Cantos Augurales
Ávaro Armando Vasseur
Ofrenda
Para fruición entusiasmo y perseverancia de cuantos padecen la neurosis mesiánica de un más armonioso devenir humano, dedica, por mi intermedio, estos Cantos Augurales el Verbo balbuciente de la joven Atlántida.
A. V.
M. RAPISARDI, Giustizia. -XII Marzo. |
«...Él solo debió ponerse en camino para ser el primero en descubrir el país de los hombres del porvenir». |
R. WAGNER. |
Un abismo en cuyo más profundo lecho crepita el fuego central del Planeta.
Tan vasto e intrincado que en él caben todas las ciudades de la tierra.
Visto de lo alto de las escarpas laterales, el fuego central, que serpea por sus remotos lechos, semeja vetas de oro líquido. Su claridad irradia resplandores de colada.
Cada estrato geológico de los que forman las vertientes del Abismo constituye una época histórica: un cielo social.
El Abismo, linda de un lado con la eterna Noche; del otro con el Alba.
De cada estrato lateral, a lo largo de los accidentados despeñaderos, caen racimos de seres humanos, tribus, familias, envueltos en torbellinos de alaridos, de ayes, de quejas y furibundas imprecaciones.
Van rodando, rodando, de precipicio en precipicio, hasta desembocar, envueltos en una avalancha de pedruscos, árboles, lianas trepadoras, bestias tentaculares, polvo, lodo y humo, en el Abismo central.
Brumas invernales, nubes multiformes, velan de cuando en cuando tan horrorosas catástrofes.
Es un continuo caer.
Algunas regiones del Abismo están casi repletas de restos y osamentas humanas. Forman osarios, abruptos como montañas.
Por todos lados una flora fúnebre, pestilencial, se multiplica, en las lúgubres vertientes, en los desolados desfiladeros, en los montes helados que se perfilan en la penumbra.
Allí vegetan y laboran las Castas miserandas de la Historia.
Las Canallas de todos los tiempos. La Chusma universal.
En los obscuros antros de las profundidades, en las cavernas crepusculares, bajo los hirsutos y convulsionados bosques subterráneos.
Toda la tetralogía terrestre que llaman salvajismo, barbarie, civilización y humanismo, hace más de cien mil años que se desarrolla en su seno.
Las pululantes humanidades que merodean en las vertientes del Abismo, no tienen más que una obsesión: no despeñarse por completo; no ser devoradas por el fuego central...
Empero, algunos míseros, con almas de titanes, sueñan sueños de locas aventuras, de maravillosas ascensiones. Son los Vates de la Horda; los Rapsodas de las réprobas Canallas.
Han oído hablar de tierras libres, de horizontes ilimitados, de aire salubre, de luz dorada, de vida alegre, de ardiente sol y salvaje libertad, allá arriba, en las vertiginosas alturas del Abismo.
Allá arriba, del lado del cielo, por donde, en algunas mañanas, cuando la tempestad no tronitúa en las bituminosas gargantas del Abismo y los vapores de las nieblas no velan la magnética visión del lejano azur, filtra, a través de las troneras geológicas y de los obscuros bosques, un como resplandor celeste de tibieza y de luz.
En vano, las lenguas de los Pontífices predican a las rampantes ánimas, que allá arriba sólo pueden vivir los dioses y las diosas...
En vano, los Guerreros custodian, con mortíferas armas, los pasos vedados de los desfiladeros y los inaccesibles senderos de las montañas.
En vano, los Superhombres, afirman que el Abismo es la patria de los trabajadores, el limbo perdurable de los esclavos.
En vano arguyen que sólo podrán ascender a la divina superficie planetaria, al tardo andar de los milenarios, sobre las pirámides fúnebres de su parentalia, sobre los osarios de la sacrificada Canalla, luego de haber terraplenado, con sus exhaustas osamentas propiciatorias, todos los antros de la Tierra y nivelado, así, el inconmensurable Abismo de las iniquidades sociales.
En vano los cerberos de la Especie discurren acerca de los peligros que entrañaría el que los moradores del Abismo osaran escalar en masa las regiones del rayo, del relámpago y del trueno.
En vano, les predican la resignación, el dolor, la fe ultraterrestre, la caridad, en las viscosas cavernas de su ostracismo y su abyección.
En vano, claman que el primer deber del tchandala es conformarse con su destino, y le vedan plantear soluciones nuevas a las ociosas divinidades...
En vano, les dicen que demasiada faena tienen con ir terraplenando con sus propios huesos el monstruoso Abismo y fertilizar la yerma soledad de su desgracia con la sangre de sus mártires, las lágrimas de sus profetas y su sudor infame de Canallas...
En vano les susurran, con convicción mentida, que nada han de conseguir que no sea quebrantar sus fuerzas y aniquilar su Casta si dan en agregar arduas fatigas y preocupaciones a sus exorbitantes angustias cuotidianas!...
En vano, cuando aparece algún Desconocido que les incita a la duda, a la rebelión, y al escalamiento de los estratos superiores del Abismo, le enseñan a lapidarle, crucificarle, quemarle, descuartizarle, y a dispersar sus sublimes pavesas en la cólera de los huracanes...
En vano les enseñan a esperar, a sufrir, a soñar despiertos, y a bien morir!...
En vano se proclaman mandatarios de un Supremo Señor, a quien atribuyen la creación omnisciente del Gran Todo.
En vano les infunden el vértigo de las alturas, los misteriosos espeluznos del terror, la atracción del Abismo, el quietismo vegetativo, la hórrida inconsciencia, la insensibilidad brutal...
¡En vano!
Los réprobos del Abismo parecen renacer de sus cenizas. Se multiplican en inimaginables avatares.
Cada vez más, pululan los tonantes Desconocidos, en las tinieblas larvales de las cavernas, en las asperezas de los picachos, en las malezas selváticas, en las sendas ignotas de los precipicios.
Sus Evangelios, diversamente consoladores, de más en más solidarios y ascensionales, dominan el fragor de los torrentes, el rodar de las vivientes avalanchas, y las mil y una resonancias del negro Abismo Social.
* * *
En las noches, en que por los desfiladeros de Miseria Humana la tempestad de las Iniquidades ruge más sordamente, arrancando de cuajo cuanto se opone a sus ímpetus, resuena el alarido augural de los Desconocidos, el canto de desafío y de fulminación que corearán más tarde las ingentes Canallas.
En tanto la chusma ora, se estremece y suspira sus lamentaciones, tratando de aplacar con plegarias y exvotos las Potencias Desencadenadas de la Altura -el último de los Desconocidos canta:
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Y mientras las muchedumbres que han ido rodeando al Desconocido se dispersan, ebrias de épicas efervescencias, coreando su mágica canción -de todos los estratos del Abismo-, niñas, niños, jóvenes hombres, mujeres, ancianos, familias y pueblos en masa, ruedan continuamente de precipicio en precipicio, hasta el remoto lecho donde llamea ¡el fuego central...
¡Caen, caen, caen!
«¡Ve, Purna. Emancipado emancipa; Consolado consuela!». |
BUDDA |
Estamos en uno de los estratos medios del Abismo.
Una penumbra cenicienta clarea el desolado panorama.
Es una como altiplanicie escarpada, que se extiende a lo largo de las gargantas del Abismo.
La altiplanicie aparece erizada de altas y solitarias torrecillas. A lo lejos, en la sombra dantesca, rugen los torrentes. Se alza el rum rum inenarrable de las enjambrazones humanas, que caen eternamente en el vacío.
Es la Tebaida de los Soñadores.
La altiplanicie del ocio y del ensueño en la que han levantado sus viviendas, los Réprobos que escaparan de los antros del Abismo, burlando la vigilancia de los Cíclopes y arrastrándose por los vertiginosos despeñaderos, erizados de malezas parasitarias y de viscosidades trágicas...
Un silencio de funeral flota sobre la Tebaida. Sus millares de pobladores no se conocen, no se saludan ni se hablan jamás...
Odian todos los rumores circunvecinos. Detestan toda promiscuidad. En lo alto de sus torres, -que los terremotos del Abismo bambolean y a menudo arrojan por el fango- evaporan sus místicas quimeras en la sucia bruma del erial.
Desde lo alto de su inconmensurable inconsciencia, miran, acaso sin ver, las cenagosas cerviflexiones de los miserables, como desde las cumbres de las montañas.
Viven entre las humanidades miliunanochescas que han forjado, a cincelazos de utopía, en las canteras vírgenes de sus númenes.
Y no ven, no quieren, no pueden ver, nada de cuanto les rodea, de cuanto les asfixia a su alrededor.
La monstruosa Tierra les ha abierto los horrores de su seno, mareándoles para siempre jamás.
Desde entonces padecen la náusea de la realidad y la sed de lo ideal -porque no conciben que en esta misma Tierra, la realidad pueda poseer encantos y maravillas superiores a toda imaginación.
Por ello, cuando los rugientes Desconocidos pasan por su Tebaida, entonando las elegías de la Casta Doliente, los salmos ululantes y los ardientes yambos de la rebelión, los más se encogen de hombros y los menos sonríen indiferentemente.
Los dejan pasar en silencio, como si fueran un aquelarre de espectros, emancipados de toda afinidad y preocupación humanas!
Empero, una noche los terraplenadores del Abismo se aperciben de su insultante inacción.
Comienzan a comunicarse entre ellos los lóbregos designios de su cólera.
Y se dicen: «¡Guay de aquellos que sueñan mientras sus hermanos laboran en la sombra y perecen aplastados por la iniquidad! ¡Guay de ellos!».
Y de común acuerdo los mineros del Abismo deciden minar los cimientos de la altiplanicie. Hacerla volar en la bruma, con sus torres y sus orgullosos solitarios.
Entonces aparece, tanteando en las tinieblas, el último de los Desconocidos. La soledad, fiel a su deseo, hale dotado del don de videncia, y del don de desdoblamiento y ubicuidad.
La Muchedumbre suspende su faena y le rodea. Algunos reconocen al divino Cantor.
Le hacen depositario de sus cuitas. Lo cuentan los detalles de la nueva empresa. Le interrogan acerca de su opinión.
El Rapsoda concreta su pensar:
«Nadie, aquí abajo, está por ni para él solo».
«Lo que cada cual sufre, piensa y vive, lo sufre, piensa y vive para todos».
«Dejadme que les envuelva en el torbellino de mi reto. Que les arrastre en el torrente de mi Verbo como los arbustos secos del Otoño.
Dejad que estrelle al pie de sus torres el embravecido oleaje del océano de las injusticias humanas».
«¡Que se empapen de amargura! ¡Que se estremezcan de dolor y de impetuosidad!».
«Y si callan, si persisten en su aislamiento, si cierran sus sentidos al deber, al amor, y a la gloria que los llama, ¡Cumplid vuestros designios!».
«Pues en verdad os digo que ellos ya están muertos en vida!».
Luego el Último de los Desconocidos se encamina hacia la Tebaida de los soñadores.
Inmensas Muchedumbres de réprobos le acompañan.
Y frente a la torre más alta de la soñolienta altiplanicie el Portavoz estalla:
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En el silencio de la expectativa algunos soñadores descienden de sus torres. Los más, parecen no haber oído nada.
El último de los Desconocidos ha desaparecido.
A poco, las Muchedumbres tornan a sus antros, y los mineros a sus minas.
El Abismo resuena con los lejanos Cantos Augurales.
Luego en la quietud mortuoria del promontorio estalla una formidable explosión...
El ambiente se espesa, se arremolina, gira en vértigos catastróficos, y durante largo tiempo todo es caótico, fantasmal...
Entretanto, de todos los estratos del Abismo, continúa la labor niveladora...
De precipicio en precipicio, hasta el remoto lecho donde llamea el fuego central es un eterno rodar de víctimas humanas...
¡Caen, caen, caen!
«Según el derecho divino, Dios ha hecho a los pobres y a los ricos del mismo barro, y una misma tierra los sustenta. Suprimid el derecho de los emperadores ¿quien osará decir: Esta ciudad me pertenece, este esclavo es mío, esta casa es mía?» |
«SAN AGUSTÍN». |
Cierta tarde pluviosa, errando por los ventisqueros del Abismo el espíritu del Último de los Desconocidos llegó hasta el extremo de uno de sus más bajos estratos.
Un hedor de esqueletos corrompidos de carroñas putrefactas subía del fondo de las húmedas tinieblas, impregnándolo todo de sórdidas pringosidades.
Por doquiera, en las cavernas y en los antros, en los huecos de los árboles y bajo los luctuosos ramajes, vibraba el sordo laborar de los rampantes homúnculos. El rumor monótono de las ergástulas fabriles de las ciudades subterráneas.
Con su poder de videncia el último de los Desconocidos veía agitarse la Humanidad de los desheredados, el piélago misérrimo do los infer-hombres, como los hormigueros que avienta la electricidad.
Veíalos, los más corrompidos por la ignorancia, borrachos de inercia, podridos de cansancios hereditarios, decrépitos de miseria y abyección.
Los menos, agitados por los soplos inefables de la altura, con sus psiquis embrionarias, sus pupilas aún semiveladas por los antiguos sopores, y el andar tambaleante de los prematuros...
Con sus sentidos cuasi inactivos; sin garras y sin alas. Constreñídos a un perpetuo manoseo de cosas inmundas y horripilantes.
Obsesionados por la inmediación del Abismo. Encorvados en los pozos de su propia fecundidad; acarreando petróleos y cosechando el fruto de los olivares, cuya luz no gozarían nunca; buscando vetas cayo metal tendría un destino para ellos desconocido; sumergidos entre el zumo hervoroso de los lagares, cuya deliciosa ambrosía haría luego la delectación de los ociosos Señores del Orbe; amasando la ardua levadura terráquea para las cosechas y las vendimias del porvenir.
Y al par, terraplenando los precipicios, nivelando las pétreas abruptuosidades de la Vida...
¿Subiendo o bajando? ¡Nivelando, nivelando!
Entonces, ante aquella visión de las tinieblas, el Último de los Desconocidos, elevando su faz lívida de órbitas vacías hacia las privilegiadas alturas del Abismo, comenzó a apostrofar a las invisibles Potencias Expoliadoras:
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Y en tanto que el apóstrofe revolucionario -asciende en flamígeras espirales de interrogaciones, hasta desvanecerse en el remoto azur-, de todos los estratos del Abismo continúa la trágica labor niveladora...
De precipicio en precipicio, ruedan las palpitantes avalanchas de los vencidos hasta desaparecer en el negro pozo central.
¡Caen, caed, caen!
«Confundíos en un beso, Multitudes. Y que ante ese beso se humille el Universo entero». |
Versos de SCHILLER en la Novena Sinfonía de Beethoven. |
Siempre errando por los malditos círculos, ora subiendo ora bajando, -el Último de los Desconocidos- llega a una capital babélica, rodeada de ciudadelas, parapetada de bastiones, erizada de armas mortíferas e instrumentos de guerra.
Las torres de las catedrales dominan la inmensidad urbana. Los bronces de sus campanas dan a los vientos sones de fe, de esperanza, de sumisión y de idealidad utilitarias.
Las dianas de los cuarteles, las gozosas fanfarrias de los regimientos, los alertas de los centinelas de las cárceles, los ayes y los fétidos olores que salen de los hospitales, -todo llega distinto y unánime- a los doloridos sensorios del Rapsoda.
Y la melopea bárbara de los martillos sobre los sonantes yunques, el rabioso silbar de las raudas locomotoras, el fragoroso estruendo de las fábricas, las mil y una resonancias de la «civilización», le inspiran acres inquietudes, virulentas sátiras.
Ve a las Multitudes, encorvadas, desde antes de alba, hasta entrada la noche, sobre sus innumerables labores parcelarias.
La bestia autómata, con el brazo rígido, las pupilas fijas, la faz sudorosa, la respiración suspensa, las vísceras ávidas, la ideación ausente, sin amor, sin reposo, sin vigor, sin alma! Trabajando, sudando, degenerando! ¡Qué horrible vida! Y ¿para qué? ¿para quién?
Luego recorre los vastos boulevares, las desiertas plazas, las tortuosas catacumbas, las repletas necrópolis, los callados conventos, toda la monumental, solemne, absurda y esclavócrata capital.
Y en vano busca -entre los millares de casas alineadas y numeradas a lo largo de sus calles-, la puerta entreabierta, la alegre tabla redonda, el lecho pulcro y halagüeño, los brazos abiertos, los sonrientes labios amorosos de las bellas del hogar hospitalario, donde reposar de sus peregrinares, libre de las polvorientas sandalias, de la túnica polvorienta, del arpa tempestuosa, del añoso báculo y de las pesadillas trágicas!
Y estremecido de espanto, vibrante de indignación, ante tan inicua munificencia y tanta honorable hipocresía, el Último de los Desconocidos ruge a la chusma sumisa y atónita de aquella Siberia «civilizada».
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Aturdidas por el vocear profético del Rapsoda, las Multitudes vanse dispersando como un enjambre de abejas aventado por el huracán.
Jamás han oído un Evangelio igual. Huyen temblando de infamia, de odio, de pavor.
Algunos harapientos recogen las líricas simientes del Revelador. Las fecundas durante los largos insomnios y las feroces vigilias, en la incubadora calenturienta de sus almas.
Y en perseverantes balbuceos aprenden a recitarlas a sus míseros hermanos de fatiga, de causa y de habitáculo.
En tanto que, de precipicio en precipicio, por sobre las erizadas ciudadelas y los magníficos acueductos, los cadáveres de los vencidos continúan rodando, rodando hacia el abismo central...
¡Caen, caen, caen!
«Reniego de vosotros ¡oh fantasmas Olímpicos! Solo estoy contra vosotros. Os paresco; mas soy más grande que vosotros porque soy Hombre y vosotros sois únicamente Dioses». |
Juliano, en La Muerte de los Dioses, por D. DE MEREJKOWSKI. |
¿Visteis la Caverna de los Ídolos en los cenagosos valles natales del Revelador?
¿La imponente Caverna de los Ídolos, donde el incienso de las plegarias humea, de las mentes lugareñas, como una ofrenda perenne ele inconsciencias cuotidianas?
¿Conocéis la Caverna, donde el Hambre, el Frío y el Dolor de las hormigueantes criaturas sub-humanas llenan los terroríficos ámbitos con vapores de angustias, oleajes de suspiros y relentes de lágrimas?
¿Conocéis la Caverna misteriosa, donde el Absurdo oficia de pontifical?
¿Y las pequeñas hipocresías y las ponzoñosas sugestiones y las pomposas conveniencias simulan los viejos gestos rituales, y el cuacareo de las añejas fábulas?
He aquí que el errante Cantor de las Rapsodias Revolucionarias girando de círculo en círculo y de estrato en estrato por el ingente Abismo, torna a los cenagosos valles natales.
La campana tutelar de la Caverna llama, llama, llama...
Él, recuerda conmovido sus inmortales sones... Es toda su infancia, su adolescencia, la que vibra en la voz de la Campana.
El pasado incierto que revive; la visión del hogar, las festividades religiosas y patrióticas; la amistad, el amor, los ensueños de gloria, los auspicios del genio, los nerviosos afanes, la luz de las pupilas, el sol, la ociosidad!
¡Oh, la invisible Sirena que arrulla dentro de los graves campanas! ¡La Sirena con alas de Quimera que acecha las horas del desaliento, los días de la desesperanza, las noches de pena, los instantes de soledad! ¡Oh la alada, la esfíngida, la melosa Sirena! ¡Cómo sabe susurrar, en los más sordos oídos, las muelles condescendencias, los óptimos arrepentimientos, el veneno armonioso de las supersticiones y de las tolerancias!
¡Cómo difunde sus potentes opios, su letárgico cloroformo, sus tóxicas tizanas!
¿Quién, en la aldea, no acude al sacro reclamo de la Campana?
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Las bellas del contorno todas festivas, se encaminan a la solemne Caverna. Es un desfile de distinción, de belleza, de gracia...
Crujen, entre sus blancas manos, las suntuosas polleras, las líricas enaguas, el frou frou de las sedas, de los encajes y de las gasas.
El espíritu del Último de los Desconocidos, pensativo, las contempla como Orfeo ante las rondas de las bacantes.
La Campana familiar, llama, llama, llama...
De pronto, pasa Aquella, a la cual el Revelador ofrendara un día, la miel de sus panales, los búcaros de sus laureles rosa, el Graal de su crisol.
Ella le orla con un halo de amorosas recriminaciones. Lo interroga, en una multiplicación vertiginosa de asombros y nostalgias. Le ilumina con la doble antorcha de sus ojos. Le acaricia con sus llamas.
¡Y pasa!
El Revelador la sigue. Entra tras Ella en la funeral Caverna.
Y mientras la Imposible, postrada de hinojos en su reclinatorio, rinde culto a la antigua demencia, mientras la Caverna, toda, resuena con el monótono cuacareo de las postradas ánimas, el Revelador tiene como un sudor de sangre.
Y gime entre borbotones de ayes:
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(Emancipados: gozad y multiplicaos.) |
A. V. |
Un día, el Último de los desconocidos, asciende a una de las plataformas del Abismo.
Por todos los lados, la sorda labor formicular de las Canallas va transformando el lúgubre panorama.
Los precipicios disminuyen, las vertientes se suavizan, los antros se apenumbran, la inmensidad trueca su salvaje aspereza en melancólico páramo.
La flora pestilencial comienza a desaparecer ante la irrupción de una flora más salubre y clorofiliana.
La noche ya no es eterna. Hay sus claro-obscuros boreales, sus auroras inesperadas. Y alguna que otra vez, como un mensaje sublime, un breve pantallazo de sol puebla el Abismo de estremecimientos dorados.
El Revelador tiene como un éxtasis ante el laborear madrepórico de la doliente Casta.
Inclina su espíritu en el pozo central; escruta el avance de la santa función niveladora.
Por todos lados la Voluntad de llegar a ser moldea las fatalidades ambientes, preside las fecundaciones, virtualiza los gérmenes, llena los ínfimos trilobites humanos de agudas percepciones y perseverancias titánicas.
Como una boa que cambia de piel, el Abismo cambia de forma, de dimensiones y de aspecto.
Asume un carácter simpático, de sobrehumana fortaleza, de consciente arquitectura, de severa grandiosidad.
Un espíritu de justicia, de solidaridad, de sacrificio, va eslabonando la infinita cadena viviente que sube y baja, ondula y se enrosca, gira y se distiende sin reposarse jamás.
Una pareja de enamorados le recibe con muestra de respeto y admiración.
Ella, parece un fruto primerizo de la cosecha futura, con su cráneo magnífico, su busto y sus caderas de joven titánida.
Él, evoca uno de esos tipos dantescos que se retuercen en las Puertas del Infierno de Rodin.
Ambos tienen la franca sonrisa, el radioso mirar de los amantes.
Se aman, lejos de las convenciones y de las falsas leyes de los hombres.
Le invitan a participar de su mesa, de su lecho, del calor y del fuego de su hogar.
Luego, ambos enamorados le piden un salmo de amor, de esperanza y de posteridad.
Y ante el alto misterio de aquellos dos Destinos confluidos en la misma parábola revolutiva, el Último de los Desconocidos recita el nuevo Cantar de los Cantares.
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Sors tua mortalis, non est mortale quot optas. |
OVIDIO, Met: II, 56. |
Alguien se queja en la sombra de los derruidos pinares, al borde del Abismo, bajo la negra Montaña.
Allí, por donde ha rodado uno de los peñascos más abruptos que los mineros aventaran.
Alguien se queja en la sombra de los derruidos pinares.
¿Quién será el dolorido?
Presto, la multitud le circunda. Su cuerpo no se percibe bajo el enmarañamiento selvático de los hendidos árboles.
Sus extraños quejidos conmueven el corazón de la ruda Canalla.
¿Quién podrá ser el que se queja así?
La Multitud, silenciosa aparta los seculares troncos derruidos por el peñasco.
A poco, la faz del Último de los Desconocidos, pálida y vislúmbrase bajo las negras ramas.
Mil temblorosas manos recogen el cuerpo inerte y la cabeza augusta del Rapsoda.
La mala nueva, difundida por los ecos del Abismo y el plañir de los irredentos, vuela de antro en antro, de precipicio en precipicio, hasta los lejanos valles natales y el negro pozo central.
Todos abandonan su faena, su miseria, su dolor. Nadie labora más.
Por doquiera, es un hormiguear de homúnculos en marcha, en enjambrazones descendentes, ascendentes, convergentes, hacia la vasta pradera en que, bajo el Genio de los Subterráneos, las Muchedumbres velan quizá el último sueño del Último de los Rapsodas...
Son millones de negras larvas, vistos desde la cumbre lateral de la Montaña.
Millones de negras larvas que aguardan, aguardan, aguardan...
Arriba, los señores del Orbe se preguntan sorprendidos. «¿Y esa chusma? ¿qué le ocurre que no trabaja?».
Así transcurren el día y la noche.
Luego, el Revelador es incinerado a la manera antigua, con los ramajes de los gemebundos pinares que le mataran.
Y la grandiosa pira, ilumina por largo tiempo los inmensos contornos pululantes de Muchedumbres, las fauces de más en más estrechas del Abismo y el vientre monstruoso de la Montaña.
Y como si de sus pavesas renacieran nuevos Reveladores -antes de que la pira funeraria se extinguiera, como una nave que naufraga en alta mar devorada por las llamas-, la pradera retumba con el tronar de inesperados Desconocidos.
Y la voz de uno de ellos, lenta y majestuosa, fraternal e inspirada ante la dolorida asamblea de las Canallas, entona un himno nuevo de amor y de confraternidad:
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La Montaña ha surgido del Abismo; el Abismo surgió con la Montaña.
Se apartaron simultáneamente y simultáneamente se unirán.
El Abismo será la fosa de la Montaña. Y ambos desaparecerán en la nueva y eterna transformación.
Y alrededor de la Tabla Redonda de la Tierra habrá sitio y asiento para todos.
Y nadie será más alto que nadie, por poderes extrínsecos, por ajenos o heredados privilegios.
Todos alcanzarán la máxima altura de su Personalidad, en el aire sublime de los plenos desarrollos.
Y el mérito de cada cual será el de su propia potencialidad.
No habrá más sedes de cabecera. Éstas residirán allí donde se encuentren los Grandes del Intelecto y de la Voluntad.
Tales serán las únicas y supremas cabeceras de la futura Tabla Redonda de la Humanidad.