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Escena III

 

Aparece un grupo de cantores y varias parejas de mozas y mozos. Una de las muchachas trayendo un ramo de flores se lo ofrece. Los PAYADORES preludian en las guitarras y cantan a coro una serenata (serenata cantada afuera).

 
[PAYADORES.-]
Con generosa intención
y una gratitú infinita,
estos criollos felicitan
al cariñoso patrón,
son flores del corazón,
sencillas pero del pago.
Recíbalas con halago
y mande sus servidores,
que en la guerra y los amores
cada gaucho es un esclavo.

PATRÓN.-  Gracias muchachos por la linda serenata. Pasen adelante y hagan de cuenta que esta casa es su rancho. Diviértanse, rían y gocen como en los tiempos viejos en que cada paisano, al terminar la trilla y la yerra, convidaba a sus relaciones a participar de su regocijo. Yo también soy de los suyos, porque llevo en las venas la sangre brava de los centauros de mi tierra. Que suenen alegres las guitarras y las bordonas marquen las figuras graciosas del baile criollo, para que se luzcan estas muchachas de trenzas lucientes y ojos de noche, que encariñan a los que las miran.  (Se adelanta y ofrece el brazo a la muchacha que le brindó el ramo, diciéndole cariñosamente.)  ¿Quiere acompañarme prenda?

 

(Cada bailarín elige su pareja y las guitarras preludian los compases del baile.)

 

UNA VOZ DE VIEJO QUE HARÁ DE BASTONERO.-  Ha comenzado la fiesta criolla.



 
 
FIN
 
 




 
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ArribaJuicios críticos

He ahí un drama -mejor dicho una pieza dramática nacional- que casi sin anuncio llevó ayer al Teatro de la Victoria, donde actúa la compañía criolla de los hermanos Podestá, un público numeroso y selecto. Transcurrieron entre aplausos los tres actos de que el drama se compone, y en ellos vimos desarrollarse la vida de un matrero entrerriano, de un gaucho de Montiel, amante de la libertad, celoso de ella, pero incapaz de hacer daño y pronto a «volver a la huella» del trabajo, que huye de la sujeción y se burla de cuantos a ella quieren reducirlo por medios violentos.

La bondad lo vence, hace con él lo que la fuerza y la persecución no pudieron lograr, y doblegado por la bondad se ata por voluntad propia al yugo de la civilización, que es yugo al fin para los hombres de las selvas. Si el doctor Martiniano Leguizamón, autor de la obra, hubiera tratado de hacer un drama à thèse, no podría haber elegido asunto mejor entre nosotros que solíamos civilizar indios y gauchos a tiros, cuando no haciéndolos voluntarios a la fuerza en los cuerpos de línea.

Y con eso, una serie de cuadros llenos de ingenua amenidad, «con olor a campo», realistas sin grosería, gauchos sin sangre: bailes y carreras, vidalitas y tristes, una huella henchida de recuerdos de antaño y de color local...

Pero... No es ésta una obra dramática perfecta: es un lazo de unión de lo que se llamó teatro nacional, con el verdadero teatro; es un hermoso esfuerzo digno de un amante de las cosas de la tierruca, como lo es el doctor Leguizamón.

 
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Y no se crea por eso, que el público no hallará en Calandria lo que en el teatro busca. Al contrario, lo hallará, hasta desperdiciado, porque justamente el autor es debutante, ha arrojado a manos llenas su pensamiento, sin atender al efecto, guiado sólo por su afán de verdad. De lo que resulta una obra tan nacional, hasta tan entrerriana, que no queda detalle suelto, sin que llegue tampoco a la fotografía, porque la misma sinceridad ha desdeñado lo que sobra.

-¿Tanto?

-Tanto y más. En esa comedia -optamos al fin por llamarla así- hay una pintura exacta de nuestra nacionalidad, hecha para corregir, al mismo tiempo que para ser verdadera. Y es cosa de ver, cuando nos agolpamos durante años enteros a ver sainetes sólo tendientes a describirnos costumbres de países extranjeros. Allí está nuestro país.

La Nación, mayo 22 de 1896.

* * *

Al fin ha subido a la escena una verdadera producción nacional en que se ha caracterizado, con precisión y verdad, al gaucho matrero, exhibiéndolo en el medio ambiente que le corresponde.

Calandria, de Leguizamón, no es el peleador de policías de Hernández, tan bien retratado en Martín Fierro, ni es el tipo convencional con que Eduardo Gutiérrez llamó la atención de Buenos Aires, presentando su Juan Moreira y todos sus derivados; es un tipo especial, mezcla de gaucho filósofo de Ricardo Gutiérrez y del agudo y decidor de Estanislao del Campo, vaciado en un molde verdadero, preparado a fuerza de estudio y de observación por un hombre que tiene cerebro de poeta y siente, tal como es, la vida de nuestros hombres del campo.

La producción de Leguizamón no deja en el espíritu ningún sabor amargo, ni despierta pasiones que la cultura acalla; no es el hálito de la vida salvaje: es una fotografía, instantánea   —115→   que reproduce paisajes y costumbres y perfila caracteres cuyos lineamientos dibuja el mismo espectador.

El protagonista es un personaje histórico y casi todos los entrerrianos de cierta edad, residentes en Buenos Aires -Montes, Spangemberg, Sobral (Enrique, Domingo y Manuel), Cigorraga, Peyret, Grané, Barroetaveña y Berduc, sus colegas, Fernando mi hermano, Naveira y cien otros que andan por ahí- lo han conocido y si lo vieran en el teatro, barajándose con el comisario Mazacote, con el Boyero y con ño Damasio el trenzador, les parecería hallarse allá en las quebradas de Entre Ríos, en aquellos tiempos en que en los grandes centros agrícolas de hoy, había todavía gauchos y ranchos, y en que se cantaban tristes y se tocaban pericones en la guitarra.

El Teatro de la Victoria, cuya construcción fue iniciativa y esfuerzo de un literato entrerriano, era anoche un pedazo de Entre Ríos, pues toda la colonia se hallaba en palcos y platea, gozando con los cuadros que, como un silforama, pasaban ante su vista. Aquél era el gaucho de su tierra, aquél era Calandria, el travieso, el alegre, el que no mataba ni robaba, sino que, vagando de rancho en rancho, gemía sus penas en la guitarra y enamoraba muchachas en los bailecitos.

El autor, como lo merecía, fue llamado a la escena y aplaudido con calor y entusiasmo: sus comprovincianos aplaudían en él al mago que en un momento los había llevado al terruño...

FRAY MOCHO

Tribuna, mayo 23 de 1896.

* * *

Anoche -después de tantos dramones y tantos adefesios horripilantes como nos ha sido dado soportar-, hemos tenido al fin la suerte de oír algo, que sin ser propiamente un drama, pues le faltan los pasajes emocionantes que caracterizan ese género de producción literaria, es un cuadro vivo, tomado del natural, arrancado de las sombrías espesuras de las selvas entrerrianas, e incrustado en la escena del Teatro de la Victoria,   —116→   por un joven que conoce la existencia nómada y las costumbres típicas de nuestros gauchos, que escribe con corrección y naturalidad, dando al idioma los giros propios, salpicados de las comparaciones y epítetos criollos que usan nuestros paisanos, pero sin perder al pasar por su pluma los colores y los matices, que en sus labios son tan gráficos, exactos y pintorescos. El doctor Martiniano Leguizamón, autor de la pieza que motiva estas ligeras consideraciones, se demuestra en ella un observador penetrante y sagaz, capaz de escribir algo, dentro de lo nacional, que puede llegar a ser americano y hasta universal. Tiene condiciones salientes para abordar el teatro, y su primer ensayo pone de manifiesto elevadas tendencias artísticas; se ve que ha tomado el arte bajo su faz seria y no como un diletantismo banal o un simple pasatiempo fugaz.

Aunque el fondo de la obra lo constituye el gaucho, lo ha colocado a una distancia inmensa de esos tipos sanguinarios y brutales como Juan Cuello y Juan Moreira, que no perdían ocasión de asaltar policías, matar soldados, perseguir patrullas enteras, armando continuas trifulcas con la autoridad y con los pacíficos habitantes de la campaña y que muy pobre idea dan de lo que se ha dado en llamar dramas nacionales.

Esos engendros, así denominados, no representan hasta ahora sino una tendencia retroactiva, como es la de presentar tipos de peleadores y de asesinos como gauchos verdaderos, desnaturalizando de este modo al típico, que era noble, desinteresado, laborioso, enamorado y cantor, cuya personificación más alta y genuinamente legendaria es Santos Vega, el payador.

Calandria, el protagonista del drama, es uno de los tantos matreros que todavía pululan en los bosques de Montiel, libres, arrojados, audaces, perseguidos por las policías y que se burlan de ellas, pero que no matan por el placer de matar, y no detestan el trabajo, pues se les ve asistir en grupos a las yerras, a las esquilas y demás labores del campo, siendo los   —117→   más diestros en manejar el lazo, bolear un avestruz y arrojarse de un brinco sobre un bagual en pelo.

Calandria enamórase de una muchacha llamada la Flor del Pago, y decide robarla. En el momento en que va a poner en práctica su resolución, es sorprendido por la autoridad y por sus amigos, que vienen a presentarle el indulto, conseguido del gobierno por uno de ellos.

Ante este desenlace inesperado, el gaucho, incrédulo, queda sorprendido e indeciso. Pone el pie en el estribo para alejarse y volver a vagar por los matorrales y las selvas solitarias. Sus compañeros le piden que se quede, que abandone la vida aventurera, que se case con la Flor del Pago, y entonces, escuchando las súplicas de su bella prometida, «¡me han vencido!» exclama, y arrancando el puñal de su cintura lo arroja lejos de sí.

Este desenlace no parece a primera vista ni natural ni lógico, sobre todo entre nosotros, donde las persecuciones son tenaces, constantes, sin conmiseración, y por lo común no cesan hasta capturar al perseguido, encajarlo en un batallón de línea o ¡ultimarlo a balazos! Pero es natural y lógico si se le juzga con el criterio de los pueblos adelantados. El gaucho generalmente es bueno; se hace ladrón, pendenciero y sanguinario cuando se le acecha y se le persigue sin motivo; entonces es capaz de todas las bajezas y de todas las villanías. El doctor Leguizamón, en vez de lanzarlo de nuevo al camino del mal, o hacerlo morir, degradándolo, lo vuelve a la senda del bien para redimirlo, convirtiéndolo de un instrumento rebelde para la humanidad, en un instrumento dócil, de civilización y de progreso.

La serie de cuadros y escenas campestres que constituyen el drama del doctor Leguizamón, tienen el sabor de la tierruca, con sus trovas, sus payadas de contrapunto y sus bailes característicos; hay verdadero color local, notas típicas, en esas escenas criollas, animadas y vívidas, que han transportado por un momento nuestra memoria a los días inolvidables de aquella vida apacible y serena, pasada en la Mesopotamia   —118→   argentina, a orillas de los ríos superiores o bajo la fronda de los bosques rumorosos, donde Olegario Andrade entonó sus primeras estrofas resonantes y lanzó al viento sus primeros himnos de gloria.

LUIS BERISSO

La Nación, 24 de mayo de 1896.

* * *

Calandria es una obra completa, que sintetiza en su primera escena toda una faz de nuestra vida nacional en su primero y largo período, que se desenvuelve naturalmente en el curso de su triste argumento y que termina con la conjunción de dos épocas, hermosa y sencillamente sintetizada en aquel gaucho matrero que se entrega al trabajo.

Por eso la reputo una obra completa, dentro de nuestro teatro nacional, porque es reflejo fidelísimo de una época y porque, si no tiene el interés de pasiones personales, que en Calandria concurren, sin embargo, a su desenlace lógico, tiene todo el interés que esa misma época despierta.

Calandria pudo malograrse en otras manos, pero felizmente lo alzó en las suyas quien, con raro y feliz acierto, ha sabido presentárnoslo de la manera correcta en que acabo de verlo. No hay en él exageraciones ridículas, no hay convencionalismos exagerados; ni siquiera torpezas de lenguaje en que se pudo caer, dado el medio en que su autor se colocaba y los elementos que debía mover.

Sin llegar a pulcritudes inadecuadas, el doctor Leguizamón ha sabido elegir frases y modismos que, sin quitar ni poner intenciones, dan calor, relieve y colorido propio, exactísimo, a todas las situaciones de su drama.

El argumento de éste cabe holgadamente en pocas palabras: un hombre bueno, un gaucho honrado, valiente y leal, a quien la autoridá toma «entre ojos», y lo obliga a huir, a perderse en las selvas entrerrianas, viviendo apenas la vida del salvaje que roba para comer; pero la civilización y el progreso suavizan a la brutal autoridá que, de perseguidora, se torna en   —119→   protectora del gaucho honrado y noble, y éste, a su amparo, se entrega tranquilo a las gratas tareas del trabajo que enaltece.

La forma en que el drama es presentado -lo he dicho ya-, la conceptúo excelente, no mereciendo por mi parte más reproche que el que me ha sugerido la personalidad -por otra parte magistral- del viejo trenzador, en quien el doctor Leguizamón ha recargado un poco la facultad de comparar cuanto ocurre ante sus ojos, con los cuadros que ha podido observar en la naturaleza.

Es innegable que nuestros gauchos tienen y lucen un gran espíritu de observación que les permite matizar sus conversaciones con comparaciones felicísimas, pero... -discúlpeme el doctor Leguizamón, ante cuyos conocimientos de la vida campestre me declaro el más acabado cajetilla-, pero, decía, está exagerado en el viejo trenzador.

Como recursos teatrales es también discreto, no mereciéndome censura más que el cuadro de los paisanos aquellos que, mientras las muchachas se visten para el baile, la emprenden con un contrapunto sin más objeto que llenar un claro que pudo salvarse sencillamente con un buen párrafo de conversación entre esos gauchos y el delicioso viejo trenzador.

Como procedimiento para ofrecer un canto popular, es pobre, fuera de que es innecesario, porque en la escena del baile, tan admirablemente tratada, tiene campo de sobra el autor de Calandria para presentar contrapuntos, vidalitas y tristes.

Fíjese el doctor Leguizamón en los dos únicos defectos que le apunto en su hermosa producción, y corríjalos, que con ello ganaremos todos, y digo ganaremos porque me prometo volver a ver una y varias veces Calandria, de la que yo podría decir, si fuera amigo de metáforas, que es un tramo de oro hacia la creación definitiva de nuestro teatro nacional.

ENRIQUE DE VEDIA V.

Tribuna, mayo 27 de 1896.

* * *

 
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No creíamos en el teatro nacional: jamás hubiéramos pensado que una evolución favorable podía presentarse a resolver el difícil problema de su institución, abriéndose paso, con su avasalladora fuerza, por entre la multitud de amaneramientos y exageraciones de que habían llenado sus obras algunos escritores rutinarios; y dando nacimiento al criollo bueno y sencillo, al verdadero gaucho civilizado, al hombre noble del campo, hijo de la libertad y dueño absoluto del desatado pampero que desafía sus viriles fuerzas, y de la suave brisa que acaricia dulcemente su faz tostada por el sol.

El tradicional habitante de nuestros campos de altos sentimientos y corazón de oro, en medio de su ingénita rusticidad, aparecía en casi todos los dramas criollos que han desfilado por nuestros escenarios, fundido en el crisol del salvajismo y esclavo impotente de instintos criminales. Se creía retratar fielmente la realidad de la vida libre y tranquila de los campos y penetrar con acierto en el mundo crepuscular de los sentimientos, pero como no reparaban los autores en la exactitud óptica de la lente, estaban en sus obras horriblemente confundidos los caracteres y se chocaban a cada paso en la misma persona el espíritu noble, ingenuo y generoso, con los instintos de una fiera de maldad.

Y el gaucho no era ése, aunque así lo pintaban. Envolvían al pobre nativo en una enviciada atmósfera de odiosidades, y a su solo nombre se rebelaban los nervios, como si se tratara del ángel de la muerte o del mismo diablo. Ignorante, a pesar de su viva inteligencia innata y sin cultivo; bueno, no obstante la envidiable libertad que lo convida a desterrar la bondad del diccionario de las cualidades humanas; altanero con esa altanería simpática que vegeta sin orgullo ni egoísmos... así es el gaucho, y así es Calandria, el valiente matrero trasportado con talentosa naturalidad al teatro por el doctor Martiniano Leguizamón.

Aunque «matrero» es para casi todos sinónimo de «malhechor y desalmado», Calandria es un buen muchacho que no hace mal a nadie y que anda errante, sin rumbo fijo, por   —121→   lo mismo que adora la libertad y que considera al mundo muy chico para contener la vida que lo anima.

Verdadero prototipo de la nobleza de alma criolla, permanece invariable en todo el mecanismo argumental del drama.

La policía, o mejor dicho, la justicia, lo persigue sólo por ser matrero: Calandria cae a un piquete de lanceros y sufre en silencio, resignado, la pena del cepo de lazo a que lo han condenado. Un hombre repleto de bondad, otro buen gaucho, el sargento Flores, le brinda su amistad y su ayuda, desinteresadas, y promete defenderlo en todo terreno, como a compañero y como a semejante privado de libertad.

El capitán Saldaña necesita buenas lanzas y cree encontrar en Calandria un contingente provechoso. Lo incita a que lo acompañe y el matrero vacila: acepta al fin y queda como asistente suyo. Pero él quiere ser libre, reaparecen de súbito sus sentimientos, y cuando en un bayo parejero va a buscar la leña que le han ordenado traer, clava su lanza en el suelo, la rompe en dos, tira al fogón las astillas diciendo: ¡Ahí la tiene!... y dando vuelta a su pingo dispara por los campos en pos de su perdida libertad.

Van detrás de él, reventando caballos, el capitán y los soldados; pero Calandria se burla de sus perseguidores, y ciego de resolución, firme en su propósito, tapa con el poncho la cabeza del bayo y se tira al fondo de la barranca de un arroyo que ha encontrado a su paso.

Ningún rancho encuentra en su camino. Llega a una derruida tapera, se apea fatigado y sudoroso, y se inclina devoto ante una cruz que está frente a los escombros. Recuerda sus desgracias, sus continuas penurias y vicisitudes, y dice, con un tono lastimero que hiere el alma, este genial modernismo criollo, de subido efecto dramático:


¡Si el que no nació pa el cielo
al ñudo mira pa arriba!...



... Pero Calandria está enamorado. La Flor del Pago, una hermosa morocha que disputa a las flores silvestres y a los   —122→   aires puros del campo sus bellezas, ha flechado su corazón y encendido en su pecho el vivo fuego de una pasión inmensa, que crece y se desarrolla entre alegres cantos de zorzal y delicados perfumes de trébol.

Y siempre la policía lo persigue; le propone entonces la fuga a la dueña de sus amores y ella, que al principio se resiste, cede al fin, en el preciso momento en que una partida de hombres emponchados y que ocultan debajo el uniforme militar, desata su caballo y se apodera de él. ¿Qué hacer en tan triste y crítica situación? Obedece al deseo de su amada, y salta por una ventana para escaparse a merced de la suerte... pero se encuentra con amigos fieles en vez de los enemigos de antes.

¡Qué felicidad para el pobre Calandria! Recibe su indulto de manos del flamante mayor Saldaña, y, como quien conversa in mentibus con quiméricas visiones, oye de él mismo el cuento de su afortunado cambio de vida, su resolución de aceptar el puesto de mayordomo de una gran estancia; y el matrero de otros tiempos, el perseguido por la policía, el noble y valiente Calandria se va a trabajar a su lado.

Y en el momento psicológico de la redención del matrero, cuando él mismo proclama en voz alta y emocionada, que Calandria ha muerto y que lo reemplaza el gaucho trabajador, regala a su salvador y futuro padrino las joyas más preciadas que siempre lo acompañaban: su caballo y su apero de plata. ¡Honrado final de una vida sin atractivos, llena de azares y penalidades, e inauguración feliz de una nueva era de prosperidad y regeneración!...

El doctor Leguizamón ha creado el verdadero gaucho en el teatro nacional y debe enorgullecerse de haberlo conseguido cuando tan poca fe se tenía en la pureza y legitimidad de las obras criollas.

ALFREDO VARZI

El Tiempo, mayo 28 de 1896.

* * *

 
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El Teatro de la Victoria ha estrenado un drama nuevo, original del doctor Martiniano Leguizamón, y una vez más se ha puesto a prueba el talento y la habilidad de los Podestá, los artistas inimitables en su género, de quienes dijo Novelli que habían alcanzado una perfección, en la copia de lo natural, que era verdaderamente sorprendente. En el drama del doctor Leguizamón se ha ratificado la autorizada opinión del eximio maestro, pues con una facilidad asombrosa se han adaptado a los nuevos caracteres con que el autor ha presentado sus gauchos, tan distintos de los convencionales que hasta hoy hemos visto calcados sobre el Juan Moreira del malogrado Eduardo Gutiérrez.

El gaucho de Leguizamón es real y positivo, es el que cualquier observador encuentra en nuestras campañas lejanas; y los entrerrianos residentes en Buenos Aires que han conocido a Calandria, el protagonista, y que habían acudido al teatro llenando palcos y platea, lo han saludado creyendo verlo en sus buenos tiempos, y han aplaudido con frenesí al autor y a los actores que con tanta verdad traían ante sus ojos cuadros de la vida que todos habían vivido.

Aquel teatro, hijo de Onrubia, era un pedazo de la provincia en los tiempos del setenta, como llaman allí a la era de las revoluciones que empaparon en sangre la tierra generosa. ¡Aquellos paisajes, aquellas chinas, aquellos gauchos y aquellos tristes, todo, era Entre Ríos palpitante de verdad y de sentimiento!

Estaba allí, ante sus ojos, el terruño lejano pero no olvidado, y hombres graves y fríos como el doctor Querencio, que mirábamos en un palco, tenían los ojos brillantes, el rostro encendido y permanecían absortos ante el verídico relato de sus desgracias, hecho por el protagonista, en la escena aquella en que la llegada del capitán Saldaña es anunciada por el grito melancólico del chajá, el vigilante centinela de los pajonales y de las lagunas. Aquel cuadro es típico y magistral, revelando en él Leguizamón sus sobresalientes cualidades   —124→   de colorista, que tan de relieve se ven en el acto segundo, que es una maravilla de observación.

Calandria no es el peleador de policía, ni el prototipo del criminal poetizado por la leyenda. Es el hombre de nuestros campos, sobrio y trabajador, cuyo único delito es consagrar sus ratos de ocio al buen humor, a la alegría y a la travesura picaresca, pero no maligna, jugada a aquellos lugareños que, sin más bagaje que el que él posee, se improvisan personajes ante su propia conciencia.

Damos aquí el retrato del protagonista del drama, que nos ha sido cedido por fray Mocho, quien a su vez fue obsequiado con él por el doctor Leguizamón hace algunos años: es una fotografía tomada en la cárcel del Uruguay en 1876, en una de las tantas veces que Calandria purgaba en ella alguna de sus bromas; y según opiniones autorizadas, es éste un retrato de notable parecido.

Al autor de Calandria nuestras más expresivas felicitaciones, y que no sea ésta su última producción, sino la portada del gran álbum que algún día se llamara el Teatro Nacional.

FOX

Buenos Aires, mayo 31 de 1896.

* * *

Anoche vimos el Teatro Victoria henchido de gente, atraída por las proezas de Calandria, por las gracias criollas del viejo trenzador, las sentencias del sargento Flores y los cantares de la Flor del Pago.

Todos los palcos estaban ocupados por familias conocidas, el paraíso repleto, la platea sin un asiento vacío; tanto, que puede decirse que el éxito de la obra de Leguizamón sigue aumentando en vez de disminuir.

Así lo suponíamos la noche del estreno, cuando vimos aquellos cuadros tan llenos de color y de vida, arrancados del natural para llevarlos al teatro; tan atrayentes, tan nuestros, que el que ha ido una vez a verlos vuelve la siguiente noche   —125→   y descubre aún nuevos detalles pictóricos, vigorosamente trazados de una sola pincelada.

El interés del público se mantiene en suspenso desde el principio en que aparece Calandria estaqueado en el campamento, hasta el final, en que después de los azares de una vida aventurera, vida de matrero que huye de la policía y la burla, apenas se presenta la ocasión, vuelve al trabajo, redimido por todos los que lo quieren.

La obra, que rompe con la tradición de sangre de los dramas criollos, constituye el mayor éxito que hasta hoy se haya visto en esa clase de teatro, que pudo considerarse como una rama -y no la menos interesante-, de nuestro folklore.

Allí se palpan las costumbres argentinas de la época en que el gaucho era dueño de la Pampa y de Montiel, y si a eso se une la moralidad del propósito y la excelente pintura, claro es que Calandria vivirá cantando mucho tiempo aún.

La Nación, junio 1.º de 1896.

* * *

Señor doctor Martiniano Leguizamón:

Mi estimado amigo: Anoche, al salir del teatro, lo busqué para felicitarlo una vez más por el éxito de Calandria.

No tuve la suerte de encontrarlo, y por este motivo me apresuro a dirigirle la presente, con el objeto de expresarle la satisfacción que experimento en presencia del triunfo obtenido por un amigo que tanto aprecio, al cual estoy vinculado por los más gratos recuerdos de la primera juventud, y cuyo porvenir literario siempre me ha inspirado verdadera confianza.

En el brevísimo diálogo que anoche sostuvimos, al encontrarnos en uno de los pasillos del teatro, le manifesté que sólo algunos días antes había tenido conocimiento de que esta comedia era escrita por usted, y que tal circunstancia explicaba mi ausencia en las representaciones anteriores.

Voy a explicarle la causa de mi ignorancia.

 
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Todos esos dramones que los hermanos Podestá han representado en los últimos años, me han sido siempre indiferentes, por no decir antipáticos. En la primera época de la aparición de tan originales actores, acudí a conocer a Juan Moreira y dos o tres piezas más del mismo repertorio. Reconocí entonces, como tantos otros, que los principales intérpretes de estas creaciones llenaban todas las exigencias del teatro criollo -me parece que este epíteto conviene más al caso que el de nacional, que se le da generalmente, por ser este último demasiado amplio y susceptible de abarcar géneros muy diversos.

Observé que en conjunto y separadamente la índole dramática de estos artistas rioplatenses importaba una manifestación interesante, una nota nueva, original, muy digna de tenerse en cuenta, y aun llegué a lamentar que nadie se ocupara en escribir piezas adecuadas, gauchas pero humanas, dignas en todo del talento tan espontáneo y tan robusto de los Podestá y demás compañeros.

Es que siempre he creído en el verdadero drama criollo: he creído posible interesar a nuestro público, y aun a los de otras regiones, representando escenas genuinamente argentinas, y esto por la misma razón que a todo el mundo interesan, por ejemplo, las costumbres de los aldeanos rusos o alemanes, santanderinos o calabreses, cuando son presentadas por el talento de Tolstoi o de Auerbach, de Pereda o de Salvatore Farina. La única condición que se impone, la única que puede salvar a cualquier obra del ingenio humano, es la verdad, fuente única de toda belleza artística.

... Usted ha resuelto un problema esencial: ha probado que se puede llevar al teatro nuestras verdaderas costumbres tradicionales y presentar al público los tipos característicos de nuestra campaña, sin recurrir al facón, ni espeluznar al espectador con la presencia de asesinos repulsivos y la exhibición de moribundos y de cadáveres copiados dal vero.

Ha probado usted más aún -y queda evidente para todos- que el vasto escenario de nuestra llanura, con sus bellezas   —127→   peculiares, sus horizontes sin límite y sus celajes encantadores, puede servir de fondo a mil escenas tomadas de la realidad, tristes y alegres, violentas y tiernas, pero siempre bellas, porque producen en nosotros esa emoción tan intensa, que, como he dicho, sólo la verdad puede despertar.

Ha demostrado usted, por fin, que la Pampa no es tan sólo la patria de una horda de asesinos y que sus habitantes no son ajenos a los más nobles afectos de la vida. Ha hecho usted en el teatro lo que algunos de nuestros poetas en el libro: ha dignificado la figura del gaucho, presentando a las clases dirigentes un ejemplo digno de ser siempre recordado por los que aspiran a llevar la civilización -es decir, las ventajas que ésta puede ofrecer-, hasta los últimos confines de nuestro territorio.

Tal es, en mi modesta opinión, la importancia capital de la obra. El porvenir, ofreciéndonos nuevas producciones suyas y también de otros escritores que seguirán sus huellas, dará la razón a estas ideas, y a usted le tocará la gloria de haber iniciado de consuno una reacción en nuestras costumbres teatrales y una propaganda esencialmente humanitaria en pro del gaucho, del perseguido, de la constante víctima de nuestra civilización incompleta.

Respecto de la pieza en sí misma, considerada como obra dramática, sería menester leerla detenidamente o presenciar su representación varias veces antes de aventurar un juicio definitivo. Me atrevo, no obstante, a indicarle que el primer acto no me parece bastante expositivo, y que al final el desenlace se precipita demasiado.

Con muy poco esfuerzo podría usted modificar estos detalles, y vale la pena de hacerlo, pues todo lo demás es realmente bueno, interesa y emociona, mantiene al público en tensión constante y arranca aplausos espontáneos.

Hay allí caracteres perfectamente dibujados. Ninguno es falso, lo que no es poco decir, tratándose de una obra dramática, en cuyo desarrollo no siempre es fácil basarse en la realidad. El protagonista y su novia, el sargento, los comisarios,   —128→   el pulpero, todos estos personajes nos son familiares. El gaucho viejo -el padre de la Flor del Pago- es un tipo realmente delicioso y se atrae desde un principio las simpatías del público.

El lenguaje empleado por usted es sencillo y apropiado; nada de frases groseras, nada de pasiones malsanas, torpemente expresadas. Sus héroes son los gauchos que todos conocemos, tan inteligentes como ignorantes, trabajadores por necesidad, alegres y decidores, humildes cuando no se sienten vejados y perseguidos, fieles a la amistad y al amor, que les proporcionan sus únicos placeres, sus únicas distracciones en la vida llena de accidentes que les está deparada.

En resumidas cuentas -y esto lo ha dicho el público antes que yo, aplaudiéndole en catorce representaciones sucesivas- Calandria ha tenido un éxito completo y muy merecido. Una mis felicitaciones a las que seguramente ha de haber recibido usted en estos días, y créame su siempre afectísimo amigo.

CARLOS E. ZUBERBÜHLER

El Tiempo, junio 6 de 1896.

* * *

Es el doctor Martiniano Leguizamón -autor de Calandria, la última comedia criolla que tanto éxito ha obtenido-, abogado entrerriano, periodista y escritor, de joven y lozano espíritu, hombre útil bajo todos conceptos, que ha desempeñado con acierto puestos públicos: profesor de la Escuela Normal, miembro del Consejo de Educación de la provincia de Buenos Aires, etc., etc., y que ha abordado el teatro improvisándose de un solo golpe autor dramático lleno de novedad y de pintoresco.

En esta obra está retratada la fina observación que constituye una de las más apreciables cualidades de su inteligencia, al par que sus dotes de crítico y la bondad de su carácter, que tiende a ennoblecerlo todo. Bondad de carácter, sí, porque es Leguizamón uno de los hombres más bondadosos y modestos que hayamos conocido, amigo cariñosísimo de sus   —129→   amigos, de sus inferiores, de cuantos se le acercan, de cuantos tienen una buena cualidad cualquiera.

Muy joven aún emprendió la carrera del periodismo al lado de su hermano el doctor Onésimo Leguizamón, carrera que siguió luego en La Plata y que hoy ha abandonado momentáneamente sin duda. Qui a bu boira...

Pero sus tendencias literarias no han disminuido por eso; al contrario, libre de la diaria tarea de la pluma, la enemiga mayor del arte de escribir, ha hecho un libro, Recuerdos de la tierra, que en estos momentos edita Lajouane, y cuyo éxito será por lo menos igual al de Calandria.

Páginas frescas, llenas de color y de vida, reales como la verdad misma, impregnadas del ambiente de los campos entrerrianos, perfumadas con el aroma de la selva de Montiel, algunas han aparecido publicadas en diversas ocasiones, otras guardan su virginidad como primicia del libro.

La literatura nacional contará con una obra más, una obra genuinamente nuestra, y Leguizamón añadirá muchos y muy bien ganados aplausos a los ya recibidos.

Pero poco le interesa el aplauso, pues como escritor de raza, bebe el aliento en sí mismo, lo que explica su modesto silencio durante tantos años en que pudo lanzar a la publicidad trabajos por cierto muy apreciables, de mérito no vulgar, mejor dicho.

Ha empezado bien, sin embargo, y el éxito de Calandria, el que indudablemente acompañará a sus cuentos, lo han de hacer perseverar en la producción de obras análogas, para las cuales tiene un raro caudal de observación y especialísimas condiciones. Todo está en que obligue a su perezosa pluma a lucir sus galas y a llenar la tarea para que está llamada.

Él tiene un deber que cumplir, grato y hermoso, desde que ha roto con el exotismo literario, para inspirarse en las cosas nuestras y pintarlas con tanta verdad y arte tan ingenuo   —130→   y atractivo. ¡Que no hubiera una media docena más de escritores de ese corte!

ROBERTO J. PAYRÓ

Buenos Aires, junio 14 de 1896.

* * *

El primer paso en el sentido del drama nacional diose hace poco de una manera feliz por medio de una pieza del doctor Martiniano Leguizamón, titulada Calandria.

Ya teníamos, es sabido, una especie de drama criollo. Se representaba generalmente en los circos de segunda categoría o en aquellos templos de musas acarnanias en que se arrojan naranjas al que agrada y cáscaras al que disgusta, pero en manera alguna podía servir de base para una obra poética. Aun exigiendo muy poco de un arte joven, fuerza es confesar que aquello es sumamente rudo y torpe.

De este género me acordé cuando me invitó un amigo a ir a ver Calandria al Politeama. Mis esperanzas eran mediocres. Había leído algunas críticas favorables a la obra, pero es sabido lo que valen en general dichos artículos. Reclamos -dije para mis adentros-, amigos del interesado. Casi sentí un malestar al levantarse el telón y...

Anticiparé el éxito con pocas palabras. Me había equivocado por completo. Lo que presencié era una obra dramática de carácter alegre, atrayente por sus escenas campestres muy naturales, con un conflicto de acción interesante, sin puñaladas ni cadáveres, por su desenlace agradable y satisfactorio: Calandria, el hijo franco de las selvas entrerrianas, el gaucho nómada e independiente, arroja al suelo su puñal, símbolo de su libertad, declarando que quiere abandonar la vida aventurera y entrar en las filas de los hombres civilizados...

El poeta ha encontrado a Calandria en la vida real, pues éste ha existido así como Juan Cuello y Juan Moreira, pero con la gran diferencia de que es mucho más simpático que los últimos. Se sabe que el nombre de Calandria es el de un pájaro de campo, cuyas condiciones especiales son que imita   —131→   la voz de otras aves, y que la libertad es necesidad vital para él; se puede tener en jaula sólo en el caso de que se saque del nido muy joven y se críe cautivo.

Allá por 1870, nuestro héroe apareció en la ciudad de Concepción del Uruguay, ocupándose en el negocio de aguador; entonces fue cuando recibió el nombre de aquel pájaro por parte de la gente, que quiso indicar de tal modo su talento de cantor y su amor a la libertad.

Su nombre verdadero nunca se ha conocido15. Con su nombre de pila, Servando, se le llamaba siempre «Servando Calandria». En aquel tiempo sucedió que el general López Jordán necesitó soldados en una de las revoluciones, debido a lo cual Calandria fue prendido y vestido de uniforme. La vida militar, aun en aquel tiempo, era como se puede comprender una tortura para nuestro aguador, visto su carácter particular, de modo que no se sometió a la disciplina. Castigado por esto repetidas veces, desertó un día, huyendo a las selvas intransitables que cubrían la mayor parte de Entre Ríos. Desde aquel tiempo se entregó a la vida de gaucho matrero, es decir, no trabajaba más y se alimentaba con el ganado de los estancieros; pero nunca robaba a nadie, nunca cometía un asesinato. Perseguido continuamente por la policía en todas partes del país poblado, supo siempre escapar con gran astucia. Vino también disfrazado o de noche al Uruguay y a otros puntos, haciéndose a veces conocer, pero más ligero y hábil que sus adversarios, había ya desaparecido cuando éstos se movían. Al fin, era para él una costumbre agradable dar bromas a la policía, burlarse de la autoridad y jugar una buena partida a algún gran señor, no pasándose casi ninguna semana sin que hubiese dado un nuevo objeto de conversación a la gente; así llegó pronto a verse rodeado de una aureola de cuentos como un santo de leyenda.

Del mismo modo que su fama, creció el número de los amigos que lo acompañaban en su vida aventurera. Al fin,   —132→   ésta también tuvo un éxito malo, no en campo abierto, frente a frente con sus adversarios, sino a traición. La policía tenía odio a Calandria, no olvidando cuántas veces la había puesto en ridículo ante el público. Meditaba continuamente perderlo.

En el año de 1879, nuestro gaucho, que entonces tenía 40 años más o menos de edad, se había trasladado a los alrededores de la ciudad de Concordia, visitando todos los días a un compadre que habitaba un rancho en aquel punto y preparaba la comida que Calandria venía a compartir. La policía había averiguado estas circunstancias y supo sobornar al compadre por dinero. Se escondieron, un comisario y tres vigilantes, en la cocina del rancho, esperando la llegada del gaucho. Éste apareció como de costumbre, bajó del caballo y, sin sospechar nada, entró en la casita. En el mismo instante, cuatro tiros resonaron, y uno de los proyectiles, dando en el ojo derecho de Calandria, causole una muerte instantánea...

Ésta es la vida, trazada en pocas líneas, del hombre singular que ha servido como protagonista de una comedia al doctor Leguizamón. Digo «comedia», pues la pieza concluye en forma alegre, haciendo el autor uso de la licencia poética, de modo que Calandria no muere y sí -como he dicho antes- se convierte en un ciudadano civilizado, obteniendo indulto del gobierno. Este indulto me parece que es el único punto débil de la pieza. No se comprende bien con qué motivo haya venido de repente. Se asemeja a un deus ex machina, que efectúa la solución de la acción que el autor no supo conseguir16.

 
—133→
 

Pero el doctor Leguizamón se puede disculpar con modelos muy célebres. Ni Molière siquiera supo dar desenlace a la comedia Tartuffe, de otro modo que por la intervención de la altísima persona del rey.

El valor principal de Calandria está en las escenas graciosas, que pintan las costumbres del campo y los tipos característicos de sus habitantes. Calandria mismo, la Flor del Pago, su querida, y el anciano trenzador, son figuras que recrean el corazón por su modo natural de pensar y hablar. El diálogo en general es chistoso y popular, sin que pase los límites que la decencia prescribe. Quien tenga interés y gusto en las originalidades criollas y en los placeres particulares de los gauchos ¡que vaya a ver!

... Actualmente el autor del drama se ocupa en nuestra metrópoli como abogado, y también -lo que ahora nos ha hecho ver- como poeta dramático. ¡Que en lo venidero prefiera más y más lo último a lo primero, y que su musa graciosa dé a luz otros hijos! Vivant sequentes...

La vasta pampa sudamericana es tan rica de poesía, que se hallarán fácilmente en ella muchos más argumentos dramáticos. El que toma al gaucho sólo por un individuo rudo e inculto, se asemeja a aquel que mirando una vez con curiosidad a un pintor de paisajes ocupado en su arte, observó cómo mezclaba éste mucho colorado en el color del follaje de ciertos árboles. ¿Qué hace usted? -exclamó admirado-, yo no veo nada de colorado en aquel follaje.

-Es verdad -contestó el pintor-, mas yo lo veo.

El doctor Leguizamón tiene la vista correcta para ver bien,   —134→   y no le faltarán amigos a quienes guste lo que vea y pinte, ni de acá ni de la otra parte del Océano. ¡Convénzase que los europeos se reunirán con suma alegría a los argentinos en el camino que ha tomado!

CARLOS ZEDLITZ-WEYRACH

La Plata Rundschau, 15 de junio de 1896.

* * *

Al salir de Montiel, allá en la ladera pintoresca de una cuchilla del Gualeguay, en la estancia del viejo coronel Leguizamón -uno de esos bravos del buen tiempo pasado, que si bien poco entendían de literatura, eran maestros de caballerosidad y de nobleza-, comenzó a estudiar los tipos y las costumbres que tan a lo vivo ha presentado en Calandria, el conocido escritor nacional con cuyo retrato engalanamos las columnas del Mundo del Arte.

El monte y la llanura, el arroyo manso y callado, las lagunas rumorosas, los juncales, las laderas tapizadas de flores, las hondonadas agrestes y misteriosas, le enseñaron lo que era belleza y lo que era color, y su padre, el viejo veterano, despertó su imaginación de niño con el relato de las guerras legendarias de los gauchos que nos dieron patria, enseñándole a conocerlos en el medio mismo en que vivían y a interpretar su lenguaje sencillo, falto de corrección académica, pero rico en imágenes verdaderas, moldeadas en la práctica de la vida.

¡Qué hogar de artistas y de hombres de ciencia fue aquél tan modesto y tranquilo donde pasaron su infancia los doctores Leguizamón!

El autor de Calandria, con su exquisita organización de artista, visitó más tarde las aulas, y siempre él mismo -serio, grave, observador y estudioso- conservó las nociones adquiridas en sus primeros años con verdadero cariño y supo sacarlas triunfantes de entre la montaña de modelos clásicos con que las comparó.

No es el doctor Martiniano Leguizamón un artista ni un   —135→   poeta convencional, de esos a los cuales el primer maestro que pasa los arrastra en su cauda luminosa: es un cerebral verdadero, uno de esos que dicen y sienten lo que piensan, porque tienen conciencia y tienen ideales. Allá, en el Colegio del Uruguay, en sus primeros años, leyó los mismos libros que todos sus coetáneos leímos: lloró con la Graziella de Lamartine y con la Cosetta de Víctor Hugo, fue Efraín con la María de Jorge Isaacs; encendieron su imaginación los cuentos terroríficos de Hoffmann y de Edgard Poe, cautivaron su admiración los misterios de Eugenio Sué y de Ponson du Terrail, lo dominaron Julio Verne, Mayne Reid, Fenimore Cooper y Gustavo Aimard, lo exaltaron los caballeros de Dumas, los bandidos de Fernández y González y las justicias lloriqueantes de Pérez Escrich; pero nadie lo arrastró consigo. Un día hizo versos y en vez de cantar como los personajes de las novelas aplaudidas, cantaba como los buenos gauchos montieleros, sus conocidos de la infancia. Después vinieron otros modelos, todos los clásicos, toda la hermosa biblioteca literaria de nuestro tiempo, griegos, romanos, franceses, ingleses, alemanes, rusos, italianos, españoles, daneses, suecos; pasaron por su mano novelas, cuentos, versos, poemas, dramas y comedias, y cuando da a luz el resultado de sus observaciones y de su estudio, deja a un lado modelos y libros pacientemente recogidos y honradamente estudiados, y surge noble y generosa la obra de sus primeros años, que es toda verdad y sentimiento, que es poesía y es belleza: aparece Calandria, que más que drama o comedia, ¡es pintura, es fotografía, es vida!...

Siempre fue así, desde el Colegio, el doctor Martiniano Leguizamón: una verdadera integridad intelectual, un espíritu generoso y altivo que repudia el pandillerismo y campea por sus propios ideales, sin vacilaciones ni cobardías.

No son sus gauchos los de Hidalgo, de Ascasubi o de Del Campo -gauchos críticos y filósofos que sólo tienen del modelo la exterioridad del lenguaje-, ni los geniales Martín Fierro de Hernández y Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez, derrotados de la civilización, que sollozan injusticias y presentan   —136→   una sola faz de ese carácter complejo del hombre de nuestros campos, que tiene tantas facetas como el de cualquiera de nuestras ciudades. Los gauchos de Leguizamón son otros, menos detallados quizás, dada la estrechez del marco, pero más generales y más completos. Los demás tratan de relatar aventuras de gauchos y referir sus costumbres: Leguizamón pinta sus gauchos de cuerpo entero y los hace mover en su medio propio, para que se revelen sus usos y sus costumbres, sus ideas y sus sentimientos, su entidad física y moral, en una palabra, sin necesidad de notas ni explicaciones.

Los demás pintan al gaucho de oídas; Leguizamón lo pinta como lo ha visto, echa sobre el papel sus impresiones propias, y con ellas, que son la verdad, arrastra al auditorio y lo obliga a reconocer la diferencia que hay entre los gauchos convencionales que lo han obligado a aceptar, y los reales y positivos que todo hombre que haya recorrido nuestras campañas lejanas ha conocido y tratado.

Saludamos en el autor de Calandria al verdadero pintor de nuestras costumbres nacionales, y al que está llamado, dadas sus dotes geniales, a conservar para la historia el perfil simpático de nuestro gaucho, que ya se pierde, borrado por las exigencias de la época.

El Mundo del Arte, junio 30 de 1896.

* * *

En conciencia, no podemos dejar pasar en silencio las bellas representaciones de Calandria que se repiten con tanto éxito desde hace varios días en el Teatro de la Victoria.

El hermoso drama del doctor Leguizamón, que se representa casi todas las noches, no ha perdido nada de su interés, al contrario, ha ganado mucho en cuanto a la interpretación de esta notable pieza.

Calandria es un personaje que ha existido, que el autor ha conocido en Entre Ríos. Es ésta una particularidad que añade mayor interés al drama, pues siempre gusta más ver subir a la escena personas de la vida real.

 
—137→
 

Es lo que el doctor Leguizamón ha comprendido muy bien y muchos autores debieran imitarlo, en lugar de mostrarnos esos fenómenos que no han existido jamás sino en su imaginación.

En cuanto a los que sonríen cuando se habla del drama criollo, están en gran error, y lo hacen más por chic que por convicción. Si el teatro criollo tiene algo censurable por el tosco lenguaje que emplea, ofrece en compensación grandes cualidades: nos muestra al hombre del campo con sus pasiones, sus impulsos generosos y ese gran fondo de nobleza que caracteriza al ser libre que pasa su vida frente a frente con la naturaleza.

Es un género que es necesario no dejar desaparecer, y el doctor Leguizamón merece un ¡bravo! bien sincero por el valiente esfuerzo que acaba de realizar de una manera tan feliz.

Le Petit Journal, junio 15 de 1896.

* * *

Lo que se ha dado en llamar dramas criollos, sin duda con el propósito de significar que ellos reflejaban una faz de la vida nacional, sacan sus principales recursos de la desgraciada historia de seres extraviados en el camino del crimen, a los que prestan contornos de héroe, atrayendo hacia él y sus hechos la simpatía y la admiración de la multitud. Consiguen así, no sólo legitimar las acciones más reprochables, y desvirtuar la justa condenación pública, sino que impresionando las masas ignorantes, despiertan en el seno de éstas emulaciones peligrosas, y causan sensibles desviaciones en su sentido moral. Aparte de esas consecuencias, dignas por cierto de ser tenidas en cuenta, son en su mayor número acreedores a la más severa condenación en nombre del arte, que no excluye, sino que exige la delicadeza y la verdad. Ni una ni otra de estas condiciones se hallan en los tales dramas criollos: ni ellos traducen el carácter de los hijos de nuestra campaña, sus tendencias y costumbres, ni su composición acusa el más rudimentario conocimiento de las reglas del arte teatral.

 
—138→
 

Son, simple y sencillamente, un amontonamiento desordenado de escenas brutales, insensatas, destinadas a halagar y despertar las inclinaciones malsanas de la muchedumbre ineducada. No sucede lo mismo con la comedia escrita por el doctor Leguizamón, a la que exceptuamos de los reproches anteriores. Calandria no ofrece los sanguinarios espectáculos de peleas y matanzas; traduce con fidelidad la manera de ser, a un tiempo altiva y dócil, del paisano, su naturaleza valiente e infantil a veces. Respecto a los distintos cuadros de costumbres que son presentados, sólo diremos que es imposible verlos sin evocar el recuerdo de escenas idénticas contempladas alguna vez en la campaña argentina.

El propósito noble y moral del autor se revela perfectamente en las últimas frases del protagonista, del gaucho matrero, herido por la generosidad de aquel en quien creyó ver un enemigo de su dicha y de su libre albedrío. El indulto de sus faltas, cuando él esperaba el castigo sin piedad, le impresiona profundamente; algo como una revelación se produce en su ánimo agitado; comprende que el camino del trabajo es el de su felicidad y de su regeneración, y reaccionando contra su pasado de holgazanería protesta contra el ¡viva Calandria! lanzado por uno de sus amigos, exclamando: ¡No!


Ya ese pájaro murió
en la jaula de estos brasos,



(señalando a la mujer amada)


¡pero ha nacido, amigasos,
el criollo trabajador!...



Necesario es confesar que este desenlace vale algo más, bajo muchos puntos de vista, que el trágico y sangriento fin de Juan Moreira y otros personajes cuya vida no fue por cierto   —139→   un dechado de virtudes y de ejemplos moralizadores, dignos de ser ofrecidos a la emulación del público.

M. VEGA SEGOVIA

El Día, junio 25 de 1896, La Plata.

* * *

Señor doctor Martiniano Leguizamón:

Mi estimado amigo: Un aplauso sincero para cada cuadro de su Calandria. Puede estar satisfecho de su obra, y Entre Ríos de tener un hijo como usted.

Su drama tiene puntas; con una empieza y con otra acaba. Quiero decir con esto que hay en él idea y plan, que no está mocho, como tantos del mismo género que aparecen en las tablas. Anoche, después de asistir a la representación en la Zarzuela llegué a mi casa con los pulmones llenos del aire libre del Uruguay; y mucho, muchísimo Entre Ríos corría por mi cuerpo al ver desfilar las escenas y tipos, de nuestra tierra.

¡Al viejo trenzador aún lo conservo trenzando tientos en mi alma!...

Me despido con un apretón de manos. Su afectísimo.

CARLOS MARÍA DEL CASTILLO

Tribuna, setiembre 15 de 1896.

* * *

... En la Zarzuela se da esta noche Calandria, la aplaudida comedia del doctor M. Leguizamón, obra en que no hay una sola nota desafinada, un solo detalle que desdiga del corte gauchesco clásico del conjunto.

Es digno de mencionar el éxito sostenido de esta pieza, que agrada cada vez más por el colorido verista de sus tipos y escenas muy felizmente ejecutadas; y ese éxito se sostiene debido a la sencillez, la gracia y el perfume verdaderamente campestre que se desprende de la obra.

 
—140→
 

Seguramente el autor recibirá esta vez, como hace unos días, una verdadera ovación.

El Diario, diciembre 12 de 1896.

* * *

La impresión que la obra del literato entrerriano produjo en el numeroso público que concurrió al estreno, fue sin duda merecidamente favorable, y habría alcanzado en nuestra opinión a ser ruidosa, si la falta de novedad en algunos personajes no hubiese retraído un tanto el entusiasmo de los espectadores, predispuestos de antemano a esperar algo nuevo que descollase, en la forma, sobre lo conocido.

Las policías de campaña persiguiendo matreros, y los matreros burlando a las policías con su astucia y valor, son cuadros vigorosamente trazados desde hace tiempo por notabilidades como Gutiérrez y Hernández, y el autor de Calandria ha probado las dotes de su talento artístico, haciéndose aplaudir en un campo espigado por competidores de esa talla.

Hay sin embargo diferencia entre la índole de los protagonistas de las obras de aquéllos y Calandria, que en el fondo no es más que un gaucho travieso con instintos nativos de libertad e independencia, pero enemigo de derramar sangre, y que al final se convierte en gaucho trabajador cuando la égida de la ley le devuelve sus fueros de ciudadano.

En ese sentido el drama de Leguizamón supera, a nuestro juicio, a sus congéneres, y es de un alcance más favorecedor para esos tipos genuinamente criollos, porque aleja la idea de que el gaucho altivo y valiente debe ser pendenciero y matador.

Por lo demás, el matrero Calandria como su aparcero el Boyero están perfectamente delineados, y bien puede decir el autor que le quiten lo desparejo, respecto a su ño Damasio, el trenzador, a su capitán Saldaña y a los gauchos cantores y guitarreros, que hacen en el público el efecto que en ño Damasio, la huella, el gato con relaciones y la payada de contrapunto, que es cosa buena.

 
—141→
 


   Y aquí sujeto mi flete,
no sea que en la disparada
vaya a dar una rodada
de aquéllas de rechupete;
y vale más que sujete,
pues si dentro a la cocina
voy a hacer, como buen ñato,
«las de la parda Rufina
que le echó güevos al gato
creyendo que era gallina».

   Y apriete bien, don Martín,
la mano de este criollazo
que le remite un abrazo
y una flor de macachín;
apriétela, porque al fin
lo aplaudieron con razón:
llegan hasta el corazón
estrofas cual la sentida:
«Porque alegro mi guarida
bordoneando un pericón»...



A. DE MARÍA

El Fogón, octubre 18 de 1896, Montevideo.

* * *

Las emociones que nos procura Calandria son dulces, plácidas, tranquilas, como ciertas escenas del Entenao y Los Guachitos, como ciertos cuadros de Nobleza Criolla; y a la vez fuertes y reales, sin degenerar en violentas y groseras, como algunos hermosísimos pasajes de Santos Vega y Martín Fierro. En el drama de Leguizamón, todo es colorido local, puras filigranas, realismo el más neto, detalles y medias tintas artísticas y acabadas. Hasta los tiros, que dan cierto aire trágico a la obra, resultan vulgares, en la buena acepción de la palabra. No hay pues, grandes emociones, no hay grandes   —142→   dolores, no hay intensas alegrías, no hay pasiones en lucha: todo es sereno, calmo, con algo en el fondo que vierte sobre la forma de la obra el eterno resplandor de la verdad.

Cada uno de los cuadros de este drama -principalmente los de los primeros actos-, son un dechado de verdad y de belleza. El cuidado de la mise en scène revela al primer golpe de vista que un artista de buena ley anda mezclado en el asunto. Ved el cuadro La Flor del Pago con que comienza el acto segundo.

Él sólo vale la obra: es un cuadro bellísimo, natural, donde los menores detalles han sido estudiados con amor y cariño. Es el patio de un rancho: el viejo ño Damasio está trenzando, Rosa pisa mazamorra, la Flor del Pago lava ropa junto al pozo. El lazo que van formando los tientos que trenza el viejo, el mortero, la batea, el pequeño fogoncito que hace cantar el agua de la pava, hasta el nido de hornero que hay sobre el pozo, dicen muy bien con aquella pared de terrones, con los pintorescos trajes de los actores y con aquella campiña tapizada de trébol y gramilla que se esfuma en las lejanías del horizonte. Los detalles son dignos del cuadro y la naturalidad de los primeros refuerzan el soberbio colorido del segundo.

Y así está pintada toda la obra. Son verdaderos cuadros de la vida campera, casi podría decirse, sin hipérbole, que son fotografías del natural. El cuadro 1.º y el 3.º del acto primero son también magistrales. Aquella velada que acortan mateando los soldados del capitán Saldaña, sacude blandamente el espíritu con tales vibraciones de verdad, que, cuando aquél ordena al sargento Flores que desate al prisionero estaqueado, e invita a Calandria para que se aproxime al fogón, pues el vientecito de la madrugada es cortante, nosotros nos sentimos herido el rostro por el frío húmedo de la escarcha que empieza a levantarse. Y ese otro cuadro de la tapera, sepultada primero entre las negras sombras de la noche y las que envuelven las cosas olvidadas y derruidas, y que luego va perfilándose poco a poco con la naciente claridad del día, hasta   —143→   diseñarse acabadamente sobre la vasta extensión de los campos solitarios, tiene coloraciones inusitadas, retoques de mano maestra y una poesía sencilla y poderosa que llena el corazón de melancólica tristeza y anubla la vista con el velo de las lágrimas, cuando al final Calandria y el Boyero, descubierta religiosamente la cabeza ante aquellas ruinas sobre las cuales aletean todos los queridos recuerdos de la infancia del hoy gaucho errante y abandonado, se alejan a caballo silbando bajito, en un estilo criollo, las penas y tristezas que han hecho nido en el pobre corazón del paisano sencillo y bueno...

Yo de mí sé decir que no conozco más puras emociones ni que mi alma ha sentido más dulcemente el rumor de la realidad arrullarla y adormecerla, que a la vista de esos cuadros reales y sentidos que viven y laten ante mi vista y que logran, sin artificio alguno, despertar en mis recuerdos otros cuadros y otros hombres similares a ellos y que he visto antaño en la vida de nuestros campos.

¿Dónde está el secreto de este supremo arte? Ya queda dicho tácitamente: en la realidad. Sí, sólo el naturalismo puede engendrar tales bellezas y lograr tan sencillas y perdurables emociones. Calandria, para ser una obra perfecta y una obra grande, no necesita de efectismos ni de escenas que sean un truc continuado. Los románticos -los que sólo entienden hacer obra de varón poniendo un susto en cada escena, un enredo en cada acto y una apoteosis en cada final de obra- han de sentirse rudamente asombrados al ver que sin asunto, sin trama, con la sola pintura de tipos y la descripción del medio ambiente, puede hacerse una obra completa, y, lo que es más, una obra del mérito de Calandria. Y, sin embargo, ahí está el drama del doctor Leguizamón como testimonio elocuentísimo.

Yo no sé si el escritor argentino se ha empapado en las leyes y reglas que gobiernan el arte dramático naturalista; yo no sé si conoce la teoría de ese arte que ha engendrado obras de la talla de esa Germinia Lacerteux, estrenada con   —144→   inmenso escándalo en el teatro Odeón, de París; pero, conozca o no las doctrinas preconizadas por los más eximios naturalistas franceses, lo cierto, lo indiscutible, lo que puede verificar cualquiera de los lectores, es que su drama Calandria ha cumplido con esas doctrinas sin violar una sola de sus leyes.

Y no se me objete ahora que me excedo en el elogio al traer a colación, tratando del drama criollo, el drama de Goncourt. No rehuyo todo el alcance de este parangón. Germinia Lacerteux descansa todo su mérito en la realidad e independencia de sus cuadros: así de Calandria; Germinia Lacerteux, en la cuestión de retórica, no es ni más ni menos clásico que Calandria: si el uno está escrito en el argot del pueblo bajo de París, el otro tiene el habla propia de nuestros criollos. Germinia Lacerteux no es la voluntad del personaje gobernando la acción de la obra, sino el medio y la herencia sojuzgando el carácter individual, y lo propio sucede en Calandria; en fin, todas y cada una de las leyes observadas por Goncourt son las mismas que resultan en el drama del doctor Leguizamón. Y es que el drama criollo, como género dramático, es el que mejor puede realizar la reforma del teatro, porque pugna el naturalismo.

VÍCTOR PÉREZ PETIT

La Tribuna Popular, noviembre 24 de 1896.

* * *

Señor doctor Martiniano Leguizamón:

Mi estimado amigo: He asistido a la representación de su Calandria, atraído por el título, que evocaba en mi mente recuerdos de mis primeros años, y también por cariño al autor.

El personaje culminante es una copia fiel del natural; como que es histórico. Los demás se parecen extraordinariamente a muchos que he conocido y visto actuar sobre el propio terruño.

 
—145→
 

Todos tienen el mérito de la originalidad. Usted no ha incurrido en el error en que otros escritores han caído, presentándonos unos gauchos, bachilleres y leguleyos, que hablaban, discurrían y hasta filosofaban de un modo enteramente incompatible con su falta de cultura.

Nada más ridículo que un gaucho afilando su facón para pelear con la Policía, y desenterrando una moral de bohardilla, enfermiza y caduca; y haciendo tiradas filosóficas de un gusto cursi, propias de un pedagogo de aldea.

Su buen sentido ha hecho que usted les conserve su frescura nativa, su astucia semisalvaje, su sentimentalismo selvático, su lenguaje pintoresco, sus gustos y costumbres; en una palabra, su idiosincrasia especialísima.

Que esos tipos se van, que se esfuman en un medio ambiente nuevo, producto de una civilización superior, es un hecho fuera de controversia.

Pero si el arte y la literatura quieren conservarlos y perpetuarlos en la memoria del pueblo, deberá empezar por conocerlos bien, para no presentarlos desnaturalizados o adulterados, cometiendo sofisticaciones inconscientes.

El desenlace de Calandria, si bien no es histórico, es artístico y responde a una verdad científica.

Numerosos factores y causas han ido modificando al gaucho. La evolución que se opera en el país lo eliminará definitivamente, despojándolo de sus instintos nómadas para convertirlo en obrero. Luego, adaptando el final de su comedia a esa evolución, lo adapta a una verdad científica. Ése es el mérito de su trabajo.

Reciba mi felicitación y ordene a su amigo.

JUAN ÁNGEL MARTÍNEZ

La Plata, agosto 7 de 1897.

* * *

Dentro del estilo gauchesco, el drama Calandria es tan correcto, de lenguaje tan uniforme, tan natural y espontánea la idea que lo informa, que absorbe la atención del público   —146→   desde la primera escena. No hay en él frase alguna que no sea netamente criolla y lo que en otros dramas es exageración -tal vez buscando la nota risible-, en éste es sereno, puro, verídico; el chiste y el giro equívoco brotan de la palabra misma, ingenuamente, sin pesadez, ni rebuscamiento.

No hay en él la analogía que se refleja en otros dramas del mismo género. Hasta en los bailes y cantares difiere: esa huella es admirable por el sabor nativo de que está impregnada. Juzgue el lector:


«Por entre totorales
   formando espuma,
va corriendo el arroyo
   pa la laguna.
Ansina mis amores
   como el arroyo,
van buscando dos lagos
   que son tus ojos...
A la huella, huella,
   huella sin cesar.
Abrase la tierra
   vuelvasé a cerrar.»



... Sintetizando nuestro juicio sobre Calandria, diremos como Joaquín V. González en el prólogo de los Recuerdos de la tierra del mismo autor de este drama, que aquí deben buscarse con amor, las intimidades del alma argentina.

BERNARDO L. PEYRET

El Entre Ríos, abril 8 de 1897.



 
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