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La pasión amorosa es dolor y placer a la vez. Herida que nunca se cierra. Tanto da que sea una espina o un puñal quien la cause y la remueva. En el jardín de las Rimas de Bécquer encontró Machado «la humilde flor de la melancolía», sus Soledades están llenas de ecos de Gustavo Adolfo.

También en don Antonio se da una persistencia extraordinaria en la apreciación de Bécquer. Por boca de Juan de Mairena (1936) hará comentarios sobre su significación:

La poesía de Bécquer -sigue hablando Mairena a sus alumnos-, tan clara y transparente, donde todo parece escrito para ser entendido, tiene su encanto, sin embargo, al margen de la lógica. Es palabra en el tiempo, el tiempo psíquico irreversible, en el cual nada se infiere ni se deduce. En su discurso rige un principio de contradicción propiamente dicho: sí, pero no; volverán, pero no volverán. ¡Qué lejos estamos, en el alma de Bécquer de esa terrible máquina de silogismos que funciona bajo la espesa y enmarañada imaginería de aquellos ilustres barrocos de su tierra! ¿Un sevillano Bécquer? Sí; pero a la manera de Velázquez, enjaulador, encantador del tiempo. Ya hablaremos de eso otro día. Recordemos hoy a Gustavo Adolfo, el de las rimas pobres, la asonancia indefinida y los cuatro verbos por cada adjetivo definidor. Alguien ha dicho con indudable acierto: «Bécquer, un acordeón tocado por un ángel». Conforme: el ángel de la verdadera poesía.



Pero no sólo en los poetas del cambio de siglo la huella de Bécquer es importante. Sucede igual con los prosistas. José Martínez Ruiz, Azorín, le rinde ya un curioso homenaje en la segunda parte de La Voluntad (1902), presentando a un personaje que mira unos retratos de Laurent entre los que se encuentra el de Bécquer; al breve retrato literario le sucede una valoración de su importancia tan escueta como contundente:

Y he aquí el postrer retrato. Ante todo este retrato tiene fondo; los demás no lo tienen. Y es un paisaje con una lejana montaña, con un remanso de sosegadas aguas, con palmeras cimbreantes, con lianas que ascienden bravías... un paisaje exuberante, tropical, romántico, de ese romanticismo sensual y flébil, que gustó tanto a nuestras abuelas inolvidables. Ante este fondo permanece erguido un hombre de cerrada barba; tiene en la mano un sombrero de copa; el pantalón es de menudas rayas; los pies se hunden en el felpudo que figura ingenuamente el césped. En los ojos de esta figura, unos ojos que miran a lo lejos, a lo infinito, hay destellos de un ideal sugestionador y misterioso... Este hombre se llamaba Gustavo Adolfo Bécquer. Es el más grande poeta de nuestro siglo XIX. Simboliza la Poesía.



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Retrato de Azorín

Ricardo Baroja, Retrato de Azorín (1901), Colección privada, Madrid.

Ya en la primera parte de la novela, Yuste había defendido su literatura como ejemplo de sencillez: «los escritores originales son todos sencillos, claros, desaliñados casi... porque sienten mucho. Cervantes, Teresa de Jesús, Bécquer... son incorrectos, torpes, desmañados». Yuste admira a estos escritores y en su deambular por España recuerda más de una vez a Bécquer. Como él, ve dolorosamente desaparecer la vieja España; se pierde por las callejuelas toledanas, huronea sus rincones más recónditos tratando de penetrar en el pasado. En Al margen de los clásicos (1915), dedica Azorín un ensayo a «Bécquer»:

Cuando leemos ahora a Bécquer, los que no le hemos conocido tratamos de imaginárnoslo a través del espíritu de sus versos, a través de los recuerdos que tales o cuales mujeres románticas y por nosotros secretamente amadas -cuando éramos adolescentes-   —184→   han dejado en nuestro espíritu. El espíritu de Bécquer va en nosotros unido a una vaga y mórbida melancolía, a una triste canción en que se habla de unas golondrinas que ya no volverán, a la mirada lánguida, larga y melancólica de unos ojos femeninos, a un crepúsculo, a unas campanillas azules que han subido hasta los hierros de un balcón, a unas cartas con la escritura descolorida -y con una florecita seca entre sus pliegos- que encontramos en el fondo de un cajón [...]



Para Azorín su poesía era «frágil, alada, fugitiva y sensitiva» con lo que se suma a quienes venían resaltando su intimismo y su leve tonalidad; «Vivió pobre; murió casi desconocido», pero «ha ahondado más en el sentimiento que los robustos fabricadores de odas y ha contribuido más que ellos a afinar la sensibilidad». De aquí su importancia, ya que, según él, «El ideal humano -la justicia, el progreso- no es sino una cuestión de sensibilidad».

El agudo lector que era Azorín se percató del alcance extraordinario del Bécquer prosista. Y no sólo en las Leyendas, sino también en Desde mi celda, que consideró en El paisaje de España visto por los españoles (1923) como el inicio de una nueva manera de ver y sentir el paisaje. Fascinado por la carta tercera en particular, escribió:

Las cartas Desde mi celda pudieran marcar una época en la literatura castellana. ¿Habrá nada más limpio y más preciso que esos paisajes de Bécquer? El sentimiento del paisaje es ya en esas páginas definitivo.



Puede llamar la atención un poco más la asociación de Bécquer con Pío Baroja, pero el hecho es que lo leyó con continuidad y su fondo sentimental debe no poco al sevillano, así como la tendencia a crear personajes ensoñadores embarcados en la búsqueda de amores perfectos nunca encontrados. Se sentía epígono del romanticismo en este sentido. Su arte descriptivo se llena con facilidad de los matices de las impresiones becquerianas y el carácter errático de sus personajes por viejas ciudades actualiza el gusto por el excursionismo del modelo: compartieron el amor por Toledo y la ensoñación.

La obra de Ramón del Valle-Inclán está penetrada también de referentes románticos. Se han señalado con insistencia sus lecturas de Chateaubriand, Scott, Espronceda o Bécquer. El lenguaje lírico de Flor de santidad o de las Sonatas está salpicado de ecos becquerianos como estudió María Paz Díez Taboada. Nada más lógico que la presencia de Bécquer que fue el eslabón entre el romanticismo tradicionalista cristiano de Chateaubriand y la prosa lírica simbolista en la que se inserta Valle-Inclán.

Con estos precedentes y con la aparición desde los años diez de algunos notables estudios sobre el poeta, se iba a fundamentar una tradición   —[185]→     —186→   crítica sólida -Everett Olmsted (1907) y sobre todo Franz Schneider (1914)-, pero también la difusión social amplia de la literatura becqueriana y la invención de una visión biográfica idealizada del poeta dieron lugar a otros modos de recepción de su obra donde la cursilería burguesa hizo estragos. En adelante, cuesta a veces diferenciar entre la huella honda becqueriana en los creadores españoles y otras más superficiales y banalizadoras. En los textos citados de Azorín se presiente esta inevitable banalización y mixtificación del poeta leído por lectores ingenuos y propensos a la vibración sentimental. Y Unamuno, como se ha visto, se refería a la lectura cursi que se estaba haciendo de su obra.

Baroja

Ramón Casas Carbó, Retrato de Pío Baroja (hacia 1900-1905). Gabinete de Dibujos y grabados del MNAC, barcelona.

[Pág. 185]

Valle

Ramón del Valle-Inclán. Fotografía: Alfonso.

En estas distorsiones jugaron un papel importante algunos acontecimientos, además de la difusión ya masiva de las ediciones becquerianas, sobre todo de las Rimas editadas autónomas o acompañadas de algunas Leyendas. Su misma edición de Obras alcanzaba en su octava edición en 1915. Entre los más relevantes acontecimientos sociales a que me refiero destacan:

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Leyendas

Portada de Gustavo Adolfo Bécquer, Legends, tales and poems (Boston, 1907), estudio y antología realizados por Everett Ward Olmsted.

Schneider

Franz Schneider, hispanista alemán pionero de los estudios becquerianos. Fotografía anónima.

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