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Volumen 5 - carta nº 272

De JUAN VALERA
A   MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO

Lisboa, 16 marzo [1882]

Mi querido Menendez: Acabo de recibir la carta de Vd. del 13. Mil gracias porque acepta mi encargo de cuidar de mis libros cuando yo me muera. Yo no siempre deseo morirme, pero hay días en que estoy tan aburrido que lo deseo. De todos modos, deseándolo yo ó no deseándolo, ello ha de ocurrir, y, aunque tarde, nunca será tanto que Vd. no me sobreviva y dure aun muchos años despues, para aumento y mejor nombre de la cultura española. Asi, pues, mi encargo esta muy en su lugar, y Vd. no dude de que será para mi una gran consolacion el dia en que me largue al otro mundo, dejar en éste, en tan hábiles y cariñosas manos, lo mejor de mi espíritu, que en forma material, que yo mismo he fabricado, quiero que permanezca y en largo tiempo no acabe.

En efecto, las enfermedades que han contristado esta casa van todas desapareciendo ya; pero aun siguen en cama, debilísimas, mi mujer y mi hija.

Mil gracias por lo que promete de hablar algo de Asclepigenia, Gopa y Bermejino.

Me alegro de que falte tan poco para la terminación de los heterodoxos. Y casi me alegro más de que la Academia de la Historia le coloque á Vd. en el sillon de Moreno Nieto.

El asunto que elige Vd. para su discurso me parece bueno. Creo que debe Vd. partir de aquella sentencia de la Poética de Aristóteles donde dice que la poesía pinta cómo deben ser las cosas y la historia como son; pero a mí se me ocurre que nada es sino como debe ser, y que, por lo tanto (perdoneme Aristóteles), no hay diferencia por este lado entre historia y poesía. La diferencia está en que el poeta lo penetra todo, ve lo íntimo del alma, se mete en lo profundo de la conciencia de sus personages —como que él mismo los crea y les da su propia conciencia—, mientras que el historiador tiene que ser más somero y andarse, como si dijéramos, por las ramas, y calificar, juzgar y sentenciar por indicios y no porque vea las intenciones y se las sepa. Esta es, en mi sentir, la radical diferencia entre historia y poesía; lo cual no impide que por lo tocante a la forma sea la historia obra de arte tambien, pero siempre ateniendose a la verdad y no fantaseando. Por esto los discursos que ponen los historiadores clásicos en boca de sus personages son dignos de censura y no de imitacion ahora, porque presuponen que el historiador se vuelve poeta, introduciendose en el espíritu ó mente de los personages y hablando por ellos.

Lo que sí resulta de la diferencia que yo hago es lo mismo que Aristóteles dice; esto es, que la poesía es mas honda, mas filosófica, mas didáctica ó enseñante que la historia, y la historia mil veces más superficial y externa, sobre todo en vidas de individuos, pues en la marcha general de un pueblo, de una civilizacion ó de la humanidad toda, ya pueden también aparecer grandes doctrinas, que han de salír por induccion de la observacíon y de la experiencia, pero que presuponen una filosofía fundamental anterior, para criterio y guía. Así, pues, toda historia de un gran suceso o de una nacion ó del mundo ha de implicar una filosofía. En suma, muchísimo bueno y no dicho en España puede Vd. decir sobre todo esto, condenando á los pesimistas, que no pintan sino lo negro de las cosas, como Taine en sus Orígenes de la Francia contemporanea, y, aunque sea menudo para pareja de Taine, Sellés en su Política de capa y espada, donde resulta que frailes, reyes, grandeza, hidalgos, etc., todo ha sido siempre en España infeccion y podredumbre. Alguna razon habría para decir a estos lo que Don Quijote dijo á Sancho, cuando Sancho le dijo que Dulcinea olía mal, porque estaba cuando la recibio en la fuga del meneo y muy sudada: «Sancho, sin duda debiste de olerte á tí mismo.

Los cuadernos de Monumenta irán por la estafeta próxima.

Me parece bien que en la Academia de la Historia conteste á Vd. Aureliano.

Adios. Su afmo.

J. Valera

 

Valera - Menéndez Pelayo , p. 114-116.