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Bienvenida a María Zambrano

Antonio Rodríguez Huéscar





Después de cuarenta y cinco años de ausencia física, María Zambrano vuelve a España. La noticia ha levantado en mí, junto a la alegría por este regreso, una oleada de recuerdos que, sobre un trasfondo de nostalgia, desfilan por mi mente un poco atropellados. Escenas en la flamante Facultad de Filosofía y Letras, que inaugura la Ciudad Universitaria de Madrid y estrena un nuevo estilo de vida académica en España. La constelación de extraordinarios y queridos maestros de filosofía -para no mencionar la de los no menos ilustres y admirados de otras disciplinas-: Besteiro, Ortega, Morente, Zubiri, Gaos, Zaragüeta, Gil Fagoaga (ya todos, menos el último, desaparecidos). En sus aulas se congrega una juventud deslumbrada, estudiosa, ávida y entusiasta; una juventud ante la que parecían abrirse en aquellos momentos dilatados horizontes de hasta hada poco insospechadas posibilidades. Fue una breve etapa que casi coincidió con la de la República anterior a la guerra civil. Una etapa, pues, en la que en la vida española se sucedieron con rapidez la apertura de una gran esperanza colectiva y diversas desilusiones posteriores. Pero en el reducido círculo que yo ahora evoco -maestros y discípulos afanados en su tarea, que Ortega aglutinaba en tomo a su persona y obra-, al margen de los vaivenes de la política -aunque no impermeables a ellos, naturalmente-, la ilusión y el entusiasmo intelectual no sólo perduraban, sino que crecían. Fuera de la Facultad -aunque para nosotros sin solución de continuidad con ella- nos encandilaba otro poderoso centro de atracción: la Revista de Occidente, a la sazón domiciliada en la Gran Vía. Reuniones, tertulias, coloquios con los profesores, dentro y fuera de la Facultad. Excursiones escolares inolvidables -como la de Zorita de los Canes, con Ortega. Seminarios -como el de Ortega sobre sociología o el de Zubiri sobre Heráclito. El naciente Instituto de Filosofía Julián Sanz del Río, aposentado en la misma Facultad... Todos estos recuerdos se me agolpan ahora hilvanados o conectados por una imagen que en todos ellos está, actúa y los colorea peculiarmente: la de María Zambrano. Y entre todos hay uno en el que ella es protagonista absoluta: el de las reuniones en su casa de la recoleta plaza del Conde de Barajas, en el corazón del Madrid de los Austrias, que entonces tenía el encanto y el silencio de una plaza provinciana... María era, sin duda, ya entonces, la figura más distinguida de la intelectualidad femenina de su generación; su simpática presencia era como el signo más visible de una nueva feminidad española, que ya empezaba a cundir, promisora, entre nuestras jóvenes universitarias. Dentro de nuestro grupo ejercía esa sutil función, a la vez dignificadora e incitadora que la mujer selecta lleva a la vida social y, de añadidura, su gran inteligencia, su fina sensibilidad y efectividad, imprimían a su compañerismo y amistad un cierto aire fraterno y como suavemente tutelar. Dentro del grupo discipular directo de Ortega representó, así, un factor sui generis, insustituible -y ha seguido representándolo también, en otro sentido, por la peculiar recepción de su pensamiento.

Estas evocaciones se interrumpen de pronto, diría que brutalmente, cuando llegan a julio de 1936: sobre España se abate la catástrofe máxima de su historia, que barre inmisericorde, como un ventarrón de insania, todo aquello que con tan buenos auspicios se había iniciado en la vida española. Se produce entonces la gran dispersión: de profesores, de compañeros, de amigos, hasta de familiares. La vorágine arrastra a todo el mundo de acá para allá, disloca las estructuras y relaciones sociales y personales, desgarra su fino tejido, opera violentas separaciones y pérdidas definitivas, precipita en patéticas soledades... En aquel torbellino de la guerra encontré un día en Valencia a María Zambrano -yo estaba allí convaleciendo de una herida- y hablamos, hablamos (tengo la impresión de que un poco alucinadamente) en un café de la calle de la Paz. Todo era ya distinto. Todo era vivido -al menos por mí- como en una enrarecida atmósfera de pesadillas (me sucedió lo mismo con otros encuentros, igualmente fugaces, que allí tuve: con José Gaos, con Manuel Granell y con otros amigos). Fue ésta la última vez que vi a María. Tuve las primeras noticias circunstanciadas de su exilio -antes me había hablado de ella, entre otros, Marías, que la vio en París, pero eran noticias breves- cuando me incorporé a la Universidad de Puerto Rico, a principios de 1956. Ella había estado allí hacía no mucho tiempo y trabado estrecha amistad con el rector Benítez y su esposa, Lulú, que fueron mis principales informantes. Pero poco después tuve la versión directa de la propia María en una larga y emotiva carta -respuesta a otra mía, en la que le pedía colaboración para el número de la revista de la Universidad, La Torre, de homenaje a Ortega, que el rector me había encargado editar-, en la que pulsaba vívidamente la tragedia que para ella fue el exilio, y me contaba las que en él fueron las primeras etapas de su larga y esforzada lucha: Francia, México, Cuba, Puerto Rico, luego Roma. Una lucha no sólo por superar las adversidades, sino, sobre todo, por salvarse del naufragio interior. Como buena orteguiana, lucha a brazo partido por salvar su autenticidad mediante el cumplimiento de su vocación. Dijérase que esa vocación de María Zambrano se concreta y absolutiza, por así expresarlo, por la misteriosa eficacia del trauma del exilio. Hay un episodio biográfico suyo impresionante, que ella misma nos cuenta en su ensayo Ortega y Gasset, filósofo español: cuando deja su casa para salir de España y reúne los pocos objetos que va a llevarse, entre ellos están todos los apuntes de los cursos de Ortega y Zubiri, juntamente con notas y escritos suyos. Y de pronto, sin saber entonces por qué, decide abandonarlos en aquella casa vacía. Más tarde encontrará la clave de este «misterio»: «Fue un acto -nos dice- de renuncia, de desprendimiento, un autodespojo de todo mi haber de trabajo de tantos años, como si hubiese querido ofrecer al destino la completa libertad de destruirlo por entero, y salir sola, sin armas ni bagaje, hacia lo desconocido. Y así he tenido que aceptar esta mi vocación, sin recaer en discutir con ella, como antes me sucedía...». «Es en la soledad, liberadora del ''hecho», en la que se consuma la última etapa de la acción del pensamiento del maestro sobre el discípulo...». En su citada carta, me daba a mí esta otra versión del mismo episodio: «Cuando salí de Barcelona dejé dos maletas con mis apuntes y papeles de aquellos años...». «Las miré y, mientras me inclinaba para cogerlas, me detuve. Las dejé. Ha sido uno de los instantes más auténticos de mi vida». Aquel acto tiene como un sentido simbólico en su trayectoria espiritual: en él encuentra su enteriza y exenta vocación, libre de toda «adherencia» -«la vocación -escribe- es siempre el resultado de un sacrificio, y la filosófica nace del sacrificio más implacable, porque no se ve»- (habla ahora de Ortega, pero, sin duda, piensa en sí misma); y, en otro lugar: «La renuncia es el signo de la vocación del filósofo». Y con ese liviano, pero tremendamente energético haber de su confirmada vocación -«no hubiera creído -me decía- que fuera tanta y tan inexorable»- parte María Zambrano para su definitiva singladura. Con su arribada a España se cierra ahora, o mejor dicho, se corona esa larga «segunda navegación». Vuelve con su doble imperativo bien cumplido. Su vida en el destierro es un ejemplo admirable de la fortaleza y el ímpetu creador que puede conferir a una mujer duramente combatida -pero nunca abatida- por el destino una gran pasión intelectual. Si partió con las manos voluntariamente vacías, trae ahora las alforjas henchidas con la cosecha de una obra granada y compleja. Toda España se alegra por este retorno. Pero en la bienvenida de sus viejos amigos y compañeros de la iniciación, concretamente en la mía, se mezcla con el común contento y con el cálido sentimiento personal un trémolo de trascendente emoción histórica no exento de melancolía.





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