécquer y de su sentimentalidad, cursi -así dicen-   —170→   para ejemplificarla recitan versos del poeta que se los saben de memoria. Y esto es muy significativo. Eugenio D'Ors dijo una vez que la musa de Bécquer le parecía un ángel tocando el acordeón. Y cuando lo leyó nuestro Rafael, nuestro poeta desconocido y recién muerto, el de Teresa, escribió una rima de las que nos dejó entre sus papeles.



La rima en cuestión, en su versión definitiva dice así:


Me muero de un mal cursi, Bécquer mío;
se me agota el pulmón
y me cuna la muerte tu ángel cursi
con su acordeón.
Aquel acordeón que a mi Teresa
sostuvo el corazón,
aquel acordeón de aire marino
y de pura emoción.
De una emoción tan cursi y tan pasada
de moda -¡y con razón!
que mezcló nuestras lágrimas inútiles,
¡perdón, por Dios, perdón!
Y es que ella no sentía la pianola
mecánica, ni al son
del disco del fonógrafo podía
adormir su pasión.
¿Oyes, Teresa, en estas noches claras
angélico acordeón
mientras los sapos van a la caza y cantan:
clinclón, clinclón, clinclón?



Todo el libro, Teresa, es un homenaje a Bécquer y una defensa de la poesía que «piensa sintiendo» y «siente pensando» que amaba don Miguel como había expuesto ya en su «Credo poético» (1907). La fidelidad de don Miguel a la obra becqueriana duró toda su vida.

En los dos poetas considerados mayores de aquellos años -Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez- la huella becqueriana es indeleble. A Juan Ramón Jiménez le acompañó en toda su trayectoria. En sus libros juveniles abundan los ejercicios de imitación. Sólo la sombra de Rosalía de Castro es tan intensa y persistente en él como la de Gustavo Adolfo. Desde los títulos -Rimas (1902)- a los motivos y recursos estilísticos. Arias tristes (1902-1905) mantiene esta linea. En una carta de Machado destacaba éste sus armonías apagadas y lo veía así: «Usted continúa a Bécquer, el primer renovador del ritmo interno de la poesía española [...]». Era una poesía de fuerte sentimentalismo, aunque contenida en su expresión.

En el primer Juan Ramón se dan la mano la influencia de Bécquer y la de su mejor amigo, Augusto Ferrán, cuyas Obras completas (Madrid, La España Moderna, 1893) debió leer. Rimas (1902) lleva   —[171]→     —172→   como epígrafe dos cuartetas sacadas de las obras de Ferrán. La XVIII de La Soledad:


Yo no sé lo que yo tengo,
ni sé lo que me hace falta,
que siempre espero una cosa
que no sé cómo se llama.



Y la CXXXVIII de La Pereza:


Eso que estás esperando
día y noche, y nunca viene;
eso que siempre te falta
mientras vives, es la muerte.



Unamuno

Juan de Echevarría, Miguel de Unamuno sentado (hacia 1925). Museo de Salamanca.

[Pág. 171]

Juan Ramón Jiménez

Joaquín Sorolla, Juan Ramón Jiménez (1916). Hispanic Society of America, Nueva York.

[Pág. 171]

Juan Ramón, que en aquellos años vivía una de sus crisis existenciales más agudas, encontraba espíritus afines en Rosalía de Castro, Ferrán y Bécquer tan preocupados siempre por la muerte. El tema ya se encuentra en «Llanto»: «¿Por qué es tan larga y tan triste / la vida de los poetas?». Se suceden en el libro historias tristes en fúnebres escenarios. Salía de su ensimismamiento en algún momento para escribir:


Mar adentro voy llorando,
y el mar, llorando me lleva,
aburrido de la vida
y de sus largas tristezas.



Las Rimas juanramonianas están llenas de temas y ecos de los poetas románticos: la joven muerta, los cementerios, la soledad, el insomnio... La rima LXXIII («Cerraron sus ojos») gravita sobre poemas como «Aromas y lágrimas», «Del pobre camposanto» y «El corazón se me parte». El amor fracasado le acompaña en sus insomnios en «Conmigo duermen mis penas». La andadura del verso se hace fácilmente becqueriana, imitando sus romances o combinaciones de tres endecasílabos seguidos de un octosílabo, es la pauta de «Volverán las oscuras golondrinas» (rima LIII), en poemas como


Pedí a mi corazón una sonrisa
entre el perfume quieto del jardín:
como ha llorado tanto, no se acuerda
de que hay que sonreír.
Y me dijo mi alma: ¿por qué quieres
esta noche alegrar tu corazón?
¿no es más dulce que el mundo de la dicha
el mundo del dolor?
¿Te has olvidado ya de los luceros,
esas lágrimas puras del azul,
y perfumas con flores que se secan
tu eterna juventud?
Miré a lo lejos, dentro de mi vida,
y comprendí tan plácida verdad;
—173→
y le dije a mis labios: ¿qué es más dulce
sonreír o llorar?
Los labios entreabriéronse, intentando
marcar una sonrisa de placer,
no pudieron: ¡habían olvidado
las sonrisas también!
Venía una tristeza de recuerdos
en el aire tranquilo del jardín,
recuerdos de alboradas de diciembre
y de las tardes de abril.
Y mis ojos abiertos a la nada,
se inundaron de niebla y de humedad:
intenté sonreír, sentí ternuras,
y acabé por llorar.



Como Bécquer y Ferrán acudía a la poesía popular y trataba de escribir poesía seca, breve y honda, poesía de la que en su día Gustavo Adolfo había llamado «poesía de los poetas», reseñando el primer libro de Augusto Ferrán: La Soledad. Juan Ramón se preguntaría en La corriente infinita:

Muchas de las rimas de Bécquer, ¿qué son sino peteneras, soleares, malagueñas, sevillanas mayores?



Después, la presencia de Bécquer se adelgaza y estiliza como todo lo que entraba en su peculiar lenguaje poético cada vez más desnudo y puro, pero en el que Bécquer sigue contando. En Laberinto (1913) incluye, por ejemplo, la serie «Nevermore», de fina taracea becqueriana y de Poe sin olvidar la blancura de la amada fantasmal de Espronceda. Acabó el tiempo de la ilusión: «Nunca más la blancura adolescente / será la página casta de mi historia», dirá el poeta. Los versos se llenan de nostalgia de aquel tiempo feliz en que todo era blancura:


Hubo un amor más blanco... Ni la frente
de la luna, que entonces clarecía,
ni las guijas del fondo de la fuente,
eran más blancas que la dicha mía.
Paloma celestial en un sagrado
almendro siempre en flor; nave velera
que hincha su pabellón, todo nevado,
a una brisa jovial de primavera...
Fresco lucero en chopo matutino,
prado tierno y carnal de margaritas,
corderillo pascual, joya de lino,
tropel de nubes castas y benditas...
... Aún intento aspirar, por claras huellas,
un recuerdo de cándida fragancia...
¡ay! ¡pero están tan altas las estrellas
tan lejos los castillos de la infancia!
—174→
¡Ilusión! ¡Ilusión! quién pone oscura
tu corona de nardos? ¿quién te arranca
esa mirada luminosa y pura,
esa sonrisa inmaterial y franca?
Tus manos albas cómo, si eran nido
de caricias, son antro de escorpiones?
¿quién abre senos sórdidos de olvido
en tu frente radiante de ilusiones?
¿Por qué recoges, al volver, la flora
que sembraste, al llegar, por los trigales,
y haces negra la fiesta de la aurora
y agrias las transparencias ideales?



La felicidad es ya sólo deseo y sueño:


¡Ay! ¡quién pudiera hacer que el sueño fuese
la vida! que esta vida fría y vana
que me anega de sombra, fuera ese
sueño que desbarata mi mañana!



El ciclo concluye con «Despedida al amor» donde el poeta es un ser solitario con sus recuerdos, huésped de un bosque no menos solitario.

En su poética conecta Juan Ramón Jiménez con Bécquer y así lo reconocía en escritos como «Crisis del espíritu en la poesía española contemporánea» (Nosotros, marzo abril de 1940), «Dos aspectos de Bécquer (Poeta y crítico)» (Revista Americana, VI, Bogotá, 1946) o en su memorable curso El modernismo que tiene un capítulo titulado «Los que influyeron en mí»:

Yo empecé a escribir a mis 15 años, en 1896. Mi primer poema fue en prosa y se titula «Andén»; el segundo, improvisado una noche febril en que estaba leyendo las Rimas de Bécquer, era una copia auditiva de alguna de ellas, alguna de las típicas rimas con agudos; y lo envié inmediatamente a El Programa, un diario de Sevilla, donde me lo publicaron al día siguiente [...] Mis lecturas de esa época eran Bécquer, Rosalía de Castro [...]



En 1944, en un discurso pronunciado en la Universidad de Miami, para definir lo que llama «la poesía auténtica» que identificaba con la de «profundidad emotiva» volvía a merodear territorios becquerianos para afirmar:

La auténtica poesía se conoce por su profundidad emotiva, por su plena marea honda, por su intuitiva metafísica. Cuando se dice que tal literato conceptual es más profundo que tal poeta subjetivo, el que lo dice olvida que hay muchas clases de profundidad: la de concepto, la de imagen, la de pensamiento, la de sentimiento, etc.



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